Capítulo III

DESDE que Don Jehuda Ibn Esra tuvo noticia de la muerte del rey Enrique supo que pronto, al cabo de pocas semanas, quizás al cabo de unos días, se iniciaría la gran guerra contra los musulmanes, por cuya causa, para impedirla, había abandonado Sevilla y su antigua vida. Ahora la rueda monstruosa giraba imparable. El califa conduciría sus ejércitos a al-Andalus, las derrotas de Alfonso serían inevitables, y los ciudadanos de Toledo no echarían la culpa al rey sino que se la atribuirían a él, a Jehuda, y a los judíos. Lo que había tenido que ver de muchacho en Sevilla se repetiría ahora aquí. Y toda la ira de Edom golpearía a los seis mil fugitivos francos que él había instalado en el reino. ¡Qué gran triunfo haber conseguido para ellos el privilegio! Se había sentido como un Oker Harim, un hombre que puede mover montañas. Y ahora estos emigrantes tendrían que padecer aquí cosas peores de las que habrían tenido que soportar en Alemania. Veía clavados en él los piadosos y fanáticos ojos, llenos de desprecio, del rabí Tobia.

Noticias procedentes de Inglaterra acrecentaron su miedo. Con ocasión de la coronación de Ricardo, también una delegación judía, encabezada por Aarón de Lincoln y por Baruch de York, habían querido entregar presentes al rey en la catedral de Westminster y rogarle la confirmación de los viejos privilegios. Pero se les negó la entrada en la iglesia, y se extendió el rumor de que el rey entregaba la vida y los bienes de los judíos a su gran pueblo de Londres. Conducida por cruzados, la multitud saqueó las casas de los judíos, los maltrató, arrastró a muchos de ellos a las iglesias para bautizarlos y mató a los que se resistían. Algo parecido sucedió en Norwich, en Lynn y en Stamfort, en Lincoln y en York. Aarón de Lincoln consiguió huir sano y salvo de Londres, pero sólo para caer en los disturbios que tuvieron lugar en Lincoln. Baruch de York había aceptado el bautismo. Al día siguiente, el rey Ricardo le preguntó si también en su corazón era cristiano. Baruch contestó que sólo había querido salvar su vida, pero que en su corazón seguía siendo judío.

—¿Qué podemos hacer con este hombre? —había preguntado Ricardo al arzobispo de Canterbury

—Si no quiere servir a Dios —había contestado malhumorado el prelado—, que siga en nombre de Dios al servicio del diablo.

De este modo Baruch regresó a York como judío; allí, junto con su familia, fue asesinado.

Si en la sensata Inglaterra, reflexionaba Jehuda, habían podido suceder esas cosas, ¿qué pasaría aquí en Castilla cuando el pueblo fuera instigado después de una derrota?

Don Efraim se presentó ante Jehuda. Le informó que el conde de Alcalá se había dirigido a él para pedirle un crédito sobre sus bienes, pero que lo había rechazado.

—Está endeudado —explicó Efraim—, es un despilfarrador probablemente lo gastará todo absolutamente en la guerra y sus bienes caerán fácilmente en manos de los creyentes. A pesar de esto, me he negado a hacerle un préstamo a Alcalá, porque un judío que saca provecho de las necesidades de un cruzado no hace más que ganar enemigos para sí mismo y para toda la judería. Supongo que el conde ahora se dirigirá a ti.

—Te agradezco la información y tu consejo —dijo sin comprometerse Jehuda.

Don Efraim tenía un segundo e importante comunicado. La aljama había decidido poner a disposición del rey una tropa auxiliar formada por tres mil hombres.

Jehuda se sintió cruelmente humillado. ¿Tan despojado y perdido estaba ya que la aljama, en esta difícil y acuciante situación, tomaba decisiones sin consultar con él?

—¿Crees que así podréis salvaros? —le dijo sarcástico—. Piensa en lo que ha sucedido en Inglaterra.

—Lo lamentamos y lo hemos tenido en cuenta —contestó Don Efraim—, precisamente por eso queremos hacer todo aquello que esté en nuestras manos para contribuir a la victoria del rey Alfonso, Dios quiera protegerlo. Además, siempre habíamos pensado, y tú mismo se lo propusiste al rey, poner a su disposición tropas de refuerzo.

—Yo, en vuestro lugar —repuso Don Jehuda—, habría entregado dinero para contratar routiers. Quizás, como muestra de vuestra buena voluntad, habrías podido poner a su servicio también doscientos o trescientos hombres de vuestras propias filas. Pero creo que habríais hecho mejor conservando al grueso de vuestros hombres más fuertes de la aljama capaces de utilizar las armas. Me temo que los necesitaréis —concluyó lleno de amargura.

—Comprendo que pienses así —contestó tranquilo Efraim—, pero tu situación, Don Jehuda, es distinta a la nuestra, y también para un hombre tan inteligente como tú es difícil, en tus circunstancias, juzgar imparcialmente nuestra situación.

Al ver cuán dolorosamente afectaban sus palabras al otro, siguió, no sin calor:

—No soy tu enemigo, Don Jehuda. No olvido nada de todo cuanto has hecho por nosotros, en la grandeza de tu corazón. Si ahora se acercan días en los que necesitas nuestra ayuda, créeme que estamos dispuestos a ofrecértela.

Jehuda contestó con sequedad y rabia:

—Os lo agradezco.

Cuando Efraim se retiró, recorrió su casa con ojo escrutador. Contempló las obras de arte, los libros, los rollos escritos, sacó uno, después otro, palpó la escritura antiquísima que plasmaba la vida de Avicena. Entró en la sala de los escribanos, tomó algunas cartas, las leyó por encima. Le ofrecían con respetuosas locuciones, contratos, negocios, le pedían consejo; evidentemente, se le seguía considerando uno de los hombres más poderosos de la Península. Repasó los balances de sus repositarii para calcular cuán grande era su patrimonio. Los preparativos de la guerra, las muchas ventas y préstamos, los beneficios del dinero nuevamente invertido habían multiplicado sus riquezas. Calculó, comprobó, calculó de nuevo. Poseía casi trescientos cincuenta mil maravedíes de oro. Pronunció la inmensa suma para sí, despacio, en árabe, casi incrédulo. Sacó de su gran cofre de las joyas el pectoral familiar, lo palpó. Riendo, sacudió la cabeza. Allí estaba él, ahogándose en tesoros, honores, poder: era el revoque de una tumba.

Con un brusco movimiento, apartó sus sombrías reflexiones. No debía dejar que Don Efraim lo asustara.

Aceptó el empréstito sobre los bienes del conde de Alcalá.

Pero las palabras del Párnas se habían grabado profundamente en él. Era tal y como Don Efraim había expresado sobriamente: él, Jehuda Ibn Esra, estaba más amenazado que cualquier otro. Si fuera sensato, se marcharía lo más pronto posible, poniéndose a salvo a sí mismo, a Raquel y a su nieto, en las tierras de los musulmanes orientales, en las tierras del sultán Saladino, que era amigo de los judíos.

Raquel se resistiría, querría quedarse junto a Alfonso. Y aunque consiguiera convencerla, Alfonso la haría perseguir. ¿Y cómo podrían cruzar unos fugitivos tan llamativos todo aquel mundo enemigo y cristiano hasta llegar a Oriente?

¿Y debía acaso siquiera intentar salvarse a sí mismo y a los suyos? ¿Debía dejar a los emigrantes francos indefensos en medio del peligro? Claro que no podría ayudarles; al contrario, quedándose, sólo los ponía en un peligro mayor a ellos y a toda la judería. Pero esto no querrían comprenderlo. Si se marchaba, se amontonarían los insultos sobre su nombre. El hombre con la gran misión, se burlarían, el benefactor de Israel, Jehuda Ibn Esra, había huido en el momento en que debía mantener su palabra y defender su obra. Y por siempre más se le consideraría un cobarde y un traidor

Le vino a la memoria una frase del Mose Ben Maimón: En cada judío hay algo de profeta, y era un deber estimular en el alma esta capacidad profética. Se habían quedado grabadas en él, adulándolo, las palabras de Efraim diciendo que había hecho mucho por los judíos en la grandeza de su corazón. No, no ahogaría en su corazón su virtud profética. No iba a intentar huir de su misión. Se quedaría en Toledo.

Se esforzó en averiguar qué era lo que le retenía realmente en el lugar de peligro contra toda sensatez. ¿Era el miedo ante los peligros de la fuga? ¿Era el amor a Raquel, que no soportaría la separación de Alfonso? ¿Era ambición y arrogancia porque no quería manchar el nombre de los Ibn Esra? ¿Era fidelidad a su misión? Todos aquellos motivos se mezclaban en su corazón, no podía separar unos de otros.

En medio de la duda y la preocupación se fortalecía su decisión. No podía ayudarse a sí mismo, tampoco podía ayudar a Raquel. Pero sí a su nieto.

Había jurado no hacer judío al nieto y mantendría aquel juramento absurdo y repugnante. Pero ninguna promesa le obligaba a dejar al niño aquí en Toledo. Ahora que Alfonso partía hacia la batalla, insistiría en bautizar antes al niño. La consideración que sentía por Raquel no lo detendría durante mucho más tiempo. Él, Jehuda, debía hacer desaparecer al niño antes de que el rey volviera a Toledo.

Raquel pasaba la mayor parte del tiempo en La Galiana.

Sabía que en las próximas semanas se iniciaría aquella terrible gran guerra, pero no sentía temor. Desde que Dios le había hecho el venturoso regalo de su Emmanuel estaba llena de una profunda seguridad, se sentía protegida y arropada en la mano de Adonai o, como el tío Musa decía, bajo el manto del destino.

Añoraba a Alfonso, pero no con aquella añoranza febril de antes que la hacía caer del júbilo a la desesperación y de nuevo llenarse de júbilo. Pero, sobre todo, se sentía llena de una profunda confianza que le daba la certeza de que él siempre volvería a ella desde aquel mundo suyo de la caballería. Lo que a él le atraía no era sólo el inmensurable placer que se daban uno al otro. Había otra cosa: amaba a la madre de su hijo, su Sancho, que también se había convertido para él en un Emmanuel. Crecían, Raquel y Alfonso, compenetrándose uno en el otro.

Con frecuencia contemplaba imperturbable durante minutos, transportada de bienaventuranza, el tierno y alargado rostro de su hijo, de su Emmanuel, del Mesías. Sólo tenía una vaga imagen del Mesías, una desdibujada imagen de algo elevado, resplandeciente, y no tenía ni la más leve sospecha de cómo aquel pequeño hijo suyo podría traer la salvación al mundo, pero lo sabía: se la traería. Aun así, seguía manteniendo este conocimiento en su pecho; le parecía blasfemo hablar de ello.

Ni siquiera con Don Benjamín habló de ello, aunque su amistad se había hecho más profunda. Era una amistad sin muchas palabras. Él le leía en voz alta algún libro, o recorrían en silencio los caminos del jardín.

De nuevo, Raquel pasaba el Sabbath con su padre en el castillo.

Una vez, al terminar la celebración del Sabbath, el aroma de las especias y de las velas apagadas en el vino todavía flotaba en el aire, Jehuda preguntó a su hija:

—¿Cómo está tu hijo, mi nieto?

Aún no había visto nunca al nieto, nunca había pisado La Galiana. Raquel sabía cuánto deseaba su padre ver al niño, pero tenía miedo de sacar al Emmanuel de La Galiana. A pesar de que le pertenecía, temía agraviar a Alfonso si se llevaba al niño, aunque fuera sólo por una hora, sin su aprobación.

En voz baja, con cautela, pero con feliz orgullo, ya que temía y esperaba que su padre la interrogara acerca de su secreto convencimiento, contestó:

—Emmanuel está sano y crece maravilloso en la gracia de Dios.

Jehuda, con esfuerzo, tuvo que hacer acopio de todas sus fuerzas para iniciar aquella conversación, dijo:

—Necesitará mucho de la gracia de Dios, tu hijo, mi nieto, en los próximos tiempos.

Y puesto que Raquel lo miró asombrada, le explicó:

—Si sólo fuera hijo de Alfonso no estaría amenazado, y tampoco estaría amenazado si sólo fuera tu hijo. Lo pone en peligro el ser hijo tuyo y de Alfonso. Como hijo de Alfonso, está predestinado a grandes cosas; todos lo saben y lo admiten. Pero a muchos no les gusta que un hijo tuyo esté destinado a grandes cosas. En estos momentos, en el castillo de Burgos se hallan reunidos un número incontable de estos que no lo ven con buenos ojos. Nosotros no podemos enfrentar a estos poderosos más que nuestra confianza en Dios.

Raquel no comprendió las palabras de su padre. Probablemente hablaba del propósito de Alfonso de bautizar al niño, y suponía que Alfonso no tendría más en consideración los deseos de ella, para proteger así al niño de las asechanzas de sus enemigos. Sí, por un momento lo deseó. Pero al mismo tiempo fue consciente de cuán gravemente pecaminoso era su deseo, era impensable que Emmanuel fuera profanado por el agua de los idólatras. Y su padre no conocía a su Alfonso. Alfonso la amaba, Alfonso se compenetraba con ella y nunca la mortificaría en su alma de esta manera. Dijo casi llorando:

—Alfonso tan sólo me ha hablado una sola vez de que quería hacer bautizar a nuestro Emmanuel. Estoy segura de que ha renunciado a ello.

Jehuda no quiso quitarle su convencimiento, no se desvió del tema. Le dijo:

—Don Alfonso ha preparado papeles que nombran a tu hijo conde de Olmedo. No puedo imaginar que una dama que sólo le ha dado hijas al rey acepte esto. Don Alfonso es un hombre valeroso, sin malicia ni prudencia. Ni se le ocurriría considerar a una tan gran dama y tan próxima a él capaz de cometer ningún delito. Me temo que se equivoca.

Raquel empalideció. Pensó en las muchas historias de mujeres malvadas y celosas que habían atormentado y asesinado a la esclava favorita del marido. Y ¿acaso Sara, su antepasada, siendo como era una piadosa y gran mujer, no había arrojado al desierto, por envidia y celos, a la concubina Agar con el pequeño Ismael para que perecieran en él? Raquel guardó silencio durante largo tiempo, durante todo un minuto. Después preguntó:

—¿Qué aconsejas, padre mío?

Él contestó:

—Podríamos intentar huir, tú, yo y el niño. Pero sería peligroso, somos gente que llamamos la atención. Podemos escondernos difícilmente y el pueblo está alborotado: piensa en la guerra y ve enemigos en todos los extranjeros.

Raquel, con labios pálidos, preguntó:

—¿Debo huir de Alfonso?

—No —la tranquilizó Jehuda—, ¿no te he dicho que era peligroso? Es mejor mandar lejos tan sólo al niño, a un lugar seguro.

Raquel dijo, y todo su cuerpo manifestaba su rechazo:

—¿Debo esconder al niño de Alfonso?

Jehuda, precavido, consolador contestó:

—Tu Alfonso no lo sabe, pero no puede proteger al niño. El niño sólo está seguro en presencia de Alfonso, y él se va a la guerra y no puede llevarse al niño. Aquí en Castilla nadie puede proteger al niño. Salvarás la vida de nuestro Emmanuel si durante el tiempo que dure la guerra te separas de él.

Puesto que ella callaba, continuó:

—Habría podido llevarme al niño lejos sin consultar contigo y explicarte después por qué había que hacer así las cosas, y sé que me habrías entendido y me habrías perdonado. Pero eres una Ibn Esra. No quiero tener secretos ante ti y no quiero arrebatarte ninguna responsabilidad. Te ruego que reflexiones bien sobre todo esto y después me digas: ¡Sea!, o ¡No será así!

Raquel, con una pena inmensa, dijo:

—¿Quieres llevarte al niño de Castilla? —y de nuevo—: ¿Quieres llevarte a Emmanuel de Castilla?

Jehuda vio su tristeza, la piedad le encogía el corazón. Dijo con ternura, y no pudo evitar cecear un poco:

—No tengas miedo, Raquel, hija mía. Confía en mí. Haré que se lleve el niño un hombre inteligente y seguro, el más seguro que conozco y el más fiel. Nadie debe saber dónde está el niño, sólo ese hombre leal. No debe haber nadie aquí en Toledo que pueda decirle al rey dónde está el niño. Cuando te amenace, cuando quiera obligarte a darle una respuesta, debes responder: «No lo sé», y debe ser la verdad.

Y al ver a Raquel tan desolada y apagada, dijo:

—De este modo, el niño no estará en peligro, y tú tampoco lo estarás, Raquel mía. El único que estará en peligro voy a ser yo. Quiero salvar a este niño, a tu hijo, mi nieto. Cuando la guerra haya terminado, cuando el reino vuelva a estar en paz, cuando Alfonso esté más tranquilo, haremos volver a Emmanuel.

Esperó durante largo rato, luego dijo:

—No quiero, hija mía, que hagas nada en este asunto, no debes saber ni siquiera cómo sucederá. Sólo te ruego una cosa: no digas que no. Todo lo demás recaerá sobre mi cabeza.

Por un breve momento, Raquel se imaginó lo que significaba que su padre estuviera dispuesto a atraer sobre sí la ira de Alfonso. Sabía cuán terrible era Alfonso en su ira. Era muy probable que, en su rabia, matara a su padre.

Todo esto lo asumía su padre para salvar a Emmanuel. Al mismo tiempo, por misteriosos motivos, se había negado a ver siquiera al niño. Era valiente. Siempre dejaba vencer sobre sus sentimientos el buen sentido que Dios le había dado. Ella no podía hacerlo. Ni siquiera podía fiarse de sus sentimientos. No hacía ni siquiera media hora, en su felicidad, todavía se sentía segura y protegida bajo el manto del destino, y ahora tenía miedo por el niño y por el hombre. Si ahora se negaba a entregar a Emmanuel, ¿acaso no ponía en peligro su vida? Y si permitía que se lo llevaran, ¿no perdería entonces el amor del hombre? De pronto, como si acabaran de ser pronunciadas, oyó las palabras de su amiga Layla: «¡Pobrecilla!».

Intentó recomponer los restos de su anterior y feliz seguridad. La separación de Emmanuel duraría poco tiempo, Alfonso debería comprenderla, Alfonso estaba compenetrado con ella.

Luego de un minuto eterno, dijo:

—Suceda como lo consideres correcto, padre mío.

Y después cayó sin sentido. El padre, mientras se preocupaba de ella, pensaba: «Asimismo cayó en aquel entonces cuando la convencí para que se fuera con este rey». Sentía una compasión ilimitada por la desmayada y la envidiaba. A él se le había negado poder huir en ese desvanecimiento, él debía apurar su sufrimiento hasta el final, con plena conciencia.

Alfonso se encontraba de camino de Burgos a Toledo. En su cortejo se encontraban el arzobispo Don Martín, el caballero Bertrán de Born, el escudero Alazar.

Las tierras a través de las que cabalgaban se armaban para la batalla. Por todos los caminos avanzaban hombres jóvenes en dirección a los castillos de sus señores feudales, por todas partes había pequeños grupos de hombres armados encaminándose hacia el sur.

Alfonso y sus acompañantes los examinaban con mirada experta, alegres gritos y bromas cruzaban el aire entre los señores y sus futuros soldados.

El rey estaba alegre como un potro. Le alegraba la perspectiva de la guerra, le emocionaba volver a ver a su hijito, a su querido bastardo Sancho, el pequeño conde de Olmedo. Sentía por su hijo un alegre, fuerte y paternal amor debería hacérselo sentir al pequeño Sancho. Él había crecido sin padre, se había convertido en rey a los tres años, y nadie se había atrevido a reprender seriamente al muchacho que era rey. Su hijo no debía convertirse en un niño mimado, debía sentir la mano de su padre.

Tan pronto como estuviera de regreso, colocaría su mano sobre el hijo. De inmediato, ya el primer día, haría bautizar a Sancho. Raquel lo comprendería. También a ella la conduciría a la gracia, si era necesario con firmeza, y ella le quedaría agradecida.

Entró a caballo en Toledo, se lavó, se cambió de ropas y cabalgó hacia Raquel. Alafia, prosperidad, bendición, podía leerse la salutación desde el portón de la propiedad. A la entrada de la casa esperaba Raquel. Impetuosamente, orgulloso y cariñoso, la atrajo hacia sí. Ella no sintió otra cosa que una torrencial alegría por el hecho de que él volviera a estar allí. Entraron en la casa, él rodeaba sus hombros fuertemente con su brazo. La soltó, la colocó ante sí, la miró de la cabeza a los pies riendo feliz.

Entonces dijo:

—Y ahora, vamos a ver al pequeño Sancho.

Raquel dijo:

—No está aquí.

Alfonso dio un pequeño paso atrás, no comprendía, la miró fijamente, casi atontado por la sorpresa:

—¿Pues dónde está?

Una maligna sospecha creció en él. ¿Estaba el niño en el castillo?

Ella reunió todo su valor y dijo valiente la verdad:

—No lo sé.

Los ojos de él brillaron con aquella ira que ella conocía.

—¿No sabes dónde está mi hijo? —preguntó en voz baja, salvajemente. Raquel dijo:

—Está seguro. Nuestro hijo está seguro, eso es todo lo que sé. Mi padre lo ha llevado a un lugar seguro.

Alfonso la cogió por un brazo tan fuerte que ella no pudo reprimir un pequeño grito. La cogió por los hombros sacudiéndola. Con el rostro pegado al de ella le reprochó con iracundas palabras:

—¿Has entregado a mi hijo, a mi hijo Sancho, a tu padre? Ha roto su juramento sagrado, el perro, y tú lo has permitido. Y además le has ayudado, ¿no?

Raquel, con esfuerzo, le dijo:

—Yo no le he ayudado, yo no le he entregado el niño a mi padre. Pero sé, te lo digo tal como lo pienso, que mi padre tenía razón.

El cerebro de Alfonso se vio inundado por las palabras de censura y discursos injuriosos contra los judíos que llenaban las cartas del Papa; por los sermones llenos de odio de los clérigos: engendros del infierno, procelaria de Satanás. Cerró el puño dispuesto a golpearla.

Y entonces la vio.

Había echado hacia atrás el pecho y la cabeza y levantado ligeramente una mano, con rechazo, no con miedo. Desde aquel rostro de un tostado pálido, lo miraban más grandes que nunca los grandes ojos de un gris azulado. En ellos había sorpresa, horror decepción, emoción, enojo, tristeza, amor; todo lo que no habían dicho sus labios, que quizás no podían decir, lo decía su mirada y todo su cuerpo con tal fuerza que él, que comprendía el mundo y los hombres con una mirada, lo percibió de inmediato, aun contra su voluntad. Comprendió.

Dejó caer la mano. Con un resoplido, lanzó un breve jadeo, lleno de desprecio y de maldad.

—Debo entender que me habéis robado al niño, vosotros, los judíos —dijo—, tendría que haberlo sospechado —se rió. Una risa clara, entrecortada, horrible, que penetró en la cabeza de Raquel como un cuchillo.

Inesperadamente se dio la vuelta, abandonó la casa, galopó de regreso a Toledo. Ordenó que Jehuda acudiera al castillo.

—Así pues, has roto tu juramento —constató fríamente. Jehuda contestó:

—No lo he hecho, mi señor: No me resultó fácil mantener el repugnante juramento, pero lo mantuve. No he hecho de mi nieto un judío, que Dios me perdone este pecado.

Alfonso estalló:

—¡Has secuestrado a mi hijo, perro! ¡Lo retienes como rehén! ¿Quieres obligarme a renunciar a mi guerra, proteger a tus musulmanes, perro, traidor? ¡Te haré colgar!

Jehuda contestó tranquilo:

—Nadie retiene a tu hijo como rehén, mi señor. Tu hijo está en un lugar seguro, a salvo de la guerra, a salvo de los cristianos, a salvo de los musulmanes, eso es todo. Aquí en Toledo el niño corre peligro cuando Vuestra Majestad no está presente. Piénsalo con tranquilidad, mi señor, y estarás de acuerdo conmigo. El niño está en manos fiables. Raquel no sabe dónde está. Esto es muy duro para ella. Tampoco yo lo sé con exactitud, y también es duro para mi.

Con la vieja preponderancia y servil osadía, añadió:

—Comprendo que desees colgarme. Pero con ello harías enmudecer la boca que alguna vez podrá decirte dónde está tu hijo.

Y, con respetuosa confianza, finalizó:

—Cuando la guerra haya terminado y no haya ningún peligro, mandaré a buscar al niño. Puedes estar seguro de ello, mi señor. No he visto nunca a mi nieto; deseo verlo antes de morir. También a Raquel le ha sido terriblemente insoportable perder al niño.

La certeza de su impotencia sofocó a Alfonso. Se hallaba ligado irremediablemente al judío. El judío lo tenía bien atado.

Sin una palabra, con un ademán iracundo e imperioso, lo hizo salir de la estancia.

Cuando se tranquilizó, se dijo que Jehuda no le había robado al hijo por pura maldad. Raquel no había mentido. Evidentemente, ella no sabía dónde estaba escondido el niño. Con toda seguridad, no lo había entregado con corazón alegre a Jehuda.

La imagen de Raquel, tan elocuente en su silencio, su ademán enojado, triste, quejoso y amante no podía borrarse de su memoria. Lleno de una ira infantil intentó apartarla de su mente. Buscó en su memoria gestos y palabras de Raquel que en algún momento le habían causado desagrado, uno tras otro, con toda malicia. Cuán desagradable le había resultado a Raquel que la alzara sobre su caballo y galopara con ella. Tampoco había mostrado nunca ninguna atención por sus perros y sus halcones. «Está maldito aquel que no ama a los animales, y aquél a quien los animales no aman», decía el refrán, y con razón. No comprendía ni apreciaba sus virtudes caballerescas, sus facultades reales, más bien le parecían sospechosas. Ella odiaba la guerra. Pertenecía a los débiles, a los cobardes, que se limitan a impedir a los valientes seguir el camino prescrito por Dios para ellos. Era una villana de los pies a la cabeza, judía a más no poder. Negaba a su hijo el bautismo, la gracia, la bienaventuranza.

Se refugió en sus obligaciones. Pasó revista a los soldados, discutió con barones, con estrategas. Comió y bebió con el arzobispo, con Bertrán

Atardeció. Llegó la noche. Ansiaba ver a Raquel. No deseaba su abrazo, eso no: deseaba enfrentarse con ella, quería decirle a la cara, a su limpia cara, inocente y mentirosa, lo que pensaba de ella, qué clase de mujer era. Pero se empecinó en su infantil tozudez y se quedó en su castillo, a pesar de sus deseos.

Así transcurrió también el día siguiente.

Pero cuando llegó la segunda noche, galopó a La Galiana. Entregó su caballo al criado, no se hizo anunciar cruzó los jardines. Celebró haber hecho cubrir las cisternas del rabí Chanan. Vio satisfecho que faltaba el cristal de la mezuzah.

Se encontró ante Raquel. Ella lo miró radiante. Él había preparado todo aquello que de malo quería decirle, en latín, algunas cosas también en árabe para que ella lo comprendiera claramente. No dijo nada, permaneció malhumorado y taciturno.

Más tarde, en la cama, cayó sobre ella con iracundo deseo. El odio, el amor el deseo vehementísimo se mezclaban en él. Él quería que ella lo percibiera. Ella lo percibió, y esto lo hizo feliz.

Una legación musulmana llegó a Toledo para transmitir al rey de Castilla un mensaje del califa: los legados debían recordar al rey su tratado con Sevilla. Así pues, las suposiciones que se habían hecho en Burgos habían sido correctas. El califa quería mantenerse apartado de la guerra si Don Alfonso no quebrantaba abiertamente la tregua con Sevilla.

Don Manrique de Lara y casi todos los demás consejeros del rey se alegraron de corazón de que Castilla y Aragón no tuvieran que medir sus armas con todo el poder del califa. Para el canónigo Rodrigue, la llegada de los legados supuso una gran luz en medio de su aflicción. Si Don Alfonso se controlaba y trataba a los legados con cierto tacto, la guerra se limitaría a batallas y escaramuzas con los emires de Córdoba y Sevilla y no sumergiría a toda la Península en una oleada de sangre y sufrimientos.

Pero el rey no se alegró en modo alguno de la llegada de los legados. Estaba impaciente e irritable. Quería dejar atrás Toledo, dejar atrás la paz, también quería dejar atrás La Galiana. Quería por fin, por fin, empezar su guerra. Y ahora llegaban aquellos circuncisos para empezar de nuevo a charlar y a negociar Pero ya había hecho bastantes concesiones en Burgos para conceder ahora también a Yaqub al-Mansur humillantes seguridades. Pensó en acabar groseramente con los legados o en ni siquiera recibirlos.

El arzobispo y Bertrán lo apoyaron en su obstinación. Mientras tanto, Don Manrique había sopesado con el canónigo las claras perspectivas que el encuentro con la legación abría y manifestó al rey con apremiantes palabras, que el bienestar del reino y de toda la cristiandad exigía que siguiera el juego al califa y contestara a su advertencia con serias promesas. Si se negaba, si desafiaba a Yaqub al-Mansur y lo provocaba y humillaba en lugar de apaciguarlo, este trasladaría todo el ejército del islam occidental a al-Andalus. Arrojaría por tierra todo el plan de guerra y rompería el tratado que había jurado solemnemente en Burgos. Alfonso repuso con terquedad, se resistió largamente, y malhumorado fijó finalmente una hora para recibir a la legación, respondiendo a los incesantes intentos de persuadirlo de Don Manrique.

Los señores musulmanes, encabezados por el príncipe Abul-Asbag, pariente del califa, se presentaron con esplendor. Alfonso los recibió, rodeado de sus consejeros y grandes, en la gran sala de audiencia adornada con blasones y estandartes.

Se intercambiaron con toda ceremonia las palabras introductorias formales de costumbre. Alfonso, con dejadez señorial, sentado en su alto asiento, escuchó toda aquella palabrería solemne y formal. Vio el oscuro rostro del arzobispo, el rostro burlón de Bertrán, el rostro lleno de preocupaciones de Don Rodrigue, y una y otra vez su mirada buscaba al judío, que modestamente se mantenía en una de las filas traseras. Aquel Jehuda tenía la culpa de que él, Alfonso, antes el primer caballero de la cristiandad, se encontrara ahora lastimosamente por detrás de Ricardo de Inglaterra. Con su nombre, el Melek Rik, amenazaban las mujeres musulmanas a sus hijos. A él, a Alfonso, probablemente como fruto de oscuras maquinaciones de Jehuda, los musulmanes le mandaban una legación para transmitirle advertencias. Sus consejeros, con su lamentable sentido común, le habían convencido de que escuchara el parlamento de aquellos circuncisos. Pero más les valía no sentirse tan seguros al judío y a sus viejos y precavidos señores. No conseguirían hacer callar su voz interior. Sólo a ella obedecería.

El príncipe Abul-Asbag, que encabezaba la legación, se adelantó, se inclinó profundamente e inició su embajada. El príncipe era un caballero de edad, de aspecto cuidado. El manto azul del legado le sentaba bien, las palabras árabes salían serenas y sonoras de su boca.

El soberano de los creyentes occidentales, explicó, había oído hablar con preocupación, de los grandes preparativos para la guerra del rey de Castilla. El califa suponía que este ejército no se dirigiría contra el emir de Sevilla, su vasallo, a quien la tregua protegía. Pero, por desgracia, últimamente se había extendido por los reinos cristianos la criminal y desvergonzada teoría de que un contrato no era vinculante para los cristianos cuando iba contra los intereses de los sacerdotes cristianos. Los príncipes cristianos de Oriente habían actuado insolentemente de acuerdo con esta afirmación, de modo que el sultán Saladino se vio obligado a proclamar la Guerra Santa, y Alá ratificó gloriosamente al señor de los creyentes orientales y había puesto de nuevo en sus manos la ciudad de Jerusalén, mientras que los príncipes cristianos tuvieron que pagar la ruptura de su palabra con la pérdida de sus tierras y de su vida.

Don Alfonso, en una actitud relajada pero muy majestuosa, escuchó aquel primer parlamento, serio y duro. Su rostro delgado, como tallado en madera, permaneció tan tranquilo que habría podido dudarse que estuviera entendiendo las palabras árabes. Quizás en medio de su corta barba, de un rubio rojizo, su boca delgada y grande, afeitada, se fruncía ligeramente, y los marcados surcos de su frente se hacían aún más profundos. Pero los claros ojos se deslizaban del legado que tenía la palabra al resto de la reunión, y una y otra vez buscaban a Don Rodrigue, y una y otra vez a Jehuda.

«Habla cuanto quieras tú, circunciso —pensaba—, y di cuanto se te antoje. ¡Ladra, perro, ladra! Sé que no mordéis, tú y tu señor, que os quedaréis en la seguridad de vuestra Africa, al otro lado del mar. Tengo paciencia, me he prometido a mí mismo que no me dejaré provocar. No voy a contestar a tus alardes con la bofetada que te mereces. Pero, cuando estés de regreso, caeré sobre Córdoba y Sevilla, y entonces vosotros habréis ladrado, pero yo me habré apoderado de los huesos».

El legado continuó hablando. El señor de los creyentes occidentales, explicó, sólo necesitaba advertirle al señor de Castilla, que era conocido por ser un hombre prudente, que él, el califa, podría perdonar muchas cosas, pero bajo ninguna circunstancia la ruptura de un tratado. El rey de Castilla ya no había salido muy bien librado cuando tuvo que enfrentarse tan sólo con los ejércitos de Sevilla; en caso de que cayera por segunda vez sobre Sevilla, tendría que enfrentarse con todo el poder del califa. Castilla, si atizaba el fuego, tendría que llorar muchas lágrimas para poder apagar las llamas.

Don Alfonso, mientras seguía escuchando con gran atención, percibió claramente lo que sucedía en la sala, vio con toda claridad como aquellos dos, tanto Rodrigue como Jehuda, lo miraban cada vez con mayor preocupación, casi suplicantes. Sí, incluso se fijó en el símbolo del cargo de Jehuda, el pectoral con las tres torres, y mientras se sorprendía de estar comprendiendo cada una de las palabras del primoroso árabe de aquel circunciso, pensó en las monedas de oro que el judío había hecho acuñar para darle una alegría a él, a Alfonso, y que habían llevado su rostro hasta los más lejanos rincones del reino del califa. Desde su primer encuentro había estado ligado al judío, a veces para bien, a veces para el dolor. Pero ahora estaba harto de aquel lazo, le estaba produciendo rozaduras, debía cortarlo de una vez. Vio los ojos de Jehuda, aquellos ojos apremiantes y admonitorios, le recordaban los ojos de Raquel. Pero: «No te servirá de nada —pensó—, no vas a tenerme durante mucho más tiempo atado a tus riendas. No me voy a dejar tirar de la barba por tu príncipe Abul-Asbag. Romperé la cuerda con la que me tienes sujeto».

Se produjo un profundo silencio cuando el príncipe terminó de hablar. En aquel silencio sonó la clara voz de Bertrán de Born.

—¿Ha dicho algo insolente? —preguntó en latín.

El secretario castellano se acercó respetuosamente al trono para empezar con la traducción del discurso. Pero Alfonso lo apartó con un gesto y dijo:

—No es necesario que traduzcas, he entendido cada una de sus palabras, y voy a contestar al caballero de modo que él también entienda cada una de mis palabras.

Y en un árabe lento —con feroz alegría, pensó que Don Rodrigue se sorprendería de cuánto había mejorado su árabe en La Galiana— contestó:

—Di a tu señor el califa, lo siguiente: según la opinión y el juicio de mis expertos, mi tratado con Sevilla ya no es vigente. Desde que el sultán deshonró la tumba de nuestro Salvador y obligó al Santo Padre a proclamar la Guerra Santa. A pesar de todo, he mantenido la tregua. Pero ahora las insolentes palabras de tu señor han hecho que se fundiera el sello del tratado.

Se levantó. Allí, en pie, tenía un aspecto joven, audaz, muy principesco:

—Dile al califa —afirmó con su voz clara, exenta de todo rastro de preocupación— que venga a al-Andalus con sus barcos y con sus soldados. Aquí en la Península no tendrá que luchar contra hordas salvajes como contra los rebeldes de su frontera occidental. Los hombres que se enfrentarán a él aquí son expertos guerreros de Dios Todopoderoso. ¡Deus vult! —gritó, y el arzobispo y los demás respondieron a su grito.

Ahora, los ojos claros y grises de Alfonso reflejaron aquel brillo tormentoso que muchos temían y que Doña Leonor tanto amaba.

—¡Y ahora lárgate! —gritó al príncipe Abdul-Asbag—. El derecho de los legados te protegerá todavía dos días. Si para entonces no has cruzado la frontera, prepárate. Alégrate de que no te haga arrancar la lengua que ha pronunciado palabras tan insolentes.

El legado había empalidecido pero se recuperó rápidamente. Con dignas palabras, rogó al rey que quisiera concederle la merced de transmitirle por escrito su respuesta, ya que, de no ser así, el señor de los creyentes creería que Alá le había trastornado el juicio, a él, al legado. Alfonso, riendo juvenil, le dijo:

—Te haré ese favor.

Pero cuando la reunión se disolvió, retuvo a Don Jehuda y le ordenó:

—Tú escribirás esa carta, y en tu mejor árabe. Y no se te ocurra suavizar su contenido: me daría cuenta. Quizás habrás notado que mi árabe es ahora muy bueno. Y además, colocarás tu sello junto al mío.

Don Rodrigue yacía en su duro lecho en medio de una apatía y una aflicción que le robaba toda la fuerza de los huesos. Él era el culpable de que Alfonso, igual que un niño malcriado, hubiera destruido todo aquello que se había construido con tanto esfuerzo en Burgos. Si ahora el califa caía sobre Hispania con su enorme poder militar, la culpa sería suya, de Rodrigue. No debería haber dejado sólo a Manrique con la responsabilidad de intentar exhortar al rey a actuar con sensatez, debería haber reunido a tiempo todas sus fuerzas y haber hablado con él personalmente.

No era otra cosa que la debilidad y el temor lo que lo habían frenado. Desde que empezó el asunto amoroso con Raquel, el arzobispo le había reprochado una y otra vez que le faltara aquella santa indignación, jene saeva indignatio, que podía percibirse con tanta frecuencia en las palabras de los profetas y de los padres de la Iglesia. Don Martín le censuraba con razón. Su corazón, el de Rodrigue, se dejaba engañar por el encanto caballeresco, juvenil y propio de un rey, de Alfonso; era indulgente con aquello que no debía comprender ni perdonar. En las últimas semanas incluso había cargado sobre sí mismo una culpa todavía más grave. En lo más profundo de su ser se había alegrado de que el rey hubiera reemprendido su vida de pecado en La Galiana: de este modo, esperaba que, a pesar de todo, el inicio de la guerra se retrasara.

Con apasionado celo había intentado ponerse a salvo en aquel éxtasis que antes había sido su refugio. Había ayunado y se había mortificado. Se había prohibido ir al castillo Ibn Esra, se había prohibido las conversaciones con su sabio amigo Musa. Pero todo esto no supuso el perdón para él. La gracia le fue negada. La puerta en su último refugio se había cerrado.

Y ahora, por debilidad, había permitido que el reino se involucrara en una guerra sin sentido. Ya que sólo el temor le había inducido a cometer la negligencia de no advertir al rey para que diera una respuesta prudente al califa. En su conversación habría tenido que hablar también de los prolongados amoríos con Raquel, y había sido demasiado cobarde para asumir su obligación.

Nunca en su vida la culpa había corroído tan dolorosamente el alma del canónigo. En él resonaban las palabras de Abelardo: «Ésos fueron los días en los que experimenté lo que significa sufrir; lo que significa avergonzarse; lo que significa desesperarse».

Se levantó con los miembros molidos. Intentó distraerse. Sacó su crónica para seguir trabajando en ella. Era un gran montón de pergaminos escritos. Leyó una hoja, otra. ¡Ah! Todo aquello que había anotado con tan amoroso celo le parecía pobre y vacío de contenido; no había modo de encontrar sentido a los acontecimientos que él había recopilado con tanto esfuerzo. ¡Cuán equivocada había sido la imagen que se había hecho de Alfonso! ¡Qué atrevimiento que alguien que ni siquiera podía comprender del todo lo que sucedía a su alrededor pretendiera hacer visible la mano de Dios en los grandes acontecimientos!

Cogió un libro que acababan de mandarle desde Francia y que había despertado allí una gran sensación. El título era L’Arbre des batailles, El árbol de las batallas. El autor era Honoré Bonet, prior del convento de Sellonet, y trataba del sentido de la guerra y de sus leyes y costumbres.

Rodrigue leyó. ¡Ah! Aquel prior de Sellonet era un hombre bueno, bien intencionado, firme en la fe. Basándose en las Sagradas Escrituras, sometía a deliberación y establecía con precisión si en días de fiesta se podía luchar; en qué casos había que matar al enemigo y en cuáles bastaba con tomarlo prisionero; y lo mismo en lo que se refería al importe del rescate que un cristiano podía exigir de otro buen cristiano.

No eludía ningún problema el prior Bonet. Con valentía, se debatía también con las más difíciles cuestiones y las resolvía con llaneza, sencillez y sobriedad.

Allí estaba, por ejemplo, su respuesta a la pregunta de aquellos que se planteaban si la guerra no estaría prohibida ya de entrada según la ley de Dios.

«Mucha gente sencilla —explicaba el prior de Sellonet— considera la guerra condenable porque en ella necesariamente se cometen muchos desmanes y Dios ha prohibido cometer desmanes. Os digo que esto no tiene sentido. La guerra no es ningún desmán, es buena y justa, puesto que la guerra tan sólo pretende convertir la injusticia en justicia y la discordia en paz tal y como las Escrituras nos lo ordenan. Y si en la guerra suceden muchas desgracias, éstas no se deben a la naturaleza de la guerra, sino al incorrecto comportamiento de cada uno, como, por ejemplo, cuando un guerrero toma a una mujer y la fuerza, o hace arder una iglesia. Esas cosas no forman parte necesariamente de la naturaleza de la guerra, sino del incorrecto comportamiento de cada uno. De modo semejante sucede, por ejemplo, con la justicia de acuerdo con la naturaleza de la cual debe juzgar el juez, haciendo uso de su sentido común y de acuerdo con su capacidad. Pero cuando un juez juzga injustamente, ¿podemos decir que la justicia en sí misma es mala? Evidentemente, no podemos decirlo. Lo malo no se encuentra en la naturaleza de la justicia, sino en su aplicación incorrecta, en su mala interpretación y en los malos jueces».

El canónigo suspiró. Se lo ponía muy fácil el prior Bonet. El instruido Rodrigue sabía que no todos se conformarían tan rápidamente con esa respuesta al problema. La secta de los primeros cristianos, los montanistas, por ejemplo, habían declarado el hecho de servir en la guerra incompatible con el cristianismo. El canónigo abrió el libro del montanista Tertuliano: «Un cristiano no será soldado —podía leerse allí—, y cuando un soldado se hace cristiano, lo mejor que puede hacer es abandonar su servicio». Había muchos de estos ejemplos. El joven Maximilianus, cuando se vio obligado a alistarse, había explicado al procónsul:

—No puedo servir, no puedo hacer nada malo, soy cristiano.

Typasius, el valiente soldado que había demostrado su valor en muchas batallas, tras su conversión, se negó a seguir en el ejército. Dijo a su centurión:

—Soy cristiano, no puedo seguir luchando bajo tus órdenes.

Y aquí, en la misma Hispania, el centurión Marcelas, a la vista del estandarte de su nación, arrojó su espada al suelo y declaró:

—No voy a seguir sirviendo al emperador. A partir de hoy sirvo a Jesus Christus, el rey de la eternidad.

Y la iglesia había declarado santos a Maximilianus y a Marcelas.

Claro que más adelante, bajo el emperador Constantino, el Concilio de Arlés había excomulgado a aquellos que se negaran a cumplir el servicio militar.

Abelardo, tan sutil, atrayente y peligroso, recogía en su libro Sí y No lo que las Escritura decían en favor y en contra de la guerra y dejaba al lector el trabajo de sacar las conclusiones. ¿Pero quién era suficientemente sabio como para poder hacerlo? ¿Cómo se podía empezar a seguir las enseñanzas del sermón de la montaña? ¿Cómo sentir repugnancia por la maldad y, a pesar de eso, luchar en la guerra? ¿Cómo se podía amar al enemigo y matarlo? ¿Cómo se compaginaba la llamada a la cruzada con la enseñanza del Salvador: Quién toma la espada, a espada morirá?

Los pensamientos confundían a Rodrigue, las páginas de los libros en los que leía se le hacían más y más grandes, los signos de la escritura se enmarañaban. Se convirtieron en el rostro de Don Alfonso, Vultu vivax, en esto tenía razón. Había visto cómo, apenas había empezado a hablar el príncipe musulmán, se había encendido un fuego impetuoso tras la máscara señorial de Alfonso, cómo saltaban las chispas a través de la máscara, cómo ardió la llamarada, cómo, finalmente, todo el rostro adquirió una expresión salvaje y violenta, que expresaba el deseo de humillar, de golpear, de destruir Todavía ahora, cuando recordaba aquel rostro, el canónigo se sentía horrorizado.

Pero en ese horror hallaba su disculpa. En todos los momentos decisivos se desataba la violencia de ese hombre, y nadie podía hacer nada en contra. Dios había dado a Rodrigue una misión impracticable cuando le ordenó cuidar de ese rey

Pero no debía camuflar su propia culpa y debilidad con estos sofismas. Tampoco podía decirse ahora que todo estuviera perdido. Tenía la tarea de advertir a Alfonso y debía dejar en manos de Dios el que coronara su misión o no con el éxito. Debía buscar a Alfonso, todavía hoy, de inmediato, ya que, sin duda, ahora que había desafiado de ese modo al califa, el rey partiría sin dilación hacia el sur.

Acudió al castillo.

Encontró a un Alfonso alegre, accesible. Desde que había mandado a casa al príncipe musulmán de aquel modo tan majestuoso se sentía ligero y libre. Había escuchado su voz interior, la espera había llegado a su fin, su guerra era ya un hecho. Se sentía lleno de una alegre y principesca confianza.

Claro que los preocupados rostros de sus consejeros le hacían sentirse molesto; le recordaban los rostros de sus educadores cuando desaprobaban lo que hacía el muchacho real Alfonso pero no se atrevían a corregirlo, y ese que se acercaba ahora, su amigo Rodrigue, evidentemente tampoco estaba de acuerdo con la respuesta que había dado al califa.

Pero quizás era bueno que viniera Rodrigue precisamente ahora. Aquella conversación no podía seguirse aplazando. Alfonso debería haber hablado antes con su paternal amigo acerca de lo que había sucedido en La Galiana, y no habría un mejor momento, para explicarlo todo y justificarse, que éste, en el que se sentía con ánimo relajado y feliz.

Con rápida decisión, pues, sin largos preámbulos y eufemismos, le contó lo que había sucedido entre él, Raquel y su padre, esto es, que el judío había hecho huir al niño antes de que él pudiera bautizarlo.

—He cargado la culpa sobre mi conciencia, padre mío y amigo mío —dijo—, pero lo reconozco sinceramente, no me agobian los remordimientos. Mañana parto hacia la cruzada, y no pasará mucho tiempo hasta que vuelva puro y limpio de todo pecado. Y entonces no sólo bautizaré a mi hijo, sino que también conduciré a Raquel por el camino de la gracia.

Rodrigue había temido que el niño estuviera todavía en La Galiana, en la cotidiana proximidad del padre que había seguido negándole la gracia del bautismo, y suspiró aliviado porque no era así. Además, el rey no era consciente de la gravedad de su pecado, y Rodrigue pensó en las profundas y peligrosas palabras de Abelardo: Non est peccatum nisi contra conscientiam, no es pecado si no se es plenamente consciente de que lo es. De nuevo, contra su voluntad, se sintió compenetrado con el rey y lo comprendió.

Pero si las explicaciones de Alfonso sobre los contratiempos en La Galiana suavizaban la preocupación del canónigo, la ligereza con que Alfonso hablaba de la cercana guerra lo exasperaba todavía más. Este rey, a quien Dios había otorgado una mente tan clara, se engañaba a sí mismo, como si estuviera seguro de una rápida y segura victoria. No quería admitir cuán grande era el peligro que había atraído sobre el reino. Con inusitada dureza y firmeza, el canónigo le reprendió:

—Te engañas, rey Alfonso. Esta guerra no borrará ninguno de tus pecados. No es una Guerra Santa. Desde el principio la has manchado por medio de tus censurables arrebatos de ira y de tu arrogancia.

Alfonso contempló la débil constitución del sacerdote, sus manos blancas y delicadas que nunca habían empuñado la espada ni tensado el arco. Pero, escudado en la absoluta seguridad en sí mismo, se sintió más sorprendido que furioso por lo que decía el enojado Rodrigue.

—Las cuestiones de la guerra y de la caballería no son lo tuyo, padre mío —contestó amable, y con cariñosa superioridad le explicó:

—Mira, no debía permitir que ese circunciso me tirara de la barba en mi propio castillo. Mi voz interior me indicó cómo ponerlo en su lugar

—¿Tu voz interior? —replicó no muy alto pero con fuerza el canónigo. La insolente seguridad del rey había despertado por fin en él aquella santa indignación cuya carencia Don Martín le había reprochado con tanta frecuencia—. ¡Tu voz interior! Cada vez que te abandonas a tu pecaminosa arrogancia te refieres a tu voz interior: ¡Abre los ojos y mira lo que has hecho! El califa te ha hecho saber que quiere mantenerse alejado de la guerra. Te ha ofrecido su mano y tú has escupido en ella. Tú has llamado a nuestras tierras al ejército de Africa, que es tan numeroso como la arena del mar; movido exclusivamente por tu vanidad y tu temeridad. Te has comportado como si la cruzada no fuera otra cosa que un juego caballeresco o un torneo. Has roto tu tratado con Aragón cuando apenas se había firmado. Has arrastrado a toda Hispania al borde del abismo.

Aquel hombre enjuto se hallaba erguido, amenazador ante Alfonso, y sus tranquilos ojos lo miraban furiosos y cargados de reproches.

La ira santa del sacerdote lo dejó perplejo, pero tras un momento recuperó su seguridad. Su clara mirada no evitó la mirada iracunda del otro. Sonrió, se rió con fuertes y desagradables carcajadas. Se burló:

—¿Dónde esta tu confianza en Dios, sacerdote? Desde hace cientos de años, las fuerzas de los herejes son superiores a las nuestras, y sin embargo, Dios nos ha ido devolviendo una parte cada vez mayor de nuestras tierras. Hablas como si fuéramos un rebaño de ovejas. Tengo buenas fortalezas en el sur, tengo a mis caballeros de Calatrava. Tengo alrededor de cuarenta mil caballeros, sin contar con Aragón. ¿Quieres prohibirme mostrar el mismo valor que mis antepasados? ¿Debo esconderme tras mentiras y argucias, en lugar de confiar en mi buena espada?

Allí estaba, de pie, insolente, violento, caballeresco, y tras su rostro el canónigo vio el de Bertrán, que cantaba sus licenciosas canciones.

—¡No blasfemes! —le gritó—. No eres ningún caballero que se lanza a la aventura, eres el rey de Castilla. ¡Tus fortalezas! ¿Estás seguro de que resistirán las máquinas de guerra del califa? ¡Tus cuarenta mil caballeros! Te digo que la mayoría de ellos serán muertos por las hordas de los musulmanes. La desolación, el fuego y una carnicería se extenderán por todas tus tierras. Todo se derrumbará. Y tú serás el culpable. Tendrás que dar gracias a Dios si te permite conservar tu Toledo.

La visible ferocidad del sacerdote hizo estremecer a Alfonso. Guardó silencio. Pero Rodrigue continuó:

—¡Tu buena espada! No olvides que es Dios quien presta a los reyes su espada. Haces como si fueras tú el señor sobre la guerra y la paz. No olvides que esta guerra ha sido proclamada y permitida sólo como una guerra de Dios. En esta guerra no eres mejor que el último de tus criados que se ocupa de la impedimenta: un siervo de Dios.

Alfonso se había librado de aquel desagradable sentimiento. Con su anterior altanería, con frialdad y ligereza, contestó:

—Y tú no olvides, clérigo, que Dios me ha otorgado como feudo los reinos de Castilla y Toledo. Dios es mi señor feudal, no soy su criado, soy su vasallo.

El rey no aguantó durante mucho tiempo en Toledo. Los rostros preocupados de sus señores y el piadoso e iracundo parlamento de Don Rodrigue le estropearon la alegría que le había producido su comportamiento caballeresco ante el califa. Decidió partir hacia el sur al día siguiente. En las fortalezas de Calatrava y de Alarcos los caballeros de la orden mostrarían más comprensión e interés por él.

La última noche antes de su partida la pasó en La Galiana. Se encontraba de un inmejorable humor, condescendiente, no hizo ningún reproche a Raquel. Se pavoneaba ante ella, yendo de un lado para otro, y alardeaba de su respuesta al califa.

Se desperezó, alargó los brazos.

—Me he dedicado a los festejos durante mucho tiempo —dijo—, pero no me he oxidado. Ahora, por fin, verás quién es tu Alfonso. Será una batalla breve y llena de gloria, lo presiento. No te vayas de momento a Toledo, Raquel mía, prométemelo. No tendrás que esperar aquí durante mucho tiempo.

Raquel se hallaba sentada, medio tumbada sobre sus almohadones, con la cabeza apoyada en la mano, y lo miraba mientras andaba de un lado para otro, y le escuchaba proclamar las hazañas que pensaba llevar a cabo.

—Además, probablemente —decía ahora—, antes de volver te pediré que te reúnas conmigo en Sevilla. Tendrás que hacerme de guía en tu ciudad natal, y de todo mi botín te dejaré elegir lo que más te guste.

Ella dejó caer el brazo en el que había recostado la cabeza, se incorporó un poco, helada de espanto por sus palabras. Sin consideración alguna, cruelmente, ponía ante sus ojos la imagen de su ciudad natal que él pensaba asaltar y destruir para conducirla después por encima de sus ruinas.

—Mi victoria te convencerá también —continuó alegremente— de cuál es el verdadero Dios. Por favor no me contestes, no pelees hoy. Hoy es un día de fiesta, en este día debemos estar unidos, debes participar en mi alegría.

Ahora ella había dirigido directamente a él sus grandes ojos de un gris azulado. Su vivo rostro y todo su ademan mostraba sorpresa, rechazo, extrañeza.

Él se detuvo, sintió aquello que los separaba, que se había levantado entre los dos. En el silencio de Raquel resonaban a lo lejos las acusaciones de Rodrigue. Dejó de ser el violento gran señor de las batallas para ser el gran señor misericordioso:

—No creas —siguió hablando alegremente— que tu Alfonso será duro con los vencidos. Mis nuevos súbditos tendrán en mí un señor indulgente. No les prohibiré adorar a su Alá y a su Mahoma, y —tuvo otra generosa ocurrencia— de entre los caballeros musulmanes que tome prisioneros dejaré en libertad a mil sin exigir rescate. Alazar deberá elegirlos en mi lugar esto le producirá alegría. Y les dejaré participar con todos los honores en el gran torneo que mandaré realizar para celebrar la victoria.

Raquel no podía sustraerse a su ímpetu y a su resplandor. Así era él, inconscientemente valiente, pensando sólo en la victoria y nada en el peligro, tan joven, tan caballero, era un guerrero, un rey. Ella lo amaba. Le estaba agradecida por compartir con ella la última noche antes de la batalla.

Todo volvió a ser como antes. Cenaron en medio de un gran alborozo. Él, normalmente comedido, bebió esta vez un poco más que de costumbre. Cantó, cosa que sólo hacía cuando estaba solo. Cantó canciones de guerra. Cantó aquella canción de Bertrán: «No hay para mí mayor placer que contra una fortaleza arremeter», y después le dijo:

—Lástima que no hayas querido conocer a mi amigo Bertrán, es un buen caballero, el mejor que conozco.

Tras la cena, ella se retiró como había hecho desde el principio. Seguía sin querer desnudarse ante sus ojos. Después, él vino a ella y fue como en los primeros tiempos, derramándose el uno en el otro, con absoluta satisfacción, desbordados de dicha.

Más tarde, cansados, felices, seguían charlando. Él, entonces, no de modo autoritario, sino más bien como un ruego, le dijo de nuevo:

—Quédate aquí en La Galiana mientras yo este ausente. Ve a ver a tu padre tantas veces como quieras, pero no te traslades al castillo a vivir con él. Vive aquí. Ésta es tu casa, nuestra casa. Hodie et cras et in saecula saeculorum, añadió blasfemo.

Ella, sonriendo, medio dormida ya, repitió:

—Ésta es mi casa, nuestra casa in saecula saeculorum.

Todavía pensó: En cuanto me duerma se irá. Lástima que he sido yo quien lo ha querido así, pero mañana desayunaré con él y después él se marchará a su guerra. Y desde lo alto de su caballo se inclinará una vez más hacia mí y allí donde el camino hace un recodo se volverá a mirarme. Ella yacía con los ojos cerrados, no pensó en nada más, se quedó dormida.

Alfonso, cuando ella se quedó dormida, permaneció durante un rato tumbado. Después se levantó, se desperezó, bostezó. Se puso la bata. Miró a la mujer que yacía allí con los ojos cerrados y una leve sonrisa en sus labios. La contempló como a algo extraño, un árbol, o un animal. Sacudió maravillado la cabeza. Hacia un momento todavía, unos minutos, que se sentía traspasado por la felicidad que ella le daba y que ninguna otra mujer había podido darle y ahora sentía una cierta desazón, algo así como cierta turbación por estar con ella en una habitación, contemplando su desnudez y su sueño. En su espíritu se hallaba ya en Calatrava, entre sus caballeros.

Antes de acostarse con ella, había pensado cabalgar de madrugada a Toledo, vestir su armadura, la de verdad, la que llevaba en la batalla, volver a La Galiana y despedirse de Raquel cubierto con esta armadura suya y con su buena espada Fulmen Dei, pero renunció a ello.

A la mañana siguiente, ella esperaba a que él se despidiera. Se sentía feliz y llena de confianza, segura de que todo iría bien. Se imaginó cómo transcurriría la mañana. Desayunaría con ella, con sus ropas de casa. Después se pondría la armadura. Y luego partiría al galope, y ella sentiría aquel gran instante venturoso y desgarrador del que se hablaba en las canciones: el amado que partía se inclinaría desde su caballo, la besaría, la saludaría con el brazo.

Ella siguió esperando. Primero feliz, después con un ligero temor y luego cada vez con más miedo.

Finalmente, preguntó por Alfonso.

—El rey nuestro señor hace horas que partió —contestó el jardinero Belardo.