Capítulo VII

YA durante la primera cruzada los guerreros cristianos atacaron primero a los infieles que tenían más cerca en sus propios reinos: los judíos.

Los promotores de la cruzada no habían querido esto; su objetivo era liberar Tierra Santa del yugo de los infieles, y nada más. Pero a los cruzados se habían unido muchos que no estaban movidos sólo por motivos religiosos; el entusiasmo divino se mezclaba con el afán de aventuras y la propia ambición. Caballeros cuyas ansias de gloria se habían visto refrenadas por las leyes de sus reinos, esperaban encontrar en los países islámicos botín y fama. Campesinos, siervos de algún señor tomaban la cruz para librarse de la opresión del feudalismo y de sus gravámenes. El cronista de la época, temeroso de Dios, Albertus Aquentis, informa que «se unía al ejército de los cruzados innumerable gentuza, más para cometer pecados que para hacer penitencia por los ya cometidos».

Un tal Guillaume le Carpentier, de los alrededores de Troyes, un feroz orador y hombre pendenciero, reunió un gran enjambre de discutibles peregrinos y remontó con ellos el Rin. Cada vez eran más los que se unían a él, francos y alemanes, y pronto fueron unos cien mil. En las tierras del Rin este oscuro séquito de cruzados recibió el nombre Los Peregrinos.

Un cronista judío de la época escribe: Surgió del pueblo un grupo rudo, desenfrenado y cruel, formado por francos y alemanes, que se puso en marcha hacia la Ciudad Santa para expulsar de allí a los hijos de Ismael. Cada uno de los herejes cosió a sus ropas el signo de la cruz, y se reunían formando grandes grupos, hombres, mujeres y niños. Y uno de ellos, Guillaume le Carpentier —maldito sea el nombre del pecador—, los instigaba y les decía:

—He aquí que partimos para tomar venganza en los hijos de Ismael. Pero ¿acaso no tenemos entre nosotros a estos judíos, cuyos padres crucificaron a nuestro Dios? Venguémonos primero en ellos. Que desaparezca el nombre de Judá si siguen negándose a reconocer a Jesús como al Mesías.

Y los demás le escuchaban y se decían entre ellos:

—Hagamos lo que dice.

Y cayeron sobre el pueblo de la Sagrada Alianza.

Primero, en el sexto día del iyar, en un Sabbath, mataron a los judíos de la ciudad de Speyer. Tres días más tarde a los de la ciudad de Worms. Después emprendieron la marcha hacia Colonia. Allí, el obispo Hermann intentó proteger a sus judíos. El cronista informa:

Pero las puertas de la misericordia estaban cerradas. Los herejes golpearon a los soldados y se apoderaron de los judíos. Muchos de ellos, antes de aceptar recibir el agua del bautismo, hombres, mujeres y niños, se arrojaron al río cargados de piedras, gritando:

—¡Escucha Israel, Adonai nuestro Dios es el único verdadero!

Algo parecido sucedió en Tríer y también en Mainz.

Sobre lo ocurrido en Mainz informa el cronista:

El tercer día del sivan, del que habló nuestro maestro Moisés: «Y que estén prestos para el día tercero, porque al tercer día bajará Yavé sobre la montaña del Sinaí». En ese tercer día del sivan, alrededor del mediodía, llegó Emicho de Leiningen —sea maldito el nombre del pecador— con todos sus seguidores, y los habitantes de la ciudad les abrieron las puertas. Y los herejes hablaron así entre ellos:

—Tomad ahora venganza por la sangre del crucificado.

Los hijos de la Sagrada Alianza habían tomado las armas para defenderse; pero, debilitados por la preocupación y por su largo ayuno, no pudieron resistir al enemigo. En el castillo episcopal defendieron durante largo tiempo la maciza puerta del último patio interior contra los asaltantes; pero por sus múltiples pecados fueron vencidos. En cuanto vieron que su suerte estaba decidida, se hablaban unos a los otros dándose valor y decían:

—Nuestros enemigos nos darán muerte dentro de unos instantes, pero nuestras almas entrarán ilesas en el hermoso jardín del Edén. Bendito sea aquel que recibe la muerte por amor al nombre del único Dios.

Y decidieron:

—Hagamos el sacrificio en nombre de Dios.

En cuanto los enemigos consiguieron entrar en el patio, vieron a los hombres, cubiertos con su manto de oración, sentados sin moverse. Los herejes creyeron que era un truco. Les lanzaron piedras y les dispararon flechas. Pero aquellos hombres envueltos en sus mantos de oración no se movieron. Entonces los golpearon con sus espadas. Los que habían huido al interior del castillo se mataban unos a otros. En verdad, los judíos de Mainz en aquel tercer día del sivan superaron aquella prueba a la que una vez Dios sometió a nuestro patriarca Abraham. Así como éste dijo: «Heme aquí», y estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac, del mismo modo ellos ofrecieron como víctimas a sus hijos y a sus allegados. El padre sacrificaba al hijo, el hermano a la hermana, el novio a la novia, la vecina al vecino. ¿Se ha visto jamás un sacrificio como aquél en un solo día? Más de mil se dejaron matar o se mataron a sí mismos para gloria de Aquél cuyo nombre es uno, grande y terrible.

En Ratisbona, Los Peregrinos mataron a setecientos noventa y cuatro judíos, cuyos nombres están registrados en los libros de los mártires. Ciento ocho estuvieron dispuestos a recibir el bautismo. Los Peregrinos los llevaron al Danubio, dejaron que flotara en el agua una enorme cruz, sumergieron a los judíos bajo el agua y riéndose gritaban:

—Ahora sois cristianos, no volváis a creer jamás en vuestras supersticiones judías.

Quemaron la sinagoga, y con el pergamino de los rollos hebreos de la Sagradas Escrituras se hicieron suelas para sus zapatos.

En las tierras del Rin durante los meses iyar, sivan y tammuz murieron doce mil judíos, cuatro mil en Suabia y en Baviera.

La mayoría de los príncipes de la tierra y de los príncipes eclesiásticos no aprobaban los crueles actos de Los Peregrinos ni los bautizos forzados. El emperador alemán Enrique IV en un solemne discurso, manifestó el desprecio que le inspiraban aquellas carnicerías y autorizó a aquellos que habían sido bautizados por la fuerza a que volvieran al judaísmo. También dictó un acto de procesamiento contra el arzobispo de Mainz por no haber protegido suficientemente a sus judíos y haberse enriquecido con sus bienes. El arzobispo tuvo que huir, el emperador embargó sus posesiones e indemnizó a los judíos.

La mayoría de Los Peregrinos hallaron un terrible fin, incluso antes de llegar a Tierra Santa. Muchos de ellos fueron muertos por los húngaros, y sus cabecillas, Guillaume le Carpentier y Emicho de Lainingen, regresaron deshonrados con los harapientos restos de su tropa. Según informa el cronista, Guillaume, antes de partir; había preguntado al rabí de Troyes cómo terminaría su viaje. El rabí había contestado:

—Vivirás rodeado de esplendor durante un tiempo, pero después volverás aquí vencido y fugitivo, con sólo tres caballos.

Guillaume le amenazó:

—Si regreso aunque sea con un caballo de más, te mataré, y además a todos los judíos de Francia.

Cuando regresó, iba acompañado de tres hombres a caballo, de modo que los caballos eran cuatro. Se complacía pensando que iba a poder matar al rabí. Al entrar a caballo por la puerta de acceso a la ciudad, una piedra se desprendió y golpeó a uno de sus acompañantes, matando también al caballo. Después de esto, Guillaume renunció a sus propósitos e ingresó en un convento.

Los sufrimientos que por aquel entonces habían tenido que soportar sus antepasados, y que se hallan recogidos en el libro El valle de lagrimas, fueron recordados por los judíos ahora que se había proclamado una nueva cruzada y se sentían llenos de horror.

Pronto volvió a suceder como en el pasado. Pero esta vez eran sobre todo los príncipes quienes los oprimían.

El duque Wratislaw de Bohemia obligó a sus judíos a bautizarse, y cuando éstos quisieron marcharse, probablemente para poder volver al judaísmo, declaró que todas sus posesiones habían sido confiscadas. Su tesorero, un hombre instruido, pronunció en nombre del duque un discurso en latín a los emigrantes, en hexámetros:

—No trajisteis a mi ciudad de Bohemia ninguno de los tesoros de Jerusalén / Llegasteis a nuestra tierra como desnudos mendigos, así, pues, marchad desnudos también.

Los que más tuvieron que sufrir fueron los judíos del reino de Francia. En la última cruzada, Luis VII y Ellinor de Guyena los habían acogido allí. Pero el monarca que ahora reinaba en Francia, Felipe Augusto, estaba a la cabeza de aquellos que mataban y robaban a la «estirpe maldita».

—Los judíos —explicaba—, con sus astucias criminales, se han adueñado de la mayoría de las casas de mi capital, París. Nos han desvalijado como sus antepasados a los egipcios.

Para vengar este robo, hizo rodear en un Sabbath las sinagogas de París y de Orleans por sus soldados y no soltó a los judíos antes de haber saqueado sus casas. También tuvieron que quitarse sus ropas del Sabbath y volver a sus hogares semidesnudos. Después ordenó que en un plazo de tres meses debían abandonar el país dejando atrás sus bienes y sus riquezas.

La mayoría de los expulsados huyeron a los condados vecinos, que aunque nominalmente se consideraban países vasallos del rey, de hecho eran independientes.

Pero la mano del rey Felipe Augusto también los alcanzó allí.

Entre ellos se contaba, por ejemplo, la margravina de la Champaña, Blanche, una anciana de espíritu liberal y corazón generoso. Había recogido a muchos de los emigrantes. Desde hacia mucho tiempo, en el territorio franco existía la costumbre de abofetear en la plaza, públicamente, a un representante de los judíos, al jefe de la comunidad o al rabino, durante la Semana Santa, en memoria del martirio de Cristo. La margravina había autorizado a sus judíos a librarse de esta contribución física mediante un pago a la Iglesia. El rey Felipe Augusto, irritado porque sus judíos expulsados habían encontrado acogida en las tierras de la margravina Blanche, exigió de su vasalla que anulara este privilegio. Utilizó como argumento la Guerra Santa, y ella tuvo que ceder.

Pero el destino ahorró la humillación a los judíos, aunque de un modo lamentable, incluso trágico. Antes de que empezara la Semana Santa, un cruzado, un súbdito del rey Felipe Augusto, mató a un judío en los territorios de la margravina, en la ciudad de Bray-sur-Seine.

La condesa condenó al asesino a muerte e hizo que la ejecución tuviera lugar el día de la fiesta judía del Purim, el día en que los judíos celebran la caída de su enemigo Amán gracias a la intervención de la reina Ester y de su padre adoptivo Mardoqueo. Los judíos de la ciudad de Bray asistieron a la ejecución del asesino, probablemente no sin satisfacción. Al rey Felipe Augusto se le dijo que habían atado las manos del asesino, su súbdito, y le habían puesto en la cabeza una corona de espinas burlándose de la pasión del Salvador. El malvado rey, como lo llama el cronista, exigió entonces de la margravina que hiciera detener a todos los judíos de la ciudad de Bray Ella se negó. El rey mandó soldados a Bray, y los judíos fueron detenidos y obligados a elegir entre el bautismo o la muerte. Cuatro fueron bautizados, diecinueve niños menores de trece años fueron llevados a un convento, el resto de los judíos fueron quemados sobre veintisiete piras. Felipe Augusto dijo a la margravina Blanche:

—Ahora tus judíos, señora, están libres de la bofetada del viernes santo. Después de esto se fue a la Guerra Santa.

Sin embargo, los judíos de todo el norte de Francia ya no se sentían seguros y mandaron mensajeros a sus hermanos de aquellos países más felices en la Provenza y en Hispania para pedirles ayuda.

Su mayor esperanza la pusieron en la poderosa comunidad de Toledo. Allí mandaron al hombre que era considerado el mayor y más piadoso entre los judíos de Francia. El rabí Tobia Ben Simón.

Apenas estuvo Don Jehuda de regreso, recibió la visita del rabí Tobia.

Nuestro señor y maestro Tobia Ben Simón, llamado Ha-Chasid, el piadoso, el Episcopus Judaerum Francorum, la cabeza de los judíos de Francia, era un famoso y discutido teólogo de Israel. Tenía un aspecto insignificante y un modesto patrimonio. Pertenecía a una antigua familia de judíos instruidos que hacía escasamente un siglo habían huido al norte de Francia desde Alemania, escapando de Los Peregrinos.

Hablaba el hebreo lento y poco correcto de los judíos alemanes, el ashkenazi; sonaba muy distinto al noble hebreo clásico al que Don Jehuda estaba acostumbrado. Pero pronto olvidó la pronunciación del rabí Tobia al escuchar lo que éste tenía que decirle. El rabí hablaba de los innumerables, crueles y refinados esbirros del rey Felipe Augusto y de los crueles y sangrientos acontecimientos de París, Orleans, Bray-sur-Seine, Nemours y de la ciudad de Sens. Lo contaba con lentitud, describiendo los más insignificantes tormentos que los perseguidores habían infligido a los judíos con la misma exactitud y detalle que describía las tremendas carnicerías, y el más insignificante detalle parecía grande, y lo más tremendo era sólo un eslabón en una cadena interminable. Y una y otra vez repetía como un estribillo:

—Y ellos gritaban: «Escucha, Israel, nuestro Dios es único», y eran asesinados.

Resultaba extraño escuchar a aquel insignificante rabí relatar aquellos violentos acontecimientos en aquella casa tranquila, lujosa y protegida. El rabí Tobia habló durante mucho tiempo y en un tono apremiante. Pero Jehuda escuchaba con imparcial atención. Su viva imaginación le hacía ver con gran realismo las cosas que le contaba el rabí. Despertaron sus propios y terribles recuerdos. Por aquel entonces, hacía tantos años como la mitad de la vida de un hombre, los musulmanes habían actuado en su Sevilla de la misma manera que ahora los cristianos en Francia. También ellos habían caído sobre los infieles que tenían más cercanos, los judíos, y los habían puesto en la disyuntiva de elegir entre aceptar su religión o morir. Jehuda sabía exactamente cuál era la situación de aquéllos a quienes ahora se perseguía.

—De momento —dijo el rabí Tobia—, todavía nos ayudan los condes palatinos y los barones de los territorios independientes. Pero el ungido pecador los acosa y no podrán resistírsele durante mucho más tiempo. Sus corazones no son malos, pero tampoco buenos, y no emprenderán una guerra contra el rey de Francia por amor a la justicia y a los judíos. No está lejano el día en que tendremos que volver a emigrar, y no será fácil, porque no hemos podido salvar nada más que nuestra piel y algunos rollos de la Torah.

Reinaba la paz, el lujo y el silencio en la hermosa casa. El agua chapoteaba alegremente; desde las paredes, relucían doradas, azules y rojas las letras de los nobles versículos. Los delgados y pálidos labios en el rostro extrañamente mortecino del rabí dejaban salir regularmente las palabras. Pero Don Jehuda veía ante él a todos aquellos cientos y cientos de judíos; los veía caminando con sus pies cansados, descansando al borde del camino, lanzando temerosas miradas a su alrededor para descubrir qué nuevos peligros los amenazaban, y los veía coger de nuevo las largas varas que habían arrancado de algún árbol para continuar caminando.

La preocupación por los judíos de Francia ya había mantenido ocupado a don Jehuda en Burgos, y su rápida mente ya había elaborado algunos proyectos de ayuda, pero ahora, mientras escuchaba el informe del rabí Tobia, fue tomando cuerpo un nuevo plan; la maniobra sería inteligente, difícil. Pero no había ninguna otra que realmente sirviera de ayuda. La visión del insignificante rabí, que no pedía nada, que ni siquiera advertía o exigía nada, espoleó a Jehuda.

Cuando al día siguiente Efraim Bar Abba llegó al castillo Ibn Esra, Don Jehuda había tomado una decisión. Don Efraim, conmovido por la narración del rabí Tobia, quería reunir un fondo de diez mil maravedíes de oro para los perseguidos de Francia, él mismo pensaba donar mil maravedíes y pidió a Don Jehuda un donativo, pero éste respondió:

—No será de mucha ayuda para los perseguidos que les demos dinero para las necesidades de unos cuantos meses o de un año. Los condes y barones en cuyas ciudades ahora se encuentran acabarán cediendo ante el rey y serán de nuevo expulsados; y seguirán siendo perseguidos sin rumbo sobre la tierra, cayendo siempre en manos de otros enemigos, condenados finalmente al exterminio. Sólo hay una ayuda posible: Asentarlos en un lugar seguro, donde puedan quedarse.

El Párnas de la aljama se sintió penosamente sorprendido. Conllevaría desagradables consecuencias traer al reino a judíos pobres ahora, en pleno ajetreo de la Guerra Santa. El arzobispo predicaría nuevas persecuciones, y todo el reino le daría la razón. Los judíos de Toledo eran instruidos, ricos, civilizados y se habían ganado el respeto de los demás; si ahora se dejaba entrar a cientos, quizás a miles de judíos franceses indigentes, que no conocían la lengua y las costumbres del reino, que llamarían forzosamente la atención por su modo de vestirse y sus malos y extraños modales, esto no supondría ninguna ayuda para ellos y sólo se pondrían en peligro a sí mismos.

Pero mucho se temía Don Efraim que estos argumentos sólo reforzarían los propósitos del audaz Ibn Esra, de modo que los sustituyó por otros.

—¿Podrán estos judíos de Francia —dijo— sentirse aquí alguna vez como en casa? Son gente sencilla, dedicados al comercio del vino y a tímidos negocios monetarios, sólo conocen las mezquinas nimiedades de su Francia, su modo de pensar es pusilánime, no saben nada acerca de grandes empresas. No los censuro por ello; tuvieron que llevar una vida dura y llena de estrecheces, muchos son los hijos de aquellos que tuvieron que huir de los países alemanes o han sufrido ellos mismos las persecuciones de Alemania. No veo cómo estas gentes tristes y asustadas podrán encajar en nuestro mundo.

Don Jehuda guardó silencio; al Párnas le pareció que se sonreía en silencio. Con voz todavía más apremiante, Don Efraim continuó:

—Nuestro mismo importante invitado es un hombre piadoso, un hombre instruido, famoso con todo el derecho. Pero a pesar de la profundidad y grandeza de lo que puede leerse en sus libros, muchas cosas me han parecido extrañas. En temas de moral y en lo que se refiere al cumplimiento de los mandamientos, soy ciertamente más estricto que tú, Don Jehuda, pero nuestro señor y maestro Tobia hace de la vida un solo ejercicio de penitencia. Sus normas y las de sus seguidores no son las nuestras. Creo que no nos llevaríamos bien con nuestros hermanos de Francia, ni ellos con nosotros.

Lo que Don Efraim no dijo, pero sí quería recordar a Don Jehuda, el mesumad, el renegado, era que el rabí Tobia tenía las más duras palabras de maldición precisamente para los suyos, para los que habían renegado de la fe. No conocía la misericordia ni siquiera para los anussim, para aquellos que se habían dejado arrastrar al bautismo mediante amenazas de muerte, ni siquiera si más adelante volvían al judaísmo. Don Jehuda, que libremente y sin correr ningún peligro había servido al Dios extranjero, debía saber que a los ojos del rabí Tobia y de sus seguidores era culpable y merecía el castigo de muerte, de modo que su alma fuera destruida junto con su cuerpo. ¿Quería cargar sobre sus hombros y sobre los de la aljama a gentes que pensaban así de él?

—Ciertamente —dijo el sorprendente Don Jehuda—, este gran hombre es distinto a nosotros. Es posible que la gente como nosotros le resultemos profundamente extraños, y gente como yo quizás incluso le inspiren desprecio. Y no pocos de entre sus seguidores pensarán de un modo tan tenebroso como él. Pero también aquellos hermanos perseguidos que hace tiempo mi tío, Don Jehuda Ibn Esra Ha-Nassi, el príncipe, dejó entrar en el reino eran muy distintos, y tampoco se tenía en absoluto la certeza de que fueran a integrarse. Pero se integraron, florecieron y crecieron. Creo que podremos soportar el modo de ser de nuestros hermanos francos si nos esforzamos seriamente en hacerlo.

Enjuto bajo sus amplios ropajes, Don Efraim permanecía sentado, calculando, profundamente preocupado.

—Estaba orgulloso —dijo— de entregar diez mil maravedíes de oro para los fugitivos francos. Si los traemos aquí, a un entorno en el que no podrán conseguir lo necesario para su mantenimiento, tendremos que ocuparnos de ellos durante años, quizás para siempre. En este caso, diez mil maravedíes de oro no alcanzarán para mucho. Debemos seguir pagando el diezmo de Saladino. Después está el fondo para la liberación de los prisioneros. Ha menguado mucho y es más requerido que nunca. En todo el mundo, la Guerra Santa da a los hijos de Edom y a los hijos de Agar un cómodo pretexto para encarcelar a los judíos y exigir un elevado rescate. Las Escrituras ordenan liberar a los prisioneros. Me parece más urgente cumplir este santo mandamiento. Traer aquí a tus miles de pobres francos me parece menos importante. Sería un acto muy misericordioso pero, perdona si lo digo claramente, sería imprudente e irresponsable.

Don Jehuda no pareció molestarse.

—No soy ningún experto en las Escrituras —repuso—, pero resuena en mis oídos y en mi corazón el mandamiento de nuestro maestro Moisés: «Si hubiera un necesitado entre tus hermanos, no endurecerás tu corazón ni cerrarás tu mano a tu hermano pobre, sino que le abrirás tu mano y le prestarás con qué poder satisfacer sus necesidades, según lo que necesite». Por lo demás, creo que podemos permitirnos cumplir una obligación sin desatender la otra. Mientras pueda mantener a estas tierras de Castilla al margen de la guerra —y habló con amabilidad y arrogancia al mismo tiempo—, la aljama de Toledo obtendrá ganancias tan abundantes que no tendrá que tocar los fondos para la liberación de prisioneros para poder dar acogida y pan a un par de miles de judíos francos.

Don Efraim se sintió invadido por un miedo cada vez mayor. Este hombre petulante no quería ver cuán insidioso era su plan, quizás realmente no era capaz de verlo. Efraim no pudo reprimirse durante más tiempo, debía manifestar el miedo que sentía en la profundidad de su corazón.

—¿Has pensado también, mi hermano y señor Don Jehuda —dijo—, qué gran arma pondrás en manos del arzobispo con este proyecto? Moverá todos los poderes del infierno antes de permitir que los judíos francos entren en el reino. Acudirá al rey pecador de Francia. Acudirá al Papa. Predicará e instigará al pueblo diciendo que en plena Guerra Santa traemos enjambres de pordioseros e infieles a Castilla. Tienes un lugar privilegiado, gozas del favor del rey nuestro señor. Pero Don Alfonso también escucha al arzobispo, y el tiempo y la Guerra Santa están a su favor y en contra nuestra. Te has hecho acreedor de nuestro eterno agradecimiento, Don Jehuda, por haber defendido nuestros fueros y libertades frente al enemigo. Pero ¿podrás conseguirlo una segunda vez?

Las palabras de Don Efraim afectaron a Don Jehuda, y vio de nuevo las grandes dificultades de su empresa. Quizás se había sobrestimado. Pero ocultó sus dudas, y, tal y como esperaba Don Efraim, adoptó su expresión altanera y dijo secamente:

—Veo que mi propuesta no tiene tu aprobación. Permíteme que lleguemos a un acuerdo. Recoge tus diez mil maravedíes de oro. Quiero conseguir del rey la autorización en favor de los perseguidos y la garantía de los derechos y libertades que necesitan. Lo haré absolutamente solo, sin el apoyo de la aljama, sin actos religiosos, sin rogativas, sin lamentaciones, sin una delegación solemne ante el rey Deja que yo me ocupe de ello y que sea sólo preocupación mía.

Vio cuán impresionado quedó el otro; tampoco había pretendido esto. Continuó con más calidez:

—Pero si lo consigo, si el rey me dice que sí, entonces prométeme que también tú renunciarás a tu oposición, que abrirás tu alma y me ayudarás a llevar a cabo esta obra con toda la inteligencia que Dios te ha dado —y le tendió la mano.

Don Efraim, maravillado contra su propia voluntad, pero todavía dubitativo, tomó su mano y contestó:

—Así sea.

Mientras tanto, el rey, en Burgos, en el ambiente que rodeaba a Doña Leonor, olvidó Toledo y todo aquello que estuviera relacionado con ella. Disfrutó de la tranquilidad y la confianza que rebosaba su castillo de Burgos. Tenía un hijo y un heredero. Se sentía profundamente satisfecho.

Pero finalmente, puesto que se había mantenido alejado de su capital durante semanas y meses, sus consejeros lo instaron a que volviera.

Y apenas había dejado atrás los muros de Burgos volvió a sentir su anterior inquietud y lo atormentó de nuevo la maldición que había caído sobre él: tener que esperar y esperar y saber que le estaba prohibido ampliar su reino. Alfonso VI y Alfonso VII habían llevado la corona de emperadores, los trovadores cantaban sus grandes hazañas; acerca de aquello que él había conseguido sólo gimoteaban un par de romanzas deslucidas.

Cuando vislumbró la peña sobre la que se alzaba Toledo, se mezcló a su impaciencia la rabia, y ya el primer día ordenó que compareciera ante él su Escribano, aquel hombre con quien debía regatear el precio que debería pagar para poder cumplir con sus obligaciones caballerescas y cabalgar hacia la guerra.

Jehuda, por su parte, había esperado con ansiedad el regreso el rey Tan pronto como fuera posible, quería exponerle su gran proyecto y obtener un edicto que autorizara a los judíos francos a trasladarse a Castilla. Había preparado buenos motivos para su argumentación. En todos los rincones del reino se trabajaba con ahínco y en todas partes estaba experimentando un crecimiento, se necesitaban nuevas manos y, tal y como sucedió en los tiempos de Alfonso VI y de Alfonso VII, había que asentar a nuevas gentes.

Y por fin se encontraba ante el rey y exponía su disertación. Además, tenía que informarle acerca de grandes éxitos, de elevados y satisfactorios ingresos, acerca de tres nuevas ciudades que habían sido arrebatadas a los obstinados grandes y sometidas a Alfonso. Habían surgido en todos los rincones del reino nuevos y prometedores negocios, también en la misma Toledo y en sus inmediaciones. Estaba la fábrica de vidrio, los grandes talleres de cuero, el taller de cerámica, la fábrica de papel, por no hablar del acrecentamiento de las monedas y de la yeguada real.

Mientras Jehuda informaba al rey hablando con fluidez, reflexionaba si debía presentarle ya en esta primera entrevista su gran proyecto, pero Don Alfonso permanecía en silencio y nada podía deducirse de su expresión.

Jehuda siguió hablando. Respetuosamente, preguntó si el rey, su señor en su viaje de regreso se había fijado en los grandes rebaños que pacían en los alrededores de Avila; ahora se había regulado unitariamente la cría de ganado, de modo que los pastos debían ser aprovechados al máximo de un modo racional. También se informó de si Don Alfonso, durante su viaje de regreso, había tenido tiempo de visitar las nuevas plantaciones de moreras para la manufactura de la seda.

Finalmente, el rey se dispuso a hablar: Sí, dijo, había visto las plantaciones de moreras, también los rebaños y algunas cosas más que daban fe de la laboriosidad de su Escribano.

—Así que no sigas aburriéndome con todo esto —dijo malhumorado, cambiando de tono con sorprendente rapidez—, tus servicios son conocidos y bien reconocidos. Ahora sólo me interesa una cosa: ¿Cuándo podré finalmente borrar mi vergüenza e intervenir en la Guerra Santa?

Jehuda no podía imaginar que la gracia del rey pudiera cambiarse con tanta rapidez en hostilidad. Con amargura y preocupación, se dio cuenta de que debería aplazar la conversación sobre el asentamiento de los judíos expulsados. Pero se permitió rechazar el absurdo reproche de Alfonso.

—El momento de tu intervención en la guerra, mi señor —dijo—, no depende sólo de las finanzas de tu reino. Estas están en orden.

Y belicoso le explicó:

—Tan pronto como los demás príncipes de Hispania, particularmente el de Aragón, estén dispuestos a formar contigo un solo ejército unido bajo un solo mando para luchar contra el califa, tú, mi señor, podrás aportar más de lo que te corresponde. E incluso si esto sucediera mañana mismo. Puedes estar seguro.

Alfonso frunció el ceño. El judío siempre le respondía objetando burlón y desvergonzado alguna condición que aún había de cumplir. Dejó que siguiera en pie mientras él iba de un lado para otro.

De pronto, inesperadamente, le preguntó, mirándolo por encima del hombro:

—Dime, ¿cómo está el asunto de La Galiana? Su restauración debería estar pronto terminada.

—Está terminada —contestó orgulloso Jehuda—, y resulta sorprendente ver lo que mi buen Ibn Omar ha conseguido hacer con aquel viejo edificio. Si fuera tu deseo, mi señor, podrías vivir allí dentro de diez días o como máximo dentro de tres semanas.

—Quizás quiera —dijo con ligereza Alfonso—, y en cualquier caso quiero ver qué es lo que habéis hecho. El jueves querré verlo, quizás antes. Ya te lo haré saber. Y tú me acompañarás y me lo irás explicando todo. —Y con forzado tono casual añadió—: Y trae también a Doña Raquel contigo.

Jehuda se sintió profundamente horrorizado. Se sintió abrumado de preocupación como le sucedió en aquella otra ocasión, tras la desacostumbrada invitación de Don Alfonso.

—Se hará como tú lo ordenes, mi señor respondió.

A la hora acordada, Jehuda y Raquel esperaban al rey en el portón de la Huerta del Rey Don Alfonso llegó puntual. Se inclinó profunda y ceremoniosamente ante Raquel y saludó amistosamente al Escribano.

—Venga, pues, mostradme lo que habéis hecho dijo con una viveza artificial.

Cruzaban despacio el parque, las hortalizas habían desaparecido y en su lugar podían verse plantas ornamentales llenas de colorido, graciosamente ordenadas, arboles y bosquetes. El bosquecillo había sido dejado tal como era. Pero en el tranquilo estanque se había hecho un desagüe, de modo que ahora un delgado riachuelo, cruzado por varios puentes, conducía hasta el río Tajo. Había naranjos y también árboles que, cultivados artificialmente, llevaban en sus ramas limones de gran tamaño que hasta el momento eran desconocidos en los reinos de los cristianos. No sin orgullo, Jehuda mostró estos frutos al rey; los musulmanes los llamaban el fruto de Adán, ya que para probar este fruto, Adán había desobedecido la prohibición del Señor.

Recorriendo un ancho camino de grava, se acercaron al castillo. También aquí, desde el portón, saludaban los caracteres árabes: Alafia, prosperidad, bendición. Visitaron el interior: A lo largo de las paredes se alineaban los divanes, los tapices colgaban de pequeñas galerías, hermosas alfombras cubrían los suelos y en todas partes el agua que fluía procuraba frescor. Los trabajos de mosaico de los frisos y los techos todavía no habían terminado. Don Jehuda le explicó:

—No nos hemos atrevido a elegir los versículos y sentencias sin tus instrucciones. Esperamos tus órdenes, mi señor.

Don Alfonso, aunque estaba visiblemente impresionado, contestaba con monosílabos. Normalmente, no se preocupaba mucho por el aspecto de un castillo o de una casa. Esta vez lo observaba todo con una mirada más escrutadora. La judía tenía razón: su castillo de Burgos tenía un aspecto fiero y tenebroso, la nueva Galiana era hermosa y cómoda. Sin embargo, se sentía más identificado con el castillo de Burgos, no se sentía cómodo en medio de aquel lujo blando. Pronunció amablemente y con reconocimiento frases obligadas, sus pensamientos erraban, sus palabras se hicieron cada vez más parcas. También Doña Raquel apenas hablaba, y poco a poco también Don Jehuda acabó guardando silencio.

El patio era más un jardín que un patio. También aquí había una gran balsa de agua con un surtidor Estaba rodeado de arcadas, espejos mates hacían que el jardín se prolongara hasta el infinito. A su pesar, el rey tuvo que reconocer con admiración lo que aquella gente habían conseguido hacer en un plazo de tiempo tan breve.

—¿No has estado nunca aquí, señora —se dirigió de pronto a Raquel—, mientras se hacían las obras?

—No, mi señor —respondió la joven.

—No es muy amable por tu parte —repuso Alfonso—, puesto que había solicitado tu consejo.

—Mi padre e Ibn Omar —repuso Raquel— entienden mucho más que yo del arte de la construcción y la decoración.

—¿Y te gusta La Galiana tal y como está ahora? —preguntó Don Alfonso.

—Te han construido un magnífico castillo —respondió Raquel llena de auténtico embeleso—, es como uno de los maravillosos palacios que aparecen en nuestras leyendas.

«En nuestras leyendas dice —pensó el rey—. Siempre es ella la extranjera, y siempre me da a entender que allí donde ella está, yo soy el extraño».

—Y ¿es todo tal y como tú lo habías imaginado? —preguntó—. Seguramente habrá alguna que otra cosa que no te guste. ¿No quieres darme ningún consejo, por pequeño que sea?

Ligeramente sorprendida, Raquel contempló a aquel hombre impaciente.

—Puesto que me lo ordenas, mi señor —dijo—, hablaré. No me gustan los espejos en estas galerías. No me gusta ver constantemente mi imagen reflejada una y otra vez, y resulta un poco extraño veros a ti y a mi padre, y a los árboles y al surtidor en la realidad y al mismo tiempo en la imagen reflejada.

—Pues quitemos los espejos —decidió el rey—. El silencio que se hizo a continuación fue desagradable.

Se sentaron en un banco de piedra. Don Alfonso no miraba a Doña Raquel, pero veía su imagen reflejada en los espejos de las arcadas. La miraba y la examinaba. La veía por primera vez. Ella era insolente y reflexiva, sabía e ingenua, mucho más joven que él pero mucho mayor. Si alguien le hubiera preguntado si había pensado en ella durante todo el tiempo que pasó en Burgos, lo habría negado con la conciencia tranquila. Pero habría sido mentira. En su interior no se había podido librar de ella.

Su mirada siguió examinándola en el espejo. Su rostro enjuto, con aquellos grandes ojos de un gris azulado bajo el negro pelo, tenía un aspecto franco, infantil, pero con toda seguridad tras aquella frente no demasiado alta discurrían toda clase de pensamientos capciosos. No era bueno que su alma, ni siquiera en Burgos, se hubiera visto libre de ella. Alafia, prosperidad, bendición, rezaba el saludo grabado en el portón de su nuevo palacio, pero no estaba bien haber ordenado restaurar este castillo. Don Martín se lo había reprochado con razón: el lujo musulmán no correspondía a un caballero cristiano, y menos en estos tiempos de cruzada.

Don Martín le había explicado una vez que era un pecado venial acostarse con una mujer de su séquito. Menos perdonable era hacerlo con una prisionera musulmana, y todavía menos con una dama de la nobleza. Acostarse con una judía, con toda seguridad, era pecado mortal.

Doña Raquel, para romper el incómodo silencio, dijo, e intentó hacerlo alegremente:

—Siento curiosidad, mi señor, por saber qué versos elegirás para los frisos. Sólo ellos acabarán de darle a la casa su sentido definitivo. Y ¿ordenarás caracteres latinos o árabes?

Don Alfonso pensó: «Qué atrevida y poco tímida es esta mujer, arrogante, orgullosa de su sabiduría y de su gusto. Pero voy a rendirla. Que Don Martín diga lo que quiera, al fin y al cabo acabaré yendo a la Guerra Santa y mis pecados serán perdonados». Y dijo:

—Creo que no voy a elegir ningún verso, señora, y no voy a decidir si deberán ser escritos con caracteres latinos, árabes o hebreos.

Se volvió a Jehuda:

—Déjame ser sincero contigo, mi Escribano, tal y como Doña Raquel lo fue conmigo en Burgos. Lo que habéis hecho es muy hermoso, y los artistas y los expertos lo alabarán, pero a mi no me gusta. No quiero que esto sea un reproche, en modo alguno. Al contrario, estoy sorprendido al ver lo bien que lo habéis hecho y con cuanta rapidez. Y si me respondieras diciendo: Así me lo ordenaste, yo sólo he obedecido, tendrías toda la razón. Te lo digo tal y como es: en aquel momento, cuando te lo ordené, era esto exactamente lo que tenía en mente, pero desde entonces he estado en Burgos, en mi viejo y sobrio castillo, en el que nuestra Doña Raquel se siente tan incómoda. Pero ahora soy yo quien se siente incómodo aquí y creo que aunque quitemos los espejos, y cuando los bellos versos resplandezcan en las paredes, no me sentiré más cómodo que ahora.

—Lo siento, mi señor —dijo Don Jehuda con fingida indiferencia—, se han invertido en esta construcción muchos esfuerzos y mucho dinero, y me preocupa que las palabras irreflexivas de mi hija te hayan llevado a construir una casa que no te gusta.

Había sido una insolencia, pensó el rey que Don Martín quisiera prohibirme construir un castillo islámico. Y tampoco deberá prohibirme que me acueste con la judía.

—Te sientes mortificado muy rápidamente, Don Jehuda Ibn Esra —dijo—, eres un hombre orgulloso, no lo niegues. Cuando hace tiempo quise darte el castillo de Castro como alboroque, lo rechazaste. Y nuestro trato era un gran trato y exigía una gran recompensa. Tienes algo que reparar, mi Escribano. Este castillo —la culpa la tengo sólo yo, ya te lo he dicho— no es adecuado para mí, es demasiado cómodo para un soldado. Pero a vosotros os gusta. Permíteme que os lo regale.

Don Jehuda empalideció, y Doña Raquel todavía estaba más pálida.

—Ya sé —continuó el rey— que no puedes desear una casa mejor de la que ya tienes. Pero quizás esta de aquí sea adecuada para tu hija. ¿No fue La Galiana en sus tiempos el palacio de una princesa musulmana? Aquí tu hija se sentirá a gusto, es la casa apropiada para ella.

Las palabras sonaban amables, pero procedían de un rostro sombrío; el ceño estaba profundamente fruncido, los brillantes ojos miraban directamente y con hostilidad a Doña Raquel.

Él arrancó la mirada de ella, se acercó mucho a Don Jehuda y le dijo claramente, sin levantar la voz pero con dureza y acentuando cada palabra de modo que Raquel tuvo que oírlo:

—Entiéndeme bien, quiero que tu hija viva aquí.

Don Jehuda permanecía de pie ante él, cortés, humillado, pero no bajó los ojos ante el rey Y sus ojos estaban llenos de ira, de orgullo y de odio. No le había sido dado a Alfonso echar una mirada profunda en el alma de ningún otro hombre, pero esta vez, al estar en pie ante su Escribano cara a cara, intuyó cuán salvaje era el aspecto de su mundo interior, y por una fracción de segundo lamentó haber provocado a aquel hombre.

Se produjo un profundo silencio que casi envolvía físicamente a los tres. Después, con esfuerzo, dijo Jehuda:

—Me has otorgado muchas mercedes, mi señor. No me entierres debajo de demasiadas mercedes.

—Aquella vez te perdoné que rechazaras mi alboroque —contestó Don Alfonso—. No me enojes por segunda vez. Quiero regalaros a ti y a tu hija este castillo. Sic volo —dijo con dureza, separando bien las palabras y repitiéndolo en castellano:

—¡Yo lo quiero!

Inesperadamente, con exigente amabilidad, se dirigió a la muchacha:

—¿No me das las gracias, Doña Raquel?

Raquel contestó:

—Aquí está Don Jehuda Ibn Esra. Él es tu fiel servidor y es mi padre. Permíteme que le ruegue a él que te de la respuesta.

El rey, furioso, impotente y apremiante, movía sus ojos de Jehuda a Doña Raquel, de Doña Raquel a Jehuda. ¿Cómo se atrevían aquellos dos? ¿Acaso no parecía ahora que él fuera un molesto suplicante?

Pero Don Jehuda ya decía:

—Danos tiempo, mi señor, para que encontremos palabras para expresar una respuesta adecuada y un agradecimiento respetuoso.

Raquel, en el camino de regreso a casa, iba en la silla de manos, Jehuda cabalgaba a su lado. Ella esperaba que el padre le explicara el sentido de lo acontecido. Lo que él dijera y decidiera sería lo correcto.

Aquella otra vez, en el castillo Ibn Esra, se sintió turbada cuando el rey la invitó de aquella manera tan poco acostumbrada. Se había tranquilizado al no suceder después nada más; y también se había sentido decepcionada. La nueva invitación de Don Alfonso la había llenado de grandes esperanzas y de una ansiedad que no le era en modo alguno desagradable. Pero lo sucedido ahora, su exigencia insolente, violenta y despótica, había sido para ella un golpe. No quedaba nada de su courtoisie. Aquel hombre quería abrazarla, besarla con su boca desvergonzada y desnuda, yacer con ella. Y no lo pedía, se lo imponía ¡Sic volo!

En Sevilla, con frecuencia, los caballeros y poetas musulmanes habían mantenido con Raquel galantes conversaciones; pero en cuanto sus palabras osaban ser insidiosas, Raquel se avergonzaba y se encerraba en sí misma. También cuando las damas hablaban entre ellas de las artes del amor y del placer había escuchado sólo con timidez y desagrado; incluso con su amiga Layla había hablado de estas cosas sólo con medias palabras. Se trataba de algo muy distinto cuando los versos de los poetas referían cómo hombres y mujeres se veían privados del entendimiento por la pasión de su amor o cuando los contadores de cuentos, con los ojos cerrados y rostro extasiado, referían estas cosas; en esas ocasiones, Raquel descubría dentro de sí misma imágenes ardientes y perturbadoras.

También los caballeros cristianos hablaban mucho del amor de la Minne, pero no eran más que palabras vacías y exageradas, era la courtoisie, y sus versos de amor tenían algo de rígido, frío e irreal. A veces había imaginado qué pasaría si uno de aquellos señores vestidos de hierro o de pesados brocados se quitara su armadura y la abrazara. Era una imagen que le cortaba la respiración, pero de inmediato todo aquello le parecía risible, y con aquella impresión de ridiculez desaparecía el cosquilleo turbador.

Y ahora aquel rey. Podía ver su boca afeitada y desnuda en medio de su barba de un rubio rojizo, veía sus ojos claros y furiosos. Le oía decir; no en voz alta pero sí de modo que sonaba amenazador en los oídos y en el corazón: ¡Yo lo quiero! Ella no era cobarde, pero la voz de él le había causado temor Pero no sólo temor. Su voz la hacía estremecerse hasta lo más profundo. Él daba órdenes, y éste era su modo de ser cortés, y aunque sus maneras no fueran dulces y nobles, eran muy masculinas y, por supuesto, nada risibles.

Y ahora él le había ordenado: ámame, y ella se sentía sacudida hasta el fondo de su corazón. Ella era el tercer hermano que se encuentra ante la cueva y que no sabe si debe abandonar la seguridad de la luz del día para introducirse en la dorada oscuridad; en la cueva estaba el príncipe de los buenos espíritus, pero también la muerte que destruye todas las cosas, ¿a cuál de ellos encontraría el tercer hermano?

Su padre galopaba a su lado con el rostro tranquilo. ¡Qué suerte tenía al tener a su padre! Las palabras del rey harían que su vida cambiara por segunda vez completamente. Quien tenía que tomar la decisión era su padre. Su cercanía física, su atenta y cariñosa mirada le daba a ella seguridad.

Pero Don Jehuda, a pesar de su tranquila expresión, se hallaba sumido en un torbellino de pensamientos y sensaciones contradictorias.

¡Raquel, su Raquel, su hija Raquel, la dulce e inteligente muchacha en flor, debía ser entregada a aquel hombre!

Don Jehuda había crecido en un país islámico, donde la costumbre y la ley autorizan al hombre a tener varias esposas. La segunda esposa gozaba de muchos derechos, la segunda esposa disfrutaba incluso de respeto. Pero habría sido impensable que un hombre del rango del comerciante Ibrahim pudiera entregar a su hija como segunda esposa a nadie, aunque se tratara del mismísimo emir.

Él mismo, Don Jehuda, no había amado a ninguna otra mujer más que a la madre de Raquel, a la que una desgracia, una absurda casualidad, había causado la muerte poco después del nacimiento del niño Alazar. Pero Don Jehuda era un hombre concupiscente, y ya en vida de su esposa había tenido otras mujeres, y después de su muerte muchas más. Pero había mantenido alejados a Raquel y a Alazar de todas aquellas mujeres. Se había divertido con bailarinas de El Cairo y de Bagdad, con putas de Cádiz que eran famosas por sus artes, pero con frecuencia después había sentido fastidio y siempre se había bañado dejando correr abundantemente el agua, antes de volver a presentarse ante el limpio rostro de su hija. No podía entregar a su Raquel al rudo y pelirrojo bárbaro para que se acostara con ella.

Los Ibn Esra eran famosos por haber hecho a favor de su pueblo más que cualquier otra estirpe entre los judíos sefarditas, y, tratándose del bienestar de Israel, estos hombres orgullosos no habían dudado en humillarse. Pero era distinto humillarse uno mismo que humillar a otro, a la hija.

Jehuda sabía que Alfonso no soportaba ninguna réplica. No tenía más elección que entregar a su hija o huir. Huir muy lejos, más allá de todos los reinos de la cristiandad; ya que en todas partes los alcanzaría, a él y a la niña, la pasión de Alfonso. Debía marcharse a un país lejano, oriental y musulmán, donde bajo la protección de Saladino los judíos aún vivían en seguridad. Debía tomar a sus hijos y huir, desnudo y despojado, cargado de deudas, porque todo lo que poseía estaba inmovilizado en las tierras de Alfonso. Fugitivo y doliente, tal y como aquel rabí Tobia se presentó ante él, acudiría a Kassr-esch-Schama, a los judíos ricos y poderosos de El Cairo.

Pero aunque consiguiera arrancar el orgullo de su corazón y se dispusiera en su interior a aceptar la ruina, la pobreza y el exilio, ¿debía hacerlo? Si salvaba a su hija del insultante amancebamiento, Alfonso dirigiría su ira contra todos los judíos. Los judíos de Toledo no podrían ayudar a sus hermanos de Francia, de igual modo que no podrían ayudarse a sí mismos. Alfonso cedería el diezmo de Saladino al arzobispo y arrebataría a la aljama sus derechos. Y todos dirían: Jehuda, ese mesumad, nos ha llevado a la ruina. Y todos dirían: Un Ibn Esra nos salvó, este Ibn Esra nos ha destruido.

¿Qué debía hacer?

Y Raquel esperaba. Él percibía vivamente cómo la muchacha sentada en la silla de manos junto a él esperaba. Pronunció en silencio, en el interior de su corazón, la oración de la gran aflicción: ¡Oh, Alá! Busco tu ayuda en la aflicción y en la desesperación. Sálvame de mis debilidades y de mis indecisiones. Ayúdame a librarme de mi propia cobardía y de mi maldad. Ayúdame a salvarme de la opresión de los hombres.

Entonces dijo:

—Nos vemos obligados a tomar una difícil decisión, hija mía. Debo reflexionar sobre ello antes de hablar contigo.

Raquel contestó:

—Como tú ordenes, padre mío.

Y en su interior añadió: «Lo que decidas será bueno, tanto si decides marchar, como si decides quedarte».

A primeras horas de la noche, Don Jehuda se hallaba sentado sólo en su biblioteca bajo la suave luz de las lámparas y leía las Sagradas Escrituras.

Leyó la historia del sacrificio de Isaac. Dios llamó: Abraham, y él contestó: Heme aquí, y se dispuso a sacrificar a su único y amado hijo.

Jehuda pensó en cómo su hijo Alazar se alejaba más y más de él. Se sentía fuertemente atraído por el mundo caballeresco del castillo del rey, y se apartaba de la sabiduría y de las costumbres judías y árabes. Claro que los demás pajes le hacían sentir al joven judío que era un intruso; pero, al parecer el rechazo de los demás sólo hacía mayor la necesidad que el muchacho sentía de parecerse a ellos, sabiéndose además respaldado por el manifiesto favor del rey.

Era suficiente con que ese hombre, Alfonso, le quitara al hijo. No debía quitarle también a la hija. Jehuda no podía imaginarse su casa sin la presencia inteligente y alegre de Raquel.

Y desenrolló otro libro de la Escritura y leyó la historia de Jefté, que era ladrón e hijo de una meretriz, pero a quien los hijos de Israel convirtieron en su jefe y caudillo para que los librara de los enemigos. Y antes de partir contra el enemigo, los hijos de Ammón, hizo voto a Yavé diciendo: «Si Tú, Adonai, pones en mis manos a los hijos de Ammón, el que, al volver yo en paz, salga de las puertas de mi casa a mi encuentro será para Yavé, pues se lo ofreceré en holocausto». Y cuando hubo vencido a los hijos de Ammón, regresó a su casa y «salió a recibirle su hija con tímpanos y danzas. Era su única hija, no tenía más hijos ni hijas. Al verla, rasgó él sus vestiduras y dijo: ¡Ah, hija mía, me has abatido del todo y tú misma te has abatido al mismo tiempo!». Y cumplió en ella el voto que había hecho.

Don Jehuda imaginó ante si el rostro delgado, pálido, sombrío y apagado del rabí Tobia, y escuchó su voz sin energía y, sin embargo, tan apremiante, relatando cómo en las comunidades francas el padre había sacrificado al hijo y el novio a la novia por amor al nombre del Altísimo.

Lo que se le exigía a él era otra cosa. Era más fácil y al mismo tiempo más difícil entregar a la hija a la lascivia de aquel rey de los cristianos.

A la mañana siguiente Don Jehuda acudió a su amigo Musa y le dijo sin rodeos:

—Este rey de los cristianos quiere poseer a mi hija y acostarse con ella. Quiere regalarle el palacio de recreo La Galiana que me ha hecho construir a mí. Debo huir o entregársela. Si huyo, oprimirá a todos los judíos que se encuentran bajo su poder y se perderá la esperanza de salvación de muchos que son perseguidos en las tierras del rey de Francia.

Musa contempló el rostro del otro y vio que estaba trastornado; porque, delante de su amigo, Jehuda se quitó la máscara. Y Musa se dijo: «Tiene razón. Si no obedece, no sólo estarán amenazados él y su hija, también lo estaré yo; los judíos de Toledo lo estarán; y aquel piadoso y sabio y extrañamente extravagante rabí Tobia lo estará; y lo estarán todos aquéllos a quienes Tobia representa, y son muchos. Y ciertamente, cuando Jehuda no se encuentre entre los consejeros del rey el inicio de la gran guerra no se hará esperar».

Y Musa se dijo: «Ama a su hija y no quiere darle ningún consejo equivocado, y mucho menos quiere obligarla a nada. Pero quiere que ella Se quede y se entregue a ese hombre. Quiere creer que se encuentra ante una difícil elección, pero se ha decidido hace tiempo, quiere quedarse y no quiere verse empujado a la pobreza y la indigencia. Si no quisiera quedarse, hubiera dicho enseguida: debemos huir. También yo quiero quedarme, tampoco yo quisiera verme empujado por segunda vez a la pobreza y al exilio».

Musa compartía los puntos de vista de los musulmanes sobre el amor y el deseo. La espiritualizada y refinada Minne de los caballeros y trovadores cristianos le parecía una invención, un disparate; el amor de los poetas árabes era palpable, era real. También sus hombres jóvenes morían de amor y sus muchachas se consumían de añoranza por el amado; pero no era ninguna tragedia que el hombre también se acostara con otra mujer. El amor era un acontecimiento de los sentidos, no del espíritu. Grandes eran las alegrías del amor pero eran alegrías romas, incomparables a la luminosa bienaventuranza de la investigación y el conocimiento.

En el fondo de su corazón, también su amigo Jehuda sabía que el sacrificio que se exigía a Raquel no era tan gigantesco. Pero si Musa no lo convencía inteligentemente, Jehuda, para jactarse ante sí mismo y ante los otros de su espíritu y de su misión, acabaría haciendo lo menos adecuado y se marcharía de Toledo para «salvar» a su hija. Pero probablemente su huida en modo alguno sería su salvación. Porque ¿qué futuro le esperaba si no se convertía en la segunda mujer de este rey? Si todo iba bien, Jehuda la casaría con el hijo de algún recaudador de impuestos o con algún hombre rico. ¿No era mejor que tuviera grandes alegrías y grandes dolores, un gran destino, en lugar de una vida descolorida y mediocre? Desde la pared, la sentencia árabe les advertía: «No busques la aventura, pero tampoco la rehuyas». Raquel era digna hija de su padre, si fuera ella quien tuviera que elegir entre un destino convencional y descolorido y otro incierto, turbador y brillante, elegiría el incierto.

Dijo:

—Pregúntaselo a ella, Jehuda. Pregúntaselo a tu hija.

Jehuda dijo incrédulo:

—¿Debo dejar la decisión en manos de la muchacha? Es inteligente, pero ¿qué sabe ella del mundo? ¿Y ella debe decidir acerca del destino de miles y miles?

Musa contestó con claridad y realismo:

—Pregúntale si siente repugnancia ante ese hombre. Si no es así, quédate. Tú mismo has dicho que, si huyes con ella, la desgracia caerá sobre muchos.

Jehuda, furioso y sombrío, repuso:

—Y ¿debo pagar la prosperidad de muchos con la prostitución de mi hija?

Musa se dijo: «Está honestamente indignado y quiere que yo lo haga desistir de su indignación y contradiga su moral. En el fondo de su alma está decidido a quedarse. Necesita sumirse en la actividad, se ve impelido a hacer cosas, no se siente a gusto si no trabaja. Y sólo puede trabajar con ahínco, tal y como él lo quiere, si tiene poder Y el poder sólo lo tendrá si se queda. Quizás incluso, aunque esto no lo reconocerá nunca, considera una suerte que este rey quiera a la muchacha y ya está soñando en cómo convertir la lujuria del hombre en una gran bendición y un gran florecimiento para Castilla y para sus judíos y en poder para si mismo». Musa contempló a su amigo amargamente divertido.

—¡Cómo te enfureces! —contestó—. Hablas de prostitución. Si este rey quisiera convertir a nuestra Raquel en su puta, la conseguiría a escondidas. En lugar de esto, él, el rey cristiano, la instala a ella, la judía, en La Galiana en plena Guerra Santa.

Las palabras del amigo afectaron a Jehuda. Cuando estuvo cara a cara con el rey había sentido odio e ira ante la ferocidad y la brutalidad de aquel hombre, pero también un hostil respeto ante su orgullo y su enorme voluntad. Musa tenía razón: una voluntad tan terriblemente fuerte era más que un deseo concupiscente.

—En estas tierras no es costumbre tener segundas mujeres —dijo sin fuerza Jehuda.

—De esta manera el rey implantará esta costumbre —contestó Musa.

—Mi hija no debe ser la segunda mujer de ningún hombre, aunque se trate de un rey —dijo Jehuda.

Musa lo hizo recapacitar:

—Las concubinas de vuestros primeros padres se convirtieron en madres de vuestras tribus. Y ¿qué sucedió con Agar, la segunda mujer de Abraham? Tuvo un hijo que se convirtió en el padre del pueblo más poderoso de la tierra, y su nombre fue Ismael.

Y puesto que Jehuda permanecía en silencio, le aconsejó de nuevo en tono apremiante:

—Pregunta a tu hija si siente repugnancia ante ese hombre.

Jehuda dio las gracias a su amigo y lo dejó solo.

Fue e hizo llamar a su hija y le dijo:

—Examina tu corazón, hija mía, y había abiertamente conmigo. ¿Te causará repugnancia este rey cuando se acerque a ti en La Galiana? Si me dices: «Este hombre me repugna», te tomaré de la mano, mandaré llamar a tu hermano Alazar y nos marcharemos a través de las montañas del norte al país de los condes de Toulouse y desde allí, cruzando muchos países, al reino del sultán Saladino. Es posible que, entonces, este hombre se enfurezca y que la desgracia caiga sobre muchos.

Raquel se sintió en su interior humildemente orgullosa y presa de una desenfrenada curiosidad. Se sentía feliz de haber sido elegida, como su padre, para ser un instrumento de Alá, y se sentía llena de una expectación casi insoportable. Dijo:

—Este rey no me causa repugnancia, padre mío.

Jehuda le advirtió:

—Piénsalo bien, hija mía. Quizás caiga sobre tu cabeza mucha oscuridad a causa de tus palabras.

Pero Doña Raquel repitió:

—No, padre mío, este rey no me causa repugnancia.

Pero una vez hubo pronunciado estas palabras, cayó sin sentido.

Jehuda se asustó profundamente. Pronunció los versículos del Corán en sus oídos, llamó al ama Sa’ad y a la doncella Fátima para que la llevaran a la cama y mandó buscar a Musa, el médico.

Pero cuando Musa llegó para atenderla, ella yacía en un tranquilo y profundo sueño visiblemente reparador.

Una vez tomada la decisión, todas las dudas de Jehuda desaparecieron y se sintió lleno de confianza: ahora conseguiría llevar a cabo todos sus planes. Su rostro reflejaba una osadía tan alegre que el rabí Tobia lo miró con ojos de reproche y preocupación. ¿Cómo podía un hijo de Israel estar tan alegre en este tiempo de sufrimientos? Pero Jehuda le dijo:

—Fortalece tu corazón, mi maestro y señor no pasará mucho más tiempo hasta que pueda darte una buena noticia para nuestros hermanos.

Doña Raquel, por su parte, tan pronto mostraba un rostro resplandeciente como se la veía profundamente pensativa y encerrada en sí misma, pero siempre expectante. El ama Sa’ad la apremiaba a que le contara lo que le sucedía. Pero ella no le contaba nada, y la vieja se sentía mortificada. Raquel dormía bien aquellos días, aunque pasaba mucho rato antes de que pudiera dormirse, y mientras esperaba a que le llegara el sueño, oía la voz de su amiga Layla diciéndole: ¡Pobrecilla! Y oía a Don Alfonso ordenando: ¡Yo lo quiero! Pero Layla era una niña tonta y pequeña, y Don Alfonso era un gran príncipe y un gran señor, conocido en el mundo entero. Al tercer día dijo Don Jehuda:

—Voy a darle al rey nuestra respuesta; hija mía.

—¿Puedo manifestar a mi padre un deseo? —preguntó Raquel.

—Dime qué es lo que quieres —repuso Don Jehuda.

—Deseo —dijo Doña Raquel— que antes de que me vaya a La Galiana se inscriban en las paredes versículos que en cada momento me adviertan de lo que está bien. Y te ruego, padre mío, que elijas tú los textos.

El deseo de Raquel conmovió a Jehuda.

—Pero —le hizo considerar— pasará un mes antes de que los frisos estén listos con las inscripciones.

Doña Raquel, con una sonrisa alegre y turbada, contestó:

—Precisamente esto es lo que había pensado, padre mío. Concédeme, por favor, este tiempo para permanecer todavía a tu lado.

Don Jehuda la tomó en sus brazos y estrechó su rostro contra su pecho de modo que pudiera contemplarlo desde arriba, y he aquí que estaba lleno de la misma expectación desconcertada y feliz que llenaba el suyo propio.

Una festiva caravana, conducida por el secretario de Don Jehuda Ibn Omar, abandonó el castillo Ibn Esra. Hombres y mulas llevaban tesoros de todo tipo, magníficas alfombras, preciosas vasijas, espadas y dagas maravillosamente trabajadas, nobles especias, también había en la caravana dos caballos de pura sangre y se incluían también tres tinajas llenas de maravedíes de oro. La comitiva cruzó la plaza del mercado, el Zocodover, dirigiéndose al castillo del rey. Las gentes miraban asombradas y comprendieron: era una caravana de regalos.

En el castillo, el ayudante de cámara anunció al rey:

—El envío ha llegado.

Alfonso, desconcertado, preguntó:

—¿Qué envío?

Casi atontado por la sorpresa, contempló cómo los tesoros eran traídos al interior. Era evidente que los regalos de Ibn Esra eran la respuesta a su exigencia; el judío se la daba como gustaban hacer los infieles: con una alegoría. Pero el judío seguía resultándole tan oscuro como de costumbre, su alegoría era demasiado refinada, Don Alfonso no la comprendió.

Hizo llamar a Ibn Esra.

—¿Para qué me mandas tus doradas baratijas? —le dijo en tono imperioso—. ¿Quieres sobornarme a favor de tus circuncisos? ¿Quieres comprarme para que desista de la Guerra Santa? O: ¿A qué clase de maliciosa traición quieres obligarme? ¡Esto es una endiablada insolencia!

—Perdona a tu servidor —contestó impasible Don Jehuda—, si no comprendo tu ira. Tú nos has ofrecido, a mí, tu indigno servidor; y a mi hija, un obsequio inmensamente rico. Entre nosotros es costumbre corresponder a un don con otro don. Me he esforzado en elegir de entre mis posesiones las más hermosas para que encuentren gracia a tus ojos.

Alfonso contestó impaciente:

—¿Por qué hablas dando tantos rodeos, hombre? Dilo de manera que un cristiano y un caballero pueda comprenderlo: ¿Vendrá tu hija a La Galiana?

Se encontraba de pie muy cerca del judío y le escupió sus palabras al rostro. Jehuda se sentía ahogado en vergüenza. «Además de todo tengo que manifestarlo explícitamente con palabras —pensó—, tengo que dar mi consentimiento con descarnadas palabras a que mi hija se meta en la cama de este hombre mientras su reina vive lejos, inalcanzable y sublime en su fría ciudad de Burgos. Con mis propios labios, yo, Jehuda Ibn Esra, debo pronunciar palabras de inmundicia y de humillación. Pero se lo haré pagar a este hombre licencioso. Tendrá que pagarlo con buenas obras contra su propia voluntad».

Y Alfonso pensaba:

«Estoy sobre ascuas. Me consumo. ¿Cuándo se decidirá por fin a hablar el muy perro? ¡Cómo me mira! ¡Casi da miedo su forma de mirar!».

En ese momento, Jehuda se inclinó profundamente, rozó con una mano el suelo y dijo:

—Puesto que así lo deseas, mi hija vivirá en La Galiana, mi señor.

Don Alfonso olvidó toda su ira. Un inmenso y juvenil entusiasmo cubrió su ancho rostro haciéndolo resplandecer.

—¡Esto es magnifico, Don Jehuda! —gritó—. ¡Éste es un día maravilloso!

Su alegría era tan infantil y sincera que casi aplacó a Jehuda. Dijo:

—Mi hija sólo tiene un ruego: que se graben en los frisos de la casa de La Galiana las inscripciones adecuadas antes de que ella se traslade.

Don Alfonso, súbitamente desconfiado de nuevo, preguntó:

—¿Qué significa esto ahora, queréis engañarme con astutas excusas?

Don Jehuda pensó con amargura en el patriarca Jacob, que tuvo que servir durante siete años por Raquel y aún durante otros siete más, y este hombre no quería esperar ni siquiera siete semanas. Dijo sinceramente y lleno de dolor:

—Los trucos e intrigas son algo completamente ajeno a mi hija, Don Alfonso. Por favor; ten la bondad de comprender que Doña Raquel desea permanecer todavía durante unos pocos días bajo la protección de su padre antes de empezar su nuevo camino. Por favor; ten la bondad de comprender que sólo pide encontrar en sus nuevas y comprometedoras estancias palabras de sabiduría que le sean familiares.

Alfonso, con voz ronca, preguntó:

—¿Cuánto tiempo durará esto de las inscripciones?

Jehuda contestó:

—Antes de dos meses mi hija estará en La Galiana.