Capítulo I

OCHENTA años después de la muerte de su profeta Mahoma, los musulmanes ya habían construido un imperio que, desde la frontera india, se extendía ininterrumpidamente por Asia y Africa y la costa sur del Mediterráneo hasta alcanzar la costa del océano Atlántico. En el año ochenta, desde el inicio de sus expediciones de conquista, pasaron a través del Estrecho, al oeste del mar Mediterráneo, a al-Andalus, a Hispania, destruyeron el reino que los visigodos cristianos habían levantado allí tres siglos atrás y conquistaron con tremendo ímpetu el resto de la Península hasta los Pirineos.

Los nuevos señores trajeron consigo una rica cultura y convirtieron el país en el más hermoso, populoso y mejor organizado de Europa. Planeadas por expertos arquitectos y bajo una inteligente inspección de las obras, surgieron grandes y señoriales ciudades, como no se habían vuelto a ver en esta parte del mundo desde los tiempos de los romanos. Córdoba, la residencia del califa occidental, era considerada la capital de la totalidad de Occidente.

Los musulmanes reavivaron la descuidada agricultura y consiguieron de la tierra, mediante inteligentes sistemas de regadío, una insospechada fertilidad. Fomentaron la explotación de las minas mediante una nueva técnica muy desarrollada. Sus tejedores elaboraban alfombras preciosas y lujosas telas; sus carpinteros y escultores, delicadas obras de arte en madera; sus curtidores, cualquier clase de objetos en piel. Sus herreros producían piezas de una perfección absoluta, tanto para fines pacíficos como para la guerra. Sus espadas, dagas y puñales eran más afilados y más hermosos que los de los pueblos no musulmanes; las armaduras, de una gran resistencia; las piezas de artillería, de gran alcance; y armas secretas de las cuales se hablaba con temor en toda la cristiandad. También elaboraron otra cosa terrible y muy peligrosa: una mezcla mortal explosiva, el llamado fuego líquido.

La navegación de los musulmanes hispánicos, conducida por probados matemáticos y astrónomos, era rápida y segura, de manera que podían llevar a cabo un amplio comercio y abastecer sus mercados con toda clase de productos procedentes de todo el imperio islámico.

Las artes y las ciencias florecieron como nunca hasta entonces bajo ese cielo. Lo sublime y lo gracioso se mezclaba para decorar las casas con un estilo particular y significativo. Un primoroso y ramificado sistema de educación permitía a cualquiera instruirse. La ciudad de Córdoba tenía tres mil escuelas, cada ciudad grande tenía su universidad, había bibliotecas como nunca antes desde el florecimiento de la Alejandría helénica. Los filósofos ampliaban las fronteras del Corán, traducían según su propio modo de pensar las obras de la sabiduría griega, convirtiéndola en un nuevo saber. El arte de una nueva fabulación, multicolor y floreciente, abrió a la fantasía espacios desconocidos hasta el momento. Grandes poetas refinaron la lengua árabe, rica en matices y tonos, hasta que pudo reproducir cualquier emoción del alma.

Frente a los vencidos, los musulmanes mostraron indulgencia. Para sus cristianos, tradujeron el Evangelio al árabe.

A los numerosos judíos, que habían estado sometidos al estricto derecho de excepción por los cristianos visigodos, les otorgaron la igualdad ciudadana. Sí, bajo el dominio de los musulmanes, los judíos gozaron en Hispania de una vida tan plena y satisfactoria como nunca antes desde la caída de su propio reino. De entre ellos surgieron ministros y médicos personales del califa. Fundaron fábricas, ampliaron empresas de comercio, enviaron sus barcos por los siete mares. Sin olvidar su propia literatura hebrea, desarrollaron sistemas filosóficos en lengua árabe, tradujeron a Aristóteles y fundieron sus enseñanzas con las de su propio Gran Libro y las doctrinas de la sabiduría árabe. Elaboraron un comentario de la Biblia abierto e inteligente. Dieron nueva vida al arte de la poesía hebrea.

Más de tres siglos duró este florecimiento. Entonces hubo una gran tormenta y fue destruido.

En los tiempos en que los musulmanes conquistaron la Península, algunos grupos dispersos de visigodos cristianos habían huido al montañoso norte de Hispania y habían fundado en aquella zona de difícil acceso pequeños condados independientes. Desde allí, generación tras generación, habían continuado luchando contra los musulmanes, en una guerra de partidas, una guerrilla. Durante mucho tiempo lucharon solos. Pero, más tarde, el Papa de Roma proclamó una cruzada, y grandes predicadores exigieron con encendidas palabras que el islam fuera expulsado de las tierras que había arrebatado a los cristianos. Entonces, cruzados procedentes de todas partes se unieron a los belicosos descendientes de los anteriores reyes cristianos de Hispania. Cerca de cuatro siglos habían tenido que esperar estos últimos visigodos, pero ahora avanzaban abriéndose paso hacia el sur. Los musulmanes, que se habían ablandado y refinado, no pudieron resistir su ímpetu; en pocas décadas los cristianos reconquistaron la mitad norte de la Península, hasta el Tajo.

Amenazados cada vez con mayor dureza por los ejércitos cristianos, los musulmanes pidieron ayuda a sus correligionarios de Africa, salvajes y fanáticos guerreros, procedentes muchos de ellos del gran desierto del sur; el Sáhara. Éstos detuvieron el avance de los cristianos, pero también persiguieron a los príncipes musulmanes cultivados y liberales que habían gobernado al-Andalus hasta entonces, ya que no iba a tolerarse por más tiempo el relajamiento en cuestiones de fe; el califa africano Yusuf se apoderó del poder también en al-Andalus. Para limpiar el país de todos los infieles, hizo llamar a los representantes de la judería a su cuartel general de Lucena y les habló del siguiente modo:

«En el nombre de Dios, el Misericordioso. El Profeta garantizó a vuestros padres que seríais tratados con tolerancia en las tierras de los creyentes, pero bajo una condición, que está escrita en los libros antiguos: Si vuestro Mesías no había aparecido transcurrido medio milenio, entonces, así lo aceptaron vuestros padres, deberíais reconocerlo a él, a Mahoma, como profeta de los profetas que relega a la oscuridad a vuestros hombres de Dios. Los quinientos años han pasado. Por lo tanto, cumplid el acuerdo y convertíos al Profeta. ¡Haceos musulmanes!, o ¡abandonad mi al-Andalus!».

Muchos judíos, a pesar de que no podían llevarse ninguno de sus bienes, se marcharon. La mayoría se trasladaron al norte de Hispania, puesto que los cristianos, que ahora volvían a ser señores de esas tierras, para rehacer el país destruido por las guerras, necesitaban los conocimientos superiores de los judíos en cuestiones de economía, su laboriosidad en la industria y sus muchos otros conocimientos. Les garantizaron la igualdad ciudadana que sus padres les habían negado, y además muchos otros privilegios.

Sin embargo, algunos judíos se quedaron en la Hispania musulmana y se convirtieron al islam. De este modo querían salvar sus bienes, y más tarde, cuando las circunstancias fueran más favorables, irse al extranjero y retornar de nuevo a su vieja fe. Pero la vida en su país natal, en la benigna tierra de al-Andalus, era dulce, y aplazaban su partida. Y cuando tras la muerte del califa Yusuf llegó al poder un príncipe menos estricto, siguieron vacilando. Y finalmente dejaron de pensar en marcharse. Seguía vigente para todos los infieles la prohibición de residir en al-Andalus, pero bastaba como demostración de fe dejarse ver de vez en cuando en las mezquitas y pronunciar cinco veces al día la profesión de fe: Alá es Dios y Mahoma su profeta. En secreto, los antiguos judíos podían seguir practicando sus costumbres, y en al-Andalus, donde teóricamente no había ni un solo judío, existían sinagogas judías escondidas.

Estos judíos clandestinos sabían que su secreto era conocido por muchos y que su herejía, si se declaraba una guerra, tendría que salir a la luz. Sabían que si empezaba una nueva Guerra Santa estaban perdidos. Y cuando diariamente rezaban por la preservación de la paz, tal y como su ley les ordenaba, no lo hacían sólo con los labios.

Cuando Ibrahim se sentó en los escalones de la derruida fuente del patio interior sintió de pronto todo su cansancio. Hacía una hora que estaba recorriendo aquella casa en ruinas.

Sin embargo, en realidad no tenía tiempo que perder. Hacía diez días que estaba en Toledo, los consejeros del rey lo apremiaban, con razón, para que les comunicara si asumía el arrendamiento general de los impuestos o no.

El comerciante Ibrahim, del reino musulmán de Sevilla, había llevado a cabo negocios varias veces con los príncipes cristianos de Hispania, pero todavía no había emprendido nunca un negocio tan gigantesco como el que ahora se le presentaba. Desde hacía años, las finanzas del reino de Castilla iban mal, y desde que, quince meses atrás, el rey Alfonso había perdido su imprudente guerra contra Sevilla, su economía estaba completamente arruinada. Don Alfonso necesitaba dinero; mucho dinero, y de inmediato.

El comerciante Ibrahim de Sevilla era rico. Poseía barcos, bienes y crédito en muchas ciudades del islam y en los centros comerciales de Italia y Flandes. Pero si se dejaba arrastrar a este negocio con Castilla, tendría que invertir todo su patrimonio, y ni el más listo podía predecir si Castilla sobreviviría al caos que los próximos años traerían consigo.

Por otro lado, el rey Alfonso estaba dispuesto a ofrecer enormes contrapartidas. Se le ofrecían a Ibrahim, como garantía, los impuestos y las aduanas, también los ingresos que producían las minas, y estaba convencido de que, si conseguía el dinero necesario, también lograría muchas otras condiciones favorables y le acabarían confiando el control de todos los ingresos. Pero era necesario tener en cuenta que desde que los cristianos habían reconquistado las tierras de los musulmanes, el comercio y la industria habían disminuido; mas Castilla, el mayor de los reinos de Hispania, era fértil, poseía abundancia de riquezas en el subsuelo, e Ibrahim se sentía capaz de levantar de nuevo el reino con sus propias fuerzas.

Una empresa de semejantes proporciones no podía dirigirse desde lejos: debía controlar su ejecución sobre el terreno, se imponía abandonar su Sevilla musulmana y trasladarse a la cristiana Toledo.

Tenía cincuenta y cinco años. Había conseguido lo que siempre había deseado. Un hombre de su edad y que había alcanzado tales éxitos ni siquiera debía detenerse a considerar un negocio tan dudoso.

Ibrahim seguía sentado en los derruidos escalones de la fuente, seca desde hacía mucho tiempo, la cabeza apoyada en la mano, y de pronto tuvo que reconocerlo: aunque había visto claro desde el principio el carácter aventurero del negocio, se trasladaría a Toledo a pesar de todo, a esta casa.

Era esta casa ridícula y en ruinas la que lo había traído hasta aquí.

Existía un viejo y extraño lazo entre él y la casa. Él, Ibrahim, el gran hombre de negocios de la orgullosa Sevilla, el amigo y consejero del emir se había convertido ya en su juventud al profeta Mahoma, pero no había nacido musulmán sino judío, y este edificio, el castillo de Castro, había pertenecido a sus antepasados, a la familia Ibn Esra, durante todo el tiempo que los musulmanes fueron señores de Toledo. Pero desde que el rey Alfonso, el sexto de su nombre, arrebató la ciudad a los musulmanes, hacía apenas cien años los barones de Castro se habían apoderado de la casa. Ibrahim había estado muchas veces en Toledo y cada vez había permanecido en pie, lleno de añoranza, ante el oscuro muro exterior del castillo. Ahora que el rey había expulsado a los Castro de Toledo y les había expropiado la casa, podía por fin ver su interior y considerar la posibilidad de recuperar las antiguas propiedades de sus padres.

Sin prisa, pero con mirada escrutadora y ávida, había recorrido las muchas escaleras, salas, corredores y patios. Era un edificio desolado y feo, más bien una fortaleza que un palacio. Tampoco durante el tiempo en que lo habitaban los antepasados de Ibrahim, los Ibn Esra, habría tenido otro aspecto visto desde fuera. Pero con toda seguridad, ellos habían adornado su interior con el cómodo mobiliario árabe, y los patios debían haber sido silenciosos jardines. Era tentador volver a levantar la casa paterna y convertir el tosco y desmoronado castillo de Castro en un hermoso y afiligranando castillo Ibn Esra.

¡Qué planes tan descabellados! En Sevilla, él era el príncipe de los comerciantes y era visto con aprecio en la corte del emir, entre los poetas, artistas y gente instruida que el emir reunía a su alrededor, procedentes de todo el mundo árabe. La verdad es que no podía sentirse más a gusto en Sevilla de lo que se sentía, y lo mismo les sucedía a sus queridos hijos, la joven Rechja y el muchacho Achmed. ¿Era pecado y locura jugar siquiera con el pensamiento de cambiar su noble y distinguida Sevilla por la bárbara Toledo?

No era ninguna locura, y con toda seguridad no era pecado.

La estirpe de los Ibn Esra, la más orgullosa de entre las estirpes judías de la Península, había sufrido en los últimos cien años muchas peripecias. El propio Ibrahim, cuando todavía era un muchacho y aún llevaba el nombre de Jehuda Ibn Esra, había vivido la desgracia que los africanos habían traído con su violenta llegada a al-Andalus. Al igual que el resto de los judíos del reino de Sevilla, también los Ibn Esra habían huido en aquel entonces al norte, a la Hispania cristiana. Sin embargo, a él, al muchacho, la familia lo había obligado a quedarse y convertirse al islam; era amigo del hijo del príncipe Abdullah, y tenían la esperanza de salvar de esta manera una parte de su patrimonio. Cuando Abdullah asumió el poder, prometió a Ibrahim que le serían restituidas sus riquezas. El príncipe sabía que su amigo, en el fondo de su corazón, seguía siendo fiel a su vieja fe, muchos lo sabían pero lo consentían. Pero ahora amenazaba una nueva guerra entre los cristianos y los creyentes musulmanes, y, tratándose de una Guerra Santa de estas características, el emir Abdullah no podría seguir protegiendo al infiel Ibrahim. Se vería obligado a huir como sus padres a la Hispania cristiana, abandonando su patrimonio a sus espaldas y convertido en un pordiosero. ¿No era más inteligente trasladarse ahora a Toledo con todas sus riquezas y esplendor?

Porque sólo con que él se lo propusiera, gozaría en Toledo del mismo respeto que en Sevilla. Se le había ya insinuado veladamente la posibilidad de que se le otorgaría el cargo de Ibn Schoschan, el ministro de finanzas judío que había fallecido tres años atrás. No cabía la menor duda: aunque volviera abiertamente a la fe judía, en Toledo podría conseguir cualquier cargo que deseara.

A través de una grieta del muro, el castellano miró al interior del patio. Hacía casi dos horas que el extranjero estaba allí; ¿qué veía en aquellos muros derruidos? El hereje seguía allí sentado, como si estuviera en su casa, como si quisiera quedarse allí para siempre. Los acompañantes del extranjero, que lo esperaban en el patio exterior, habían contado que en su casa de Sevilla tenía quince caballos de raza y ochenta servidores, entre los cuales había treinta negros. Eran ricos y opulentos aquellos extranjeros. Pero aunque la última vez, el rey, nuestro señor, había sufrido una derrota, llegaría el momento en que la Santísima Virgen y Santiago se apiadarían y conseguirían acabar con ellos, con los musulmanes, y arrebatarles sus tesoros.

El extranjero no acababa de decidirse a marcharse.

Sí, el comerciante Ibrahim de Sevilla seguía sentado, perdido en sus ensoñaciones. Nunca en su vida había tenido que tomar una decisión tan arriesgada, porque en los tiempos en que los africanos invadieron al-Andalus y él se convirtió al islam, todavía no había cumplido los trece años y por lo tanto, no era responsable ante Dios ni ante los hombres: la familia había decidido por él. Pero ahora era él quien debía tomar la decisión.

Sevilla resplandecía magnífica en su madurez y plenitud. Pero su madurez era excesiva, decía su viejo amigo Musa; el sol del islam occidental había pasado ya el punto más alto de su arco, iba hacia su caída. En cambio la Hispania cristiana estaba en los inicios, estaba iniciando su ascensión. Todo aquí era primitivo. Hablan destruido lo que el islam había construido y lo habían remendado para salir del paso. La agricultura era pobre, anticuada; el comercio rudimentario. El reino estaba despoblado, y los que lo habitaban conocían el oficio de la guerra pero no las obras de la paz. Él, Ibrahim, haría que vinieran a instalarse aquí gentes que hubieran aprendido a producir que supieran cómo sacar a la luz todo aquello que la tierra escondía sin dar provecho a nadie.

Seria trabajoso volver a insuflar espíritu y vida a esta Castilla derruida, cuya economía estaba por los suelos. Pero precisamente eso era lo más atractivo.

Evidentemente, necesitaba tiempo, largos e ininterrumpidos años de paz.

Y de pronto lo vio con claridad: era la llamada de Dios que ya había escuchado quince meses atrás cuando Don Alfonso, tras la derrota, solicitó una tregua al emir de Sevilla. El belicoso Alfonso había estado dispuesto a diversas concesiones: la cesión de territorios y una elevada indemnización de guerra, pero no había querido aceptar la condición del emir, según la cual la tregua tenía que durar ocho años. Pero él, Ibrahim, había instado y persuadido a su amigo el emir para que insistiera en este punto, convenciéndolo para que, por este mismo motivo, se conformara con territorios cada vez menores e indemnizaciones cada vez más bajas. Y por fin se había conseguido: se había firmado y sellado una tregua de ocho buenos y largos años. Sí, Dios mismo lo había movido a actuar y le había ordenado: ¡Lucha por la paz, no cedas, lucha por la paz!

Y aquella misma llamada interior lo había traído hasta aquí, a Toledo. Si llegara una nueva Guerra Santa —y llegaría—, el pendenciero Don Alfonso se vería tentado a romper la tregua con Sevilla. Pero entonces, él, Ibrahim, estaría presente y convencería al rey por medio de astucias, amenazas y palabras sensatas, y aunque no pudiera impedir que Alfonso se complicara en la guerra, podría retrasar su participación en ella.

Y para los judíos seria una bendición que, cuando se declarara la guerra, Ibrahim formara parte de los consejeros del rey Como siempre, los judíos serian los primeros sobre quienes caerían los cruzados, pero él extendería su mano protectora sobre ellos.

Porque él era su hermano.

El comerciante Ibrahim de Sevilla no era un mentiroso, aunque se llamara islamita a sí mismo. Él honraba a Alá y al Profeta, disfrutaba de la poesía y la ciencia árabes, Las costumbres de los musulmanes se habían convertido para él en un agradable hábito; de modo automático ejecutaba cinco veces al día las abluciones prescritas, se arrojaba al suelo cinco veces en dirección a La Meca para pronunciar las plegarias, y cuando se encontraba ante una gran decisión o antes de un importante negocio, llevado de una necesidad interna, acudía a Alá y pronunciaba la primera azora del Corán. Pero cuando en el Sabbath se reunía con otros judíos de Sevilla en las estancias inferiores de su casa, en su oculta sinagoga, para honrar al Dios de Israel y leer el Gran Libro, entonces su corazón se llenaba de una alegre paz. Sabía que ésta era su fe más profunda, y por medio de esta confesión a la más auténtica de las verdades se purificaba de las verdades a medias de la semana.

Era Adonai, el antiguo Dios de sus padres, quien había encendido en su corazón el deseo amargo y dichoso de volver a Toledo.

Ya una vez, en aquellos tiempos en que la gran desgracia cayó sobre los judíos de al-Andalus, un Ibn Esra, su tío Jehuda Ibn Esra, había podido prestar una gran ayuda a su pueblo desde Castilla. Aquel Jehuda, general del Alfonso que reinaba entonces, el séptimo, había resistido a los musulmanes en la fortaleza fronteriza de Calatrava y permitido la huida y la salvación a miles, a decenas de miles de judíos oprimidos. Ahora sería él, a quien hasta el momento todos conocían como el comerciante Ibrahim, quien tendría una misión semejante. Regresaría a sus raíces en esta casa.

Su rápida y viva fantasía le mostró la casa tal y como sería: la fuente volvía a brotar, el patio florecía en silencio y en la penumbra, las deshabitadas estancias de la casa bullían de vida, sus pies caminaban sobre gruesas alfombras en lugar de pisar el poco hospitalario suelo de piedra, en las paredes podían verse inscripciones hebreas y árabes, versículos del Gran Libro y versos de los poetas musulmanes, y por todas partes correría el agua refrescante y mansa, dando a los sueños y pensamientos su cadencia y su ritmo.

Así sería la casa, y él iba a tomar posesión de ella como quien era: Jehuda Ibn Esra.

Sin tener que esforzarse en recordarlos, le vinieron a la memoria los versículos de la bendición que adornarían su casa, versículos del Gran Libro de los antepasados que a partir de ahora sustituiría al Corán. «Caerán las montañas y se hundirán las colinas, pero mi bendición no se apartará de ti, y mi alianza contigo permanecerá siempre».

Una sonrisa hueca y feliz inundó su rostro. Con los ojos del espíritu vio los solemnes versículos de la promesa divina a lo largo del friso, en negro, azul, rojo y oro, adornando las paredes de su dormitorio; se grabarían en su corazón por la noche antes de que conciliara el sueño y le saludarían por las mañanas cuando despertara.

Se levantó y estiró los miembros. Viviría allí en Toledo, en la antigua casa de sus padres una vez renovada; infundiría nuevo aliento a la pobre y miserable Castilla; contribuiría a que la paz se mantuviera y a conseguir un refugio para el amenazado pueblo de Israel.

Manrique de Lara, el Primer Ministro, expuso a Don Alfonso los contratos que se habían acordado con el comerciante Ibrahim de Sevilla y que ahora sólo requerían ser firmados. La reina se encontraba presente durante su exposición. Desde tiempo inmemorial, las reinas de la Hispania cristiana compartían el poder y tenían el privilegio de participar en los asuntos de Estado.

Los tres documentos en los que se recogían los acuerdos, en lengua árabe, se encontraban sobre la mesa. Eran contratos muy detallados, y Don Manrique necesitó mucho tiempo para exponer los detalles.

El rey sólo escuchaba a medias. Doña Leonor y su Primer Ministro habían tenido que insistir mucho antes de que se dejara convencer para que tomara al hereje a su servicio, ya que éste era el principal culpable de la dureza del tratado de paz que él, quince meses atrás, se había visto obligado a firmar.

¡Aquel tratado de paz! Sus señores le habían convencido de que era ventajoso. Don Alfonso no había tenido que entregar, como había temido, la fortaleza de Alarcos, la amada ciudad que él había conquistado al enemigo en su primera batalla, añadiéndola a sus posesiones, y tampoco la suma que se había fijado para la indemnización de guerra había sido excesiva. Pero ¡ocho años de tregua! El joven e impetuoso rey, soldado de la cabeza a los pies, no sabía de dónde sacaría la paciencia para tolerar que los herejes se vanagloriaran de su victoria durante ocho largos e interminables años. ¡Y precisamente con el hombre que le había impuesto aquel humillante acuerdo debía firmar ahora un segundo acuerdo, que podía tener graves consecuencias! ¡A partir de ahora tendría que soportar la presencia de aquel hombre y escuchar sus sospechosas proposiciones! Por otro lado, le parecían convincentes los motivos que su astuta reina y su fiel amigo Manrique habían aducido: desde la muerte de Ibn Schoschan, un hebreo bueno y rico, había sido cada vez más difícil obtener dinero de los grandes comerciantes y banqueros de todo el mundo, y no había nadie, aparte de Ibrahim de Sevilla, que pudiera ayudarlo en sus problemas financieros.

Pensativo, mientras escuchaba descuidadamente a Manrique, observó a Doña Leonor.

No era frecuente verla en el castillo de Toledo. Había nacido en el ducado de Aquitania, en el templado sur de Francia, donde las costumbres eran cortesanas y elegantes, y la vida en Toledo, a pesar de que la ciudad ya llevaba cien años en manos de los reyes de Castilla, le parecía todavía grosera como en un campamento militar. Y aunque ella comprendía que Don Alfonso pasara la mayor parte del tiempo en la capital de su reino, cerca de su eterno enemigo, ella prefería tener su corte en el norte de Castilla, en Burgos, cerca de su país natal.

Alfonso, sin haber hablado de esto con nadie, sabía exactamente por qué Doña Leonor había venido a Toledo esta vez: Con toda seguridad lo había hecho a ruegos de Don Manrique. Su ministro y apreciado amigo había supuesto probablemente que sin su ayuda no habría podido convencerlo de que aceptara al hereje como canciller. Pero él había comprendido rápidamente esa necesidad y lo habría hecho también sin que Doña Leonor lo convenciera. Pero se alegraba de haber aplazado tanto la decisión porque le gustaba tener a Doña Leonor cerca de él.

Con qué cuidado se había vestido ella. Y sólo se trataba de una exposición del buen Manrique. Ponía siempre gran empeño en tener un aspecto atractivo y al mismo tiempo principesco. A él esto le hacía gracia, pero le gustaba. Ella era todavía una niña cuando quince años atrás abandonó la corte de su padre, Enrique, rey de Inglaterra, para serle entregada por esposa; pero durante todos aquellos años había conservado el gusto por lo cortesano y la elegancia de su país de origen en su pobre y severa Castilla, donde como consecuencia de las eternas guerras quedaba poco tiempo para las actividades cortesanas.

Con un aspecto todavía infantil a pesar de sus veintinueve años, allí estaba con su vestido pesado y lujoso. Aunque no era de elevada estatura, tenía un aspecto magnífico con la diadema que sujetaba su pelo abundante y rubio. Bajo la alta y noble frente, la mirada de sus grandes e inteligentes ojos verdes parecía quizás fría y escrutadora, pero una ligera e indeterminada sonrisa daba a su rostro tranquilo calidez y simpatía.

Podía muy bien estar riéndose de él su querida Doña Leonor. Dios le había concedido inteligencia, y comprendía tan bien como ella y como su padre, el rey inglés, que en aquellos momentos la economía de su reino era tan importante como los asuntos militares. Pero los astutos y sinuosos caminos, aunque fueran más seguros que la espada para alcanzar el objetivo, le resultaban demasiado lentos y aburridos. Era un soldado, no un calculador, un soldado y nada más que soldado. Y esto era bueno en una época en la que Dios había ordenado a los príncipes de la cristiandad luchar incansablemente contra los herejes.

También Doña Leonor dejaba vagar sus pensamientos. Veía en el rostro de su Alfonso las contradicciones que había en su interior; cómo comprendía y se sometía, y cómo rechinaba los dientes y se rebelaba. No era un hombre de Estado; nadie lo sabía mejor que ella, la hija de un rey y de una reina cuya política astuta y sagaz mantenía al mundo en vilo desde hacía decenios. Era sensato cuando quería, pero su temperamento impetuoso desbordaba una y otra vez los muros de su sensatez. Y precisamente por esta energía salvaje y divertida le amaba.

—Ya ves, mi señor, y tú, Doña Leonor —resumía ahora Don Manrique—, que no ha renunciado a ninguna de sus condiciones. Pero también ofrece más de lo que cualquiera podría dar.

Don Alfonso dijo enfadado:

—¡Y también se queda con el castillo! ¡Como alboroque!

Alboroque era el nombre que recibía el acostumbrado obsequio de courtoisie que acompañaba el cierre de un contrato.

—No, mi señor —contestó Don Manrique—, perdona que olvidara mencionarlo. No quiere que el castillo le sea regalado. Quiere comprarlo. Por mil maravedíes de oro.

Se trataba de una suma inmensa, mucho más de lo que la vieja ruina valía. Aquella largueza, aquella generosidad, correspondía a un gran señor; pero si la ejercía el comerciante Ibrahim de Sevilla, ¿no era acaso una insolencia? Alfonso se levantó, yendo de un lado para otro.

Doña Leonor lo contemplaba. Ibrahim iba a tener sus dificultades en complacer a su Alfonso. Él era un caballero, un caballero castellano. ¡Qué buen aspecto tenía! Era un auténtico hombre y a pesar de sus treinta años, todavía era un muchacho. Leonor había pasado parte de su infancia en el castillo de Domfront; en él había una figura tallada en madera que representaba a San Jorge, alto, joven y amenazador, que protegía poderoso el castillo, y el rostro inteligente, decidido y algo enjuto de su Alfonso le recordaba el rostro de la estatua. Lo amaba todo en él, el pelo de un rubio rojizo, la corta barba, afeitada directamente alrededor de los labios de modo que su larga y delgada boca destacaba claramente. Pero lo que más amaba eran sus ojos grises y duros que lanzaban claros destellos tormentosos cuando algo lo agitaba. También ahora sucedía esto.

—Pide sólo una gracia —continuaba Manrique—. Solicita ser recibido por tu majestad para recibir de tus manos los documentos y la firma. Su emir —explicó Manrique— le nombró caballero, y da gran importancia a la dignidad. Recuerda, Don Alfonso, que en los países de los herejes el comerciante es tan respetado como el guerrero, ya que su Profeta fue un comerciante.

Alfonso se rió, sintiéndose de pronto de buen humor; cuando se reía tenía un aspecto radiante y juvenil.

—¿Pero no tendré que hablar en hebreo con él?

—Su latín se entiende perfectamente —respondió Manrique con imparcialidad—, y también había castellano satisfactoriamente.

Don Alfonso, de nuevo sin transición, se puso serio.

—No tengo nada en contra de un alfaquí judío —dijo—, pero convertir a vuestro judío en Escribano Mayor me repugna, debéis comprenderlo.

Don Manrique tuvo que explicar de nuevo al rey lo que ya le había expuesto repetidamente en las últimas semanas:

—Durante un siglo hemos tenido que dedicarnos a la guerra y a la conquista, no hemos tenido tiempo para ocuparnos de la economía. Los musulmanes dispusieron de ese tiempo. Si queremos competir con ellos, necesitamos la astucia de los judíos, su elocuencia y sus relaciones comerciales. Es una suerte para los príncipes cristianos que los musulmanes de al-Andalus expulsaran a sus judíos. Ahora tu tío de Aragón tiene a su servicio a Don Joseph Ibn Esra, y el rey de Navarra a Ben Serach.

—También mi padre —añadió Doña Leonor— tiene a su servicio a Aarón de Lincoln. De vez en cuando lo encierra en el calabozo, pero siempre lo vuelve a sacar y le concede tierras y honores.

Don Manrique concluyó:

—Las cosas irían mejor a Castilla si nuestro judío Ibn Schoschan no hubiera muerto.

Don Alfonso frunció el ceño. La amonestación lo puso de mal humor. Había querido emprender la batalla contra el emir de Sevilla, que había acabado en un desastre, cuatro años antes, y fue el viejo Ibn Schoschan quien lo había detenido. Por lo visto, ahora debía colocar en su lugar a ese Ibrahim de Sevilla, así lo deseaban Doña Leonor y Manrique, para que le impidiera tomar decisiones precipitadas. Quizás por esto, más que por motivos económicos, lo habían instado con tanta persistencia a aceptar al judío. Lo consideraban, a él, a Alfonso, demasiado impulsivo, demasiado belicoso, no creían que él fuera capaz de poseer la astuta y aburrida paciencia que un rey debía tener en estos tiempos de mercachifles.

—¡Y encima están escritos en árabe! —dijo malhumorado, golpeando los documentos—. Ni siquiera puedo leer correctamente lo que se supone que debo firmar.

Don Manrique descubrió su argucia: simplemente, quería aplazar la firma.

—Ya que lo ordenas, mi señor —repuso servicial—, haré que escriban de nuevo los contratos en latín.

—Bien —dijo Alfonso—. Y no traigas a mi presencia al judío antes del miércoles.

La audiencia durante la que debían intercambiarse las firmas tuvo lugar en una pequeña estancia del castillo. Doña Leonor había deseado estar presente en el encuentro; también ella sentía curiosidad por conocer al judío.

Don Manrique vestía el traje oficial de ceremonia, llevaba sujeto por una cadena de oro que le rodeaba el cuello el emblema del familiar, del consejero privado del rey, el pectoral con el blasón de Castilla, las tres torres del «reino de los castillos». También Doña Leonor lucía sus galas. Alfonso, por el contrario, iba vestido de cualquier manera, en modo alguno como correspondía a una ceremonia oficial. Llevaba una especie de jubón con mangas anchas y sueltas y un cómodo calzado.

Todos habían esperado que Ibrahim, en presencia de su majestad, cayera de rodillas como era costumbre. Pero todavía no era un súbdito del rey, sino un gran señor del imperio musulmán. También llevaba las vestiduras de la Hispania musulmana y encima el manto azul forrado del dignatario que, con un séquito libre, viaja a la corte de un rey cristiano. Se contentó con saludar con una profunda reverencia a Doña Leonor, a Don Alfonso y a Don Manrique.

La reina fue la primera en hablar.

—La paz sea contigo, Ibrahim de Sevilla —dijo en árabe. Las personas instruidas, también en los reinos cristianos de la Península, hablaban el árabe, además del latín.

La courtoisie ante el huésped habría requerido que también Alfonso se dirigiera a él en árabe, y así lo tenía previsto. Pero la arrogancia del hombre que no se había arrodillado ante él lo impulsó a hablar en latín.

Salve, Domine Ibrahim —lo saludó con un gruñido.

Don Manrique pronunció un par de frases generales, indicando los motivos de la visita del comerciante Ibrahim. Mientras tanto, Doña Leonor, con una sonrisa tranquila y ceremoniosa, mirando al frente como correspondía a una dama, observaba al hombre. Era de estatura mediana, pero su elevado calzado y su porte erguido aunque relajado le hacían parecer más alto. Desde su rostro, de un color tostado mate, rodeado por una corta barba, los ojos tranquilos y almendrados miraban inteligentes y algo arrogantes. De los hombros le caía largo y bien cortado el manto azul del dignatario. Doña Leonor contempló con envidia la rica tela. Era difícil conseguir esas telas en el mundo cristiano. Pero una vez que ese hombre estuviera a su servicio, quizás podría obtenerlas, y también ciertos perfumes, casi milagrosos, de los que ella había oído hablar mucho.

El rey se había instalado sobre una tumbona, una especie de sofá. Allí estaba, sentado, medio echado, en una postura ostentosamente relajada.

—Sólo espero —dijo después de que Don Manrique terminara de hablar— que tengas preparados a tiempo los veinte mil maravedíes de oro que te obligas a pagar.

—Veinte mil maravedíes de oro son mucho dinero —respondió Ibrahim—, y cinco meses es poco tiempo. Pero podrás disponer del dinero dentro de cinco meses, mi señor siempre y cuando los poderes que me otorga el contrato no sean sólo ciertos sobre el pergamino.

—Tus dudas son comprensibles, Ibrahim de Sevilla —dijo el rey—. Son poderes nunca oídos los que te has reservado. Mis señores me han explicado que quieres poner tu mano sobre todo lo que la gracia de Dios me ha otorgado, sobre mis impuestos, mis fondos públicos, mis fronteras, y también sobre mis minas de hierro y de sal. Pareces un hombre insaciable, Ibrahim de Sevilla.

El comerciante contestó tranquilamente:

—Soy difícil de saciar porque tengo que saciarte a ti, mi señor. El que está hambriento eres tú. Soy yo quien paga primero los veinte mil maravedíes de oro. Todavía no hay certeza sobre el importe de los fondos que se obtendrán, de los cuales me pertenece una pequeña comisión. Tus grandes y ricos-hombres son señores difíciles y violentos. Perdona a este comerciante, señora —dijo dirigiéndose con una profunda reverencia a Doña Leonor, y continuó hablando en árabe—, si en tu presencia, clara como la luna, hablo de cosas tan prosaicas y aburridas.

Don Alfonso reconoció:

—Habría juzgado más adecuado que te hubieras contentado con ser mi alfaquí como mi judío Ibn Schoschan. Fue un buen judío y lamento su fallecimiento.

—Me honra mucho, mi señor —respondió Ibrahim—, que me confíes el cargo de sucesor de este hombre inteligente y eficaz. Pero si debo servirte, como es mi ardiente deseo, no puedo contentarme con los poderes del noble Ibn Schoschan, Alá le otorgue las alegrías del paraíso.

El rey, como si el otro no hubiera dicho nada, y pasando ahora al lenguaje popular, al latín vulgar; al castellano, siguió hablando:

—Pero considero improcedente, por decirlo con suavidad, que hayas exigido llevar mi sello.

—No puedo recaudar tus impuestos, mi señor —contestó tranquilo el comerciante en un castellano lento y con cierto esfuerzo—, si sólo soy tu alfaquí. Tuve que exigir ser tu Escribano. Porque si no puedo utilizar tu sello, tus grandes no me obedecerán.

—Tu voz y la elección de tus palabras —respondió Don Alfonso— es comedida como corresponde. Pero no me engañas. He de decirte que lo que dices es muy arrogante —y utilizó una fuerte palabra del latín vulgar—. Eres desvergonzado.

Manrique intervino rápidamente:

—El rey considera que conoces tu valor.

—Sí —dijo con su clara y agradable voz en un latín muy bueno Doña Leonor—, exactamente esto es lo que quiere decir el rey.

De nuevo se inclinó profundamente el comerciante, primero ante Leonor después ante Alfonso.

—Conozco mi valor —dijo—, y conozco el valor de los impuestos reales. No me malinterpretéis —añadió— ni tú señora, ni tú gran y poderoso rey, ni tú noble Don Manrique. Dios ha bendecido esta hermosa tierra de Castilla con muchos tesoros y con posibilidades casi ilimitadas. Pero las guerras que Vuestra Majestad y vuestros antepasados tuvieron que emprender no os han concedido el tiempo necesario para sacar provecho de esta bendición. Ahora, mi señor, has decidido dar a tus tierras ocho años de paz. ¡Cuántas riquezas podrán extraerse de tus montañas y dé tu fructífero suelo y de tus ríos en el transcurso de estos ocho años! Conozco hombres que podrán enseñar a tus siervos a enriquecer sus campos y a multiplicar sus ganados. Y veo el hierro que crece en las entrañas de tus montañas, hierro de gran calidad en cantidades infinitas. Veo cobre, lapislázuli, mercurio, plata, y conseguiré manos diestras que puedan extraerlos de la tierra, prepararlos y mezclarlos, alearlos y forjarlos. Traeré gentes de los países islámicos, mi señor que hagan tus armerías equiparables a las de Sevilla y Córdoba. Y existe un material, del cual en estos reinos del norte apenas habéis oído hablar llamado papel, sobre el cual es más fácil escribir que sobre el pergamino, y que, una vez conocido el secreto de su fabricación, resulta quince veces más barato que el pergamino, y junto a tu río Tajo hay todo lo que se necesita para elaborar este material. Y entonces la sabiduría, los pensamientos y la poesía se enriquecerán y se harán más profundas en vuestras tierras, mi señor y mi señora.

Habló con énfasis y convicción, dirigiendo su mirada brillante y ligeramente apremiante, ora al rey ora a Doña Leonor y ellos escuchaban interesados, casi conmovidos, a aquel hombre elocuente. Don Alfonso juzgó lo que Ibrahim exponía un poco ridículo, incluso sospechoso; las riquezas no se conseguían con esfuerzo y sudor sino que se conquistaban con la espada. Pero Alfonso tenía fantasía. Veía los tesoros y todo aquel florecimiento que el hombre ponía ante sus ojos. Una amplia y alegre sonrisa cubrió su rostro, de nuevo parecía muy joven, y Doña Leonor lo encontró absolutamente digno de ser amado.

El rey tomó la palabra y reconoció.

—Hablas bien, Ibrahim de Sevilla, y quizás podrás hacer realidad parte de lo que estás prometiendo. Pareces un hombre sabio y entendido.

Pero como si lamentara haberse dejado arrastrar por toda aquella palabrería, a manifestar un reconocimiento semejante, cambió de pronto el tono y dijo burlón y malicioso:

—He oído que has pagado un alto precio por mi castillo, el antiguo castillo de Castro. ¿Tienes una familia numerosa para necesitar una casa tan grande?

—Tengo un hijo y una hija —respondió el comerciante—, pero me gusta tener a mis amigos a mi alrededor para que me aconsejen y conversar con ellos. También hay muchos que solicitan mi ayuda, y es agradable a los ojos de Dios no negar refugio a los que necesitan protección.

—No reparas en gastos —dijo el rey— para servir a tu Dios. Habría preferido darte el castillo de modo vitalicio sin que tuvieras que pagarme nada, como alboroque.

—La casa —respondió respetuoso el comerciante— no siempre se llamó castillo de Castro. Antes se llamaba Kasr Ibn Esra, y por eso tenía tanto interés en poseerla. Tus consejeros, mi señor te habrán dicho que, a pesar de mi nombre árabe, soy miembro de la familia Ibn Esra, y nosotros, los Ibn Esra, no nos sentimos a gusto en casas que no nos pertenecen. No fue la insolencia, mi señor —continuó, y su voz sonó ahora confiada, respetuosa y amable—, la que me movió a solicitar otro alboroque.

Doña Leonor asombrada, preguntó:

—¿Otro alboroque?

—El señor Escribano Mayor —informó Don Manrique— ha solicitado y obtenido de nosotros el derecho a que diariamente se le entregue para su cocina un cordero de los rebaños que forman parte de los bienes reales.

—Doy gran importancia a este privilegio —explicó Ibrahim, dirigiéndose al rey— porque vuestro abuelo, el augusto emperador Alfonso, había otorgado uno similar a mi tío. Cuando me traslade a Toledo y entre a vuestro servicio me convertiré de nuevo ante todo el mundo a la fe de mis padres, renunciaré al nombre de Ibrahim y me llamaré de nuevo Jehuda Ibn Esra, como aquel tío mío que conservó para vuestro abuelo la fortaleza de Calatrava. Permitidme, mi señor y mi señora, pronunciar abiertamente unas palabras, quizás imprudentes: Si pudiera hacer esto en Sevilla, no abandonaría mi hermosa patria.

—Nos alegramos de que estimes nuestra indulgencia —dijo Doña Leonor. Pero Alfonso preguntó sin ambages:

—¿Y tendrás dificultades cuando abandones Sevilla?

—Cuando liquide mis negocios allí —respondió Jehuda—, sufriré pérdidas, pero no temo otra clase de dificultades. Dios me ha bendecido y ha hecho que el corazón del emir se sienta inclinado hacia mi. Es un hombre de entendimiento claro y liberal, y, si de él dependiera, podría confesar también en Sevilla la fe de mis padres. Comprenderá mis razones y no me pondrá impedimentos.

Alfonso contempló a aquel hombre, de pie ante él en una actitud cortés y leal, que, al mismo tiempo, le hablaba con una franqueza insolente. El hombre le parecía endiabladamente astuto y no menos peligroso. Si traicionaba a su amigo el emir ¿iba a serle fiel a él, al extranjero, al cristiano? Jehuda, como si hubiera adivinado sus pensamientos, dijo de un modo casi festivo:

—Naturalmente, una vez que haya abandonado Sevilla, nunca podré regresar; ya ves, mi señor que si no te sirvo bien, estaré en tus manos.

Don Alfonso, con brevedad, casi con aspereza, dijo:

—Firmaré ahora.

Antes acostumbraba escribir su nombre en latín Alfonsus Rex Castiliae o Ego Rex; pero en los últimos tiempos, cada vez con mayor frecuencia, lo hacía en la lengua del pueblo, en latín vulgar, en romance, en castellano.

—Supongo que te bastará —dijo despreciativo— si sólo pongo «Yo, el rey».

Jehuda repuso divertido:

—Vuestra rúbrica me bastaría, mi señor.

Don Manrique ofreció a Alfonso la pluma. El rey firmó con rostro impenetrable los tres documentos, con rapidez y altanería, como si iniciara una aventura desagradable pero inevitable. Jehuda contemplaba la escena. Se sentía muy satisfecho de lo que había alcanzado y lleno de una alegre expectación frente al futuro. Se sentía agradecido al destino, a su Dios Alá y a su Dios Adonai. Percibía cómo la parte islámica de su ser se hacía menor en él y cómo de un modo inapreciable brotaban en su interior las palabras de bendición que debía pronunciar de niño cuando alcanzaba algo nuevo: Alabado seas tú, Adonai, nuestro Dios, que me has permitido alcanzar conquistar y vivir este día.

Después firmó también él los documentos y luego los ofreció al rey respetuosamente, pero no sin una ligera y pícara expectación. Alfonso se quedó sorprendido cuando vio la firma, levantó las cejas y frunció el ceño: la formaban extraños caracteres.

—¿Qué significa esto? —gritó—. ¡Esto no es árabe!

—Me he permitido, mi señor —explicó amablemente Jehuda—, firmar en hebreo —y añadió respetuosamente—: Mi tío, a quien vuestro augusto abuelo otorgó la gracia de poder ostentar el título de príncipe, firmó siempre y sólo en hebreo: Jehuda Ibn Esra Ha-Nassi, el príncipe.

Alfonso se encogió de hombros y se volvió a Doña Leonor; evidentemente, consideraba la audiencia por terminada.

Pero Jehuda estaba diciendo:

—Os ruego la gracia del guante.

Pero el guante era el símbolo de una misión importante que un caballero encomendaba a otro caballero; el guante, una vez cumplida felizmente esta misión, debía ser devuelto.

Alfonso creyó que durante aquella hora había soportado ya bastantes insolencias y se dispuso a contestar con dureza, pero la advertencia en la mirada de Doña Leonor lo detuvo. Dijo:

—Bien.

Y fue entonces cuando Jehuda se arrodilló y Alfonso le entregó el guante.

Mientras tanto, como si se avergonzara de lo que estaba sucediendo y quisiera devolver a la relación que le unía con el otro su verdadero sentido, un simple negocio, dijo:

—Y ahora consígueme pronto los veinte mil maravedies.

Pero Doña Leonor dirigiendo con cierta picardía la mirada de sus grandes y verdes ojos escrutadores a Jehuda, dijo con su clara voz:

—Nos alegramos de haberte conocido, señor Escribano.

Antes de que Jehuda abandonara la ciudad de Toledo para liquidar sus negocios en Sevilla, visitó a Don Efraim Bar Abba, el jefe de la comunidad judía, de la aljama.

Don Efraim era un hombre enjuto, de pequeña estatura, de unos sesenta años, de aspecto y ropas poco llamativas; nadie le habría atribuido el poder que en realidad tenía. Porque el jefe de la comunidad judía de Toledo era equiparable a los príncipes. La comunidad judía, la aljama, tenía su propia administración de justicia, ninguna autoridad podía inmiscuirse y no estaba sometida a nadie, sólo a su Párnas Don Efraim y al rey.

Don Efraim se hallaba sentado, menudo y friolero, en la estancia rebosante de muebles y libros. A pesar de que el tiempo empezaba a ser cálido, se tapaba con una piel y tenía el brasero ante si. Estaba bien informado acerca de lo sucedido en el castillo del rey y a pesar de que el cargo del comerciante Ibrahim sólo se daría a conocer cuando se hubiera trasladado definitivamente a Toledo, Efraim sabía que aquel hombre de Sevilla había asumido el arrendamiento de los impuestos generales y la sucesión del alfaquí Ibn Schoschan. Anteriormente le habían ofrecido a él el arrendamiento y el cargo, pero el negocio le pareció demasiado arriesgado, y la posición del alfaquí, precisamente debido a su esplendor demasiado peligrosa. Conocía la historia del comerciante Ibrahim, sabía que era judío en secreto y comprendía los motivos internos y externos que habían podido inducirlo a trasladarse a Castilla. Efraim había hecho más de una vez grandes negocios en colaboración con él, y también más de una vez grandes negocios en su perjuicio, y le resultaba desagradable que este ambiguo descendiente de la estirpe Ibn Esra trasladara la sede principal de sus negocios a su ciudad de Toledo.

Allí estaba sentado Efraim, rascándose la palma de la mano con las uñas de la otra, dispuesto a escuchar lo que su huésped quisiera comunicarle. Don Jehuda mantuvo la conversación en hebreo, en un hebreo culto y muy escogido. Comunicó enseguida a Efraim que había arrendado los ingresos del tesoro real de Toledo y de Castilla.

—He oído decir que tú rechazaste la oferta del arriendo general —dijo amigable.

—Si —contestó Don Efraim—, sopesé, calculé y lo rechacé. También rechacé suceder a nuestro alfaquí Ibn Schoschan, bendita sea la memoria del justo. Este cargo me parece demasiado brillante para un hombre modesto.

—Yo lo he aceptado —dijo sencillamente Don Jehuda. Don Efraim se levantó y se inclinó.

—Tu servidor te desea suerte, señor alfaquí —dijo, y puesto que Jehuda contestó con una ligera y silenciosa sonrisa, continuó:

—¿O debo decir señor Alfaquí Mayor?

—Su Majestad, el rey —dijo Don Jehuda, reprimiendo con esfuerzo su triunfo—, se ha dignado elevarme a la dignidad de uno de sus familiares. Sí, Don Efraim, seré uno de los cuatro consejeros y me sentaré en la curia. Administraré los negocios del rey nuestro señor en calidad de su Escribano Mayor.

Don Efraim escuchó esta noticia con un sentimiento en el que se mezclaban la admiración y el desprecio, la alegría y el desagrado. Pensó: ¿Qué debe haber pagado por ello este jugador temerario? Y también: ¿Adónde conducirá su arrogancia a este insensato? Y: ¡Que el Todopoderoso no permita que la desgracia de este hombre caiga sobre Israel!

Don Efraim era extraordinariamente rico. Los rumores hablaban de las inmensas riquezas del comerciante Ibrahim de Sevilla, pero Don Efraim estaba convencido de que él no le iba a la zaga, en cuanto a bienes, a aquel renegado orgulloso. Él, Efraim, escondía sus riquezas y no llamaba la atención. Por el contrario, a Ibrahim de Sevilla, un verdadero Ibn Esra, siempre le había gustado que se hablara de él y de sus riquezas. ¿Qué iba a hacer ahora este hombre dotado, capcioso y peligroso después de colocarse desvergonzadamente en la cúspide de Toledo, provocando a Dios?

Con cautela, dijo Efraim:

—La aljama siempre mantuvo buenas relaciones con Schoschan.

—¿Tienes miedo, Don Efraim? —respondió amigablemente Don Jehuda—. ¡No tengas miedo! Nada más lejos de mi intención que agraviar a la comunidad de Toledo o presionarla. Voy a ser uno de sus miembros. Para decirte esto es para lo que he venido. Tú sabes que en mi corazón siempre he considerado la fe de los hijos de Agar un brote semiverdadero de nuestra vieja fe. En cuanto tome posesión de mi cargo volveré a la alianza de Abraham y llevaré ante todo el mundo el nombre que mis padres me dieron: Jehuda Ibn Esra.

Don Efraim se esforzó en parecer agradablemente sorprendido pero su preocupación se hizo todavía mayor. Igual que él, también su aljama debía procurar no llamar la atención. En estos tiempos en los que amenazaba una nueva cruzada, que con toda seguridad tendría como consecuencia nuevas persecuciones contra los judíos, esta discreción se hacía doblemente necesaria. Y he aquí que este hombre, Ibrahim de Sevilla, atraería con su ascensión las miradas de todo el mundo sobre la judería de Toledo. Los Ibn Esra siempre habían sido jactanciosos. Alardeaban como los charlatanes de las ferias anuales. Por lo menos, hasta el momento sólo se habían instalado en Zaragoza, Logroño y Toulouse, y la Toledo de Efraim se había visto libre de ellos. Y ahora tenía que inclinar la cabeza ante el más ostentoso y peligroso de todos ellos.

El piadoso y extraordinariamente astuto Don Efraim no quería ser injusto. Los Ibn Esra, con su pompa y su fanfarronería, resultaban extraños a su modo de pensar pero no tenía reparos en reconocer que eran la principal familia de Sefarad, del Israel en Hispania, y entre ellos se contaban personas distinguidas, poetas, soldados, grandes comerciantes y diplomáticos, cuyos nombres daban esplendor a Judá y eran conocidos también en el islam y en la cristiandad. Sobre todo en este siglo, habían ayudado con gran generosidad a paliar la represión a la que se veían sometidos los judíos, habían comprado la libertad de miles de ellos librándolos de la esclavitud de los paganos y conseguido para miles de ellos refugio en Sefarad y en la Provenza. Y también el Ibn Esra que se sentaba ante él había sido bendecido con grandes dotes, ya que en circunstancias muy difíciles había conseguido llegar a ser el primer comerciante de Sevilla. Pero a pesar de todo ello, un hombre tan sediento de gloria y tan lleno de pecaminosa y fútil jactancia, ¿no significaba acaso para Israel más un peligro que una bendición?

Todo esto lo pensó Don Efraim en los tres segundos que siguieron a las palabras de Don Jehuda. En el cuarto, dijo respetuoso:

—Que vengas a nosotros, Jehuda, es un gran honor: Dios ha enviado a la aljama de Toledo en el momento adecuado al hombre idóneo para conducirla. Permite que añada una más a tus dignidades poniendo mi cargo en tus manos.

Para sus adentros pensó: «¡Oh Dios, no castigues a Israel con demasiada dureza! Tú has tocado el corazón de este mesumad, de este renegado, para que vuelva a nosotros. No le permitas ostentar demasiada pompa y arrogancia aquí, en tu ciudad de Toledo, y no permitas que por su causa aumente la envidia y el odio de las gentes, de los goyim, contra Israel».

Don Jehuda, mientras tanto, decía:

—No, Don Efraim. ¿Quién podría llevar mejor que tú los negocios de la aljama? Pero me sentiré muy honrado si alguna vez durante el Sabbath me llamáis a leer un fragmento de las Escrituras como a cualquier buen judío. Y hoy mismo, Don Efraim, debes autorizarme para que mejore un poco el destino de vuestros pobres. Permíteme entregarte una pequeña suma, digamos quinientos maravedíes de oro.

Ésta era una ofrenda que la comunidad de Toledo nunca había recibido, y la arrogancia insolente, frívola, facinerosa y pecaminosa de Jehuda horrorizó e indignó a Don Efraim. No, si este hombre andaba por Toledo con su ostentosa pompa, Efraim no podía seguir siendo durante mucho tiempo Párnas de la aljama.

—Piénsalo bien, Don Jehuda —le rogó—, la aljama no debe conformarse, ni lo hará, con un Efraim, si en Toledo hay un Jehuda Ibn Esra.

—No te burles de mí —respondió tranquilamente Jehuda—. Nadie sabe mejor que tú que la aljama no querría tener nunca como guía a un hombre que durante cuarenta años ha permanecido en la fe de los hijos de Agar y que cada día ha confesado cinco veces su fe en Mahoma. Tú mismo no querrás que un Meschummad sea el jefe de la comunidad en Toledo. Reconócelo.

De nuevo sintió Efraim rechazo y admiración. En ningún momento había insinuado con palabra alguna la mancha de Jehuda. Pero aquel hombre hablaba de ello con una sinceridad desvergonzada, incluso con orgullo, con el alocado orgullo de los Ibn Esra.

—No me corresponde a mí juzgarte —dijo.

—Ten en cuenta, mi señor y maestro Efraim —dijo Don Jehuda mirando al otro directamente a la cara—, que los hijos de Agar; desde aquella primera y cruel humillación, no me han hecho ningún mal, más bien fueron benignos conmigo como agua de rosas tibia y me alimentaron con la riqueza de su tierra. Sus costumbres se me hicieron agradable, y aunque mi corazón se rebele, algunas de ellas se han convertido en mí en una segunda piel. Es fácil que suceda que cuando me encuentro enfrentado a una importante decisión, la costumbre haga que mi corazón se dirija al Dios de los musulmanes y que pronuncie las primeras aleyas del Corán. Reconócelo, Don Efraim, si esto llegara a tus oídos, ¿no te sentirías tentado a pronunciar la gran maldición, el cherem, contra mí?

Don Efraim se sentía amargado por el hecho de que el otro adivinara exactamente sus pensamientos. Con toda seguridad, Jehuda, a pesar de su fantástica decisión, era un hereje y un librepensador, y de hecho, por un momento, Efraim se había sentido tentado por la idea de verse en el almemor, el lugar desde donde se proclamaba la Escritura en la sinagoga, pronunciando desde allí la maldición sobre Jehuda mientras sonaba el shofar; el cuerno de carnero. Pero esto eran sólo vanas ensoñaciones. Del mismo modo podría maldecir al gran califa o al rey nuestro señor.

—Ninguna otra estirpe ha hecho tanto por Israel como la familia Ibn Esra —respondió cortésmente cambiando de tema—. También es de todos conocido que tu padre te ordenó renegar de tu fe antes de que cumplieras los trece años.

—¿Has leído el escrito en el que nuestro señor y maestro Mose Ben Maimón defiende a aquellos que han sido obligados a convertirse al profeta Mahoma? —preguntó Jehuda.

—Soy un hombre sencillo —respondió a modo de disculpa Don Efraim— y no me mezclo en las disputas de los rabinos.

—No debes creer Don Efraim —dijo calurosamente Jehuda— que no ha pasado un solo día en el que no haya pensado en nuestros preceptos. En el sótano de mi casa de Sevilla tenía una sinagoga, y en las grandes festividades nos reuníamos los diez y pronunciábamos las oraciones tal y como está prescrito. Me ocuparé de que mi sinagoga en Sevilla se mantenga aunque yo me traslade aquí. El emir Abdullah es generoso y además es mi amigo; mantendrá los ojos cerrados.

—¿Cuándo tienes previsto llegar a Toledo? —se informó Don Efraim.

—Calculo que dentro de tres meses —repuso Jehuda.

—¿Me permites invitarte a ser mi huésped? —le ofreció Efraim—. Aunque mi casa es humilde.

—Te lo agradezco —contestó Jehuda—, ya me he procurado un alojamiento. He comprado al rey, nuestro señor el castillo de Castro. Lo haré remodelar para mí, para mis hijos, mis amigos y mis servidores.

Don Efraim no pudo evitar un profundo estremecimiento de horror.

—Los Castro —le advirtió— son más vengativos y violentos que los demás ricos-hombres. Cuando el rey les quitó la casa, pronunciaron terribles amenazas. Considerarán un insulto sin precedentes el que un judío viva en ella. Piénsalo bien, Don Jehuda, los Castro son muy poderosos y tienen muchos partidarios. Sublevarán a medio reino contra ti y contra todo Israel.

—Te agradezco tu advertencia, Don Efraim —dijo Jehuda—, el Todopoderoso me ha dado un corazón sin miedo.