Capítulo VI
DON Alfonso resistió en la fortaleza de Calatrava mucho más de lo que se esperaba. Estaba herido en un hombro. La contusión no era peligrosa pero sí muy dolorosa, y tenía fiebre con frecuencia.
A pesar de ello, andaba y cabalgaba por todas partes, subía y bajaba vestido con la armadura las empinadas escaleras de la muralla, inspeccionaba cada detalle de la defensa. Los oficiales lo exhortaban a que se decidiera a partir para abrirse paso hacia su capital; los musulmanes, en gran número, habían avanzado ya mucho hacia el norte, y los caminos que conducían a Toledo habían sido cortados. Pero sólo cuando hubo hecho lo imposible por defenderla entregó Alfonso la fortaleza para partir con la mayor parte de la guarnición y abrirse camino hacia Toledo. Era una acción que requería prudencia y valor. De entre sus amigos más próximos, sólo Esteban Illán estaba con él, el arzobispo don Martín y Bertrán de Born, ambos heridos, habían sido llevados a Toledo. Alfonso no permitió que nadie notara cuán desesperadamente sufría bajo la derrota; mostraba una rápida visión, sagacidad, fuerza de decisión, pero por las noches, a solas con Esteban, se desfogaba iracundo:
—¿Has visto cómo han sembrado la desolación en todas partes? Siento esa desolación en mi propia carne: todo lo que ha sido asolado y quemado es mi propio ser es parte de mí mismo, como mi brazo o mi pie.
Se imaginaba cómo sería cuando llegara ahora a Toledo. Pensaba en el rostro tranquilo y orgulloso de Doña Leonor y en cuánta repugnancia y desprecio se ocultaría tras aquélla clara frente, cuando ahora, tras su orgullosa partida, apareciera ante ella en tan lamentable estado y cubierto de vergüenza.
Meditó con desesperada furia en la expresión serena, burlonamente respetuosa de Jehuda. Pensó en el expresivo rostro de Raquel. ¿Acaso no había prometido regalarle Sevilla? ¿Dónde estaba Sevilla? Dulce y sencilla, permanecería en pie ante él sin una palabra de reproche, pero a su alrededor resplandecerían mates e irónicas sus inscripciones que hablaban de paz.
Imprevisiblemente se sintió acometido por una furia insensata. Don Martín tenía razón. Raquel era una bruja, era ella la que había conseguido que él mismo privara del bautismo a su hijo, ella había convertido su voz interior en una mentira, pero no iba a seguir embrujándolo durante mucho más tiempo. Ya podía refugiarse en su silencio y retorcerse y poner cara de dolor: Obligaría a Jehuda a que hiciera traer a su hijo, bautizaría al muchacho, y si Raquel no quería quedarse por más tiempo en La Galiana, la puerta estaría abierta de par en par: Alafia, prosperidad, bendición.
Mientras Alfonso se enfrentaba mentalmente a Raquel de esta manera, Don Rodrigue se hallaba en camino para traerle la trágica noticia.
Tras la muerte de Jehuda y de Raquel, había caído sobre Don Rodrigue un extraño entumecimiento. Se había hundido todo aquello que le importaba en este mundo. El reino se le derrumbaba, los amigos queridos habían sido cruelmente asesinados, y el propio Rodrigue tenía parte de culpa, porque había permitido que el rey anduviera por tanto tiempo por el mal camino. La sensación de su fracaso, de su nulidad, lo acongojaba.
En su interior censurándolo amargamente, colmaba de improperios a Don Alfonso, cuya ligereza había provocado la desgracia de todo el reino y la desventura sobre cada uno de aquellos que se hallaban cerca de él. No quería volver a verlo, no quería volver a tener nada que ver con él, pero seguía amando a aquel desventurado, y el deber y la compasión lo llevaron a transmitirle personalmente la terrible noticia. Quizás lo desmesurado de la desgracia enseñaría a aquel hombre qué era el remordimiento, y Rodrigue no quería dejarlo solo en la hora de la desesperación.
Un Alfonso demacrado y febril le salió al encuentro. Lo rechazó impaciente cuando quiso informarse sobre sus heridas. Permaneció en pie ante él, irritado, sombrío, irónico, y le espetó:
—Tenías razón, mi sabio padre y amigo. Mi ejército está destruido, mi reino arruinado. He traído sobre él a los cuatro jinetes del Apocalipsis, tal y como tú me habías predicho. Has venido para escuchar esto. Así pues, lo reconozco. ¿Estás satisfecho?
Rodrigue, contra su voluntad, sintió una cálida compasión por aquel hombre que tenía delante, enfermo, demacrado y harapiento, tanto en el alma como en el aspecto, pero no podía ser débil. Debía sacudir el alma de Alfonso, de aquel vasallo airado y rebelde de Dios que seguía sin saber lo que era la culpa y el remordimiento. Rodrigue dijo:
—Han sucedido cosas terribles en Toledo. Tu pueblo ha hecho responsable a inocentes de tu derrota, y no hubo nadie allí para defender a los inocentes.
Y puesto que el rey lo miraba fijamente sin comprender le dijo a la cara:
—Han asesinado a Doña Raquel y a Don Jehuda.
Lo que la tragedia no había conseguido, lo que no había conseguido la traición, lo que no había conseguido la gran derrota, lo consiguió esta noticia: Alfonso gritó. Gritó breve y terriblemente. Después cayó sin sentido.
Una gran ola de amistad barrió todos los otros pensamientos de Rodrigue. Lo amaba como siempre lo había hecho. Asustado, se esforzó para ayudarlo, llamó a un médico.
Alfonso, después de un buen rato, despertó de su desmayo, volvió en sí y dijo:
—No es nada, es esta estúpida herida.
Ese día todavía no había comido nada. Con rápidos sorbos se tomó el caldo que le llevaron y ordenó al médico que cambiaba los vendajes que se apresurara. Después los mandó a todos fuera, ordenando que tan sólo se quedara Rodrigue.
—Perdóname, padre mío y amigo —dijo—, debería avergonzarme por dejarme llevar de esta manera —y enojado continuó:
—Después de haber destruido el reino, un hombre más y una mujer no deberían importar ya —y añadió—: De todas formas, los habría echado a los dos —dijo enojado. Pero de inmediato se contradijo gritando:
—¡Nunca, nunca habría echado a Raquel de mi lado! Y no me avergüenzo de ello.
Jadeó, dio rienda suelta a su ira, rechinó los dientes.
—Me duele su muerte de una manera nada cristiana. Te lo digo a ti, Rodrigue, amigo mío: la he amado. Tú no puedes comprenderlo, no sabes lo que es, nadie lo sabe. Yo mismo no lo había sabido antes de que ella se cruzara en mi camino. La he amado más que a Leonor, más que a mis hijos, más que a mi reino, más que a Cristo, más que a todo. Olvídalo, sacerdote, olvídalo enseguida, pero por una sola vez debe salir de mi pecho, por una sola vez tengo que decirlo, a ti tengo que decírtelo: La he amado más que a mi alma inmortal.
Apretó los dientes para detener las enloquecidas palabras que llenaban su pecho. Se sentó agotado. Rodrigue vio asombrado cómo se había cambiado su rostro. Le sonreía macilento, tímido, desencajado, los pómulos sobresalían fuertemente, los labios eran dos finas líneas, los ojos parecían más pequeños y brillaban inquietos.
Alfonso, después de mucho rato, intentó recomponer su rostro. Rogó a Rodrigue que le dijera lo que supiera. No era mucho. Una multitud del pueblo que habían buscando en vano a Don Jehuda en el castillo Ibn Esra había ido hasta La Galiana. Quién había matado a Doña Raquel no se sabía. A Don Jehuda lo había matado Castro con sus propias manos.
—¿Castro? —balbuceó el rey.
—Castro —contestó Don Rodrigue—. Tenía la misión de proteger a aquellos que estuvieran amenazados, porque el pueblo había enloquecido y eran muchos los que estaban amenazados. Tenía la misión de procurar que uno fuera entregado antes de poner en peligro a la totalidad.
El rey pensó largamente y con esfuerzo.
—¿De quién había recibido Castro esta misión? —preguntó ronco.
Don Rodrigue, despacio y con toda claridad, contestó:
—De Doña Leonor.
Alfonso rugió como un animal herido.
—Los perros y los buitres caen sobre mi como si ya fuera una carroña —dijo.
Don Rodrigue explicó con voz neutral, con equidad, casi con una imperceptible ironía:
—Se hizo necesario tomar medidas. Habían muerto cristianos árabes y también judíos en el barrio que se encuentra fuera de los muros, un gran número, se dice que unos cien.
—¡No la defiendas! —gritó Alfonso, salvajemente y fuera de sí—. ¡No defiendas a Leonor! ¡No defiendas a ninguno de ellos! ¡Ni siquiera a ti mismo! ¡También tú eres culpable! ¡Todos sois culpables! Quizás no tanto como yo, pero todos vosotros sois culpables. Y voy a castigaros. Voy a azotaros. ¿Creéis que he perdido el poder porque he perdido la batalla? Todavía soy el rey. Voy a llevar a cabo averiguaciones, voy a juzgar, voy a castigar terriblemente.
De pronto se interrumpió jadeante, se derrumbó, hizo una imperiosa señal a Don Rodrigue para que lo dejara solo.
Antes de que hubiera pasado una hora dio orden de partir. También en este último tramo del camino tomó sus disposiciones con atención y con prudencia. Cuando todas sus unidades estuvieron dentro de los muros de la ciudad, entró él a caballo en Toledo.
Cabalgó hacia arriba, hacia su castillo. Los criados, los ayudas de cámara que pasaban por su lado, se horrorizaron al ver su aspecto, le preguntaron si no quería cambiarse, si no quería bañarse, si debían llamar al médico. Él los rechazó con aspereza y dio órdenes estrictas de no dejar entrar a nadie, tampoco a la reina.
Se sentó en el camastro, todavía vestido con la armadura, sudado y sucio, sufriendo, en una postura incómoda, solo. Meditaba profundamente. No comprendía lo que había sucedido. ¿Cómo era posible que Jehuda hubiera ido a La Galiana? ¡Aquel hombre astuto, aquel zorro que podía olfatear el peligro a millas de distancia! Y ¿por qué no habían huido los dos, refugiándose tras los sólidos muros de la judería, ellos que confesaban su judaísmo con tanta fe?
Estaban muertos, habían sido asesinados, eso era lo que se sabía. Y los que los habían asesinado eran Leonor y Castro. Leonor con su lengua y Castro con su puño. Y él ni siquiera se había despedido de Raquel. Ajeno, ciego y malvado se había ido de su lado. Y ahora Leonor le había asesinado a su Raquel, y además, de este modo, le había robado a su hijo, a su Sancho, ya que nunca podría llegar a saber qué había sido del niño.
Una ira aturdidora lo invadió. Leonor lo había odiado desde el momento en que Dios le había entregado a Raquel. Ella lo había empujado a la guerra para tener las manos libres para matar a Raquel. Todos le habían advertido antes de la batalla, pero ella, normalmente tan generosa en advertencias, se había tragado las palabras, le había dejado correr a su derrota sabiéndolo, con el único objetivo de poder así asesinar a la otra. Leonor era la bruja, no Raquel. Ella era la digna hija de su madre, la nieta de aquella antepasada suya a quien Satanás había ido a buscar a la iglesia para llevársela a los infiernos.
Se alegró de su propia ira, se alegró de que la herida le doliera. Tal como estaba, con la armadura puesta, densamente cubierta de polvo, sin lavarse, sin cambiarse las vendas, corrió por los corredores hasta llegar a las habitaciones de Leonor. Hizo retroceder a las asustadas damas de la corte. Entró precipitadamente en la estancia de Leonor
Ella se hallaba sentada en el estrado, limpia, cuidada, toda una dama, como siempre. Se levantó, dio unos pasos en su dirección, ni muy de prisa ni muy despacio, sonriendo. Él levantó la mano para detenerla y antes de que ella pudiera saludarlo, le dijo en voz baja y lleno de furia:
—Aquí estoy. No resulto muy agradable de ver No resulto agradable de oler. Apesto a guerra, trabajos y derrota. Nada hay en mi que cumpla las normas de la courtoisie. Pero me parece, mi querida Leonor mi reina, que tampoco tú has actuado guiándote por las reglas de la courtoisie.
Y de pronto se puso a gritar furioso, fuera de sí:
—¡Has destruido mi vida! ¡Tú, maldita! ¡No me has dado ningún hijo varón, y el que pariste estaba enfermo y marcado ya en tu vientre, y ahora que la mujer que yo amaba me había dado un hijo varón, tú la has asesinado! Su padre, mi consejero más sabio y más fiel, me convenció con palabras que parecían salidas de la boca de un ángel de que esperara el momento adecuado para la guerra. ¡Pero tú me azuzaste! ¡Me escupiste a la cara tu desprecio para empujarme a la guerra con tus burlas y tus desdenes! Y después te callaste, tú, siempre tan elocuente. No dijiste nada acerca de mi absurdo plan y me dejaste correr a mi batalla perdida para poder así asesinar a mi bienamada, a la que Dios había puesto a mi lado: Tú me has destruido a mi y a mi Castilla. Ahí estás, blanca y agradable y muy digna en tu realeza, pero dentro de ti todo es desolación y todo está torcido. Eres como tu madre, corroída por una diabólica maldad, llena de corrupción.
Doña Leonor había esperado una ola de ira, pero que Alfonso pudiera enfurecerse de un modo tan desmedido, tan sinsentido desde lo más profundo de su ser, para esto no estaba preparada. Estaba a punto de agarrarla con aquellas manos suyas sucias y sin guantes, de estrangularía, de quitarle la vida. Pero el hecho de que él la amenazara y la insultara de aquella forma tan depravada, tan profundamente maligna, como un auténtico villano, encendió su sangre. Él era peligroso, y así era como ella lo quería.
Leonor se retiró con ligeros pasos, regresó a su estrado, lo miró fijamente con sus grandes y verdes ojos escrutadores.
—¿Debo recordarte —dijo con tranquilidad— el contrato que elaboramos mi madre y yo, en Burgos, y que firmaste con tu yerno Don Pedro? En ese contrato te obligabas a no iniciar la guerra antes de que llegaran las tropas aragonesas. Hicimos todo lo que pudimos para detenerte en tu precipitado heroísmo. Mi madre trató de convencerte como a un niño tozudo. Nadie te apremió, fuiste tú mismo ¿Debo decirte quién tiene la culpa del desastre? Tú quisiste brillar ante mí, ante tus amigos, principalmente ante tu judía, por eso provocaste al califa actuando en contra de nuestro contrato y contra todo sentido y juicio. Por eso luchaste en esa absurda batalla. Por eso has precipitado a nuestro reino y a toda la Hispania cristiana hacia el abismo.
Don Alfonso permanecía en pie ante ella, abajo del estrado. Miró su blanco rostro con su alta y clara frente y su espeso y rubio cabello, y la odió furiosamente a causa de los malignos y lógicos pensamientos que cruzaban por detrás de aquella frente.
—Ahora comprendo —rechinó él en voz baja y con amargura— por qué Enrique mantuvo encerrada a tu madre y no la dejó libre a pesar de todas las órdenes del Papa. No creas que soy más débil que él. No puedo matarte porque eres una mujer. Pero no te dejaré sin castigo por haber matado a mi bienamada. Voy a juzgarte, preguntaré y seguiré preguntando, y sacaré a la luz tus sutiles y astutas indicaciones y los pensamientos asesinos que se ocultaban tras ellas, y entonces toda la cristiandad te conocerá como la asesina que eres. Y a tu sanguinario esbirro, Castro, y a los otros, no los dejaré salir indemnes. Lo vas a ver, querida mía, cuando los atrape. Irán hasta el Zocodover en el carro del verdugo. Y tú, mi reina, estarás presente a mi lado, en la tribuna, y verás cómo cuelgan a tu galante caballero, a tu Lancelote.
Leonor lo miraba imperturbable. Él sudaba y estaba desfigurado. La rubia y corta barba estaba pegoteada, no quedaba en él nada joven, nada resplandeciente, nadie podría compararlo con el San Jorge del frente de la catedral. Pero era bueno que ahora, por fin, saliera a la luz la violenta fuerza vital que había en él. Nadie podría volver a tachar a este hombre de adormecido, tampoco su madre.
Ella dijo:
—Dices palabras sin sentido, Don Alfonso, porque tu amante está muerta. No me he acercado a la mujer que vivía en La Galiana. Ningún juez me declarará culpable aunque examine hasta el más mínimo detalle de lo que he hecho y de lo que he dejado de hacer
De pronto, se hartó de comportarse con dignidad y nobleza. Abandonó su estrado, se acercó a él, muy cerca, olfateó su espantoso olor y le dijo a la cara:
—Pero a ti te lo diré una sola y única vez: Yo lo he hecho. Yo me he concedido esta noche toledana. Vi los pensamientos de muerte en la cabeza de Castro y no lo detuve. Puse tentativamente el castillo ante sus ojos, y Dios me ha ayudado. Dios ha querido que ellos murieran. ¿Por qué no se escondieron tras los muros de la judería tu barragana y su padre? Dios los cegó. Y ante tus ojos iracundos y ansiosos de muerte te lo digo: Mi corazón se llenó de júbilo cuando ella estuvo muerta.
Alfonso jadeó, apartó la vista de ella, dio un paso atrás, en su rostro había más dolor que ira.
Leonor paladeó su triunfo hasta el final. Sintió compasión de Alfonso. Lo siguió, y de nuevo se acercó mucho a él.
—No discutamos más, Don Alfonso —le rogó. Y su voz fue desacostumbradamente dulce—, estás herido, estás agotado. Déjame cuidarte; te mandaré a mi maestre Reinero, es mejor que tus médicos. Y déjame decirte todavía una cosa: lo he hecho por mí, pero puedes estar seguro de que también lo he hecho por ti. Te amo Alfonso, tú lo sabes. Te he sido más fiel que los muros de tu castillo durante todos estos años, y también cuando quité a esa de tu camino. No podía seguir contemplando cómo el rey de Castilla, el padre de mis hijos, se hundía en el barro. Puedes ponerme en evidencia delante de todo el mundo, puedes matarme, pero ésa es la verdad.
Alfonso lo sabía, ésa era la verdad, pero se ordenó a sí mismo no creerlo. Podía comprender a Leonor, pero sólo con su cabeza. Todo en él se obstinaba contra ella. No quería su amor: el amor de la asesina le daba asco. Se dio la vuelta y salió apresuradamente de la estancia.
Después de esta conversación se sentía indiferente ante la muerte, y su herida le dolía más que nunca. Permitió que los suyos lo bañaran, lo vendaran y lo llevaran a la cama. Durmió largamente, profundamente, sin soñar
Después galopó hasta La Galiana.
Recorrió a caballo los estrechos y empinados caminos que bajaban hasta el Tajo sin acompañamiento. Las gentes lo reconocían, lo dejaban pasar, miraban horrorizados el enjuto rostro, como tallado en piedra, se descubrían y se inclinaban profundamente, muchos caían de rodillas. Él no los miraba, no los escuchaba, seguía a caballo, despacio, mirando fijamente ante sí; mecánicamente, sin una mirada, respondía a los saludos.
Se acercaba a los blancos muros. Hacía mucho calor. Sobre La Galiana flotaba, pesado y vaporoso, el resplandor del sol, todo permanecía en un silencio encantado.
El jardinero Belardo se acercó a él. Besó tímidamente la mano de Alfonso.
—Soy muy desgraciado, mi señor —le dijo—, no pude proteger a nuestra señora. Pero eran muchos, más de dos mil, y el que los conducía era un gran caballero, y yo sólo tenía la santa alabarda de mi abuelo, y con ella podía hacer muy poco contra tantos. Gritaban: ¡Dios lo quiera! Y entonces sucedió. Pero aparte de esto no hicieron ningún estropicio. Todo está perfectamente ordenado, mi señor, en la casa y en el jardín.
Alfonso dijo:
—La habéis enterrado en La Galiana, ¿no es cierto? ¡Condúceme hasta allí!
El lugar no estaba señalado. Se encontraba cerca de las cisternas del rabí Chanan, un pedazo de tierra desnudo, con la hierba arrancada.
—No supimos qué teníamos que hacer —se disculpo Belardo—, puesto que nuestra señora Raquel no era cristiana, no me atreví a poner una cruz.
El rey le hizo un gesto para que lo dejara solo.
Se sentó en el suelo, con torpeza, aturdido por la terrible mezcla de calor, neblina y luz. La hierba había sido amontonada con dejadez, el lugar tenía un aspecto abandonado, ¡ni siquiera a un perro habría enterrado él de aquella manera!
Intentó recordar cómo se paseaba Raquel por aquí, cómo se había sentado desnuda con él cerca del estanque; intentó recordar su rostro en forma de corazón, su modo de andar; su voz, su cuerpo. Pero sólo encontró rasgos aislados. Ella misma, Raquel, permaneció tintineante, alejada, un destello impreciso. Si en algún lugar rondaba su espíritu, tenía que ser allí, pero él no podía conjurarlo. Los espíritus aparecen sólo cuando no son llamados. Quizás también tenía razón Bertrán, y las mujeres sólo conseguían acercarse a la sangre del hombre y no a su alma. Allí, bajo la tierra sobre la que él se encontraba, yacía aquella que le había ofrecido una felicidad sin límite y una excitación salvaje, y ahora no era más que putrefacción, pasto de los gusanos. Pero la idea lo dejó sorprendentemente indiferente. ¿Qué buscaba él allí en aquella tumba desolada y horrenda? Nada les debía a aquellos dos que yacían bajo él. Ellos le debían algo. Le debían a su hijo. Nunca jamás sabría qué había sido de su Sancho. Era como si el niño también yaciera allí debajo con los otros, como si debajo de él, de Alfonso, yaciera el futuro soterrado y podrido. No debería haber venido aquí. Tenía mal sabor de boca y los labios se le fruncían.
Se arrastró hasta la sombra del árbol más cercano. Se tumbó. Allí yacía con los ojos cerrados, el sol manchaba su rostro. De nuevo intentó recordar a Raquel, pero nuevamente vio tan sólo la envoltura, ella misma permaneció vaga. La vio en sus vestiduras, parecidas a una túnica, tal y como lo esperaba en su dormitorio. La vio con aquel vestido verde, con el que la contempló por primera vez en Burgos, cuando se burló del viejo castillo de sus antepasados. Y era brujería y magia negra que ella entonces, aunque no se encontrara presente, lo hubiera empujado a reconstruir La Galiana. Incluso ahora, ella lo atraía hacia allí mientras que los asuntos de la guerra y del reino lo esperaban.
Pero había un asunto pendiente que podía solventar allí mismo: debía darle a Jehuda el recado del muchacho. Frunció el ceño esforzándose en recordar lo que había dicho Alazar antes de morir Con toda claridad, volvía a escuchar: «Dile a mi padre…», pero no había forma de que acudiera a su memoria lo que debía decirle.
Se durmió. Todo se evaporó a su alrededor, todo se fundía, nada era apreciable. Y de pronto Raquel estaba allí, surgía de los vapores, con una viveza increíble, con su rostro de un color tostado claro y los ojos del color de las tórtolas, ¡allí estaba! Así lo había mirado a él en aquel silencio más que elocuente, cuando se le negó y él se abalanzó sobre ella; y cuando le dijo a gritos que le había robado a su hijo, y su silencio fue más expresivo que cualquier acusación.
Él yacía con los ojos cerrados. Sabía que era un espejismo, una imagen etérea, un delirio, sabía que Raquel estaba muerta. Pero su Raquel muerta cobraba vida de un modo mucho más ardiente a como jamás lo estuviera en vida. Y mientras que ella lo contemplaba fijamente, él comprendió: en su interior siempre había comprendido la silenciosa elocuencia de ella, sólo que él se había endurecido, se había encerrado en sí mismo y no había querido comprender su advertencia y su verdad.
Ahora se abrió sin reservas a la verdad de ella. Ahora comprendió lo que Raquel había intentado hacerle comprender desde el principio y en vano: lo que significaba la responsabilidad, lo que significaba la culpa. Había tenido un poder inmenso en las manos y lo había utilizado mal; había jugado con su poder sin consideración alguna, sin reflexionar como un muchacho. Había convertido su vino en vinagre.
La imagen de Raquel empezó a desvanecerse.
—¡No te vayas, no te vayas todavía! —le rogó, pero allí no había nada que pudiera detener La imagen desapareció.
Se sintió agotado y de pronto, muy hambriento. Se levantó con esfuerzo y entró en la casa. Dio órdenes para que le trajeran de comer Comió sentado a la mesa en la que había desayunado con tanta frecuencia con Raquel. Mecánicamente, con ansia, con hambre de lobo. No pensaba en nada más que en saciarse.
Las fuerzas volvieron a él. Se levantó. Preguntó por el ama Sa’ad. Quería que le mostrara las cosas que habían quedado de Raquel. Le contestaron con evasivas, finalmente le dijeron que Sa’ad estaba muerta, él tragó saliva. Quería saber más.
—Gritaba terriblemente —le contó Belardo—, pero nuestra señora Doña Raquel no tenía ningún temor. Permaneció allí en pie como una verdadera gran dama.
Alfonso recorrió la casa. Se quedó en pie ante aquella inscripción cuyas letras en árabe antiguo no podía leer y que ella le había traducido: «Una onza de paz es más valiosa que una tonelada de victoria». Siguió su recorrido. Abrió armarios, arcones, palpó los vestidos de Raquel. Este vestido claro lo había llevado ella aquella vez que jugó con él al ajedrez, y esta otra ropa tan tenue que casi se le rompía entre los dedos la había llevado cuando los perros saltaron sobre ella. Del arcón surgía el olor de sus ropas, el aroma de Raquel. Cerró de golpe la tapa. Él no era Lancelote.
Encontró aquellas cartas dirigidas a él que nunca habían sido mandadas. «Pones en peligro tu vida por cosas absurdas, porque un caballero así debe hacerlo, y aunque esto no tiene ningún sentido, es al mismo tiempo arrebatador y por eso te amo».
Encontró los dibujos que había hecho Benjamín. Los contempló atentamente, encontró rasgos que él nunca había descubierto en Raquel cuando estaba viva, pero, a pesar de ello, ese Benjamín sólo había visto una parte de Raquel, la verdadera Raquel sólo la había visto él, Alfonso, y sólo después de que ella hubiera dejado de estar presente en este mundo.
Pero ella seguía estando en el mundo. En él seguía viviendo aquella sabiduría completa que aquel rostro silencioso le había dado a conocer. Las advertencias de Rodrigue sólo le habían dicho que eran la culpa y el arrepentimiento, pero no se lo habían hecho sentir. Tampoco su voz interior se lo había hecho sentir. Sólo aquel rostro silencioso le habían grabado en el corazón lo que eran la responsabilidad, la culpa, el arrepentimiento.
Hizo un esfuerzo. Rezó. Una oración herética. Rezó a la muerta para que lo iluminara en las horas decisivas, para que su silencio le dijera lo que debía hacer y lo que no.
Gutierre de Castro se hallaba en pie ante el rey con las piernas abiertas, la mano sobre la empuñadura de la espada, en posición.
—¿Qué quieres, mi señor? —preguntó con su voz ligeramente chillona; Alfonso miró al hombre a la cara ancha y tosca. Castro le devolvió tranquilamente la mirada; no sentía ningún temor, de eso estaba seguro. Toda la ira había huido del corazón del rey ya no sabía por qué había deseado tan ardientemente y con tanta furia ver colgar a ese hombre. Le dijo:
—Tenías la misión de proteger a la población de mi ciudad de Toledo. ¿Por qué no lo hiciste?
Castro, insolente y frío, repuso:
—Las gentes estaban soliviantadas por tu derrota, Don Alfonso, estaban llenas de agresividad, ansiosas de matar. Querían matar a los culpables, y eran muchos aquéllos a quienes consideraban culpables. Pero fueron muy pocos los que murieron, no llegaron a cien. Pude devolverle a la reina el guante con la conciencia tranquila, seguro de su satisfacción y su agradecimiento.
Don Alfonso dijo:
—Fuiste a La Galiana a la cabeza de un montón de chusma y asesinaste a mi Escribano y a la madre de mi hijo.
Habló con dureza y de modo conciso, pero muy sereno. Castro contestó:
—Tu pueblo exigía el castigo del traidor. La Iglesia exigía su castigo. Mi misión consistía en proteger a los inocentes. Y ése era culpable.
El rey esperaba que Castro hiciera referencia a las sutiles y sangrientas indicaciones de la reina, eludiendo así su responsabilidad. Pero Castro no lo hizo. Al contrario, aún añadió:
—Te lo digo francamente: lo habría matado aunque no hubiera sido un traidor. Soy Gutierre de Castro, y desde hace años me juré a mí mismo y a la caballería de toda Hispania castigar al perro circunciso que ha manchado mi castillo.
El rey dijo:
—La disputa entre tú y la corona de Castilla fue solventada y se te pagó la indemnización por tu hermano. El contrato se firmó y se selló, y tu reclamación fue satisfecha.
Castro respondió:
—No quiero discutir contigo, mi señor de Castilla; si crees tener una queja fundamentada contra mí, reclama ante mi señor feudal, el rey de Aragón, para que él, que no es superior a mí, convoque el jurado de mis iguales. Pero déjame decirte una cosa de caballero a caballero. Por tu culpa murió mi hermano, que era un gran héroe en la guerra y en los torneos, ya lo sabes, y tú me pagaste una indemnización con dinero y yo me di por satisfecho porque estábamos en una Guerra Santa. Ahora ha sucedido que he matado a un hombre que me había ofendido y que no era más que tu banquero y un viejo judío. Creo que no sales perdiendo si consideras que estamos en paz.
El rey no se dejó engañar. Le exigió:
—Dime cómo sucedió.
Castro respondió:
—No quise manchar mi espada con aquella sangre repugnante. Le di un golpe de muerte a aquel hombre con la funda de mi espada.
Alfonso, con esfuerzo, tenía que detenerse después de pronunciar cada palabra, preguntó:
—¿Y cómo murió ella?
—No puedo decírtelo —contestó Castro—, mi mirada estaba fija en el judío cuando ellos la mataron.
Habló con indiferencia, sus palabras tenían un tinte de verdad. Y grosero, con sinceridad, casi bonachonamente, continuó:
—Estamos en una Guerra Santa, he reprimido el rencor en mi corazón y he venido hasta aquí para luchar a tu lado. Deja de darle vueltas a este asunto, mi señor de Castilla. Hay mucho trabajo duro por hacer Un caballero no debería gastar más palabras sobre las inmundicias que ya se han barrido. Ocúpate de tu ciudad y de sus muros.
Alfonso se dio cuenta con asombro de que la insolencia de aquel hombre no lo llenaba de ira. Realmente, aquel hombre no había mencionado para nada del disimulado encargo de Doña Leonor, no endosaba la culpa a la dama, respondía por todo lo que había sucedido. «Ciertamente, este Castro es un caballero», pensó Alfonso.
El canónigo Don Rodrigue, antes tan vivaz y siempre tan activo, cumplía los asuntos de su cargo sin ganas, pocas veces se animaba a leer o a escribir permanecía horas sentado, triste y solo.
Musa podía hacerle poca compañía. Había muchos enfermos y heridos en Toledo. El modo de ser tranquilo de Musa infundía confianza, y a pesar de la suspicacia que había contra el musulmán, muchos requerían los servicios de sus famosas artes curativas.
Rodrigue envidiaba al amigo esa constante actividad que le distraía de torturadores pensamientos, él mismo se hundía cada vez más profundamente entre tristes meditaciones acerca de lo pasajero de toda empresa, estaba paralizado en lo más profundo de su ser
Había recibido de Italia un texto que expresaba en palabras su propia desesperación. Su autor era un joven prelado, Lotario de Conti, y el título era De conditione humana, De la condición humana. Sobre todo había un fragmento que le impresionaba: «Cuán fútil eres, oh ser humano. Cuán repugnante resulta tu cuerpo. Mira las plantas y los árboles. Producen flores, hojas, frutos; pero tú, ¡pobre de ti!, tú sólo produces piojos, parásitos, gusanos. Aquellos segregan aceite, vino, bálsamos; tú segregas orines, vómitos, excrementos. Aquellos exhalan agradables aromas; tú exhalas pestilencia». Esas frases no abandonaban a Don Rodrigue, lo perseguían hasta en sueños.
Apenas deseaba el tranquilo éxtasis que antes había sido su último refugio. Aquella fe apasionada y plena ya no le parecía ahora una gracia, sino un amodorramiento barato, una pobre huida de la realidad.
Para él era un alivio que de vez en cuando lo visitara Don Benjamín. Aquel joven, en medio del dolor propio y general, seguía llevando a cabo la obra de la academia con tenaz serenidad. El canónigo se sorprendía de la fuerza de voluntad de Benjamín, y sus visitas espantaban la corrosiva melancolía.
Una vez rogó al estudiante:
—Si no te trastorna demasiado profundamente, permíteme saber qué sucedió y de qué hablasteis cuando estuviste por última vez en La Galiana.
Benjamín guardó silencio. Guardó silencio durante tanto tiempo, que Don Rodrigue ya creía que no iba a contestar Pero entonces encontró ardientes palabras para alabar a Raquel, cuán hermosa había estado en aquél su último día. Y no vaciló en hacerle saber que tan sólo había rechazado la protección de la judería porque el rey le había ordenado que lo esperara en La Galiana. En sus palabras podía oírse la rabia que le producía el ardiente y entregado afecto con el que ella había creído en su caballero y amado.
Al canónigo le conmocionó lo que oyó.
«No sabes lo que es el amor», le había dicho el rey, pero era él quien no lo sabía. Alfonso había amado a Raquel, había sido fogoso, violento, tormentoso, pero había seguido encerrado en sí mismo, no había sentido lo que ella sentía. Y he aquí que aquel desgraciado, aquel perfecto caballero, había dicho una palabra que probablemente había olvidado apenas haberla pronunciado, y aquellas palabras insustanciales habían llevado a Raquel a la muerte. Todo aquello en lo que intervenía su ligera temeridad se convertía en desgracia.
Un par de días más tarde, ligeramente turbado, Benjamín le trajo al canónigo un dibujo. Había visto al rey de cerca y se había dado cuenta de cuánto había cambiado Alfonso. Para poder detenerse en los detalles, había dibujado al rey y ahora, tímido y expectante, traía el dibujo al canónigo.
Éste lo contempló largamente. Vio la cabeza de un hombre que había experimentado muchas cosas y que había sufrido mucho, pero seguía siendo la cabeza de un caballero, la cabeza de un hombre irreflexivo, sí, incluso duro y cruel. Pensó en la imagen del rey tal y como lo había descrito con palabras en su crónica, pensó en la cabeza del rey acuñada en las monedas de oro de Jehuda. Dejó el dibujo a un lado. Se paseó de un lado a otro. Lo tomó de nuevo y lo contempló. Dijo extrañamente conmovido:
—Éste, pues, es el rey Alfonso de Castilla.
Benjamín, impresionado por el efecto que había causado su dibujo, dijo:
—No sé si Alfonso es así. Yo lo veo así.
Y tras un rato, añadió:
—Creo que las cosas irían mejor en el mundo si fuera gobernado por sabios en lugar de por guerreros.
El canónigo le rogó que le dejara el dibujo, y mucho tiempo después de que Benjamín se hubiera ido seguía reflexionando mientras contemplaba la hoja.
Su amistad con Benjamín se hizo cada vez más estrecha. Llegó a tener tal confianza en él que le dio a conocer su propia pusilanimidad.
—A pesar de tus pocos años —le dijo—, has podido experimentar hasta la saciedad cómo la estupidez y la ira desordenada pueden borrar una y otra vez todo lo que el sudor y el trabajo de siglos han construido. Y a pesar de ello no dejas de pensar de investigar, de afanarte. ¿Te parece que todavía vale la pena? Y ¿a quién servirán tus esfuerzos?
Sobre el rostro de Benjamín brilló aquella alegre picardía que antes le había hecho parecer tan joven y amable.
—Quieres someterme a prueba, mi reverendo padre —dijo—, pero tú sabes de antemano mi respuesta. Ciertamente, la oscuridad es lo que predomina, y la luz es una excepción, pero justamente en la inmensa cantidad de oscuridad un poco de luz produce doblemente alegría. Soy muy poca cosa, pero no sería nada en absoluto si no pudiera sentir esta alegría. Tengo confianza en que la luz permanecerá y se multiplicará. Y mi obligación es aportar mi granito de arena.
Al canónigo le avergonzó la confianza de Benjamín. Volvió a sacar su crónica, se obligó a seguir reuniendo información, intentó trabajar. Pero al mismo tiempo fue consciente de cuán fútiles eran sus esfuerzos. Había querido demostrar la evidencia de las disposiciones de la Providencia, había expuesto, valiente e ingenuo, lo que no tenía sentido como si en verdad encerrara algún sentido. Pero tan sólo había analizado y expuesto los acontecimientos. No los había explicado.
Envidiaba a Musa. Para él era fácil trabajar en su crónica. Había encontrado un axioma con el que medir todos los acontecimientos, el axioma de la formación y de la desaparición de los pueblos, de su florecimiento y de su decadencia, y su Alá y su Profeta le daban la razón. Y en su Corán podía leerse: «Cada pueblo tiene marcado su tiempo, y cuando llega su tiempo nadie puede retrasar su hora ni adelantarla».
Pero él, Rodrigue, no había conseguido encontrar sentido y orden en los acontecimientos. Le parecía como si la verdadera fe prohibiera siquiera buscarlos. ¿Acaso no había escrito Pablo a los corintios: «La locura de Dios es más sabía que los hombres»? ¿Quod stultum est Dei, sapentius est hominibus? Y ¿acaso no había enseñado Tertuliano que el mayor acontecimiento en la historia, la muerte del Hijo de Dios, era digna de crédito porque era disparatada? Pero si los caminos de Dios no eran los de los hombres, si considerados a los ojos humanos y a la luz del entendimiento parecían necios, ¿acaso no era ya pecaminoso el simple intento de querer expresar los caminos de la Providencia con palabras humanas?
Desde hacía cien años la cristiandad luchaba por conquistar Tierra Santa, mil veces mil caballeros habían caído en esas cruzadas y no se había conseguido prácticamente nada. Lo que se había alcanzado con tantas muertes sangrientas habrían podido conseguirlo tres legados con sentido común por medio de negociaciones expertas en un par de semanas. Ante tales acontecimientos, evidentemente fracasaba toda sabiduría humana y aquella frase de Pablo, «la locura de Dios triunfaba sobre la sabiduría de los sabios» alcanzaba todo su burlón significado.
Inclinado sobre su crónica, en voz baja, con enojo, dijo Rodrigue para sí:
—Todo es inútil. No hay ningún sentido en lo que sucede. No existe la Providencia.
Sus propias palabras lo horrorizaron.
—¡Abs it! ¡Abs it! ¡Fuera, lejos de mí! —se ordenó.
Pero si sus dudas acerca de la existencia de la Providencia eran una herejía, no lo era el reconocimiento de lo inútil de sus propios esfuerzos. Había permanecido en pie ante su pupitre garrapateado y emborronando durante todo el día, y también durante muchas noches, y había querido mostrar la mano de Dios en acontecimientos cuyo sentido seguía siendo inescrutable. Había osado revivir a los grandes muertos de la Península: a San Ildefonso y a San Julián; a los reyes godos y a los califas musulmanes; a los condes asturianos y castellanos y al emperador Alfonso y al Cid Campeador. Se había engreído creyéndose un segundo profeta Ezequiel. Elegido para conjurar a esos muertos de modo que resucitaran:
—Quiero daros venas, hacer crecer la carne sobre vosotros y cubriros con piel e insuflaros aliento para que volváis a vivir
Pero los restos mortales que él había conjurado no se habían recompuesto de nuevo. No estaban vivos los hombres de su crónica. Sólo ejecutaban una danza matraqueante de esqueletos enjalbegados.
—«Maldito quien lleve al ciego fuera de su camino», advertían las Escrituras. Precisamente eso era lo que él había hecho. Su crónica conducía a los ciegos a una oscuridad todavía más profunda.
Se levantó jadeando. Reunió un haz de leña, la amontonó en la chimenea y la encendió. Reunió las hojas sueltas de su crónica y sus anotaciones. Las arrojó al fuego en silencio, con los labios apretados. Contempló cómo se quemaban hoja por hoja. Atizó los pergaminos y papeles carbonizados hasta que se convirtieron en cenizas que nadie pudiera volver a leer
Bertrán de Born, puesto que sus heridas le impedirían volver a participar jamás en una guerra, anhelaba abandonar Toledo y marcharse a su tierra natal. Quería pasar sus últimos años como monje en el convento de Dalon.
Pero su mano, terriblemente destrozada, se le inflamó, el brazo se le hinchó. Era impensable que se abriera paso en ese estado entre los musulmanes, que dominaban los caminos en una amplia zona hacia el norte.
La herida le ardía rabiosamente. El rey rogó que consultara con Musa. Éste concluyó que no quedaba más remedio que amputar el brazo. Bertrán se resistía. Bromeaba:
—En la lucha, vosotros los musulmanes no habéis podido arrebatarme la mano, y ahora queréis hacerlo por medio de trucos y sabias palabras.
—Conserva tu brazo, señor Bertrán —contestó tranquilamente Musa—, pero en ese caso dentro de una semana no quedará de ti más que tus versos.
Riéndose, maldiciendo, Bertrán se resignó.
Yacía sobre un camastro firmemente atado. Al alcance de la vista, sobre una pequeña mesa, yacía el guante de la misión que Alfonso le había encomendado, y junto a la mesa estaba en pie el viejo escudero y trovador Papiol.
Musa y el maestro Reinero, después de administrar a Bertrán un fuerte bebedizo para paliar el dolor, pusieron manos a la obra con hierros y fuego. Pero Bertrán, mientras ellos se ocupaban de él, dictaba a Papiol un poema dedicado a Alfonso, El sirventés del Guante.
El viejo Musa había visto muchas cosas a lo largo de su vida pero no recordaba haber asistido a un espectáculo tan horriblemente magnífico. En aquella estancia, que apestaba a carne quemada, yacía el viejo caballero fuertemente atado sobre el camastro, y cayendo desvanecido, volviendo de nuevo en sí, jadeando de dolor, reprimiendo los gritos, perdiendo el conocimiento, recuperándolo de nuevo, dictaba sus versos divertidos y feroces. Algunos le salían mal, otros eran acertados.
—¡Repítelos, Papiol! ¡Estúpido! —ordenaba Bertrán—. ¿Los has comprendido? ¿Vas a aprendértelos? ¿Tienes el tono? —preguntaba.
El viejo Papiol se dio cuenta de con cuánta ansiedad su señor esperaba percibir el efecto de sus versos, y se esforzó en mostrar un alegre y ruidoso reconocimiento. Repitió con aprobación los versos, se rió a carcajadas, y no pudo detenerlas hasta que, sin transición, sus risas se convirtieron en llanto y sollozos.
Al día siguiente, Alfonso visitó a Bertrán. Preguntó por su estado. Bertrán quiso hacer un gesto despreocupado con la mano, pero ya no tenía mano.
—¡Ya lo ves! —dijo él, y le informó—. El médico cree que dentro de dos semanas me habré recuperado lo suficiente como para poder montar a caballo. Así que entonces te dejaré solo, mi señor, y me marcharé a mi convento de Dalon. Mi buen Papiol ya no puede resistir las fatigas de la guerra e insiste en que nos retiremos al servicio de Dios.
Alfonso dedicó grandes alabanzas y cumplidos a El sirventés del Guante y prometió un elevado donativo para el convento de Dalon.
—Debes hacerme un favor —le rogó—, cántame tú mismo el sírventés.
Y Bertrán cantó:
Te devuelvo el guante
Tras cumplir con honor mi deber:
Bien es verdad que esta vez
No me acompañó la suerte.
Pero esto no me aflige.
Y no me siento avergonzado
De haber perdido la mano
En tu batalla luchando.
Eres un gran rey, por eso no me duele
Tampoco a ti ha de dolerte
Que en esta ocasión,
Don Alfonso,
La superioridad del enemigo
Te haya robado la gloria.
Habrá más suerte otro día.
Yo la mano he perdido,
A ti han conseguido quitarte
Un pedazo de tu reino
Que tú reconquistarás.
¡Qué me importa a mí la mano!
Ya que me fue arrebatada
En una buena batalla.
No me quejaré de su pérdida.
Ella, que llevaba el guante
Con valor y por derecho,
Mató docenas de enemigos.
Ahora en mi convento ingresaré
Y el resto de mis días pasaré
Sólo al servicio de Dios.
Cierto, me falta una mano,
Pero quiero seguir cantando
Para los ejércitos cristianos
Todavía algunos cantos.
Y por el reino y por mar
Los caballeros habrán de escuchar:
¡Viva la Caballería! ¡Viva la Cristiandad!
¡Golpead! ¡Atacad!
¡A lor! ¡A lor!
Alfonso escuchó con atención; percibía la fuerza de los versos, los sentía en su sangre, pero no conseguían acallar la voz del sentido común que le hablaba de lo pasajero, que le hacía considerar a aquel viejo caballero un poco ridículo.
Las tropas musulmanas pululaban en derredor de Toledo. Bloqueaban todos los caminos de acceso. Pero el prudente califa se tomaba su tiempo antes de cercar definitivamente la ciudad con todo su poder En vez de esto avanzó adentrándose hacia el norte y sometió una gran parte de Castilla. Conquistó Talavera, conquistó Maqueda, Escalona, Santa Cruz, Trujillo, conquistó Madrid. Los castellanos se mantenían valerosos. Se resistían poderosamente, sobre todo los príncipes de la Iglesia. Cayeron los obispos de Avila, Segovia, Sigüenza. Pero la tremenda superioridad numérica de los musulmanes reducía cualquier resistencia, la firmeza de la resistencia sólo exacerbaba su rabia. Devastaron las tierras, pisotearon los campos, cortaron las vides, dispersaron los ganados.
También sometieron una gran parte del reino de León. Avanzaron hasta el río Duero. Destruyeron la antigua y gloriosa capital, Salamanca. Ocuparon también en Portugal grandes territorios. Tomaron el santo y famoso convento de Alcobaça. Lo saquearon y mataron a la mayoría de los monjes. En todas partes, en la Hispania cristiana, reinaba el hambre, las epidemias, la miseria. Desde el principio de la reconquista, el país no se había encontrado en una situación tan apurada como ahora después de la insensata batalla de Alarcos.
Los reyes cristianos atribuyeron a Alfonso toda la culpa. León y Navarra negociaron con los musulmanes. El rey de Navarra llegó al extremo de ofrecer al califa una alianza contra los otros príncipes cristianos. Su príncipe heredero se casaría con una hija de Yaqub al-Mansur; quería reconocer al califa como señor feudal y convertir todos los territorios que los musulmanes habían arrebatado a otros reinos cristianos en vasallos del califa. Y una vez se hubo asegurado el norte, el califa se dispuso a poner cerco a Toledo. Desde las almenas del castillo real, Alfonso vio acercarse los arietes y las torres de asedio, despacio, cada vez con mayor violencia.
Castro solicitó dispensa para defender sus propias tierras, el condado de Albarracín.
Alfonso no tenía nada que decir ni qué oponer.
—¿Y qué pasa con mi recompensa? —preguntó Castro.
—¿Recompensa? ¿Por qué?, contestó Alfonso.
Doña Leonor se había quedado durante todo este tiempo en Toledo, creía que la rabia de Alfonso se había agotado en aquella terrible explosión y que ahora, con todos sus sentidos ocupados por los asuntos de la guerra, el recuerdo de la judía se desvanecería con rapidez. Y aunque evitaba cualquier conversación personal con él y se limitaba a la fría courtoisie, Leonor estaba segura de que volvería a conquistarlo si esperaba el tiempo suficiente. Esperaba. Pero ahora que el enemigo rodeaba Toledo no podía seguir haciéndolo por más tiempo. Su presencia aquí era un estorbo y en Burgos era necesaria.
En secreto, esperaba que Alfonso le rogara que se quedara. Se presentó ante él. Reunió toda su fuerte voluntad para mostrarse joven, aparecer hermosa. Sabía que el resto de su vida dependía de este encuentro.
Alfonso, tal y como la courtoisie lo exigía, la condujo hasta su asiento, se sentó frente a ella, la miró cortés y atento al rostro claro y hermoso. Ella lo examinó con sus serenos ojos verdes. No quedaba nada en él de aquella impetuosidad juvenil que la había cautivado; lo que ahora tenía ante ella era el rostro de un hombre duro, de rasgos afilados, profundamente ceñudo, el rostro de un hombre que había padecido grandes sufrimientos y que tenía muy pocos reparos en causarlos a su vez. Pero también a este Alfonso lo deseaba con toda su alma.
Aquí en Toledo, empezó ella, ya no podía serle de ninguna utilidad. Lo mejor sería que, mientras todavía fuera posible, regresara a Burgos para ocuparse allí de las hijas y esperar el desarrollo ulterior de la guerra. Desde allí también podría negociar con los veleidosos reyes de León y Navarra.
Alfonso había aprendido mucho. Podía ver lo que pasaba por su mente, contemplaba su paisaje interior como si fuera un campo sobre el cual tuviera que librar una batalla. Podría decirle, con las mismas palabras que ella emplearía, cuáles eran sus pensamientos y sus planes. Con toda certeza, estaba absolutamente convencida de que había quitado del medio a la otra con buena intención, para servirlo a él y al reino, y él debía reconocerlo y agradecérselo. Ella era joven, ella era hermosa. Él volvería a aceptarla en su lecho, y Dios se mostraría misericordioso, y ella volvería a darle un heredero. Alfonso estaba seguro de que éstos eran los pensamientos de ella, y sabía que Leonor esperaba que él le rogara que se quedara. Pero había calculado mal. ¡Aunque fuera tan seguro como el Evangelio que ella fuera a darle un hijo varón! Él no volvería a tocar jamás a la asesina de Raquel.
Ella se sentaba muy erguida, pero relajada y tranquila. Esperaba.
—Me alegro de tu decisión, Doña Leonor —dijo él, y sonrió cortésmente con sus delgados labios—. Me prestarás a mí y a toda la cristiandad un gran servicio yéndote a Burgos y utilizando tu probada inteligencia para negociar con esos reyes cobardes y renegados. También me alegrará saber a nuestras hijas bajo tu protección. Pondré gustosamente a tu disposición un fuerte séquito.
Leonor escuchó, reflexionó. Su pasión por la judía parecía haber desaparecido. Si a pesar de todo le hablaba con tanta frialdad y no sin cierta burla, era sólo porque consideraba su deber caballeresco tomar partido por la muerta. Leonor se sintió suficientemente fuerte como para luchar por él contra la muerta. Dijo:
—He oído decir que no has hecho ningún intento para retener a Castro.
Los ojos de Alfonso se volvieron peligrosamente claros. Era verdaderamente desvergonzada esta mujer, iniciando de nuevo aquella desagradable conversación. Pero se dominó.
—Has oído bien —contestó—. Ni se me ocurrió intentar convencer a un hombre que huye cuando me encuentro en una situación apurada.
Leonor contestó también con voz sosegada:
—Creo, Don Alfonso, que juzgas con demasiada dureza al caballero. Su ducado está realmente amenazado por el emir de Valencia. Yo le había ofrecido perspectivas de una recompensa, y tú lo has hecho esperar demasiado tiempo. Es justo que haya pensado que se le escamoteaba su premio.
Alfonso empalideció tremendamente, los pómulos sobresalían todavía con mayor dureza en su demacrado rostro. Pero consiguió conservar la máscara cortés.
—Con la ayuda de Dios —dijo— conservaré Toledo también sin la ayuda de Castro.
—No se trata de eso —repuso Leonor—, ya lo sabes. Debemos evitar que haga como nuestros primos de León y Navarra e intrigue con los musulmanes. O que se ponga de su parte como hizo el Cid Campeador cuando tu antepasado Alfonso lo recompensó mezquinamente. No es la primera vez que lo humillamos, y él es sensible. No me parece que pueda resultarnos provechoso arrojarlo en brazos de los musulmanes. ¿No quieres donarle el castillo, Don Alfonso?
De nuevo, y ahora con un maligno sentimiento de triunfo, volvió a darse cuenta Alfonso de lo que ella pretendía. Raquel estaba muerta, ella, Leonor vivía y estaba en pie ante él, fría, principesca y tentadora, y quería que él renegara de los muertos de modo que todo volviera a ser como antes. Pero aquella hija de la dama Ellinor se equivocaba. Raquel vivía.
—No creerás en serio, Doña Leonor —dijo—, que además voy a premiar al traidor que me deja en la estacada. Compro los servicios de routiers pero no los de caballeros. Además, no me parece aconsejable disgustar a mis judíos de Toledo en estos tiempos de penuria, y esto es lo que haría si honrara de ese modo al asesino de su mejor hombre. Con toda seguridad, mi inteligente Leonor tan lista en asuntos de Estado, lo comprenderás.
En su clara voz había sólo un leve matiz de ironía. Pero ese ligero tono de burla hizo que Leonor perdiera toda su prudencia
—¡Le he prometido a este hombre el castillo! —dijo con voz estridente—. ¿Dejarás que crea que le he mentido? ¿Quieres poner en evidencia a tu reina para adular a tus judíos?
Alfonso, en su interior se sintió lleno de júbilo: «¿Oyes, Raquel, cómo se enfurece? Pero no pondré mi sello en lo que ella haga. No voy a ratificar su asesinato. No le daré a tu asesino la casa». Dijo:
—En tu lugar preferiría no hablar de esa promesa, Leonor
Sólo ahora reconoció Leonor que no había conseguido nada eliminando a Raquel. Así como su madre, matando a aquella mujer a la amante de Enrique, sólo había conseguido destruir su propia vida, también ahora ella había sido vencida para siempre por la judía muerta. El miedo la apresó férreamente: debería pasar toda su vida estéril y sola. Ante ella se extendía aquella gris desolación de la que había hablado su madre, la acedía que desgarraba el corazón. Un tiempo largo y vacío.
Se negaba a aceptar aquella cruel certeza. Miró al hombre, ella lo amaba, no tenía nada más que aquel hombre. Debía conservarlo. Dijo suplicante, con desesperada humildad:
—Me humillo como nunca se ha humillado una mujer de mi estirpe: deja que me quede en Toledo, Alfonso. No hablemos más de Castro, pero deja que me quede contigo, deja que estemos juntos en este tiempo de penuria.
Alfonso repuso, y cada palabra brotó con claridad y frialdad de sus labios:
—No tiene ningún sentido, Leonor. Te diré la verdad: Tú hiciste que mi corazón se secara cuando la mataste.
Un viejo y triste verso en latín resonó en la mente de Leonor una poetisa de Grecia lo había compuesto:
La luna se ha puesto,
también las pléyades,
ha llegado la medianoche,
las horas pasan,
pero yo duermo sola.
Se controló, permaneció en pie muy erguida, y dijo:
—Me dejas de piedra al decirme esto. Y, sin embargo, he hecho bien, y lo he hecho por ti, y volvería a hacerlo. Al día siguiente partió hacia Burgos.