Capítulo VII

CUANDO Musa se enteró de que el canónigo había quemado la crónica hizo al amigo dulces reproches. Le hizo ver que la historia del mundo recopilada por los cronistas es la memoria de la humanidad. Los ilustres antiguos habían honrado a una diosa del arte de escribir historia, y judíos, cristianos y musulmanes creían, y con razón, que Dios se complacía en la obra de los cronistas.

—Mi obra no era grata a Dios —contestó huraño el canónigo—; se me ha negado el don de ver la mano de Dios en los acontecimientos. No he comprendido los acontecimientos; todo lo que anotaba era falso. No debía continuar con mi obra, no debía permitir que siguiera existiendo. Ciego yo mismo, no debía conducir a otros ciegos fuera del camino. Tú lo tienes fácil, amigo Musa —continuó triste y amargado—, tú tienes tus propias directrices, todavía no te has dado cuenta de que son falsas, y puedes seguir escribiendo tranquilamente.

Musa intentó consolarlo:

—También tú, mi muy respetado y apreciado amigo, encontrarás nuevos principios que te parecerán correctos durante algunos años.

El viejo sabio se pasaba ahora todo el día fuera. El hambre y las epidemias reinaban en la sitiada ciudad, había cada vez más enfermos que requerían sus artes y sus curas.

Por supuesto, era consciente de las limitaciones de su ciencia. La medicina musulmana, le explicó al canónigo, no había avanzado desde hacia mucho tiempo. Desde que el intolerante Alghazali había declarado herejía todo saber que no procediera del Corán, también la ciencia médica de los musulmanes estaba en decadencia, y ahora eran los judíos quienes habían tomado definitivamente la delantera en la medicina.

—El sultán tiene razón —explicó— al otorgar el cargo de médico de cabecera suyo al judío Mose Ben Maimón. Nosotros, los musulmanes, no tenemos a nadie que pueda comparársele. Nuestra cultura ya ha dejado atrás su época de florecimiento. Por lo demás —concluyó—, la Naturaleza ha puesto limites a todas las artes médicas, y no es mucho tampoco lo que el mejor maestro puede hacer. Es tal y como Hipócrates enseñó: «La medicina consuela con frecuencia, alivia de vez en cuando y cura raras veces».

En cualquier caso, al arzobispo Don Martín no podía ayudarle ningún médico: sus heridas eran mortales. Todos lo sabían, él mismo lo sabía. Pero en medio de su gran agonía se agarraba tenazmente a la vida. Intentaba continuar trabajando. Exigió que Don Rodrigue lo visitara diariamente para informarle acerca de todos los asuntos.

Pero había otro motivo más profundo por el que el arzobispo deseaba tan ardientemente la compañía de Don Rodrigue: durante el tiempo que todavía le había sido concedido para expiar sus pecados, quería mortificarse, mucho y con frecuencia, por medio del enojo que le causaba su pacífico secretario. Allí yacía, oliendo un limón, gimiendo y provocando al otro. Expresaba su satisfacción acerca del terrible y merecido fin del judío Ibn Esra y de su hija. Tal y como lo esperaba, el canónigo le reprochó aquella alegría tan poco cristiana, y él, en correspondencia, echaba en cara a Rodrigue que esta exagerada misericordia era poco propia durante la Guerra Santa.

En otra ocasión pronunció de nuevo para sí aquella terrible frase del canto de guerra de Moisés: Dominus vir pugnator, el Señor es un fuerte guerrero, y le rogó con amable malicia:

—Dime el texto hebreo, mi querido e instruido hermano.

Y como el otro no supiera de memoria este texto, le reprochó con suavidad:

—Naturalmente, tú, mi querido amigo, manso de corazón, no recuerdas este tipo de versículos, pero ¿no es maravilloso el verso en latín? Dominus vir pugnator —repitió para sí varias veces, con deleite, esperando la réplica del canónigo.

Pero éste no tenía corazón para replicar al belicoso amigo tan cercano a la muerte con versículos de las Escrituras que hablaran de la paz. Guardó silencio.

La mayor preocupación de Don Martín era a quién nombraría el rey sucesor suyo. El arzobispo de Toledo, el primado de Hispania, era, después del rey, el hombre más poderoso de Castilla. Sus ingresos eran superiores a los del rey su influencia, incalculable. Constantemente, por lo tanto, Don Martín acosaba al rey para que eligiera al hombre correcto.

—Escucha las palabras de un moribundo —le conminaba—, nuestro querido Don Rodrigue es sabio y piadoso, casi un santo, y no podrías encontrar mejor consejero en tus asuntos con Dios. Pero para los asuntos de este mundo, para los asuntos de la guerra, no es el hombre adecuado, y como arzobispo de Toledo no te daría ningún dinero o en todo caso demasiado poco para tu ejército. Así pues, mi querido hijo y rey, te suplico que no sientes en el trono de San lldefonso a ningún hombre sin energía, sino a un auténtico caballero cristiano, tal y como yo mismo lo fui con toda modestia y con todos mis defectos.

Ya ese mismo día lamentó Don Martín haber intrigado en contra del canónigo. Lo mandó llamar, se confesó, se quejó:

—¡Oh!, ¿por qué Dios me hizo sacerdote y no comandante del ejército?

Don Rodrigue tuvo que hacer grandes esfuerzos para consolarlo.

Una inaudita e inesperada alegría le fue concedida todavía al moribundo. Después de tener que dar diferentes rodeos, y a causa de los musulmanes que se extendían por todas partes, con muchas semanas de retraso, llegó un mensajero con una carta del Papa.

El Santo Padre impartía al rey la enérgica orden de despedir de una vez a su Escribano judío, aquel funesto Ibn Esra. ¿Cómo podía Don Alfonso llevar a buen fin una Guerra Santa teniendo como principal consejero a un hereje?

—Ya ves, mi querido y venerable hermano —se regocijó Don Martín ante el canónigo—, nuestros piadosos y valientes castellanos actuaron con el espíritu de los lugartenientes de Cristo cuando castigaron al judío. ¿Fue entonces mi corazón realmente malvado al deleitarse en ello?

La alegre excitación destruyó las últimas fuerzas del arzobispo. Empezó su agonía. Fue larga y dura. En su espíritu, Don Martín se hallaba en plena batalla, intentaba gritar: ¡A lor! ¡A lor! Lanzaba estertores, luchaba y sufría.

Musa fue de la opinión que lo más humano sería darle al moribundo un fuerte bebedizo para adormecerlo.

—No es humano abreviar la vida —le replicó el canónigo. Y el arzobispo tuvo que sufrir durante dos horas antes de que finalmente muriera.

En los alrededores de Trípoli habían estallado nuevas revueltas, y, para poner orden en sus fronteras orientales africanas, el califa tenía que utilizar tropas de Hispania. Renunció a sus conquistas en el norte de la Península. En medio de la victoria se retiró. Don Alfonso respiró aliviado.

De la noche a la mañana volvió a ser el caballero y el rey que había sido antes. Ante el canónigo dio rienda suelta a su júbilo. Ahora borraría la vergüenza de Alarcos, reuniría las tropas que le quedaban. Rechazaría al enemigo. Avanzaría hacia el sur sin detenerse, tomaría Córdoba, y, a pesar de todos los pesares, Sevilla.

El canónigo se horrorizó. Aquello que tenía que oír le parecía una locura criminal. Desde que había visto derrumbarse al rey al recibir la noticia del asesinato de Raquel, Rodrigue, en medio de su desesperación, había alimentado la leve esperanza de que Alfonso, tras haber recibido tan duros golpes, arrancaría de su pecho el disparatado espíritu de la caballería. Sí, para el canónigo se había convertido en una cuestión personal la salvación del rey en este sentido: Si Alfonso cambiaba como consecuencia del castigo que había recibido, entonces, en definitiva, habría habido un sentido en todos aquellos horrores y desgracias. Y ahora que por primera vez era sometido a prueba, Alfonso había fallado.

Rodrigue no estaba dispuesto a aceptar aquello sin luchar.

—¿Acaso —replicó al rey—, el sur musulmán no estaba en su totalidad intacto y floreciente? ¿Acaso el ejército del califa no seguiría siendo muy superior en número al de los cristianos? Si Castilla cuando todavía estaba pletórica de fuerzas, había sido derrotada tan gravemente, ¿cómo podría atacar con éxito ahora que estaba cruelmente debilitada?

—No lleves a cabo una segunda batalla de Alarcos —dijo— y agradece a Dios humildemente tu salvación. Al parecer el califa está dispuesto a negociar. Firma la paz bajo cualquier condición aceptable.

Desde lo más profundo de su ser Alfonso había sabido desde el principio que ése era el camino correcto. Tan pronto como Rodrigue pronunció la palabra Alarcos, se encabritó el viejo orgullo del rey ¿Debía plegar las alas ahora que soplaban los buenos vientos que Dios inesperadamente le había enviado? ¿Debía hacer callar a su voz interior que le gritaba ¡ataca!, ¡ataca!? Con ligereza, con la vieja arrogancia, con amable superioridad, contestó:

—Ahora, mi padre y amigo, había en ti el sacerdote y el santo, del cual me advirtió el consejo de Don Martín. Me adviertes recordándome a Alarcos, pero ahora las cosas están de muy diferente manera. El califa está efectuando su retirada, y es una vieja y eficaz regla de estrategia perseguir al enemigo cuando este retrocede. Ciertamente, los musulmanes siguen teniendo la supremacía y requiere valor atacarlos. Pero ¿quieres impedirme que demuestre mi valor?

Vultu vivax. Rodrigue vio con dolor e indignación a través del rostro de Alfonso la cara del irrefrenable Bertrán.

—¿Estás ciego? —le gritó a Alfonso—, ¿no han sido las señales de Dios bastante claras?, ¿quieres poner a prueba su paciencia por segunda vez?

Alfonso, con la misma sonriente seguridad, dijo:

—Debes concederle al rey de Castilla que interprete los signos de distinta manera que tú. Fui temerario cuando ataqué en Alarcos, lo reconozco, he merecido un castigo, y Dios me ha castigado. Ha arrojado sobre mí una amarga derrota, me ha mandado a los jinetes del Apocalipsis, y fue un castigo justo, lo acepto. Pero después me quitó a mi Raquel, ¿y tú pretendes que también su muerte pertenezca a la penitencia por Alarcos y por mi osadía? No, Dios me ha castigado de un modo tan extraordinariamente cruel precisamente porque estoy más cerca de su corazón que otros. Dios ha querido demostrar su poder en mi, ahora lo ha demostrado, y su intervención ha obligado al califa a retirarse, y por eso venceré.

Una gran ira dominó a Rodrigue. Este empecinado caballero quería cerrar los ojos para persistir en su ceguera. Pero él, Rodrigue, se los haría abrir. Debía ser duro ahora; sería misericordioso siendo duro. Pensando en el efecto que el informe de Benjamín había hecho sobre sí mismo, dijo lleno de severo triunfo:

—La muerte de tu Raquel forma parte de tu castigo. Esto que tan orgullosamente discutes es la pura verdad. Raquel tuvo que morir por culpa de tu ligereza caballeresca.

Y le contó lo que sabía por Benjamín, que Raquel y su padre sólo habían rechazado la protección de la judería porque Alfonso le había dicho que lo esperara en La Galiana.

El recuerdo cayó sobre Alfonso como una terrible marea, y comprendió. El airado sacerdote tenía razón: había sido culpa suya. ¿Por qué no se marcharon a la judería?, había preguntado Leonor y se había preguntado él mismo. Ya no se acordaba de que él había dado a Raquel aquella orden. Lo había olvidado por completo, y ahora el recuerdo aparecía ante él con agudeza y claridad. Dos veces le había dado la orden expresa, con ligereza, sin pensarlo. Había hablado mucho y con petulancia aquella última noche, pero ella había tomado en serio todo su parloteo y su charlatanería, y también su irreflexiva orden la había grabado en su interior Y por eso había muerto. Y, sin embargo, él ni siquiera se había despedido de ella. Se había marchado a caballo, lleno de su frívolo heroísmo, la había olvidado y había corrido a su absurda batalla. Y por esa causa murieron sus caballeros de Calatrava, y el hermano de ella, Alazar también había muerto; y se había perdido la mitad de su reino, y ella y su padre habían muerto.

Y ahora se disponía a luchar en una nueva y absurda batalla.

Se quedó mirando fija y neciamente al vacío. Pero veía algo. Vio aquel rostro que se le había aparecido junto a la descuidada sepultura de La Galiana, el silencioso y elocuente rostro de Raquel.

Su ensimismamiento se vio roto por la voz de Rodrigue.

—No te sigas envaneciendo por más tiempo, Don Alfonso —le dijo—, no te imagines que eres más caro al corazón de Dios que los demás. No ha sido por amor a ti que Dios ha permitido la retirada del califa. Tú eres sólo un instrumento del que él se sirve. No te consideres el ombligo del mundo, Don Alfonso. Tú no eres Castilla. Tú eres uno de los miles y miles de habitantes de Castilla. Aprende la humildad.

Alfonso miraba ante sí, ausente, pero escuchaba.

Dijo:

—Quiero reflexionar a fondo sobre tus palabras, amigo Rodrigue. Actuaré según tus palabras.

Hizo saber al califa que estaba dispuesto a iniciar las negociaciones de paz. Como el califa era el vencedor, estableció muchas condiciones antes de iniciar las negociaciones. Exigió entre otras cosas que Alfonso mandara delegados a Sevilla. Todo el mundo debía saber que Alfonso, que era quien había roto la tregua con Sevilla y quien había provocado la guerra, acudía ahora, vencido, a los que habían sido asaltados, para solicitar la paz. Alfonso se resistió larga y tenazmente. El califa insistió. Alfonso cedió.

¿Pero quién debería ir a Sevilla en calidad de parlamentario? ¿Quién poseía la prudencia, la rapidez, la flexibilidad y la astucia necesarias? ¿Quién tenía el porte y la dignidad interior para aquel cargo difícil y humillante? Manrique era demasiado viejo y no se podía mandar al sacerdote Rodrigue a los herejes. Rodrigue propuso confiar la misión a Don Efraim Bar Abba, el jefe de la aljama.

Alfonso ya había pensado en ello. Efraim había demostrado ser un hombre inteligente en difíciles asuntos; y el judío, con toda seguridad, podía asumir mejor que un grande o un caballero las humillaciones a las que un enviado de Castilla tendría que enfrentarse en Sevilla. Pero Alfonso pensaba con desazón en Efraim. Durante todo el tiempo había evitado encontrarse con él, aunque muchos y diversos asuntos requerían ser aclarados. De los tres mil hombres que la aljama había puesto a su disposición, la mayoría había muerto. ¿Le guardarían rencor los judíos por ello?, y ¿no le guardarían rencor también por la muerte de su Ibn Esra?

Ahora que Rodrigue había propuesto a Efraim, el rey le habló de estos sentimientos. Poco a poco, a medida que hablaba, se iba llenando de ira y permitió que sus más secretos recelos salieran a la luz.

—¡Todos estos judíos están aliados! —rugió—. Seguro que Jehuda conspiró con Efraim. Con toda seguridad ellos saben dónde está mi hijo. Y si no me lo devuelven por las buenas, los obligaré a ello. Al fin y al cabo, soy el rey, y los judíos son de mi propiedad. Puedo hacer con ellos lo que quiera, esto me lo explicó el mismo Jehuda. No consentiré que se venguen en mi hijo.

Rodrigue, consternado por este arrebato, no siguió insistiendo en el nombramiento de Don Efraim.

Sin embargo, Alfonso sentía un creciente deseo de ver a Efraim y de hablar con él. Pero no sabía si iba a exigirle que le entregara a su hijo o a pedirle que fuera su enviado.

Lo hizo llamar a su presencia.

—Ya sabes, Don Efraim —empezó—, que el califa quiere negociar la paz.

Y puesto que Efraim sólo se inclinó en silencio, añadió de inmediato:

—Probablemente, sabes tú más que yo acerca de este asunto y ya conoces las condiciones.

Don Efraim estaba en pie ante él, delgado, viejo, frágil. Resultaba inquietante que Alfonso, desde la derrota de Alarcos y el asesinato de Jehuda, no lo hubiera hecho llamar; y era muy posible que los sentimientos de culpa del rey se descargaran en nuevos actos de violencia sobre los judíos. Efraim debía tener mucho cuidado.

—Hemos celebrado servicios religiosos de acción de gracias —dijo— en cuanto el enemigo se ha retirado de Toledo, y hemos rogado a Dios que haga caer sobre ti nuevas bendiciones.

Don Alfonso prosiguió, burlándose de él:

—¿No consideras injusto que el cielo me muestre de nuevo tantas gracias? Con toda seguridad, me consideráis culpable de la muerte de vuestros hombres y del asesinato de vuestro Ibn Esra.

—Hemos sufrido y rezado —contestó Don Efraim.

Alfonso preguntó directamente:

—Así pues, ¿qué sabes de las condiciones de paz?

Efraim contestó:

—Con exactitud, sabemos menos que tú. Suponemos que el califa querrá conservar toda la zona al sur del Guadiana. Probablemente reclamará para su tesoro un elevado pago anual, y para el emir de Sevilla una importante indemnización de guerra. También exigirá, con toda seguridad, que la nueva tregua se establezca para un largo periodo de tiempo.

Alfonso, muy sombrío, dijo:

—¿No debería antes de aceptar algo parecido continuar con la guerra? ¿O consideráis que estas condiciones son justas? —preguntó malicioso.

Efraim dudó en su respuesta. Si ahora hablaba en favor de la tregua y de la paz, podía suceder que el rey dejara caer toda su ira sin sentido sobre la aljama y sobre él mismo. Se sentía tentado a eludir la pregunta, a responder con algo respetuoso que no quisiera decir nada. Pero Alfonso lo tomaría como una señal de asentimiento, y sólo esperaba al más ligero aliento para continuar con su absurda guerra. Y Dios no haría un segundo milagro, Toledo se perdería, y con Toledo la aljama.

El fallecido Jehuda, en parecidas situaciones desesperadas y en asuntos igualmente embarazosos, se había atrevido con frecuencia y repetidamente a aconsejar a este rey cristiano en favor de la paz y del sentido común. Durante un siglo, los consejeros judíos habían advertido a sus reyes castellanos para que actuaran con sensatez.

—Si quieres oír la opinión sincera de un hombre viejo, mi señor —dijo finalmente con voz quebrada—, entonces te aconsejaría firmar la paz. Has perdido esta guerra. Si sigues adelante con ella, antes alcanzarán los musulmanes los Pirineos que tú el mar del sur. Sean cuales fueran las condiciones que ponga el califa, y siempre y cuando se contente con una frontera al sur de Toledo, firma la paz.

Alfonso iba de un lado para otro, en sus ojos podía verse aquel peligroso y claro brillo, su frente estaba profundamente fruncida. Lo que el judío decía era una insolencia. Lo haría detener y encerrarlo en el más profundo calabozo hasta que lamentara su insolencia y le entregara a su Sancho. Y reuniría todos los hombres y caballos que todavía poseía, atacaría por sorpresa a los musulmanes y rompería sus líneas. Sabía que todos aquellos planes no tenían ningún sentido, debía negociar la paz, y además por medio de Efraim. ¡Pero no! ¡No! ¡No ahora! Demostraría a Rodrigue y a este judío que Alfonso todavía estaba vivo. Pero se trataba de un Alfonso derrotado, y el judío tenía razón, y el rey no era ningún estúpido ni ningún criminal, y tendría que mandar a alguien a Sevilla y solicitar la paz. Andaba de un lado para otro, con paso firme, durante un breve minuto, un minuto interminable, y cambió tres veces su decisión.

Don Efraim permanecía en pie en silencio, en posición respetuosa, su rostro no manifestaba ningún temor, pero en su interior se sentía temerosamente tenso. Su mirada seguían al rey, vio en los ojos de éste lo que pasaba en su interior: De pronto, Alfonso se detuvo ante él, muy cerca, y le dijo exigente, maligno:

—Escucha, ya que te manifiestas con tanta pasión en favor de la paz, ¿irías a Sevilla en calidad de mi representante?

Efraim había esperado de aquel hombre imprevisible muchas cosas, tanto buenas como malas, pero no esta oferta. Ocultó su sorpresa, y contra toda cortesía se apartó un poco y levantó su vieja mano en señal de rechazo. Antes de que pudiera hablar, Alfonso le rogaba, inesperadamente amable:

—Por favor no digas enseguida que no. Siéntate y piénsalo.

Se sentaron uno frente al otro. Efraim se rascaba con los dedos de una mano la palma de la otra. Durante toda su vida había evitado llamar la atención. ¡Cuánto se había esforzado en desaconsejar a Jehuda que aceptara cargos esplendorosos! Y ahora era él quien debía asumir esta embajada sobre la que los ojos de todo el mundo se hallaban fijos. Y fuera lo que fuera lo que él consiguiera, la estúpida y desagradecida Toledo gritaría que era una traición, y si el rey lo acreditaba, serían miles los que se sentirían envidiosos. Por otro lado, si como resultado se conseguía una paz duradera, podría prestar al país y a la judería un servicio como pocos habían conseguido antes que él. Aquel hombre, normalmente tan frío y calculador, estaba excitado, desconcertado. Todo su ser se rebelaba contra esta embajada. Se sentía terriblemente tentado a decir que no, pero pensó en Jehuda y consideró que era su deber decir que sí.

—El califa no aprecia a los judíos —le hizo considerar finalmente al rey.

—Tampoco aprecia mucho a los cristianos —contestó Alfonso.

Efraim dijo:

—Las negociaciones serán largas y yo soy viejo y débil.

El rey se dominó y repuso:

—No es por tu edad ni es por tu naturaleza enfermiza que me dices que no. Temes que sea demasiado tozudo y orgulloso. No lo soy. Me he dado cuenta de que un hombre que ha sido tan derrotado como yo no puede perder tiempo ni regatear: No te pondré trabas, te daré amplios poderes. Estoy dispuesto a pagar al emir de Sevilla una fuerte indemnización de guerra y también un impuesto anual al califa. Un tributo —concluyó con fiereza.

Don Efraim, precavido, sin comprometerse, contestó:

—Creo que tu parlamentario podría conseguir un acuerdo en estas cuestiones, pero déjame saber mi señor, qué es lo que piensas sobre el otro punto importante: la duración de la tregua. No creo que el califa se dé por satisfecho con una paz que vaya a durar menos de doce años. ¿Firmarías un contrato de este tipo?, y ¿estarías dispuesto a respetarlo?

De nuevo estuvo a punto Alfonso de encolerizarse. El judío actuaba como si fuera su confesor. Pero nuevamente el sentido común del rey refrenó su cólera. Cuando tiempo atrás había tenido que incluir las palabras in octo annos, durante ocho años, en el contrato con Sevilla, para él, desde un principio, no habían significado otra cosa que tinta sobre el pergamino. Pero esas tres palabras habían hecho acudir al califa al país, habían destruido a sus caballeros de Calatrava. Don Efraim tenía razón al recordarle que si ahora firmaba una paz por doce años, debería quedarse quieto realmente durante doce largos años.

—Veo —dijo— con voz baja y con amargura que has reflexionado largamente sobre los intereses del califa.

Efraim, que había temido un arrebato mucho más terrible, contestó aliviado:

—Es lo que hace cualquiera que se siente interesado por los asuntos públicos.

Alfonso guardó silencio mientras meditaba profundamente. Efraim siguió hablando persuasivo:

—Una paz larga te será de más utilidad a ti que a los musulmanes. Por muy ardientemente que lo desearas, no podrías emprender una gran guerra muy pronto, necesitas tiempo, toda la Hispania cristiana, tan terriblemente asolada, necesita tiempo para reponerse.

Alfonso dijo:

—Doce años. Exiges mucho, anciano.

Efraim repuso ofendido, casi con brusquedad:

—Te lo ruego, mi señor no me mandes a Sevilla.

Alfonso respondió:

—Te concedo los doce años.

Se levantó y volvió a pasear de un lado para otro.

—Deseo —dijo— que partas tan pronto como te sea posible hacia Sevilla. Hazme saber qué poderes necesitas y elige a tus acompañantes.

—Puesto que lo ordenas —admitió Efraim—, formaré parte de la delegación, pero sólo como su hombre de finanzas o como su secretario. A la cabeza de la legación ten la bondad de poner a uno de tus grandes. Si no, los musulmanes estarán mal dispuestos desde el principio.

Alfonso contestó:

—Habrá dos de mis barones, o incluso tres, que te acompañen. Pero sólo a ti te otorgaré poderes.

Efraim se inclinó profundamente.

—Con la ayuda de Dios, intentaré traerte una paz no demasiado desventajosa —dijo—, y se dispuso a retirarse.

Pero Alfonso no le despidió todavía. Le indicó titubeando:

—Hay todavía otra cosa, Don Efraim, sobre la cual quiero pedir tu consejo. La herencia de mi fallecido amigo y Escribano Don Jehuda debe ser muy importante. No creo que haya parientes que tengan derecho a reclamaría. ¿O sabes tú de alguno?

Don Efraim, de nuevo alertado, repuso:

—En Zaragoza hay un primo de Don Jehuda, bendita sea la memoria del justo, Don Joseph Ibn Esra. De acuerdo con nuestras leyes y costumbres, tendría derecho a un décimo de la herencia. Aconsejaría a Vuestra Majestad ceder a Don Joseph su parte de la herencia. Te prestará buenos servicios en todo lo que se refiera al difícil asunto de hacer efectivos los cobros pendientes que Don Jehuda tenía en todas las partes del mundo.

Alfonso contestó:

—Será como tú propones. También he pensado poner a disposición de la aljama de Toledo parte de la herencia.

—Eres muy generoso, mi señor —dijo Don Efraim—, ¿eres consciente de que se trata de una suma muy elevada? Después del arzobispo de Toledo, Don Jehuda era el hombre más rico de tu reino.

El rey no sin timidez, añadió:

—Quiero que el resto del patrimonio existente sea administrado por los funcionarios del Tesoro de la corona hasta que se encuentre al principal heredero, al hijo de Doña Raquel. Además —concluyó como si no tuviera mucho que ver—, hay documentos que otorgan a este hijo de Doña Raquel todos los derechos y títulos del condado de Olmedo. El mismo Jehuda los hizo preparar. Efraim repuso con sequedad:

—Estás en tu derecho, mi señor de tomar lo que quieras de la herencia de Jehuda para el Tesoro de la corona, y nadie puede reprochártelo.

Alfonso, en un arranque, con voz un poco ronca, dijo:

—Mi fallecido amigo Jehuda se reunía con frecuencia contigo y probablemente sabes muchas cosas. No quiero apremiarte, anciano, y preguntarte qué es lo que sabes. Pero la idea de que mi hijo se encuentra entre vosotros y que yo no lo conozco me oprime. Debes comprenderlo. ¿Querrás ayudarme?

Alfonso hablaba con tono suplicante, con dulzura, lo que lisonjeó a Efraim y lo asustó. Era una misión peligrosa la que su amigo-enemigo fallecido había cargado sobre sus hombros. Dijo:

—Nadie sabe, mi señor y nadie puede ya averiguar si Don Jehuda Ibn Esra tuvo algo que ver con la desaparición de su nieto. Si así fue, en un asunto tan delicado seguramente no acudió más que a una persona para que le ayudara, a una persona fiable y que guarde silencio.

Alfonso se sintió humillado y contrariado, pero en contra de su voluntad no cedió, y dijo:

—Te creo y no te creo. Me temo que aunque supierais algo no me lo diríais. Te confieso que me reconcome el alma que mi hijo crezca entre vosotros y aprenda vuestras costumbres. Debería odiaros por ello, y a veces os he odiado.

Efraim replicó:

—Te pregunto de nuevo, mi señor, si realmente quieres que un hombre del que piensas de este modo represente tus intereses y los intereses del reino en Sevilla.

El rey dijo:

—A veces alimenté también desconfianza contra Don Jehuda, pero a pesar de todo sabía que era mi amigo. Eres viejo y experimentado y conoces la naturaleza de los hombres, y por lo tanto puedes comprender que así fuera. Quiero que vayas a Sevilla por mí. Sé que no tengo a otro mejor a quien mandar.

Efraim sintió cierta compasión, no exenta de satisfacción. Dijo:

—Quizás llegue un tiempo en el que aparezcan unos y otros pretendiendo ser el desaparecido. Te aconsejo, mi señor, que no te preocupes por ello. Probablemente se tratará de un engaño. Deja en nuestras manos el averiguar qué hay de cierto en ello, y no añadas a tus muchas otras preocupaciones esta carga. Confórmate, Don Alfonso. Tienes unas buenas hijas, nobles infantas, que algún día llegarán a ser grandes reinas. Tus nietos se sentarán en el trono de Hispania y, con la ayuda de Dios, unificarán los reinos de la Península.

Y de un modo enigmático, aunque el rey lo comprendió, concluyó:

—Don Jehuda Ibn Esra está muerto, su hijo y su hija están muertos. Si alguien ha quedado de su estirpe, es tan sólo ese nieto. Y Don Jehuda renegó del islam y volvió al judaísmo de sus antepasados, y éste es su legado.

Don Alfonso se dio cuenta de lo que significaba dejar que Efraim, el judío, el comerciante, llevara a buen fin la guerra que él no había conseguido ganar. Había dejado de lado su irreflexiva caballería, se había despedido de Bertrán, había concluido con su pasado y su juventud. No lo lamentaba, pero sentía casi físicamente la renuncia, el vacío.

En el camino que ahora había emprendido no había atractivos caminos laterales llenos de misterio, su camino actual no lo conducía a ninguna lejanía azul y centelleante, discurría desolado y sereno en línea recta hacia un objetivo sólido y formal. Pero ahora que por fin lo había emprendido estaba dispuesto a recorrerlo hasta el final. Él mismo se pondría cadenas antes de volver a poner en peligro la amarga paz que había destruido por medio de dulces y heroicas aventuras.

Durante toda una noche no durmió. Ponderó, rechazó, sopesó de nuevo, decidió, rechazó.

Decidió.

Manifestó a Rodrigue, con una muy ligera sonrisa, que por fin quería ocupar de nuevo los destruidos obispados de Avila, Segovia y Sigüenza, y que quería entregarle a él, a Rodrigue, el obispado de Sigüenza.

Rodrigue, enojado y sorprendido, preguntó:

—¿Quieres librarte de tu molesto amonestador?

Alfonso rió con fuerza, y en sus rasgos reapareció el encanto y la picardía juvenil desaparecidas.

—Esta vez —dijo— desconfías de mí injustamente, reverendo padre. No quiero tenerte lejos, quiero ligarte más estrechamente a mí. Pero si estoy bien informado, las leyes de la Iglesia no permiten que un canónigo sea ascendido hasta ser nombrado arzobispo de Toledo sin pasar por los cargos intermedios.

Tumultuosamente y contradictorios se acumulaban los pensamientos en Rodrigue. Alfonso quería hacerlo primado de Hispania. Rodrigue era bueno haciendo conjeturas, pero aquel hombre modesto nunca habría soñado un encumbramiento semejante; le había sorprendido extraordinariamente que Don Martín hubiera temido algo parecido. Así pues, en el futuro, no iba sólo a aconsejar y a opinar: podría disponer de los más elevados ingresos del reino, contribuiría en gran medida a decidir sobre la guerra y la paz. La idea lo dejó anonadado. Lo que caía sobre él era una bendición y una gracia y una pesada carga.

Don Alfonso vio el conmovido rostro de Don Rodrigue, y medio en broma y medio en serio le dijo:

—Por supuesto, durante un par de meses tendrás que irte a Sigüenza y no podré verte. El Santo Padre es un duro negociador; no podré convencerlo muy rápidamente de que te otorgue el palio. Pero no me importa lo que me cueste, al final lo conseguiré. Quiero tenerte como segundo hombre del reino —continuó con infantil tozudez—, me has hecho quitar el cómputo del tiempo hispánico, pero quiero tenerte como primado de Hispania.

Musa, cuando oyó el nuevo cariz que tomaban las cosas, quedó desconcertado. Rodrigue iba a irse a Sigüenza. ¿Cómo iba él, el musulmán, a seguir viviendo en Toledo sin la protección del canónigo? No sería la primera vez que anduviera errante y fugitivo y sin amigos. El ultimo tramo de su vida aparecía ante él desolado e inhospitalario.

Pero aquel hombre, sabio y buen conocedor de la humanidad, no olvidó en su preocupación, la bendición que aquel cambio ofrecía al canónigo, y encontró palabras de cálida simpatía:

—Los muchos asuntos de tu nuevo cargo —dijo— te librarán pronto de la acedía, de las tristes reflexiones de estos últimos meses. Tomarás decisiones y llevarás a cabo empresas que influirán en muchos destinos. Y este trabajo —continuó animado— te espoleará, espero, a volver a retomar tu crónica. Sí, mi respetado amigo —concluyó alegremente pensativo—, quien contribuye a marcar el rumbo de la Historia, con toda seguridad se sentirá también tentado a interpretarla.

Y de hecho, apenas el rey le había ofrecido el arzobispado, había aparecido en la mente de Rodrigue esta tentación. Primero Don Alfonso se había impuesto a sí mismo al prudente y amonestador Efraim; ahora, por propia iniciativa, se obligaba a depender de él, de Rodrigue, de aquel hombre poco caballeresco y amante de la paz. Sólo un Alfonso que hubiera cambiado interiormente podría atarse a un doble azote de este tipo. Este convencimiento hizo crecer en Rodrigue una pequeña y nueva confianza y una bienaventurada sensación y la sospecha de que, a pesar de todas aquellas turbias argucias, podía haber un sentido en los terribles acontecimientos que habían sucedido aquel último año. Pero se prohibió a sí mismo abandonarse a estos sentimientos y no les permitió condensarse en claros y ordenados pensamientos, no quería volver a sufrir una segunda decepción.

Casi apasionadamente contestó a Musa:

—No pienso ni de lejos en volver a retomar mi crónica. He destruido todo mi material, ya lo sabes.

—Tu academia puede conseguirte de nuevo todo este material en un plazo de tiempo no muy largo —contestó tranquilamente Musa—. También hay muchas cosas en el material que yo tengo que pueden serte de utilidad. Las reuniré gustosamente para ti. Aunque, claro —continuó con el rostro apagado—, no será muy fácil mantener el contacto contigo. ¡Quién sabe en qué rincón de la tierra tendré que esconderme cuando ya no esté bajo tu protección!

Inicialmente, Rodrigue no comprendió. Después se alteró:

—Pero ¿qué es lo que piensas? Por supuesto, vendrás conmigo a Sigüenza.

Musa resplandeció. Pero su cortesía musulmana le ordenaba poner excusas.

—¿No resultaré muy chocante —dijo—, en el palacio del obispado de Sigüenza? A los que vivan bajo tu báculo les parecerá muy extraño que tengas en tu casa como huésped a un circunciso.

—¡Y qué sí se lo parece! —contestó impulsiva y brevemente Rodrigue.

Musa, todavía con la ancha y feliz sonrisa en su feo rostro, continuó:

—También debo advertirte que tendrás auténticas dificultades conmigo. Porque a partir de este momento no te dejaré en paz ni un solo momento hasta que te pongas a trabajar de nuevo en tu crónica.

Ya a partir de entonces, estando todavía en Toledo, aguijoneaba al amigo y lo enredaba en amplios debates filosóficos e históricos.

Permanecía en pie junto a su pupitre, garabateando, y le decía por encima del hombro:

—No es casualidad que nosotros, los musulmanes, hayamos tenido que renunciar de nuevo a Toledo cuando ya la teníamos prácticamente en nuestras manos. Nuestro tiempo, la época dorada de nuestro poder, lamentablemente ha pasado, y las desavenencias internas que reclamaban la atención del califa en medio de la victoria se repetirán. Esto es tan seguro como las reglas matemáticas de Alcharesmi. El imperio universal de los musulmanes, a pesar de lo poderoso que parece, es demasiado viejo. Se desmorona.

Tal y como Musa lo había esperado, Rodrigue mordía el anzuelo.

—¿Te atreves a decir que vuestro tiempo ha pasado? —contestó—. ¡Pero si habéis vencido! Nuestro ejército ha sido destruido, vuestras fronteras llegan prácticamente a las puertas de Toledo, nuestro orgulloso Don Alfonso os paga tributo —se apasionó—. ¡El dominio de los musulmanes en decadencia! ¡La gran época de los musulmanes terminada! Por tres veces, en el transcurso de este siglo, nos hemos lanzado sobre vosotros con ejércitos tan numerosos como el mundo todavía no había visto. Quinientas veces mil caballeros cristianos y mil veces mil hombres de otros pueblos cristianos han caído en estas cruzadas. Por no hablar de la muerte, las epidemias y la miseria en los propios países. Y la Ciudad Santa sigue estando en vuestro poder como hace cien años. Y tú te quejas de que vuestro reino está en decadencia.

Musa le contestó amablemente:

—Finges ser menos sabio de lo que eres, mi venerable amigo. Colocas la historia de pocas décadas o de un siglo dentro de un marco y haces como si se tratara de algo cerrado. Pero nosotros, tú y yo, no queremos tan sólo describir lo que sucede hoy y un poco de lo que sucedió ayer; nosotros intentamos desentrañar el sentido de los acontecimientos, queremos descubrir adónde van encaminados esos acontecimientos y señalar hacia el futuro como verdaderos emisarios de Dios. Y al hacerlo, lamentablemente, se pone de manifiesto que vuestras cruzadas de ningún modo han sido fracasos. Ciertamente, teniendo en cuenta vuestras conquistas en este último siglo, en lo que se refiere a territorios, no valía la pena tanto sacrificio. Pero, en contrapartida, habéis adquirido una gran abundancia de conocimientos económicos, esto lo sabes tan bien como yo, y una experiencia política y científica incalculable. Nosotros os hemos conducido benevolentes y vanidosos por nuestras fábricas, os hemos enseñado cómo educamos a nuestros jóvenes, cómo regimos nuestras ciudades, cómo administramos la justicia. Vosotros habéis sido alumnos aplicados e imitáis lo que de bueno tenemos. Habéis comprendido que, en este siglo, no tiene tanta importancia el caballero como el sabio y el experto en la construcción, la forja de armas, la ingeniería y las artes de todo tipo y la planificación de la agricultura. Y vosotros sois jóvenes, estáis progresando y pronto nos habréis alcanzado y superado. Habéis perdido quinientas veces mil caballeros, pero no sois los vencidos.

Había levantado su voz, carente de energía. Miraba al amigo, con sus ojos tranquilos, sabios, algo burlones. El otro callaba. Se dio por vencido, no sin satisfacción.

Mantenían los dos conversaciones de este tipo, discusiones en las que, para su propia sorpresa, Rodrigue insistía en el triunfo de los herejes, mientras Musa dudaba de la victoria final de los musulmanes.

Pero cuanto más reflexionaba Rodrigue sobre los argumentos de su amigo, con tanta mayor claridad veía las cosas, más seguridad adquiría. Se sentía joven y renovado. Ya no le atormentaba aquella frase de Pablo a los corintios, según la cual la locura de Dios triunfaba sobre la sabiduría de los sabios. En lugar de eso se regocijaba en las otras palabras del apóstol: «Lo viejo ha pasado, mirad y ved, todo se ha renovado». En lugar de la fe ciega que desembocaba en aquel bienaventurado éxtasis, en él había ahora un saber intuitivo, un sentimiento cada vez más sólido: a pesar de todo, hay un sentido reconocible en los acontecimientos del mundo. Todavía no podía traducir este sentimiento en argumentos lógicos. Tampoco se esforzaba en obtener claridad. Le bastaba saber del sentido de los acontecimientos del mundo tanto como Agustín había sabido de la naturaleza del tiempo: «Si no me preguntas, lo sé; si me preguntas, no lo sé».

A medida que pasaba el tiempo, las palabras de Musa actuaban en Rodrigue, y cada vez más y con mayor celo ansiaba ser un emisario de Dios y escudriñar los caminos, llenos de sentido, de los acontecimientos.

Sin embargo, no acababa de decidirse a ponerse a trabajar en su crónica de nuevo.

Había una nueva consideración que lo detenía.

—Me temo —le explicó al amigo— que lo que me empuja a llevar a cabo esta obra es menos el afán de servir a Dios que la ambición del escritor.

Musa adoptó su astuta expresión. Tomó un libro, La vida de San Agustín, y le leyó a Rodrigue en voz alta lo que Possidios, un discípulo del santo, había escrito sobre los últimos días de la vida de éste.

Agustín era entonces arzobispo de la ciudad de Hipona, asediada por los vándalos; desde su palacio, Agustín veía arder extensamente las tierras cartaginesas. Tenía setenta y seis años, estaba muy débil y sabía que iba a morir.

Le preocupaba la asediada ciudad y toda la provincia inundada de enemigos. Pero, al mismo tiempo, se dedicaba a repasar de nuevo sus numerosos libros, corregía y modificaba, para que se depositara en la biblioteca de Hipona un ejemplar de cada una de sus obras que no contuviera el más mínimo error. También intentaba, además, terminar un libro, seguramente para refutar los escritos del hereje Juliano. «Agustín, el más santo de todos los obispos —informaba Possidius—, murió el quinto día del mes de septiembre, esforzándose todavía en su lecho de muerte en rechazar el ataque de los vándalos y trabajando en su gran polémica contra el hereje Juliano».

Musa levantó la vista del libro y preguntó con picardía:

—¿Quieres ser más santo, mi venerable amigo, que San Agustín? Escudriña en tu propio pecho y comprueba si tus dudas no son otra cosa que piadosa soberbia.

Al atardecer de ese día, Rodrigue puso a punto un grueso montón de papel blanco y costoso, y despacio, deleitándose, empezó a escribir: «Aquí comienza la historia de Hispania, Incipit chronicon reinum Hispananiarum».

Musa, sonriendo, manifestó:

—No hay vicio más arraigado que el de la escritura.

La paz que Don Efraim trajo de regreso a casa fue mejor de lo que se había esperado, pero no había podido conseguir; o quizás no había querido hacerlo, que la duración de la tregua se estableciera por debajo de los doce años.

Don Alfonso, después de que Don Efraim le expusiera extensamente su informe, dijo:

—Sé que debería estarte agradecido y lo estoy Quiero convocar a mis grandes, para que sean testigos, cuando me devuelvas el guante de tu misión.

Don Efraim rehusó casi con miedo:

—No creo que me corresponda tanto esplendor además esto procuraría muchas envidias a la aljama de Toledo y pocos amigos.

Alfonso preguntó con ojos brillantes si, según la opinión de Efraim, serían realmente necesarios todos esos doce años para reconstruir la economía del reino.

Efraim sintió enojo. Había advertido oportuna y perentoriamente a aquel hombre que debía estar dispuesto interiormente para una larga paz. Efraim no habría aceptado nunca aquella desagradable misión sin esta condición, y ahora, apenas Don Alfonso había cerrado ese tratado, estaba deseando romperlo. Contestó con sequedad:

—Tu reino, mi señor, se encuentra en un estado tal que probablemente tendrás que prolongar la paz más allá de esos doce años. Yo ya no veré tus nuevas batallas, y tú ya no serás tampoco joven cuando las inicies.

Puesto que, malhumorado, Don Alfonso guardaba silencio, le advirtió:

—Hazte a la idea, mi señor, Don Jehuda hizo un buen trabajo para ti, estableció relaciones que todavía se sostienen a pesar de este derrumbamiento. Dio a conocer las muchas posibilidades que tiene tu Castilla, te consiguió crédito. Pero si quieres sacar provecho de ello, debes ceñirte a su plan fundamental, y él construyó para la paz. No pienses en los próximos años en tus caballeros y barones, que sólo empobrecen tu reino, piensa en tus ciudadanos y en tus campesinos, piensa en tus ciudades. Dales a ellas privilegios, dales fueros, hazlas fuertes frente a tus grandes.

Don Alfonso escuchaba con rechazo, pero con atención. Al fin y al cabo, su mundo era el de los caballeros. La verdad de un rey era distinta a la de un viejo judío comerciante. Su filosofía, la de Alfonso, eran las canciones de Bertrán. Pero, seguramente, Efraim tenía razón, y si él, Alfonso, quería emprender con éxito la guerra después de doce años, debería atender ahora a los más humildes. Debería dar un lugar en su consejo al ciudadano, al campesino, al villano, y castigar al caballero cuando azotara a sus campesinos o arrebatara por las armas sus bienes al ciudadano. Sería un mundo triste y aburrido, sería una Castilla triste la que él gobernaría.

Don Efraim le explicaba ahora con todo detalle la lamentable situación de la economía. La explotación de las minas se habían reducido terriblemente, las manufacturas de tejidos que Don Jehuda había llevado a un enorme florecimiento habían sido destruidas o derruidas. Los rebaños de ganado habían sido dispersados, la cría de ovejas, antes de la guerra una de las fuentes principales de ingresos del reino, había sido completamente abandonada. Se había depreciado el maravedí castellano; había que pagar seis castellanos por un maravedí aragonés. Para que no se perdieran del todo la agricultura y la industria artesanal, había que protegerlas con desgravaciones fiscales y la garantía de muchos nuevos derechos. Descendió a detalles. Propuso qué aduanas y contribuciones podrían reducirse, cuáles deberían derogarse por completo. Mencionó cifras, siempre nuevas cifras.

Cuando Jehuda le hablaba de cosas parecidas, Alfonso se había interesado brevemente, pero pronto había sentido rechazo contra aquellos áridos asuntos, indignos de un rey, y había sucedido a veces que había interrumpido estas exposiciones groseramente. Pero ahora, aunque Efraim no hablaba con la fuerza ni la elocuencia de Jehuda, Alfonso prestó creciente interés en las cifras, las veía enlazarse unas junto a otras, y halló placer en la precisión con la que calculaba el judío. Alfonso no quería reconocerlo, pero estaba contento.

No servía para nada cerrar los ojos ante aquellos nuevos y adversos tiempos, había que sumirse en ellos. Otros antes que él habían tenido que hacerlo, otros muy grandes y poderosos, el rey Enrique, por ejemplo. Y él, Alfonso, había pagado muy cara su ceguera.

—Es una suerte, mi señor —decía ahora Efraim—, que en su momento autorizaras a Jehuda a que se instalaran en tu reino los seis mil fugitivos francos. Entre este gran número de hombres capaces podrás encontrar a muchos expertos que sustituyan a los que han caído o han desaparecido del modo que sea. Deberás darle la razón a Don Jehuda, bendita sea la memoria del justo, en cuanto a que…

El rey lo interrumpió inesperadamente.

—Una vez te pedí —dijo— que administraras el Tesoro de la corona. Tú lo rechazaste, seguramente tuviste razón al hacerlo; en aquella época había poco que administrar y yo ponía las cosas muy difíciles a mis consejeros. Ahora hay todavía menos en él, pero en este espacio de tiempo me he vuelto más sensato, quizás te hayas dado cuenta. Te ruego por segunda vez que seas mi alfaquí, o mejor, que seas mi alfaquí mayor.

Efraim había esperado esta oferta, la había temido. Se rebelaba contra algo así con toda su alma. Siempre había evitado los cargos públicos, era viejo, quería pasar los últimos días que aún le quedaban de vida en su casa, junto al fuego y ser visto y atendido por pocos, y expirar en paz. Rebrotó en él toda su indignación y su odio contra Don Alfonso. Aquel hombre había lanzado a la muerte a la mayor parte de los tres mil hombres que la aljama había puesto a su disposición por un afán sin sentido y caballeresco de aventuras. Le había arrebatado la hija a su fiel servidor Ibn Esra, y no había salvado a su hijo en el peligro. Y ahora quería uncirlo a él, a Efraim, a su carro para que tirara de él por el camino empinado y lleno de tormentos que tenía ante sí. Dijo:

—Me honras en gran manera. Pero las negociaciones en Sevilla fueron agotadoras. Los asuntos de la aljama me esperan, soy muy viejo. Exímeme de ello, mi señor.

Alfonso, enfurruñado como un niño, dijo:

—Me gustaría tener a un judío como alfaquí. —Las palabras eran desacertadas, casi torpes, pero en ellas sonaba la amabilidad del anterior Alfonso.

Efraim, de golpe, vio el interior del hombre. Comprendió que su intención era dar satisfacción a su Escribano fallecido y esforzarse en seguir su camino. Este Alfonso clamaba, y no sin miedo, por un nuevo guía. Aceptar el cargo, continuar allí donde terminó Jehuda, sería una tarea que abreviaría su vida. Pero Efraim recordó los ojos brillantes, penetrantes y burlones de Jehuda, oyó su voz aduladora y bien modulada, recordó su último encuentro. Debía haber uno que tomara la mano extendida, grosera e impura de este rey cristiano y que lo arrastrara por aquel estrecho y duro camino de la paz.

Efraim, temblando bajo sus muchas vestiduras, tenía un aspecto realmente anciano y frágil. Dijo, y tuvo que obligar a cada una de las palabras a salir de su garganta:

—Puesto que así lo ordenas, mi señor, intentaré poner en orden los asuntos de tu reino.

—Te doy las gracias —respondió Don Alfonso.

Titubeando continuó:

—Hay otra cosa de la que quisiera hablar contigo, Don Efraim Bar Abba. No siempre mostré a mi fallecido Escribano adecuadamente mi agradecimiento, ni lo honré como debería haber hecho y como mi abuelo hizo con su Ibn Esra. Me aflige que ni siquiera se enterrara con dignidad a los muertos, sino con pobreza, de un modo apenas suficiente. He pensado varias veces en enterrarlos a mi manera y de acuerdo con su rango. Pero lo he pensado mejor y me parece más correcto que vosotros enterréis a mi fallecido Escribano a vuestra manera, con vuestras ceremonias y honores, a él y también a Doña Raquel, su hija, a la que me sentía muy unido. Os pertenecen a vosotros, ambos fueron de los vuestros hasta el fin, y te estaré muy agradecido si organizas su entierro tal y como ellos mismos lo hubieran deseado.

Don Efraim dijo:

—Te has adelantado a mis ruegos, mi señor. Me ocuparé de todo. Pero concédeme la gracia de esperar todavía un tiempo para el entierro, para que tengan noticia de él los muchos que desearán honrar a Don Jehuda Ibn Esra.

Poco después de que se firmara la paz, Doña Berengaria dio a luz un niño. Este futuro rey de Aragón y Castilla fue bautizado con el nombre de Fernán. El bautizo se celebró con gran pompa. Los cinco soberanos cristianos de la Península se reunieron en Zaragoza para estar presentes.

En el banquete de la celebración, Alfonso y Leonor estaban sentados uno junto al otro en elevados asientos. Doña Leonor estaba hermosa, mantenía la actitud que correspondía a una dama, amable y altanera como siempre, y tal y como lo exigía la courtoisie, intercambiaba con su esposo muchas palabras corteses.

Alfonso tenía derecho ese día a sentirse un rey de reyes y era consciente de su dignidad y de su honor. Un año atrás su reino era asolado por las armas del enemigo, y él mismo se encontraba sitiado en su capital. Cuán terriblemente se había avergonzado entonces cuando pensaba en Ricardo de Inglaterra. En verdad, éste se había acreditado como miles christianus, el horror de los musulmanes, el Melek Rik. Había conquistado la inexpugnable fortaleza de Acre, había vencido gloriosamente en batalla abierta al ejército del sultán Saladino. ¡Qué distinto era todo ahora! Las enormes pérdidas del ejército cruzado habían sido prácticamente en vano, se había establecido una miserable tregua, la Ciudad Santa seguía estando como siempre en manos de los herejes, el mismo Ricardo, enfrentado a sus aliados, estaba encerrado desamparado en una prisión austríaca. Pero él, Alfonso, se hallaba allí sentado en el trono y seguía siendo como siempre el más poderoso rey de la Península. Y era ya prácticamente seguro que su nieto, que había sido bautizado hoy, ese pequeño y fuerte Fernán, uniría Aragón y Castilla, y quizás podría llamarse emperador como su antepasado Alfonso VII.

Pero en medio de aquel esplendor y de aquel florecimiento, en el interior de Alfonso crecía sólo un desierto. Contempló a Doña Leonor y contempló su desolación. Miró a su hija Berengaria y vio en sus ojos, los grandes y verdes ojos de la madre, su desmedida soberbia, el ansia de poseer cada vez más poder e influencia. Estaba seguro de que ella consideraba débil a su esposo porque después de su derrota, de la derrota de Alfonso, no había asumido el dominio de la Península. Estaba seguro de que ahora todo su ser y todos sus pensamientos iban dirigidos a su pequeño hijo, este futuro emperador Fernán, y que ella no sentía por él, su padre, más que repugnancia y una indiferencia llena de desprecio. Él era un estorbo para su hijo y para su ambición; llevado por su lujuria, había descuidado sus obligaciones de rey, había estado a punto de perder el reino que le pertenecía a ella y a su hijo, y quizás aún acabaría por perderlo definitivamente antes de que su pequeño Fernán recibiera la corona de emperador.

Los pajes que ofrecían al rey la comida, el vino y la servilleta permanecían en pie y esperaban sin saber qué hacer, él no los veía. De pronto fue muy consciente de cuán sólo estaba rodeado de sus cinco mil veces mil castellanos y de su respeto. Fijó la vista ante sí, muy solo, en un mundo vacío.

Don Rodrigue se dio cuenta, preocupado, de cómo Alfonso, tras la máscara impasible, amable y regia, meditaba orgulloso con la vista fija. Se sintió lleno de una cálida compasión, pero también lleno de la curiosidad y la obsesión del cronista, y estudió al rey con experta aplicación. Don Alfonso era de hecho memoria tenax, intellectu capax, vultu vivax. Alfonso conservaba fielmente en su memoria los acontecimientos, los comprendía con su rápida inteligencia, los retenía y los reflejaba en su expresión. Si, cincelados en el rostro de Don Alfonso aparecían sus experiencias, sus salvajes pasiones, sus difíciles y tempestuosas victorias, sus amargas derrotas, sus esfuerzos y convicciones. Las arrugas surcaban profundamente la frente, las arrugas marcaban sus mejillas. Su rostro se había convertido en la crónica de su vida. Ya en ese momento, a través del rostro de aquel hombre de cuarenta años, asomaba ya el rostro del anciano que llegaría a ser.

En el norte del reino, cerca de la frontera con Navarra, en los territorios del barón de Haro, vivía un ermitaño que se sometía a prácticas espirituales durísimas.

Vivía en una cueva muy elevada en las escarpadas laderas de la sierra de Neila. Cómo podía sustentar su vida allí era un milagro, ya que era ciego. Pero, evidentemente, estaba bajo la particular protección de la Providencia. Esta protegía sus pies de los abismos y lo defendía de los animales salvajes; se decía que los lobos caían a sus pies y le lamían la mano.

Penitentes subían hasta él y le llevaban ofrendas para sus escasas necesidades. Le rogaban que les impusiera las manos; fluía la gracia de ellas. Simplemente, palpando un rostro podía darse cuenta de si se trataba de un pecador y saber si había conseguido el perdón de Dios, y en qué medida. Y la fama del ermitaño y sus piadosas virtudes se extendió por el reino.

El ermitaño era aquel Diego a quien Alfonso en su día, antes de su primera y victoriosa batalla ante Alarcos, hizo arrancar los ojos en castigo por haberse dormido en el puesto de guardia.

Pero los barones de Haro, de quienes era vasallo Diego, eran vasallos difíciles, no adictos al rey. Declararon que la ciudad de Toledo, debido a los terribles acontecimientos de los últimos años, estaba llena de pecado, y ordenaron a Diego que fuera allí. La visita del santo despertaría las conciencias. Pero lo que los de Haro esperaban era que la presencia de Diego en la capital creara dificultades al rey.

Las gentes de Toledo acudían en tropel a ver y a honrar a aquel hombre lleno de gracia, y cada vez se hizo mayor el deseo de las gentes de que también el rey pudiera sacar provecho de la presencia de aquel hacedor de milagros. Cuando, en el pasado, Don Alfonso paseaba radiante a caballo por las calles al lado de la Fermosa, ellos habían participado de su placer prohibido, sintiendo caldearse sus corazones; se habían gozado en él y habían lanzado a su paso gritos de júbilo; y el día en que se encontraban con él había sido un día de fiesta. Pero ahora, cuando veían a Alfonso, sentían una respetuosa compasión, timidez, un ligero horror ante aquel hombre castigado y marcado. Deseaban para él la redención absoluta y creían que el santo podía contribuir a hacerla posible.

Rodrigue no veía en lo que estaba pasando en torno a Diego más que superstición y extravagancia. Sospechaba también las malas intenciones de los de Haro y aconsejó al rey que no se preocupara de Diego.

A Alfonso aquel hombre le resultaba incómodo. Era ahora, después de tanto tiempo, cuando se avergonzaba al recordar cómo le había contado a Raquel, tan satisfecho de sí mismo, el modo en que había cegado a ese hombre y la sentencia que había compuesto acerca de aquellos que olvidaban cuál es su deber. Recordó cómo entonces el vivo rostro de Raquel se había ensombrecido, y sólo ahora supo porque.

Pero también se había dado cuenta de la timidez con la que las gentes lo miraban. Los comprendía, comprendió su deseo de que se encontrara con el santo. También sentía una creciente curiosidad por saber qué había sido de Diego. ¿Había sido realmente él, Alfonso, sin saberlo ni quererlo, quién había convertido aquel hombre en un santo?

Cuando tuvo al ciego de pie ante él, recordó con exactitud al Diego de entonces. Había sido un muchacho fuerte, obstinado, seguro de sí mismo, un poco parecido a Castro. ¿Era realmente este hombre el Diego a quien él había hecho cegar? Alfonso se sintió turbado, lamentó haberlo hecho llamar, no sabía qué decir; y también el otro guardaba silencio. Finalmente, casi contra su voluntad, bromeó toscamente:

—Por lo menos, la sentencia que te enseñé entonces de un modo tan drástico era buena.

El otro contestó:

—¿Quién eres tú?

La desagradable estupefacción de Alfonso aumentó. ¿No le habían dicho a aquel hombre ante quién lo habían conducido? ¿O no había querido saberlo?

—Yo, el rey —dijo.

El ciego, sin sorprenderse y sin inmutarse, respondió:

—No había reconocido tu voz. No hay nada en ti que pueda reconocer.

Alfonso preguntó:

—¿Te traté injustamente, Diego, en aquel entonces?

El ciego contestó tranquilo:

—Fue Dios quien te hizo hacer lo que hiciste. Pero también el sueño que cayó sobre mis ojos fue enviado por Dios. Alarcos fue un lugar de duras pruebas tanto para ti como para mí. Fue aquella victoria de Alarcos la que te llevó a emprender la segunda y petulante batalla. A mí, el sufrimiento me trajo al fin la bendición. He encontrado la paz.

Y al parecer, sin que tuviera nada que ver; continuó:

—Me han dicho que Alarcos ya no existe.

Primero, Alfonso creyó que aquel hombre, protegido por su fama de santidad, quería burlarse de él. Pero las palabras salían con extraña serenidad de los labios del ciego. Era como si las pronunciara un tercero que los contemplara a ambos desde una elevada lejanía. No tenían como objetivo mortificarlo.

—He rezado —dijo Diego— para que la desgracia se cambie en bendición también para ti, mi señor —y le pidió con las manos extendidas—: ¡Déjame verte!

Alfonso comprendió lo que quería, se acercó a él y el ciego palpó su rostro. El rey sintió con desagrado cómo aquellas manos huesudas presionaban y palpaban su frente y sus mejillas. Todo en aquel hombre le resultaba repulsivo: su aspecto, su modo de hablar; su olor. Se estaba sometiendo en verdad a una prueba. ¿No sería aquel hombre un simple juglar; un bufón de feria?

Diego dijo:

—Consuélate. El Señor te ha dado la fuerza para esperar humildemente. Quien no cae, no se levanta. Quizás deberás esperar durante mucho tiempo, pero tendrás la fuerza necesaria para ello.

Alfonso lo acompañó hasta la puerta y lo entregó a aquellos que lo conducían.

Llegó el día en que se desenterraron los cadáveres de Jehuda Ibn Esra y de su hija para trasladarlos al cementerio de la judería. Fue un día a principios de otoño, cálido, tormentoso; las peñas de la ciudad de Toledo estaban en sombras, en medio de una luz gris pesada, verdinegra.

Envolvieron a Jehuda y a Raquel en blancas mortajas. Los colocaron en féretros sencillos tal y como lo exigía la costumbre; pero se había echado en su interior tierra fértil, negros terrones, tierra de Sión. Sobre tierra de Sión descansaba la cabeza de Jehuda, que había dedicado sus pensamientos y acciones, sus anhelos e ilusiones a conseguir una mayor gloría para su pueblo, y la cabeza de Raquel, que había soñado con el Mesías.

Todas las comunidades judías de Hispania habían mandado una delegación, desde la Provenza y desde Francia habían acudido muchos, y algunos incluso desde Alemania.

Los ocho hombres más respetables de la aljama de Toledo cargaron los féretros sobre sus hombros y los llevaron por los caminos de grava de La Galiana entre los árboles y los arriates hasta la puerta principal. Allí, donde podía leerse la inscripción con el saludo Alafia, había otros esperando dispuestos a tomar los féretros. Los llevaron durante un breve recorrido, y allí esperaban nuevos portadores, porque eran innumerables los que se habían ofrecido para tener el honor de llevar hasta la sepultura a los muertos.

De este modo, pasando de un hombro a otro hombro, recorrieron los féretros el caluroso camino que conducía a Alcántara, al puente que cruzaba el Tajo.

Durante un breve trayecto, también el joven Benjamín llevó uno de los dos féretros, el segundo, el féretro de Doña Raquel. Era una carga liviana, pero aquel hombre tenía que hacer grandes esfuerzos para levantar las piernas; densa y sorda, casi como si tuviera vida propia, la aflicción lo ahogaba.

Intentó liberarse de ese ahogo pensando.

Pensó en cómo los seis mil fugitivos francos, que Jehuda había introducido en el reino luchando contra tanta y tan terrible oposición, habían dejado de ser molestos intrusos para convertirse en conciudadanos muy estimados. Todo había sucedido de un modo distinto y mejor de como él, Benjamín, había esperado. Había visto con incredulidad cómo su tío Efraim había sido enviado a Sevilla. Cómo había conseguido la paz y cómo tomó medidas para conservarla. La obra de Jehuda persistía, crecía. Y el rey no sólo lo consentía sino que lo favorecía. Pero ¿cuántas muertes y cuánto sufrimiento había sido necesario antes de que ese caballero entrara en razón? ¿Y conservaría esa sensatez?

No debía permitir que su aversión por el rey le hiciera emitir juicios injustos. El rey había cambiado, Raquel lo había conseguido. Había sucedido como en aquellos cuentos que ella tanto amaba. El mago había insuflado vida al pedazo de barro, pero a continuación el mago había muerto.

Despacio avanzaba Don Benjamín con la ligera carga de Raquel sobre sus hombros, ensimismado en sus reflexiones, con paso irregular; entorpeciendo a los otros portadores.

Aquellos seis mil podrían vivir ahora una vida llena de sentido. Era poco si se comparaba con la muerte sin sentido de aquellos mil veces mil que habían muerto en las guerras de esa década. Todo lo conseguido era poco, la pizca de paz de Efraim, la pizca de sentido común del rey Sólo era una minúscula nueva luz en la gran noche. Pero allí estaba esa pequeña nueva luz: alumbraba, y cuando el miedo lo sobrecogiera, esta pequeña luz lo espantaría.

Llegó el momento en que él y los que con él lo llevaban tenían que entregar el féretro a los que estaban esperando. Pero ahora que se veía libre de la carga y ya no tenía que mantener el paso acompasado al de los otros, sus pies se arrastraron todavía con más pesadez. Pero se recuperó, se enderezó, pensó. Pensó con amargura, tenacidad e insistencia: Se nos ha encomendado trabajar en la obra; no se nos ha encomendado terminarla.

El cortejo fúnebre había alcanzado los límites de la ciudad, el puente sobre el Tajo. Las impresionantes puertas se abrieron de par en par para permitir la entrada a los muertos.

Don Alfonso había ordenado que se dedicaran los mayores honores a su Escribano, a quien Toledo había manifestado tan poco agradecimiento. Las gentes de Toledo obedecieron gustosas. En todas las casas colgaban paños negros. El pueblo, formando una masa oscura y uniforme, se hacinaba estrechamente en las calles, normalmente tan llenas de color; el alboroto habitual se había reducido a un denso murmullo. En todas partes, junto al camino, podía verse, en posición, a los soldados del rey, que allí por donde pasaban los féretros inclinaban las banderas con el escudo de Castilla. Las gentes se descubrían la cabeza, muchos caían de rodillas, las mujeres y muchachas lloraban ruidosamente el destino de la Fermosa.

Los muertos avanzaron por las empinadas calles hacia el interior de la ciudad. No se tomó el camino más breve, se condujo a los féretros dando un rodeo por la plaza del mercado, el Zocodover; para que fueran los más posibles los que pudieran manifestar su respeto a los muertos.

En lo alto del castillo, junto a una ventana desde donde podía seguir el recorrido del cortejo funerario, se encontraba en pie Alfonso, solo.

Pensó:

«Ni siquiera estoy triste. Estoy tranquilo. Me siento libre de aquellas fuertes pasiones. Me he convertido en un rey mejor. Debería estar contento. Pero no lo estoy.

»Probablemente todavía tendré mi gran batalla y podré llevarla a cabo a la cabeza de una Hispania unida. Pero tampoco llegado ese momento, cuando alcance la victoria, sentiré una emoción mayor que la de pensar: lo he conseguido, he cumplido con mi deber. Y como máximo sentiré alivio, pero no será felicidad. La felicidad que me estaba destinada queda a mis espaldas. Estuvo allí, la tuve en mis brazos, se abrazó a mí, tierna y dulcemente turbadora. Pero yo fui irreflexivo y me aparté de ella. Y ahora la llevan por allá abajo, toda la felicidad que me había sido destinada.

»Durante doce años deberé esperar mi batalla. Nunca he sabido esperar; me parecía que la vida corría como un caballo. Ahora me parece que se arrastra como un caracol. El año se alarga, el día se alarga. Y yo puedo soportarlo, ni siquiera me enfurezco. Y ahí está lo peor, en el hecho de que yo pueda esperar de esa manera. También conduciré la batalla con prudencia. No habrá nada ya de aquel bendito y salvaje valor de antes. Ellos gritarán ¡A lor! ¡A lor!, y yo no gritaré con ellos».

Se esforzó en pensar en aquél por quien él emprendería la batalla: en el pequeño Fernán, pero no consiguió formarse una imagen clara de él, y el recuerdo del nieto no le hizo sentir ningún sentimiento cálido. Todo lo que ahora rodeaba a Alfonso permanecía extrañamente vago, nebuloso, irreal.

Pensó:

«Tengo cuarenta años, pero mi vida ha quedado atrás. Nada es tan real para mí como mi pasado. Mi presente está en medio de vapores y polvo, como un campo de batalla durante la lucha. Y ni siquiera cuando en su momento consiga vencer, habrá más que neblinas y apatía en mí. Seria distinto si pudiera vencer por mi hijo, ¡por mi Sancho, por mi querido bastardo! Pero quién sabe dónde estará para entonces mi Sancho. Probablemente entre aquéllos para los que la paz es más importante incluso que la victoria».

El cortejo fúnebre, mientras tanto, había llegado a su destino.

Tres cementerios tenían los judíos de Toledo: dos fuera de los muros, uno en la misma judería. En éste, que era pequeño y muy antiguo, sólo tenían mausoleos los miembros de las familias más respetadas, entre ellas los Ibn Esra. Entre estos muertos de la familia Ibn Esra se encontraban aquellos que se remontaban a un descendiente del rey David, que junto con Adoniram, el recaudador de impuestos del rey Salomón, habían llegado a la Península, y así se había hecho constar en la inscripción de la lápida. También se contaban entre estos muertos de la familia Ibn Esra algunos que en tiempos de los romanos habían sido comerciantes. Banqueros, recaudadores de impuestos, y también aquellos que habían vivido bajo el dominio de los reyes godos en Toledo y que habían sido acorralados y perseguidos, y aquellos que bajo el dominio de los musulmanes habían llegado a ser visires y grandes médicos y poetas. También yacía allí aquel Ibn Esra que una vez construyó el castillo que llevaba su nombre, así como aquel que había defendido Calatrava para el emperador Alfonso, el tío de Jehuda.

Así pues, a ese cementerio fueron conducidos los cadáveres.

Apretujados unos a otros permanecían en pie los que formaban el duelo. Permanecieron en pie tan estrechamente juntos, cuenta el cronista, que se hubiera podido andar por encima de sus hombros.

En el recinto reservado a los muertos de la familia Ibn Esra se habían abierto dos nuevas tumbas. Allí colocaron a Jehuda Ibn Esra y a su hija Raquel y los reunieron con sus antepasados. Después se lavaron las manos y murmuraron la bendición.

Y Don Joseph Ibn Esra, en su calidad de pariente más cercano, pronunció la oración de los difuntos que empieza: «Alabado y ensalzado sea el nombre del Altísimo», y que termina: «La paz reina en las alturas, que Él nos conceda la paz a nosotros y a todo Israel, responded que así sea».

Y durante treinta días en todas las comunidades judías de la Península y en las de la Provenza y Francia se pronunció esta oración en memoria de Don Jehuda Ibn Esra, nuestro señor y maestro, y de Doña Raquel.

Pero allí donde se reunía mucha gente, en los mercados y en las tabernas de Castilla, los juglares, los cantantes callejeros, cantaban baladas que hablaban del rey Don Alfonso y de su apasionado y funesto amor por la judía Fermosa. Las canciones arraigaron en el pueblo, y tanto en los días laborables como en los días festivos, y al trabajar y al comer y hasta en sueños, en Castilla se cantaba y se tarareaba:

Y el amor deslumbró al rey

que quedó prendado de una judía,

y ella se llamaba Fermosa,

Sí, Fermosa se llamaba,

la Hermosa,

y la llamaban así con justicia

y por ella olvidó el rey a su reina.

Don Alfonso jamás volvió a pisar las tierras de la Huerta del Rey.

Poco a poco los jardines se cubrieron de maleza, y La Galiana se fue desmoronando. También el blanco muro que rodeaba la amplia propiedad se desmoronó. Lo que permaneció en pie por más tiempo fue el gran portón principal por donde pasaron Castro y los suyos para asesinar a Raquel y a su padre.

Yo mismo he estado ante ese portón y he visto la erosionada inscripción árabe con la que La Galiana saluda al huésped: Alafia, prosperidad, bendición.