Capítulo I

ALFONSO abrió los ojos y al instante estuvo totalmente despierto. Nunca ni en ningún lugar necesitaba un tiempo de transición entre el sueño y la realidad. También ahora en aquella habitación de estilo árabe, a la que no estaba acostumbrado y en la que sólo penetraba la luz de la mañana amortiguada por los oscuros cortinajes que cubrían la pequeña ventana, estuvo enseguida perfectamente despierto. Desnudo, delgado, blanco de piel y vello de un rubio rojizo, yacía en la lujosa cama, perezoso y profundamente satisfecho.

Había dormido solo. Raquel, tras unas pocas horas, lo había echado de su habitación; lo mismo había hecho las tres últimas noches. Al despertar quería estar sola. Por las noches y por las mañanas, antes de mostrársele, llevaba a cabo largos preparativos. Se bañaba en agua de rosas y se vestía con primor.

Se levantó, se desperezó, anduvo desnudo de un lado a otro de la habitación, no muy grande, cubierta de alfombras. Tarareaba bajito, y puesto que a su alrededor todo estaba tan silencioso y todo sonido era amortiguado, tarareó más fuerte, cantó, cantó en voz alta una canción de guerra, cantó alegremente y lleno de satisfacción a pleno pulmón.

Desde que estaba en La Galiana no había visto, aparte del jardinero Belardo, a ningún cristiano; ni siquiera había recibido a su amigo Garcerán que venía cada mañana a informarse de sus deseos y de sus órdenes. Antes, a todas horas estaba rodeado de gente, ocupado en diversas actividades, asuntos o conversaciones; ahora, por primera vez se encontraba ocioso y solo. Toledo, Burgos, la Guerra Santa, toda Hispania, habían desaparecido, nada existía, sólo él y Raquel. Sorprendido, disfrutó de aquella novedad. Lo que estaba viviendo aquí, ¡eso era la vida! Durante toda su existencia anterior había estado sumido en la somnolencia.

Dejó de cantar; se desperezó enérgicamente, se rió sin motivo.

Después se encontró con Raquel. Desayunaron juntos. Él tomó caldo de gallina con pastel de carne, ella un huevo, dulces, fruta; él bebió un vino especiado considerablemente aguado, ella zumo de limón con mucho azúcar Él la contemplaba orgulloso y feliz. Ella iba envuelta en un vestido de finísima seda. También llevaba un medio velo como era costumbre que lo llevaran las mujeres casadas. Pero ella podía envolverse y esconderse tanto como quisiera, él conocía cada pulgada de su cuerpo.

Hablaban animadamente. Ella tenía mucho que explicarle y que contarle: ¡Había tantas cosas relacionadas con ella que a él le resultaban extrañas! Y él quería saberlo todo, y la entendía tanto si le hablaba en árabe, en latín o en castellano. También a él se le ocurrían siempre cosas nuevas que con toda seguridad podían interesarle a ella y que sentía la necesidad de contarle de inmediato. Cada palabra que uno de ellos decía era importante, por muy insignificante y casual que pareciera, y cuando se encontraban solos recordaban cada uno las palabras del otro, pensaban en ellas y sonreían. Era maravilloso que cada uno comprendiera tan bien al otro a pesar de ser tan distintos entre sí. En lo que se refiere a los sentimientos más profundos, eran iguales, ambos sentían lo mismo que el otro sentía: una felicidad sin límite.

¡Oh, qué bendición fundirse uno en el otro! Sentían acercarse ese momento, cada vez más próximo. La breve fracción de un instante y allí estaba; y se deseaba ese momento y se intentaba aplazar; ya que el deseo era tan maravilloso como su cumplimiento.

La Galiana tenía un gran parque. Dentro de los muros que lo rodeaban, blancos y severos, había siempre cosas nuevas que descubrir; y sobre cada una de ellas existían extraordinarias historias, y todas ellas iban ligadas a algún recuerdo, el pequeño bosquecillo, la pérgola, el estanque, la misma casa. Allí estaban, por ejemplo, las dos cisternas medio derruidas —se las había dejado tal como estaban—, aquella antiquísima máquina de medir el tiempo del rabí Chanan. Raquel contó a Alfonso la vida y la muerte del rabí. Alfonso la escuchó, no sabía muy bien qué decir; no dijo nada.

Ambos conocían y disfrutaban hablando de la historia de aquella princesa Galiana cuyo nombre llevaba la propiedad. Su padre, el rey Galafré de Toledo, había construido el castillo para ella. Atraídos por la fama de su belleza, llegaron muchos pretendientes, entre ellos Bradamante, rey de la vecina Guadalajara, un hombre de gigantesca figura, y el rey Galafré le prometió a su hija en matrimonio. Pero también el rey franco Carlomagno había oído hablar de la belleza de la princesa Galiana. Llegó a Toledo bajo el nombre supuesto de Mainét, se puso al servicio de Galafré y venció al más poderoso enemigo del rey, el califa de Córdoba. Galiana se enamoró del heroico Carlos y el agradecido rey Galafré le prometió ahora a él la mano de la princesa. Pero entonces el decepcionado pretendiente, el gigantesco Bradamante, invadió Toledo declarándole la guerra al rey y retó a Mainét, a Carlos, a un duelo. Y éste lo aceptó, venciendo y dando muerte al gigante. Pero el rápido encumbramiento de Carlos le había conquistado muchos enemigos, quienes hicieron creer al rey Galafré que Mainét pretendía su corona, de modo que Galafré decidió ordenar que fuera asesinado. Pero la princesa Galiana advirtió a su amado, huyó con él a la ciudad de Aquisgrán y se convirtió al cristianismo y en su reina.

Raquel estaba dispuesta a creer que Galiana se había enamorado del rey franco y había huido con él. Pero no creía que Carlos hubiera vencido al gigante, y mucho menos que Galiana se hubiera convertido al cristianismo. Alfonso decía:

—Así lo ha encontrado escrito Don Rodrigue en los viejos libros, y él es un hombre muy instruido.

—Se lo preguntaré a mi tío Musa —decidió Raquel.

Alfonso, ligeramente irritado, le dijo:

—El palacio de Galiana fue destruido cuando mi tatarabuelo conquistó Toledo. No fue reconstruido en su momento porque, en aquellos tiempos, Toledo se encontraba directamente en la frontera. Pero ahora Calatrava y Alarcos están sólidamente en mi poder; y Toledo está segura. De modo que he podido reconstruirte La Galiana sin peligro.

Raquel se rió suavemente. Él no tenía necesidad de decirle qué clase de héroe, caballero y gran rey era; cualquiera lo sabía.

Alfonso dejó que Raquel le explicara los proverbios escritos en las paredes; a menudo, las antiguas letras cúficas eran semejantes entre sí. Raquel las leía sin esfuerzo. Ella le contó cómo había aprendido a leer y escribir: primero sencillos versículos del Corán y los 99 nombres de Alá, en escritura neschi, la escritura nueva y corriente; más tarde había aprendido la antigua escritura cúfica, y finalmente, de su tío Musa, la hebrea. Alfonso le perdonaba todo aquel saber superfluo porque se trataba de Raquel.

Entre las sentencias de la pared se encontraba aquella antiquísima sentencia árabe que tanto le gustaba a su tío Musa: «El peso de una pluma de paz es mejor que el peso del hierro de la victoria». Ella le leyó la sentencia; contundentes, enigmáticas y grandilocuentes brotaban aquellas extrañas palabras de sus labios infantiles. Como él no las comprendía, ella lo tradujo al latín vulgar: una onza de paz es más valiosa que una tonelada de victorias.

—Esto no tiene sentido —dijo Alfonso con brusquedad—, es algo propio de campesinos y de burgueses, no de un caballero. —Pero como no quería herir a Raquel, añadió condescendiente—: En boca de una dama puede ser aceptable.

—Una vez también yo compuse una sentencia —le contó él más tarde—. Fue durante la conquista de Alarcos. Había ocupado la cordillera al sur de Nahr el Abiad y la había asegurado con una fuerte guardia, al mando de la cual puse a un tal Diego, un vasallo de mis barones de Haro. El hombre se dejó sorprender por un asalto a su puesto, casi estuvo a punto de costarme Alarcos. El tal Diego se había dormido. Mandé que lo ataran a una de las estacas de una tienda y lo custodiaran. Después compuse mi sentencia. A ver si todavía me acuerdo. «Debe velar aquel que quiera obtener la cabeza de su enemigo y el escudo de su enemigo. El lobo que duerme, no captura ninguna presa. El hombre que duerme, no consigue ninguna victoria». Hice escribir esto con grandes letras, y Diego tuvo que leerlo esa primera mañana, en la segunda y en la tercera, tres días consecutivos. Sólo entonces hice que le arrancaran los ojos que no habían visto al enemigo. Después de esto conquisté Alarcos.

Raquel permaneció callada durante todo aquel día.

Normalmente, Raquel pasaba las horas de calor en la tranquila penumbra de su habitación, cuyos revestimientos de fieltro empapado en agua refrescaban el ambiente. Don Alfonso se tumbaba entonces en el parque, a la sombra de un árbol, y le gustaba hacerlo cerca del jardinero Belardo, que también durante las horas de calor trabajaba diligentemente o al menos lo fingía. La primera vez, Belardo había querido marcharse, pero Alfonso le pidió que se acercara: le gustaba hablar con personas de baja condición. Él hablaba su lengua, y la hablaba con su misma entonación, de modo que ellos confiaban en él y eran respetuosamente sinceros cuando le decían lo que pensaban. El rostro redondo, gordo y astuto de Belardo y su modo de ser honesto y pícaro divertían al rey A menudo le hacía una seña para que se acercara y conversaba con él.

Belardo tenía una voz agradable, Alfonso solía hacerlo cantar; lo que más le gustaba eran las romanzas. Entre éstas estaba la romanza de la dama Florinda, también llamada la Cava. En ella se decía que Florinda y su doncella, creyéndose a salvo de miradas indiscretas, desnudaron sus delicadas piernas y midieron su contorno por medio de una cinta de seda amarilla. Y las piernas más blancas y más hermosas las tenía Florinda. Pero oculto tras las cortinas de una ventana, el rey Rodrigo contemplaba su juego, y un fuego secreto ardió en su corazón. Llamó a Florinda a su presencia y le dijo:

—Florinda, la que florece, estoy ciego y enfermo de amor Cura mi mal y te lo agradeceré con mi cetro y con mi corona.

Se dice que al principio ella no contestó que sí, que se sintió ofendida pero al fin sucedió tal y como el rey lo quería, y Florinda, la que florece, fue desflorada. Pronto tuvo que purgar el rey sus malos deseos, y con él toda Hispania. Y cuando se pregunta quién de ambos era el culpable, decían los hombres: Florinda. Y las mujeres decían: Rodrigo.

Así cantaba el jardinero Belardo, y Alfonso escuchaba, y por un momento sospechó que aquel hombre, con desvergonzada intención, le estaba advirtiendo del destino de este rey Rodrigo, el último de los reyes godos. Porque el padre de la seducida Florinda, el conde Julián, tal y como contaban otras romanzas, se había aliado con los árabes para vengarse del rey Rodrigo, había introducido a los árabes en Hispania, y de este modo la pecaminosa pasión del rey Rodrigo había sido la causa de que el reino de los godos cristianos fuera destruido. Pero el jardinero Belardo adoptaba una expresión bobalicona, inocente y conmovida; no, no había pensado nada malo.

Por las tardes, Raquel salía a bañarse en el estanque. Animaba a Alfonso a nadar con ella. Se desnudaba con timidez ante ella y encontraba poco correcto que ella se desnudara ante él. Viejos prejuicios le asaltaban. Mahoma había prescrito a sus fieles tres, incluso cinco abluciones diarias; también para los judíos una limpieza estricta era un mandamiento religioso, de modo que la Iglesia veía con recelo a aquellos que se lavaban con demasiada frecuencia.

Con un leve grito, Raquel metía el pie dentro del agua, y luego se dejaba caer con rapidez y decisión y nadaba. Él la seguía, le divertía nadar y sumergirse en el agua.

Se sentaban desnudos al borde del agua y dejaban que el sol los secara. Hacia calor, el aire centelleaba; de los arriates de flores y de los naranjos les llegaba el pesado aroma; las cigarras chirriaban y cantaban. Él le preguntó de repente:

—¿Conoces la historia de Rodrigo y Florinda?

Raquel la conocía.

Y explicó presumida:

—Pero es un cuento que su amor hiciera desaparecer el reino de los godos. Tío Musa me lo ha explicado exactamente. El Estado cristiano había envejecido, los reyes godos y los soldados se habían afeminado. Por esto fue que los nuestros los vencieron en una rápida lucha y con un reducido ejército.

Puso de mal humor a Alfonso que ella dijera «los nuestros». Pero la observación de aquel sospechoso Musa le gustó.

—Puede ser que por una vez tu viejo búho Musa tenga razón. El rey Rodrigo era un mal soldado, por eso se dejó vencer. Pero desde entonces nosotros hemos aprendido el arte de la guerra —dijo irguiéndose—, y quienes ahora se han afeminado son tus musulmanes, con todas sus alfombras y sus versos y los 99 nombres de Dios que te han enseñado. Destruiremos sus muros y sus torres, y sus príncipes morderán el polvo, y sus ciudades serán derruidas hasta que no se levanten ni un palmo del suelo y por encima de sus restos esparciremos sal. Arrojaremos a tus musulmanes al mar señora. Ya lo veras.

Se había levantado. Desnudo, obstinado, satisfecho, estaba en pie bajo la luz del sol.

Ella se acurrucó, sobrecogida por la súbita conciencia de su extranjería. Él era maravilloso, ese Alfonso suyo, allí de pie, fuerte, divertido, orgulloso, masculino, absolutamente digno de que ella lo amara. Y era inteligente, más de lo que parecía. Era magnifico, verdaderamente magnifico, el señor natural de Castilla, y quizás de toda al-Andalus bañada por el mar Pero lo mejor que había bajo el cielo y en el cielo le había sido negado. Lo más importante él no lo sabía, no sabía nada acerca del espíritu. Pero ella sabía de eso, porque tenía a su padre y a Musa, y porque pertenecía a aquéllos cuya herencia era el Gran Libro.

Él se dio cuenta de que algo discurría por su cabeza. Sabía que ella lo amaba con toda su alma, lo amaba todo en él: sus virtudes y su fuerza con toda su exaltación, que quizás era un defecto, pero lo mejor que había en él, su hidalguía, podía como máximo amarla, pero no comprenderla. Nadie podía hacerle comprender lo que era un caballero, ni siquiera lo que era un rey. Mis perros comprenden esto mejor, pensó groseramente, y en ese momento lamentó no haberse llevado sus grandes perros a La Galiana. Pero al mismo tiempo sintió de modo confuso que en el alma de Raquel había estancias que a su vez le estaban cerradas a él. Todo lo árabe, lo judío, lo ancestralmente ajeno que había en ella, él nunca podría llegar a comprenderlo del todo, como máximo podría destruirlo. Y todavía más confusamente y de modo aún más inexpresable, en lo que dura un parpadeo, sintió que le sucedía lo mismo con todas las tierras de Hispania. Aquellas tierras le pertenecían, él era su dueño, Dios se las había dado, él era el rey y las amaba. Pero en aquella Hispania había una gran parte, muy grande, que era árabe y judía, y esa parte le estaba sometida pero a pesar de todo vedada.

Pero entonces vio a Raquel acurrucada, que le pertenecía a él por completo, que se había entregado a él, y vio en ella a una dama en apuros, y recordó sus obligaciones caballerescas.

—No será mañana ni pasado mañana, cuando eche a tus musulmanes al mar —la consoló—, y, por supuesto, no quería mortificarte.

Al cabo de pocos días tenían la impresión de haber estado allí toda su vida; sin embargo, no se sentían hastiados ni las horas transcurrían con monotonía: los días eran demasiado cortos y las noches eran demasiado fugaces, y siempre había algo nuevo que decirse, y siempre se les ofrecían nuevas distracciones.

Raquel, la contadora de cuentos, se sentaba junto al surtidor del patio, y el agua del surtidor se alzaba y caía, y ella contaba veinte historias, cien historias, que se entrelazaban entre si como las inscripciones de las paredes. Ella le contaba la historia del encantador de serpientes y de su mujer y la del perro generoso y la de la muerte del amante de la tribu Usra y la del afligido maestro. Y le contaba la historia del Un-diente y Dos-dientes, y la del distinguido señor que quedó embarazado. Y le contaba el cuento del huevo del pájaro Rock y el cuento de la naranja que se abrió cuando el poeta quiso comerla, y cómo él penetró en la naranja, que era en realidad una gran ciudad, donde le sucedieron las más maravillosas aventuras.

Ella se sentaba al borde del surtidor, la cabeza apoyada en la mano, y seguía contando, y con frecuencia cerraba los ojos para ver con más claridad lo que contaba.

Ella contaba al estilo árabe de aquellos tiempos, algo así como:

—Y al día siguiente —buenos días, querido oyente y rey— fue nuestra viuda al comerciante… o se interrumpía y preguntaba:

—Y ahora, querido oyente y rey ¿qué habrías hecho tú de estar en el lugar del médico?

Él escuchaba, y, oyendo las maravillosas cosas de las que estaba el mundo lleno, comprendió de pronto cuán maravillosa era su propia historia, que hasta el momento le había parecido de lo más natural. Porque su vida, como los cuentos de ella, estaba tan llena de aventuras: fue coronado rey a los tres años, y los grandes lucharon para hacerse con la regencia, llevándolo de un campamento a otro campamento y de una ciudad a otra ciudad, hasta que él, a los catorce años, con una voz que todavía se quebraba cuando gritaba, desde la torre de la iglesia de San Román hizo un llamamiento en Toledo a todos los ciudadanos para que respaldaran a su rey y lo salvaran de las manos de sus barones. Y, siendo todavía muy joven, pretendió a la princesa inglesa, quien a su vez todavía era una niña, y los rodeos que hubo de dar, porque había guerra con León, hasta que finalmente pudo organizarse la boda. Y durante toda su juventud siguió guerreando y luchando contra los infieles, contra sus grandes rebeldes, contra el rey de Aragón, el de León, el de Navarra, el de Portugal, y también, piadosamente, contra el Santo Padre. Y mandó construir iglesias y conventos y fortalezas, y finalmente este palacio de recreo de La Galiana. Y el mismo hecho de estar allí sentado y haber encontrado lo que daba sentido a su vida: aquella mujer y aquellos cuentos de los que su propia vida formaba parte.

Ella inventaba nuevos juegos. Se mostró ante él con las ropas de muchacho que solía llevar cuando estaba de viaje. También llevaba ceñida la daga; y así vestida se pavoneaba dulce, guapa e inexperta. Ella le regaló una bata ricamente bordada de preciada seda, y además unas zapatillas bordadas con perlas. Pero él se ponía la bata sólo a regañadientes, y cuando ella quiso que se sentara en el suelo con las piernas cruzadas, se negó malhumorado.

Para reparar el agravio de no haber sabido apreciar su regalo se mostró ante ella con la armadura. Pero se trataba sólo de la armadura ligera de plata que llevaba en las festividades. Ella quedó sinceramente embelesada al ver cuán delgado, arrojado y elegante parecía y le contó cómo había temblado aquel día cuando él luchó con el toro. Pero cuando ella le rogó que se le mostrara con la armadura de verdad, con aquella que llevaba en las batallas, él esquivó el tema, y también cuando ella le preguntó por su famosa espada Fulmen Dei, Rayo de Dios, le dio tan sólo respuestas evasivas.

Ella no hacía más que elogiarlo ante el ama Sa’ad. Y puesto que ésta callaba malhumorada, le espetó:

—A ti no te gusta, no puedes soportarlo.

—¡Cómo voy a aborrecer algo que le gusta a mi corderilla! —repuso Sa’ad. Pero a continuación reconoció:

—Me pone de mal humor que no te convierta en su sultana. Incluso para ser su sultana serías tú demasiado buena.

El ama siguió estando preocupada y sintiéndose desdichada, hasta que un día sacó de su imponente pecho lo mejor que tenía, un amuleto de plata con cinco rayos parecidos a los dedos de una mano. Se trataba de una «Mano de Fátima», un amuleto que estaba prohibido, pero que era muy efectivo, y le rogó a Raquel que lo llevara, y Raquel conmovida lo tomó.

Cuando el ama Sa’ad necesitaba cosas de la ciudad, debía dirigirse a Belardo. Se entendían sólo con esfuerzo, y aquel gordo infiel le resultaba a ella tan repulsivo como ella a él. Pero ambos tenían necesidad de charla. Así que se sentaban juntos en un banco a la sombra de un árbol. Ella totalmente cubierta por el velo y maldiciendo. Suponiendo que él no la entendía, emitía en un árabe gutural y rápido desdeñosos juicios sobre el rey nuestro señor; él, censuraba y lamentaba en un castellano áspero el despreciable delito de un rey cristiano que en tiempos de Guerra Santa se acostaba con una judía. Ninguno entendía al otro y ambos asentían dándose mutuamente la razón.

Con el tiempo, Don Alfonso había hecho traer a sus perros, eran perros grandes. A Raquel no le gustaban. Él corría con sus animales, les lanzaba durante la comida pedazos de carne. Esto causaba repulsión a Raquel que estaba acostumbrada a tranquilas y exactas normas de conducta durante las comidas. Él notó su desagrado y renunció a hostigar a los perros y a lanzarles comida y empezó de nuevo de cero. Jugaban al ajedrez. Ella jugaba bien y pensaba durante mucho rato antes de mover. Esto le hacia ponerse nervioso y le exigía que moviera de una vez. Ella le miraba sorprendida, apremiar de este modo al contrincante no era corriente en los países islámicos. Él, excesivamente rápido, quiso una vez retirar una pieza. Ella se sintió extrañada: si se tocaba una figura, había que moverla. Amablemente, le llamó la atención sobre esa regla, él dijo:

—Entre nosotros esto no es así —y cambió la jugada. Durante el resto de la partida, ella permaneció en silencio e hizo cuanto pudo por dejarse ganar.

Iban a pescar. Daban paseos en canoa por el río Tajo. Ella le rogó que le indicara los errores que cometía al hablar en latín y en castellano, y por su parte intentó corregir el árabe de él. Él comprendía con facilidad y rapidez. Pero no daba ninguna importancia a estas cosas.

Había relojes de arena en La Galiana, relojes de sol y relojes de agua; Raquel no les dirigía ni una sola mirada, su único sol eran las flores. Estaban las rosas de Schiras, que se abrían al mediodía; estaban los tulipanes de Konja, que sólo se abrían a última hora de la tarde; estaba el jazmín, que sólo a medianoche dejaba emanar su aroma con toda su intensidad.

Pero llegó una mañana en la que Garcerán consiguió llegar hasta Alfonso y le anunció:

—Mi padre está aquí.

La ancha y clara frente de Alfonso se frunció peligrosamente.

—¡No quiero ver a nadie! —gritó—. ¡No quiero!

Garcerán guardó silencio durante un breve espacio de tiempo, después contestó:

—Mi padre, tu Primer Ministro, me hace decirte que tiene tantos mensajes como cabellos grises en su cabeza.

Alfonso, en zapatillas, iba de un lado para otro. Garcerán le seguía con la mirada, casi sentía piedad por su amigo. Finalmente, enfadado, dijo Alfonso:

—Ruega a tu padre que tenga la bondad de esperar un poco más. Lo recibiré.

Don Manrique no tenía ni una sola palabra de reproche, habló de asuntos como si hubiera estado con el rey el día anterior. El maestre de la orden de Calatrava solicitaba audiencia para un asunto apremiante. El obispo de Cuenca se encontraba en Toledo y le rogaba que le permitiera presentar personalmente al rey los asuntos de su ciudad. El mismo ruego había presentado una delegación de la ciudad de Logroño, también una diputación de Villanueva. Todo el mundo veía con intranquilidad el hecho de que no se pudiera hablar personalmente con el rey. Alfonso repuso con vehemencia:

—¿Debo estar siempre sentado allí esperando a ver si alguien tiene alguna desvergonzada solicitud? Todavía no hace dos meses que di orden de dar al obispo de Cuenca mil maravedíes. No quiero ver su bocaza piadosa y codiciosa.

Don Manrique, como si Alfonso no hubiera dicho nada, continuó:

—A Villanueva se le hicieron promesas y espera su cumplimiento. Los privilegios en favor de Logroño necesitan tu firma. El asunto de López de Haro debe decidirse, desde hace mucho tiempo se prometió una respuesta. El maestre de la orden no puede llevar a cabo la reconstrucción de Calatrava sin tu aprobación. Ciudadanos de la ciudad de Cuenca esperan en los calabozos de Castro.

Alfonso, sombrío pero sin énfasis, dijo:

—Yo mismo he tenido que esperar mucho, ya lo sabes Don Manrique. —Y añadió, repentinamente decidido—: Mañana estaré en Toledo.

Se reunió con Raquel. Con brusquedad, el dolor y la rabia lo hacían actuar con torpeza, le comunicó a Raquel:

—Tengo que ir mañana a Toledo.

Ella empalideció mortalmente.

—¿Mañana? —preguntó absurdamente.

—Pero sólo me quedaré allí muy poco tiempo —le aseguró él apresuradamente—, dentro de tres días estaré de regreso.

—¿Tres días? —repitió ella.

Y de nuevo sonó como un lamento, sin sentido, como si no comprendiera.

—No te vayas todavía —le rogó ella. Y una y otra vez le suplicaba:

—No te vayas todavía.

Él partió de madrugada a caballo, y Raquel se quedó sola.

La mañana se hizo interminable, y todavía tenía que pasar otra mañana, y una tercera antes de que él estuviera de regreso.

Salió al jardín, llegó hasta el Tajo, volvió a la casa, volvió a salir al jardín, miró hacia la sombría ciudad de Toledo, y la rosa de Schiras todavía estaba cerrada. Todavía no había llegado el mediodía. Y después de que la rosa se abrió, las horas transcurrieron todavía más despacio. A primera hora de la tarde, Raquel yacía en la penumbra de su habitación, hacia mucho calor, ¿no iba a hacerse nunca de noche? Y salió de nuevo al jardín, pero los tulipanes todavía estaban cerrados, y las sombras apenas si se habían alargado. Finalmente, anocheció, pero su tormento aún se hizo mayor.

Tras una noche eterna, alboreó negra y gris la mañana, adquirió un tono gris más claro, y la luz empezó a filtrarse, blancuzca, a través de las cortinas. Ella se levantó, se hizo bañar, untar con ungüentos y vestir y vaciló indecisa. Le trajeron el desayuno, pero los frutos no le resultaron jugosos, los exquisitos dulces no le parecieron dulces; en su imaginación veía al ausente Alfonso comer y beber despreocupado y con avidez, ella le habló, le dijo a su imagen etérea palabras enamoradas, alabó su rostro delgado y masculino, su pelo de un rubio rojizo, los dientes afilados y no muy grandes. Sus manos resbalaron por sus costados y sus caderas hacia abajo, le dijo palabras vergonzosas que nunca hubiera podido decirle al Alfonso de carne y hueso, se sonrojó y se rió.

Se contó cuentos a si misma de gigantes, monstruos que golpeaban y mataban todo aquello que tenían a su alrededor y que querían devorar la médula de los huesos de sus enemigos. Pronunció frases que había pronunciado Alfonso, pero exagerándolas hasta adquirir tonos monstruosos. Alfonso era uno de aquellos salvajes personajes, pero ella no podía descubrir cuál. Aunque en realidad no se trataba de él, sino de un Alfonso encantado, embrujado, hechizado, que esperaba a la amada que lo liberara de la forma que se había visto obligado a adoptar Y ella lo liberaría.

Recordó la primera vez que había hablado con él en Burgos y cómo le dijo que su sombrío castillo no le gustaba. Y pensó en su sultana, Doña Leonor, y en cómo su benévola y fría mirada la observó apreciativamente. Sintió en ella un ligero malestar, pero se libró de él.

Escribió a Alfonso una carta, sin intención de que él la leyera alguna vez, pero debía confesarle cuánto y por qué lo amaba. Y escribió con toda la fuerza de su corazón: «Eres maravilloso, eres el mayor caballero y héroe de Hispania, pones en peligro tu vida por cosas absurdas, porque un caballero así debe hacerlo, y aunque esto no tiene ningún sentido, es al mismo tiempo arrebatador, y por esto te amo. Mi querido, impaciente y belicoso Alfonso, eres ruidoso, impetuoso y rebelde como un pájaro salvaje, y yo quiero tenerte en mi regazo». Leyó lo que había escrito y asintió con expresión sería e indómita.

Para aprender el idioma, había leído un pequeño libro de versos francos; había un poema que le había gustado particularmente. Buscó el libro y se aprendió de memoria el poema. «Dijo la dama: Haré cualquier voto por ti, mi amigo y verdadero deseo de mi corazón, mon ami et mon vrai désir. Dijo el caballero: ¿Cómo he sido merecedor, señora, de que me ames así? Dijo la dama: Porque todo tú eres tal y como yo te soñé, mon ami et mon vrai désir».

Salió al parque. El jardinero Belardo estaba recogiendo melocotones, y ella le rogó que, por favor, dejara un par de frutos en el árbol, como se hacía en Sevilla para que el árbol no estuviera triste. Belardo dejó de inmediato de arrancar melocotones, pero ella sintió hostilidad detrás de su solicitud.

Se sentó a orillas del Tajo y dirigió la mirada hacia Toledo, soñando. Pensó en Alfonso, cubierto con su armadura de plata. Le regalaría una armadura como las hacia el armero Abdullah de Córdoba, de un azul negruzco, con muchas piezas articuladas, eran muy elegantes pero al mismo tiempo ofrecían una mayor protección que las cotas de mallas de los cristianos. Su padre debía conseguirle la armadura.

De pronto recordó con corazón contrito que había prometido a su padre ir a visitarle siempre la víspera del Sabbath para pasar con él todo el día santo. No era él quien lo había pedido, sino ella quien se lo había propuesto, ¡y durante todo este tiempo lo había olvidado! Consternada, reconoció cuán alejado de su vida se encontraba ahora su padre.

Este viernes iría a visitarlo. No, ese día volvía Alfonso. Pero al viernes siguiente iría a verlo y nada podría detenerla.

En Toledo ninguno de los consejeros tuvo una palabra de reproche o de simple extrañeza para Alfonso, pero él sintió su desaprobación. Esto no le preocupó en absoluto. Sólo la visión de un hombre le habría resultado penosa. La de Jehuda. Pero éste no se presentó.

Los asuntos llenaban el día de Alfonso: recepciones, deliberaciones, el estudio de documentos. Hablaba, debatía, sopesaba argumentos a favor y razones en contra, decidía, firmaba. Se esforzaba en ver a las personas y a las cosas con la necesaria dureza y claridad, pero siempre se sentía nublado de nuevo por el embrujo de La Galiana, y mientras hablaba, trabajaba y firmaba, pensaba: ¿Qué estará haciendo ella ahora? ¿Estará en el mirador o en el patio? Quizás lleve el vestido verde.

Por la noche ardía de deseo, quería pensar en las obras de la fortaleza de Calatrava y en su disputa con el obispo de Cuenca. En lugar de esto, le venían a la memoria versos árabes que Raquel le había recitado, e intentaba reconstruir todo el poema, pero a pesar de su buena memoria no podía encontrar todas las rimas, y esto lo enfurecía. Veía claramente los labios de Raquel de los que brotaban los versos, pero no conseguía entenderla, ella intentaba ayudarle, y abría los brazos y lo esperaba. Y nuevos ardores lo invadían, sentía latir la sangre en las sienes y no podía permanecer tumbado.

Finalmente, la eternidad de aquellos tres días pasó y volvió a estar en La Galiana, y el mismo júbilo ilimitado que estallaba en sus pechos, alzándose hacia el cielo, los llenó a ambos.

Ella le daba todo cuanto él deseaba, pero no bastaba. Ninguna caricia bastaba, ningún beso, ningún abrazo, ninguna unión. Él la deseaba cada vez más profundamente, frenéticamente, de modo que no había satisfacción para su deseo.

Él se hizo uno con ella, más unido a ella que consigo mismo. A ella podía decirle cosas que todavía no había dicho a nadie, que ni siquiera se había confesado a sí mismo, cosas llenas de orgullo, infantiles, reales, insensatas; y cuando creía haber descubierto lo más secreto de ella, su proximidad le hacía descubrir algo todavía más escondido que estaba oculto detrás. Le gustaba que Raquel le contestara, ya que casi siempre respondía algo inesperado, que, sin embargo, él comprendía enseguida. Pero también cuando guardaba silencio le gustaba; porque quién sino ella podía expresar tanto con su silencio: aprobación o rechazo, gozo, quejas, reproches.

Y de nuevo el tiempo dejó de existir a su alrededor, no existía ni el ayer ni el mañana. Sólo un hoy lleno de plenitud.

Pero, súbitamente, Raquel interrumpió aquella bienaventuranza que no estaba sujeta al tiempo.

—Esta tarde —le dijo— me voy a Toledo, a casa de mi padre.

Él la miró aturdido. ¿Se había vuelto loca? ¿Acaso lo estaba él? ¡Era imposible que hubiera dicho aquello! ¡La había entendido mal! Preguntó, tartamudeó. Ella insistió:

—Esta tarde, voy a ir a casa de mi padre. El domingo por la mañana volveré.

Él se dejó llevar por la rabia.

—¡No me amas! —gritó indignado—. Apenas nos conocemos y ya quieres marcharte. Esto es una ofensa mortal. ¡No me amas!

Ella, mientras él le gritaba agrias palabras, cada vez con mayor acritud, pensó:

«Está terriblemente solo este orgulloso rey. No tiene a nadie más que a mí. Y yo lo tengo a él y a mi padre».

Pero su triunfo no le ayudó a librarse de aquel vivo dolor que ya ahora sentía al pensar que iba a estar lejos de él aquella tarde y aquella noche, y otra vez todo un largo día, y toda una larga noche.