Capítulo II
DON Jehuda sintió la ausencia de Raquel con mayor amargura de la que había supuesto. A veces sentía unos celos asfixiantes contra Alfonso. Otras veces se imaginaba cómo aquel hombre odiado, con su estado de ánimo impredecible, le mandaba de vuelta a Raquel destrozada y agotada. También Alazar le causaba preocupaciones. La ambigua situación de Raquel, la pública deshonra de la hermana y del padre, hacía la vida del muchacho en el castillo más difícil. Pero éste no buscó consejo en su padre, tal y como él temía y a la vez esperaba; más bien se encerró en sí mismo, se dejaba ver cada vez con menos frecuencia, y en sus escasas visitas se mantenía parco en palabras y se sentía vejado.
El primer Sabbath tras la marcha de Raquel se acercaba.
El Sabbath había sido siempre, ya en Sevilla, un gran día para Jehuda. Este día séptimo, de descanso, lo había regalado Dios a su pueblo para que durante ese día Israel, también en tiempos de opresión, se sintiera libre y por encima de los demás pueblos. El activo Jehuda procuraba celebrar verdaderamente el Sabbath, se olvidaba del mundo de los negocios y se alegraba de que él, su pueblo y los suyos fueran los elegidos.
Contra todo sentido común, había esperado que Raquel apareciera ya el primer Sabbath. Cuando ella no apareció, su sentido común prevaleció sobre su decepción. El segundo Sabbath no hubo sentido común ni esfuerzo de su férrea voluntad que pudiera poner freno ya a su devoradora preocupación. Buscó cien motivos que hubieran podido impedir a Raquel presentarse en su casa; pero caviló infructuosamente: «¿Qué le ha pasado a mi hija? ¿Por qué me abandona mi hija?», seguía preguntándose insistentemente.
Entonces llegó Alfonso a Toledo. Jehuda se sintió tentado a visitarlo, tenía un buen pretexto, había asuntos urgentes. Pero tenía miedo de sí mismo y temía a su corazón, y no se presentó a Alfonso. Esperó a que Alfonso lo llamara, esperó el primer día, y el segundo y el tercero, y se alegró de que el rey no lo llamara, y se sintió aliviado cuando el rey abandonó Toledo sin haberlo llamado.
Y llegó el tercer Sabbath sin Raquel. Ellos se habían unido, el cristiano, el soldado, el hombre sin espíritu y sin conciencia, y su hija que había sido tan amable, tan amante. Se habían puesto de acuerdo para hacerle sufrir con su silencio, para arrancarle el corazón del pecho. Había perdido a Raquel.
Pero fue entonces cuando le llegaron noticias de ella. Y poco después, antes de que empezara el Sabbath, llegó ella.
Jehuda sentía timidez ante el contacto físico, pero cogió a Raquel casi con violencia, la abrazó, echó su cabeza hacia atrás, bebiendo su mirada. Ella, descansada en su abrazo, había cerrado los ojos, él no podía percibir qué le había sucedido. Algo era seguro: ella no estaba destrozada, era su Raquel y se había vuelto aún más hermosa. Él le rogó que encendiera las velas, tal y como era el derecho de las mujeres de acuerdo con la antigua costumbre, y las velas brillaron en la noche del sábado que ya caía. Fue una buena velada. Él cantó la canción del Sabbath de Jehuda Halevi: «¡Acudid, amados! ¡Acércate, Sabbath! ¡Salid al encuentro de la novia!», y pronunció, uniendo su júbilo al júbilo del salmo de David: «¡Alégrense los cielos, regocíjese la tierra, truene el mar y exulten todos los árboles de la selva ante la presencia de Yavé!».
Se sentaron a la mesa, y con ellos Musa. Raquel parecía ensimismada en sí misma, pero feliz. Musa, contra su costumbre, acarició su mano y le dijo:
—Qué hermosa eres, hija mía.
Durante la cena se habló de muchas cosas, pero no de aquello que ocupaba las mentes de todos ellos.
Raquel durmió bien y profundamente esa noche. Jehuda todavía estaba lleno de dudas y quizás también se sentía celoso, pero el tormento que había sentido durante todo aquel tiempo había desaparecido.
Al día siguiente, cuando Raquel se encontraba a solas con su padre junto a la gran fuente, se miraron sonrientes, de reojo, fijamente, y, por fin, Raquel contestó a la pregunta no formulada:
—Todo va bien, padre mío —dijo ella—, no soy desgraciada —reconoció—: Soy feliz —y añadió con franqueza—: ¡Soy muy feliz!
Jehuda, a quien nunca le faltaban las palabras, no supo qué decir. Se había quitado un gran peso de encima, eso era cierto, pero no sabía si se alegraba.
En La Galiana, Raquel había vuelto más y más a todo lo musulmán. Ahora se acordó de su judaísmo. A las puertas del castillo Ibn Esra se habían fijado símbolos de su fe, como en cada casa judía. Se trataba de pequeños tubos, que contenían rollos de pergamino confesando al Dios de Israel, uno y único, y la promesa de ilimitada adoración. Raquel decidió hacer colocar también en La Galiana una mezuzah.
Llegó la noche y con ella la Havdala, la separación, la propicia y amarga ceremonia que separa al Sabbath de los demás días de la semana, lo santo de lo común. La vela ardiendo estaba preparada, el recipiente lleno de vino, las especias guardadas en una lujosa caja. Y Jehuda bendijo el vino y bebió de él, bendijo las especias y aspiró por última vez su aroma sabático, bendijo la luz y apagó la vela en el vino.
Se dieron unos a otros las buenas noches, compartiendo el mismo sentimiento, ya que ahora debería pasar toda una semana hasta que volvieran a verse. Pero Raquel, antes de dormirse, no pensaba en otra cosa ni estaba pendiente de nada que no fuera la llegada del nuevo día, porque entonces regresaría a La Galiana.
El canónigo Don Rodrigue tenía un corazón amante de la humanidad, el canónigo Don Rodrigue se esforzaba en ejercitar el deber cristiano de la obediencia, y a veces su filantropía entraba en contradicción con el voto de obediencia. El Santo Padre había proclamado la cruzada y era obligación de Hispania participar en ella; pero cuando el canónigo pensaba que de nuevo había una gran guerra en el mundo en la que los hombres se atormentaban y destrozaban unos a otros, se alegraba de que por lo menos su Península estuviera a salvo. Pero esta alegría era una alegría pecaminosa, y por las noches, cuando pensaba que él y los habitantes de Hispania vivían rodeados de comodidades mientras tantos buenos cristianos soportaban, por amor a Tierra Santa, miles de fatigas y se entregaban a la muerte, a veces, se sentía tan avergonzado que abandonaba la cama y dormía sobre el suelo desnudo.
A su tribulación por la desgracia general se sumaba la preocupación por Alfonso, su hijo espiritual. El canónigo amaba a Alfonso como a un hermano menor. El brillante caballero y rey lo había hechizado. Desde que Don Rodrigue había empezado su crónica, gozaba ya con la idea de concluirla con la descripción del gobierno de este amado alumno suyo e hijo espiritual; sí, había incluso encontrado ya las palabras para caracterizar el modo de ser de Alfonso VIII: vultu vivax, memoria tenax, intellectu capax —rostro despierto, memoria tenaz, intelecto capaz—. Y ahora este Alfonso suyo se había perdido terrible y peligrosamente, se había enredado en el pecado más grave, en un pecado capital y persistente, el tercero de los pecados capitales.
En sus manos estaba, en las de Rodrigue, mover a Alfonso al arrepentimiento acompañado de obras, ya que sólo él podría salvarlo de la muerte espiritual. Pero Rodrigue era un buen conocedor del alma humana, veía que el pecador estaba aturdido por el escabroso perfume de su pecado, cualquier advertencia habría sido inútil. Rodrigue debía limitarse a rezar por Alfonso. A voces, cuando se mortificaba, le parecía reparar una parte de la culpa de Alfonso. Por supuesto, el canónigo era consciente de que ningún hombre podía equipararse al Salvador y tomar sobre sus hombros los pecados de otro; pero en sus mortificaciones se inmiscuía un poco, solapadamente, esta herejía y le hacía sentirse bien.
Probablemente, las penitencias de Don Rodrigue no sirvieran más que para procurarle la sensación de haber cumplido con su obligación, pero le produjeron en horas de gracia un dulce y santo éxtasis. Abandonó entonces su cuerpo, lo terrenal se deshizo y entró en una absoluta bienaventuranza en la que no existía más que el alma y Dios.
Ya había abandonado toda esperanza de poder salvar al rey de su profunda desgracia, cuando en una de estas horas de éxtasis se disiparon todas sus dudas. Sintió que había sido escuchado. Desde lo más profundo de su ser creció en él la certeza de que Dios pondría en su boca las palabras adecuadas en el momento preciso.
No se inquietó cuando aquellos días el arzobispo cuestionó su confianza en Dios.
—¿Durante cuánto tiempo vas a seguir mirando impasible —le dijo autoritario Don Martín— cómo tu hijo espiritual Alfonso se revuelca en el barro?
Y antes de que el otro pudiera contestar, siguió:
—Piensa en Finés, el nieto de Aarón, ¡cuánto celo mostró contra el hombre que fornicaba con la madianita!
El canónigo lo miró pensativo y contestó tranquilo, casi sonriendo:
—No puedo imaginarme que pudiera gustarle a Dios que yo clavara una pica en el cuerpo de nuestro señor el rey y de Doña Raquel.
—¡Ya sabes que sólo he hablado en sentido figurado! —rugió el arzobispo—. Pero debo decirte algo: sería necesario que emplearas mayor celo.
—Confío en Dios —dijo Don Rodrigue—. Él me permitirá encontrar las palabras adecuadas en el momento preciso.
El arzobispo tuvo que reconocer que era inútil seguir apremiando a Don Rodrigue. Pero desde hacía semanas meditaba si no sería obligación suya hacerle ver al rey su monstruoso delito. Le había costado un gran esfuerzo dejar esta tarea en manos del piadoso, apacible y casi santo Rodrigue, y el hecho de que ahora no hubiera respondido a su delicada advertencia más que con su palabrería piadosa, sin comprometerse, lo puso de mal humor Buscó una excusa para poder manifestar a su secretario su descontento.
Había entre ellos un viejo tema de controversia. Mientras que todo el occidente cristiano, siguiendo el ejemplo del abad romano Dionisio el Exiguo, contaba los años de su era a partir del año del nacimiento de Cristo, los príncipes hispánicos empezaban a contar la suya treinta y ocho años antes, a partir del año en el que el emperador Augusto convirtió la Península en una unidad estatal. Puesto que la diferencia de fechas conducía a discordancias en la correspondencia con el extranjero, Don Rodrigue intentó adaptar las fechas de las cartas de la cancillería arzobispal al cómputo extranjero.
Cuando estaba de buen humor; el arzobispo permitía este desvarío de su secretario, tan ávido de novedades. Pero si estaba de mal humor lo atacaba. Aquel día, pues, inesperadamente, dijo con dureza:
—Veo con tristeza, mi querido señor y hermano, que vuelves a empezar a fechar nuestras cartas con el año de la cancillería papal. Te he manifestado con sobrada frecuencia mi voluntad de que la Iglesia española conserve su peculiaridad. No estoy dispuesto a renunciar a derechos que son más antiguos que los derechos del Papa. Al fin y al cabo, también mi predecesor aquí en Toledo fue instituido por el apóstol Pedro.
Don Rodrigue sabía por qué su superior volvía a sacar a la luz con tanta violencia la vieja discusión sobre el cómputo del tiempo. No se dejó arrastrar a ningún debate, sino que dijo conciliador:
—Ten confianza, mi ilustre padre. La gracia de Dios me concederá salvar el alma del rey nuestro señor.
Alfonso estaba ante la mezuzah, los rollos simbólicos que Raquel había hecho fijar a las jambas de la puerta que daba acceso a sus estancias en La Galiana.
—Dime —preguntó con un ligero tono burlón, nada hostil—, ¿vas a introducir muchos cambios en la casa?
—¡Pues claro! —contestó ella alegremente—, cuando la casa está terminada llega la muerte.
—Bueno —dijo Alfonso—, un amuleto nunca puede ser perjudicial.
Raquel no contestó. Le perdonó que no viera en el símbolo de su fe nada más que un amuleto. ¿Qué podía comprender él, que se arrodillaba ante las imágenes de tres dioses, acerca del Dios invisible, uno e indivisible, de Israel? No era más que un caballero y un soldado, no sentía ningún temor que lo hiciera estremecerse ante el Altísimo. Ella lo sabía hacia tiempo. Pero, extrañamente, esto no lo hacía parecer menor ante sus ojos. Su heroísmo, a pesar de ser tan impío y corrupto, caldeaba su corazón.
Alfonso, por su parte, hacía ahora examen de conciencia sobre cosas que hasta el momento sólo había intuido oscuramente. Quizás su vida allí en La Galiana era poco caballeresca, quizás traicionaba sus obligaciones como rey Estaba dispuesto a pagar su felicidad con una traición así. Vivir con Raquel era lo único que daba sentido a su vida. Sufría cuando tenía que separarse de ella, aunque sólo fuera unos minutos. Nunca podría vivir sin ella, lo sentía, lo sabía, y esto era terrible, y al mismo tiempo era una bendición.
Al igual que él, Raquel se sentía llena de felicidad. No vivía allí para cumplir una misión. Vivía allí porque así lo quería, porque esto la hacía feliz. Y Alfonso, el cristiano, el caballero, el bárbaro, le gustaba tal y como era. Se hallaba sometido a una sola ley, su propia voz interior que le otorgaba su realeza, y esta voz tenía razón aunque ordenara cegar los ojos del hombre que se había dormido durante la guardia, o arrasar la ciudad enemiga conquistada y esparcir sal sobre sus ruinas.
En su compañía, por amor a él, se sentía orgullosa de cosas de las que antes se había reído. Él le contaba cosas sobre los bárbaros reyes godos y normandos que eran sus antepasados, y ella los admiraba con él. Él se vanagloriaba de la rudeza de su latín vulgar, su castellano, y ella se esforzaba con ahínco en aprenderlo.
Él se alegraba como un niño cuando ella utilizaba palabras y expresiones en castellano propias de la soldadesca. En agradecimiento, él se ponía entonces la túnica árabe cuando ella le contaba cuentos junto a la fuente. Cuando ella le pidió que se hiciera quitar la barba porque quería ver su rostro desnudo, él se negó con aspereza.
—Esto sólo lo hacen los juglares y los bufones —se enojó.
Ella no se molestó, se rió. No había ningún desacuerdo entre ellos, eran uno como en sus primeros tiempos.
Pero entonces llegó el viernes, y ella se preparó para ir a ver a su padre. Alfonso no intentó detenerla esta vez, pero permaneció allí sentado con rostro huraño, como un niño ofendido.
Raquel lo dejó con el mismo disgusto que la primera vez. Sólo cuando ya se hallaba en camino hacia el castillo Ibn Esra sintió una profunda necesidad de ver a su padre. Era como si sintiera necesidad de que él la ayudara y confortara.
Se fortalecía cerca de él. En La Galiana sólo era una parte de Alfonso, no era ella misma; había admirado la integridad de Alfonso y se había sentido inferior porque se sabía dividida interiormente. En presencia de su padre, ella adquiría la certeza de que su división era virtud; se trataba, por supuesto, de una felicidad capciosa.
Alfonso esta vez no fue a Toledo: no quería volver a tener a su alrededor los rostros mudos y reprobadores de sus señores. Prefería soportar el tormento de esperar a Raquel en La Galiana.
Pero ahora que ella no estaba le impresionó la extrañeza de la casa. Las lujosas tapicerías, los policromos arabescos y ornamentos, los chapoteantes surtidores le hacían sentir congoja.
Se encontró ante uno de los proverbios hebreos. Con su buena memoria recordó con exactitud las palabras que Raquel le había traducido. En ellas, el Dios judío aseguraba a su pueblo elegido su eterna gracia y el triunfo sobre todos los demás pueblos. Alfonso añoraba ardientemente a Raquel, y al mismo tiempo, ante la enojosa y arrogante inscripción, se dijo que no estaba bien que sufriera tanto por ella. Al fin y al cabo, los judíos eran criaturas en las que el diablo, con la aprobación de Dios, se había fijado particularmente. Le vinieron a la memoria aquellas palabras: la serpiente en el jubón y la mecha en la manga. También Raquel, contra su voluntad, era una bruja, y él estaba hechizado.
Salió fuera al aire libre y se echó bajo un árbol.
Llamó al jardinero Belardo para charlar con él. Le preguntó directamente:
—¿Qué piensas tú de la vida que llevo aquí?
El rostro redondo y carnoso de Belardo se convirtió en un único y estúpido gesto de sorpresa.
—Lo que yo pienso —contestó finalmente— no me atrevo a decirlo, y ni siquiera a pensarlo.
—Dilo de una vez —le ordenó impaciente Alfonso.
—Pues, si debo decíroslo —repuso Belardo—, entonces diré que un pecado tan terriblemente grande es sólo propio de un señor también terriblemente grande.
—Sigue hablando —le animó Alfonso.
—Y también es una lástima —siguió confiado el jardinero Belardo— que todos nosotros, y quizás también tú mismo, mi señor, perdamos por ello la alegría de nuestros corazones y la principal diversión de nuestras vidas.
—Sigue hablando tranquilamente —le animó el rey.
—En estos últimos meses —siguió charlando el jardinero Belardo—, pienso con frecuencia en mi difunto abuelo. Cuando estaba de buen humor contaba siempre cosas de sus grandes y santas batallas. Mirad, mi señor, así eran las cosas: Cuando en aquellos tiempos el emperador griego Alexius pidió ayuda al Santo Padre para Tierra Santa, le escribió contándole la gran vergüenza que la cristiandad tenía que soportar allí y cómo por todas partes habían sido destrozadas las narices, oídos, brazos y piernas de las imágenes sagradas del Salvador, y cómo los impíos mahometanos cometían continuamente graves ultrajes contra las hijas de los cristianos, mientras las madres se veían obligadas a cantar, y después también contra las madres atribuyendo a las hijas insultantes romanzas. Además, el emperador griego escribía que, independientemente de la santidad de aquella guerra, los héroes podrían conseguir grandes tesoros en oro y también que las mujeres en Oriente eran incomparablemente más hermosas que las de Occidente. Toda la cristiandad se conmovió y encolerizó al conocer esta carta, y también mi difunto abuelo. Se cosió una cruz y se compró un viejo jubón y una caperuza de cuero, y con el generoso permiso de tu difunto señor abuelo emprendió el largo camino. No puedo ni imaginarme cómo lo consiguió el viejo. Claro que entonces era mucho más joven. Cuando finalmente llegó, los demás ya lo habían conquistado todo, los tesoros y las mujeres, y muchos también estaban muertos. Así pues, no participó en la batalla y tampoco trajo nada a casa, pero aquello fue lo mejor que le sucedió en su vida porque había rezado junto a la piedra sobre la que se sentó el Salvador, y bebido del agua de la que el Salvador mismo había bebido y sumergido el cuerpo en el sagrado río del Jordán. Cuando mi abuelo estaba de buen humor nos contaba cosas de entonces, y mientras lo hacía sus ojos brillaban de santidad.
Belardo se calló sumido en los recuerdos.
—¿Y? —preguntó Alfonso.
—Sería bonito —dijo Belardo, y sus ojos miraban bobalicones y exaltados— que también nosotros pudiéramos vivir una santa diversión así. ¿Qué puede pasarnos en una guerra contra los asquerosos mahometanos? Si sale bien, conseguiremos como botín mucho dinero y mujeres, y si sale mal, entraremos directamente en el paraíso.
—En fin —resumió Don Alfonso— te parece una blasfemia que yo esté aquí echado en una tumbona.
—¡Dios me libre de pensamientos tan horribles sobre Vuestra Majestad! —se defendió Belardo.
La palabrería de su majadero jardinero, a pesar de su estupidez, dio que pensar a Alfonso. Todos se daban cuenta de que descuidaba sus obligaciones caballerescas y reales, que se estaba extraviando tal y como en la antigüedad les había sucedido a los héroes Hércules y Antonius y también al caballero hebreo Sansón con su Dalila. No soportaba quedarse en el castillo, pasaba todo el tiempo en el jardín, incluso dormía al aire libre, pero su sueño no era reparador.
Pero tan pronto como regresó Raquel, el viejo embrujo cayó sobre él. Dejó de sentir rechazo por todo lo árabe. La vida en La Galiana era buena. Nunca había llevado una vida mejor. Reía sorprendido y juvenil al contemplar lo feliz que era. Sentía en él una alegre obstinación. Si se estaba extraviando, lo hacía gustoso, con pleno consentimiento, y nadie debiera venir y hablarle de culpa y arrepentimiento. Una felicidad tan grande como la que le proporcionaba Raquel no podía proceder de Satanás. Más bien había sido Dios, quien, por ser él un rey, le mostraba una particular predilección, y esta bienaventuranza era una nueva prueba de su gracia. Él era Don Alfonso, Alfonsus Rex, el octavo de su nombre. Él se hacía responsable de lo que hacía. Vivía con Raquel por inspiración divina y porque era su voluntad real.
Cuando el viernes siguiente ella fue a visitar a su padre, le dijo:
—No quiero que entres a hurtadillas en la capital de mi reino. No quiero que la dama que el rey Alfonso ha elegido ande ocultándose.
Ella se hizo llevar en una litera abierta a Toledo. Él ordenó a su séquito que acudiera a La Galiana y cabalgó majestuosamente hacia la ciudad y hacia su castillo.
El paje Alazar tenía un ruego que hacer al rey. El escudero Sancho se había burlado de él a causa de sus pretensiones amorosas a Doña Juana, y quería retar a un duelo a Don Sancho. Le rogó al rey, su señor; respetuosamente, que le concediera la gracia de elevarlo a la categoría de écuyer para así estar en situación de poder presentarle el reto.
La solicitud del muchacho era justa. Había servido sin tacha durante más tiempo del que era costumbre y podía esperar que el rey le otorgara el rango solicitado. Pero no se podía nombrar escudero a un judío.
—Querido Alazar —repuso el rey amablemente después de reflexionar brevemente—, tienes todas las buenas cualidades que necesita un caballero, pero en este reino sólo reconocemos a caballeros cristianos.
El muchacho se sonrojó.
—Soy consciente de ello —dijo—. Antes de rogar a Vuestra Majestad esta gracia he examinado a fondo también mi conciencia y considerado los pros y los contras. Estoy dispuesto a ser un caballero cristiano.
Alfonso se sorprendió, se turbó. Miles de judíos, cientos de miles, se habían dejado matar antes de renunciar a su religión, y allí estaba aquel muchacho que quería renunciar a su fe sin necesidad y sin que nadie siquiera lo obligara.
—¿Has hablado con tu padre? —le preguntó molesto.
—No —contestó sin dudarlo Alazar, y añadió con terquedad—: Nadie me ha convencido de ello y nadie debe convencerme de lo contrario.
La turbación de Alfonso se disipó. Había sido la vida en la corte de Castilla, en su corte, la que había hecho ver la luz a aquel joven. Y de pronto el rey se encontró pensando lo que nunca hasta el momento se habría atrevido a pensar la idea de que también su bienamada podía ser iluminada. ¿Acaso no había llegado a comprender y a apreciar lo que había en él de caballero, lo guerrero, que antes había sido absolutamente ajeno a su corazón? El solo pensamiento de que le pudiera ser concedido a él ganar a Raquel para la verdadera fe daba a su relación con ella un nuevo y claro sentido y quitaba a su pasión lo que pudiera tener de pecaminoso. Su alegría fue tan impetuosa que tuvo que hacer un gran esfuerzo para contestar con serenidad a Alazar.
—Lo que me dices, joven —dijo él—, es para mí una gran satisfacción. Pero no soy ningún teólogo y no sé lo que se debe hacer antes de permitirte acceder al sacramento. Hablaré con Don Rodrigue.
Advertido por Dios de un modo tan alegre, decidió hablar por fin también con el sacerdote de sus propias cosas. Con franqueza, antes de hablar del tema de Alazar, reconoció ante Don Rodrigue que se sentía estrechamente unido a Raquel. Y añadió:
—No me digas, mi reverendo padre —siguió diciendo apasionadamente antes de que el canónigo pudiera amonestarlo y aconsejarle—, no me digas que esta pasión es pecado. Si lo es, entonces se trata de un pecado bueno y santo y no lo lamento.
Y lleno de entusiasmo concluyó:
—Amo a esa adorable mujer por encima de todo, y Dios nuestro Señor, que así lo ha dispuesto, me lo perdonará.
Don Rodrigue, al empezar a hablar Alfonso, se había sentido lleno de piadoso agradecimiento por el hecho de que Dios hubiera tocado el corazón del pecador. Pero pronto su alegría se convirtió en espanto cuando tuvo que constatar cuán embrutecido estaba el rey.
—Dices muchas cosas —dijo tristemente, cuando Alfonso hubo terminado de hablar—, y quieres anticiparte a mí e impedirme que te diga las duras palabras que mereces. Pero en tu interior sabes todo lo que tengo que decirte, y lo sabes desde hace tiempo, y mejor de lo que yo pudiera decirte.
Alfonso vio su preocupado rostro y le preguntó:
—¿He perdido la gracia, padre mío? ¿Estoy condenado por toda la eternidad?
Pero puesto que el canónigo sólo le ofreció como respuesta un opresivo silencio, la disposición de Alfonso cambió.
—Bien —dijo con ligereza—, entonces quiero condenarme. —Y añadió—: ¿Dónde están los antepasados de mis antepasados —preguntó exigente—, los reyes que todavía no habían aceptado las enseñanzas de Cristo? Yo sé dónde están. ¡Que Dios me mande con ellos!
Con delicadeza, lleno de desesperación, Rodrigue lo amonestó.
—No te revuelques más todavía en el pecado, hijo mío, bromeando de forma tan impía. En el fondo de tu corazón no crees ni una de tus blasfemas palabras. Es mejor que reflexionemos con humildad qué podemos hacer por tu alma.
El rey, con una juvenil sonrisa en los labios, le rogó:
—No te entristezcas demasiado, mi querido reverendo padre y amigo. Dios es misericordioso y no va a ser tan terrible conmigo, pobre pecador Créeme. Dios ha enviado una señal.
Y le contó lo de Alazar. El canónigo escuchó con profunda atención, y su aflicción se hizo más llevadera. Sabía cuán obstinados en su orgulloso convencimiento y en su error estaban los habitantes del castillo Ibn Esra. Él mismo no habría querido nunca intentar siquiera ablandar el corazón de un Ibn Esra, y Don Alfonso, en verdad un bendito del Señor; necesitaba tan sólo acoger al muchacho en su castillo y ya lo había convertido al dulce Salvador Tal ganancia convertía en buenos muchos actos culpables.
Alfonso vio cuán conmovido estaba Don Rodrigue, y con amable confianza le abrió el último reducto de su orgulloso corazón.
—El rey como el sacerdote —dijo—, está dotado por Dios por una sabiduría oculta que ha sido negada a otros. Yo lo sé: Dios me ha mandado esta maravillosa mujer para que yo la despierte y libere su alma.
Por mucho que la insolencia de Alfonso entristeciera al canónigo, había un grano de verdad en sus palabras. Los caminos de Dios no son nuestros caminos. Quizás, en verdad, de la pasión en la que el rey se había enredado no brotara realmente la desgracia, sino la bendición.
Comoquiera que fuera, por de pronto, Don Rodrigue se vio ante una difícil tarea. El honesto propósito de salvar el alma de Doña Raquel no liberaba al canónigo de su obligación de reprocharle su unión carnal. Pero sabía que el rey no se amoldaría a una prohibición de este tipo.
—Es un buen propósito, mi señor hijo mío —dijo— que quieras ganar para la Iglesia a Doña Raquel, pero no puedo dejaros salir tan bien librado.
—¿Qué debo hacer pues? —preguntó con ligera impaciencia Alfonso.
Rodrigue, enojado interiormente por su propia debilidad, le aconsejó:
—Manténte alejado durante algún tiempo, dos semanas o siquiera una semana, de todo trato mundano. Retírate a un centro de refugio espiritual de tus tierras, manténte recogido y espera a que la voz de Dios te hable.
—Pides mucho de mi —dijo Don Alfonso.
—Te exijo menos de lo que debería —contestó Don Rodrigue—, me resulta difícil exigirle a mi bienamado hijo la medida completa.
Rabí Tobia, que se hospedaba en casa de Don Efraim, la mayor parte del tiempo lo pasaba solo en su habitación, ayunando, rezando, ensimismando en las Sagradas Escrituras. Cada momento —enseñaba— que se utilizaba de otro modo que no fuera ensimismarse en la contemplación del Señor y de la revelación, era vano y desperdiciado.
El rabí se había vuelto estricto y fanático debido a las muchas penurias que él y su comunidad habían tenido que padecer. En aquel último año las pruebas a las que fue sometido habían sido las de mayor dureza. Cuando el rey Felipe Augusto había expulsado a los judíos de París, tuvo que huir con los miembros de su comunidad a Bray-sur-Seine. Cuando más tarde la margravina Blanche había renovado aquel edicto según el cual el viernes santo, como penitencia por los tormentos de Cristo, debía abofetearse públicamente a un representante de los judíos, la comunidad había insistido en que el rabí Tobia se ocultara, ya que probablemente las autoridades le habrían escogido a él para esa humillación. Durante su ausencia, el rey había emprendido aquella expedición de castigo contra los judíos de Bray la esposa del rabí Tobia fue quemada y sus hijos fueron encerrados en un monasterio. En todo momento, el rabí Tobia había hablado en Toledo sólo de los sufrimientos de todos, nunca de los suyos en particular; y había prohibido a aquellos que conocían su desgracia que hablaran de ello. De modo que los judíos de Toledo fueron enterándose poco a poco de lo que le había sucedido.
Lógicamente, en la soledad de sus habitaciones, el rabí rememoraba muchas veces los acontecimientos de Bray, y siempre se veía asaltado por nuevas dudas, pensando si habría hecho bien cediendo a las presiones de la comunidad y abandonando la ciudad. Si se hubiera quedado, dispuesto a aceptar la humillación, le habría sido concedido entonces entregar su vida, juntamente con su esposa y con sus hijos, para mayor gloria del nombre de Dios.
La penitencia y las mortificaciones fueron desde entonces para el rabí Tobia un valioso don de la gracia de Dios; no podía imaginar una mejor coronación de su existencia terrenal que el martirio, la inmolación, la akeda. Declaró que era pecado grave poner una cruz ante la casa o coserse una cruz a las vestiduras cuando los cruzados se acercaban.
—Cuando los bandidos os exijan —enseñaba— que entreguéis a un hombre para azotarlo o a una mujer para deshonrarla, debéis dejaros ajusticiar todos antes de ceder a sus deseos. Y maldito sea aquel que para salvar su vida rinde culto a los ídolos, permanecerá maldito por toda la eternidad, también en el caso de que transcurrida una semana vuelva a la alianza de Israel.
—La corona más preciosa —enseñaba— es la humildad, el mejor de los sacrificios es un corazón contrito, la mayor virtud la conformidad con la voluntad de Dios. El hombre piadoso, aunque sea escarnecido y azotado, agradece al Todopoderoso el castigo y bendice la corrección en su corazón. No se rebela contra aquellos que hacen daño, perdona a sus torturadores. Piensa continuamente en el día de su muerte. Si le es arrebatado lo que más ama, la mujer; el hijo, se inclina con humildad ante la justicia de la providencia. Si los enemigos quieren obligarle a renegar de su fe, sacrifica con alegre piedad su vida. No se queja al contemplar la prosperidad y la arrogancia de los gentiles; los caminos de Dios están llenos de bendiciones, aunque su objetivo permanezca oculto durante décadas y durante siglos.
Una renuncia así no siempre le resultaba fácil al rabí Tobia, que tenía un corazón vehemente. No pocos entre los judíos habían dejado que su odio contra los perseguidores se manifestara en feroces poemas injuriosos y llenos de ira: Vagabundos y lobos esteparios, Idólatras ahorcados, Sucias aguas del bautismo. Y la queja era insondable, a gritos se pronunciaba la oración pidiendo venganza. «Dios de la justicia —resonaba esos versos—, ¡no olvides la sangre derramada! ¡No consientas que esto quede oculto a los ojos del mundo! ¡Ejerce sobre mis enemigos la justicia que tus profetas anunciaron! ¡Que tu mano arroje a mis adversarios al fondo del valle de Josafat!». También contra el mismo Señor clamaban estos poetas con sus quejas: «¿Quién eres Tú, oh Dios, que no te dejas oír? ¿Por qué permites de nuevo que Edom viole las leyes y se regocije? ¡Los gentiles han irrumpido en tu templo y Tú permaneces en silencio! ¡Esaú se burla de tus hijos y Tú permaneces callado! ¡Muéstrate, álzate, deja resonar tu voz, Tú, el más callado entre los que guardan silencio!». Cuando el rabí Tobia leía estos versos, no podía impedir que su propio corazón se sublevara. Pero inmediatamente lo lamentaba.
—Puede decir el barro al alfarero: ¿Qué haces? —se amonestaba a sí mismo, y su contrición se hacía todavía más fanática.
Los creyentes veían en él a un profeta. También a veces le eran concedidas en la soledad de su habitación, sumido en la lectura del Gran Libro, maravillosas visiones y el don de poder expresar en palabras su historia. Entonces era cuando veía a los piadosos, a los que habían confesado su fe, sentados en el jardín del Edén, iluminados por la luz de Dios, y veía a los impíos ardiendo en el horno de Gehinnom, en el infierno, y al interrogarlos, los del quinto círculo, el más terrible de todos, le contestaban:
—Esto nos sucede porque en nuestra vida terrenal renegamos de Adonai y adoramos al Crucificado.
Y le contaban que arderían durante doce meses, hasta que su alma hubiera sido destruida como su cuerpo. Entonces el infierno escupiría sus cenizas y el viento las llevaría bajo los pies de los justos. Y se vio a si mismo, a medianoche, en la sinagoga, y allí se hallaban reunidos los muertos de los últimos siete años, pero entre ellos se contaban también las sombras de aquellos que en el curso del siguiente año habían de morir Y mientras él, con los ojos cerrados, se sentaba sobre los libros sagrados, rondaba por las calles de la ciudad de París y por las calles de la ciudad de Toledo, y vio personas a las que conocía, y vio que no tenían sombra, y de este modo supo que les había sido destinado un terrible fin, y que éste se hallaba cercano. No sin satisfacción vio que entre estos que no tenían sombra se encontraba aquel Jehuda Ibn Esra, el mesumad que había entregado a su hija a la lascivia del rey pagano.
Mientras tanto habían llegado nuevas y terribles noticias de los judíos francos. Tal y como el rabí Tobia había predicho, algunos de los grandes condes y señores habían seguido el ejemplo de su rey, desvalijando a sus judíos y persiguiéndolos hasta arrojarlos fuera de sus fronteras. El rabí Tobia escuchó y leyó, se levantó y se presentó ante el Párnas Efraim.
Por extraño y sospechoso que aquel rabí Tobia, nuestro señor y maestro, le pareciera, no podía librarse de la magia que despedía la esencia gris, pálida, que ardía en el interior de aquel hombre, y ahora que éste, contra su costumbre, lo visitaba, esperaba asustado, y al mismo tiempo ansioso de escucharle, lo que hubiera de decirle.
Pero el rabi Tobia le dijo con sus maneras tranquilas que quería abandonar Toledo y reunirse con sus judíos. La amenaza se multiplicaba y no creía poder ayudar a los amenazados desde Toledo. Los fugitivos no podrían seguir quedándose durante más tiempo en tierras francas, y ya que la frontera sefardí se hallaba cerrada para ellos, quería conducirlos hacia Alemania, de donde procedían sus padres.
Efraim se vio invadido por diversos y contradictorios pensamientos y sentimientos. Los que gritaban pidiendo auxilio eran cada vez más, y seria una bendición para la aljama quedar libre de estos huéspedes, ya que la amenaza de peligro que suponían crecía con su número. Pero era un futuro sombrío e incierto el que esperaba a los fugitivos en Alemania. El emperador Federico les garantizaría la entrada, pero hasta el momento en ningún otro lugar habían sido perseguidos los judíos con mayor crueldad que en tierras alemanas, y el emperador se había marchado a Oriente, ¿bastaría su nombre para protegerlos? Todo esto lo sabía el rabí Tobia tanto como él. Pero el desenfrenado fervor religioso del rabí más bien le hacía desear vivamente que temer las torturas y las pruebas a que se verían sometidos sus hermanos. ¿No debía acaso hacer desistir de ello al rabí?
Puesto que todo esto lo pensaba en silencio, Tobia siguió:
—Te lo digo abiertamente, prefiero que ese hombre, Jehuda Ibn Esra, no pueda prestarnos la ayuda que nos ha prometido. Me atormenta la idea de que tenga que llegarnos ayuda de un mesumad que ha vendido el pudor de su hija a los idólatras. No quiero su dinero ni su ayuda. Está escrito: No debes traer el precio de una prostituta a la casa del Señor.
El modo de hablar tranquilo y monótono del rabí Tobia no hizo más que remarcar el odio y el desprecio de sus palabras. No sin satisfacción, Don Efraim vio confirmado el propio rechazo que sentía ante Jehuda por las apreciaciones de aquel hombre piadoso, pero era justo y defendió a Ibn Esra.
—Si en el mundo occidental —contestó— hay uno de entre nuestros hermanos que tenga el poder para ayudaros, ése es Don Jehuda, y su buena voluntad está fuera de toda duda. Espera todavía un poco, mi señor y maestro. No niegues el refugio de la benigna Castilla a los hermanos perseguidos a causa de tu impaciencia y severidad.
Rabí Tobia lamentó haberse dejado dominar por la ira. Aceptó tener todavía paciencia durante un breve tiempo.
Don Jehuda se sentía angustiado. Le atormentaba pensar qué opinión tendrían ahora los judíos de Toledo de él y de Raquel. ¿Acaso no debían sentir desprecio?
También le atormentaba la preocupación por Alazar. El muchacho no había hablado con él de sus planes de convertirse al cristianismo, pero Jehuda era consciente de que su hijo estaba perdido para siempre para las verdades de las enseñanzas judías y de la sabiduría árabe, y él era el culpable. En lugar de mantener alejado al hijo de la peligrosa corte de aquel caballero y soldado, lo había entregado a ellos.
¡Culpa, culpa! Había cargado sobre sí una grave culpa.
Se había ufanado de su misión. Se había convencido de que había sacrificado a la hija para honrar a Dios. Pero Dios rechazaba su sacrificio, esto era más claro de día en día. Había esperado que la relación de Raquel con Alfonso le facilitaría el asentamiento de los fugitivos francos en Castilla; en lugar de esto, esta unión retrasaba la obra de salvación, y quizás la haría fracasar del todo. El rey lo esquivaba, desde hacia una eternidad no había podido verlo; ni siquiera podía presentarle o exponerle el asunto que ardía en su alma.
Éste era el estado de ánimo de Don Jehuda cuando el Párnas Don Efraim lo visitó. Consideraba su obligación informarle de los propósitos del rabí Tobia. Don Jehuda se sintió profundamente afectado. Aquel Efraim Bar Abba había dudado siempre de él, y ahora podía decirle triunfante y secamente a la cara que también el rabí Tobia consideraba palabrería vacía su promesa de conseguir en Castilla un hogar para el pueblo de Israel perseguido. Antes que seguir esperando, el rabí prefería conducir a sus judíos francos a la peligrosa Alemania. Y ni siquiera venía él personalmente a decírselo. El hombre piadoso evitaba su apestosa cercanía.
—Sé —dijo con amargura y terriblemente avergonzado— que el rabí Tobia me desprecia con todo su severo, piadoso y sencillo corazón.
—Has hecho esperar a nuestro señor y maestro Tobia durante mucho tiempo —contestó Don Efraim—, es comprensible que quiera encontrar la salvación en otro lugar. Sé que tu promesa fue sincera, pero me temo que en este asunto la bendición del Señor no está contigo.
El hecho de que Efraim le echara en cara tan abiertamente su presunción enfureció a Don Jehuda, y la ira le ayudó a encontrar una solución.
—Necesito más tiempo de lo que esperaba para conseguir este privilegio —dijo—, y comprendo tu desaliento. Pero no olvides con qué rapidez y cómo ha empeorado la situación. Cuando hice mi propuesta se trataba de mil quinientos o como máximo dos mil perseguidos. Ahora se trata de cinco mil o seis mil. Comprendo tus dudas, no se puede permitir la entrada al reino a tantos mendigos.
Se interrumpió durante un tiempo, miró a Efraim a la cara y continuó:
—Pero creo que he encontrado la solución. Los fugitivos no deben ser mendigos cuando crucen la frontera. Debemos proveerlos de dinero desde el principio. Pienso que unos cuatro maravedíes de oro para cada uno serían suficientes.
Efraim lo miró fijamente, perplejo.
—¡Estás hablando de seis mil fugitivos! —estalló con su aguda voz—. ¿De dónde quieres sacar el dinero?
Jehuda le contestó amablemente:
—Yo solo no podría conseguirlo, tienes razón. La mitad del importe, unos doce mil maravedíes de oro, los aportaré yo. Para el resto necesito tu ayuda, mi señor y maestro Efraim.
Efraim estaba allí sentado, pequeño, derrumbado, en sus muchos y gruesos ropajes. El insolente modo de improvisar y planear de Jehuda lo llenaba de una involuntaria admiración y era para él una satisfacción que aquel hombre orgulloso solicitara su apoyo. Pero ¿cómo podía él ayudarle? ¡Doce mil maravedíes! Después de la terrible suma que la aljama había dado para sostener a los perseguidos no podría reunir además este enorme importe. Así pues, el rabí Tobia, tan piadoso y chalado, conduciría a sus fugitivos francos hacia Alemania y hacia su perdición.
¡Pero esto no podía ser! ¡Don Efraim no podía permitir que esto sucediera! ¡No volvería a tener jamás una hora de paz! Tenía que ayudar a Ibn Esra, debía exprimir el dinero de la aljama.
Además —una pequeña y pecaminosa esperanza se despertó en Efraim—, quizás, finalmente, el plan de Jehuda terminaría fracasando. Aquel charlatán, malhechor y profeta, se imaginaba que podía exigir al rey pagano todo lo que quisiera porque le había entregado a su hija para fornicar. Pero aquel loco conocía mal a los cristianos y a sus reyes.
Con precisión, con una ironía apenas perceptible, Don Efraim precisó:
—Si la aljama responde del resto del importe total exigido, entonces te comprometes a obtener el privilegio de asentamiento para seis mil judíos francos. ¿Te he entendido bien?
Jehuda, igualmente negociador confirmó:
—Hay que conseguir un importe de cuatro maravedíes de oro para cada uno de los seis mil judíos fugitivos francos. Yo, por mi parte, pongo a su disposición doce mil maravedíes. Si la aljama aporta el resto, me obligo a conseguir un edicto real que autorice a los fugitivos a instalarse en Castilla.
Don Efraim, duro e intransigente, siguió preguntando:
—¿Y dentro de qué plazo, mi señor y maestro Don Jehuda, te comprometes a conseguir que se proclame este edicto?
Don Jehuda lo escrutó con una mirada furibunda. Era insolente ese Efraim Bar Abba. Era la primera vez que Jehuda no tenía éxito y enseguida los demás se volvían insolentes. Pero rápidamente se dijo que la aljama lo trataba con derecho como a un mal deudor; había hecho una promesa y no la había cumplido.
Pero todavía no se encontraba en bancarrota. Quizás si se espoleaba en un último y terrible esfuerzo, Dios aceptaría su sacrificio y rompería la mala voluntad del rey.
Con rápida resolución se levantó, hizo una seña a Don Efraim para que permaneciera sentado, fue a la biblioteca, sacó de su estuche un rollo de las Sagradas Escrituras y lo desplegó, buscó, y con la mano sobre los versos perseguidos, dijo en voz baja pero con fiereza:
—Aquí, en tu presencia, mi señor y maestro Efraim Bar Abba, juro solemnemente: antes de que haya pasado la fiesta de los Tabernáculos, conseguiré del rey Alfonso, el octavo de su nombre, el privilegio que autorice a seis mil judíos francos a instalarse aquí en esta tierra de Sefarad.
Efraim, profundamente aterrado, se había levantado. Jehuda, siempre con la misma fiereza, exigió:
—Y ahora, señor testigo, toma conocimiento de lo que he jurado y lee las frases de advertencia tal y como debe hacerlo el testigo.
Efraim se inclinó sobre el rollo y leyó y pronunció con labios exangües:
—Si haces un juramento, debes mantenerlo y no aplazarlo; ya que el señor tu Dios te lo exigirá y será un pecado para ti. Lo que ha salido de tus labios debes cumplirlo tal y como has jurado.
Jehuda dijo:
—Amén, así sea. Y si no consigo lo que he jurado, pronunciarás contra mí la gran maldición.
Y Efraim dijo:
—Amén, así sea.
Alfonso pasó el tiempo de retiro en la casa de penitencia de Calatrava. Intentó reprocharse lo abyecto de su conducta en La Galiana. Intentó arrepentirse, pero él no se arrepentía, se alegraba de lo que había hecho, y sabía que no dejaría de hacerlo. Los tranquilos días de recogimiento conventual sólo reforzaron la alegre y juvenil obsesión con la que había querido rebatir la preocupación de Don Rodrigue. No era el fuego del infierno el que ahora ardía en él por la añoranza de Raquel, era la gracia de Dios. Y él salvaría su alma, de eso estaba seguro.
Con este ánimo volvió a Toledo. En un sorprendente arrebato penitente, como si con ello quisiera compensar lo que no había hecho en el convento, se obligó a quedarse ese día todavía en Toledo y sólo al anochecer del día siguiente volver a La Galiana.
Se dedicó alegremente a los asuntos que requerían por completo su atención.
Don Pedro de Aragón había reunido una importante tropa para atacar a la mayor brevedad las tierras musulmanas de Valencia. Fue el arzobispo quien se lo comunicó a Don Alfonso. Don Martín se había enterado con satisfacción de que el canónigo había conseguido mover al rey a un coloquio tranquilo, conventual, con Dios, y ahora, con toda probabilidad, Don Alfonso estaría mejor dispuesto a prestar oídos a las advertencias del clero. Así pues, el arzobispo le expuso con duras palabras la terrible vergüenza que supondría ante toda la cristiandad que mientras Aragón intervenía en la Guerra Santa, el mayor rey de la Península permaneciera inactivo.
Después, inesperadamente y para la sorpresa de Don Alfonso, se deshizo en alabanzas al juglar Juan Velázquez. Normalmente, la Iglesia sólo tenía palabras de reproche para aquel ambiguo arte de esos cantantes populares. Pero Juan Velázquez se había ganado el corazón del arzobispo de tal modo que éste lo había dejado cantar y tocar en su propio palacio. Estaba seguro de que también Don Alfonso hallaría placer oyendo a Juan Velázquez cantando en su rudo castellano los hechos de Rolando y del Cid, por no hablar de los números acrobáticos de aquel juglar.
Don Alfonso hizo venir al juglar. Si, Don Martín había tenido razón: las sencillas y fuertes romanzas conmovieron su corazón.
No debía dejar por más tiempo que su espada se enmoheciera. Habló con su viejo y leal Don Manrique, diciéndole que quería atacar de una vez.
Este repuso que su impaciencia no era menor que la de su rey y señor. Pero a la vista del estudio de los costes que había hecho elaborar al señor Escribano, había perdido la esperanza de entrar en batalla. Don Jehuda había utilizado cifras árabes y él, Manrique, acostumbrado a las romanas, sólo podía leer con dificultad aquéllas, que también la Iglesia veía con malos ojos. Pero, lamentablemente, las sumas que había que manejar eran tan altas que no era posible hacerlo sin utilizar cifras árabes.
—Deberías hablar tú personalmente con tu Escribano, mi señor —dijo Don Manrique—, de lo que costaría una guerra con el califa.
Durante todo este tiempo, Alfonso había temido, avergonzado, tener que encontrarse con el padre de Raquel, y, sin embargo, sentía también una necesidad ligeramente cosquilleante de verlo. Ahora que Don Manrique mencionaba a Jehuda, se decidió a hacerlo llamar.
Al mismo tiempo que mandaba un mensajero al castillo Ibn Esra envió también otro a La Galiana, a Doña Raquel, con un breve mensaje, en árabe, en latín y en castellano: Hasta mañana, hasta mañana, hasta mañana.
Jehuda, cuando recibió la llamada del rey, respiró profundamente. Independientemente del resultado que pudiera tener el encuentro, era mejor que esperar.
Cuando se encontraron uno frente al otro, cada uno de ellos descubrió cosas nuevas en el rostro del otro. Jehuda buscó y encontró en el rostro del bárbaro rasgos que pudieran resultar atractivos a su Raquel, y el rey turbado, vio en el rostro del judío rasgos que se parecían a los de su amada.
—Me parece, Escribano —empezó con jovialidad algo forzada Don Alfonso—, que gracias a tu prudencia nadamos en la abundancia. Así pues, quiero por fin emprender mi guerra. Calculaste que serían necesarios doscientos mil maravedíes. ¿Puedo tenerlos?
Jehuda estaba preparado para tener que escuchar y rebatir todo tipo de sandeces antes de poder hablar de su importante asunto. Por tanto, contestó tranquilamente:
—Puedes tenerlos, mi señor. Pero en aquellos momentos se trataba de una campaña contra Aragón y no contra el califa.
Quizás, sin querer reconocerlo, lo que su ministro decía era bien recibido por el rey Pero insistió:
—Si Aragón se atreve a entrar en batalla, ¿cómo no voy a poder yo?
Jehuda manifestó en contra:
—Tu ilustre sobrino de Aragón no ha firmado ninguna tregua con el emir de Valencia.
Alfonso repuso sombrío:
—Un hombre que ha contribuido tanto a imponerme esta maldita tregua, haría mejor en no recordármela.
El rostro de Jehuda permaneció inexpresivo.
—La realidad —dijo— sigue estando ahí, tanto si se menciona como si no. Por lo demás, considero que no es probable que Don Pedro ataque. Mi primo Joseph Ibn Esra tiene el valor suficiente como para decirle también a su rey cosas desagradables. Le recordará que el califa está a punto de regresar a su capital desde Oriente, y que probablemente se trasladará a al-Andalus si Aragón ataca. Aragón, mientras esté solo, no podrá emprender una batalla. Y lo mismo sucede con Castilla.
Don Alfonso seguía allí sentado; los labios apretados, el ceño profundamente fruncido. Siempre era la misma excusa contra la que chocaba. La guerra no era posible mientras no hiciera las paces con aquel necio de Aragón.
—Sé, mi señor —dijo con voz apremiante Jehuda—, que tu corazón ama la batalla. Quiera Vuestra Majestad creerme si os digo que tanto mi primo Don Joseph como yo no dejamos de pensar en cómo podría establecerse una paz verdadera entre nuestros ilustres príncipes.
El mal humor del rey aumentó. Ningún Ibn Esra podría conseguir la reconciliación con Aragón. Esto lo sabía el judío tan bien como él. ¿Acaso se estaba burlando de él?
Jehuda percibió el mal humor del rey. No era un buen momento para pedirle la admisión de los fugitivos. Pero había hecho su juramento. Ante él se erguía excelsa y terrible la gran maldición, el plazo era corto. Y ¿quién podía saber cuándo volvería a ver al rey de nuevo?
Tenía que hablar:
Habló.
Alfonso escuchó furioso. Ahora mostraba el zorro su rostro.
—¿No acabas de asegurarme —dijo— que querrías ayudarme a empezar de una vez mí Guerra Santa? ¿Y ahora me pides que deje entrar a tus judíos en el reino? Te diré lo que pienso directamente a tu astuta cara: quieres impedir mí guerra. Haces todo cuanto puedes para hacerla fracasar. Quieres impedir que me ponga de acuerdo con ese necio de Aragón. Me azuzas contra Aragón, y tu señor primo azuza a Aragón contra mí. Intrigáis y mentís, y estafáis como auténticos banqueros y comerciantes y judíos que sois.
El rey no gritaba, hablaba bajo, y esto hacía sus palabras todavía más peligrosas.
No debería haber hablado, pensó Jehuda. Pero debía hablar Tengo mi juramento en el cielo y no puedo volverme atrás. Dijo con arrojo:
—Me humillas injustamente, mi señor, y también a mi primo. Hacemos lo que podemos. Pero, lógicamente, no tenemos mucho poder —y todavía más audaz siguió:
—Sé de alguien que puede conseguir mucho más: tu esposa la reina. Ella es más lista que todos nosotros. Acude a ella. Pídele que se encargue ella de hacer las paces con el ilustre Don Pedro.
El rey iba de un lado para otro.
—Eres muy insolente, señor Escribano —repuso, la voz contenida apenas podía ocultar la rabia.
Mientras tanto, Jehuda, temerario, ya no tenía nada que perder, siguió hablando:
—Pero incluso tu esposa la reina, aunque consiga la reconciliación, necesitará meses para ello. Perdóname si mi tosca mentalidad de comerciante no me permite comprender por qué nosotros no podemos aprovechar estos meses para hacer entrar en el reino a esos fugitivos. Tienen manos y cabezas que podemos utilizar muy bien. Tus tierras, mi señor, todavía están despobladas como consecuencia de las muchas guerras. Deberías asegurarte estos útiles emigrantes. Te lo ruego, mi señor no apartes mis fundados argumentos con un rápido manotazo. Sopésalos. Considéralos.
Don Alfonso sintió ganas de dar por finalizada aquella desagradable conversación. Quizás el judío tenía razón, probablemente tenía razón, y el rey ya quería ceder. Pero entonces pensó: lo que otorgaba al judío tanta insolencia no era el peso de sus argumentos, sino una cosa muy distinta.
—Tus motivos pueden ser buenos —dijo irritado—, pero hay también sólidos argumentos en contra, y tú lo sabes.
Jehuda se disponía a contestarle. Pero Alfonso, violentamente, se le adelantó.
—¡No quiero seguir hablando de esto! —tronó.
Pero entonces vio el pálido y desencajado rostro del judío, pensó en la hija de aquel hombre con aquel rostro, y añadió con rapidez:
—Dejémoslo, lo tendré todo en cuenta, no sólo los argumentos en contra, sino también tus razonamientos.
Y con la viveza forzada de antes, finalizó:
—Y tampoco olvidaré el mar de abundancia que me has conseguido.
Se separaron. El rey lleno de clemencia, el judío lleno de fingida humildad y fingida confianza, ambos llenos de desconfianza.