Capítulo V
PARA ir sobre seguro, Jehuda, en un escrito confidencial, expuso a Aarón de Lincoln, a quien conocía por cuestiones de negocios y que era el consejero financiero del rey Enrique de Inglaterra, en qué consistían exactamente las desavenencias entre los dos reyes hispánicos, y le rogó su ayuda. Después, antes de su regreso a Toledo, envió, tal y como la buena educación lo exigía, regalos a la reina. Regalos desvergonzadamente valiosos, nobles perfumes, una gran caja de tocador de marfil con peines, prendedores para el pelo y cosméticos, y además un cofre maravillosamente trabajado con broches, anillos, pasadores, piedras preciosas, y también zapatos sobre los que se habían fijado pequeños espejos, de modo que quien los llevaba podía en cualquier momento comprobar su aspecto. Doña Leonor se indignó ante la insolencia de aquel hombre que, para consolarla de la derrota que le había infligido, le mandaba unas bagatelas tan costosas. Tenía ganas de devolver los regalos; pero hasta el momento se había comportado como una dama e iba a seguir comportándose como tal. Además, los regalos le gustaban. Los conservó y le escribió una carta de agradecimiento.
Mientras tanto habían llegado a Castilla los primeros judíos fugitivos de Francia, y, tal y como había predicho Don Efraim, su llegada ofreció al arzobispo y a los grandes hostiles una bien recibida oportunidad para pronunciar nuevos discursos provocadores.
El judío, decían, con los ingresos del diezmo de Saladino no preparaba la Guerra Santa, sino que empleaba ese dinero en hacer entrar al reino nuevos enjambres de infieles y estafadores.
Las injurias no hallaron eco. Los éxitos de la nueva administración podían palparse. La riqueza del reino aumentaba y beneficiaba a todos. Todo el mundo tenía más dinero que antes; podían hallarse en abundancia mercancías que hasta el momento no se conocían; surgían nuevas plantaciones, talleres, tiendas. Todo lo que Jehuda tocaba prosperaba.
Por esa época se presentó ante él un sabio de la ciudad navarra de Tudela. Un tal rabí Benjamín, un hombre que gozaba de un reconocido prestigio. Este Benjamín de Tudela había dedicado su vida a la ciencia, a la geografía y a la descripción de la Tierra. Acababa de realizar un segundo gran viaje de investigación que le había llevado desde esta parte occidental del mundo hasta su frontera oriental, hasta la China y el Tibet. Sobre todo, había estudiado la situación de los judíos en la diáspora, pero, además, había reunido útiles conocimientos de todo tipo y se había encontrado en todas partes con los hombres más significativos, también con el sultán Saladino y con el Papa. Ahora había empezado a poner por escrito los resultados de sus viajes en un libro. Masseot Benjamin, Los viajes de Benjamín, era el titulo que debía llevar el libro, y varios jóvenes instruidos de la academia de Don Rodrigue habían aceptado traducirlo al latín y al árabe. Así pues, este Benjamín de Tudela hizo a nuestro señor y maestro Jehuda Ibn Esra una visita; no quería perder la oportunidad de conocer al hombre que, en los años que había durado su ausencia, había cambiado de un modo tan lleno de bendiciones el rostro de la Península. Jehuda manifestó al famoso investigador mucho respeto. Le mostró la biblioteca con sus valiosos libros y rollos, le enseñó la sinagoga en construcción, y lo llevó a visitar las fábricas que había fundado. Rabí Benjamín vio y escuchó con experta atención.
En la mesa, en presencia de Musa, Benjamín informó de sus viajes. Respondiendo a las preguntas de Don Jehuda, habló de los judíos de Oriente. En el imperio griego y en Tierra Santa, los judíos sufrían bajo los cruzados, pero en El Cairo y en Bagdad vivían en paz y con un gran bienestar Habló de Resch-Galuta, el jefe en el exilio, el príncipe de la judería oriental. Residía en Bagdad y había sido reconocido por el califa como jefe de los judíos. Estaba autorizado para gobernar a sus hermanos en la fe con la vara y el látigo, tenía poder fiscal y jurisprudencia y cualquier poder sobre los judíos de Babel, Persia, Yemen, Armenia, sobre los judíos de la tierra entre los dos ríos y del Cáucaso; su poder se extendía hasta las fronteras con el Tíbet y la India. Cuando el califa entregó su cargo al Resch-Galuta que ahora gobernaba, nuestro señor y maestro, Daniel Ben Chasdai, proclamó ante todo el pueblo con voz firme.
—Soy el sucesor del profeta Mahoma, y éste, mi gran amigo, es el sucesor del rey David.
El Resch-Galuta disfrutaba del máximo respeto también entre los musulmanes. Cuando él salía a las calles, los criados que le abrían paso gritaban anunciándolo:
—¡Haced lugar a nuestro señor; el hijo del David! —y todo el pueblo se arrojaba al suelo como ante el mismo califa.
El pintoresco relato impresionó a Jehuda, pero Benjamín siguió:
—Por cierto, el Resch-Galuta habló también de ti, Don Jehuda. También en Oriente se sabe que renunciaste a tu elevada posición en Sevilla para ayudar a tus hermanos desde Toledo. —Y finalizó—: He viajado durante trece años a través del mundo entero, y a mi regreso me encuentro con que la mejor cosa y más digna de verse se hallaba inmediatamente cercana.
Y estas palabras de rabí Benjamin, que era imparcial y no tenía ningún motivo para adularlo, hicieron sentir a Jehuda un cálido estremecimiento, y el hecho de que hubieran sido pronunciadas en presencia de su amigo Musa aumentó su satisfacción.
Ahora se sentía como un Oker Harim, como un hombre que podía arrancar de raíz las montañas, y no se avergonzaba de no dudar en utilizar su poder. Puesto que el rey permanecía en Burgos durante más tiempo del que se había esperado, tomó peligrosas disposiciones con soberanía. Provocando el descontento de los prelados enemigos y de los barones, confió a varios fugitivos francos cargos importantes; a un tal Nathan de Nemours, que anteriormente había viajado ya por Castilla, lo nombró baile, corregidor de Zurita.
Se acercaba la fiesta del Purim, el día en el que los judíos celebran la salvación, gracias a la reina Ester, de su grave situación. El malvado Amán, el favorito del rey Asuero, había querido expulsar a todos los judíos de la ciudad de Susa y del reino persa, porque el judío Mardoqueo había herido su vanidad. Pero la sobrina y pupila de Mardoqueo, la muchacha Hedisa, llamada Ester, había encontrado gracia a los ojos del rey la había convertido en su reina y guiada por su tío Mardoqueo, se dispuso a hacer fracasar los planes de Amán. A pesar de que nadie que no hubiera sido llamado debía aparecer ante la presencia del soberano, bajo pena de muerte, ella se presentó ante Asuero y pidió clemencia para su pueblo. Y el rey conmovido por su belleza y por su sabiduría, tendió sobre ella el cetro, la indultó a ella y a su pueblo y entregó al malvado Amán a los judíos. Éstos lo colgaron de inmediato en la horca en la que había querido colgar a Mardoqueo, y también colgaron a sus diez hijos y ejecutaron a todos sus enemigos en los ciento veintisiete países que estaban sometidos al rey Asuero.
En el calendario de fiestas judío hay algunas que recuerdan grandes acontecimientos, pero no hay ninguno que los judíos piadosos celebren con tan desenfrenada alegría como este día conmemorativo. Celebran abundantes banquetes, se mandan regalos entre sí, dan generosas limosnas a los pobres, celebran exhibiciones, bailes y juegos de azar, pero sobre todo leen con gesto de triunfo, alegremente ruidosos, el libro en el que se recogen los acontecimientos de aquella milagrosa salvación: El libro de Ester:
También Don Jehuda, que gustaba de las celebraciones, reunía en esos días en su castillo a muchos invitados para escuchar juntamente con ellos la pintoresca historia de El libro de Ester, y para comer y beber con ellos, contemplar juegos y gozarse en conversaciones tanto inteligentes como absurdas.
Se suponía que los fabulosos acontecimientos de los que informaba El libro de Ester habían tenido lugar alrededor del año 3400 tras la creación del mundo, ahora se hallaban en el año 4950, y de año en año decenas de miles, cientos de miles, hallaban consuelo en esa historia. Pero durante todo este tiempo habían sido muy pocos los que hubieran podido tener una alegría tan soberbia como la que sentía ahora Don Jehuda. Las pruebas y las victorias de Mardoqueo y de Ester era las suyas y las de su Raquel. ¿Quién podía sentir tan profundamente como él el valor de Ester y el peligro de muerte que había corrido cuando se presentó ante el rey? Quién como él podía disfrutar el júbilo del corazón de Mardoqueo cuando su enemigo Amán tuvo que conducirlo montado sobre el caballo del rey a través de la ciudad gritando:
—¡Así se hace con el hombre a quien el rey quiere honrar! Y cuando al final del libro llegaba el momento en que el rey nombraba a Mardoqueo su canciller; Jehuda sintió lleno de triunfo el sello con sus blasones sobre el pecho y miró satisfecho a los tres fugitivos francos a quienes había invitado a su casa para celebrar ese día.
Los estudiantes de la Jeschiwa, de la escuela de la Biblia y del Talmud, entre ellos Don Benjamín Bar Abba, parodiaban ahora a sus maestros, como era costumbre en este día, y se preguntaban unos a otros todo tipo de cuestiones sutiles.
El joven Don Benjamin era de la opinión de que Mardoqueo y Ester; a pesar de todos sus merecimientos, habían cargado sobre sus conciencias dos pecados: en primer lugar no tenían compasión.
—En la fiesta de Passah —dijo— tomamos del recipiente de la alegría diez gotas de vino porque conmemoramos los sufrimientos de nuestros enemigos. Sin embargo, Mardoqueo y Ester colgaron con ilimitado júbilo a Amán y a sus hijos y ejecutaron por puro triunfalismo a todos sus enemigos.
Los demás le contradijeron vivamente. Amán era de una maldad tan abismal que debía ser para los más piadosos un ilimitado gozo borrarlo a él y a los suyos de la faz de la tierra. Estaba escrito que Mardoqueo lo había salvado antes una vez del peligro de muerte; sin embargo, Amán se lo había recompensado con el peor de los desagradecimientos. Tan diabólica era su maldad, que los inocentes árboles de la tierra rivalizaban ante el trono de Dios para ser distinguidos con el honor de entregar la madera para su horca. Pero fue elegida la madera del arca de Noé: ya desde el día de la creación había sido destinada a este fin.
Don Jehuda se preguntó si él mismo era cruel. Lo era y estaba orgulloso de ello. Daría los veintidós barcos de su flota para darse el placer de ver colgar al arzobispo de una de las ramas más altas de un árbol; daría su parte en los negocios en la Provenza y en Flandes por poder contemplar cómo era azotado y descuartizado Castro, que lo había llamado a él perro sarnoso. Un hombre debía sentir así, a no ser que fuera un sabio como Musa, o un profeta. Él, Jehuda, no lo era y no quería serlo.
Las palabras de Don Benjamín lo sacaron de sus pensamientos y de sus reflexiones. Éste hablaba ahora del segundo pecado de Mardoqueo: de su orgullo.
—Contempladlo —se apasionaba— cabalgando pomposamente cruzando la ciudad de Susa conducido por Amán. Y ¿por qué, puesto que era una orden del rey, no había doblado su rodilla ante Amán? Las leyes del país son vuestras leyes, enseñan los doctores. Fue su resistencia, el orgullo de Mardoqueo, la que trajo toda la desgracia sobre los judíos. Así se dice explícitamente en el libro. Mardoqueo conocía a las personas, conocía a Amán, y sabía las consecuencias que su resistencia tendría. ¿Por qué no venció su orgullo protegiendo así a su pueblo?
A Jehuda le resultó difícil mantener un rostro impasible. Sabía que él mismo era considerado arrogante, y a ninguno de sus invitados podía habérsele escapado la gran similitud que guardaba su destino y el de Doña Raquel con el de Mardoqueo y Ester Con toda seguridad, le comparaban a Mardoqueo. Y mientras Don Benjamín censuraba el orgullo de Mardoqueo, Jehuda sintió una amarga sospecha. Le había sido concedido traer la bendición sobre los judíos de Toledo. Pero quizás éstos, a pesar de todo, seguían mirándole con los ojos del rabí Tobia, llenos de desprecio. Nadie comprendía que Mardoqueo hubiera mandado a su pupila al rey pagano, a su castillo y a su cama. Pero Mardoqueo había vivido hacía muchos siglos en la ciudad de Susa, que estaba muy lejos. Él, Jehuda, vivía hoy, y La Galiana no se hallaba ni a dos leguas de camino. Malhumorado, examinó los rostros de sus invitados; malhumorado, examinó sobre todo el del joven Benjamín, a quien no podía soportar; sus miradas eran más y atrevidas y sin el respeto a que tenía derecho un Jehuda Ibn Esra.
Pero no, sus invitados no tenían ninguna clase de segundas intenciones. Con qué pasión rebatían al joven Benjamín, lo defendían a él, a Jehuda, cuando defendían a Mardoqueo. Con satisfacción, se dio cuenta de que no le tomaban a mal que trajera la bendición sobre ellos.
De hecho, utilizaban inflamados argumentos para salir en defensa de su Mardoqueo. Si Mardoqueo hubiera sido orgulloso, ¿habría ocultado que era el padre adoptivo y tío de la reina? ¿Y habría un hombre orgulloso permanecido humildemente sentado como un campesino ante las puertas del castillo del rey? Y también había sabido educar a Ester en aquella humildad. Ester no había tomado, llena de falsa seguridad, aquella decisión —que podía acarrearle la muerte— de presentarse ante el rey, sino que lo había hecho con profunda humildad. Su oración había sido transmitida textualmente. «Tú sabes, Señor, que nunca he deseado el esplendor del castillo del rey ¡No y mil veces no! Que detesto las señales de mi gloria que llevo sobre la cabeza en los días de mi pública presentación; que las abomino como paño de menstruación; que no ha tenido tu sierva día alegre desde el día de su encumbramiento hasta hoy sino en ti, Señor. Y ahora, ¡oh Señor!, oye la voz de los desamparados y sosténme en mi aflicción, y permite que encuentre gracia a los ojos de este rey pagano ante el cual siento tanto temor como el cordero ante los lobos».
La desconfianza de Jehuda se había disipado. Los judíos de Toledo no le deseaban ningún mal. Veían en él a un hombre como Mardoqueo, un hombre grande entre los judíos y agradable ante las multitudes de sus hermanos, preocupado por el bienestar de su pueblo y que buscaba la salvación para toda su estirpe.
Musa le dijo:
—¿Se siente henchido tu corazón, querido Jehuda? ¿Te ves a ti mismo tan justificado como Mardoqueo?
Jehuda le contestó medio en broma, medio en serio.
—Tú lo dices.
Se sentía feliz y cansado cuando se fue a la cama. Pero su espíritu seguía trabajando mientras él dormía, y cuando despertó a la mañana siguiente, aquel hombre extraordinario y multifacético había tenido una idea para sus negocios, extraída de las impresiones y sensaciones del día anterior. Amán había decidido, echándolo a suertes, el día adecuado para el exterminio de los judíos. Pero había sorteado el día de su salvación y exaltación, y los judíos llamaban fiesta del sorteo, Purim, a la fiesta de Ester. Echar a suertes, provocar la suerte, descubrir a quién concedía Dios su gracia y a quién no, divertía a los hombres. ¿Qué pasaría si él, Jehuda, sacara provecho de esta inclinación? Instituiría en nombre del rey un gran juego, instalaría una inmensa olla de sorteo de la cual todo el mundo, por muy poco dinero, podría sacar su suerte. Y aunque cada uno de los billetes aportaría al Tesoro del rey un beneficio muy pequeño, la magnitud de la venta produciría enormes beneficios.
Ese mismo día, Don Jehuda se puso a hacer los cálculos para la gran lotería de Castilla.
Después de que quedara claro en aquel consejo de la corona que las negociaciones con Aragón requerirían todavía largos meses, a Alfonso le urgía regresar a Toledo. Pero sabía que Doña Leonor había descubierto su deshonesto juego. Por supuesto, mantenía una actitud relajadamente amable, pero él no podía ni podría nunca olvidar jamás cómo ella le había dicho a la cara: toda la cristiandad se burlará de ti. Había leído en su claro rostro su desprecio y no quería huir. Pasó penosas semanas en Burgos, añoraba terriblemente a Raquel y la vida en La Galiana, pero se quedó.
Al iniciarse el tercer mes de su estancia en Burgos, se dijo que ahora había cumplido con su obligación y se preparó para partir.
Fue retenido de un modo amargo.
Resultó ser cierto lo que Leonor en su momento le había hecho saber: el pequeño infante Enrique estaba enfermo. Pero ahora, súbitamente, se agudizó su enfermedad. Los médicos no podían hacer nada.
El desesperado Alfonso vio en esa desgracia el castigo de Dios. Recordó cómo una vez se había burlado malignamente con Don Rodrigue diciendo que Dios parecía contento con él; Dios permitía que todo lo que él tocara saliera felizmente adelante. Pero Rodrigue había comentado que el castigo del pecador en el más allá era más terrible; la gracia de Dios se manifestaba cuando Dios castigaba ya en esta vida. Si se trataba de una gracia, entonces se trataba de una terrible gracia. Pero Alfonso se había ganado el castigo. Se había comportado hipócritamente en el consejo de la corona, había dado por válidos los falsos y astutos argumentos del judío, se había mostrado cobarde ante su obligación más santa, ante la guerra. El hecho de que Dios le arrebatara a su heredero le mostraba cuán terriblemente había pecado.
También Doña Leonor se hacía supersticiosos reproches. Había mentido convirtiendo la simple debilidad del infante en una enfermedad para atraer a Alfonso a Burgos y apartarlo de la judía. Ahora un cielo vengativo convertía su propia mentira en verdad. Desamparada y desesperada, permanecía junto al niño que ardía de fiebre luchando por respirar.
Entonces llegó de Toledo el viejo Musa Ibn Da’ud para ofrecer su ayuda a los médicos de Burgos.
Don Jehuda, tan pronto como se enteró de la enfermedad del niño, se sintió profundamente horrorizado. Si algo le sucedía al infante, Doña Leonor impondría el compromiso matrimonial de la princesa Berengaria con Don Pedro, y entonces ni el plan más astutamente elaborado podría detener la alianza y la guerra por más tiempo. Don Jehuda exhortó a la aljama a que celebrara de inmediato cultos para la recuperación del infante; los judíos toledanos rezaron con vehemencia; sabían qué estaba en juego. Y sin dilación, Don Jehuda había rogado a Musa que viajara a Burgos. El anciano médico se había resistido a ello. Dijo que primero quería esperar a ser llamado por el rey. Pero Jehuda había insistido en que partiera enseguida.
Y allí estaba. El rey, a pesar de su antipatía por el viejo búho, respiró aliviado y comunicó contento a Leonor que se hallaba presente el mejor médico de la Península, Musa Ibn Da’ud, y que con toda seguridad él podría salvar al niño.
Pero entonces se desencajó el claro y tranquilo rostro de Doña Leonor toda ella cambió terriblemente y se manifestó todo su odio.
—¿No habéis provocado suficientes desgracias tú y tu judía? —le espetó. Su voz, normalmente tan hermosa, sonaba horrible y estridente—. ¿Queréis también eliminar a mi hijo? —empleaba la lengua de su infancia, el francés—. ¡Pongo a Dios por testigo —juró utilizando la blasfemia preferida de su padre— que antes mataré a ese hombre con mis propias manos que permitir que se acerque a mi hijo!
Alfonso retrocedió. Ésta era otra Leonor distinta a la que había conocido a lo largo de quince años. Incluso durante aquel consejo de la corona, cuando ella lo humilló, había controlado el tono y los gestos; ahora, por primera vez, se manifestaba en ella aquella pasión que había empujado a su padre y a su madre a hechos desmesurados. Y él, Alfonso, era el culpable, él había convertido a aquella dama y reina en esa mujer enfurecida.
El infante Enrique murió entre terribles dolores.
Callada y endurecida permanecía sentada Doña Leonor. Pero en medio de su ilimitado sufrimiento crecía en su interior salvaje y amargamente jocoso, el convencimiento de que precisamente su pérdida la acercaba al objetivo. Ahora, tras la muerte del infante, Berengaria volvía a ser la heredera de Castilla, ahora su compromiso matrimonial con Don Pedro era un deber ante toda la cristiandad. Ahora, ningún endiablado judío podría impedir la guerra. Ahora, Don Alfonso debería marchar a la batalla, su separación de la judía estaba decidida. Y mientras pensaba, llena de enconado autodesprecio, en las ventajas por las que había tenido que pagar un tan elevado, veía ya a Alfonso ante ella armado para emprender la batalla; inclinándose desde el caballo ante ella lleno de caballeresca confianza; y mientras que durante todos aquellos meses no había sentido nada más que un irrefrenable deseo de castigarlo, de golpe se sintió invadida por su viejo amor.
El propio Alfonso estaba derrumbado. Se hallaba allí sentado, con el rostro gris, el pelo enmarañado, la mirada fija y apagada. Se sentía atormentado por tremendos remordimientos. Se había engañado a sí mismo diciéndose que convertiría a Raquel, sabiendo desde el principio que no podría hacerlo. Aquella mujer se había adueñado de él como una enfermedad, lo había sabido siempre, pero no había querido reconocerlo. Había cerrado los ojos y se había fingido ciego. Pero ahora Dios le había hecho abrir los ojos con una luz terrorífica.
Durante esa noche, mientras el infante muerto yacía de cuerpo presente en la capilla del castillo envuelto en incienso, rodeado de velas, arrullado por las oraciones de los sacerdotes que lo velaban, Alfonso y Leonor tuvieron una conversación. Sin rodeos, él le preguntó cuánto tiempo tardaría en hacer realidad el compromiso matrimonial de Berengaria con Don Pedro. Ella contestó que los contratos probablemente podrían estar firmados en pocas semanas.
—Así pues, dentro de dos meses emprenderé la batalla —declaró Don Alfonso—. Eso está bien —manifestó.
Ella permanecía sentada, serena, dulce, triste y digna. Pensaba en cuántas desgracias habían tenido que caer sobre ellos dos antes de que él se librara de su vergüenza. Recordaba las palabras que su madre había escrito al Santo Padre desde su prisión: «Por la ira de Dios, reina de Inglaterra». Intercambió sensatas y serenas palabras con Alfonso, pero en su interior seguía repitiéndose aquellas palabras: In ira dei regina Castiliae.
Tranquilamente, con su clara voz, le dijo que seria bueno que antes de dirigirse a la batalla se librara de todas sus culpas. Él comprendió de inmediato. Todavía ardía en él el recuerdo de cómo ella lo había insultado abiertamente ante los demás y de cómo dos días atrás había manifestado su odio con maldiciones y juramentos. Pero ahora su rostro y su voz estaban tranquilos; era casi como si sintiera piedad de él, no era una mujer iracunda y sedienta de castigo, sino una mujer amante la que le hablaba.
—La echaré de mi lado —juró él intempestivamente.
Apenas el rey se acercaba al portón de La Galiana, cuando le saludó la inscripción: Alafia, prosperidad, bendición; antes de ver la mezuzah cuyo cristal él mismo había roto, se alegraba altivamente de decirle a Raquel: Me voy a la guerra, vamos a separamos, Dios así lo quiere. Y después de haberle dicho esto, volvería de inmediato a Toledo.
Pero entonces se encontró ante ella, sus ojos de un gris azulado brillaban, todo su rostro resplandecía, y su resolución se esfumó. De todos modos, todavía intentó no olvidar su promesa, iba a cumplirla, le hablaría de su separación, pero no ahora, no hoy.
Él la abrazó, comió con ella, charló con ella, pasearon por el jardín. Aquella mujer era totalmente distinta a como la recordaba. Mucho más hermosa, y ¿cómo había podido imaginar que había en ella algo de bruja?
Llegó el crepúsculo. Olvidada quedó la muerte del infante, olvidada la Guerra Santa. Cayó la noche, fue una noche dichosa.
Desayunaron juntos como lo habían hecho antes. Pero ahora él mantenía una actitud reservada. Tenía que hablar. No podía aplazarlo por más tiempo, cada minuto de retraso era una necedad, era pecaminoso.
Ella hablaba despreocupadamente de pequeños acontecimientos que habían sucedido durante el tiempo que había durado su ausencia. El tío Musa había hablado extensamente de los edificios de Burgos. Le había explicado que se encontraba a gusto en las ciudades y casas musulmanas: pero también la sencilla y excelsa sobriedad de las ciudades y castillos cristianos tenía estilo. Tenía grandeza.
Lo que Raquel estaba diciendo y cómo lo decía puso de mal humor a Alfonso. Despertaron en él los recuerdos de Burgos, la enfermedad del niño y la furia de Doña Leonor; también tuvo que recordar su primera conversación con Raquel, cómo ella había criticado su castillo de Burgos. Se sintió invadido por el ánimo altivo que lo acompañaba a su llegada, y grosera y malignamente dijo:
—Al parecer a tu Musa se le han abierto los ojos ante una gran verdad. El lujo musulmán causa pronto hastío. Yo también estoy harto de La Galiana. Dentro de un par de semanas entraré en batalla. Nunca más volveré a pisar La Galiana.
Ella lo miró como si no lo hubiera comprendido. Y entonces cayó de espaldas sin sentido. Él se quedó allí sentado, atontado. Estaba preparado para rechazar sus quejas y explicarle con duras y groseras palabras que así debían ser las cosas. Ahora se sentía como un majadero y no como un caballero. Había visto morir amigos y había rezado un Padrenuestro por sus almas y seguido la lucha; ante esta mujer desmayada se sentía absolutamente desamparado. La tomó en brazos, la acarició, la estrechó tiernamente, humedeció su frente.
Después de una eternidad, ella abrió los ojos. No sabía dónde estaba. Se dio cuenta por fin de dónde se encontraba.
—Perdona que esté tan débil —le dijo—, ya sabía que no podría durar siempre, me dijeron lo que había sucedido en Burgos, el ama Sa’ad me lo dijo, y debería haber sabido que no debía hacerte recordar Burgos, perdona que esto me haya afectado tanto, pero es que estoy algo delicada porque estoy embarazada.
Él la miró con la boca medio abierta, con expresión algo bobalicona. Entonces se rió, con una risa tremenda, atronadora y feliz.
—¡Esto es magnífico! —dijo lleno de júbilo—. ¡Soy verdaderamente un hombre afortunado!
Empezó a dar vueltas, golpeando el suelo con los pies, realizó unos pasos de baile, la estrechó salvajemente.
—Suerte —dijo— que no llevo puesta la armadura. Si no podría llenar tu pobre pecho de heridas y rozaduras.
Él pensó: Me he comportado con esta encantadora mujer de un modo grosero y burdo, como un campesino, y, sin embargo, sabía que mentía, incluso mientras hablaba. ¡Dejar a esta mujer!
También dijo en voz alta algo parecido. La mantenía en sus brazos y le hablaba, balbuceaba mezclando el castellano con el árabe, lamentándose intempestivamente, hablando confusamente, diciendo cosas sin sentido, enamorado.
Él pensó: «Soy verdaderamente hijo predilecto de Dios. Juega conmigo como un padre con su hijo pequeño. Me hostiga con traviesa malicia y me prepara después una alegría todavía mayor. En su momento, me echó encima la más absurda de las guerras, y entonces detuvo el corazón del viejo tío Raimúndez. Me ha arrebatado al pequeño Enrique y me da ahora un hijo de esta mujer, a la que amo tanto, a la única que amo. Lo tuve por un castigo y era una bendición».
Tuvo que reprimirse para no decir esto a Raquel. Un rey podía permitirse pensar estas orgullosas y felices cosas, pero ni siquiera a un rey se le consentiría que las dijera. Pensó en la promesa que le había hecho a Doña Leonor. Ya no era válida. En estas circunstancias no era válida. El hecho de que Raquel fuera a darle un hijo, significaba que Dios lo había perdonado y que estaba de acuerdo con él. Pensó: un rey tiene una voz interior y sólo a ella debe prestar oídos. Dios no quiere que emprenda ya la batalla, lo siento con toda claridad. Estaría dispuesto a ir al campo de batalla, pero debo esperar hasta que Dios me indique cuál es el momento adecuado.
Pensó: ¡Abandonar a esta mujer! ¡Antes prefiero morir mil muertes! Se sentía terriblemente dichoso. Y terriblemente dichosa se sentía ella.
Y la vida en La Galiana continuó como antes.
El cardenal Gregor de Sant’Angelo, el enviado especial, entregó al rey una carta escrita a mano del Santo Padre. El Papa recordaba a su amado hijo, el rey de Castilla, aquel acuerdo del concilio lateranense que prohibía a los príncipes de la cristiandad confiar a judíos poder sobre los cristianos, y lo amonestaba, con paternal severidad, para que arrebatara su cargo, de una vez, al tristemente célebre Ibn Esra. Si Satanás, escribía el Papa, no dividiera a los augustos príncipes de Hispania por medio de las intrigas de sus ministros judíos, haría ya tiempo que se habrían puesto de acuerdo.
A Alfonso lo enojó que detrás de esta carta estuviera Doña Leonor o el arzobispo. Pero no se sintió furioso, se sentía ligero y por encima de estas cosas. Él tenía su voz interior, y ésta le ordenaba: «No eches al judío, quizás más adelante».
Respetuosamente, contestó al cardenal que le acongojaba servirse durante tanto tiempo de un consejero que no le gustaba al Santo Padre, pero que había sido la ayuda de este Ibn Esra la que le permitiría preparar la cruzada contra los musulmanes. Tan pronto como hubiera alcanzado la victoria y, por lo tanto, no necesitara las artes del judío, tal y como correspondía a un fiel hijo, obedecería la voluntad del Santo Padre.
El cardenal Gregor un gran orador, predicó en la catedral. Ya hacía siglos, mucho antes que el resto de la cristiandad, los habitantes de la Península habían iniciado la guerra contra los musulmanes. Pero Satanás había sembrado la discordia entre los reyes, de modo que utilizaban sus espadas para enfrentarse entre sí en lugar de utilizarlas contra el enemigo común de la cristiandad. Pero ahora el Todopoderoso había sacudido sus corazones, e Hispania reemprendería su vieja lucha contra los infieles con nuevo entusiasmo. ¡Dios así lo quería!
Los castellanos, a quienes la muerte del infante les había parecido la señal de que la guerra por fin empezaría, dejaron que el sermón del cardenal llegara hasta el fondo de sus almas. La majestuosa omnipresencia de la Iglesia les había inculcado en la conciencia, desde la infancia, cuán pasajera era la vida terrenal; ahora, lo terrenal perdía por completo su valor ante la bienaventuranza de la eternidad que se abría tan cercana y real ante ellos: porque aquel que participara en la batalla se vería libre de sus pecados; o bien regresaría puro como un niño, o bien, aunque estuviera destinado a caer prisionero o a morir en el campo de batalla, encontraría con toda seguridad su recompensa en el cielo. Tampoco aquellos que habían disfrutado durante los últimos años de prosperidad, de la abundancia y la comodidad, y las habían sabido apreciar lamentaban la cercana pérdida de aquellos bienes, sino que intentaban convencerse del atractivo de lo inevitable en la medida en que imaginaban las grandes alegrías del paraíso.
Los hombres capaces de empuñar las armas intentaban vender sus posesiones; se podían comprar baratas pequeñas propiedades, talleres y cosas por el estilo. Por el contrario, subió el precio de todo aquello que se necesitaba para una expedición militar; los armeros, los comerciantes del cuero, los vendedores de reliquias tenían una buena racha. El jardinero Belardo buscó el jubón y la caperuza de su abuelo y untó el cuero con aceite y grasa.
El arzobispo Don Martín hacía más viva la palpable cercanía de la guerra. Constantemente llevaba puesta ostentosamente la armadura bajo sus vestiduras talares. Olvidó su ira contra Alfonso y La Galiana, dio gracias a Dios de que el pecador hubiera sido devuelto, con mano dura, al camino de la virtud caballeresca. Al ver que su Rodrigue parecía no participar del entusiasmo de los demás, habló con él amigablemente. El canónigo reconoció que en su alegría por aquella piadosa empresa se mezclaba constantemente, como una gota de sangre en una copa de vino, el pensamiento de los muchos muertos que exigiría la guerra ahora también a la Península. Don Martín le replicó que Dios había creado al hombre para que peleara y luchara.
—Claro que también le dio el dominio sobre todos los animales pero lo hizo de tal modo que el hombre tuviera que luchar por este dominio. ¿O crees que un toro salvaje se dejaría atar sin lucha al yugo del arado? Con toda seguridad, Dios halla placer en los caballeros que luchan contra el toro. Reconozco gustoso que de todas las frases que el Salvador pronunció, prefiero aquella que nos ha transmitido Mateo: «No creáis que he venido a traer la paz sobre la tierra. No he venido a traer la paz, sino la guerra». —Repitió el versículo en el texto original—. Allà máchairan! —gritó alegremente, y las palabras griegas del Evangelio sonaron mucho más fuertes y belicosas de lo que sonaban en el latín al que estaban acostumbrados: sed gladium.
El festivo mensaje de la espada se clavó dolorosamente en el alma de Don Rodrigue y le llenó de preocupación que el arzobispo, que no era precisamente un hombre muy instruido, recordara del texto original precisamente estas palabras. Le habría resultado muy fácil al canónigo oponer a una sola frase del Evangelio en la que se ensalzaba a la guerra, muchas otras en las que se alababa dulce y magistralmente la paz.
Pero Dios había cubierto el corazón del arzobispo de hierro, de modo que sólo podía escuchar aquello que quería oír. Don Rodrigue guardó silencio lleno de preocupación.
Don Martín siguió hablando:
—Cuando llegue la primavera, los reyes marcharán hacia la guerra. Así se dice en el segundo libro de Samuel. Así está determinado. Lee, querido hermano, lee también en el libro de los Jueces y en el de los Reyes sobre la guerra del Señor: Borra de tu rostro esta expresión de Jeremías y lee cómo Dios participa en las guerras y cómo la guerra une a los piadosos y al reino y destruye a los infieles. Los hebreos, temerosos de Dios, se lanzaron a la batalla. Lanzaron su grito de guerra y vencieron a sus enemigos. Tenían su grito de guerra: ¡Hedád! Tú mismo me lo has dicho. Hedád, suena claro y bien. Pero el nuestro: Deus vult Dios lo quiere, tampoco suena mal y puede pronunciarse además con fuerza. Únete a nosotros, querido hermano, sal de tu aflicción y anima tu corazón.
Más confiado, puesto que el canónigo se empecinaba en su desdichado silencio, añadió:
—Y no olvides aquellas otras bendiciones del campo de batalla y el hecho de que por fin nuestro apreciado Alfonso abandone esta paz corrupta y salga de ese lodazal.
Pero Don Rodrigue no estaba tan convencido como el arzobispo. Sentía en él una ligera duda en cuanto a que la muerte del niño hubiera realmente despenado al rey del sueño en que se hallaba sumido; el ligero temor de que Alfonso seguiría buscando un camino intermedio entre su pecado y su deber. Hizo un esfuerzo y habló con su hijo espiritual.
—Ahora que te vas a la guerra, hijo mío, y mi rey —le advirtió—, debes ser consciente de que no basta con golpear con la espada. El perdón de los pecados te será concedido en la guerra sólo si te arrepientes de ellos con corazón sincero y lo manifiestas con obras. Escúchame, hijo mío, Alfonso, y no sigas engañándote como has estado haciendo hasta el momento, mintiéndote a ti mismo, a mí y a los demás. No es nuestra misión, ni nos ha sido concedido, salvar el alma de esa mujer Ya lo sabes. A tus amorosos esfuerzos no les ha sido concedido penetrar en su espíritu, y también a mis palabras ha negado el Señor la fuerza. No te es permitido vivir con ella. Arranca el pecado de tu corazón. No te vayas a la guerra estando en pecado. Dios ha dado muerte a tu hijo como dio muerte al hijo del faraón que se empecinaba en su pecado. Ten en cuenta esta advertencia. Apártate de esa mujer. Ahora. De inmediato.
Alfonso no interrumpió al canónigo. Se sentía ligero e ilusionado, sus funestas palabras no encendieron su ira. Casi divertido, contestó:
—Debo decirte algo, mi padre y amigo, quizás debería haberlo dicho ya antes: Raquel está embarazada.
Dejó que las palabras hicieran su efecto en el otro, y continuó contento y confiado:
—Sí, Dios me ha bendecido de nuevo: el hecho de haberme negado hasta el momento la merced de salvar el alma de Raquel no ha sido más que otro de sus rodeos, una pequeña picardía llena de bendiciones. —Y añadió—. Ahora, no sólo ganaré un alma para la cristiandad —gritó lleno de júbilo—, tendré un hijo de Raquel, y ¿dudas acaso que la madre no seguirá al hijo cuando bauticemos a ese niño? Soy muy feliz, mi padre y amigo Don Rodrigue.
El canónigo estaba profundamente trastornado. Se había obligado a hablar duramente con su amado hijo, y éste había visto ya la Luz.
—Mis pensamientos no son los vuestros, y mis caminos no son los vuestros, dice el Señor; Alfonso había comprendido esto mejor que él.
Mientras tanto, el rey seguía hablando:
—Ahora no seguirás exigiéndome que me separe de ella.
Sonrió, y todo su rostro resplandecía. Rogó y aduló:
—Dejemos las cosas como están hasta que parta hacia el campo de batalla. ¿O quieres que eche a la madre de mi hijo? Dios me ha perdonado algunas de mis culpas. Ahora que lucharé por Él, me perdonará que no sea cruel con esta adorable mujer.
Más tarde, Rodrigue lamentó haber cedido, pero ¡ay había comprendido tan bien a Don Alfonso! Alfonso amaba a Raquel, y ¿acaso no cantaba Virgilio, el más piadoso entre los paganos, el más cercano al cristianismo, la magia del amor? De cómo embrujaba los sentidos y el alma, de cómo quitaba la libertad de decisión y ligaba a los hombres con artes sobrehumanas. Doña Raquel era digna de amor era hermosa, el pueblo tenía razón, era la Fermosa, su belleza lo conmovía incluso a él, a Rodrigue, y despertaba en él un piadoso sentimiento. No quería defender al rey ni siquiera ante sí mismo. Pero si Dios había puesto en el camino de este hombre a aquella mujer, quizás era sólo para probarlo con más dureza que a los demás y salvarlo de un modo más resplandeciente.
Cuando Alfonso pensaba en la conversación que había tenido con su confesor sentía vergüenza y remordimientos. En el mismo momento en que su padre espiritual y amigo le reprochaba sus mentiras, le había mentido de nuevo y más gravemente. Había hecho como si la batalla estuviera cercana, otorgándose así el derecho de seguir pecando por un tiempo tan breve. Y sin embargo, sabía que la batalla no estaba en absoluto próxima. Él mismo contribuía a aplazarla.
Las mismas condiciones económicas conflictivas que impedían la alianza entorpecían ahora el contrato sobre la dote de la infanta Berengaria, y de este modo impedían que se cerrara la alianza. Don Joseph, en Zaragoza, planteaba siempre nuevas cuestiones y precisiones, e igualmente el rey Enrique de Inglaterra, y tan pronto era una cuestión la que no quedaba clara, como otra. Alfonso sabía con certeza que era Jehuda quien provocaba las dificultades, y él fingía sentirse iracundo e impaciente, pero quería que Jehuda planteara objeciones, que las provocara. Los dos adivinaban mutuamente sus intenciones. Cada uno de ellos conocía los deseos secretos del otro, pero no lo reconocían, practicaban un juego complicado y lleno de complicidades, entre ellos había una muda conspiración: se convirtieron en cómplices, el rey y su Escribano.
Al mismo tiempo, Don Alfonso se sentía celoso del judío porque Raquel se sentía muy unida a él, y Jehuda se sentía celoso de Alfonso porque Raquel lo amaba. Y Jehuda espiaba en los rasgos de Raquel y se alegraba de que guardaran semejanza con los suyos, y Alfonso espiaba los rasgos de Raquel y descubría con rabia los rasgos de su padre. Pero ambos mantenían con empeño su extraño juego, no sin un ligero y furioso regocijo. Ambos, incluso cuando estaban a solas, hacían como si trabajaran celosamente en favor del compromiso matrimonial y de la alianza, y ambos destruían de nuevo lo que habían construido tan diligentemente.
Cuando Don Martín fue consciente de que el rey pasaba la mayor parte de su tiempo en La Galiana, igual que antes, y que por medio de despreciables manejos seguía aplazando la Guerra Santa, su enojo se manifestó abiertamente. Predicó contra el rey que seguía los consejos de un estafador judío, que sometía a los cristianos al juicio y al arbitrio de circuncisos y que de este modo oprimía a la Iglesia de Dios y favorecía a la sinagoga de Satán. Un grande y virtuoso escritor de la antigüedad había dicho: Sicut titulis primi fuere, sic et vitiis, de igual modo que eran los primeros en la jerarquía lo eran también en la blasfemia, así sucedía ahora en la acongojada Castilla. Y predicaba acerca del rey Salomón que se había dejado arrastrar por sus prostitutas a la idolatría.
En todos los rincones del reino los sacerdotes imitaban al arzobispo. Contaban públicamente que el judío, un verdadero enviado el infierno, había construido el castillo encantado de La Galiana con el diezmo de Saladino e instalado allí a su hija para que embrujara al rey. Llamaban a Raquel la procelaria de Satanás.
Los castellanos se sintieron burlados. El rey les había estafado las bendiciones de la Guerra Santa. Los estudiantes cantaban canciones burlonas sobre Don Alfonso, lo llamaban equitem ad fomacem, el caballero sentado junto al fuego, preguntaban, cuándo se haría circuncidar; el reino se hallaba consternado, indignado.
Pero, a pesar de su santa ira, algunos se alegraban de que la guerra todavía tardara en llegar. «Un huevo cocido en la paz es mejor que un buen asado en la guerra», decían, pronunciando el viejo refrán. Pero Castilla era un reino temeroso de Dios, y aquel empecinamiento en la paz no era agradable a los ojos de Dios, y tampoco aquellos que estaban de acuerdo con los motivos manifestaban su satisfacción fuera de los seguros muros de sus casas. En la calle y en las ventas manifestaban ardientes deseos de que llegara la Guerra Santa y deseaban que Dios iluminara al cegado Don Alfonso. Todo el reino participaba en la comedía del rey y su judía. El cura de una pequeña población acudió a Don Rodrigue para pedirle consejo. Un hombre de su comunidad, un cordelero, un hombre laborioso y piadoso, le había preguntado:
—En este ultimo año, el Señor ha engrandecido y bendecido mi negocio y he ahorrado casi dos maravedíes de oro, ¿por qué me manda precisamente ahora a luchar contra los infieles en el campo de batalla, reduciendo de nuevo mi floreciente taller a la miseria?
El canónigo había adivinado la mendacidad de Don Alfonso, pero, a pesar de toda su indignación, se sentía feliz de que la paz se mantuviera; así pues, era tan pecador como el cordelero. Esta consideración lo privó de su serenidad y contestó al cura con un ingenio y una ligereza que no habría podido igualar su amigo Musa. Le contó una historia de San Agustín. Una vez le preguntó alguien: ¿A qué se dedicaba Dios antes de crear el cielo y la tierra? Y Agustín contestó: Creó el infierno para mandar a él a la gente que hiciera estas preguntas.
La noticia del embarazo de Raquel aumentó la rabia de los hostiles grandes y de los prelados. Pero el pueblo recibió la noticia con alegría. Las gentes se habían resignado a que de momento siguiera habiendo paz, les parecía bien que la paz Se mantuviera y que con toda probabilidad durara hasta el parto de la barragana, de la manceba, y que de momento no tuvieran que cambiar sus costumbres. Hablaban conmovidos y con ternura del embarazo de Raquel y sonreían satisfechos, llenos también de comprensión por las debilidades humanas de Don Alfonso. Aceptaban del rey caballeresco un hijo varón de la Hermosa, veían en el embarazo de Raquel un amable signo de Dios que quería otorgarle al ungido señor del reino, antes de que se fuera a la guerra, un sustituto del hijo muerto.
La Hermosa había hecho bien. Los amuletos que había mandado colocar a las puertas de La Galiana tenían evidentemente un gran poder mágico. Y algunos intentaron agenciarse un amuleto como aquél, una mezuzah.
Los prelados y barones estaban encolerizados viendo tanta necedad pecaminosa. Se corrieron rumores de desagradables signos. Se decía que Raquel, mientras estaba pescando en el Tajo con el rey, había atrapado la cabeza de un muerto; se afirmaba que lo había contado el jardinero de La Galiana.
Pero estos rumores tampoco hallaron eco ni influyeron en la cariñosa simpatía de los castellanos por aquel asunto amoroso, bendecido por Dios, entre el noble Alfonso y la Fermosa.
A pesar de los esfuerzos del arzobispo, Doña Raquel no se convirtió para el pueblo en la procelaria de Satanás, sino que siguió siendo la Hermosa.