Capítulo VI

EL difícil asunto que Alfonso se traía entre manos: fomentar la alianza y al mismo tiempo sabotearla, le obligaba a pasar mucho tiempo en Toledo, y Doña Raquel estaba sola a menudo. Pero ella intuía que era por su causa que Alfonso se reunía en su castillo con su padre preparando complicados planes, y su soledad se veía libre de aquella terrible añoranza que antes la había atormentado.

Repetidamente iba al castillo Ibn Esra. Allí le gustaba sentarse en un rincón de la habitación de trabajo de Musa, le rogaba que no le prestara atención y contemplaba cómo él, ocupado en sus pensamientos, iba de un lado para otro, escribía en su pupitre o leía sus libros.

Y si bien era cierto que en las últimas semanas el canónigo evitaba la presencia de Raquel, sucedió que con tanta mayor frecuencia aparecía el joven Don Benjamín. El hecho de que la mujer que le era tan apreciada, aquella Ibn Esra, princesa de la casa de David, llevara en su seno a un hijo del rey de Castilla le daba mucho que pensar y lo excitaba. Temía por ella, preveía las luchas que tendrían lugar en torno a Raquel y a su hijo e intentaba fortalecerla para esa lucha.

Pero cuando ahora hablaba de la guerra ya no se obligaba a mantener como había sucedido antes en presencia del canónigo, la serenidad propia de un hombre de ciencia, sino que más bien transmitía el calor de sus propios sentimientos a las frases con las que los maestros y poetas judíos intentaban demostrar que el concepto del mundo que tenía Israel iba más allá de la sabiduría de los impíos y del mensaje de Jesús de Nazaret. Mientras que el conocimiento del gran pagano Aristóteles sólo alimentaba el intelecto, las enseñanzas de Israel satisfacían no sólo esa necesidad de conocimiento, sino también la del sentimiento; no sólo guiaban el pensamiento del hombre por el camino correcto, sino también su comportamiento. Y puesto que el fundador del cristianismo proclamaba que el sufrimiento era la mayor virtud y el destino más santo del hombre, entonces era el pueblo de Israel, más que ninguna otra nación, quien había convertido esta enseñanza en vida y realidad; Israel llevaba la noble corona del sufrimiento desde hacía tantos siglos que era un ejemplo para la humanidad.

Don Benjamín alababa ante Raquel al hombre que, apenas cincuenta años atrás, había proclamado esta enseñanza en nobles frases, el último gran profeta de Israel, Jehuda Halevi. Le contaba con todo detalle la apología del judaísmo que había hecho Jehuda, y le recitaba fragmentos de sus cantos a Sión: «¡Oh, Sión! ¡Hogar de la realeza! Si tuviera alas, volaría hacia ti. Celoso y feliz besaría tu polvo; porque incluso tu polvo tiene el aroma de un bálsamo. ¿Cómo puedo seguir viviendo mientras los perros desgarran a tus leones muertos? Tú, glorioso habitáculo del Señor ¡cómo se instala ahora la canalla esclavizada en tu trono!». Jehuda Halevi, hacia el final de su vida, frágil y fatigado, consiguió llegar a Tierra Santa, y a la vista de la Ciudad Santa fue muerto por un caballero musulmán.

Cuando Benjamín se dejaba llevar por estos entusiastas sentimientos, se sentía después algo abochornado, y bromeando intentaba volver a la cotidianidad. O tomaba su libro de notas y le rogaba a Raquel que le permitiera dibujaría. Sonriendo, ella le decía:

—¡Qué piadoso eres y qué blasfemo!

Hizo tres dibujos de ella. Raquel le rogó que se los regalara; temía que aquel que poseyera su retrato tuviera poder sobre ella.

En cierta ocasión, sintiéndose particularmente próximo a ella, le manifestó su ultimo y más secreto razonamiento.

—Añoramos nuestra Tierra Santa —dijo—, rogamos por el advenimiento del Mesías, pero en verdad —hablaba en voz tan baja que ella apenas podía entender lo que le decía— no queremos en absoluto que venga el Mesías. Entorpecería nuestra relación directa con Dios, nos quitaría una parte de Dios. Los demás tienen su Estado, su tierra y su Dios, y todo ello es objeto de su veneración, para ellos todo se entremezcla, y Dios sólo es una parte de lo que ellos adoran. Nosotros los judíos tan sólo tenemos a Dios, de ahí que lo tengamos con toda pureza y por completo. No somos pobres de espíritu, no necesitamos ningún mediador entre Dios y nosotros, a ningún Cristo ni a ningún Mahoma, nos atrevemos a mirar y venerar a Dios sin intermediarios. Tener la esperanza puesta en Sión es mejor y más enriquecedor para nuestras vidas que poseer Sión. La llegada del Mesías, que algún día habrá de venir es para nosotros algo que nos espolea a preparar el mundo para él, es un sueño, no es una realidad, y es bueno que así sea. No queremos volvernos negligentes y perezosos por el hecho de estar en posesión del bien, queremos para nosotros la lucha que nos permite la obtención del bien.

A pesar del respeto que Raquel sentía por la sabiduría y el espíritu de Don Benjamín, lo que dijo acerca del Mesías no le gustó. La blasfemia no debía llegar tan lejos. Se resistía a creer, no podía aceptar que el Mesías no existiera, que no aparecería ni pronto ni nunca.

Ella estaba convencida de lo contrario.

Se habían hecho muchas predicciones acerca del momento en que tendría lugar el advenimiento del Mesías. Se decía que el sufrimiento, el exilio y la diáspora de Israel durarían mil años. Hacía tiempo que habían pasado los mil años. De nuevo los enemigos atacaban Jerusalén, había llegado el momento anunciado por el profeta Isaías en que se cumpliría la promesa: una joven parirá un hijo, Emmanuel, el Mesías. Además, durante aquella década se contemplaba con particular respeto a las mujeres judías durante su embarazo, ya que, en palabras de los doctores, una de ellas podía ser la elegido para parir al Emmanuel.

El destino de Raquel, extraordinario en extremo, le hacía creer que llevaba en su seno al Mesías. Debía nacer de la casa de David, y ¿acaso no era ella, una Ibn Esra, una princesa de la casa de David? Y la inmensa y peligrosa fortuna de que el rey cristiano la hubiera elegido para que fuera su compañera, ¿no era también una extraordinaria señal? Palpaba su cuerpo, se recogía en si misma, sonreía ensimismada, y cada vez se sentía más segura en su convencimiento de que llevaba en su seno al Príncipe de la Paz, al Mesías, pero no habló a nadie de ello.

El ama Sa’ad cuidaba de ella y le decía qué debía comer y qué no, y cuándo debía descansar y cuándo debía moverse. Raquel se mostraba amable con ella, pero no la obedecía apenas. Se daba cuenta de que Belardo, exageradamente servil, le lanzaba a sus espaldas miradas malignas, pero no temía la maldad de sus ojos. Se sentía protegida en la serenidad de su felicidad. Pensaba en su amiga Layla de Sevilla, que le había dicho: «Pobrecilla», y se reía a carcajadas.

Leía los salmos. Había un canto que sentía más próximo a su corazón que los otros; no comprendía todas sus elevadas y pomposas palabras, pero si su sentido. «Prendado está el rey de tu hermosura —podía leerse en él—, pues que él es tu señor, póstrate ante él. La hija de Tiro viene con dones, los ricos del pueblo te halagarán. Toda radiante de gloria entra la hija del rey; su vestido está tejido de oro. Entre brocados es llevada al rey. A tus hijos los constituirás por príncipes de toda la tierra. Yo quisiera recordar tu nombre de generación en generación. Por eso, los pueblos te alabarán por siempre jamás».

Y Raquel se sentía tan orgullosa como su padre.

A menudo, cuando Alfonso contemplaba a Raquel se sentía invadido por una ternura casi dolorosa. Su rostro había recuperado su delgadez, le parecía infantil pero, sin embargo, lleno de sabiduría, sus movimientos se hicieron extrañamente suaves; las anchas vestiduras escondían la redondez de su vientre. Era patente que no sentía ninguna clase de temor; a veces le parecía que ella irradiaba una alegría desenfrenada.

Lamentaba que sus asuntos lo apartaran una y otra vez de su lado. En cierta ocasión le dijo que si la dejaba sola tantas veces no era porque la quisiera menos.

—Sino todo lo contrario —le aseguró. De camino hacia el castillo real se preguntó qué había querido decir al añadir «al contrario». De pronto, vio con toda claridad que para seguir entregándose a sus pecados destruía en secreto, una y otra vez, la santa obra que llevaba a cabo con diligencia a los ojos del mundo. Con toda claridad fue consciente de la repugnante conspiración en la que se había involucrado con el judío. El Papa tenía razón. Había cerrado una alianza con Satanás para impedir la Guerra Santa. Se dio cuenta de la corrupción de su alma.

Conocía el remedio. Convertiría a Raquel a la verdadera fe, si era necesario por la fuerza. Ahora, de inmediato, antes del parto. Debía ser cristiana cuando diera luz a su hijo. Así lo quería él.

Cuando estuvo de regreso en La Galiana y vio cuán dulce era aquella mujer embarazada, y que sólo la certeza de su felicidad le daba fuerza, no se sintió capaz de entablar con ella una conversación que pudiera hacer que se sintiera amenazada.

Sin cumplir su propósito se abandonó a la indolencia de su felicidad.

Como antes, se pasaban todo el día ociosos y todo el tiempo ocupados. Raquel volvía a contarle cuentos, y él se sorprendía de lo fácilmente que las palabras fluían de su boca y de cómo ella enlazaba una historia con otra, de cómo fabulaba y cómo creía en sus fábulas, haciéndoselas creer a él también.

Sí, Raquel era elocuente. Podía encontrar palabras para expresar todo lo que sentía.

Pero no para todo. No podía decirle a Alfonso cuánto lo amaba, nadie podía, sólo las antiguas canciones del Gran Libro. Y ella le recitaba los sonoros, jubilosos y apasionados versículos del Cantar de los Cantares. Intentó traducírselos al árabe y a su latín vulgar y al lenguaje secreto de ellos dos. De este modo pudo decirle cuánto lo amaba. También le recitó los enigmáticos versículos de aquel salmo que proclaman pomposamente la belleza de la desposada del rey y el brillo y la gloria del rey A él le sorprendió que aquellos antiguos reyes hebreos fueran todavía más orgullosos que los caballeros de la cristiandad.

Y entonces, una mañana, en un repentino arrebato, con todo su corazón, le rogó que derribara por fin la última barrera que la separaba de él y aceptara la verdadera fe, de modo que ella, como cristiana, le diera un hijo cristiano.

Raquel lo miró con asombro, más sorprendida que enojada o furiosa. Tranquila, pero decidida, le dijo:

—No lo haré, Alfonso, y no vuelvas a hablarme de esto.

Al día siguiente le enseñó a Don Alfonso los tres dibujos que Benjamín había hecho de ella. Él miró los dibujos durante largo rato, incómodo. Raquel le contó que requería mucho valor que Don Benjamín la hubiera dibujado; hacer imágenes iba tanto en contra del mandamiento de Moisés como del de Moharra. A Alfonso no le gustó que Raquel se relacionara tanto con Don Benjamín. Supuso que éste la animaba a persistir en su obstinación.

Si le está prohibido dibujar —dijo malhumorado—, debe dejar de hacerlo. No me gustan los herejes. Mis súbditos deben respetar las leyes de su religión.

Raquel se quedó estupefacta. ¿Acaso no exigía de ella la peor de las herejías, que abjurara de su fe? Él se dio cuenta de su asombro.

—Debe haber personas —le explicó— que elaboren las leyes: ésos son los reyes y los sacerdotes. Los que están por debajo de ellos no deben tratar de interpretar las leyes, sino obedecerías.

Pero cuando ella quiso recuperar los dibujos, él le rogó:

—Déjamelos un poco más.

Y cuando estuvo a solas contempló de nuevo los dibujos durante largo rato, meneando la cabeza. Lo que veía era su Raquel y, sin embargo, era otra. Descubrió en ella rasgos que él no había visto nunca; y eso que él la conocía mejor que ningún otro pudiera conocerla. Pero era infinitamente hermosa y tenía tantas facetas en su ser como nubes en el cielo y olas en el Tajo.

Habían llegado a Toledo músicos musulmanes. Se había dudado en dejarlos entrar en el reino, precisamente ahora durante la cruzada, pero Alfonso había explicado con ligereza que seria la última vez, antes de la gran guerra, que se podría disfrutar del arte de los trovadores musulmanes. Así que allí estaban; y aquellos que se consideraban instruidos y de refinadas costumbres los hicieron tocar y cantar en sus casas.

Alfonso los hizo ir a La Galiana. Eran dos hombres y dos jóvenes muchachas; los hombres, como la mayoría de los músicos, eran ciegos, porque las mujeres que se aburrían en los harenes no querían verse privadas de la música, y en el harén no podían mostrarse a los ojos de los hombres. Los músicos llevaban consigo guitarras, flautas, laúdes y una especie de piano, el canún. Cantaban y tocaban de un modo lento y monótono pero, sin embargo, excitante. Primero cantaron canciones de gesta, entre ellas la antiquísima del Cid Campeador: el judío Aben-Alfanche, que vivía en al-Andalus, la había compuesto en alabanza al caballero enemigo. Más tarde interpretaron las nuevas tonadas que circulaban por Granada, Córdoba y Sevilla. Cantaban la belleza de estas ciudades, de sus jardines, de sus fuentes, de sus muchachas, de sus caballeros. El ama Sa’ad no pudo impedir echarse a llorar. También Raquel sintió la añoranza de Sevilla. Pero era una añoranza dulce, no empañaba la felicidad de La Galiana, sino todo lo contrario: la hacía mayor.

Para terminar, los músicos ciegos interpretaron también romanzas y baladas que contaban grandes acontecimientos del pasado y del presente, pero que habían adquirido el colorido de los cuentos y habían perdido los perfiles exactos del tiempo: perfectamente podían haber sucedido tanto quinientos años atrás como en el presente. Cantaron también una romanza que trataba de un rey infiel, un cristiano que se enamoró de otra infiel, una judía, y que vivió con ella en su castillo durante días, meses, años, él en su herejía y ella en la suya, e ¿iba a permitir Alá que esto tuviera un buen fin? Los ciegos cantaban con sentimiento, una de las muchachas tocaba el laúd, la otra percutía su canún. Raquel escuchaba. Sonreía. Estaba segura de que Alá lo llevaría todo a buen fin. Alfonso sintió una ligera preocupación, pero se rió de ella.

Los fugitivos judíos de Francia, casi la totalidad de los seis mil, estaban ya instalados y se incorporaban a la vida y al quehacer del reino. Los discursos llenos de odio de los prelados y los barones se perdieron en la alegre algarabía del bienestar general.

Este bienestar general contribuyó también a que la olla de la suerte, la lotería de Jehuda, cuyo plan le había inspirado la historia de Ester, se convirtiera en un éxito fabuloso. Podía comprarse un billete por pocos sueldos, se podían ganar diez maravedíes de oro. Todos jugaban, los grandes, los ciudadanos, los campesinos y los siervos. Se alegraban cuando ganaban, y lo consideraban un mérito personal; y cuando perdían, habían vivido durante semanas en una feliz expectación y ponían sus esperanzas en la próxima vez.

También los negocios que Jehuda tenía en el extranjero florecían mejor de lo que habría podido desear. Y su nombre era conocido desde Londres hasta Bagdad.

Así pues, Jehuda aparecía ante el mundo y ante sí mismo como un Oker Harim, como un hombre que podía trasladar las montañas, aunque a veces, por las noches, sentía miedo: «¿Durante cuánto tiempo más va a durar mi suerte?». No había olvidado la terrible desesperación que sintió cuando recibió la noticia de la muerte del infante. En aquellos momentos estuvo convencido de que Alfonso partiría de inmediato a la batalla y que se derrumbaría su suerte y la de su Raquel. Después, le había sido concedido ver cómo el embarazo de Raquel había ligado al rey más estrechamente a ella, y se sintió avergonzado de haber dudado de su fortuna. Pero el recuerdo de aquellas horas de desesperación no acabó de abandonarlo nunca y, sobre todo por las noches, su rica fantasía ponía ante sus ojos imágenes pavorosas. Alguna vez, a pesar de sus artes, llegaría la guerra. Sería una guerra dura, habría contratiempos, y la culpa de las primeras derrotas le serían achacadas a él, a Jehuda y a la aljama de Toledo. Caerían sobre la judería de Castilla grandes sufrimientos, y toda la ira de Edom caería sobre él y sobre su hija.

También el futuro más próximo era inseguro. ¿Qué pasaría cuando Raquel trajera al mundo a su hijo? A veces, Jehuda tenía desvergonzados y locos sueños acerca del esplendor que rodearía a este nieto suyo. La barragana, la manceba, la uxor inferioris conditionis, disfrutaba de muchos derechos también en la sociedad cristiana, y el niño que ella tuviera, jurídicamente, apenas tendría desventajas frente a los hijos legítimos. Los reyes españoles habían convertido a sus bastardos en grandes señores. El sueño de que un nieto suyo pudiera llegar a ser príncipe de Castilla bailaba en la mente de Jehuda.

Pero su buen sentido destruyó pronto ese sueño y le mostró el peligro que traería sobre él y sobre Raquel el nacimiento de ese nieto. Don Alfonso daría por supuesto que su hijo iba a ser bautizado. Era absurdo querer obligar al rey de Castilla a que permitiera crecer a su hijo en la herejía y, sin embargo, Jehuda debía exigir de él ese absurdo.

Dios se burlaba de él, Adonai se burlaba de él. Dios no había olvidado que había sido durante tanto tiempo un mesumad. Dios le había sometido a prueba, y él había perdido a su hijo Alazar. Ahora iba a ser probado por segunda vez.

No sólo el intransigente y estricto rabí Tobia, sino también el judío más librepensador que vivía en aquellos días, nuestro señor y maestro Mose Ben Maimón, afirmaba que el judío estaba obligado a mantenerse firme y no entregar al hijo a la perdición del cristianismo, por extrema que fuera la desgracia. Por décima vez, Jehuda leyó el Mensaje acerca de la caída. Aquel que se convertía al profeta Mahoma, enseñaba en este libro Ben Maimón, todavía no estaba perdido, pero sí lo estaba aquel que ofrecía su cabeza al agua del bautismo; ya que la confesión de la trinidad era una absoluta y clara idolatría y contravenía el segundo mandamiento. Y Ben Maimón citaba los versos de la Escritura: «Aquel que entregue a uno de sus hijos a los idólatras, deberá morir. Y si el pueblo quisiera pasar por alto su iniquidad y no lo matare, apartaré mi rostro de ese hombre y de su estirpe y lo exterminaré a él y a todos los de su pueblo».

Jehuda abrió su corazón a su amigo Musa. Musa podía comprender que Jehuda no quisiera consentir bajo ninguna circunstancia el bautismo de su nieto.

Pero ¿cómo quieres impedirle al rey de Toledo y de Castilla —preguntó— que haga cristiano a su propio hijo?

Jehuda dijo, sin entusiasmo, que podría huir con Raquel antes de que naciera el niño. Musa no se dejó engañar. Jehuda, apasionadamente, le rogó:

—Debes comprenderme. Tú mismo, a pesar de toda tu madurez y experiencia, no abandonas el islam. Sabes que fui débil y que no retuve a mi hijo Alazar y soy culpable de su perdición espiritual. No podría soportar que este rey rociara a mi nieto con el agua de sus dioses.

Musa, casi sonriendo, repuso:

—Dices nieto, y con ello dejas bien claro que sólo piensas en un varón, pero quizás la criatura sea una niña. ¿Y si tuvieras que ver a Alfonso educando a su hija como cristiana? ¿Te parecería también entonces un pecado que arrojaría tu alma a la perdición?

Jehuda gritó furioso:

—No le entregaré a la criatura. Bajo ninguna circunstancia la dejaré en sus manos.

Pero de hecho, ciertamente, le parecía una culpa menor no sacrificarse por la salvación espiritual de una niña.

De momento, para apaciguar sus preocupaciones, en su juego con el rey adoptó una actitud cada vez más atrevida. Lleno de malvado regocijo, comprobaba hasta dónde alcanzaba su poder sobre Alfonso.

La construcción de la sinagoga que él había donado a la aljama había terminado. Jehuda quería inaugurarla pomposamente. Don Efraim no estaba de acuerdo; consideraba que una celebración así en aquellos momentos tendría el efecto de una provocación. Jehuda insistió.

—No temas, mi señor y maestro Efraim —dijo, y le aseguró—: Haré que nuestros enemigos, los herejes, se traguen sus lenguas.

Al día siguiente se dispuso a cumplir su promesa. Rogó al rey que honrara con su visita la nueva casa de oración. Don Alfonso se quedó asombrado ante tanta insolencia. Sus demoras en la Guerra Santa eran condenadas en toda la Península; si ahora, además, visitaba la casa del Dios judío, los prelados, con toda seguridad, lo entenderían como una insolente provocación. Reflexionó si debía rechazar el ruego de su Escribano negándose iracundo o con una atrevida broma. Jehuda estaba ante él con una actitud humilde e insolentemente familiar.

—Tus antepasados bendijeron más de una vez el templo de sus judíos con su visita —le dijo para que lo considerara.

—Pero no mientras la cristiandad estaba enzarzada en una Guerra Santa —contestó Don Alfonso, y puesto que Jehuda callaba añadió—: Creará mala sangre.

—Algunos de tus súbditos son tan arteros —repuso Jehuda— que censuran todo lo que Vuestra Majestad tiene a bien hacer.

El rey fue.

El maestro Meir Abdeli, un discípulo de los grandes arquitectos musulmanes y griegos, había dotado el edificio de nobles medidas, las arcadas y los balcones dividían con sabio arte la estancia, la experiencia de los maestros bizantinos y la de los árabes se fundía de modo orgánico, y todo confluía en el arca para la que el edificio había sido construido, a fin de que constituyera su marco adecuado y la guardara, la sagrada arca, el cofre que contenía los rollos de la Torah, forjado en plata de brillo mate. Al abrirlo, aparecía a la vista un pesado cortinaje de brocado; si éste se retiraba, resplandecía la joya de los rollos santos, los rollos de la Torah. El cofre no contenía muchos, pero entre ellos se encontraba aquel manuscrito antiquísimo del quinto libro, el más antiguo que había sobre la tierra, el Sefer Hillali. Aquel frágil rollo de pergamino iba envuelto en un manto bordado de una tela de gran calidad, estaba adornado con una placa de oro cubierta de piedras preciosas; y las barras de madera, a las que el pergamino iba sujeto, llevaban una corona de oro.

Los muros de la sinagoga estaban cubiertos de frisos. En ellos se mezclaban las inscripciones, los arabescos y los ornamentos. Una y otra vez se repetía la piña de pino, el símbolo de la eterna fertilidad, de la inmortalidad, y el escudo con las tres torres, ¿se trataba del blasón de Castilla o del sello de Don Jehuda? En abundante profusión, las sentencias hebreas cubrían las paredes. Eran sentencias que alababan a Dios, a Israel, a Castilla, al rey y a Jehuda Ibn Esra; jóvenes estudiosos y poetas las habían elegido y ligado entre sí con inteligente ante. Se mezclaba la prosa rimada con versículos de la Biblia, de modo que a veces no era posible reconocer claramente si la sentencia iba encaminada a alabar al rey o a su ministro. Se hacía referencia al faraón que promovió a José, y se citaban las palabras de las Sagradas Escrituras: «Y sin ti no alzará nadie mano ni pie en toda la tierra de Egipto, y lo nombró su consejero».

Y fue este edificio que Jehuda había construido en honor de Dios y en su propio honor el que visitó Don Alfonso, rey de Toledo y de Castilla.

Respetuosos, lo saludaron a la entrada el Párnas Efraim y los hombres más respetados de la aljama. Después lo condujeron al interior. Allí, en pie y con la cabeza cubierta, estaban los hombres judíos, y pronunciaron la bendición que prescribe la ley que se pronuncie al ver un príncipe de este mundo:

—Alabado seas, Adonai, nuestro Dios, que haces partícipe de tu gloria a la carne y a la sangre.

Conmovido y orgulloso, escuchó Don Jehuda estas palabras. Conmovido y estremecido, las escuchó Don Alfonso. No entendió su significado, pero los sonidos le resultaban familiares ya que había escuchado muchos de estos sonidos de los labios de su amada.

Según las enseñanzas de los musulmanes, la criatura que crece en el seno de la madre adquiere su propio ser ciento treinta días después de la concepción. Raquel, cuando llegó ese día, preguntó a Musa si la criatura en su seno era ya, pues, una verdadera persona. Musa repuso:

—Mi maestro Hipócrates solía contestar a esta clase de preguntas: «Es probable que así sea, o que ocurra algo parecido».

A medida que se acercaba el parto, aumentaban los consejos y preparativos de los que la cuidaban. El ama Sa’ad quería que durante todo el último mes se protegiera el dormitorio de Raquel de cientos Dschinns, espíritus malignos, por medio de sahumerios, y se sintió mortificada cuando Musa lo prohibió. Jehuda hizo llevar un rollo de la Torah a la habitación de Raquel y fijar a sus muros cientos amuletos, «mensajes para el puerperio», para impedir la entrada en la casa de la bruja y seductora Lilith, la primera mujer de Adán y de su maligno cortejo. Don Alfonso veía esto con enojo, y por su parte, y por consejo de Belardo, hizo traer a La Galiana toda clase de imágenes de santos y reliquias. Rogó también al capellán del castillo real, venciendo cierta turbación, que incluyera a Raquel en sus oraciones. Don Jehuda, a su vez, encargó que diariamente diez hombres pronunciaran oraciones para el feliz parto de su hija.

No había pisado La Galiana desde que Raquel vivía allí. También en este momento, en la hora decisiva, se prohibió a sí mismo estar cerca de Raquel, por más que lo deseaba. Pero mandó a Musa, y Alfonso se alegró de saber a Raquel bajo el cuidado del viejo médico.

Los dolores del parto fueron largos y surgieron discrepancias entre Musa y el ama Sa’ad sobre las medidas que había que tomar. Pero el niño salió felizmente a la luz. El ama se apoderó enseguida de él y pronunció junto a su oído derecho la llamada a la oración y en el izquierdo la profesión de fe: Alá es Alá y Mahoma su profeta, y supo triunfante que el niño pertenecía al islam.

Durante todas esas horas, Jehuda esperaba en el castillo y no sabía qué debía esperar y qué debía temer, que el niño fuera varón o que fuera una niña. Se vio asaltado por nuevas dudas pensando que quizás su larga persistencia en la falsa fe le habrían envenenado el alma; pensando en si tendría fuerzas para hacer lo correcto; en si se habría convertido en un buen judío, o si, en lo más profundo de su ser, seguía siendo un mesumad.

Mose Ben Maimón había resumido los fundamentos de la fe del judaísmo en trece principios de fe. Escrupulosamente, Jehuda escudriñó en su conciencia para averiguar si en lo más profundo de su alma creía realmente en cada una de estas sentencias. En la versión que tenía ante él, cada articulo de fe empezaba con las palabras: «Creo con fe inconmovible…». Despacio, Jehuda pronunció para sí las sentencias:

—Creo con fe inconmovible que es correcto alabar al Creador, alabado sea su nombre, y sólo a Él, y que no es correcto alabar a cualquier otro. Creo con fe inconmovible que la revelación de Moisés, nuestro maestro, la paz sea con él, es la pura verdad; que es el padre de los profetas: de los que fueron anteriores a él y de los que vinieron después.

Sí, lo creía, lo sabía, era así, y ninguna enseñanza de ningún Cristo y de ningún Mahoma podía ensombrecer la revelación de nuestro señor y maestro Moisés.

Con entusiasmo, rezó Jehuda las últimas palabras de la profesión de fe:

—Espero en tu ayuda, Adonai. Espero, Adonai, en tu ayuda. Adonai, en tu ayuda espero.

Oró, hizo profesión de su fe, estaba dispuesto a sufrir la muerte por su fe y por esa certeza suya.

Pero toda su concentración y recogimiento no impedían que sus pensamientos volaran a La Galiana. Esperaba, reflexionaba, temía, esperaba.

Finalmente, llegó el mensajero, y antes siquiera de pronunciar el saludo, le gritó a Jehuda la dichosa fórmula:

—Un varón ha venido al mundo, la bendición ha caído sobre la tierra.

Jehuda sintió un júbilo sin medida. Dios lo había bendecido. Dios le había mandado un sustituto que ocupara el lugar de Alazar: Un varón había venido al mundo, un nuevo Ibn Esra, un descendiente del rey David, su nieto, suyo, de Jehuda Ibn Esra.

Pero en el mismo momento el miedo empañó su júbilo. Un descendiente del rey David, pero también un descendiente de los duques de Borgoña y los condes de Castilla. Don Alfonso tenía el mismo derecho que él sobre el niño; Don Alfonso podía utilizar todo el poder de la cristiandad para defender su derecho, y él, Jehuda, estaba solo. Pero:

—Creo con fe inconmovible… así creía él; y quiero con voluntad inconmovible… así quería él, y decidió: el rey infiel no lo conseguirá. Lo conseguiré con la ayuda de Dios y con mi probada inteligencia.

Mientras tanto, en La Galiana, Doña Raquel contemplaba y acariciaba tiernamente a su hijo. De modo inaudible lo agasajaba y lo disfrutaba, y lo llamaba Emmanuel, una y otra vez Emmanuel, el nombre del Mesías.

Alfonso —tal y como lo exigía la courtoisie y como se lo pedía su corazón— se dejó caer de rodillas ante Raquel y besó la mano de la mujer infinitamente debilitada.

Esto horrorizó al ama Sa’ad. Raquel estaba impura, la parturienta era impura durante mucho tiempo, y aquel hombre, aquel necio, el señor de los infieles, la tocaba y conjuraba así a todos los espíritus contra ella, contra sí mismo y contra el niño. Rápidamente, volvió a poner al niño en la cuna, cortó un par de cabellos de su cabeza para ofrecerlos en sacrificio y puso alrededor de la cuna azúcar para que el niño fuera dulce y bueno, oro para que fuera rico, pan para que fuera longevo.

Alfonso se sentía feliz. Dios le había dado la recompensa de la batalla por adelantado, le había regalado otro hijo en lugar del que había perdido. Decidió que el niño debía ser bautizado al tercer día y que se le pondría el nombre de Sancho: Sancho el Deseado había sido el nombre de su padre. Quería decirle esto a Raquel, pero ella estaba muy débil, mejor aplazarlo hasta mañana o hasta pasado mañana.

Sentía la necesidad de compartir su alegría con otros. Cabalgó hasta Toledo. Hizo llamar a sus consejeros y a aquellos de sus barones que consideraba amigos. Estaba radiante. Repartió mercedes.

También había hecho llamar a Jehuda al castillo, y lo retuvo cuando los otros se retiraron. Como de pasada, le dijo:

—Llamaré al muchacho Sancho como mi padre, el bautizo se celebrará el jueves. Ya sé que no te gusta mi casa de La Galiana pero quizás podrías sobreponerte y darme la alegría de ser mi huésped ese día.

Jehuda, llegado el momento de la decisión, sintió una gran paz. Habría preferido ver a Raquel antes de este enfrentamiento con Don Alfonso. Ella amaba a aquel hombre, le resultaría difícil decirle una y otra vez que no a aquel hambre violento, pero sabía que ella seguía firme en la fe, era su hija, podría hacerlo. No sin respeto dijo:

—Creo, mi señor, que harías mejor en aplazar la decisión. Creo que mi hija Raquel deseará que su hijo crezca según las leyes de Israel y sea educado en las tradiciones y costumbres de los Ibn Esra.

La idea de que Raquel, o incluso el viejo, pudieran siquiera pensar en algo parecido no se le había ocurrido al rey No quería creer que el judío estuviera hablando en serio. Era una broma estúpida, una broma muy poco pertinente. Se acercó a Jehuda, jugó con su blasón.

—Eso te parecería correcto, ¿verdad? —dijo—. Yo lucho con los musulmanes y mi hijo vaga por aquí como un circunciso —se rió.

Jehuda le dijo tranquilamente:

—Con todo el respeto, te ruego, mi señor, que no te rías. ¿O has hablado ya con Doña Raquel?

Alfonso se encogió de hombros malhumorado. La broma iba demasiado lejos, pero no quería que le estropearan el día. Siguió ríéndose a carcajadas. Jehuda dijo:

—Humildemente y por segunda vez, te ruego que no te rías. Podrías conseguir con tus risas que nos fuéramos del reino, si te ríes de nosotros.

Alfonso se impacientó:

—¡¿Estas loco?! —dijo brevemente.

Jehuda, con su suave y penetrante voz, siguió:

—No he estado en La Galiana, lo sabes, no he hablado con Raquel y no hablaré con ella en los próximos días, pero te digo una cosa: ten por seguro que tan cierto como que esta noche se pondrá el sol, es que Raquel abandonará La Galiana y el reino antes de entregar la cabeza de su hijo al agua de tu fe —y finalizó todavía en voz baja pero iracunda—: Muchos de los nuestros han dado muerte a sus hijos antes de permitir que se derramara sobre sus cabezas el agua de la blasfemia —y al hablar ceceaba.

Alfonso quería responder con palabras arrogantes, con desprecio. Pero las tranquilas y violentas palabras de Jehuda llenaban la estancia, resonaban en ella, la voluntad de Jehuda llenaba la estancia y era tan fuente como su propia voluntad. Alfonso reconoció que Jehuda tenía razón. Perdería a Raquel si hacia bautizar al hijo. Debía elegir: tendría que renunciar al niño o a Raquel.

Lleno de desesperada ira, sarcástico, le reprochó a Jehuda.

—¿Y tu Alazar?

Jehuda, muy pálido, dijo:

—El niño no debe seguir el camino de tu escudero Alazar.

El rey calló. En su interior oyó: la serpiente en el jubón, la mecha en la manga. Temió matar a golpes al judío de un momento a otro. Bruscamente salió de la sala.

Jehuda esperó durante largo rato. Alfonso no volvió. Finalmente, Jehuda abandonó el castillo.

El rey ahora que ya no tenía ningún motivo interior para seguir aplazando la cruzada, decidió viajar a Burgos, firmar la alianza, y antes, naturalmente, bautizar al niño. Pero no acababa de decidir cuándo debería partir, si al cabo de una semana o de dos o como muy tarde al cabo de tres.

Entonces le llegó una noticia que acabó rápidamente con sus dudas. El rey Enrique de Inglaterra había muerto en su fortaleza de Chinon, cuando todavía no era viejo, a los cincuenta y seis años de edad.

Alfonso vio ante sí al padre de su Doña Leonor, a aquel hambre de estatura media, corpulento, bastante gordo, con su testuz de toro, sus amplias espaldas, sus piernas arqueadas por el caballo. Rebosante de fuerza, lo veía ante él, el halcón sobre la mano desnuda, de modo que éste clavaba sus garras en la piel. Todo lo que había deseado Enrique lo había tomado con sus manos desnudas enrojecidas y fuertes, tierras y mujeres. Riéndose, le había dicho a Alfonso:

—¡Por los clavos de Cristo, hijo mío! Para un príncipe con cabeza y puños, el mundo es demasiado pequeño.

Él había tenido cabeza y puños, aquel rey de Inglaterra, duque de Normandía, duque de Aquitania, conde de Anjou, conde de Poitou, señor de Tours, señor de Beny, el más poderoso príncipe de la Europa Occidental. Alfonso se sintió sinceramente entristecido por su muerte cuando se quitó el guante y se persignó. Pero ya mientras volvía a ponerse el guante se dio cuenta, con su rápida inteligencia, de las consecuencias que tendría la muerte de aquel hombre para él, para Alfonso y para su reino. Sólo gracias a la inteligente ayuda del muerto Se habían podido impedir hasta el momento la alianza y la campaña. El hijo de Enrique y su sucesor Ricardo, no era un hombre de Estado, era un caballero y un soldado, ansioso de luchar contra cualquier enemigo. No iba a mantenerse alejado de la cruzada, utilizando pretextos como Enrique, partiría de inmediato hacia Tierra Santa con un ejército y presionaría para que también los príncipes hispánicos, sus parientes, se enfrentaran por fin y sin dilación a los musulmanes. La guerra estaba a las puertas.

A Alfonso le convenía. Se desperezó, sonrió, rió.

Ave, bellum, bienvenida seas, guerra —dijo para sí en voz alta, contento, en la sala vacía.

Dictó una carta dirigida a Doña Leonor. Le manifestaba su dolor ante la muerte de su padre. Le comunicó que acudiría de inmediato a Burgos, y terminó diciendo, inocente e insolente, que ahora que no lo impedía ninguna prohibición del rey Enrique se podría firmar y sellar sin dilación el contrato de matrimonio de Berengaria y la alianza con Don Pedro.

Pero todavía había un asunto que debía solucionar antes de emprender el viaje. Aunque estaba seguro de gozar de la protección de Dios, quiso tomar precauciones para el caso de que tuviera que abandonar este mundo. Dotaría a Doña Raquel con riqueza de bienes y a su hijo Sancho, su amado, el pequeño bastardo, le otorgaría los convenientes títulos y dignidades. Ordenó a Jehuda que viniera al castillo.

—Ya lo ves, amigo mío —lo saludó en un tono alegremente burlón—, se acabaron tus manejos y trucos. Ahora tengo mi guerra.

Jehuda dijo:

—La aljama de Toledo rogará para que caigan sobre Vuestra Majestad todas las bendiciones del cielo y pondrá a tu disposición un ejército del cual no tendrás que avergonzarte ante toda la cristiandad.

—A más tardar dentro de tres días —informó Alfonso— partiré a caballo hacia Burgos. Allí tendré muy poco tiempo y absolutamente ninguno a mi regreso. Quiero tomar ahora mis disposiciones para el caso de que, a pesar de vuestras oraciones y de vuestros soldados, el Señor me conceda durante la batalla una muerte cristiana. Prepara tú los documentos, de modo que sólo tenga que firmarlos.

—Escucho, mi señor —dijo Jehuda.

—Quiero asignar a Doña Raquel —declaró el rey bienes que le garanticen unos ingresos anuales de por lo menos tres mil maravedies de oro, y quiero otorgar el título y los derechos del condado y de la ciudad de Olmedo, que han quedado libres, a nuestro pequeño Sancho.

Jehuda apretó los labios, se obligó a respirar tranquilamente. El gesto de Don Alfonso era inteligente y propio de un rey Jehuda vio crecer a su nieto como conde de Olmedo, vio cómo el rey le concedía otras dignidades y señoríos. Quizás el título de infante de Castilla. Absurdo y grandioso, bailaba ante Jehuda el sueño de ver a su nieto, un príncipe de la casa Ibn Esra, convirtiéndose en rey de Castilla.

El sueño se desvaneció. Lo había sabido; desde el momento en que supo de la muerte del rey Enrique, había sabido que tendría que enfrentarse a la más difícil batalla. Dijo:

—Tu generosidad es realmente una generosidad digna de un rey Pero la ley prohibe nombrar señor feudal de un condado a un no cristiano.

Alfonso repuso con ligereza:

—¿Creías que iba a aplazar el bautizo de mi hijo hasta que volviera de la guerra? Mañana por la mañana haré bautizar a Sancho.

Jehuda pensó en el precepto del rabí Tobia: «Debéis entregaros todos a la muerte antes de renunciar a uno solo de vosotros». Pensó en los versículos de las Escritura: «Aquel que entregue a alguno de sus hijos a los idólatras debe morir». Y dijo:

—¿Has hablado con Doña Raquel, mi señor?

—Se lo diré hoy —contestó Alfonso—, pero, si lo prefieres, puedes decírselo tú mismo.

Jehuda, en su interior, rogó: «Espero en tu ayuda, Adonai. Espero, Adonai, en tu ayuda». Y dijo:

—Tú eres descendiente de los duques de Borgoña y de los reyes godos, pero Doña Raquel es una Ibn Esra de la casa del rey David.

Alfonso golpeó el suelo con el pie.

—Termina ya con tu palabrería —le ordenó—, sabes tan bien como yo que no puedo tener un judío por hijo.

—También Cristo fue judío, mi señor contestó tranquilo y obstinado Jehuda.

Alfonso tragó saliva. No tenía ningún sentido discutir con Jehuda sobre cosas de fe. Él mismo le comunicaría a Raquel que el niño sería bautizado al día siguiente, pero ella estaba todavía tan débil, y aunque Jehuda exagerara su fortaleza interior, ella se sentiría muy afectada, quizás la pondría en peligro si bautizaba al hijo.

—Prepara los documentos tal y como te he dicho —le ordenó—, y ten por seguro que mi hijo será bautizado antes de que yo parta hacia la batalla. Harás bien en utilizar tu buen sentido y preparar a Doña Raquel.

Jehuda respiró aliviado. De momento el rey se iba a Burgos. Había ganado unas cuantas semanas. Sería un tiempo de tormento. Ahora sabía que para el rey era terriblemente importante no marchar a la guerra sin haber bautizado al niño. Pero se había ganado tiempo, y el Dios que le había concedido tantas bendiciones, también esta vez le mostraría el camino.

Como si Alfonso hubiera adivinado sus pensamientos, le dijo:

—Y que no se te ocurra utilizar mientras estoy en Burgos, alguno de tus oscuros trucos. No quiero perturbar a Raquel en su debilidad. Pero tampoco tú debes importunarla con charlas, amenazas y promesas. Mi hijo, hasta que yo vuelva, debe seguir estando como está: todavía no es cristiano, pero tampoco judío.

—Sea como tú dices —contestó Jehuda.

Permanecían en pie uno frente al otro y se medían hostiles, recelosos.

—No confío en ti, Jehuda —le dijo Alfonso con franqueza—, tendrás que hacer un juramento.

—Estoy dispuesto, mi señor —dijo Jehuda.

—Pero debe ser un juramento muy grave —continuó Alfonso—, de lo contrario no te sentirás ligado por él.

Había tenido una terrible ocurrencia. Existía un viejo juramento que en el pasado, cuando él era todavía un muchacho, habían tenido que prestar los judíos; una fórmula extraña y oscura, según la cual caían sobre aquel que rompía su palabra toda clase de maldades. Más tarde, en respuesta a los ruegos de los judíos y gracias a las gestiones de Don Manrique, él mismo había abolido aquella fórmula. No se acordaba exactamente del texto, pero sí de que se trataba de un juramento horroroso que llenaba de espanto y al mismo tiempo resultaba ridículo.

—Sé que existe un juramento así de duro —le decía ahora a Jehuda—, antes teníais que pronunciarlo, quizás fui demasiado indulgente cuando os libré de esa obligación. A ti no voy a librarte.

Jehuda empalideció.

Había oído hablar de la lucha que la aljama había tenido que librar por aquel entonces para verse libre de aquella humillante ceremonia; habían pagado mucho dinero por ello. Le escocía amargamente verse ahora humillado de este modo.

—No me hagas pronunciar ese juramento, mi señor —rogó.

La resistencia del judío convenció al rey de que había encontrado el medio correcto para atarle las manos a aquel hombre astuto.

—¿Quieres volver a regatear y buscar nuevos pretextos? —le gritó—. ¡O pronuncias el juramento, o bautizo al niño hoy mismo!

Les fue procurada la vieja fórmula. No fue fácil encontrar al hombre adecuado que pudiera tomar juramento a Jehuda. Debía ser un experto en hebreo y una persona fiable, para que no hablara. Alfonso se dirigió al capellán del castillo, aquel sacerdote a quien hacía tiempo había preguntado qué era el pecado.

Aquél, todavía joven señor gozoso por la confianza del rey, intimidado por lo ridículo y lo espantoso de la ceremonia, tomó, pues, en presencia de Alfonso, juramento al ministro. Don Jehuda Ibn Esra tuvo que jurar que hasta el regreso del rey el hijo de su hija Raquel permanecería en su actual estado, ni fiel ni infiel, ni cristiano ni judío.

Jehuda tuvo que jurar por el Dios que, con su dedo, había escrito sus leyes en las tablas de piedra; por el Dios que había destruido Sodoma y Gomorra; por el Dios que había ordenado a la tierra que se abriera y se tragara a la banda de Coré; por el Dios que hizo que el faraón se ahogara junto con todos sus hombres, caballos y carruajes. Y el sacerdote, de acuerdo con la fórmula, le ordenó:

—Y quiera Dios que, si rompes tu juramento, caigan sobre ti todas las plagas que cayeron sobre Egipto, y todas las Tochechot, las maldiciones que Dios ha echado sobre aquellos que desprecian su nombre y sus mandamientos.

Jehuda tuvo que poner su mano sobre las Escrituras, sobre el capítulo veintiocho del quinto libro de Moisés, y el sacerdote cristiano le recitó las maldiciones. Frase por frase se las leyó en voz alta, en hebreo, y Jehuda tuvo que repetirlas, frase por frase. Y el rey siguió con gran placer y ansiedad el texto latino, frase por frase.

Y Jehuda llamó sobre su cabeza todas aquellas terribles maldiciones. Y el rey y el sacerdote dijeron: Amén.