Capítulo II
TAMBIÉN había acudido a la corte de Burgos el Clerc Godefroi de Leigni para asistir a los esponsales de la infanta Berengaria, en representación de la princesa Marie de Troyes. Godefroi era un íntimo amigo del recientemente fallecido Chrétien de Troyes, el más famoso de los conteurs, y allá donde Godefroi aparecía, los caballeros y las damas le rogaban que recitara algunas de las narraciones en verso de su difunto amigo.
El gran poeta Chrétien de Troyes había escrito un gran número de hermosas, sorprendentes y ambiguas romanzas en verso. Había relatado el sensato destino, multicolor y fabuloso, de Guillermo de Inglaterra, el oscuro y magnífico embrujo amoroso de Tristán e Isolda, las maravillosas aventuras del caballero Yvain en castillos llenos de misterio, los viajes y preocupaciones del fiel y aprensivo joven Perceval, pero, más que ninguna de estas romanzas, las damas y los señores preferían escuchar la historia de Chrétien del caballero Lancelote en el carro.
Inútilmente repetía Godefroi que el propio Chrétien no consideraba este poema demasiado bueno y que ni siquiera lo había terminado; Lancelote era la más popular de sus obras, y los caballeros y las damas querían escucharla una y otra vez.
Lo que se cuenta en la historia de Lancelote en el carro es lo siguiente:
Lancelote, el mejor caballero de la cristiandad, ama a la dama Ginebra, y puesto que ésta se encuentra en peligro, se dispone a liberarla. Pierde su caballo y desespera ya de poder dar alcance al secuestrador de la dama. En ese momento se detiene un carro junto a él, el carro para los reos, y su dueño, un repugnante enano, invita a Lancelote, en medio de abundantes, corteses y ridículas reverencias, a subir al carro; sin embargo, no hay mayor insulto para un caballero que ser visto en uno de estos carros.
Lancelote duda dos instantes: ya que si se sube al carro y sigue su camino en él, será víctima de las burlas de la población. Consigue liberar a su dama. Pero ella no le permite aparecer ante su presencia, sino que le ordena ocultar su fuerza y su destreza en el próximo torneo y dejarse vencer. Así lo hace Lancelote, y también deja caer sobre él otros insultos porque su dama así lo ordena. Pero ella permanece inmisericorde y sólo al final le expone el motivo: Él no sabe qué es el verdadero amor puesto que antes de subir al carro dudó durante dos instantes.
Puesto que la reina Ellinor y Doña Leonor pocas veces dejaban de asistir a las representaciones de troubadours y conteurs, la courtoisie exigía que también Don Alfonso estuviera presente a veces. Así fue cómo un día escuchó al Clerc Godefroi leer fragmentos del Lancelote.
En el fondo, a Don Alfonso le aburrían las romanzas en verso. Las aventuras de estos caballeros inventados le parecían absurdas, sus suspiros y ansias amorosas, afectados. Pero esta historia, contra su voluntad, captó su atención. El comportamiento de Lancelote, por más disparatado que fuera, le afectó, le irritó, le obligó a reflexionar, a enfrentarse consigo mismo.
Cuando más tarde, entrada la noche, yacía en su cama, todavía seguía reflexionando. Yacía con los ojos cerrados, demasiado cansado para estar despierto, demasiado despierto para dormirse, y vio al caballero Lancelote en su carro. Pero, de pronto, Lancelote dejó de estar en el carro, se hallaba allí sentado, sobre su cama, sobre la cama de Alfonso.
—¿Qué buscas aquí? —preguntó Alfonso belicoso—, ¿acaso supones que tenemos algo que ver?
Lancelote asintió con fuerza.
—¡Esto no lo consiento! —le gritó Alfonso—. ¡No soy tu hermano y compañero!
Lancelote no contestó nada, pero siguió mirando a Alfonso, y este supo qué le estaba diciendo con su silencio.
—Ciertamente, eres mi hermano y mi compañero —dijo—, eques ad fomacem, el caballero sentado junto al fuego.
Alfonso quiso contestar con fuerza, exponer todos aquellos ineludibles motivos políticos y militares que le habían obligado a permanecer alejado de la cruzada. Pero, de golpe, lo vio todo con dolorosa claridad. Todo había sido pura apariencia y falsedad. Había un solo motivo verdadero por el que no había emprendido la lucha: se había querido quedar junto a Raquel. Era el hermano y compañero de Lancelote, había atraído sobre sí los insultos, se había engañado.
Sintió una profunda vergüenza.
Inmediatamente después, con un dulce sobresalto, sintió cómo ese calor se convertía en otro, en uno que le resultaba familiar un calor maldito y bien recibido. Vivamente, aspiró el pesado aroma de los jardines de La Galiana, sus venas latieron, la sangre corría por su cuerpo produciéndole un dulce cosquilleo, sentía en él, dulce y delicado, el amado veneno de Raquel.
Intentó librarse de aquello. Respiró profundamente, apartó a golpes, con un pataleo infantil, los edredones. Aquel Lancelote no iba a burlarse más de él, allí estaba la guerra, y tan pronto estuviera en el campo de batalla, Raquel quedaría atrás para siempre. ¡Absit! ¡Absit!, decidió. Tenía que terminar con ella. Tan pronto como regresara a Toledo, lo primero que haría sería hacer bautizar a su hijo y después se marcharía a la frontera sur; a Calatrava y a Alarcos, y habría terminado con Raquel.
—Entonces no tendré nada más que ver contigo, triste servidor de las mujeres —le dijo violentamente a Lancelote—, y además resultas absolutamente ridículo con tu servil amor.
Pero Lancelote ya había desaparecido.
A pesar del poco favor que Don Alfonso mostraba a los troubadours y conteurs, había uno entre ellos que le gustaba, un barón del Lemosín, Bertrán de Born.
Este Bertrán, a pesar de llamarse a sí mismo vizconde de Hautefort, no era de hecho un gran señor, tan sólo tenía un par de cientos de hombres como vasallos. Pero era famoso por sus osados versos, era impetuoso en su modo de ser, desde su más temprana juventud había fascinado y arrastrado a las gentes. Se decía que en sus tiempos, cuando todavía era apenas un muchacho, había disfrutado de los favores de la floreciente reina Ellinor. Más tarde, siendo señor de sus dos castillos, había participado con la palabra y con la espada en toda contienda que surgiera, sin reflexionar mucho cuál era la mejor causa, y había sabido ganar para su empresa, a mucha gente. Era belicoso e iracundo. Se había enfrentado con su hermano a causa de la repartición de la herencia, y, a pesar de que las exigencias de su hermano eran moderadas, había luchado contra él con versos y con las armas. El rey Enrique, el señor feudal, había intervenido y ayudado al hermano a defender sus derechos. Bertrán, después de esto, azuzó al joven rey Enrique contra su padre por medio de sus versos, hasta que el joven rey halló la muerte al recibir una flecha ante uno de los castillos de Bertrán. Bertrán también había azuzado, además, a los barones del Lemosín para que emprendieran la guerra contra su rey, el viejo Enrique, y también para que lucharan entre ellos; su mano se dirigía contra todos y la mano de todos contra él. Finalmente, el joven Ricardo había reducido a cenizas los castillos de Bertrán y lo había tomado prisionero. Pero pronto se habían reconciliado de nuevo; ahora, Bertrán se disponía a viajar a Sicilia para unirse al ejército de cruzados de Ricardo.
La fama de Bertrán de Born también había cruzado los Pirineos. En Hispania se conocían sobre todo sus canciones políticas, sus sirventés. Allí donde había una disputa o una guerra se cantaban sus osados versos. Su divisa era tan conocida como la oración del Padrenuestro: «Considero innoble la paz, el único derecho válido para mi es mi espada».
Bertrán tenía ahora unos sesenta años, pero nadie podía igualársele en cuanto a lo caballeresco y cortesano. Había gustado de inmediato a Alfonso, y aunque a veces el rey tenía dificultades en entender el lenguaje provenzal de Bertrán, sentía que aquellas controvertidas y violentas canciones estaban hechas de una materia completamente distinta de los flojos versos de los trovadores españoles; eran tan elegantes y peligrosos como las afiladas dagas cordobesas.
Don Alfonso distinguió a Bertrán con su predilección, le mandó ricos presentes, le colmó de atenciones, le incluyó en su séquito de cacería, mantenía con él íntimas conversaciones. Bertrán tenía el don de contar las cosas de modo que personas y acontecimientos adquirieran plenitud y esplendor y para quien le escuchaba era como estarlo viendo. Contaba, por ejemplo, cosas del viejo rey Enrique. Con sus palabras dibujaba al fallecido rey: los ojos grises inyectados en sangre, los altos pómulos, la poderosa barbilla con su pequeña barba puntiaguda, la boca violenta y ávida. Era casi un héroe, el rey Enrique, pero no acababa de serlo del todo, le faltaba la verdadera largueza, la generosidad: era mezquino. La última vez que Bertrán había estado ante el rey había sido como prisionero, no iba armado, no tenía más arma que sus palabras, pero con sus palabras venció al vencedor de modo que éste le dejó libre y le reconstruyó el castillo que le había quemado. Pero también allí había querido ahorrar. No era precisamente un rey como debía ser, por muy majestuoso que quisiera parecer No conquistaba por el puro placer de la conquista, sino para tener y retener Una y otra vez podía reconocerse en pequeños rasgos y gestos que era avaricioso, un mercachifle. Sus dedos, por ejemplo, lo delataban, tenía dedos codiciosos que no podía mantener quietos, los encogía y los estiraba, desmintiendo su propia dignidad, o bien garabateaba o dibujaba. Prometía mucho, y mantenía sus promesas, pero siempre sólo en parte; «Si y no» le había puesto Bertrán por sobrenombre, y ése era el sobrenombre que le quedaría. Don Alfonso, cuando Bertrán le contaba esas cosas, veía ante sí al padre de su esposa, lo veía con más claridad que si lo tuviera ante sus ojos.
—En eso, mi joven rey Enrique era distinto —seguía contando Bertrán—, yo le llamaba rassa, y rassa era. Vivía en la abundancia, todo lo que tenía lo despilfarraba, los tesoros de Chinon, sus caballeros y routiers, su propia vida… ¡Era maravilloso! Era rassa, y por eso fue doblemente infame que el viejo rey le dejara tan poca libertad. ¿Por qué le había convertido en rey si no le permitía vivir como un rey? Si, yo lo aguijoneé contra el padre, y cuando se reconcilió con él, volví a azuzarle. Dicen que murió por eso. Nunca creí que un hombre pudiera sentir un dolor tan infernal como el que yo sentí cuando mi joven rey murió. Y quizás realmente murió por culpa de mis versos. Sin embargo, y a pesar de ello, no lo lamento —continuó en voz baja, con violencia, y ahora hablaba más bien para sí:
—He amado a muchas mujeres y he perdido a muchas, y también me sentía triste cuando perdía a esta o aquélla, pero realmente entristecido sólo lo estuve por el joven rey. Sólo a él amé.
Y empezó, entonándolos, a pronunciar para sí los versos que había compuesto a la muerte del joven rey, aquel canto fúnebre del que se decía que nunca, desde que el rey David lamentó la muerte de Jonatán, se había cantado a un héroe un canto más hermoso. Si tuit li dol e’lh plor el’h marrimen cantó:
Aunque todas las lágrimas y penas del corazón,
Cualquier tormento, perdida o aflicción,
Y los peores sufrimientos que en esta vida mortal
Vamos padeciendo, se reunieran en un solo mal,
¡Necedades! ¡Menudencias! ¡Nada!, parecieran
Ante la muerte del joven señor de Inglaterra.
Don Alfonso contempló a Bertrán recitando para sí, fieramente, ensimismado; por encima de la delgada nariz considerablemente torcida, una auténtica nariz de cernícalo, relucían ferozmente los grandes y vehementes ojos grises. Aquel hombre hacía brotar los versos de duelo de la profundidad de su pecho, de modo que a Alfonso le parecía como si fueran creados en ese momento, y conmovió al rey que Bertrán le mostrara el interior de su corazón de aquella manera. Se sintió empujado a corresponder a su confianza. Bertrán, aquel auténtico caballero, tenía el don de expresar lo que atormentaba a un hombre, aquello inexpresado y casi inexpresable que latía en su pecho; si había alguien capaz de comprender las sombras que oprimían a Alfonso, ése era él.
—¿Dices —le preguntó con una timidez inusual en él— que nunca has amado realmente a una mujer?
Bertrán lo miró.
—Yo no lo expresaría de un modo tan lapidario —respondió sonriendo—, pero en tu afirmación hay algo de verdad.
—Pero tú has compuesto maravillosos versos dedicados a mujeres —repuso Alfonso.
—Ciertamente, lo he hecho —respondió Bertrán—. Un hombre debe decir a una mujer cosas bonitas como lo exige la courtoisie y como algunas veces lo pide el corazón. He jurado a las mujeres bajarles la luna del cielo, pero los juramentos de una noche de amor sólo son válidos hasta el amanecer. Romperlos es pecado venial, incluso mi confesor lo reconoció así. Al fin y al cabo, fue la mujer la que nos tentó con la manzana.
Alfonso se rió, pero inmediatamente siguió interrogándolo:
—¿Y siempre has conseguido escapar del amor? ¿Has escapado del amor de todas las mujeres?
El viejo caballero notó la tensión del otro, vio que Alfonso pensaba en su asunto amoroso con la judía y sintió una inclinación casi paternal por aquel joven rey que requería consuelo de él de un modo tan ingenuo, infantil y disimulado.
—Sí, he conseguido escapar —contestó. Lo miró divertido y amistoso y añadió—: ¡Mujeres! —continuó con un movimiento de mano altanero y ligero—. Puede que se acerquen mucho a nuestra sangre, pero no pueden acercarse a nuestra alma. Voy a decirte algo Alfonso: la vida de un caballero es como la corriente de un río, fluye y fluye y destruye todo aquello que no es suficientemente sólido, lo que no ha alcanzado el alma. Aquellas mujeres de mis versos se han pulverizado hace tiempo, son recuerdos vacíos qué se han disipado en la niebla. Otra cosa sucede con una buena batalla. Su impresión dura, su recuerdo nos calienta y fortalece. Las batallas en las que he luchado me han mantenido el espíritu joven —se rió a carcajadas altanero, arrogante—, y también el cuerpo. Enseguida vas a ver lo que quiero decir —dijo contento y misterioso.
Ordenó a su escudero Papiol, que apenas era más joven que él, pero que no se mantenía menos vigoroso, que se acercara, y dirigiendo al rey una mirada chispeante y divertida de sus ojos vehementes y hundidos, le ordenó:
—Venga, Papiol, muchacho, cántanos la canción del viejo y el joven.
Y Papiol, acompañándose de una pequeña arpa, cantó la desvergonzada y atrevida canción: Joves es om que lo seu be engatge:
Joven es aquel que, empeñando castillo y bienes,
Parte cubierto de esplendor hacia el torneo.
Joven es aquel que, sin tener dinero,
Obsequia los más ricos presentes.
Y aquél a quien no preocupan los enjambres de acreedores.
Joven es aquel que se entrega al juego y a los desafíos.
Y joven es aquel que se expone en el amor.
Viejo es aquel que nunca jamás
Osa poner en juego su castillo y sus tierras.
Aquel que almacena el grano, el vino y el jamón.
Aquel que, estando ahíto, no se atreve a comer más
Y se apresura a tomar su capa cuando llueve.
Viejo es aquel que suspira por un día de descanso.
Viejo es aquel que abandona el juego antes de ganar
Pero la vida desenfrenada había deteriorado a Bertrán, y aunque se mostrara gallardo y arrogante, casi siempre cubierto por su chirriante armadura, apenas podía ocultar que dentro de la misma se ocultaba un cuerpo algo tembloroso, y quizás alguien se habría sonreído al ver a aquel caballero envejecido y a su viejo escudero y al escuchar sus versos. Alfonso no sonrió. Escuchó y sintió la fuerza y el ritmo de los versos, el desafío ante el tiempo que se escapa, la vida que transcurre.
—Gracias, Bertrán —dijo encantado—, ése es el espíritu de la caballería, esto es arte.
El embeleso del joven rey le hizo bien al viejo Bertrán. Si alguien hubiese puesto en duda su vigor aunque fuera sólo con una mirada o con un gesto, lo habría desafiado. Pero este Alfonso era un amigo, un hermano, ante él reconoció:
—Lamentablemente, ni los más ingeniosos versos pueden protegernos del desgaste del cuerpo. A ti, mi señor, te lo digo: la guerra a la que ahora voy es mi última guerra. No me engaño, sé que pasará quizás un año o dos, pero entonces mi estúpido cuerpo fallara, y un caballero frágil es motivo de burla para los niños. Ya he hablado con el abad de Dalon; si vuelvo sano y salvo de esta guerra, entraré en un convento.
El rey se sintió orgulloso de que Bertrán le confiara sus intenciones, y siguiendo una súbita inspiración decidió: Este buen caballero y poeta no debe llevar a cabo sus hazañas como guerrero del rey Ricardo. Mi cuñado Ricardo no debe quitarme también esto. Bertrán debe estar a mi lado y cantar mi guerra.
El canónigo Don Rodrigue llegó a Burgos.
Estaba lleno de sombría inquietud. Evidentemente, Don Alfonso había privado a su hijo del bautismo, de su ingreso en la comunidad cristiana, había echado sobre su conciencia una grave culpa, y al abandonar Toledo evitó el enfrentamiento. Sin embargo, el mismo Rodrigue se había sentido aliviado, sentía una reprobable vergüenza ante este enfrentamiento, procuraba evitar su deber. Sólo ahora, transcurridas varias semanas, había reunido fuerzas para visitar al rey.
Pero también allí, en Burgos, tuvo que ver cómo Alfonso evitaba el dialogo con él. Y de nuevo se resignó.
Para distraerse de sus preocupaciones, sus remordimientos y su vergüenza, se sumía en la vida cortesana de Burgos. Observó con interés que las maneras cortesanas del norte se habían refinado mucho. Ahora las damas y los señores estudiaban con celo las reglas de la courtoisie. Debatían sobre las puntillosas leyes de la minne y mostraban una experta atención al arte de los poetas.
Pero pronto se dio cuenta de que toda aquella actividad elegante y cortesana no era más que un juego vacío y engañoso. Lo que en realidad preocupaba a las damas y señores, lo que los absorbía por completo, era la cercana guerra. La esperaban con una impaciencia delirante y entusiasta.
Don Rodrigue se dio cuenta de esto con tristeza. Se censuró a sí mismo por su preocupación. La guerra que deseaban era santa, su entusiasmo piadoso; participar en ella era una obligación, y despreciarla, pecado.
Pero él no podía compartir aquel piadoso entusiasmo. En él cobraban vida las maravillosas alabanzas a la paz del libro de Isaías, del Evangelio, los fanáticos discursos en favor de la paz de su alumno Don Benjamín. Pensaba con tristeza y horror en la guerra y el sufrimiento que ésta traería a la Península. Se sentía cruelmente sólo en medio de aquella ruidosa y alegre actividad, aquel entusiasmo sediento de sangre de aquellos hombres cultivados e instruidos le repugnaba, le traía a la memoria las observaciones de su amigo Musa sobre el Jezer Hara, el brote del mal.
Más que ningún otro, le repugnaba el hombre a quien le había sido dado prestar su voz a aquella salvaje y violenta alegría, aquel Bertrán de Born. A primera vista era un hombre envejecido, no precisamente apuesto, como muchos otros. Pero Don Rodrigue ya sabía de sus poesías, de sus aspiraciones y actividades, y si se le contemplaba más de cerca, también podía leerse en el rostro del caballero y en sus vehementes ojos bajo las espesas cejas lo que era en realidad: la encarnación de la guerra. Quizás el caballero resultara ligeramente ridículo cuando con forzado vigor caminaba y cabalgaba y se pavoneaba; pero el horror que irradiaba aquel hombre ahogó las ganas de burlarse del canónigo. Allí no había nada de qué reírse. Aquél era el malvado Dios Marte en todo su horror. Su mismo aspecto debían de haber tenido los jinetes que el evangelista Juan vio cuando le fueron hechas las últimas revelaciones.
Y al mismo tiempo, el mismo Don Rodrigue apenas podía sustraerse a la magia de los osados versos de aquel Bertrán, el experto que había en Don Rodrigue tenía que reconocer que sus canciones de guerra eran maravillosas, arrebatadoras, pletóricas de encanto en toda su ferocidad. Lleno de tristeza y de ira, Rodrigue se dio cuenta de con cuánto arte había dotado Dios a aquel hombre rudo. Su ira creció cuando tuvo que ver cómo su amado Alfonso lo evitaba a él, a Rodrigue, mientras que no se separaba de aquel espantoso y desenfrenado caballero. Celoso, Rodrigue sintió dolorosamente la íntima unión de ambos, y su esperanza de volver al rey al buen camino se hizo cada vez más débil.
En medio de su preocupación, al canónigo le quedaba una alegría: el trato con el Clerc Godefroi. Don Rodrigue amaba y admiraba los relatos de Chrétien de Troyes, y el modo de ser de Godefroi le parecía reflejar la poco frecuente piedad interior que Chrétien había sabido infundir en los versos de sus composiciones. Con frecuencia, en atención al canónigo, Godefroi, cuando leía en voz alta fragmentos de las obras de Chrétien, elegía capítulos tranquilos que permitían reconocer el estilo único y admirable de Chrétien, dedicado a las cosas corrientes y terrenales.
Así pues, una vez leyó ante muchos oyentes la aventura del caballero Yvain con las pauvres pucelles, las pobres doncellas:
El caballero Yvain va a parar a la morada de las pauvres pucelles y allí ve a aquellas pobres doncellas. Cosen y tejen hilos de oro y de seda para hacer vestidos; pero ellas mismas tienen un aspecto absolutamente miserable, el delantal y el vestido lleno de agujeros y desgarrones; las camisas llenas de sudor y suciedad, los cuellos toscos, el rostro pálido a causa del hambre y los sufrimientos. Yvain las ve, y ellas lo ven a él, y llenas de vergüenza, esconden sus rostros inclinando las cabezas hacia el suelo y lloran.
Y entonces alzan su queja:
Cosemos piezas de seda, brocado y pedrería,
Pero estamos medio desnudas y sucias como mendigas.
Y es que nuestro salario no es bastante
Ni para comprar trajes ni carne.
Siempre con miedo y con mucho cuidado,
En vano el pan nuestro de cada día nos racionamos,
Si es poco por la mañana, por la noche aún hay menos.
Y la que en una semana gana veinte sueldos
Una condesa o una duquesa se siente,
Aunque con veinte sueldos para nada tiene.
Pero aquellos que nos dan tan mísero salario
Se enriquecen con nuestro trabajo.
Y sin embargo, nos maltratan y nos golpean,
Y ni siquiera de noche en paz nos dejan,
Y si alguna mortalmente cansada se adormece,
Golpeando y empujando el amo siempre se halla presente.
Nuestro es el sufrimiento, estamos en el infierno,
Nosotras pobres doncellas, nosotras pauvres pucelles.
Fue una satisfacción para Don Rodrigue que el poeta Chrétien de Troyes, a pesar del esplendor y la gloria de los caballeros y de sus damas, no olvidara la desesperación y el sufrimiento de aquellos que trabajaban con ahínco en las sombras. Sin embargo, los demás oyentes, los preux chevaliers y las dames choisis que llevaban los ropajes que aquellas pauvres pucelles habían confeccionado, se quedaron sorprendidos e indignados. ¿Qué clase de estúpido capricho había tenido aquel fallecido conteur? ¿Cómo podía alguien que había cantado con tanta dulzura y nobleza a la exquisita minne y relatado aquellas heroicas aventuras ensuciar su boca de ese modo? ¿Cómo podía tener versos y rimas para aquellas desventuradas costureras? Unas hacían los trajes y otras los llevaban, unos forjaban las espadas y otros luchaban con ellas, unos construían los castillos y otros los habitaban: así eran las cosas, así lo había establecido Dios en su sabiduría. Y esas tristes criaturas, las pauvres pucelles, se rebelaban contra esto, su señor haría bien en romperles las costillas.
Pero de nuevo era Bertrán de Born quien expresaba los sentimientos de todos. La lengua del norte, la langue d’Oïl, que utilizaba Chrétien en sus composiciones, le parecía un torpe balbuceo, aquellas acarameladas rimas que se había visto obligado a escuchar hacía un momento le parecían de lo más estúpido. Ya durante el recitado había tenido que reírse a carcajadas, y cuando Godefroi terminó le dijo:
—Vosotros, los señores del norte, tenéis un sorprendente interés por el pueblo y por su pestilencia. ¿Quieres saber mi buen maestro Godefroi, cómo pensamos nosotros aquí en el sur acerca de todo esto?
Las damas y señores se alegraron de antemano de la firme respuesta que Bertrán, con toda seguridad, daría a los lamentos del fallecido Chrétien, y le rogaron:
—¡Déjanoslo oír noble Bertrán! ¡No nos hagas esperar! ¡Déjanoslo oír! —lo apremiaban.
Y riéndose, formidable, Bertrán ordenó a su juglar:
—¡Papiol, muchacho, cántanos el sirventés del Vilain!
Éste se adelantó con actitud osada y juvenil, rasgó el arpa y cantó la canción del Vilain, de los ciudadanos y campesinos zarrapastrosos. Cantó:
No es santo de mi devoción la chusma.
Plebeyos, campesinos y comerciantes.
Me son del todo insoportables.
Se comportan como cerdos,
Y es difícil tolerar
Esa forma de actuar.
¡Ay si uno de esos desechos
bienes y posesiones alcanza!
Se llena de pretensiones
Y se le reblandecen los sesos.
Así que dadles poca pitanza,
Negadles también el vestido,
Que la lluvia se encargará
De curtir tan miserable pellejo.
Quien no mantiene a la chusma escuálida
Contribuye a multiplicarla
Por eso cuando uno de esos engendros
Campesinos y plebeyos
Ose mostrarse ante vuestros ojos,
Rompedle a golpes las piernas,
Para redimir su ofensa.
Sí, rompedle todos los huesos.
Echadlos al calabozo,
A todos esos piojosos,
A la gruta más profunda
Y dejad que allí se pudra.
No tengáis piedad de sus gritos.
¡Qué se pudran las sabandijas!
Villanos, mercachifles y campesinos.
Los oyentes aclamaron al caballero con un tempestuoso aplauso. Realmente la canalla de los bajos fondos se volvía demasiado insolente. Los señores que se disponían a emprender la Guerra Santa pensaron en los comerciantes y en los banqueros que les compraban sus bienes muy por debajo del precio; tenían que aceptarlo porque no habían podido sacar bastante de sus campesinos. Aquel que decía la verdad a aquellas sabandijas de un modo tan contundente expresaba lo que sentían en sus corazones.
Don Rodrigue percibió cómo los censurables y arrogantes versos de Bertrán inflamaban todavía más el sacrílego fuego de los preux chevaliers. Lo que aquel hombre había cantado allí, con soberbia impía, llenaba al dulce canónigo de una terrible preocupación. En medio de su santa aflicción, el instruido Rodrigue se dio cuenta de cómo el lenguaje, con perversidad, se acomodaba al maligno objetivo del que hablaba, y poco a poco de la imparcial palabra Vilain, el habitante del pueblo y la ciudad, se hacía un bribón y un engendro.
El rostro de Don Alfonso resplandecía con feliz excitación; aquellos versos arrogantes y escandalosos era como si hubieran brotado de su corazón. En esos versos resonaba el rencor del auténtico caballero contra la chusma de comerciantes y banqueros, la ira que él mismo, Alfonso, había sentido con frecuencia cuando había tenido que intrigar con su Jehuda y emplear inútilmente su valioso e importante tiempo real. Aquel Bertrán era su hermano.
—Escucha, noble Bertrán —dijo—, ¿no querrías hacer la guerra a mi lado? Te daré el guante y tendrás una buena parte en mi botín.
Bertrán se rió con su risa divertida y feroz.
—El modo en que recompensaste los pocos versos que hice para ti me ha mostrado tu generosidad, mi señor. Tenía previsto componer para ti un verdadero sirventés.
—¿Significa eso que vienes conmigo, Bertrán? —preguntó el rey
—Soy vasallo del rey Ricardo y estoy comprometido con él —repuso Bertrán—, pero le preguntaré a la dama Ellinor
Y preguntó.
—¿Vuelves a cambiar de señor? —dijo Ellinor Se miraron uno a otro con ojos divertidos, la vieja princesa y el viejo caballero, y ella dijo:
—Quédate, pues, con Alfonso. Hablaré en tu nombre ante mi hijo Ricardo.
Ellinor no quería abandonar Burgos antes de que se hubieran establecido en un detallado plan de guerra los derechos y obligaciones de ambos reyes.
Varias veces Alfonso y Pedro le rogaron que les cediera un par de compañías de sus probados routiers, de sus brabançons y cottereaux. Pero Ellinor no quería oír hablar siquiera de ello.
—Ya tenéis bastantes entre los dos, muchachos —los rechazaba—. ¿Creéis que conservaría a mis caros routiers si no los necesitara urgentemente contra mis barones rebeldes? A veces no puedo dormir porque no sé con qué voy a pagarles.
—Pero en toda la cristiandad se dice que en Chinon hay dinero —respondía Don Alfonso.
—Esta estúpida afirmación —le respondía Ellinor la propagaron por el mundo los judíos de mi difunto Enrique para aumentar su crédito. En cualquier caso, yo no he encontrado ningún dinero en Chinon. Tuve dificultades en poder pagar la cuenta del entierro de mi Enrique. Nada de eso, queridos. Debéis dejarle un par de soldados a una vieja mujer para proteger su pellejo.
El plan de guerra se basaba en la suposición de que, si las circunstancias lo permitían, se podría mantener al califa Yaqub al-Mansur apartado de la guerra. Poderosos jefes de tribus se rebelaban en su frontera oriental. También se decía que no estaba bien de salud. Se sospechaba que utilizaría cualquier pretexto medianamente creíble para abandonar a su suerte a su emir en al-Andalus.
Pero había otra cosa: el califa, al igual que el sultán Saladino, no aceptaría bajo ninguna circunstancia la ruptura de un tratado, y allí estaba aquella molesta tregua de Alfonso con Sevilla. Así pues, Castilla, durante los primeros tiempos, debería permanecer neutral. Por el contrario, Aragón, que no estaba ligado por ningún tratado, caería cuanto antes y utilizando cualquier pretexto sobre la musulmana Valencia y pronto solicitaría la ayuda de las armas de Castilla. Si después de esto la guerra se propagaba finalmente también hacia Córdoba y Sevilla, probablemente se podría convencer al califa de que no se trataba de una ruptura malintencionada de la tregua.
Alfonso lamentaba que la fama de la primera batalla cayera sobre el joven Don Pedro, pero cedió ante los razonables argumentos de la vieja reina y se comprometió a no emprender nada, bajo ninguna circunstancia, contra Córdoba y Sevilla antes de que Aragón solicitara la ayuda de sus armas.
Don Pedro, por su parte, prometió requerir esa ayuda militar dentro de un plazo máximo de medio año y a someter entonces su considerable poder militar al mando de Don Alfonso.
La dama Ellinor no se dio por satisfecha tan pronto. Temía que los celos o un mal entendido sentido del deber del caballero pudieran llevar a Alfonso o a Pedro a pasar por alto el acuerdo; al fin y al cabo, un pacto de ese tipo sólo era tinta sobre la piel de un animal, la sangre que fluía por el corazón humano era más fuerte. Así que llamó a su presencia a ambos reyes y a sus esposas, y, basándose en el plan de guerra tan detalladamente establecido, explicó en una breve y resuelta exposición qué debían hacer y dejar de hacer Alfonso y Pedro. Después, abandonando el tono solemne y adoptando un tono amable, les dijo, amenazándoles pícaramente con el dedo:
—Ya sé que os seguís deseando uno al otro toda clase de infortunios. Pero no podéis permitiros estos sentimientos mientras dure esta guerra tan grande e importante. Cuando esto termine, podéis seguirlos molestando mutuamente tanto como deseéis. De momento, molestadme a los musulmanes.
Y de nuevo, con toda su realeza, concluyó:
—Os exhorto a que arranquéis todo rencor de vuestros corazones con sus raíces, de igual modo que el toro arranca la hierba con sus raíces.
Alfonso estaba allí en pie, abochornado, con rostro fiero; también Don Pedro parecía violento; pero de pronto, en medio de aquel silencio, Berengaria, con voz potente pero todavía infantil, dijo:
—Entendemos lo que quieres decir, señora abuela y reina. O bien ambos príncipes, mi señor padre y mi señor esposo, están unidos por completo y de todo corazón, o bien serán vencidos por los infieles. Tertium non datur, no hay una tercera solución.
—Lo has comprendido, mi pequeña nieta —dijo Ellinor—, y ahora —se dirigía a los reyes—, en presencia de nosotras, tres mujeres, besaros fraternalmente y jurad sobre el Evangelio que respetaréis lo que habéis firmado y sellado.
El día anterior a que se disolviera la reunión y cada uno tomara su camino, se celebró la despedida en el castillo de Burgos.
Ese día, Bertrán de Born cumplió un ruego que hasta el momento había pasado por alto con ligereza. Cantó él mismo su canción de alabanza a la guerra, la canción de la muerte en el campo de batalla, la famosa canción Be’m platz lo gais temps de Pascor.
Y cantó:
Me place de la primavera el dulzor
Cuando rebrotan la hoja y la flor
Gozoso escuchar en los bosques,
Canción que rejuvenece,
De un coro de trinos el eco.
Pero más me alegra ver a lo lejos
Estrechamente alineadas las tiendas
Y dispuestos alrededor de los campos
A los caballeros con sus caballos
Para la batalla armados.
¡Y qué placer no se siente
Cuando la refriega se acerca!
Temerosos huyen rebaños y gentes
Y entonces la planicie se cubre
De un ejército que avanza
De guerreros con sus lanzas.
La vieja reina Ellinor, a la que Bertrán en el pasado estuvo tan próximo, escuchó con divertida emoción cómo aquel hombre viejo cantaba aquellos osados versos ferozmente alegres. Ya en aquel entonces, cuando siendo él todavía un muchacho se había acercado a ella tan impetuosamente, la había divertido tanto como conmovido. Seguía siendo el mismo, el querido Bertrán, una mezcla única de valor, insolencia y poesía. Durante toda su vida se había negado a la derrota, y evidentemente todavía estaba decidido a luchar y a cantar y a no abandonar aunque la muerte le golpeara el hombro, del mismo modo que ella tampoco estaba dispuesta a abandonar.
Bertrán cantó:
No hay para mi mayor placer
Que contra una fortaleza acometer
Ver sus muros caer su empalizada arder
También es espectáculo gozoso,
Cuando enfrentados en el campo anchuroso,
Los gallardos caballeros al galope arremeten.
Corre la sangre, las picas se rompen,
Se astillan la lanza y la espada.
Galopan en círculo
Corceles enloquecidos.
Sus caballeros han caído.
Ni unos ni otros volverán la espalda.
Morir así no es muerte amarga.
Mejor es aquel que muerto
Yace a los pies de su enemigo,
Que aquel que huyendo vive, vencido.
El rostro enrojecido del arzobispo Don Martín se congestionaba todavía más, jadeaba, movía los labios pronunciando en voz baja también los versos. El joven Alazar tenía la vista fija arrobado en el juglar, sus ojos se apoderaban de cada palabra que brotaba de los labios de Bertrán. Hasta el momento, Alazar sólo había soñado la magnificencia de la guerra: ahora la veía, la oía, la sentía con cada una de sus fibras. Aquel caballero Bertrán decía en palabras lo que Alazar sentía en su pecho desde que estaba en Castilla.
De la boca de aquel hombre brotaba el sonido de la guerra. Por aquello que aquel caballero Bertrán cantaba vivía él, Alazar:
Bertrán cantó:
Ni el comer ni el beber
Ni el dormir ni una mujer
Me resultan ocupación tan dulce
Como cuando oigo el grito resonar
¡A lor! ¡A lor! ¡Atacad! ¡Golpead!
Grandes señores y modestos escuderos
Heridos de muerte caen al suelo.
Sin jinete relinchan los corceles.
¡Aidatz! ¡Ayuda! ¡Aquí! Gritan los heridos.
Y el campo entero es un clamor
Se oyen magníficas y salvajes alaridos:
Gritos de victoria, gritos de dolor
Roja está la hierba verde
toda teñida de muerte.
Cubre la tierra un tapiz de muertos.
Herido el cuerpo, completamente abierto,
En algún pecho, todavía está clavada,
empavesada de colores, la lanza.
Cautivados escuchaban los reunidos. ¡A lor! ¡Aidatz! ¡Al ataque! ¡Ayuda! ¡Aquí! En todo el viejo castillo resonaba el entusiasmo sangriento del caballero Bertrán, el deseo de matar
Más todavía que todos los demás, valoraba y sentía el canónigo Don Rodrigue la fuerza de arrastre de los sonoros versos provenzales. Pero en él no engendraban entusiasmo, en él engendraban horror Con espanto, vio el rostro del rey, a quien amaba como a un hijo. Si, Don Alfonso era vultu vivax, Rodrigue había encontrado las palabras adecuadas: el rostro reflejaba el alma con una espeluznante fidelidad. Pero lo que ahora reflejaba era el puro deseo de matar de destruir aquella Jezer Hara, el brote del mal, del que Musa hablaba repetidamente. Don Rodrigue cerró los ojos, no podía seguir viendo por más tiempo los rostros de aquellos caballeros y damas. Consternado, tuvo que reconocer que habría preferido ver a su Alfonso durante meses y años seguidos en la pecaminosa compañía de la obstinada judía que en la compañía de los guerreros de Dios piadosos y sangrientamente entusiasmados.
El canónigo había tenido la intención de regresar a Toledo con el séquito del rey Se había propuesto finalmente cumplir con su deber durante ese viaje y advertir al rey. Ahora renunció a ello.
Esa misma noche, precipitadamente, se puso en camino y cabalgó de regreso a Toledo, todavía más profundamente acongojado que cuando llegó, sintiéndose culpable, infectis rebus, sin haber hecho lo que se había propuesto.