Capítulo II

A Toledo llegó, llevando un salvoconducto del rey, el intendente y secretario de Don Jehuda, Ibn Omar Con él llegaron arquitectos, artistas y artesanos musulmanes. En el castillo de Castro empezó una gran actividad, y la energía y derroche con que se hacían las obras alborotó la ciudad. Después, llegó de Sevilla la servidumbre, compuesta de todo tipo de criados, y más tarde, cargados en numerosos carros, una gran variedad de enseres, y además treinta mulas y doce caballos, y cada vez surgían nuevos y multicolores rumores en torno al extranjero que iba a llegar.

Y por fin llegó él. Y con él su hija Raquel, su hijo Alazar y su amigo de confianza, el médico Musa Ibn Da’ud.

Jehuda amaba a sus hijos y le preocupaba pensar si ellos, que habían crecido en la elegante Sevilla, podrían llegar a acostumbrarse a la dura vida de Castilla.

A Alazar, tan activo y ansioso de gloria a sus catorce años, por supuesto que el mundo rudo y caballeresco le gustaría mucho, pero ¿qué pasaría con Rechja, su querida Raquel?

Con ternura, ligeramente preocupado, la contempló cabalgando a su lado. Viajaba como era costumbre, llevando ropas de hombre. Sobre la silla de montar tenía un aspecto adolescente, algo torpe, desmañado, resuelto e infantil. El gorro apenas podía sujetar el abundante y negro cabello. Con sus grandes ojos, de un gris azulado, observaba atentamente las gentes y las casas de la ciudad que a partir de ahora sería su hogar.

Jehuda sabía que ella no evitaría ningún esfuerzo para convertir Toledo en su hogar. Apenas de regreso en Sevilla, él le había expuesto lo que se proponía. Había hablado con ella, que sólo tenía diecisiete años, con la misma franqueza que habría empleado si hubiera tenido su misma edad y experiencia. Sentía que su Raquel, aunque a veces pareciera tan infantil, le comprendía perfectamente de un modo intuitivo. Ella era de los suyos, era una auténtica Ibn Esra, como había demostrado en aquella conversación, valiente, inteligente, poseía un espíritu abierto ante lo nuevo, y estaba llena de sentimientos y fantasía.

Pero ¿se encontraría a gusto entre todos aquellos cristianos y soldados? ¿No echaría de menos su Sevilla en aquella Toledo desangelada y fría? Allí todo el mundo la había querido. No sólo tenía amigas de su edad, también los señores de la corte del emir, aquellos diplomáticos, poetas y artistas, expertos y sabios, habían disfrutado con las ingenuas y sorprendentes preguntas y observaciones de su Raquel, que todavía era casi una niña.

Fuera como fuese, ahora se encontraban en Toledo, y allí estaba el castillo de Castro, ahora tomarían posesión de él y a partir de ese momento sería el castillo Ibn Esra.

Jehuda se sintió agradablemente sorprendido por todo lo que sus expertos ayudantes habían hecho en tan poco tiempo en aquella casa tan poco hospitalaria. Los suelos de piedra, que antes habían hecho resonar amenazadoramente cada paso, estaban cubiertos de suaves y gruesas alfombras. A lo largo de las paredes había sofás cubiertos con cómodas tapicerías y almohadones. Los frisos recorrían las estancias, rojos, azules y dorados; entretejidas con artísticos ornamentos, las inscripciones árabes y hebreas invitaban a la contemplación. Pequeñas fuentes, alimentadas por un ingenioso sistema de tuberías de agua, refrescaban el ambiente. Una amplia estancia se había destinado a los libros de Jehuda; algunos estaban abiertos sobre atriles y mostraban las iniciales y márgenes artísticos y policromos.

Y allí estaba el patio, aquel patio donde él había tomado la gran decisión, allí estaba la fuente en cuyo borde se había sentado. Exactamente como se lo había imaginado, su chorro de agua se levantaba y caía con serena regularidad. La espesa sombra de las hojas de los árboles hacía el silencio más profundo. Pero entre las hojas asomaban naranjas de un intenso amarillo y limones de un amarillo mate. Los árboles estaban recortados, y los macizos de flores ordenados de modo multicolor y artístico, y por todas partes se deslizaba dulcemente el agua.

Doña Raquel visitó junto a los demás la nueva casa con los ojos muy abiertos, fijándose en todo, respondiendo con monosílabos pero internamente satisfecha. Después, tomó posesión de las dos estancias que le habían sido asignadas. Se despojó de las ropas de hombre, estrechas y ásperas, y se dispuso a librarse del polvo y del sudor del viaje.

Junto a su dormitorio había un baño. Empotrada en el suelo cubierto de baldosas, había una profunda piscina provista de tuberías para el agua caliente y fría. Atendida por su ama Sa’ad y su doncella Fátima, Doña Raquel se bañó. Yacía cómodamente en el agua caliente y escuchaba a medias el parloteo del ama y la criada.

Pronto dejó de escucharlas y se abandonó a sus deambulantes pensamientos.

Todo era como en Sevilla, incluso la bañera en la que se encontraba. Pero ella ya no era Rechja, era Doña Raquel.

Durante el viaje, distraída por siempre nuevas impresiones, no había llegado a ser del todo consciente de lo que esto significaba. Ahora que había llegado y se encontraba relajada en la tranquilidad del baño, por primera vez se sintió sobrecogida por el sentimiento de cambio. Si todavía hubiera estado en Sevilla, habría corrido a reunirse con su amiga Layla para poder hablar con ella de todo esto. Layla era una muchacha ignorante, no entendía nada y no podía ayudarla, pero era su amiga. Aquí no tenía ninguna amiga, aquí todos eran extraños, todo era extraño. Aquí no había ninguna mezquita de Azhar; el grito del muecín desde la mezquita de Azhar, que llamaba a las abluciones y a la oración, era tan estridente como el de cualquier otro, pero ella lo conocía bien Y aquí no había ningún chatib que le explicara los puntos difíciles del Corán. Aquí había sólo muy pocas personas con las que poder hablar en árabe, la lengua que ella amaba y le resultaba familiar; tendría que utilizar un lenguaje extraño y duro y se vería rodeada de gentes con voces y barbas toscas y rudos pensamientos, castellanos, cristianos, bárbaros.

Había sido muy feliz en la clara y hermosa Sevilla. Su padre se contaba allí entre las personas más importantes, y sólo por ser hija de su padre todos la habían amado. ¿Qué sucedería aquí? ¿Iban a comprender estos cristianos que su padre era un gran hombre? E ¿iban a aceptarla a ella, a Raquel, y comprender su modo de ser y de actuar? ¿Acaso no les resultaría a ellos tan extraña y lejana como los cristianos le parecían a ella?

Y después estaba lo otro, una novedad todavía mayor; ahora, ante todo el mundo, ella era judía.

Había crecido en la fe musulmana. Pero cuando todavía era muy pequeña, inmediatamente después de la muerte de su madre, cuando ella tenía unos cinco años, su padre la había llamado aparte y le había dicho en voz baja, solemnemente, que pertenecía a la familia de los Ibn Esra, y que esto era algo único, muy grande, pero también un secreto del que no se debía hablar. Más tarde, cuando fue mayor, él le contó que era musulmán, pero también judío, y le explicó las enseñanzas y costumbres judías. Pero no le había ordenado practicar estas costumbres. Y en cierta ocasión, cuando ella le preguntó qué debía creer y qué debía hacer, él le había respondido cariñosamente que en estas cosas no había ninguna obligación; cuando ella fuera una mujer adulta podría decidir por sí misma si quería asumir el compromiso, no exento de peligros, que suponía practicar el judaísmo en secreto. El hecho de que su padre dejara en sus propias manos la decisión la había llenado de orgullo.

Una vez, no había podido contenerse por más tiempo y contra su voluntad, había confiado a su amiga Layla que en realidad ella era una Ibn Esra. Pero Layla había contestado de un modo extraño:

—Ya lo sabía —y tras un corto silencio, había añadido—: ¡Pobrecilla!

Raquel no volvió a hablar nunca más con Layla de su secreto. Pero la última vez que estuvieron juntas, Layla había llorado infundadamente:

—Siempre había sospechado que esto llegaría a suceder.

Fue esta compasión insolente y disparatada de Layla la que movió en aquel entonces a Raquel a informarse con exactitud acerca de quiénes eran aquellos judíos a los que ella y su padre pertenecían. Los musulmanes los llamaban «el pueblo del Libro», por lo tanto, lo primero que tenía que hacer era leer ese libro.

Rogó a Musa Ibn Da’ud, tío Musa, que vivía en casa de su padre y que era muy instruido y conocía muchas lenguas, que le enseñara el hebreo. Aprendió con facilidad y pronto pudo leer el Gran Libro.

Desde su más tierna infancia se había sentido atraída por tío Musa, pero sólo a lo largo de las horas de clase llegó a conocerlo verdaderamente. Este amigo, tan próximo a su padre, era un caballero alto y delgado más viejo que su padre; a veces parecía muy viejo, y otras sorprendentemente joven. De su enjuto rostro sobresalía una nariz carnosa, marcadamente aguileña, y sobre ella brillaban sus grandes y hermosos ojos que podían traspasar a las personas con su mirada. Había vivido muchas cosas; su padre decía que había tenido que pagar con muchos sufrimientos su inmensa sabiduría y la libertad de su espíritu. Pero él no hablaba nunca de esto. Aunque a veces contaba a la niña Raquel cosas sobre lejanos países y gentes extrañas, y esto era todavía más excitante que los cuentos e historias que a Raquel le gustaba tanto escuchar y leer; porque allí, ante ella, se sentaba su amigo y su tío Musa que había vivido todo aquello que le contaba.

Musa era musulmán y observaba todas sus costumbres. Pero parecía tener una fe laxa, y no ocultaba ligeras dudas sobre todo aquello que no fuera el conocimiento. Una vez que estaba leyendo con ella al profeta Isaías, le dijo:

—Fue un gran poeta, quizás mayor que el profeta Mahoma y que el profeta de los cristianos.

Aquello era desconcertante. ¿Podía ella, que confesaba al Profeta, leer el Gran Libro de los judíos? Como todos los musulmanes ella rezaba la primera azora del Corán, y en ella se decía, en la séptima y la ultima aleya: «Condúcenos al camino recto, camino de aquéllos a quienes has favorecido, que no son objeto de tu enojo y no son los extraviados». Su amigo el chatib de la mezquita de Azhar le había explicado que esto se refería a los judíos: el hecho de que Alá estuviera enojado con ellos se manifestaba en la desgracia que había caído sobre ese pueblo. Por lo tanto, si ella leía el Gran Libro, ¿acaso no seguía el camino erróneo? Hizo acopio de valor y preguntó a Musa. Él la miró prolongada y cariñosamente y le dijo que resultaba evidente que Alá no estaba enojado con ellos, con los Ibn Esra.

Éste le pareció a Raquel un argumento convincente. Cualquiera podía ver que Alá era misericordioso con su padre. No sólo le había concedido aquella gran sabiduría y un corazón indulgente, sino que también lo había bendecido con bienes materiales y con una gran fama.

Raquel amaba a su padre. En él veía encarnados a todos los héroes de los brillantes y exuberantes cuentos e historias que tanto le gustaba escuchar: a los dignos señores, a los astutos visires, a los sabios médicos, a señores de la corte y magos, y además a todos los jóvenes de amor ardiente en brazos de los cuales caían las mujeres. Y por encima de todo esto, en torno a su padre, había un inmenso y peligroso secreto: era un Ibn Esra.

De todos sus recuerdos, el que se había grabado más intensamente en su corazón era aquella misteriosa conversación en voz baja durante la cual el padre reveló a su hija que pertenecía a los Ibn Esra. Pero, más adelante, el recuerdo de aquella conversación se vio ensombrecido por otra todavía más significativa. Cuando su padre regresó de su gran viaje al norte, a Sefarad, a la Hispania cristiana, la llevó aparte y le habló en voz baja, como antaño, de los peligros que allí en Sevilla amenazarían a los que eran judíos en secreto cuando se proclamara la Guerra Santa; y después, adoptando el tono del contador de cuentos, casi bromeando, siguió:

—Y aquí, ¡oh creyentes!, da comienzo la historia del tercer hermano que, abandonando la claridad y la seguridad del día, penetró en el crepúsculo dorado y mate de la gruta.

Raquel comprendió enseguida, e imitando el tono que su padre había empleado, preguntó tal y como hacen los que escuchan los cuentos:

—¿Y qué le sucedió a ese hombre?

—Para saberlo —repuso el padre—, penetraré en la cueva tenebrosa.

Y no había dejado de mirarla con aquella mirada dulce y apremiante. Le concedió un breve espacio de tiempo para que comprendiera lo que le había revelado. Después siguió hablando:

—Cuando tú eras pequeña, hija mía, dije que llegaría un momento en que deberías elegir. Ahora ha llegado ese momento. No trataré de convencerte para que me sigas, ni te aconsejaré para que no lo hagas. Aquí hay muchos hombres jóvenes, inteligentes, instruidos y excelentes que se alegrarían de tomarte por esposa. Si quieres, te entregaré a uno de ellos y no tendrás que avergonzarte de la dote que te daré. Piénsalo bien, y dentro de una semana te preguntaré qué has decidido.

Pero ella, sin dudarlo, contestó:

—¿Querría mi padre concederme la gracia de preguntármelo hoy mismo, ahora?

—Bien, entonces te pregunto ahora —repuso el padre, y ella contestó:

—Lo que haga mi padre estará bien, y tal como él actúe actuaré yo.

Sintió en su corazón una gran calidez al sentirse tan unida interiormente a él, y también sobre su rostro se extendió una expresión de gran alegría.

Después, él empezó a contarle cosas del azaroso mundo de los judíos. Siempre habían tenido que vivir en condiciones llenas de peligro, y también ahora se veían amenazados, tanto por los musulmanes como por los cristianos, y esto era una gran prueba a la que Dios, que los había hecho únicos y los había elegido, los sometía. Sin embargo, dentro de este pueblo, del pueblo elegido y sometido a prueba durante tanto tiempo, había a su vez una estirpe elegida: los Ibn Esra. Y ahora Dios le había hecho llegar a él, a uno de los Ibn Esra, su mensaje. Él había escuchado la voz de Dios y había contestado: Aquí estoy. Y aunque hasta el presente sólo había vivido en los márgenes del mundo judío, ahora debía disponerse a penetrar en ese mundo.

El hecho de que su padre le abriera su corazón, que confiara en ella como ella en él, la había convertido en una parte de él mismo.

Ahora que habían llegado al lugar de su destino se relajó en el baño y volvió a escuchar en su mente todas sus palabras. Por supuesto, en medio de estas palabras también resonaba el llanto infundado de su amiga Layla. Pero Layla era una niña pequeña, no sabía nada ni comprendía nada, y Raquel se sentía agradecida al destino que la había hecho una Ibn Esra, y se sentía feliz y llena de esperanza.

Despertó de sus sueños y escuchó de nuevo el parloteo de su tonta y vieja ama Sa’ad y de la eficaz Fátima. Las mujeres iban y venían del baño al dormitorio y no acababan de encontrarse cómodas en sus nuevas estancias. Esto hizo reír a Raquel, que asumió una actitud infantil y traviesa.

Se levantó. Contempló su cuerpo. Así que aquella muchacha desnuda, morena clara, que estaba allí de pie chorreando agua, ya no era Rechja, sino Doña Raquel Ibn Esra. Y, riéndose impetuosa, preguntó a la vieja:

—¿Soy distinta? ¿Te das cuenta de que soy distinta? ¡Dilo, rápido!

Y como la vieja de momento no la comprendía, la apremiaba riéndose y cada vez más imperativa:

—¡Ahora soy una castellana, una toledana, una judía!

El ama Sa’ad, consternada, se puso a hablar por los codos con su aguda voz:

—¡No llames el pecado sobre ti!, Rechja, niña de mis ojos, mi hijita, tú, fiel creyente. ¿Tú crees en el Profeta?

Raquel, sonriendo y pensativa, contestó:

—Por las barbas del Profeta, ama: no estoy muy segura de cuánto tiempo voy a seguir creyendo en el Profeta aquí en Toledo.

La vieja, profundamente horrorizada, se apartó:

—Alá proteja tu lengua, Rechja, hija mía —dijo, no debes hacer estas bromas.

Pero Raquel le contestó:

—A partir de ahora vas a llamarme Raquel. ¡¿Vas a llamarme por fin Raquel?! —Y añadió—: ¡Raquel, Raquel! —gritó—. ¡Repítelo!

Y se dejó caer en el agua, salpicando a la vieja.

Cuando Jehuda se anunció en el castillo del rey, Don Alfonso le recibió enseguida.

—¿Y bien? —preguntó con una seca courtoisie ¿Qué has conseguido, Escribano?

Jehuda presentó su informe. Sus repositarii, sus expertos en leyes, estaban revisando y completando las listas de impuestos y contribuciones; dentro de pocas semanas tendría cifras exactas. Habla hecho llamar a ciento treinta expertos, la mayoría de ellos procedentes de territorios musulmanes, pero también de Provenza, de Italia e incluso de Inglaterra, para mejorar la agricultura, la explotación de las minas, la artesanía y la red de caminos. Jehuda expuso detalles, cifras. Hablaba con franqueza y de memoria.

El rey parecía escuchar sólo a medias. Cuando Jehuda terminó, dijo:

—¿No me hablaste en su momento de nuevas y grandes yeguadas que querías organizar para mí? En tu informe no he oído nada de ello. También anunciaste que construirías talleres para la fundición del oro, de manera que pudieran acuñarse mis monedas de oro. ¿Has hecho algo en este sentido?

Jehuda, en sus numerosos memorándums, había mencionado una sola vez la mejora de la cría de caballos, y sólo una vez también la construcción de talleres de fundición de oro. Le sorprendió la buena memoria de Don Alfonso.

—Con la ayuda de Dios y la vuestra, mi señor —contestó—, tal vez sea posible recuperar en cien meses lo que se ha perdido a lo largo de cien años. Lo que se ha hecho en estos tres meses no me parece un mal comienzo.

—Se ha hecho algo —reconoció el rey—, pero no soy muy ducho en el arte de esperar. Te lo digo claramente, Don Jehuda, las pérdidas que me ocasionas me parecen mayores que el provecho que saco. Antes, mis barones, aunque a regañadientes y con reservas, habían pagado impuestos adicionales para la guerra; tal y como se me informó, éstos eran los principales ingresos al Tesoro. Ahora que tú eres mi Escribano, con la excusa de la larga paz que bosteza ante nosotros, no pagan nada más.

El hecho de que el rey aceptara con tan pocas muestras de agradecimiento todo aquello que se había conseguido hasta el momento y le hiciera reproches tan rebuscados, puso de mal humor a Jehuda. Lamentó que Doña Leonor hubiera regresado a Burgos; su clara y alegre presencia habría dado un toque más amistoso a la conversación. Pero se tragó su descontento y contestó con respetuosa ironía:

—En esto se parecen tus grandes a tus súbditos menos privilegiados. Cuando se trata de pagar, todos buscan una excusa. Pero los pretextos de tus barones son poco sólidos, y mis expertos repositarii pueden refutarlos con sólidos argumentos. Pronto te pediré, con toda humildad, que firmes una carta a tus ricos-hombres basada en estos principios.

A pesar de lo mucho que molestaba al rey la insolencia y el orgullo de sus grandes, le produjo un gran enojo que el judío hablara de ellos sin respeto. Lo encolerizaba necesitar al judío. Insistió:

—Tú eres quien me ha impuesto estos endiablados ocho años de tregua. Ahora debo solucionar las cosas liándome con comerciantes y mediante papeleos.

Jehuda se contuvo.

—Vuestros consejeros —contestó— reconocieron entonces que una paz larga sería tan útil para vos como para el emir de Sevilla. La agricultura y el comercio han sido abandonados. Tus barones tiranizan a los ciudadanos y a los campesinos. Necesitas un tiempo de paz para cambiar todo esto.

—Sí —dijo agriamente Alfonso—, debo dejar que otros hagan la guerra contra los infieles mientras tú llevas a cabo tus maniobras y haces negocios.

—No se trata de hacer negocios, mi señor —instruyó, cargado de paciencia, Jehuda a su señor—, tus grandes se han vuelto insolentes porque los necesitabas en tiempos de guerra; se trata de enseñarles que tú eres el rey.

Don Alfonso se acercó mucho a Jehuda y lo miró directamente a la cara clavando en él sus ojos grises, de los que parecían brotar chispas.

—¿Qué clase de retorcidos caminos has ideado, mi astuto Escribano —preguntó—, para exprimir a mis barones y obtener tu dinero con sus intereses?

Jehuda no retrocedió.

—Tengo mucho crédito, mi señor —repuso—, por lo tanto mucho tiempo. Por eso es que puedo prestar a Vuestra Majestad grandes sumas y no necesito tener ningún miedo, aunque tenga que esperar durante largo tiempo a que me sea devuelto. Mi plan se basa en estas consideraciones. Exigiremos a tus grandes que reconozcan en principio tu derecho a cobrar impuestos, pero no les obligaremos a pagar inmediatamente. Aplazaremos el pago de sus contribuciones una y otra vez, pero exigiremos contraprestaciones que les cuesten poco. Les obligaremos a otorgar fueros a sus ciudades y pueblos, privilegios que den a estas poblaciones una cierta independencia. Conseguiremos que cada vez haya más ciudades y pueblos que dejen de estar sometidos a tus barones para estar sometidos sólo a ti y tener que responder sólo ante ti. Tus ciudadanos pagarán contribuciones más baratas y con más puntualidad que tus grandes, y serán elevadas contribuciones. El trabajo de tus campesinos y el afán de los artesanos y comerciantes de tus ciudades son tu fuerza, mi señor. Multiplica sus derechos, y la fuerza de tus díscolos grandes se hará menor.

Alfonso era demasiado astuto para no darse cuenta de que éste era el único camino efectivo que podía amansar a sus desvergonzados barones. También en los otros reinos cristianos de Hispania, en Aragón, Navarra y León, los ciudadanos y campesinos intentaban unirse contra los grandes. Pero esto se hacía de un modo muy cauteloso. Los propios reyes se contaban entre los grandes y no entre el pueblo, eran caballeros, y ni siquiera ante sí mismos querían aceptar que se estaban aliando con la chusma contra los grandes, y todavía nadie se había atrevido a proponer esto a Alfonso con palabras tan claras. Este extranjero, que no tenía ni idea de la caballería ni de los modales caballerescos, se atrevía. Expresaba, con palabras vulgares, las medidas vulgares que habían de tomarse necesariamente. Alfonso se lo agradecía y al mismo tiempo le odiaba por ello.

—¿Crees de verdad —se burló— que por medio de escritos y palabrerías puedes obligar a un Núñez o a un Arenas a renunciar a sus ciudades o a sus campesinos? Deberías saber tú que te crees tan listo, que mis barones son caballeros, no son comerciantes ni abogados.

De nuevo, Jehuda pasó por alto la humillación.

—Estos señores caballeros tuyos aprenderán que el derecho, la ley y los contratos son algo tan fuerte y real como sus castillos y espadas. Estoy seguro de que se lo puedo enseñar si cuento con la amable ayuda de Vuestra Majestad.

El rey se rebeló contra la impresión que le causaban la tranquilidad y la confianza de Don Jehuda. Insistió tozudamente:

—Aunque finalmente concedan alguna clase de fuero en algún lugar de mala muerte, no van a pagarme contribuciones a mí, te lo digo de antemano. Y tendrán razón. En tiempos de paz no tienen que pagar impuestos. Así lo juré, lo firmé y sellé cuando me hicieron rey Yo el rey. Y ahora, gracias a tu sabiduría, durante muchos años no va a haber guerra. Esto los legitimiza, a esto se acogerán.

—Ruego a Vuestra Majestad que me perdone —insistió imperturbable Don Jehuda— si defiendo al rey contra el rey. Tus barones no tienen derecho, su argumento se hunde por su propio peso. Durante ocho años no habrá guerra, así lo espero con toda mi alma, pero después, tal y como conozco al mundo, volverá a haber guerra. Y tus señores tienen que prestarte ayuda en la guerra. Es mi obligación, en calidad de tu Escribano, tomar oportunamente las precauciones necesarias para tu guerra, es decir, ya desde ahora iniciar su financiación. Sería contrario al sentido común reunir precipitadamente el dinero necesario para la guerra cuando ésta ya hubiera empezado. Sólo exigiremos una pequeña contribución anual, y de momento sólo se la reclamaremos a tus ciudades. A éstas les garantizaremos ciertas libertades, y de este modo contribuirán gustosas a la ayuda militar Tus barones no pueden ser tan poco caballerosos que te nieguen lo que tus ciudadanos te otorgan.

Don Jehuda dejó tiempo a Alfonso para que reflexionara sobre lo que acababa de decir. Después, seguro de su victoria, continuó:

—Además, tú mismo, mi señor, mediante un acto de elevada y caballeresca generosidad, obligarás a tus grandes a concederte su pequeña aportación.

—¿Todavía no has acabado? —preguntó lleno de desconfianza Don Alfonso.

—Todavía hay muchos prisioneros en manos del emir de Sevilla —expuso Jehuda— como consecuencia de aquella desgraciada guerra. Tus barones se están demorando mucho en cumplir con su deber de liberar a esos prisioneros.

Don Alfonso enrojeció. Era derecho y costumbre que el vasallo liberara a su escudero, y el barón a sus vasallos cuando éstos eran hechos prisioneros mientras estaban a su servicio. Los barones no se negaban a aceptar esta obligación, pero esta vez demostraban una particular mala voluntad; reprochaban al rey que su precipitación había sido la causa de la guerra y de la derrota. Don Alfonso habría preferido decir orgullosamente: ¡Mezquinos! Asumo la liberación de todos los prisioneros. Pero se trataba de una suma inmensa, y no podía permitirse este gesto.

Pero allí tenía a Jehuda Ibn Esra, que estaba diciendo:

—Te propongo respetuosamente que liberes a los prisioneros utilizando tu Tesoro. Y a los señores que esto beneficie les propondremos como única condición que en principio reconozcan su obligación de pagar impuestos para tu guerra ya desde ahora.

—¿Puede permitírselo mi Tesoro? —preguntó en tono casual Don Alfonso.

—Yo me ocuparé de ello, mi señor contestó Jehuda, utilizando el mismo tono casual.

El rostro de Alfonso se iluminó.

—Es un plan magnífico —reconoció. Se acercó a su Escribano y jugó con su pectoral—, conoces tu oficio, Don Jehuda.

Pero, al mismo tiempo, su alegría agradecida se mezcló con la amarga convicción de que cada vez estaría más comprometido con aquel astuto y repugnante comerciante.

—Pero es una lástima —dijo malicioso— que no podamos humillar de esta manera a los Castro y a sus amigos. —Y añadió—: ¿Sabes?, con los Castro me has metido en un mal negocio.

Esta desfiguración de los hechos indignó a Jehuda. La enemistad entre el rey y los Castro existía desde la infancia de Don Alfonso, y se había agudizado cuando éste les quitó su castillo en Toledo. Y ahora el rey quería achacarle toda la responsabilidad de esta enemistad.

—Ya sé —repuso— que los barones de Castro te culpan de que un perro circunciso ensucie su castillo. Pero seguramente no ignoras, mi señor; que lanzan insultos contra Vuestra Majestad desde hace años.

Don Alfonso tragó saliva y no contestó nada.

—Bien —dijo encogiéndose de hombros—, inténtalo con tus manejos y trucos. Pero mis grandes son fuertes luchadores, ya lo verás, y también los Castro nos darán mucho trabajo.

—Es para mí una gran merced, mi señor —repuso Jehuda—, que autorices mi plan.

Se dejó caer de rodillas y besó la mano del rey.

Era una mano masculina y fuerte, cubierta de un suave vello rojo, pero los dedos permanecieron flojos y desagradecidos en los de Don Jehuda.

Al día siguiente, Don Manrique de Lara acudió al castillo Ibn Esra para presentar sus respetos al nuevo Escribano; el ministro iba acompañado de su hijo Garcerán, íntimo amigo de Don Alfonso.

Don Manrique, que parecía informado de lo acontecido en la audiencia del día anterior, dijo:

—Me ha sorprendido que quieras adelantar al rey nuestro señor la tremenda suma que supone la compra de la libertad de los prisioneros —y añadió—: ¿No resulta un poco peligroso que un rey tan poderoso te deba tanto dinero? —le advirtió en tono jocoso.

Don Jehuda se mantuvo parco en palabras. Todavía no se había sobrepuesto a la ira que le había producido la arrogancia y la desconfianza del rey Por supuesto, había sabido ya de antemano que aquí, en el bárbaro norte, sólo se respetaba al guerrero, y que de los hombres que se ocupaban del bienestar del reino se hablaba con un ignorante desprecio; pero no había creído que iba a resultarle tan difícil adaptarse.

Al parecer, Don Manrique adivinó sus pensamientos, y, como si quisiera disculpar la torpeza del rey, le dijo que no había que tomarle a mal al joven y belicoso monarca que prefiriera destruir las dificultades con la espada que buscar soluciones por medio de acuerdos. Don Alfonso, desde su más tierna infancia, se había trasladado de un campamento militar a otro, y se sentía en los campos de batalla más a gusto que en la mesa de negociaciones. Pero, se interrumpió Don Manrique, no había venido para hablar de negocios, sino para saludar a su colega aquí en Toledo y rogar a Don Jehuda que les mostrara, a él y a su hijo, la casa de cuyas maravillas hablaba toda la ciudad.

Jehuda aceptó encantado. Pasando ante criados silenciosos que se inclinaban profundamente a su paso, recorrieron las estancias cubiertas de alfombras, atravesando corredores y escaleras. Don Manrique alabó de modo experto, Don Garcerán lo hizo con ingenuidad y entusiasmo.

En el jardín encontraron a los hijos de Don Jehuda.

—Éste es Don Manrique de Lara —presentó Jehuda—, el primer consejero del rey nuestro señor, y su distinguido hijo, el caballero Don Garcerán.

Raquel observó a los huéspedes con curiosidad infantil. Sin mostrar ninguna clase de timidez, participó en la conversación. Pero su latín, a pesar del empeño que había puesto en estudiarlo, se manifestó todavía lleno de lagunas y, riéndose de sus propias faltas, rogó a los señores que hablaran en árabe. La conversación se hizo muy viva. Ambos huéspedes alabaron la gracia y la elegancia de Doña Raquel, utilizando las expresiones de moda que en árabe sonaban doblemente enrevesadas. Doña Raquel se reía, los huéspedes se reían con ella.

Alazar, que a sus catorce años era un muchacho despierto, preguntó a Don Garcerán acerca de caballos y ejercicios de caballería. El joven señor no pudo sustraerse a la naturaleza vivaz y espontánea del muchacho y le dio extensas respuestas. Don Manrique aconsejó amistosamente a Jehuda que confiara el muchacho, como paje, a una casa principal. Don Jehuda repuso que ya había pensado en ello; calló su secreta esperanza de que el rey tomara al muchacho a su servicio.

Otros grandes, sobre todo los amigos de la casa de Lara, siguieron el ejemplo de Don Manrique y presentaron sus respetos al nuevo Escribano Mayor.

Acudían gustosos, sobre todo los jóvenes señores. Buscaban la compañía de Doña Raquel. Las hijas de la nobleza se mostraban sólo en las grandes festividades de la corte y de la Iglesia, nunca se las podía ver a solas, y sólo se podía mantener con ellas conversaciones generales y vacías. De ahí que supusiera un agradable cambio poder conversar con la hija del ministro judío que estaba rodeada de menos ceremonial, pero que en cierto modo también era una dama. Le hacían prolijas y exageradas galanterías como lo requería la courtoisie. Raquel las escuchaba con amabilidad y consideraba toda aquella palabrería romántica más bien ridícula, pero a veces intuía que tras ellas se escondían la grosería y la lascivia, y en esos casos se sentía avergonzada y se encerraba en sí misma.

El trato con los caballeros cristianos le habría resultado agradable, aunque sólo fuera porque en sus conversaciones con ellos podía practicar la lengua del país, el latín formal de la corte y de la sociedad y el latín vulgar de la vida cotidiana, el castellano.

Los caballeros estaban también a su disposición cuando salía a conocer la ciudad.

Lo hacía en silla de manos. La acompañaban, a un lado montado a caballo, Don Garcerán de Lara o un tal Don Esteban Millán, y al otro lado su hermano Don Alazar. En una segunda silla de manos la seguía el ama Sa’ad. Los mozos abrían paso al cortejo y o cerraban los criados negros. Y así se paseaban por la ciudad de Toledo.

La ciudad, en los cien años que hacía que estaba en manos de los cristianos, había perdido algo de la grandeza y la pompa que tuvo en sus tiempos islámicos; no era tan grande como Sevilla, pero vivían en ella y en sus alrededores más de cien mil personas, casi doscientas mil, de modo que Toledo era la ciudad más grande de la Hispania cristiana, y era más grande también que París y mucho más grande que Londres.

En esa época, caracterizada por las guerras, todas las grandes ciudades eran fortalezas, incluso la alegre Sevilla. Pero en Toledo cada uno de los barrios de la ciudad estaba también rodeado de muros y torres, y muchas casas de la nobleza eran fortalezas en sí mismas. Todas las puertas estaban fortificadas, y también estaban fortificadas las iglesias y los puentes sobre el río Tajo que conducían al campo desde el pie de la colina agreste y sombría sobre la que se levantaba la ciudad. Dentro de la misma, las casas se amontonaban estrechamente, pendiente arriba y pendiente abajo; las calles de escaleras eran oscuras y estrechas, a menudo muy empinadas, y a Doña Raquel le parecían sospechosos desfiladeros; en todas partes había esquinas, recovecos, muros, y una y otra vez aparecían enormes y pesados portones guarnecidos de hierro.

Los edificios grandes y sólidos, casi todos databan de la época musulmana, estaban poco cuidados, apenas suficientemente, y habían sufrido pocos cambios. Doña Raquel estaba convencida de que todo aquello había sido mucho más hermoso cuando todavía lo cuidaban los musulmanes. En cambio gozaba del colorido hormigueo de gentes que llenaba la ciudad desde primeras horas de la mañana hasta el atardecer, sobre todo la plaza principal, el Zocodover, la antiquísima plaza de mercado abierto. Las gentes alborotaban, los caballos relinchaban, los burros rebuznaban, todo el mundo intentaba abrirse camino a empujones, entorpeciéndose el paso unos a otros, constantemente había atascos y las calles estaban llenas de inmundicias. Raquel apenas echaba de menos la belleza ordenada de Sevilla, tanta era la alegría que le producía la activa vida de Toledo.

Le llamó la atención lo tímidas y retraídas que eran aquí las mujeres islámicas. Todas iban completamente cubiertas con sus velos. En Sevilla, las mujeres del pueblo, durante su trabajo y cuando iban al mercado, se quitaban el molesto velo, y en las casas de los grandes señores ilustrados sólo las damas casadas llevaban velo, muy fino y rico, más un adorno que un embozo. Pero aquí era evidente que las mujeres islámicas llevaban a todas horas el velo largo y tupido para librarse de las miradas de los infieles.

Los jóvenes grandes, orgullosos de su ciudad, contaron a Raquel la historia de Toledo. Dios había creado el sol el cuarto día de la creación, y, una vez lo hubo creado, lo colocó directamente sobre Toledo, de modo que la ciudad era más antigua que el resto de la tierra. La ciudad era antiquísima y había muchas pruebas de ello. Había visto el dominio de Cartago, después durante seiscientos años estuvo en poder de los romanos, trescientos años en poder de los cristianos godos, cuatrocientos años en poder de los árabes. Ahora, desde hacia cien años, desde el glorioso emperador Alfonso, reinaban de nuevo los cristianos, que la conservarían en su poder hasta el día del juicio final.

Su mejor época, y la más esplendorosa —contaban los jóvenes grandes—, la había visto la ciudad bajo el dominio de los cristianos, los nobles visigodos de los cuales ellos, los caballeros, eran descendientes. En aquel entonces, Toledo fue la ciudad más rica y magnífica del mundo. El rey Atanagildo había dotado a su hija Brunilda de un ajuar compuesto de tesoros por valor de tres mil veces mil maravedíes de oro. El rey Recaredo poseía la mesa del rey judío Salomón, formada por una sola y gigantesca esmeralda, enmarcada en oro; el mismo rey Recaredo poseía un espejo mágico en el que podía verse todo el mundo. Todo esto había sido robado, destruido y malbaratado por los musulmanes, los infieles, los perros, los bárbaros.

Los jóvenes señores estaban especialmente orgullosos de sus iglesias. Raquel observó, curiosa y sobrecogida, los imponentes edificios. Tenían el aspecto de fortalezas. Raquel se imaginaba cuán nobles debían haber sido cuando todavía eran mezquitas, rodeadas de árboles, fuentes, surtidores arcadas y centros de instrucción. Ahora todo tenía un aspecto desangelado y tenebroso.

En el antepatio de la iglesia de Santa Leocadia, Raquel encontró una fuente con un brocal particularmente hermoso, adornado con cenefas, que llevaba una inscripción árabe. Orgullosa de poder leer los antiguos caracteres de la escritura cúfica, siguiendo con el dedo las letras medio borradas grabadas en la piedra, descifró: «En nombre de Dios, misericordioso. El califa Abd er Rahman, el Victorioso —Dios quiera prolongar sus días—, ha hecho construir esta fuente en la mezquita de la ciudad Toleitola —Dios quiera protegerla— en la semana diecisiete del año 323». Así pues, hacia de aquello doscientos cincuenta años.

—Hace mucho tiempo —dijo Don Esteban Illán, que la acompañaba, al tiempo que sonreía.

Más de una vez se habían ofrecido los jóvenes señores a mostrarle el interior de una iglesia. En Sevilla se hablaba mucho de estas iglesias, centros de horror e idolatría en que los bárbaros del norte habían convertido las hermosas y antiguas mezquitas. Raquel deseaba ver el interior de uno de esos edificios, pero al mismo tiempo sentía un gran recelo y rechazaba cortésmente sus ofertas con cualquier excusa. Finalmente, venció sus temores y entró, acompañada por Don Garcerán y Don Esteban, en la iglesia de San Martín.

En su oscuro interior ardían velas. Se percibía el olor de incienso. Y allí estaba aquello que ella había deseado ver y que al mismo tiempo había temido: imágenes, ídolos, lo prohibido desde tiempos inmemoriales. Porque si bien el islam occidental interpretaba con mayor liberalidad alguna que otra prescripción del Profeta cuando permitía que se bebiera vino o que las mujeres mostraran su rostro sin el velo, se mantenía inconmovible en lo que se refería a la prescripción del Profeta que prohibía hacer cualquier imagen de Alá o de cualquier cosa viviente, hombre o animal; apenas podían insinuarse la forma de una planta o de un fruto. Pero aquella iglesia estaba llena de figuras humanas, hechas de piedra o de madera, y otros seres humanos y animales habían sido pintados planos y en colores sobre planchas de madera. Éstas eran, pues, las imágenes idólatras. El horror de Alá y del Profeta.

Todo aquel que hubiera sido bendecido por Dios con entendimiento, sentimientos y buenos modales, ya fuera judío o musulmán, debía sentir aversión ante semejantes figuras. Además, resultaban profundamente desagradables, extrañamente rígidas y sin embargo, vivas, extrañamente irreales, medio muertas, cadavéricas como el pescado en el mercado. Los bárbaros pretendían emular a Alá, creaban hombres a su imagen y los muy locos se arrodillaban ante estos objetos de piedra y madera que ellos mismos habían hecho y les ofrecían incienso. Pero el día del juicio final, Alá retaría a aquellos que habían hecho semejantes cosas a insuflarles vida y cuando no pudieran hacerlo, los arrojaría a la perdición para toda la eternidad.

A pesar de todo esto, Raquel sentía una extraña fascinación. Y le parecía embriagador que se pudiera hacer esto: conservar la forma de una persona humana, la carne pasajera, fijar la expresión huidiza, el ademán que desaparece apenas se ha hecho. El hecho de que seres humanos mortales pudieran hacer esto la llenó de orgullo y al mismo tiempo de horror.

Los señores que la acompañaban le explicaban reverentes y con gran celo las imágenes paganas. Allí había un hombre de madera llevando una capa y un ganso. Se trataba de San Martín, al que la iglesia estaba dedicada. Era un oficial que había acudido al campo de batalla armado tan sólo con una cruz para detener a todo un ejército enemigo. Un día de mucho frío dio su propia capa a un pobre, después de lo cual el cielo le lanzó otra capa. En otra ocasión, cuando el emperador no quiso levantarse ante él, el trono ardió en llamas, y el fuego lo obligó a mostrar respeto ante el santo. Todo esto podía haberse pintado en la plancha de madera. A Doña Raquel le daba vueltas la cabeza, aquel hombre debía haber sido un derviche.

En otro cuadro podía verse a una muchacha musulmana con un cesto lleno de rosas, y ante ella de pie, sorprendido, a un árabe de aspecto y vestiduras principescos. Con cierta mordacidad, Don Garcerán le contó que se trataba de la princesa Casilda y de su padre el rey Al-Menón de Toledo. Casilda, educada en secreto por su aya en la fe cristiana, corriendo grandes peligros, atendía a los prisioneros cristianos que morían de hambre en los calabozos del rey. El rey fue informado por un delator y la sorprendió. Le preguntó con dureza qué llevaba en el cesto. Era pan, pero ella contestó «rosas». Furioso, el rey levantó la tapa de la cesta: y he que aquí que el pan se había convertido en rosas. Esto le pareció comprensible a Raquel. Algo parecido se contaba en sus historias árabes.

—¡Ah! —dijo—, se trataba de una maga.

Don Garcerán la corrigió con severidad:

—Era una santa.

Don Esteban Illán le reveló que en la empuñadura de su daga había incrustado un huesecillo de San Ildefonso, y esta reliquia le había salvado dos veces la vida en la batalla. «¡Cuántos magos tienen estos cristianos!», pensó Doña Raquel, y alegremente les contó que también era una buena protección que un peregrino a La Meca, o mejor un derviche, escupiera en la bebida de la mañana del mismo día de la batalla.

—Muchos de nuestros guerreros lo hacen —explicó.

Su pasado islámico quedó enterrado, con sorprendente rapidez, por todo lo nuevo que Raquel veía, oía y vivía en Toledo. Le resultaba difícil recordar con nitidez los rasgos de su amiga Layla o la estridente voz del muecín, que despertaba a todo el mundo, llamando a la oración desde la mezquita de Azhar. Pero se esforzaba en no olvidar, seguía leyendo en árabe y se ejercitaba en la afiligranada y difícil caligrafía árabe. También siguió observando, a pesar de que se sentía judía, las costumbres musulmanas, efectuaba las abluciones prescritas y recitaba las oraciones.

Su padre la dejaba hacen.

La constante compañía del ama Sa’ad la ayudaba a recordar el pasado. Por las noches, cuando el ama la ayudaba a desnudarse, hablaban sobre todo aquello que habían visto y lo comparaban con la vida en Sevilla.

—No establezcas relaciones demasiado estrechas con los infieles, Rechja, mi corderilla —le advertía el ama—. Todos se quemarán en el infierno porque son desvergonzados, y, como lo saben, se comportan de un modo todavía más insolente sobre la tierra. Su sultana es particularmente orgullosa. Esta infiel vive la mayoría del tiempo lejos del harén de su esposo, el sultán Alfonso, en una ciudad del norte, de la que cuentan que es tan fría y orgullosa como ella misma.

Orgullosos lo eran los infieles, en eso el ama tenía razón. Doña Raquel todavía no había visto al rey Incluso su padre, que era uno de sus consejeros, al parecer lo veía también con muy poca frecuencia.

Por mediación de su intendente y secretario Ibn Omar, que había organizado un buen servicio de información, Don Jehuda se enteró de cuánto lo odiaban los grandes señores del reino. Desde que el astuto Ibn Schoschan había muerto, éstos habían multiplicado sus privilegios, y después de la derrota del rey habían hecho suyas otras muchas prerrogativas. Estaban indignados por el hecho de que hubiera un nuevo hebreo, todavía más astuto y codicioso que el anterior, dispuesto a arrebatárselo todo de nuevo. Maldecían, conspiraban, intrigaban. Jehuda escuchó el informe con rostro impasible. Indicó a su Ibn Omar que hiciera correr la voz de que el nuevo Escribano actuaba en defensa del pueblo sometido contra el latrocinio de los barones y que procuraba aumentar el bienestar de ciudadanos y campesinos.

El cabecilla de la oposición era el arzobispo de Toledo, el belicoso Don Martín de Cardona, muy amigo del rey desde que los cristianos habían reconquistado el reino, la Iglesia mantenía una enconada lucha contra la comunidad judía. Los judíos no pagaban, como el resto de la población, sus diezmos a la Iglesia, sino que entregaban sus impuestos directamente al rey. Ningún edicto papal, ninguna decisión del colegio cardenalicio habría podido cambiar algo en esta cuestión. Al arzobispo Don Martín lo encolerizaba que el nombramiento del astuto Ibn Esra contribuyera a aumentar la obstinación de los judíos en sus heréticos esfuerzos por eludir a la Iglesia. Trabajaba con todos los medios contra el nuevo Escribano.

De ahí que todavía resultara más extraño que, poco después de la llegada de Don Jehuda y evidentemente con intenciones amistosas, el secretario del arzobispo, el canónigo Don Rodrigue, el confesor del rey, acudiera al castillo Ibn Esra a presentar sus respetos.

El silencioso y cortés caballero tenía un gran interés por los libros. Hablaba, leía y escribía el latín y el árabe, y también leía el hebreo. Se entendió bien con Jehuda, y todavía mejor con el sabio amigo de Jehuda, Musa IbnDa’ud.

Las estancias de Musa eran muy confortables.

Aquel anciano señor había tenido que vivir dos veces en medio de una gran penuria y en el destierro y había demostrado que podía soportar las adversidades sin quejarse. Precisamente por esto amaba la comodidad. No sin un ligero y plácido orgullo, mostró al canónigo los muchos conductos de la cuidadosa instalación para la calefacción y el recubrimiento de fieltro de los muros que, mediante un ingenioso sistema, podía rociarse con agua y de este modo asegurar un agradable frescor en los días calurosos. Los numerosos libros de Musa habían sido copiados a mano, y su gran pupitre, tan querido, estaba muy bien iluminado, Un hermoso vestíbulo circular adecuado para la tranquila contemplación, daba al jardín.

El canónigo, que tenía un gran afán de instrucción, no se cansaba de contemplar la biblioteca de Jehuda y de Musa. Admiraba la variedad de los libros, que abarcaban todos los ámbitos del saber, su elegante caligrafía, sus iniciales y sus policromados márgenes, el hermoso acabado de los decorados estuches para los rollos y las elegantes y al mismo tiempo sólidas tapas de los libros encuadernados. Pero, sobre todo, le sorprendía el material sobre el que la mayoría de estos libros estaban escritos. Se trataba de un material que la cristiandad apenas conocía: el papel.

¡Ah! Ellos, los eruditos de los reinos cristianos, debían escribir sobre pergamino, sobre una piel de animal, y no sólo el esfuerzo de escribir era mucho mayor; sino que también el material era muy valioso y escaso. Con frecuencia, los que escribían debían utilizar pergaminos ya usados, y con mucho esfuerzo tenían que disolver y rascar lo que otros anteriormente habían escrito también con mucho esfuerzo, para poder plasmar en el viejo material sus propios pensamientos. Y quizás de esta manera, un bienintencionado escritor hacía desaparecer la noble sabiduría de otro anterior para conservar para la posteridad sus propios y quizás simples pensamientos.

Don Jehuda explicó al canónigo cómo se producía el papel. En los molinos, a partir de una planta blancuzca llamada cotón, se preparaba una papilla, se le daba forma y se dejaba secar, y todo aquello no resultaba en absoluto caro. El mejor papel se fabricaba en Játiva, era de grano grueso y se le había dado el nombre de jatvi. Don Rodrigue sostuvo con ternura en sus manos un libro escrito sobre jatvi, sorprendido como un niño al ver el poco espacio y el poco peso que bastaban para conservar todo aquel saber. Jehuda le contó que había iniciado los trámites para instalar también en Toledo una fábrica de papel: había agua suficiente y el suelo era adecuado para las plantas que se necesitaban. Don Rodrigue estaba encantado. Jehuda le prometió suministrarle papel de inmediato.

Más tarde, Don Rodrigue y el viejo Musa, sentados juntos en el pequeño y abierto vestíbulo circular, mantuvieron una pausada conversación. Don Rodrigue contaba que también en los reinos cristianos se conocían las obras científicas de Musa, sobre todo se sabía de la gran obra histórica en la que estaba trabajando y también de las persecuciones que había tenido que sufrir. Musa mostró su agradecimiento con una cortés inclinación de cabeza. Aquel hombre de elevada estatura se hallaba cómodamente sentado entre sus almohadones, ligeramente inclinado hacia delante, los grandes y dulces ojos tenían una mirada tranquila llena de sabiduría. No hablaba mucho, pero la mayoría de las cosas que decía eran fruto de sus vastos conocimientos, su rica experiencia y su profunda reflexión. Lo que decía sonaba a nuevo y excitante, aunque a veces también resultara algo alarmante.

Muchas cosas parecían inquietantes en el castillo Ibn Esra. Allí, entre las inscripciones que iluminaban los frisos de la pared, había algunas en hebreo. No era fácil descifrarlas en medio de la maleza que constituían los muchos arabescos y ornamentos que las rodeaban. Pero el canónigo, orgulloso de sus conocimientos en la lengua hebrea, reconoció que habían sido sacadas de las Sagradas Escrituras, del libro de Cohelet, del Eclesiastés. Así era, Musa se lo confirmó, y tomando un puntero señaló al canónigo cómo discurrían las frases en medio de los enmarañados arabescos, perdiéndose y reencontrándose. A medida que las señalaba, las leía traduciéndolas al latín. He aquí el texto que leyó: «Una misma es la suerte de los hijos de los hombres y la suerte de las bestias, y la muerte de uno es la muerte de las otras, y no hay más que un hálito para todos, y no tiene el hombre ventaja sobre la bestia, pues todo es vanidad. Todos van al mismo lugar; todos han salido del mismo polvo, y al polvo vuelven todos. ¿Quién sabe si el hálito del hombre sube arriba, y el de la bestia baja abajo, a la tierra?».

Don Rodrigue seguía con los ojos los signos hebreos en la pared y vio y oyó que Musa traducía fielmente. Pero ¿no sonaban de otra manera las palabras de la traducción de San Jerónimo, que él conservaba en la memoria? ¿Era posible que incluso la palabra de Dios en boca de este sabio y bondadoso Musa oliera ligeramente a azufre?

Bien pudiera ser que el hombre que cuidaba de la biblioteca del castillo Ibn Esra atrajera al canónigo casi más que la misma biblioteca. Musa, sentado allí tranquilamente entre sus almohadones, le parecía atemporal como la sabiduría. Tan pronto le parecía apenas mayor que él, que contaba cincuenta años, como terriblemente viejo. El brillo de aquellos ojos ligeramente burlones lo embrujaba y lo apresaba y a pesar de todo, tenía la sensación de poder hablar con aquel hombre con mayor libertad de ánimo que con la mayoría de los cristianos firmemente creyentes.

Le habló de la academia de la cual era director Ciertamente, su modesto instituto no podía compararse con los centros de instrucción musulmanes, pero, aun así, a través de ella se transmitía a Occidente tanto la sabiduría de los árabes como la de los antiguos paganos.

—No creas, oh sabio Musa —explicaba apasionadamente—, que soy estrecho de miras. Incluso he hecho traducir el Corán al latín. Y en mi academia también trabajan algunos paganos, tanto judíos como musulmanes. Si me lo permites, te traeré de vez en cuando a alguno de mis alumnos para que tengan el honor de participar en alguna conversación contigo.

—Hazlo, reverendo Don Rodrigue —contestó amistosamente Musa—, tráeme a alguno de tus alumnos. Pero adviérteles que tengan cuidado. Y sé tú mismo también precavido.

Y señaló una de las frases en la pared, que para desconcierto del canónigo también se trataba de una frase de las Sagradas Escrituras, esta vez del quinto libro de Moisés: «Maldito quien lleve al ciego fuera de su camino».

Cuando, finalmente, Don Rodrigue se despidió del dueño de la casa, mucho más tarde de lo que él tenía previsto, en realidad se había quedado más tiempo de lo que la courtoisie permitía, dijo bromeando:

—Debería estar enfadado contigo, Don Jehuda. Ha faltado el grueso de un cabello para que me hayas puesto en ocasión de transgredir el décimo mandamiento. No me tienta el deseo de poseer tu casa, tus mulas o tus criados y criadas. Pero me temo que sí deseo tus libros.

El jefe de la comunidad, Don Efraim, se reunió con Jehuda para hablar con él de los asuntos de la aljama.

—Como era de esperar —le espetó—, tu fama y esplendor han traído muchas bendiciones a la ciudad, pero también muchas dificultades. La envidia que engendra tu grandeza ha atizado el odio del arzobispo, ese infiel y cruel Esaú. Don Martín ha vuelto a sacar a relucir su polvoriento pergamino, aquella disposición del colegio cardenalicio de hace seis años, según la cual no sólo los hijos de Edom, sino también los descendientes de Abraham, deben pagar los diezmos a la Iglesia. Por aquel entonces, el noble alfaquí Ibn Schoschan, Dios bendiga la memoria del justo, rechazó los embates del tonsurado. Pero ahora el infiel cree que ha llegado su momento. Su carta a la aljama está llena de amenazas.

Don Jehuda sabía que, oculta tras la exigencia de los diezmos, había mucho más que sólo el dinero. Si la Iglesia vencía, el privilegio fundamental de los judíos se vería amenazado, ya que entonces no estarían sometidos directamente al rey sino que el arzobispo se habría interpuesto. En el fondo, Don Jehuda debía reconocer también que la preocupación que causaba a Don Efraim el temor de que esta vez el arzobispo consiguiera su objetivo no era infundada. Don Martín era un buen amigo del rey; seguramente trataría de hacerle creer que podía reparar el pecado que había cometido con el nombramiento del judío Ibn Esra, obligando por fin a la judería a pagar los diezmos a la Iglesia.

Pero Jehuda mostró seguridad.

—El infiel tiene tantas posibilidades de salirse con la suya como entonces —dijo. Y añadió:

—Además, ¿acaso no entra todo lo que tiene que ver con los impuestos dentro de mis atribuciones? Permíteme que sea yo quien conteste la carta del arzobispo.

Ésta no era en absoluto la intención de Don Efraim; no quería dejar ninguno de sus asuntos en manos de Jehuda.

—Nada más lejos de mi intención —rechazó cortésmente— añadir nuevas cargas a las tuyas, mi señor y maestro Jehuda. Pero hay otra cosa que quisiera sugerirte en nombre de la aljama. La pompa de tu casa, la abundancia de bienes con la que el Señor te ha bendecido, la gloria que te ha otorgado por medio de la gracia del rey es para los envidiosos de Israel una espina en el ojo y un verdadero aguijón en el negro corazón del arzobispo. Por este motivo, he exhortado de nuevo a la aljama a comportarse con discreción y a no provocar a los malvados haciendo ostentación de lujos. Procura no provocarlos tú tampoco, Don Jehuda.

—Comprendo tu preocupación, mi señor y maestro Efraim, pero no la comparto. La experiencia me ha enseñado que la visión del poder intimida. Si yo manifestara debilidad o modestia, el arzobispo se sentiría mucho más audaz contra mí y contra vosotros.

El siguiente Sabbath Don Jehuda fue a la sinagoga.

Le sorprendió ver la sobriedad y desnudez del interior de aquella primera reliquia de la judería española. Tampoco aquí permitía Don Efraim ninguna pompa. Claro que una vez abierto el cofre de la Torah, el Arca de la Alianza, el Aron Hakodesch, brillaban y relumbraba desde su interior los santos accesorios con los que los rollos de las Escrituras estaban adornados, los mantos ricamente bordados, los tableros y coronas doradas, resplandecientes de alhajas.

Don Jehuda fue llamado a leer en las Escrituras el fragmento correspondiente a esa semana. En él se contaba cómo Balam, un profeta pagano, partió para maldecir al pueblo de Israel, y cómo Dios le obligó a bendecir a su pueblo, y el profeta gentil manifestó: «¡Qué bellas son tus tiendas, oh Jacob! ¡Qué bellos tus tabernáculos, oh Israel! Se extienden como un extenso valle, como un jardín a lo largo del río, como áloe plantado por Yavé, como cedro que está junto a las aguas. Devoras a las naciones enemigas, a los gentiles, trituras los huesos de tus perseguidores».

Jehuda leyó los versículos con la antigua entonación prescrita, leía sin esfuerzo, su acento podía parecer extraño a algunos, un poco ridículo, pero nadie se sonrió. Al contrario, los hombres y mujeres judíos de Toledo escuchaban llenos de respeto, y la profunda emoción de Don Jehuda les alcanzó también a ellos. Este hombre, al que en su infancia el destino había convertido en un mesumad, había vuelto libremente, humildemente, a la alianza de Abraham, y este hombre poderoso contribuiría a que las bendiciones que estaba leyendo también les alcanzaran a ellos.

Ahora que Raquel podía manifestar libremente su pertenencia al pueblo judío, le resultaba más difícil que antes sentir como una judía. Leía a menudo en el Gran Libro, soñaba apasionadamente, ensimismada, durante horas con las historias que éste contenía, con las hazañas de los antepasados, reyes y profetas. Todo lo grandioso, sublime y profundamente piadoso que en él se relataba, y también lo malo, mezquino y profundamente maligno, que no se ocultaba, todo se le hacía real, y se sentía orgullosa y feliz de proceder de semejantes antepasados.

Pero con los judíos que la rodeaban aquí en Toledo no se sentía tan compenetrada, a pesar de su firme y sincera voluntad de pertenecer a ellos.

Con frecuencia, para conocer mejor a su pueblo, iba al barrio de los judíos, la judería.

En estos paseos se hacía acompañar de Don Benjamín Bar Abba, un joven pariente del jefe de la comunidad. El canónigo Rodrigue había introducido a Benjamín en el castillo Ibn Esra; era uno de sus discípulos más instruidos, un traductor de su academia.

Don Benjamín, con su despierta inteligencia y sus amplios conocimientos, apenas tenía veintitrés años, tenía un aire pueril, pícaro y socarrón, que atraía a Raquel. Pronto surgió entre ellos una auténtica camaradería. Les gustaba reírse de cosas cuya comicidad otros apenas habrían comprendido, y había temas sobre los que Raquel no preguntaba a su padre, ni siquiera a su tío Musa, pero sí a su amigo Benjamín.

Él, por su parte, le hablaba con naturalidad de sus pensamientos más íntimos. Como, por ejemplo, que su pariente Don Efraim, el Párnas, no le gustaba; le parecía demasiado artero y, si no fuera tan pobre, no aguantaría viviendo en casa de Don Efraim. Doña Raquel no había tenido nunca un amigo que fuera pobre. Lo miró sorprendida y curiosa.

Benjamín practicaba las costumbres judías, pero sólo para no desagradar a Don Efraim, en realidad no les concedía ninguna importancia. Sin embargo, admiraba la sabiduría árabe, y le gustaba hablar de las grandes y antiguas civilizaciones desaparecidas, sobre todo de los griegos, jónicos como él los llamaba; a uno de estos jónicos, un tal Aristóteles, lo consideraba equiparable a nuestro maestro Moisés. Y a pesar de todo estaba orgulloso de pertenecer al pueblo judío; porque se trataba del pueblo del Libro que lo había conservado con fidelidad a lo largo de los siglos.

Benjamín fue el guía de Raquel en la judería. Más de veinte mil judíos vivían en Toledo, y otros cinco mil fuera de sus muros, y aunque ninguna ley los obligaba, la mayoría vivían en su propio barrio de la ciudad, que a su vez también se hallaba protegido por muros y torres fortificadas.

Benjamín le contó que los judíos vivían en Toledo desde tiempos inmemoriales; incluso la ciudad había tomado su nombre de la palabra hebrea Toledath, que significa Madre de los Pueblos. Los primeros habían llegado hasta allí como enviados del rey Salomón para exigir tributo a los bárbaros. La mayor parte del tiempo, las cosas les fueron bien, pero bajo el poder de los visigodos cristianos habían tenido que padecer terribles persecuciones. El que más cruelmente los había perseguido había sido un miembro de su propia raza, un tal Julián, que se convirtió al cristianismo y fue nombrado arzobispo. Promulgó disposiciones cada vez más duras contra sus antiguos hermanos y al final proclamó una ley según la cual quien no se convirtiera al cristianismo debía ser vendido como esclavo. Fue entonces cuando los judíos llamaron a los árabes para que cruzaran el mar y los ayudaran a conquistar el país. Los árabes establecieron guarniciones judías en las ciudades y les dieron comandantes judíos.

—Imagínate, Doña Raquel —la animaba Benjamín—, cómo tuvo que ser cuando los oprimidos se convirtieron de pronto en los señores y los anteriores opresores en esclavos.

Entusiasmado, Benjamín le habló de los libros de poesía y sabiduría que a lo largo de los siguientes siglos habían escrito los judíos sefarditas bajo el dominio de los musulmanes. Recitó de memoria ardientes versos de Salomón Ibn Gabirol y de Jehuda Halevi. Le habló de las obras de matemáticas, astronomía y filosofía de Abraham Bar Chija.

—En todo lo que de grande hay en esta tierra de Sefarad, ya sea en el espíritu o en la piedra —dijo con gran convencimiento—, han participado los judíos.

Una vez, Raquel le contó el desconcierto que le había producido la contemplación de las imágenes idólatras en la iglesia de San Martín. Él escuchó. Y permaneció indeciso. Después, con picardía, sacó un librito y se lo mostró misteriosamente. En ese libro, que él llamaba su libro de anotaciones, había dibujos, figuras de personas. A veces eran malvadamente burlones, en algunos las caras de las personas se convertían casi en caras de animales. Doña Raquel se quedó sorprendida, horrorizada, y a la vez divertida. Qué terrible blasfemo este Don Benjamín, no sólo hacia dibujos de tipo general como aquellos ídolos de la iglesia, él dibujaba personas claramente reconocibles. Sí, quería hacerse igual a Dios, cambiaba sus rasgos según su desvergonzada voluntad, desfiguraba sus almas. ¿Cómo no se abría la tierra para tragarse a aquel blasfemo? Y ella misma, Raquel, ¿acaso no participaba en la blasfemia en la medida que contemplaba aquellos dibujos? Pero no podía evitarlo y seguía mirando. Ahí podía verse el dibujo de un animal, un zorro al parecer pero no era ningún zorro, desde la astuta cara miraban los piadosos ojos de Don Efraim. Y Raquel, en medio de su horror y sus dudas, tuvo que reírse.

Cuando Benjamín le contaba historias, sucesos extraordinarios que habían acaecido a los grandes hombres judíos de Toledo, era cuando se sentía más unida a él. Estaba la historia del rabí Chanan Ben Rabua. Éste había construido un maravilloso reloj de agua. Constaba de dos fuentes, dos cisternas que se habían fabricado con tal pericia y precisión de cálculo que, durante la luna creciente, una se llenaba lentamente de agua y la otra se vaciaba, y con la luna decreciente sucedía lo contrario, de modo que podía leerse en ellas el día lunar y la hora del día. Sus rivales, envidiosos, acusaron al rabí Chanan de brujería.

—La sabiduría provoca siempre sospechas —explicó sentencioso Don Benjamín—, y el alcalde hizo encarcelar al rabí Chanan. Por aquel entonces, las cisternas dejaron de llenarse y vaciarse como debían. Se supuso que el rabí había estropeado el artístico reloj de agua en el que había trabajado tres veces siete años antes de que lo cogieran prisionero y quisieron obligarlo a repararlo, pero él acabó de destruirlo. Lo quemaron en la hoguera.

—La torre en la que lo encerraron —terminó Don Benjamín— todavía existe hoy en día. También puedes ver las cisternas en la Huerta del Rey, en el derruido palacio de recreo La Galiana.

Por la noche, Raquel le contó al ama Sa’ad la historia del pobre rabí Chanan, ingenioso e instruido, a quien hombres malvados habían torturado debido a su arte y a su ciencia. Contó con todo detalle lo que sabía del reloj de agua y de la prisión y la muerte en la hoguera del rabí. El ama Sa’ad dijo:

—Hay hombres malvados aquí en Toledo. Quisiera Rechja, mi corderilla, que regresáramos a la ciudad de Sevilla, que Alá quiera proteger.