Capítulo V

MEDIO siglo después de que Jerusalén cayera en poder de los musulmanes, Godofredo de Bouillon reconquistó la ciudad para los cristianos e instauró allí el reino de Jerusalén». Pero el dominio de los cristianos duró solo ochenta y ocho años; después, los musulmanes tomaron de nuevo la ciudad.

El hombre que esa vez guió a los musulmanes a Jerusalén era Yusuf, llamado Saladino, Salvador de la fe, sultán de Siria y Egipto, y la batalla con la que consiguió la victoria definitiva tuvo lugar en las cercanías del monte Hattin, al oeste de Tiberíades. Un historiador musulmán cuyo nombre era Imad ad-Din, fue testigo ocular de esta batalla. Era amigo de Musa Ibn Da’ud, y describía a éste lo sucedido en una detallada carta.

«Los caballeros acorazados enemigos —escribía— eran intocables mientras permanecían en sus sillas, ya que estaban protegidos de la cabeza a los pies por sus camisas tejidas con mallas de hierro. Pero en cuanto caía el caballo, el caballero estaba perdido. Parecían leones al principio de la batalla y ovejas dispersas cuando terminó.

»Ninguno de los infieles escapó. Eran unos cuarenta y cinco mil: no llegaron a quince mil los que sobrevivieron, y los que no murieron fueron hechos prisioneros. Todos cayeron en nuestras manos, el rey de Jerusalén y todos sus condes y sus grandes. Las cuerdas de las tiendas no eran suficientes. Vi a treinta o cuarenta atados a la misma cuerda; vi a más de cien vigilados por un solo hombre. Lo vi con mis propios y benditos ojos. Alrededor de treinta mil fueron ejecutados, pero todavía seguía habiendo tantos prisioneros que los nuestros vendían a un caballero prisionero por un par de sandalias. Hacía cien años que no había habido prisioneros tan baratos.

»¡Qué orgullosos y magníficos se habían sentido aquellos caballeros cristianos pocas horas antes! Ahora los condes y los barones se habían convertido en el botín del cazador, los caballeros en comida para los leones, aquellos hombres libres y arrogantes estaban atados con cuerdas y cadenas. ¡Alá es grande! Ellos llamaron a la verdad mentira y afirmaron que el Corán era un engaño: y allí estaban ahora, medio desnudos, con las cabezas inclinadas, derrotados por la mano de la verdad.

»Aquellos ciegos insensatos habían llevado con ellos a la batalla, lo que les es más sagrado, la cruz en la que su profeta Cristo murió. También esta cruz ha caído en nuestras manos.

»Cuando la batalla llegó a su fin, subí meditabundo al monte Hattin. El monte Hattin es un monte desde el cual su profeta Cristo hizo un famoso sermón. Contemplé el campo de batalla. Y entonces me di cuenta de lo que puede hacer un pueblo que tiene la bendición de Alá con un pueblo sobre el que pesa su maldición. Vi cabezas cortadas, cadáveres troceados, miembros amputados; vi por todas partes moribundos y muertos cubiertos de sangre polvo. Y me acordé de las palabras del Corán: “…y exclame el incrédulo: ¡Ojalá fuese polvo!”».

Muchas otras frases semejantes escribió movido por los acontecimientos el historiador Imad ad-Din, y finalizaba: «¡Oh dulce, dulce aroma de la victoria!».

Musa leyó la carta y se sintió preocupado. Desde la pared, en letras cúficas, el viejo proverbio proclamaba: «Una onza de paz es mejor que una tonelada de victoria». Algunos musulmanes, en tiempos de Guerra Santa, habían perdido la vida, acusados de herejes, por amor a este proverbio. Sin embargo, a muchos hombres sabios les gustaba citarlo, y también su amigo Imad, el que había escrito la carta, lo había citado gustoso; ¡él, que una vez incluso estuvo a punto de ser ejecutado por un fanático derviche! ¡Y ahora escribía aquella carta!

Era, tal y como podía leerse en el Gran Libro de los judíos: Jezer Hara, el brote del mal, era poderoso desde el principio. El ser humano se afanaba en perseguir y destruir, golpear y matar, e incluso un hombre tan sabio como su amigo Imad se embriagaba con el vino de la victoria.

¡Ah! Dentro de poco tiempo serían muchos más todavía los que se embriagarían con el vino de la victoria. Porque ahora, estando Jerusalén en manos de los musulmanes, el pontífice de los cristianos no iba a dejar de llamarlos a la Guerra Santa y habría muchos más campos de batalla como el que Imad describía con tan espantosa claridad.

Y así sucedió.

La noticia de la caída de Jerusalén que los cruzados, apenas hacia noventa años, habían conquistado con tan terribles sacrificios, llenó a la cristiandad de un tremendo dolor. En todas partes se rezaba y se ayunaba. Los príncipes de la Iglesia evitaron toda pompa externa para dar ejemplo a los demás por medio de una estricta disciplina. E incluso los cardenales hicieron juramento de no volver a montar a caballo mientras la tierra por la que anduvo el Salvador fuera profanada por los pies de los herejes; y harían mucho más: viviendo de limosnas, recorrerían en peregrinación los reinos cristianos para predicar la penitencia y la venganza.

El Santo Padre proclamó una nueva cruzada para liberar Jerusalén, el centro del mundo, el segundo paraíso. Prometió a cada uno de los que participaran en la cruzada una recompensa en este mundo y en el otro, y proclamó siete años de paz mundial, una Tregua Dei.

Él mismo se les adelantó con noble ejemplo y puso fin a su larga lucha con Alemania, con el emperador del Sacro Imperio Romano, Federico. Envió un legado, el arzobispo de Tiro, a los reyes de Francia y de Inglaterra y los exhortó a terminar con sus diferencias. En un apremiante escrito, amonestó a los reyes de Portugal, León, Castilla, Navarra y Aragón para que enterraran sus disputas y se unieran como hermanos para participar a su modo en la cruzada. Debían declarar la guerra a los musulmanes que vivían en la Península y luchar contra el Anticristo de Occidente, el califa Yaqub al-Mansur de Africa.

Cuando el arzobispo le comunicó el contenido del mensaje papal, Don Alfonso convocó al consejo de la corona, a su curia. Don Jehuda, pretextando enfermedad, se mantuvo sabiamente alejado.

El arzobispo indicó con duras palabras que allí, en Hispania, las cruzadas habían empezado antes que en cualquier otro reino hacía más de medio siglo. Inmediatamente después de que la peste de los musulmanes se extendiera por el país, los godos cristianos, los antepasados de los actuales señores allí presentes, habían iniciado las hostilidades.

—¡A nosotros nos corresponde —gritó entusiasmado— continuar con esta tradición, santa y grande! —Y añadió—: ¡Deus vult, Dios lo quiere! —Y terminó con el grito de guerra de los cruzados.

Cuán gustosamente habrían respondido todos aquellos señores a su llamada. Todos, incluso Don Rodrigue, normalmente tan amante de la paz, ardían en deseos de hacerlo. Pero sabían que, precisamente ellos, se enfrentaban a impedimentos insalvables. Permanecieron sentados en desolado silencio.

—Yo estuve presente —dijo finalmente el anciano Don Manrique— cuando avanzamos por al-Andalus hasta el mar, y estuve presente cuando el rey, nuestro señor, arrebató a los musulmanes la maravillosa ciudad de Cuenca y también la fortaleza de Alarcos. No hay nada que desee más que el que me sea concedido marchar una vez más contra los infieles antes de que mi cuerpo descanse en una tumba. Pero tenemos ese contrato, el contrato de la tregua con Sevilla, y está firmado con el nombre del rey nuestro señor, y sellado con su blasón.

—Ese escrito deplorable —dijo furioso el arzobispo— en estos momentos es nulo y no tiene validez alguna, y nadie puede censurar al rey, nuestro señor si lo entrega al verdugo para que lo queme. Mi señor, no estás obligado por este contrato —dijo dirigiéndose a Alfonso—. Juramentum contra utilitatem ecclesiasticam prestitum non tenet, un juramento en contra de los intereses de la Iglesia no es válido. Así puede leerse en la compilación de las decretales de los papas de Graciano.

—Así es —corroboró el canónigo, inclinando respetuoso la cabeza—, pero a esos infieles esto no les preocupa. Insisten en que los tratados deben respetarse. El sultán Saladino respetó a la mayoría de sus prisioneros: pero cuando el margrave de Châtillon declaró que había roto la tregua, estando en su pleno derecho porque su juramento no era válido ante Dios ni ante la Iglesia, acordaos, señores, que entonces el sultán lo hizo ejecutar. Si no respetamos el tratado con Sevilla, cruzará el mar desde Africa y caerá sobre nosotros. Y sus soldados son numerosos como las arenas del desierto, y contra ellos no son de ninguna ayuda ni la virtud ni el valor. Así pues, si el rey nuestro señor, apelando al derecho divino de la Iglesia, declara el tratado inválido, esto no redundará en beneficio de la Iglesia, sino en su contra.

Don Martín lanzó a su secretario una mirada furibunda; siempre estaba exponiendo ese tipo de sofismas. Pero Don Rodrigue siguió hablando imperturbable:

—Dios, que conoce el interior de nuestros corazones, sabe cuán dispuestos estamos todos nosotros a vengar la vergüenza de la Ciudad Santa. Pero Dios nos ha dado también la razón para que no aumentemos la desgracia de la cristiandad actuando con precipitación por un exceso de celo.

Don Alfonso reflexionaba iracundo.

—Los africanos acudirán en ayuda de Sevilla —dijo después—, esto es cierto. Pero tampoco yo estaré solo. Los cruzados que lleguen a nuestras costas nos ayudarán si ataco a los musulmanes. Ya nos han ayudado con anterioridad.

—Esos cruzados —observó Manrique— acudirán en grupos aislados, no podrán resistir las tropas disciplinadas y perfectamente organizadas del califa.

Y puesto que el rey no se dejaba convencer, don Manrique tuvo que mencionarle el verdadero motivo que obligaba a Castilla a mantenerse al margen. Le miró a la cara y le dijo despacio y con toda claridad:

—Sólo tienes alguna posibilidad, mi señor, si te aseguras el apoyo de tu primo de Aragón, y debería ser un apoyo incondicional, ofrecido de todo corazón. Don Pedro debería aceptar voluntariamente tu soberanía. Sin un mando superior único, los ejércitos cristianos de nuestra Península no pueden enfrentarse a los del califa.

En el fondo de su corazón, Don Alfonso ya sabía que esto era cierto. No contestó nada. Dio por finalizado el consejo.

Cuando estuvo solo, se dejó llevar por una rabia incontenible. Tenía casi treinta y tres años, había vivido lo que tarda en pasar una generación y no le había sido concedido realizar verdaderas grandes hazañas. Alejandro, a su edad, había conquistado el mundo. Y ahora se le presentaba la gran oportunidad, una ocasión única, la cruzada, y con argucias irrefutables le impedían alcanzar la fama de un nuevo Cid Campeador.

Pero no iba a permitir que le prohibieran nada. Y aunque aquel joven necio, aquel pilluelo de Aragón, no le reconociera a él como su soberano, se lanzaría a la batalla sin él. Dios le había elegido como cabeza de la parte occidental del mundo y no iba a dejar que le quitaran de las manos esta misión divina. Podría conseguir suficientes refuerzos también sin Aragón. Sólo necesitaría a los cruzados que estuvieran de paso, durante pocos meses, después podrían continuar su viaje hacia Tierra Santa. Sólo con que consiguiera otros veinte mil hombres, además de su ejército, arrasaría todo el sur de al-Andalus y se abriría paso hasta Africa antes de que el califa hubiera podido siquiera reunir su ejército. Y después de aquello, aquel Yaqub al-Mansur lo pensaría dos veces antes de volver a cruzar la frontera de occidente.

Sólo necesitaba dinero, dinero para una campaña que duraría por lo menos medio año, dinero para premiar a los pueblos que le ayudaran.

Mandó llamar a Jehuda.

Jehuda, cuando se proclamó la cruzada, se vio asaltado por graves preocupaciones y al mismo tiempo se sintió lleno de entusiasmo. Allí estaba por fin la gran guerra que todos habían temido, las fronteras entre el islam y la cristiandad eran de nuevo inseguras; su misión, la de Jehuda, se alzaba hacia el cielo. Porque el Escribano del rey de Castilla podía hacer más que otros para mantener la paz en la Península.

De nuevo reconoció cuán grande era la sabiduría de su amigo Musa. Durante toda su vida, Musa le había aconsejado tener confianza, no hacer demasiados cálculos, someterse al destino, ante el cual todos los planes eran vanos. Pero él, Jehuda, no podía dejar de calcular, planear y actuar: Cuando el rey había provocado la guerra con Aragón, él buscó soluciones enseguida, viajó presuroso al norte, cruzando el país, regresó al sur, y se trasladó de nuevo al norte; había negociado e intrigado, e hizo lo mismo por segunda vez; y cuando todos sus planes parecían haber sido en vano, discutió airada y desesperadamente con Dios. Pero el destino, sabio y burlón como su amigo Musa, había convertido precisamente aquello que a él le parecía una gran desgracia en el germen de la victoria. Precisamente aquel grave conflicto con Aragón, que él había intentado solucionar diligentemente, obligaba ahora a Don Alfonso a mantenerse al margen de la guerra. Y no había sido gracias a sus astutos cálculos y argucias, sino que, como fruto del arrogante y alocado comportamiento de Alfonso, brotaba la fortuna y la paz para la Península.

Procedente de Sevilla llegó el librero e impresor Chakam. Era el más importante librero del mundo occidental, trabajaban para él cuarenta escribas, y en su hermosa casa había un apartado especial para los libros de cada ciencia. Le entregó a Don Jehuda, como presente del emir Abdullah, la versión original escrita a mano de la autobiografía del persa Ibn Sina. Ibn Sina, fallecido ciento cincuenta años atrás, era considerado el mayor pensador del mundo islámico; también los cristianos instruidos, que le conocían con el nombre de Avicena, lo tenían en gran estima. Se habían dado encarnizadas luchas en torno al manuscrito que ahora el editor Chakam le entregaba: un califa de Córdoba había asesinado al dueño del manuscrito y a toda su estirpe para apoderarse del mismo. Jehuda no pudo reprimir la alegría que le producía aquel valioso presente del emir, corrió enseguida al encuentro de Musa. Ambos contemplaron con ternura y emoción los caracteres con los que el más sabio de entre los mortales había escrito su vida.

Junto con el presente, el editor Chakam transmitió a Jehuda un mensaje confidencial y oral del emir. El príncipe comunicaba a su amigo que el califa Yaqub al-Mansur se estaba preparando ya para poder trasladar a la Península la vanguardia de su ejército en cuanto tuviera noticia de un ataque a Sevilla; con este objetivo había regresado de oriente a Marrakech. El emir Abdullah estaba convencido de que su amigo Ibrahim tenía tanto interés como él en que se mantuviera la paz; quizás sería conveniente que advirtiera al rey de los infieles.

En todo esto pensaba Jehuda al presentarse ante Don Alfonso.

—Aquí estás por fin, Escribano —lo recibió el rey con maliciosa cortesía—. ¿Te encuentras bien de nuevo, pobre enfermo? Lástima que no pudieras tomar parte en la reunión de mi consejo.

—No habría podido manifestar otra opinión que la del resto de tus otros familiares —repuso Jehuda—. En calidad de Escribano tuyo debo defender tu neutralidad con más celo todavía que ellos, porque debes tener en cuenta, mi señor, que si ahora emprendes la cruzada te seguirán muchos que no te gustaría tener entre tus soldados. Muchos de tus siervos campesinos se sumarán a las filas del ejército y se aprovecharán de las ventajas a las que tienen derecho los cruzados. Se librarán de su duro trabajo diario y se dejarán alimentar por ti en lugar de alimentarte a ti y a tus barones. Esto sería pernicioso para tu economía.

—¿Mi economía? —se burló Alfonso—. Comprende de una vez, desgraciado calculador, que no se trata de la economía, se trata del honor de Dios y del rey de Castilla.

Don Jehuda se mantuvo obstinado, aunque se dio cuenta de la peligrosa ferocidad de Don Alfonso.

—Respetuosamente te ruego, señor, que no me malinterpretes —dijo—. En modo alguno trato de desaconsejarte la guerra. Al contrario, te aconsejo que te prepares para la guerra. Sí, te ruego que exijas ahora el impuesto de guerra, precisamente aquel impuesto de guerra adicional que el Papa ha proclamado. Estoy elaborando un memorándum que demuestra que tienes derecho a exigir estos impuestos aunque no estés todavía en guerra.

Le dio tiempo al rey para que reflexionara acerca de su propuesta:

—Habrá otros ingresos que se reunirán a tus tesoros durante todo el tiempo en que no participes en la guerra. El comercio con los reinos del islam occidental se ha interrumpido. Los grandes navieros y comerciantes de la cristiandad, los venecianos, los pisanos, los comerciantes de Flandes, no pueden importar nada más de Oriente. Los productos de la mitad más rica del mundo sólo Podrán conseguirse, a partir de ahora, a través de los Comerciantes de tu reino, mi señor. Aquel que quiera obtener algún producto del mundo islámico, su grano, sus animales, sus nobles caballos, deberá dirigirse a ti. Todo aquel que quiera adquirir alguno de los bienes que generan el arte y la pericia de los herreros musulmanes, sus maravillosas armas, sus admirables piezas de metal; cualquiera que en toda la cristiandad quiera obtener sedas del islam, pieles, marfil, polvo de oro, corales y perlas, especias innumerables, tintes y cristal, deberá solicitar la intervención de tus súbditos. Piensa sobre ello, mi señor. El tesoro de los otros príncipes se estará vaciando constantemente durante todo el tiempo que esta guerra dure, el tuyo aumentará. Y cuando los tesoros de ellos estén agotados, tú, mi señor de Castilla, podrás atacar y darás el golpe definitivo.

El judío hablaba con entusiasmo. Lo que decía tentaba al rey Pero lo enfurecía en mayor medida.

—¡Consígueme el dinero! —le ordenó a Jehuda—. Para empezar, doscientos mil. ¡Quiero atacar ahora! ¡Ahora! ¡Empeña lo que quieras! ¡Consígueme el dinero!

Jehuda, pálido, le contestó:

—No puedo, mi señor. Y nadie puede hacerlo.

Toda la rabia de Alfonso contra sí mismo y la desventurada providencia que le robaba su más noble fama, se volvió contra Jehuda.

—¡Tú has traído esta vergüenza sobre mí! —dijo furioso—. ¡Tú, con tu vergonzosa tregua y todas tus otras astucias hebreas! ¡Traidor! Intrigas en favor de Sevilla y en favor de tus amigos circuncisos para que yo no ataque y no pueda recuperar mi honor ¡Traidor!

Jehuda, todavía más pálido, permaneció en silencio.

—¡Vete! —gritó el rey—. ¡Quítate de una vez de mi vista!

El impuesto extraordinario del que Jehuda había hablado al rey era el llamado diezmo de Saladino. El Papa había dispuesto que todos aquellos reinos de la cristiandad que no participaran en la gran cruzada contra el sultán Saladino, por lo menos contribuyeran con dinero, concretamente con la décima parte de sus ingresos y sus bienes muebles.

Al Escribano del rey de Castilla, este decreto del Santo Padre le venía muy bien. Él y sus jurista, sus repositarii, estuvieron de acuerdo en que el diezmo de Saladino también tenía que ser recaudado en el reino del rey Alfonso. Porque si bien, por circunstancias extremas queridas por Dios, el rey nuestro señor se veía obligado provisionalmente a mantenerse neutral, esta neutralidad estaba en realidad limitada en el tiempo y el rey, por lo tanto, estaba obligado a armarse para la Guerra Santa. Jehuda exponía todos estos argumentos en un memorándum exhaustivo.

Don Manrique llevó el documento al rey. Alfonso lo leyó.

—Es astuto —dijo en voz baja y con rabia—, es un astuto perro, es un astuto comerciante y un perro. El muy perro podría conseguirme el dinero con sólo quererlo. Por cierto, ¿por qué no ha venido él mismo? —preguntó.

Don Manrique contestó:

—Supongo que no quiere exponerse de nuevo a tu ira.

—¿Es tan susceptible? —se burló Don Alfonso.

—Al parecer, mi señor, te mostraste muy duro con él —repuso Don Manrique.

El rey era lo bastante inteligente como para reconocer que el judío se sentía humillado, y con razón, y se enojó consigo mismo. Pero la cristiandad se lanzaba a la Guerra Santa, y él, Alfonso, tenía la indecible desgracia de estar condenado a la inactividad. ¿No tenía derecho a estar irritable y a descargar su mal humor también sobre los inocentes? Un hombre tan inteligente como el judío debía comprender estas cosas. Buscó una excusa para volver a ver a Jehuda. Hacía mucho tiempo que había pensado remodelar la fortaleza de Marcos, que él mismo había añadido a sus bienes. Después de todo lo que aquel Ibn Esra le había contado, tenía que haber dinero para eso. Hizo llamar a Jehuda.

Éste no había olvidado el insulto, y le produjo una maligna satisfacción que ahora Alfonso lo hiciera llamar. Así que el rey se había dado cuenta rápidamente que sin él no podía hacer nada. Pero Jehuda no cedería con facilidad, no estaba dispuesto a recibir nuevos insultos. Se disculpó cortésmente, haciéndole saber que se encontraba indispuesto.

Don Alfonso, tras un momento de ira, se contuvo e hizo que el dinero para Alarcos fuera solicitado a través de Don Manrique, mucho dinero, cuatro mil maravedíes de oro. El Escribano entregó la suma de inmediato y la puso a su disposición sin excusas, y en un escrito extremadamente cortés felicitó al rey por su decisión de mostrar al mundo por medio de la reconstrucción de la fortaleza que estaba preparándose para la guerra. El rey no sabía qué actitud adoptar con el judío.

Alfonso sentía deseos de viajar a Burgos para dejarse aconsejar por su reina. Tenía que haber ido hacía tiempo. Doña Leonor estaba embarazada, con toda seguridad desde aquella noche en que había yacido con ella tras su feliz regreso de Zaragoza. Pero Burgos estaba ahora llena de incómodos huéspedes. La ciudad se encontraba junto a una de las principales rutas militares que conducían a Santiago de Compostela, el centro de peregrinación más santo de toda Europa. Y aunque este camino era recorrido por peregrinos durante todas las épocas del año, ahora que se disponían a emprender la campaña contra Oriente serían muchos los grandes señores que irían a buscar la bendición de Santiago; todos ellos pasaban por Burgos, todos ellos presentaban sus respetos a Doña Leonor y la sola idea de encontrarse con todos aquellos guerreros mientras él permanecía sentado junto al fuego irritaba a Don Alfonso.

Pero no podía permanecer quieto, perezoso y triste en su castillo real. Se buscó ocupaciones, viajaba de un lado a otro. Cabalgó hasta Calatrava, sede de la orden de caballería, para inspeccionar sus tropas escogidas. Cabalgó hasta Alarcos para observar las obras que se hacían en la fortaleza. Mantuvo conversaciones con sus amigos trazando nobles planes de guerra.

Y cuando no encontraba nada más que hacer se iba de caza.

Una vez, de regreso de una de estas cacerías, acompañado por Garcerán de Lara y Esteban Illán, decidió, puesto que hacía mucho calor, hacer un alto en sus posesiones de La Huerta del Rey.

La Huerta del Rey, situada en un lugar fresco junto al sinuoso río Tajo, era un amplio terreno rodeado por muros derruidos. Allí se alzaba solitario el portón; desde él, cinceladas en policromas y antiguas letras, saludaba la fórmula árabe: Alafia, prosperidad, bendición. La maleza lo había invadido todo; había también un pequeño bosque, y además arriates de todo tipo; pero el jardinero, allí donde antes se habían criado primorosamente exóticas flores, cultivaba ahora un huerto: verduras, coles y tubérculos. En medio de todo aquello se erguía el palacio de recreo, que ofrecía un aspecto abandonado, y también una grácil pérgola, y a la orilla del río se desmoronaba una caseta de baño donde se guardaban los botes.

Los señores se sentaron bajo un árbol, contemplando el castillo. Tenía un aspecto exótico, absolutamente islámico. Desde antiguo había habido alguna casa en ese lugar desde el cual se tenía, además de la frescura del río, una hermosa vista sobre la ciudad. Los romanos habían construido aquí una villa, los godos habían hecho de ella una casa de campo, y había pruebas de que este castillo que se alzaba ahora tan abandonado lo había mandado construir el rey árabe Galafré para su hija la infanta Galiana; todavía ahora se llamaba Palacio de Galiana al castillo.

Aquel día incluso allí hacía calor, un silencio opresor reinaba sobre el río y el jardín, la conversación de los señores languidecía.

—La Huerta es en realidad más grande de lo que yo pensaba —dijo Don Alfonso. Y de pronto tuvo una idea. Su padre y él habían tenido que destruir muchas cosas y dispuesto de poco tiempo para erigir nuevas construcciones; sin embargo, llevaban en la sangre el afán de edificar Su Leonor había construido iglesias, conventos, hospitales, él mismo había hecho construir iglesias, ciudadelas, fortalezas. ¿Por qué no podía, por una vez, construir algo para sí mismo y para los suyos? No debería resultar muy difícil restaurar La Galiana y convertirla en un lugar cómodo y habitable; en verano sería agradable vivir allí, y quizás entonces Doña Leonor viniera alguna vez durante la época de calor.

—¿Qué os parece, señores, si hiciéramos restaurar La Galiana? —preguntó. Y añadió con viveza—: Vamos a examinar detenidamente estas ruinas.

Se acercaron a la casa. El castellano Belardo les salió al encuentro, excitado, lleno de celo, muy respetuoso. Señaló su huerto y explicó con fluidez todo lo que él había hecho en aquella tierra sin valor. Una vez en el interior de la casa, mostró los muchos daños y manifestó con muchas palabras lo hermosos que debían haber sido en su momento todos aquellos mosaicos, los adornos del suelo, paredes y techo. Pero una y otra vez, el Tajo se había desbordado y lo había inundado todo. A él le dolía el corazón al ver aquel palacio tan abandonado, pero una persona sola no podía hacer gran cosa. Se había presentado frecuentemente ante los señores consejeros del rey diciendo que habría que restaurarlo y construir diques, pero lo habían despedido con rudeza diciéndole que no había dinero para esas cosas.

—El charlatán tiene razón —dijo en latín Esteban a Don Alfonso—, el palacio debió haber sido en verdad extraordinariamente hermoso. El viejo rey circunciso se esforzó mucho en favor de su hija.

El ruido que producían las botas con las espuelas de los señores, resonaba poderosamente sobre el delicado y estropeado mosaico del suelo, sus voces les eran devueltas por los vacíos muros.

Don Alfonso miraba y guardaba silencio. «Realmente no debo dejar que La Galiana se siga desmoronando», pensaba. Don Garcerán dijo:

—Costará mucho trabajo y dinero, pero creo que se podría convertir La Galiana en un lugar muy hermoso, Don Alfonso. Piensa sólo en lo que tu judío ha hecho con el viejo y feo castillo de Castro.

A Alfonso le vino a la memoria la impertinente sorpresa que la hija del judío había mostrado ante la tosquedad medieval de su castillo en Burgos. Pero Don Esteban, tomando la palabra a Don Garcerán, les aconsejó:

—Si tienes realmente la intención de restaurar La Galiana, antes debes ver la casa de tu judío.

Realmente he tratado al judío con demasiada aspereza, pensó Alfonso, Don Manrique también lo cree. Voy a reparar mi error y visitaré su casa.

—Quizás tengáis razón —contestó sin comprometerse.

Tal y como Jehuda había predicho, Castilla florecía mientras el resto de la cristiandad se dedicaba a la Guerra Santa. Caravanas y barcos traían mercancías de Oriente a las tierras musulmanas de Hispania, desde allí pasaban a Castilla, y desde Castilla a los reinos de la cristiandad.

Cuando se declaró la cruzada, los barones se habían quejado y protestado, diciendo que el judío impedía que pudieran participar en la Guerra Santa, que debía ser expulsado. Pero pronto se pusieron de manifiesto los enormes beneficios que la neutralidad producía al reino; las quejas se hicieron menos vehementes, y el temor y el secreto respeto ante el judío creció. Cada vez había más nobles que se esforzaban en recibir su favor. Uno de los de Guzmán y uno de los de Lara, un pariente pobre del poderoso Don Manrique, ya habían solicitado al Escribano judío el honor de recibir en sus castillos a su hijo como paje.

Musa, cuando Jehuda le contó orgulloso y con fingida indiferencia cómo crecían los negocios del reino y los suyos propios, contempló a su amigo con burlón reconocimiento, ligeramente compasivo y divertido. «Se siente impelido a trabajar con ahínco —pensó—. Tiene que manejar al mismo tiempo cientos de negocios; no está satisfecho si no puede mantener en movimiento a las personas y poner nuevos asuntos en marcha; si no puede conseguir que se gasten a fuerza de escribir un número cada vez mayor de plumas en las cancillerías del rey; y si no puede mandar cada vez más barcos por los siete mares y cada vez más caravanas a través de un número de países cada vez mayor. Trata de convencerse de que lo hace por la paz y por su pueblo, y aunque esto también es cierto, sobre todo lo hace porque disfruta del poder y de la actividad».

—¿Crees que tiene importancia —preguntó— el hecho de que acumules cada vez más poder; que poseas doscientos mil maravedíes de oro o doscientos cincuenta mil? Ni siquiera sabes si mientras tú estás aquí tomando tus infusiones aromáticas, a cuatro semanas de distancia una tormenta de arena destruye tus caravanas o el mar engulle tus barcos.

—No temo las tormentas de arena y tampoco temo al mar —contestó Jehuda—, lo que temo es otra cosa.

Y se explayó con su amigo, mostrándole sus temores más secretos.

—Temo —dijo— las desenfrenadas veleidades de Don Alfonso, rey y caballero. Ha vuelto a humillarme sin motivo, y ahora, cuando me hace llamar a su presencia, me declaro indispuesto y me niego a comparecer ante él. Por supuesto, ya sé que es un juego peligroso hacerme tanto de rogar.

Musa se había acercado a su pupitre y garabateaba círculos y arabescos.

—¿Por qué te haces tanto de rogar, querido Jehuda —preguntó por encima del hombro—, por amor a la paz o por orgullo?

—Soy orgulloso —contestó Jehuda—, pero creo que esta vez mi orgullo es una virtud y una buena estrategia. La insensatez y el sentido común están mezclados en este rey de un modo tan sorprendente que nadie puede predecir cómo reaccionará al final.

Siguió manteniéndose alejado del rey, y éste se limitaba a mandarle breves y contundentes mensajes. La preocupación de Jehuda aumentó. Estaba preparado para que aquel hombre impredecible, de un momento a otro, lo expulsara del castillo y del reino o quizás incluso lo apresara y lo hiciera encerrar en los sótanos de su castillo. Pero también tenía la esperanza de que Alfonso intentara hacer las paces con él y le otorgara ante todo el mundo una muestra de su respeto. Se trataba de una amarga espera. Y fue entonces cuando su hijo Alazar, lleno de una ingenua preocupación, le preguntó:

—¿No te pregunta nunca por mí Don Alfonso? ¿Por qué no viene nunca a visitarte?

Y le dolió a Jehuda el corazón al tener que contestar:

—No es costumbre en este reino, hijo mío.

Es de imaginar el alivio que experimentó cuando un mensajero del castillo del rey le anunció la visita de Don Alfonso.

El rey vino acompañado de Garcerán, Esteban y un pequeño séquito. Intentó esconder su ligera confusión tras una amistosa vivacidad ligeramente condescendiente.

La casa le resultó extraña, casi hostil, al igual que su dueño. Pero también se dio cuenta que en su estilo era perfecta. Un misterioso y disciplinado sentido había conseguido reunir las cosas más dispares para formar una unidad. Se había desparramado a manos llenas la riqueza por todas partes, no se había pasado por alto ninguna esquina, ningún rincón. Había muchos servidores, prácticamente invisibles pero siempre disponibles. En todas partes, las alfombras apagaban el ruido, el silencio de la casa se hacía todavía más profundo gracias al sonido del agua. ¡Y algo así estaba en medio de su ruidosa Toledo! ¡Algo así había surgido de su castillo de Castro! Se sentía extraño en aquel lugar, como un huésped molesto.

Contempló los libros y los rollos escritos en árabe, hebreo y latín.

—¿Tienes tiempo para leer todo esto? —preguntó.

—Muchos los leo respondió Jehuda.

En la casa de huéspedes le explicó al rey que Musa Ibn Da’ud era el médico más sabio entre los creyentes de las tres religiones. Musa se inclinó ante el rey y lo miró con ojos irreverentes. Don Alfonso exigió que le tradujeran uno de los sabios proverbios que recorrían las paredes en ricos y dorados colores. Y Musa tradujo, tal y como había traducido para don Rodrigue:

—… una misma es la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de las bestias… no hay más que un hálito para todos… ¿Quién sabe si el hálito del hombre sube arriba, y el de la bestia baja abajo, a la tierra?

Don Alfonso reflexionó.

—Es la sabiduría de un hereje —dijo con firmeza.

—Está sacado de la Biblia —le indicó amablemente Musa—, son frases del Eclesiastés, del rey Salomón.

—Encuentro este tipo de sabiduría muy poco propia de un rey dijo Don Alfonso, —explicando su rechazo—, un rey no desciende a la tierra como un animal.

Salió y ordenó a Jehuda:

—Muéstrame la sala de armas.

—Si das tu consentimiento, mi señor —contestó Jehuda—, mi hijo Alazar te mostrará la sala de almas, y éste se convertirá en el mejor día de su vida.

Don Alfonso se acordó con satisfacción del agradable muchacho.

—Tienes un hijo muy despierto y caballeresco, Don Jehuda —dijo—, y también quiero ver a tu hija, si es tu deseo —añadió.

Mantuvo una amigable y experta conversación con el joven Alazar sobre armas, caballos y mulas.

Después salieron al jardín, y allí les esperaba Doña Raquel.

Era la misma Raquel que en Burgos le había respondido de un modo tan poco convencional y, sin embargo, era otra.

Llevaba un vestido de corte ligeramente extranjero y era la señora de la casa que recibía a un extraño, a un importante invitado. Y si en Burgos ella había sido una nota disonante, que no encajaba en absoluto, aquí todo —la artística disposición del jardín, el agua saltarina, las plantas exóticas— formaba un marco para ella, y era él, Alfonso, el extraño, era él quien no encajaba.

Se inclinó, y, tal como exigía la courtoisie, se quitó el guante, tomó su mano y la besó.

—Me alegra volver a veros, señora —dijo en voz alta de modo que todos pudieran oír—, en Burgos no pudimos terminar la conversación que habíamos iniciado.

El grupo era ahora numeroso; al rey y a sus seguidores se habían unido ahora Alazar y los pajes de Jehuda. Alfonso, cuando la comitiva se dispuso a visitar las estancias de la casa, se mantuvo ligeramente retrasado con Doña Raquel.

—Ahora que veo esta casa —dijo hablando en castellano— comprendo que mi castillo de Burgos te gustara poco.

Ella se sonrojó, le resultaba violento haberlo ofendido, y se sentía halagada por el hecho de que todavía recordaba sus palabras. Permaneció en silencio, con una ligera sonrisa difícilmente interpretable bailándole en los temblorosos labios.

—¿Comprendes mi latín vulgar? —añadió el rey. Ella se sonrojó todavía más; él se acordaba de cada una de sus palabras.

—Durante este tiempo he aprendido mucho mejor el castellano, mi señor —respondió ella. Él dijo:

—Me gustaría hablar contigo en árabe, señora, pero sonaría crespo y duro en mi boca y resultaría molesto a tus oídos.

—Puedes hablar tranquilamente castellano, mi señor —dijo con franqueza doña Raquel—, puesto que es la lengua de tu reino.

Estas respuestas pusieron de mal humor a Don Alfonso. Ella debería haber dicho que le sonaría muy agradable o algo parecido, tal y como requería la courtoisie; en lugar de esto, decía altivamente lo que le pasaba por la cabeza y rebajaba su castellano.

—Mi Castilla —dijo él con agresividad— sigue siendo para vos un país extranjero y realmente sólo os sentís como en casa aquí en vuestro hogar.

—No es cierto —dijo Raquel—, los señores de tu reino son amistosos con nosotros y se esfuerzan para hacer que nos sintamos como en casa.

Ahora era Don Alfonso quien debería haber dicho alguna de las galantes frases que se estilaban, algo así como: no es difícil ser amistoso con una dama como tú. Pero, de repente, se sintió harto de aquella palabrería dificultosa, zancuda y de moda. Además, Raquel, con toda seguridad, encontraba rara toda aquella verborrea galante. ¿Cómo había que hablar con ella? Raquel no se contaba entre las damas que esperaban una conversación exagerada y enamorada que no significaba nada, y todavía menos entre las mujeres ante las cuales uno podía mostrarse grosero al modo de la soldadesca. Estaba acostumbrado a que cada uno ocupara el lugar que le correspondía, y él, Alfonso, sabía exactamente en cada momento con quién tenía que habérselas. Pero no sabía el lugar que ocupaba Doña Raquel y el modo en que él tenía que comportarse ante ella. Todo lo que tenía que ver con su judío perdía enseguida sus contornos fijos y se hacia poco preciso. ¿Qué quería él de Doña Raquel? ¿Qué quería ella de él? ¿Acaso quería —y en sus pensamientos utilizó una ordinaria palabra de su latín vulgar— acostarse con ella? No lo sabía.

Cuando se confesaba, podía asegurar con buena conciencia que no había amado a ninguna otra mujer aparte de su Doña Leonor El amor caballeresco, el Minne, no le producía ningún placer Puesto que las hijas solteras de la nobleza podían verse con muy poca frecuencia y siempre sólo en grandes reuniones sociales, la courtoisie mandaba enamorarse de damas casadas y dirigirles artificiosas y frías poesías amorosas. Y no se obtenía nada. De modo que él se había acostado con mujeres del séquito o con mujeres musulmanas que formaban parte del botín. Una vez también había tenido algo con la mujer de un caballero de Navarra, pero se había tratado de una aventura poco satisfactoria, y él se había sentido aligerado cuando ella regresó a su reino. También la breve relación con Doña Blanca, una dama de la corte de Leonor; había sido atormentadora, y Doña Blanca había entrado en un convento, a medias por su voluntad y a medias sin quererlo. No, feliz sólo lo era con su Leonor.

Todo esto no lo pensaba Don Alfonso con claras palabras, pero todo aquello pesaba con claridad sobre su ánimo y le molestaba haberse dejado arrastrar a aquella conversación con la hija del judío, porque además ni siquiera le gustaba, no tenía nada de la delicadeza propia de una dama, era impertinente y se permitía emitir juicios, aunque de hecho aún era una niña. No había nada en ella de la belleza rubia, fría y elegante de las damas cristianas, ningún caballero compondría versos para ella, y tampoco Raquel los habría entendido.

No quería seguir hablando con ella. Quería irse de aquella casa.

El regular chapoteo del agua y el pesado y dulce aroma de las flores de naranjo lo ponían nervioso. No seguiría comportándose como un estúpido, manteniendo aquella escaramuza verbal con la judía, la iba a dejar plantada y para siempre.

En lugar de esto se oyó decir:

—Tengo una propiedad a la entrada de la ciudad que recibe el nombre de La Galiana. La casa la hizo construir un rey musulmán, es muy antigua, y se cuentan muchas historias acerca de ella.

Doña Raquel escuchó con atención. También ella había oído hablar de La Galiana, ¿acaso no era el lugar dónde se hallaba aquel reloj de agua del rabí Chanan?

—Quiero reconstruir el palacio —continuó Don Alfonso—, de tal modo que el nuevo no se diferencie mucho del antiguo. Tu consejo sería muy bien recibido, señora.

Doña Raquel alzó la vista, sobrecogida, casi furiosa. Un señor musulmán no se habría atrevido nunca a invitar a una dama de un modo tan grosero y comprometedor Pero inmediatamente se dijo que entre los caballeros cristianos probablemente era distinto, y la courtoisie les hacía pronunciar frases exageradas que no significaban nada. Miró de reojo el rostro de Don Alfonso y se quedó horrorizada. Era un rostro tenso, ansioso. Lo que acababa de decir era más que una cortesía.

Se replegó en si misma avergonzada y humillada. En un momento volvió a convertirse en la señora de la casa. Amablemente, contestó en árabe:

—Mi padre se alegrará ciertamente, oh majestad, de servirte con sus consejos.

La frente de Don Alfonso se frunció repentina y profundamente. ¿Qué había hecho? Se había ganado la reprimenda, debería haberla esperado. Desde el principio debería haber tenido más cuidado; la muchacha pertenecía a un pueblo maldito. Había sido aquel jardín, aquella casa maldita y encantada, los que le habían hecho hablar así. Sé dominó, apresuró el paso y enseguida alcanzó a los demás.

En aquel momento, el joven Alazar se dirigió a él. Había estado hablando de las armaduras de su visir; articuladas en todas sus partes; del modo que el hierro que protegía los ojos, la nariz y la boca podía cambiarse de sitio según se deseara, y los pajes del rey no le habían creído.

—¡Pero yo he visto esas armaduras! —insistía el muchacho—. El armero Abdullah de Córdoba las fabrica, y mi padre ha prometido regalarme una cuando sea armado caballero. Seguro que tú mismo tienes una de estas armaduras.

El rey contestó que había oído hablar de este tipo de armaduras.

—Pero no poseo ninguna —terminó con sequedad.

—Entonces mi padre debe conseguirte una —dijo precipitadamente Alazar—. Te alegrarás mucho de tenerla —le aseguró—. Autoriza a mi padre para que te consiga una.

Don Alfonso despejó su ánimo. No debía hacer pagar al muchacho que su hermana fuera impertinente y susceptible.

—Ya ves, Don Jehuda —dijo—, yo y tu hijo nos entendemos bien. ¿No querrías mandármelo al castillo como paje?

Doña Raquel pareció desconcertada. Sólo con esfuerzo pudieron también disimular su sorpresa los demás. Alazar; casi tartamudeando de alegría, exclamó:

—¿Lo dices en serio, Don Alfonso? ¿Quieres ser mi noble señor?

Pero Don Jehuda, viendo cumplido su deseo de un modo tan inesperado, se inclinó profundamente y dijo:

—Vuestra Majestad es muy generoso.

—Me pareció que el rey nuestro señor —dijo por la noche de ese mismo día Jehuda a Raquel—, mantenía una agradable conversación contigo, hija mía.

Doña Raquel contestó con sinceridad:

—Creo que el rey fue demasiado amistoso. Me ha dado miedo —y añadió a modo de explicación:

—Quiere restaurar su palacio de recreo La Galiana, y me ha animado a aconsejarle. ¿Acaso no es esto poco corriente, padre?

—Es muy poco corriente —contestó Jehuda.

Efectivamente, pocos días más tarde, Jehuda y Doña Raquel fueron invitados a participar en una excursión a La Galiana en compañía del rey. Esta vez, Don Alfonso había invitado a gran número de personas, y durante la visita a la casa apenas dirigió la palabra a Doña Raquel. Pero para divertir a sus invitados preguntaba muchas cosas al jardinero Belardo, parlanchín y torpe.

Tras la visita se sirvió una comida a orillas del Tajo. Cuando la misma estaba terminando, sentado en el tocón de un árbol, con arrogancia, burlándose de sí mismo, el rey anunció:

—Hace casi un siglo que reinamos sobre Toledo, la hemos convertido en nuestra capital, buena, grande, firme, y la hemos asegurado contra el ataque de los infieles. Pero los asuntos del honor; de la fe y de la guerra no nos dejaron tiempo para otras cosas que quizás sean superfluas, pero que también son propias de un rey tales como la belleza y el lujo. Nuestros amigos del sur por ejemplo, nuestro Escribano y su hija, que contemplan nuestras ciudades y casas con ojos extraños e imparciales, han encontrado nuestro castillo de Burgos desangelado e incómodo. En un momento de ocio se nos ha ocurrido reconstruir este palacio nuestro de La Galiana, tan descuidado, de modo que sea más hermoso de lo que fue y que todo el mundo pueda ver que ya no somos unos pordioseros, que también nosotros podemos construir con opulencia cuando queremos.

Fue un discurso largo y orgulloso como los que Don Alfonso sólo pronunciaba, si lo hacia, en las ceremonias de Estado, y los señores, que todavía seguían sentados ante los restos de la comida, se quedaron sorprendidos.

El rey abandonó su tono altivo y se dirigió a Jehuda.

—¿Qué opinas tú, Escribano? —preguntó—. Tú eres un experto en estas cuestiones.

—Tu palacio de recreo La Galiana —respondió pensativo Don Jehuda— tiene un emplazamiento maravilloso junto a la frescura de este río y posee una fantástica vista sobre tu famosa ciudad. Reconstruir un castillo así vale la pena.

—Entonces, pues, reconstruyámoslo —decidió con ligereza el rey.

—Hay una dificultad —dijo respetuosamente Don Jehuda—. Tú, mi señor; tienes muchos soldados y diligentes artesanos. Pero tus artistas y artesanos todavía no son tan duchos que puedan reconstruir este castillo tal y como corresponde a tu grandeza y a tus deseos.

El rostro del rey se ensombreció.

—¿No has conseguido tú mismo —preguntó— reconstruir con esplendor una enorme casa en un breve espacio de tiempo?

—Yo hice venir constructores y artesanos musulmanes, mi señor —dijo con tranquilidad y brevedad Don Jehuda.

Sé hizo un profundo silencio. La cristiandad estaba en Guerra Santa contra los infieles. ¿Sería conveniente que un rey cristiano hiciera llamar a artistas musulmanes?, y ¿estarían dispuestos los musulmanes a construir a un rey cristiano un palacio?

Don Alfonso contempló los rostros de los que lo rodeaban. Reflejaban expectación, ningún desprecio. Tampoco en el rostro de la judía había desprecio. ¿Pero quizás pensaba en su interior burlona y petulante que él no podía construir nada más que sus viejos y formidables castillos? ¿Acaso el rey de Toledo y Castilla no podía llevar a cabo ni siquiera algo tan insignificante como la reconstrucción de un palacio de recreo?

—Entonces haz venir para mi a los constructores musulmanes —ordenó, manteniendo un tono coloquial, y añadió impaciente para terminar—: Quiero reconstruir La Galiana.

—Puesto que tú lo ordenas, mi señor —contestó Don Jehuda—, encargaré a Ibn Omar que haga venir a las personas adecuadas. Es un hombre muy hábil.

—Bien —dijo el rey—, ocúpate de que todo se haga con rapidez —y después añadió—: ¡Señores, nos vamos!

Ni durante la visita a la casa ni durante la comida había dirigido ni una sola vez la palabra a Doña Raquel.