Capítulo VI

DON Alfonso añoraba cada vez con más fuerza la dulce presencia de Leonor Además, el embarazo estaba siendo difícil, el parto se esperaba en un plazo de seis a siete semanas, no debía dejarla sola durante mucho tiempo más. Le mandó noticia de que iría a Burgos.

Doña Leonor no le había tomado a mal que se hubiera mantenido alejado de ella durante tanto tiempo. Podía sentir el tormento que suponía para él aquella inactividad forzosa, comprendía que quisiera evitar encontrarse en su corte con hombres que se hallaban en camino hacia Tierra Santa, y valoraba en mucho el que ahora viniera.

Le demostró cuán profundamente le comprendía. Por mucho que a ella le doliera, reconocía que Castilla debía permanecer neutral. Había visto personalmente cuán profundamente la humillación corroía a Don Pedro. Sabía que incluso en el caso de que, como ella esperaba, forzosamente acabara por hacerse realidad la alianza con Aragón, el amargo deseo de venganza del joven rey lo llevaría a un altercado constante y perjudicial por el mando supremo de las tropas, la derrota era cierta desde el principio.

Con buenas palabras, aseguró a Alfonso que su autocontrol requería más valentía que cualquier otra audaz hazaña belicosa. Además, todo el mundo se mostraba comprensivo al considerar la desventurada situación que lo forzaba a la inactividad.

—Tú sigues siendo como siempre el primer caballero y héroe de Hispania, Alfonso mío —le decía—, y toda la cristiandad lo sabe.

Cuando ella decía esto, él sentía que su corazón se caldeaba. Era su dama y su reina. ¿Cómo había podido soportar durante tanto tiempo estar en Toledo sin su consuelo, su consejo y sus cuidados?

Se esforzó por su parte en comprenderla mejor a ella. Hasta el momento había tomado como un gracioso capricho femenino el hecho de que ella prefiriera Burgos a Toledo; ahora comprendía que se trataba de algo profundamente enraizado en ella. Habiéndose criado en las cortes de su padre Enrique de Inglaterra y de su madre Ellinor de Guyena, donde se daba gran importancia a la instrucción y se observaban las más delicadas costumbres, debía sentirse totalmente perdida en su apartada Toledo. Desde Burgos, que se encontraba junto a la ruta principal de peregrinación a Santiago de Compostela, resultaba más fácil mantener el contacto con las cortes más elegantes de la cristiandad, además constantemente llegaban a visitarla caballeros y poetas de la corte de su padre y de la corte de su medio hermana, la dama más elegante del mundo cristiano, la princesa Marie de Troyes.

Alfonso contemplaba ahora Burgos con ojos más expertos. Veía la sobria y sólida belleza de la antigua ciudad, que había eliminado todo lo que en ella hubiera habido de árabe y que ahora se alzaba majestuosa, distinguida, áspera, cristiana. Había sido un estúpido al permitir que, por un momento, su noble y caballeresca ciudad de Burgos le hubiera desagradado a causa de la palabrería de una muchacha estúpida.

Le daba rabia haber dado orden de reconstruir La Galiana con todo su lujo musulmán, y no le contó nada de ello a Leonor En principio, había pensado que cuando el hermoso castillo, situado en un lugar tan fresco, estuviera reconstruido, podría convencerla para que pasara alguna vez un par de semanas del verano en Toledo. Ahora sabía que a ella La Galiana no le gustaría; amaba lo afianzado, lo sólido, lo serio, y no lo suavemente voluptuoso, juguetón y efímero.

Se esforzó durante aquellas semanas en tratar bien a Doña Leonor. Puesto que su estado le prohibía las excursiones a caballo y la cacería, se negó él también este placer y permaneció la mayor parte del tiempo en el castillo. También se ocupaba más que antes de sus hijas, sobre todo de la infanta Berengaria. Era una niña espigada con un rostro no muy hermoso pero si inteligente. De su madre había heredado la curiosidad por el mundo y por las personas y también la ambición, leía y estudiaba mucho. Evidentemente, le causaba gran placer que su padre le dedicara más tiempo que antes, pero mantenía una actitud distante, encerrada en sí misma, y contestaba con monosílabos. Alfonso no consiguió acercarse más a su hija.

Doña Leonor se había resignado a no dar a luz un heredero varón. Pero también tendría su lado positivo, pensaba sonriendo, tener por cuarta vez una hija. Porque, entonces, el futuro esposo de su Berengaria tendría prácticamente asegurada la corona de Castilla, de modo que su reino se convertiría en un auténtico aliado. A pesar de todo lo sucedido, todavía no había perdido la esperanza de convencer a Don Pedro para formar una sincera alianza, y tenía previsto viajar a Zaragoza, en cuanto diera a luz, para negociar de nuevo el compromiso matrimonial. También en esta tercera cruzada el avance de las tropas cristianas se llevaba a cabo con mucha lentitud, la gran expedición hacia Oriente había llegado sólo hasta Sicilia, de modo que si se hacia realidad la reconciliación con Aragón había todavía muchas posibilidades de que Alfonso pudiera participar en la Guerra Santa.

De momento, Doña Leonor ideó toda clase de ocupaciones para hacer que el tiempo de espera transcurriera para él del modo más rápido posible.

Allí estaba, por ejemplo, la orden de Calatrava. Esas tropas escogidas de Castilla sólo estaban sometidas al rey en época de guerra; en tiempos de paz, el gran maestre era prácticamente independiente. La Guerra Santa dio a Don Alfonso sólidos motivos para insistir en introducir modificaciones. Doña Leonor propuso a Alfonso que viajara a Calatrava con el fin de entregar una donación a la orden para la ampliación de las murallas y el equipamiento de los caballeros y ponerse de acuerdo con el gran maestre, Don Nuño Pérez, un monje que al mismo tiempo era un caballero muy experto en cuestiones de guerra, sobre la reforma de las reglas y la disciplina.

También estaban los prisioneros que habían caído en manos del sultán Saladino en la lucha por la Ciudad Santa. El Papa exhortaba y apremiaba a toda la cristiandad para que fueran rescatados. Pero la Guerra Santa engullía enormes sumas, nadie acababa de decidirse y el asunto se aplazaba con vanas promesas. El plazo finalizó. El sultán había establecido como rescate diez coronas de oro por cada hombre, cinco por cada mujer y una por cada niño, era una suma elevada pero no desproporcionada. Doña Leonor aconsejó a Alfonso que liberara prisioneros en grandes cantidades. De este modo podía demostrar al mundo que no tenía nada que envidiar a nadie en lo que se refiriera a su santo celo.

Eran proyectos que animaban a Alfonso. Pero para llevarlos a cabo necesitaría dinero.

Ordenó a Jehuda que se trasladara a Burgos.

Mientras tanto Don Jehuda estaba instalado en Toledo en su hermoso castillo Ibn Esra. Y mientras que en todas partes del mundo había guerra, su Sefarad disfrutaba de la paz, y los negocios del reino tenían su propio florecimiento.

Pero una nueva y grave preocupación se infiltraba sigilosamente en su corazón: la preocupación por la judería de Toledo y de toda Castilla.

De acuerdo con el inequívoco edicto del Papa, todos aquellos que no participaran en la cruzada estaban obligados a pagar el diezmo de Saladino, o sea, también los judíos. El arzobispo Don Martín aprovechó la ocasión y exigió a la aljama que pagara ese impuesto.

Don Efraim llevó a Don Jehuda la carta del arzobispo. Era tajante y estaba escrita en un tono amenazador. Jehuda la leyó; había esperado esta reclamación de Don Martín desde hacía tiempo.

—La aljama —dijo con un hilo de voz Don Efraim— se hundirá si además de todos los otros impuestos tiene que pagar también el diezmo de Saladino.

—Si queréis eludir el pago —repuso imperturbable Jehuda—, no contéis con mi ayuda.

El rostro del jefe de la comunidad mostró enojo y espanto. «A este hombre, Jehuda —pensaba con amargura—, no le importa un ápice lo que los demás tengamos que pagar. Él saca su comisión, el muy usurero, y deja que los demás nos arruinemos».

Don Jehuda adivinó con exactitud los pensamientos del otro.

—No me lloriquees por el dinero, mi señor y maestro Efraim —le reprendió—, ganas bastante con la neutralidad de Castilla. Habría tenido que exigiros hace tiempo el diezmo de Saladino. No se trata del dinero, se trata de cosas mucho más importantes.

Al Párnas Efraim la inmensa cifra del importe que su aljama debía pagar le había hecho perder de vista cualquier otra preocupación; pero ahora que Jehuda lo había despertado con tan poca delicadeza no podía seguir cerrando los ojos ante un peligro mucho más terrible. El diezmo de Saladino era un impuesto que correspondía a la Iglesia, no al rey. Ya cuando se trató de obligar a los cristianos a pagar el impuesto, el arzobispo había reclamado como derecho suyo su recaudación, y la corona había tenido que hacer ante él algunas concesiones. Don Martín insistiría en este privilegio suyo con mucha más severidad tratándose de los judíos; pero si se salía con la suya, esto significaría el fin de la independencia de la aljama.

Todo esto se lo hizo ver Don Jehuda con brutales palabras.

—Sabes tan bien como yo lo que está en juego —le dijo—, ningún intermediario debe interponerse entre nosotros y el rey Debemos permanecer independientes, como está escrito en los viejos libros. Debemos conservar nuestra propia administración y el desempeño de la justicia al igual que los grandes. El rey debe conseguir el derecho, yo debo conseguir el derecho de recaudar esos impuestos y no Don Martín. Pondré todo mi empeño en lograr esto, y sólo esto. Y si lo consigo, y si a vosotros no os cuesta nada más que dinero, entonces debéis cantar aleluya.

Don Efraim, tratado con tanta dureza, en su interior tuvo que dar la razón a Jehuda. Sí, sentía una gran admiración al ver con qué rapidez y claridad éste había comprendido de qué se trataba. Pero no quería mostrar el respeto que sentía hacia él, a pesar suyo. Tanta era su preocupación por el dinero. Permanecía sentado, molesto, friolero, rascando la palma de una mano con las uñas de la otra y siguió rezongando:

—Tu primo Don Joseph ha conseguido que los judíos de Zaragoza sólo tengan que pagar la mitad del diezmo.

—Quizás mi primo es más listo que yo —repuso con sequedad Jehuda—, lo que es seguro es que no tiene como enemigo a ningún arzobispo Don Martín —y siguió enardecido—: ¿Todavía no quieres entenderlo? Me daré por satisfecho si esta vez el arzobispo no consigue ponernos su yugo. Para eso pagaré con gusto el diezmo entero al rey y será un diezmo muy elevado, Don Efraim, puedes creerlo. La autonomía de la aljama bien lo vale.

Habló inesperadamente con fuerza, sí, incluso se atascaba en su discurso y ceceaba.

—Sé que eres nuestro amigo —se apresuró a decir Don Efraim—, pero eres un amigo muy severo.

El arzobispo, tras recibir una respuesta respetuosa pero negativa de Don Efraim, no envió una segunda advertencia, pero viajó a Burgos, evidentemente para asediar al rey y conseguir que éste le Otorgara plenos poderes contra los judíos.

Jehuda temía que pudiera conseguirlo. Alfonso y Leonor eran piadosos, la neutralidad de Castilla pesaba sobre sus conciencias. Don Martín podría utilizar el capcioso edicto papal y amonestarles para que no acumularan un pecado sobre otro. Jehuda se preguntaba si no debería viajar él también a Burgos. Pero la reflexión del viejo Musa: su intervención podría precisamente estropearlo todo, lo detuvo.

Le pareció una señal del cielo que el rey le ordenara acudir a Burgos.

Efectivamente, el arzobispo acosaba al rey con dureza. Apeló a toda una serie de edictos de la Santa Sede y escritos de las más respetadas autoridades eclesiásticas. ¿Acaso no habían contestado los judíos a Pilatos: «Que la sangre de Cristo caiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos», condenándose de este modo a sí mismos? Fue entonces cuando Dios los abandonó a una eterna servidumbre, y era obligación de los príncipes cristianos mantener inclinada la cerviz de los malditos.

—Pero tú, Don Alfonso —le gritó—, durante todo tu reinado has consentido y mimado a los judíos, y en estos tiempos difíciles en los que el Santo Sepulcro ha caído de nuevo en manos del Anticristo cincunciso, ahora que el edicto papal obliga a todos, o sea, también a los judíos, a pagar el diezmo de Saladino, te resistes a ponerlo en práctica y favoreces con privilegios a los infieles en perjuicio de tus súbditos creyentes.

Las amenazas del arzobispo ablandaron al rey. Prometió:

—Bien, Don Martín, también mis judíos pagarán el diezmo de Saladino.

Don Martín se regocijó:

—Daré orden de inmediato para que se recaude el impuesto.

No era esto lo que Alfonso había imaginado. El Papa podía exigir que él, el rey obligara a todos a pagar el diezmo, y también que lo utilizara para gastos de guerra; pero recaudar el dinero y determinar los detalles de su utilización seguía siendo de su incumbencia, competencia del rey. Éste era un viejo tema de discusión que ya se había reavivado en la primera proclamación del diezmo de Saladino, y a pesar de lo mucho que Alfonso apreciaba al arzobispo como un amigo fiel y caballeresco, no estaba dispuesto a ceder ante él.

—Disculpa, Don Martín —dijo—, ésa no es tu función.

Y al indignarse el arzobispo, lo apaciguó diciendo:

—Tú codicias el dinero y yo no. Los dos somos caballeros cristianos. Hacemos botín del enemigo pero no nos peleamos con el amigo por cuestiones de dinero. Dejemos que también esta vez sean los juristas y los repositarii los que decidan.

—¿Significa esto —preguntó receloso y belicoso Don Martín— que quieres dejar que tus judíos tengan la última palabra sobre el edicto del Santo Padre?

—Se da la feliz coincidencia —repuso Don Alfonso— que Don Jehuda se encuentra de camino hacia aquí. Seguro que obtendré de él su consentimiento.

Pero aquello puso fuera de sí al arzobispo.

—¿Al doblemente infiel quieres consultarle, al enviado del demonio? ¿Crees que te dará un buen consejo yendo en contra de su amigo el emir de Sevilla? ¿Quién te asegura que hoy mismo no esté todavía conspirando con él? Ya el faraón dijo: «Si sobreviene una guerra, los judíos se unirán contra nosotros a nuestros enemigos».

Don Alfonso hizo un esfuerzo por mantenerse tranquilo.

—Este Escribano me ha prestado buenos servicios —dijo—, mejores que cualquier otro antes que él. En la economía de mi reino hay más orden y menos represión. Eres injusto con ese hombre, Don Martín.

El calor con que el rey defendió al hebreo horrorizó al arzobispo.

—Ahora se ve —exclamó más preocupado que iracundo— que el Santo Padre tuvo un buen motivo para advertir a los príncipes cristianos contra los consejeros judíos.

Y citó el mensaje del Papa: «Estad prevenidos, príncipes de la cristiandad. Si acogéis compasivos a los judíos demasiado cerca de vosotros, os lo agradecerán como dice el refrán: mus in pera, serpens in grentio et ignis in sinu: como el ratón en la bolsa, la serpiente en el jubón, la mecha en la manga». Y añadió entristecido:

—Este hombre se ha acercado terriblemente a ti, se ha hecho un lugar en tu corazón.

El rey se conmovió ante la tristeza de su amigo.

—No creas —dijo— que quiero escatimar a la Iglesia lo que le corresponde. Sopesaré tus motivos y los suyos, y si él no tiene argumentos sólidos, acertados y desinteresados, te obedeceré a ti.

El arzobispo permaneció hosco y preocupado.

—¿No te basta —le advirtió— con que el Señor te haya condenado por tus pecados a yacer en una tumbona mientras toda la cristiandad lucha? No amontones nuevos pecados sobre los viejos, te advierto para que no permitas que en tu reino los infieles escarnezcan el edicto del Santo Padre.

Don Alfonso tomó su mano.

—Te agradezco tu advertencia —dijo—. Me acordaré de ella si el otro quiere engatusarme.

Durante todo el tiempo que estuvo esperando a Jehuda, las palabras de Don Martín no se apartaban de su mente. El arzobispo tenía razón: se sentía demasiado unido al judío. No lo había tratado como a alguien con quien se hacen negocios porque no queda más remedio, sino como a un amigo. Lo había visitado en su casa, había tomado a su hijo como paje, había tenido sus escaramuzas con su hija y se había dejado provocar por el desprecio y la arrogancia de la muchacha para renovar el palacio de recreo islámico. Si tomaba a la serpiente en su regazo, ésta acabaría mordiéndole. Quizás ya le había mordido.

El judío no debía seguir seduciéndolo. Lo obligaría a justificar por qué todavía no había exigido a la aljama el diezmo de Saladino, y si no podía ofrecerle ninguna explicación sensata e irrefutable, Alfonso pondría a los judíos en manos de Don Martín. ¡Aquellos infieles no debían insolentársele!

Pero ¿debía ceder su derecho sobre los judíos, aquel privilegio real, a la Iglesia? Ninguno de sus antepasados habría permitido que los tocaran siquiera.

Estudió los informes sobre la situación financiera del reino: eran favorables, más que favorables; aquel hombre le había servido bien, esto no había ni que dudarlo, pero conservaría en su corazón la advertencia del arzobispo; no permitiría que nadie lo engañara.

Para empezar le exigiría al judío una inmensa suma para Calatrava y para la compra de la libertad de los prisioneros. Ya la respuesta del judío indicaría si anteponía los intereses de la corona y del reino a los suyos propios y a los de su judería.

Recibió a Jehuda esperanzado.

El propio Jehuda se sentía lleno de una intranquila expectación. Era inmensurable lo que dependía de esta conversación con el rey, debía ser precavido.

Primero informó prolijamente sobre la situación de la economía. Habló de los visibles éxitos y no olvidó mencionar las pequeñas adquisiciones que pudieran causar placer al rey como, por ejemplo, la gran yeguada. Sesenta caballos de raza procedentes de al-Andalus y de Africa estaban siendo transportados a Castilla, y habían sido contratados tres criadores de caballos, a los que se consideraba grandes expertos. Después, estaba el tema de la moneda castellana: se acuñaban maravedíes de oro en un número cada vez mayor, y aunque la imagen de Alfonso, como cualquier imagen, escandalizaba a los seguidores del Profeta, también en los reinos islámicos se extendían las monedas de oro que mostraban el rostro de Alfonso y su escudo de armas. Y quizás causaría alegría a la reina saber que, en un tiempo no muy lejano, podría llevar ropajes tejidos con seda castellana.

El rey escuchaba con atención y parecía satisfecho. Pero recordó su propósito de no permitir que el judío se insolentara.

—Lo celebro mucho —dijo, para seguir con maligna amabilidad—: Así que ahora tenemos también por fin el dinero para poder luchar contra nuestros musulmanes.

Don Jehuda se sintió decepcionado por el poco agradecimiento que mostraba el rey, pero contestó tranquilo:

—Nos acercamos a este objetivo más rápidamente de lo que yo pensaba, y cuanto más tiempo mantengas la paz, mi señor mejores son las perspectivas de poder crear un ejército fuerte y grande que te garantice la victoria.

Don Alfonso, con la misma amabilidad insidiosa, siguió preguntando:

—Si crees que debes de seguir prohibiéndome participar en la Guerra Santa, concédeme por lo menos una suma de dinero para demostrar a la cristiandad mi buena voluntad.

—Ten la bondad, mi señor —repuso Jehuda—, de explicar con mayor claridad a tu torpe servidor lo que quieres decir, para que lo entienda.

—Yo y Doña Leonor hemos decidido —le explicó Alfonso— comprar la libertad de los prisioneros de Saladino, de muchos prisioneros —y mencionó una cifra mucho mayor de la que había querido decir: mil hombres, mil mujeres y mil niños.

Jehuda pareció afectado, y Alfonso pensó enseguida: ya lo he desenmascarado, ahora muestra su auténtico rostro, el muy zorro. Pero Jehuda respondió:

—Dieciséis mil maravedíes de oro son mucho dinero. Ningún otro príncipe de esta Península podría entregar una suma tan alta para un fin tan desinteresado y piadoso. Tú puedes hacerlo, mi señor.

Alfonso, sin saber si debía enfadarse o alegrarse, siguió:

—Además, quiero hacer una donación a la orden de Calatrava, y no debe ser pequeña.

Ahora si que Jehuda quedó seriamente perplejo. Pero inmediatamente se dijo que probablemente el rey quería comprar al cielo el perdón por su neutralidad en la Guerra Santa, y era mejor que lo hiciera de este modo que dejando en manos del arzobispo el diezmo de Saladino.

—¿Qué suma has pensado, mi señor? —preguntó.

—Quisiera oír tu opinión —exigió Alfonso. Jehuda propuso:

—¿Y si donaras a Calatrava el mismo importe que has dedicado a Alarcos, cuatro mil maravedíes de oro?

—No bromees, amigo mío —dijo amistoso el rey—, no voy a tratar a mis mejores caballeros como a pordioseros. Prepara un donativo de ocho mil maravedíes.

Esta vez Don Jehuda no pudo evitar que su rostro se contrajera. Pero se doblegó sin replicar y dijo:

—En una hora has hecho donación de veinticuatro mil maravedíes de oro para fines santos, mi señor. Con seguridad, Dios os lo recompensará.

Y con aplomo, una vez recuperado, siguió hablando:

—Había esperado que la gracia de Dios estaría contigo y he tomado precauciones.

El rey lo miró asombrado.

—En la certeza de que Dios, de acuerdo con tus merecimientos, te concederá un heredero al trono —explicó Jehuda—, he indicado a mis repositarii que revisen el registro de los obsequios de bautismo.

En los libros antiguos se establecía, con ocasión del nacimiento del primer hijo varón del rey el derecho a exigir de cada vasallo un impuesto adicional destinado a la digna educación del heredero del trono, y se trataba de sumas elevadas.

Don Alfonso, y también Doña Leonor habían abandonado toda esperanza de tener un heredero al trono, y el hecho de que su Escribano confiara en esa posibilidad y tomara las pertinentes medidas, lo alegró. Animadamente, con una ligera y tímida sonrisa, dijo:

—Realmente, eres un hombre precavido —y como el judío había puesto a su disposición la suma que le había exigido sin dudarlo un momento, de acuerdo con su propósito, estaba dispuesto a confiarle a él y no a Don Martín la recaudación del diezmo.

Pero ¿acaso el judío no estaba evitando el tema del diezmo de Saladino que debía pagar la aljama ya que no lo había mencionado en absoluto?

—¿Qué es lo que pasa con vuestro diezmo de Saladino? —preguntó sin transición—. Me dicen que queréis estafar a la Iglesia. No lo permitiré, os equivocáis conmigo si creéis que voy a consentirlo.

Aquel súbito y enojado ataque puso a Jehuda fuera de si. Pero reflexionando se dio cuenta de que en aquellos momentos el destino de los judíos sefarditas dependía de sus palabras y se dominó, se obligó a ponderar las cosas con frialdad e hizo acopio de paciencia.

—Nos han calumniado, mi señor —contestó—, hace tiempo que he incluido el diezmo de Saladino de la aljama en mis cuentas, de no ser así no habrías podido disponer del dinero que hoy has exigido Pero, naturalmente, tus súbditos judíos sólo quieren pagarte este impuesto a ti, mi señor y no a cualquiera que pueda exigirlo o que lo haya exigido.

Don Alfonso, aunque satisfecho de que el judío pudiera refutar con tan poco esfuerzo las acusaciones de Don Martín, le amonestó:

—No me seas demasiado insolente, Don Jehuda, ése cualquiera de quien tú hablas es el arzobispo de Toledo.

—El estatuto que vuestro padre garantizó a la aljama, y que Vuestra Majestad ha ratificado —repuso Jehuda—, establece que la comunidad sólo está obligada a pagarte impuestos a ti. Por supuesto, si tú lo ordenas, el diezmo será entregado al señor arzobispo. Pero entonces será simplemente un diezmo y no un sueldo; será un diezmo muy pequeño: es muy difícil esquilar a un macho cabrío obstinado. Pero si el diezmo pertenece a Vuestra Majestad, será un diezmo abundante y rico, ya que la aljama de Toledo, mi señor os ama y os respeta.

Y bajando la voz, añadió con énfasis:

—Quizás sería mejor que guardara en mi corazón lo que ahora voy a deciros. Pero soy un honesto servidor tuyo y no puedo ocultártelo: para nosotros seria terrible y pesaría sobre nuestras conciencias contribuir con dinero a la conquista de una ciudad que para nuestra comunidad es santa desde tiempos inmemoriales y que Dios nos ha prometido como parte de nuestra herencia. Tú, mi señor, no utilizarás nuestro dinero en la guerra de Oriente, sino para multiplicar la dignidad y el poder de tu Castilla, que nos protege y nos ofrece seguridad y la posibilidad de prosperar: Sabemos que necesitas el dinero para nuestro bienestar: Para qué lo necesita el señor arzobispo no lo sabemos.

El rey creyó lo que el judío decía. El judío que, fueran cuales fueran sus secretos motivos, seguía el mismo rumbo que él, era su amigo, Alfonso lo sentía así, pero precisamente aquello era lo que no debía ser «El ratón en la bolsa, la serpiente en el jubón, la mecha en la manga», resonaban en su mente las palabras del Santo Padre. No debía permitir que el judío estuviera tan cerca de su corazón, era pecado, era doblemente pecado ahora, durante la Guerra Santa.

—No nos quites los derechos que tenemos desde hace cien años —le rogó Jehuda—. No entregues a tus súbditos más fieles en manos de su enemigo. Somos propiedad tuya, no del arzobispo. Deja que sea yo, mi señor, quien recaude el diezmo de Saladino.

Las palabras de Jehuda conmovieron a Alfonso, pero aquel que las pronunciaba era un infiel, y aquel que lo había advertido era un representante de la Iglesia.

—Sopesaré tus motivos, Don Jehuda —dijo sin entusiasmo.

El rostro de Jehuda se apagó. Si no había conseguido convencer ahora a aquel hombre, nunca podría hacerlo. Dios había negado su gracia a sus palabras. Él, Jehuda, había fracasado.

Alfonso vio la tremenda decepción del judío. Aquel Ibn Esra le había prestado servicios como nadie hasta entonces, le dolió haberle humillado.

—No creas —le dijo— que no aprecio debidamente tus servicios. Has cumplido mi encargo a la perfección, Don Jehuda —y con calor añadió—: Convocaré a todos los señores para que vean cómo me devuelves el guante como signo de haber cumplido la misión qué te encomendé.

También Doña Leonor dudaba si había que dejar o no la recaudación del diezmo de Saladino de los judíos en manos del arzobispo. Como reina, no quería entregar este importante derecho de la corona. Como cristiana, se sentía en pecado, ya que de la cuestionable neutralidad del reino sacaba provecho y no quería desdeñar la advertencia del arzobispo. Su difícil embarazo aumentaba sus dudas. No podía ofrecer a su Alfonso ningún consuelo.

Él buscó una señal de Dios. Decidió esperar a que Doña Leonor diera a luz. Si le daba un hijo varón, lo consideraría una señal. En ese caso, la recaudación del diezmo de Saladino sería para el tesoro de la corona, ya que no tendría derecho a recortar la herencia de su hijo.

Por lo pronto, honraría a su Escribano como había prometido. Ante una gran reunión, Jehuda pudo devolverle el guante del encargo caballeresco, y Alfonso tomó con la mano desnuda la mano desnuda dé su vasallo, le dio las gracias con palabras afables, lo abrazo y lo besó en las mejillas. El arzobispo estaba terriblemente furioso. Su advertencia sacerdotal se la había llevado el viento, el enviado del Anticristo enredaba al rey en sus redes cada vez más estrechamente. Pero Don Martín no estaba dispuesto a permitir que esta vez le fuera arrebatada la victoria de la Iglesia sobre la sinagoga. Decidió no escatimar medios, aunque fueran repugnantes, y luchar contra la astucia utilizando la astucia.

Nada más lejos de su intención, le aseguró al rey que discutir con él por dinero. Para demostrárselo, le propuso algo que sólo podría defender ante la Santa Sede con mucho esfuerzo. Partiendo de la base de que Don Alfonso sólo utilizaría el diezmo de Saladino con fines militares, pondría a su total disposición el dinero. Él mismo y la Iglesia conservarían sólo el derecho a reclamar el diezmo; los importes recogidos serían transferidos de inmediato al tesoro de la corona.

Don Alfonso contempló el rostro fiel y astuto del amigo, y vio cuán difícil le resultaba aquel compromiso. Para él estaba muy claro que se trataba de una cuestión de principios y repuso:

—Sé que sólo quieres lo mejor para mí. Pero me parece que también mi Escribano es honrado cuando me advierte que no ceda un importante derecho de la corona.

—Don Martín rugió:

—¡De nuevo el infiel, el traidor!

—No es un traidor —dijo Alfonso, defendiendo a su ministro—. Les sacará a sus judíos el diezmo hasta el último sueldo. Me ha prometido ya de este diezmo una enorme suma para nuestra cruzada: veinticuatro mil maravedies de oro.

El arzobispo quedó impresionado por la cifra. Pero no quería admitirlo y añadió burlón:

—Siempre ha prometido mucho.

—Pero además ha mantenido cada una de sus promesas —contestó Don Alfonso.

En el interior de Don Martín resonaban frases extraídas de los mensajes y decretos papales: «Los judíos, puesto que cargaron sobre sí mismos la culpa de la crucifixión, están destinados a una eterna esclavitud; el signo de Caín está grabado a fuego en ellos, y al igual que éste, deben vagar errantes y fugitivos». Y allí estaba Don Alfonso, un príncipe cristiano, un gran caballero y héroe, que en lugar de golpear la cabeza de los judíos para que la agacharan de una vez, no tenía más que palabras de respeto y amistad por aquel demonio que había conseguido anidar en su corazón. Don Martín estaba decidido a ser astuto y a conservar la benevolencia y moderación cristianas. Pero no pudo mantener la calma por mucho tiempo.

—¿Acaso no te das cuenta, tú, a quien ha cegado el infierno, adónde quiere llevarte? —dijo lleno de celo—. Dices que ha hecho florecer tu reino: ¿No ves que este florecimiento está envenenado? ¡Es fruto del pecado! Te cebas en la herejía de tu neutralidad. Mientras los príncipes cristianos se enfrentan a las privaciones, al peligro y a la muerte para liberar el Santo Sepulcro, tú te construyes un palacio de recreo opulento y pagano y niegas a la Iglesia el diezmo que su Santo Padre le ha asignado.

Precisamente porque el mismo Alfonso lamentaba la reconstrucción de La Galiana, no soportó el insolente reproche del sacerdote.

—¡Te prohibo utilizar semejante lenguaje! —le contestó a gritos. Con esfuerzo se obligó a conservar la calma—. Eres un gran príncipe de la Iglesia, Don Martín —le dijo—, un buen soldado y un amigo fiel. Si no pensara esto de ti, debería ordenarte ahora mismo que desaparecieras de mi vista durante un mes.

Aquel mismo día mandó llamar a Jehuda.

—No entregaré los judíos a la Iglesia —declaró—, los conservo como propiedad mía. Es a mí a quien deberán pagar el diezmo, y tú lo recaudarás. Y haz que sea un diezmo sustancioso, tal y como has prometido.

Pocos días después Doña Leonor dio a luz un niño.

La alegría de Don Alfonso fue ilimitada. De un modo glorioso la bendición de Dios le daba la razón. Había hecho bien cuando, siguiendo su voz interior, no había cedido ninguno de sus derechos reales a la Iglesia. Y también había hecho bien cuando obligó al joven Pedro a besarle la mano en señal de vasallaje: si hubiera esperado, si lo hubiera aplazado hasta que el muchacho de Aragón estuviera comprometido con la joven infanta, todas sus aspiraciones al trono de Castilla habrían desaparecido ahora y habría surgido entre ambos una desavenencia todavía mayor.

En la capilla de su castillo, Alfonso se arrodilló lleno de un venturoso agradecimiento por el hecho de que ahora Castilla tuviera un heredero de su propia sangre. A pesar de todo y de todos, llevaría a cabo su gran guerra y conquistaría Sevilla, Córdoba y Granada para mayor gloria de Dios. Multiplicaría su reinado, desplazando por la fuerza sus fronteras hacia el sur Y si no le fuera concedido reconquistar toda la Península, Dios bendeciría a su hijo para que terminara el trabajo.

También Don Jehuda se sentía profundamente satisfecho. A pesar de su aparente confianza, estaba lleno de preocupación pensando que la reina pudiera volver a dar a luz una niña; en ese caso habría apaciguado definitivamente a Don Pedro mediante su compromiso con la infanta Berengaria, y la alianza y una gran guerra serían inmediatas. Ahora se había desvanecido este peligro.

Don Jehuda esperaba que todo el mundo compartiría su alegría, sobre todo el amistoso y astuto hombre de Estado Don Manrique. Pero éste le advirtió con dureza:

—Piensa que hablas con un caballero cristiano. Me alegro de que el rey nuestro señor tenga un heredero, pero la mayor parte de mi alegría se ve ensombrecida porque nuestra santa guerra quizás se ha aplazado para siempre. ¿Crees que quiero que me entierren sin haber vuelto a enfrentarme a los infieles en el campo de batalla, por lo menos una vez más? ¿Crees que un caballero castellano ve gustoso cómo su rey permanece sentado junto al fuego mientras toda la cristiandad está en la Guerra Santa? Tus palabras me han mortificado, judío.

Jehuda se alejó avergonzado. Pero reconoció con agradecimiento cuán inmenso era el peligro del que el Todopoderoso había salvado a la Península de Sefarad y a su pueblo de Israel con el nacimiento de aquel infante.

Alfonso preparó con magnificencia el bautizo de su hijo e invitó a toda la corte a Burgos. Pero no invitó a Doña Raquel.

En contrapartida, mostró a su paje Don Alazar una particular atención. Lo llamaba con frecuencia a su lado y lo prefería de un modo evidente a los demás pajes. Una vez le llamó la atención la poca semejanza que el rostro hermoso y lozano de Alazar mostraba con el rostro de su hermana. Se sorprendió de que esto le hubiera llamado la atención. Ahuyentó estos pensamientos.

Jehuda, con ocasión del bautizo, envió al rey y a Doña Leonor escogidos regalos; también pensó en la infanta Berengaria. Había notado su decepción y su preocupación. Probablemente no había abandonado la esperanza de casarse con Don Pedro, y había tenido al alcance de la mano la corona de Castilla y de Aragón, de la Hispania unida. Y ahora sus esperanzas se habían hundido.

El infante fue bautizado, con gran pompa, con el nombre de Fernán Enrique.

Después del bautizo, Don Jehuda regresó a Toledo.