22

EL ama de llaves de lord Harcourt entró en el cuarto de invitados donde habían acomodado a la esposa del fabricante de tejidos, y con un ademán ahuyentó al par de criadas que, después del desayuno, habían bañado y vestido a la joven.

—Tenéis visitas, señora Elston —anunció la señora Rosedale con una sonrisa plácida—. Lord y lady Randwulf han venido a ver cómo estáis, y mi amo, lord Harcourt, también ha preguntado por vuestra salud esta mañana. ¿Deseáis ver a alguien después de vuestra temible experiencia?

—Debo de tener un aspecto horrible —contestó Felicity, y se llevó una mano a la cara amoratada.

La señora Rosedale sonrió.

—Querida, si la mayoría de las jóvenes tuvieran un aspecto la mitad de hermoso que el vuestro, después de tantos padecimientos, este mundo sería estupendo.

Felicity sonrió, pero al instante se encogió debido al corte del labio. Reprimiendo su entusiasmo, contestó con cautela a la pregunta del ama de llaves.

—Será un honor recibir a visitantes tan ilustres.

La joven a la que Felicity había imaginado detestar en otro tiempo entró en la habitación con una sonrisa y un enorme ramo de flores. Su apuesto marido le pisaba los talones. Lord Riordan entró detrás de ellos con parsimonia y se detuvo al pie de la enorme cama gótica, mientras la pareja se acercaba a la convaleciente.

—Vuestro aspecto es excelente, teniendo en cuenta los padecimientos sufridos, señorita Felicity —dijo Adriana—. Ya me gustaría estar así en circunstancias similares.

—Gracias, mi señora. Sois muy amable al visitarme después de mi detestable comportamiento con vos. Os ruego que perdonéis mi estupidez.

—Todo está perdonado, señorita Felicity —dijo Adriana, y apretó la mano de la joven. Después rió y señaló el ramo que cargaba—. Las hemos robado del jardín de mamá Philana. ¿A que son preciosas?

—Oh, sí, son muy bonitas —repuso Felicity, agradecida de estar viva y poder ver un ramo de flores tan magnífico.

Adriana las entregó al ama de llaves.

—Estoy segura de que vos las dispondréis mucho mejor que yo, señora Rosedale. ¿Seréis tan amable? Mis hermanas siempre me echaban en cara mi ignorancia en temas propios de damas. —Lanzó una risita y alzó su elegante barbilla—. Sí, pero me he vengado con frecuencia cuando han intentado permanecer sentadas en una silla de montar mientras cabalgaban por colinas y valles.

Los ojos de Felicity descendieron hacia el abdomen abultado de Adriana, y sus ojos se humedecieron.

—Tranquila —la calmó Adriana, al tiempo que acariciaba el brazo de Felicity. Riordan se lo había contado todo, para ahorrar a la rubia la dificultad de relatar sus padecimientos—. Tendréis otro bebé de un marido que os tratará como a una reina, no olvidéis mis palabras.

—¿Dónde está Roger? —preguntó Felicity, y escudriñó los rostros de los tres visitantes—. ¿Han podido encontrarlo las autoridades?

—Aún no, señorita Felicity —dijo Colton, con una mano apoyada sobre la espalda de su esposa—. Imagino que Roger se encaminó a algún lugar ignoto cuando recibió la noticia de que os habían encontrado con vida. Tendrá miedo de aparecer por estos pagos.

—Sin embargo, no me sentiré a salvo hasta que lo detengan.

Riordan llevó dos sillas más para Colton y él, en tanto Adriana se acomodaba en el sillón de orejas que el marqués había ocupado la noche anterior. Sonrió a Felicity.

—He contado a los Wyndham todo lo que hablamos anoche, y vuestras teorías acerca de la muerte del anterior lord Randwulf. ¿Habéis podido recordar algo más que pueda serles de ayuda?

—Temo que no —murmuró con tristeza Felicity—. Si hubiera descubierto antes las andanzas de Roger, tal vez habría podido salvar a la señorita Mayes, pero desconocía sus atentados contra los Wyndham hasta que confesó su venganza. Por lo que yo sé, no conocía a la señorita Mayes hasta que esta entró en la tienda de la pañería. —Felicity se volvió hacia Colton—. ¿Era amiga vuestra? Dijo que os conocía.

—Conocí a la señorita Mayes hace unos años —explicó el marqués—. Fuimos amigos hasta hace unos meses, cuando me indujo a creer que había dado a luz a una hija mía. —Apretó con ternura la mano de su esposa—. Desde entonces, hemos reunido pruebas de que esa niña es en realidad la hija de mi prima, que murió cuando su carruaje volcó. La niña fue secuestrada poco después de nacer, para presentármela luego como si fuera mía. Aún estamos buscando a la mujer que robó la niña y la entregó más tarde a Pandora. La verdad, dudo que alguna de las dos mujeres conociera nuestra relación con la niña, y considero milagroso que Genevieve haya vuelto a su hogar, puesto que no tiene más parientes carnales que mi madre, mi hermana, tío Alistair y yo.

Felicity se asombró de la sinceridad de lord Colton sobre su relación con Pandora.

—No diré ni una palabra de esto a nadie, mi señor. Puede que hace un tiempo me comportara con imprudencia, pero me vi obligada a madurar en circunstancias difíciles mientras viví con Roger. Ahora me arrepiento de haberme apegado a mi padre. Tendría que haber seguido los consejos de mi madre en lugar de los suyos. Me sentiría honrada si lady Adriana y vos perdonarais mis pasadas ofensas y me considerarais una amiga leal.

Colton apretó la mano de la joven.

—Sería un placer para nosotros consideraros amiga nuestra, señorita Felicity. Aunque hemos de irnos pronto a nuestra casa de Londres, puesto que el Parlamento ha iniciado las sesiones, vuestras visitas serán bienvenidas. A medida que se acerque el momento del parto, saldremos menos, y disfrutaríamos de vuestra compañía si quisierais recorrer esa distancia. Volveremos aquí a mediados de agosto, y entonces seremos vecinos de nuevo.

—¿Albergáis alguna preferencia sobre el sexo de vuestro hijo? —preguntó Felicity, vacilante—. Yo quería una niña...

No pudo continuar, y, al momento siguiente, la mano de Adriana sustituyó a la de Colton.

—Sería bonito que un niño continuara la dinastía Wyndham —repuso Adriana—. Después, nos dará igual que nazcan niños o niñas. Creo que a los dos nos gustaría tener una familia numerosa. Teniendo en cuenta la escasez de Wyndhams, necesitamos un buen puñado.

Colton sonrió.

—Después de todos los animales que mi hermana y mi esposa salvaron cuando eran pequeñas, estoy seguro de que serán unas madres maravillosas. Ya he visto pruebas de eso con Genie. Quiere a mi esposa como si fuera su madre.

Alguien llamó con los nudillos a la puerta del cuarto, y, en cuanto Riordan dio permiso, la señora Rosedale entró. Todos los ojos se volvieron hacia ella cuando avanzó hacia la cama, con el enorme ramo de flores en un jarrón elegante.

—¿Habéis visto qué flores más bonitas? —comentó animadamente la anciana—. Me dan ganas de haberme dedicado a la jardinería.

—Me alegro de que no sea así, señora Rosedale, de lo contrario me habría quedado sin la mejor ama de llaves de estos pagos —bromeó Riordan con una sonrisa.

—No perdáis vuestro tiempo halagándome, apuesto bribón —replicó la mujer con una carcajada contagiosa—. Soy demasiado vieja para zalamerías. Será mejor que dediquéis vuestras atenciones a la señorita Felicity o a la señora, en lugar de intentar arrancarme una sonrisa.

Riordan sonrió a la hermosa convaleciente, cuyo pelo ensortijado estaba desparramado sobre la almohada.

—Bien, puesto que la señora ya está casada, creo que tendré que dedicarme a la señorita Felicity, pues adivino que estará disponible en un futuro no muy lejano.

Colton sonrió con ironía.

—Asegúrate de que tus licoreras estén bien cerradas, al menos hasta que Roger vaya a parar a la cárcel. Nunca se sabe.

El trato con Alice Cobble no fue tan difícil cuando se enfrentó a una acusación de asesinato. Su aspecto era casi humilde y contrito, sentada en presencia de su antiguo patrón, mientras los guardias vigilaban de cerca para impedir que la prisionera intentara escapar, aunque existían pocas posibilidades de eso. Lo confesó todo, pero negó haber asesinado a la dama que había dado a luz a la niña.

—Estaba cruzando el puente, cuando vi el carruaje que venía por la carretera y hombres a caballo que lo perseguían. Casi me rompí la crisma cuando salté del puente a tiempo de salvarme de aquellos sinvergüenzas. En ese momento los caballos se soltaron y el carruaje volcó. Me escondí tras unos árboles cercanos al puente y vi que los soldados bajaban a registrar el carruaje. Bien, en cuanto se largaron decidí echar un vistazo, a ver si podía afanar algo. Yo iba con un crío muerto en la bolsa, sin saber dónde iba a encontrar otro para la señorita Pandora y así conseguir un poco de dinero. Bien, tuve buena suerte, por una vez. Eché un vistazo al coche y vi a la dama haciendo esfuerzos, como si fuera a dar a luz al crío de inmediato, de modo que la ayudé para luego darle el cambiazo. Bien, pensé que no necesitaría preocuparme por la dama después, ya que estaba por morir. Murió nada más parir, cogí a su hijo y dejé el mío en su lugar. Para entonces, ya había pintado la marca en el culo, tal como me había dicho el hermano de la señorita Pandora. Me dijeron que se la pintara cada tanto durante los meses siguientes, utilizando los dibujos que su hermano me había dejado, para que crecieran con el crío y la señorita Pandora os pudiera desplumar, una vez que volviera con su rico amigo. Oí algunos rumores acerca de que el tipo la había plantado por una más joven, y ahora me dicen que la señorita Pandora ha sido asesinada por un fabricante de tejidos pervertido.

Colton miró a la mujerona.

—¿Sabes quién era el sacerdote que estaba presente la noche de la supuesta muerte de Pandora?

—Sí, claro. Habíamos ensayado todo como si fuera una obra de teatro. El hermano de la señorita Pandora interpretó el papel del reverendo Goodfellow. Jocks era muy bueno, no tenía ni la mitad de la edad que aparentaba. Claro, de la manera que lo maquilló la señorita Pandora, nadie habría podido adivinar su verdadera edad.

—¿Falsificaron el certificado de matrimonio?

—Sí, Jocks era un experto en eso. Yo misma lo vi hacerlo. Mientras estaba en ello, la señorita Pandora se jactaba de lo que Jocks había hecho en el pasado. Se creía un tipo muy listo, pero también dijeron que casi lo colgasteis cuando lo sorprendisteis vendiendo armas inglesas a los franceses.

Colton se reclinó en la silla. Recordaba muy bien el incidente. Sólo uno de los ladrones había logrado escapar, y gracias a que una prostituta había animado a los soldados ingleses a contemplar su danza provocadora, en lugar de vigilar al prisionero. Aunque los hombres se la habían descrito en su momento, Colton consideró ahora la posibilidad de que hubieran sido hechizados por la mismísima Pandora Mayes.

—¿Por qué no buscó Pandora un párroco auténtico que nos casara? —Colton también se había planteado esa posibilidad mucho tiempo antes de que hubiera oído cosas que demostraran su teoría—. Eso hubiera sido lo más sencillo, y Pandora habría contado con una prueba real de nuestro matrimonio.

Alice Cobble chasqueó la lengua.

—Creéis que erais el único tipo con el que fingió casarse, ¿eh? Engañó a varios señorones para amenazarlos con arruinar su vida si no le daban lo que pedía, y algunos mordieron el anzuelo con licencias auténticas y todo. Según me contaron, era guapísima hará unos ocho o diez años, y algunos aristócratas comían de su mano. Después se casó con un tipo listo, un magistrado muy celoso. Empezó a investigar su pasado, y descubrió que no era el único casado con ella. Bien, amenazó con cortarla en pedazos y echarla a los peces, de modo que ella se las piró. Después de eso, Pandora evitó trabajar con párrocos que pudieran archivar documentos en sitios donde el magistrado pudiera encontrarlos.

—¿No sabía este magistrado que ella trabajaba en el teatro?

—Sí, al menos mientras estuvieron juntos. —Alice chasqueó la lengua—. Cuando el tipo listo se puso pesado, Pandora pidió a Jocks y a una amiga que vigilaran al tipo, y cuando lo veían venir, Pandora pagaba a su amiga para que fingiera ser ella.

—¿Cómo sabes todo esto?

Alice lanzó una carcajada y se indicó la sien con un mugriento dedo.

—Porque soy lista y tengo oídos. Es mi especialidad, escuchar a la gente, como cuando me enteré de que vuestra madre y vos queríais sustituirme por otra ama de leche. Cuando limpiaba en el teatro, me gustaba escuchar a Pandora y sus amantes. No os acordáis, porque siempre estabais luchando en la guerra. Pandora y Jocks hablaban muchas noches, cuando creían que no había nadie cerca. Eran muy íntimos, por decirlo de alguna manera.

Colton enarcó una ceja, a modo de pregunta silenciosa.

Alice rió de su expresión sorprendida.

—Como dos tortolitos.

Colton meneó la cabeza, y se preguntó cómo demonios había llegado a liarse con semejante mujer. Durante demasiado tiempo se había considerado a salvo porque Pandora afirmaba ser estéril; pero, como el resto de los idiotas a los que había embaucado, no se había dado cuenta de lo buena actriz que era. Con toda probabilidad, era un milagro que no hubiera pillado una enfermedad crónica y vergonzosa.

—¿Qué fue de Jocks?

—Lo último que sé de él es que lo mataron en una pelea a cuchillo, poco después de que Pandora fue a Bradford.

Colton, abrumado por el deseo de correr a casa con su esposa casi desde el momento en que había partido, se excusó un momento y fue a hablar de las acusaciones contra la mujer con uno de los oficiales a cargo.

—Estoy convencido de que la bruja está diciendo la verdad. Teniendo en cuenta que el marido de mi prima y el cochero resultaron muertos cuando el tiro se soltó del carruaje y volcó, no existen motivos para creer que mi prima hubiera sobrevivido a la colisión sin sufrir también heridas fatales. Si Alice no hubiera aparecido y ayudado a la dama a dar a luz, es muy probable que su hija también hubiera muerto. Por consiguiente, si no tenéis más cargos contra la mujer aparte de los que he presentado contra ella, en mi opinión podéis ponerla en libertad. Si necesitáis interrogarla más a fondo, estoy seguro de que la encontraréis en el teatro donde trabajaba.

Colton volvió a la sala de interrogatorios y dejó caer una bolsa sobre la mesa, delante de la mujer.

—Esta es la recompensa por salvar a Genie, pero si alguna vez te veo cerca de Randwulf Manor, Bradford-on-Avon o mi casa de Londres, ordenaré que te detengan por molestarme. ¿Me has entendido?

—Sí, jefe —le aseguró Alice, convencida de que hablaba en serio—. Os doy las gracias por las monedas, y ya podéis apostar a que me mantendrán alejada de vos. No tengo por qué abandonar el teatro y dejarme caer por donde vivís, o por ese pueblacho que llamáis Bradford.

—Bien. Entonces, nos hemos comprendido.

Adriana se despertó sobresaltada de su siesta de mediodía, y se sentó con una mano apoyada sobre su corazón desbocado, mientras sus ojos inspeccionaban la espaciosa habitación que compartía con su marido. Nada parecía diferente, todo daba la impresión de seguir en su sitio. Pero algo la había arrancado del sueño. Si había sido una pesadilla o un ruido lejano, lo ignoraba, pero la impresión grabada en su mente era la de un sonido similar al gemido de un animal que acaba de perder a su compañero de toda la vida.

—¿Leo? ¿Aris? ¿Estáis ahí?

No se oyó ningún ladrido de respuesta. De hecho, la casa parecía extrañamente silenciosa. Colton había ido a Londres el día anterior para hablar con Alice. Como no albergaba el menor deseo de participar en aquella conversación, ni de aguantar el largo viaje en un carruaje traqueteante, cuando su bebé parecía muy inquieto y no paraba de moverse en el útero, Adriana había rogado que la excusara, pese a que su marido se había manifestado contrario a la idea de abandonarla. Mientras Roger continuara suelto para provocar desastres, era peligroso que se quedara sola. Aunque ella le había recordado con una sonrisa que había muchísimos criados en la casa, él insistió en que su seguridad era de vital importancia para él. Estaba cansada, confesó Adriana cuando él siguió insistiendo, y tal vez se pasaría el día durmiendo, lo cual era su intención. Si quería quedarse en casa y verla dormir, era problema suyo. Pero había que solucionar el asunto de Alice, y Colton lo haría con más eficacia sin que ella lo retrasara con sus frecuentes idas al excusado. El marqués había accedido a regañadientes, pero había dado órdenes expresas a Harrison de que todo el mundo debía vigilar a la joven ama y, en caso necesario, protegerla con sus vidas. Maud le había asegurado que no se apartaría de ella.

Samantha estaba a punto de dar a luz, y, poco después de partir Colton hacia Londres, Philana se había marchado en dirección contraria hacia la residencia rural de los Burke, donde pensaba quedarse hasta que naciera su nieto. Samantha le había rogado que fuera a pasar una temporada con ellos.

Adriana saltó de la enorme cama jacobina, se puso una bata sobre la camisa y echó hacia atrás su largo pelo, que cayó sobre su espalda como una cascada. Salió de los aposentos principales y se dirigió a la escalera, ansiosa por calmar el súbito nerviosismo que se había apoderado de ella, y confirmar que todo iba bien en la mansión. No tenía ni idea de cuándo regresaría Colton. Sólo le había dicho que estaría de vuelta lo antes posible, en cuanto hubiera concluido su asunto con Alice. Sabiendo lo difícil que podía ser la mujer, Adriana no albergaba ninguna esperanza de que Colton volviera pronto, ni de que estuviera de buen humor después de interrogar a la mujerona.

Los pies de Adriana repiquetearon sobre la escalera mientras bajaba. Cuando pisó el suelo de mármol del gran salón, paseó la vista a su alrededor con aprensión. No vio ni oyó nada. En realidad, tendría que haber oído algún sonido procedente de los criados dedicados a sus tareas, o el ruido de pies al correr de un lado a otro. En cambio, la casa se hallaba silenciosa como una tumba.

—Harrison, ¿dónde estás?

No obtuvo respuesta, lo cual aumentó sus temores. Harrison estaba dedicado por entero a la familia. De haber podido, habría respondido a su llamada.

Abandonando toda precaución, Adriana atravesó la arcada que conducía al vestíbulo y abrió la puerta principal. Dejó atrás el pórtico e inspeccionó los alrededores. No vio a nadie, ni siquiera a los jardineros.

Cada vez más confusa, volvió al interior y echó un breve vistazo a un extremo de la sala de estar, antes de entrar de nuevo en el gran salón. Allí, describió un lento círculo, mientras escudriñaba los corredores y los rincones que había al otro lado de las arcadas de piedra que rodeaban el salón central en ambos niveles. No vio el menor rastro de ningún criado, ni siquiera de Harrison.

Con renovada determinación, decidió que debía ser más metódica en su búsqueda, y para ello volvió a la sala de estar, pero esta vez entró en lugar de echar un simple vistazo. Apenas había dejado atrás el alto sillón de orejas situado cerca de la entrada, se detuvo con una exclamación ahogada al ver la forma inerte de Harrison frente a la enorme chimenea. Un delgado reguero de sangre manaba de su sien. El corazón de Adriana se estremeció de miedo.

Cruzó a toda prisa la sala, con la falda revoloteando como alas gigantescas, se arrodilló al lado del mayordomo y buscó algún signo de vida. Muy aliviada por el firme pulso que localizó bajo la manga de su camisa, quiso asegurarse de que no lo habían agredido, sino que se había dado un golpe en la cabeza después de tropezar. Teniendo en cuenta su avanzada edad, siempre existía la posibilidad. Sin embargo, después de estirar las delgadas piernas del anciano y colocarle una almohada bajo la cabeza, distinguió un pequeño busto de mármol manchado de sangre, caído en el suelo cerca de la esquina del hogar. Su aprensión aumentó, porque ese busto siempre descansaba sobre una mesita cercana a la entrada de la sala.

Adriana dejó al hombre y corrió a la cocina en busca de un cuenco con agua y un paño con el que limpiarle la herida, pero paró en seco en cuanto entró, pues no había nadie en la estancia. Aun así, había agua hirviendo en varias ollas, y los huevos batidos en un cuenco grande habían empezado a perder consistencia.

—Cocinera, ¿dónde estás?

El persistente silencio convirtió su miedo en un frío y duro nudo en la garganta.

De repente, Adriana cayó en la cuenta de que el corazón estaba martilleando contra su pecho. Una cocina abandonada en Randwulf Manor era algo anormal. De hecho, teniendo en cuenta la firmeza con que la cocinera llevaba las riendas de sus dominios, la cena tendría que estar preparándose.

Adriana vio una jarra de agua, se apoderó de ella, cogió un paño y una pequeña jofaina, y salió corriendo. Pese a lo largo que llevaba el pelo, estaba segura de que se le había erizado.

Al entrar en la sala de estar, dejó a un lado los objetos de que se había provisto y alejó el sillón de orejas de la entrada, para así poder ver sin obstáculos el corredor y el gran salón. No estaba dispuesta a que un intruso la sorprendiera desprevenida, como le había pasado a Harrison.

Recogió los enseres, se arrodilló junto al mayordomo y empezó a mojar la sangre de su sien y mejilla, sin dejar de vigilar la aparición del intruso, que podía estar en cualquier parte de la casa. Sólo se le ocurrió pensar en Roger y en la gente a la que había envenenado. Había conseguido burlar a los perros y entrar a hurtadillas en la casa. Por más que la idea la aterrorizaba, parecía la única explicación lógica de la desaparición de los criados y la inconsciencia de Harrison.

Pese a las veces que miró hacia la entrada de la sala de estar, no vio a nadie. Cada vez más atemorizada, resolvió registrar la casa de un extremo a otro en busca de ayuda. ¡Tenía que haber algún amigo en la casa! ¡Por fuerza!

—¡Aris! ¡Leo! ¿Dónde estáis? ¡Venid aquí, chicos! —llamó, ansiosa por oír el repiqueteo de las uñas contra el suelo de mármol—. Oh, por favor, venid...

Entonces, le vino una idea a la cabeza. ¡Tal vez Roger había envenenado a los animales! Siempre les había tenido miedo. ¿Qué mejor manera de acabar con ellos que envenenarlos? Pero ¿cómo? Les tenía demasiado miedo para acercarse. Y, aunque lo hiciera, nunca aceptarían nada de su mano.

El aterrador pensamiento la envió corriendo por el pasillo hacia la galería donde los animales solían tomar el sol. Al llegar a las arcadas que separaban la estancia del pasillo, asomó la cabeza. Aunque menos brillantes que en invierno, las extrañas configuraciones de luces de colores bañaban el salón, de forma que era difícil diferenciar lo real de lo imaginario. Alzó una mano para protegerse la cara del resplandor y entró, sin saber qué iba a encontrar.

—Pues sí, querida —contestó una voz conocida, y Adriana lanzó una exclamación ahogada. Miró a su alrededor, en busca del demonio que había entrado en su casa.

—¡Roger! ¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, y un escalofrío le recorrió la espina dorsal cuando lo vio sentado como un rey en un sillón de orejas. Su expresión era altiva, engreída y divertida. Era evidente que estaba muy satisfecho de sí mismo.

Adriana se preguntó cómo era posible que no hubiera reparado en su presencia mientras buscaba a los criados, si bien sabía que el sol creaba extraños efectos de luz que engañaban al ojo. Estaba convencida de que Roger no se había movido del sitio en que se hallaba sentado, divertido sin duda mientras la veía ir de un lado a otro.

—He venido a presentarte mis respetos, querida mía —dijo, en apariencia muy sereno. Arqueó una ceja al tiempo que bajaba los ojos hacia el protuberante vientre de la joven. Después, elevó el labio superior en una mueca desdeñosa—. Veo que tu esposo ha holgado contigo, querida, pero puedo prometerte que, cuando haya terminado lo que he venido a hacer, esa pequeña parte de él también habrá muerto.

Adriana se llevó una mano temblorosa al vientre y retrocedió, con el corazón encogido de miedo. Una vez más paseó la vista en torno suyo, mientras se preguntaba por qué no había oído a los perros, y lanzó un grito de horror cuando los descubrió tendidos en el suelo, detrás de Roger. La lengua les colgaba de una forma anormal de la boca.

—¡Los has matado! —gritó, con los ojos llenos de lágrimas—. ¡Repugnante y apestoso hijo de bastardo!

En aquel momento, fue lo peor que se le ocurrió; pero, en cuanto salió de su boca, Adriana se dio cuenta de que no sonaba del mismo modo que Shakespeare lo había expresado en El rey Lear. No obstante, el error servía a sus propósitos, teniendo en cuenta que mentaba al padre antes que a la madre.

—Eso espero. Y, como puedes ver —Roger señaló los animales con un vago ademán—, también lo parece, pese a que me fui de la pañería con ciertas prisas, tras enterarme de que mi esposa seguía con vida. Por un momento me pregunté si había cogido el frasco correcto del armarito de tesoros que Thaddeus Manville me viene proporcionando, porque, con las prisas, parte del contenido se derramó, borró la tinta v no pude leer la inscripción. De todos modos, aunque hubiera confundido el láudano con el veneno, los animales ya no pueden ayudarte.

—Aris y Leo nunca habrían aceptado nada de tu mano —afirmó la joven—. ¿Cómo te las arreglaste?

El pañero rió divertido, como orgulloso de su astucia.

—Registré los alrededores de la mansión en busca de la última presa de los perros, sabiendo que volverían a buscarla. Derramé veneno por encima y esperé. Volvieron a la casa nada más devorar los despojos y Harrison los dejó entrar, como de costumbre. Si los perros no han muerto ya, estoy seguro de que les falta poco. No cometo demasiados errores.

—¿Cómo entraste?

—Me colé detrás de una ayudante de cocina cuando fue a coger verduras al cobertizo de las hortalizas. En cuanto llegamos a la cocina, la retuve como rehén con una pistola apoyada contra su sien, y amenacé con dispararle a ella o al primero que se moviera. Ahora están todos encerrados en el cobertizo, junto con los jardineros y las hortalizas.

—¿Y el resto de los criados?

—Ah, obligué a la criadita a convocarlos en la planta baja. No quería, pobrecilla, pero el cañón de la pistola apoyado en su mejilla la convenció de que era mejor cooperar. A excepción del pobre Harrison, todos los demás criados están en el cobertizo, incluida tu criada, que recibió un fuerte golpe en la cabeza cuando intentó atacarme. Se desplomó como un saco.

—¿Y Harrison? ¿Qué le hiciste?

—Bien, pensé que podría deslizarme a hurtadillas detrás de él, pero para ser tan viejo tiene un oído asombroso. Cuando me vio, corrió a buscar el atizador de la chimenea, pero le arrojé una estatuilla que lo alcanzó en la cabeza. ¿Está vivo?

—Por poco.

—Lástima. Pensé que lo había matado.

—Eres malvado, Roger. Muy malvado. Cuando pienso que asesinaste a lord Randwulf por mi causa... —Intentó buscar una manera de hacerle comprender los remordimientos y agonías que había padecido después de saber que había envenenado al marqués. Lo miró con frialdad—. Sólo ruego a Dios que me perdone por haberte permitido seguirme hasta aquí. Tendría que haberte prohibido el acceso antes de que se te ocurriera asesinar a lord Randwulf. ¿Cómo pudiste hacer algo tan horrible a ese excelente caballero? Él nunca te hizo daño.

—Ah, ¿no? —replicó Roger, cada vez más enfurecido—. ¡Intentó separarnos! ¡No podía soportar la idea de que te casaras con alguien que no fuera su precioso hijo! ¡Bien, ese motivo fue suficiente para mí!

—Como ya habrás descubierto, Roger, su muerte no te sirvió de nada —indicó la joven con acidez—. Yo nunca me habría casado contigo. No eras más que un simple conocido, y muy poco recomendable. Eras desagradable y de muy mal genio, grosero con cualquiera que pareciera interesado en mí, aunque la mayoría eran amigos de toda la vida. De hecho, tenías envidia de gente con la que nunca habría pensado en casarme.

—¡Los odiaba a todos, en especial a lord Sedgwick y a ese con el que te casaste, lord Colton! —El labio superior de Roger se elevó en una mueca de desdén—. Lo odio más que a nadie. También intenté envenenarlo, pero, por lo que me han dicho, la Jennings se zampó el coñac que yo había envenenado la tarde que regresó aquí.

Adriana miró de arriba abajo al pañero.

—Da la impresión de que utilizabas cualquier excusa barata para matar a los que considerabas enemigos, Roger, incluso a Pandora Mayes, a quien retuviste prisionera para satisfacer tus bajos instintos. Aunque me compadecí de ti por lo que habías sufrido de pequeño, ya no es el caso. No mereces la compasión de nadie. De hecho, eres un cobarde despreciable. Tu sola presencia en la casa del generoso caballero al que asesinaste me repugna hasta extremos inconcebibles. —Su rostro expresaba a las claras el asco que sentía por él—. El mundo estaría mejor si hubieras muerto junto con tu madre cuando tu padre la arrolló con el carruaje. ¡Tú y tu padre sois iguales, unos asesinos viles, depravados y perversos!

—¿De qué estás hablando? —dijo airado el joven, al tiempo que se ponía en pie como impulsado por un resorte.

Adriana no retrocedió ni un milímetro y alzó la barbilla, desafiándolo a que la abofeteara.

—Es evidente que nunca te has enterado de los espantosos pecados de tu padre.

—¿Quién te ha dicho que mi padre atropelló a mi madre? —le gritó en la cara.

—Haz el favor de bajar la voz, Roger. Mi oído es perfecto.

—¡Dímelo!

Adriana se encogió de hombros y obedeció.

—Hubo una testigo del incidente, Roger. Por desgracia, esa testigo corrió la misma suerte que tu madre. Por lo visto, el cochero del carruaje que arrolló a ambas mujeres no era otro que tu padre. De hecho, es probable que se casara y asesinara a su segunda esposa con el único propósito de apoderarse de la fábrica y su riqueza.

Roger retrocedió tambaleante y se llevó una mano a la frente, mientras intentaba rememorar el incidente que había costado la vida a su madre. Recordaba haber saltado a un lado justo cuando el vehículo se precipitó sobre ellos. De no haberlo hecho, también habría muerto.

—¿Estás completamente segura de esto?

—¿Cómo podría estarlo? No estuve presente, pero tú sí, ¿verdad? ¿Qué viste?

Roger cerró los puños y los movió de un lado a otro como si estuviera luchando con un demonio..., o con sus recuerdos. Un rugido gutural escapó de sus labios, y aumentó de volumen e intensidad cuando alzó los puños al aire y los agitó con violencia, como clamando a los cielos por su turbulento pasado.

—No te servirá de nada agitar los puños contra Dios, Roger —dijo la joven con sarcasmo—. Tal vez deberías dirigir tu furia en dirección contraria, porque me atrevería a decir que en un futuro no muy lejano estarás en el infierno, retorciéndote de dolor mientras el fuego del demonio te chamusca el pellejo.

—¿Qué demonio? —rezongó Roger, mientras le dedicaba una sonrisa burlona—. No creerás en esos viejos cuentos de brujas, ¿verdad?

Adriana sonrió con placidez.

—Cuando te miro a los ojos, Roger, veo pruebas fehacientes de que el diablo existe, porque en este mismo momento puedo ver que ha logrado convertirte en un demonio.

El pañero avanzó hacia ella con aire amenazador, pero Adriana no se movió. Roger levantó un brazo para abofetearla, pero ella alzó la mejilla con todo el orgullo que fue capaz de reunir, esperando que no advirtiera sus temblores.

—Parece que te gusta maltratar a las mujeres, Roger —lo retó, pese al intenso fuego que ardía en aquellos ojos verdes—. ¿Por qué? ¿No querías a tu madre? Por lo poco que me has contado de tu pasado, sólo puedo creer que sí, de modo que ¿a qué viene ese odio contra las mujeres?

—Tú no sabes lo que he sufrido debido a sus crueles estratagemas —dijo el joven con un resoplido, y bajó el brazo como si la idea de golpearla hasta dejarla sin sentido no le conviniera en aquel momento—. Si lo supieras, te apiadarías de mí en lugar de ofrecer tu compasión a las que, según tú, he maltratado.

—Pues cuéntamelo, y tal vez seré capaz de sentir más compasión por ti.

—¿Quién quiere tu compasión? —replicó Roger—. Quería tu amor, y te negaste a dármelo. No necesito tu piedad.

—Todo el mundo necesita un poco de piedad de vez en cuando, Roger —razonó Adriana—. Si fuéramos infalibles, no necesitaríamos nada ni a nadie, y todos sabemos que eso es imposible.

—No me habría ido nada mal un poco más de bondad en el orfanato, pero no tuve. Me mataron de hambre, me azotaron y me colgaron de las muñecas hasta casi descoyuntarme los brazos, pero ¿obtuve clemencia cuando supliqué y sollocé? ¡Ja! La señorita Tittle me azotó con una vara hasta dejarme la espalda ensangrentada. Ese día juré vengarme de esa zorra y de sus acólitas, y lo conseguí. Si existe el infierno, ahora se estarán retorciendo en él.

Adriana se estremeció, y se preguntó si su maldad tenía límites.

—¿Mataste a las mujeres del orfelinato?

Roger frunció el ceño y sonrió, al tiempo que meneaba la cabeza.

—Todas a la vez no, pero fue allí donde aprendí las ventajas del veneno..., veneno para ratas, en concreto..., arsénico, si te gusta más. Hice creer a todo el mundo que había una epidemia, aunque sólo sucediera en la casa donde me habían encarcelado. Allí maté a cinco, y nadie se enteró de lo que les había hecho. Nadie pensó en mirar los suministros de veneno para ratas. Había montones de roedores correteando por todas partes, y más de una vez los huérfanos tenían que comer sus deyecciones, junto con lo que preparaban en la cocina con los alimentos que aquella plaga se había dedicado a mordisquear.

Adriana se llevó una mano a la boca, con ganas de vomitar. El pañero sonrió cuando la vio palidecer.

—Si crees que exagero, querida, deberías ir a visitar algún orfanato de Londres. Estoy seguro de que comprobarás lo que digo.

El sonido de un carruaje que frenaba ante la puerta provocó que Roger diera media vuelta, alarmado. Adriana aprovechó la oportunidad, temiendo lo que sucedería si no advertía a los recién llegados de los peligros que acechaban.

El pañero era rápido, pero ya de pequeña Adriana había jugado lo suficiente al corre que te pillo con Samantha y otras niñas para saber esquivar una mano extendida. Roger falló el primer intento de aferrarla y, cuando se lanzó tras ella de nuevo, la joven dio media vuelta con tal rapidez que el pañero perdió el equilibrio y sus manos sólo atraparon el aire. Trató de recuperar el equilibrio, mientras Adriana corría hacia la entrada, chillando a pleno pulmón en un esfuerzo por advertir a quienes estaban a punto de entrar.

Colton no había podido esperar a que el coche se detuviera. Había abierto la puerta y corrido hacia la escalinata del frente, y había subido los peldaños de tres en tres, en un frenético intento de aplacar el miedo que lo había embargado desde Londres. Abrió la puerta y entró, y descubrió a Adriana corriendo hacia él, con el pañero pisándole los talones. Colton se precipitó hacia su mujer, la abrazó y la apartó a un lado, justo cuando Roger saltaba para atraparla. El pañero sólo pudo apoderarse de su zapatilla, que resbaló de su pie cuando el hombre cayó al suelo.

Colton empujó a Adriana hacia la entrada y se volvió hacia su perseguidor, pero Roger extrajo una pistola de su chaqueta y la apuntó a la cara del coronel retirado.

—Muévete y te haré un agujero en la cabeza —advirtió el joven con una sonrisa sarcástica.

Colton no tuvo otro remedio que alzar los brazos. Aun así, protegió con el cuerpo a su esposa, aunque ella intentó con desesperación ponerse delante de él.

—Quédate donde estás, Adriana —ordenó—. ¡De lo contrario, tendré que atacarlo!

Roger se levantó con cautela del suelo y sonrió con sorna.

—Por más que os esforcéis en intentar salvaros mutuamente, no os servirá de nada. Antes de que me vaya, los dos estaréis muertos, y esta vez seré yo quien ría el último.

—¿Por qué has de matar a Adriana? —preguntó Colton—. Nunca te ha hecho daño.

Roger se encogió de hombros, como divertido por la pregunta del hombre.

—Temo que tu esposa ha de pagar por haber elegido mal. Te prefirió a ti antes que a mí, y ambos moriréis, junto con el niño. De hecho, se podría decir que me he vengado de esta dinastía de varias maneras. Primero, lord Sedgwick. —Rió, y Colton entornó los ojos de manera ominosa—. Después, los perros... —Vio que el hombre miraba sorprendido a su esposa, y que esta asentía con tristeza—, y, por supuesto, lo que me proporcionará más placer será acabar con vos, milord. Será una auténtica alegría, que me regocijará durante muchos años. Un héroe condecorado que luchó a las órdenes de Wellington. Vencido por un simple pañero. Qué pena, se lamentarán. Después, por fin, mi hermosa Adriana, a quien lamentaré mucho perder, pero no tiene remedio. Si le permito vivir, hablará a alguien de mis hazañas, y no puedo dejar que eso ocurra. He de protegerme.

Un sonido muy familiar para Colton y Adriana los impelió a mirar ansiosos detrás del pañero. La sonrisa que apareció en los labios del marqués heló la sangre en las venas a Roger, porque él también había creído oír el repiquetear de unas uñas contra el suelo de mármol.

Se volvió un poco para mirar, y se quedó sin aliento al punto cuando vio la solitaria figura que había aparecido en la entrada arqueada que separaba el gran salón del vestíbulo. Era Leo, el perro más grande, con el vello erizado, la cabeza gacha y los colmillos al descubierto. El ronco gruñido que surgió de la garganta del can bastó para que Roger buscara frenéticamente un lugar donde protegerse. Quiso correr hacia la puerta de la sala de estar, pero sus suelas metálicas resbalaron en el suelo de mármol. Aun así, cuando Colton intentó atacarlo, Roger le apuntó con la pistola al pecho. Cuando consiguió recuperar el equilibrio, se precipitó hacia la entrada de la sala de estar.

Leo avanzó con parsimonia hacia su presa. Roger gimoteó de terror al entrever la posibilidad muy real de su fin inminente. Esta vez, ni Adriana ni Colton le ordenarían sentarse.

—¡Alejad a ese animal! —chilló presa del pánico. Apuntó la pistola a Adriana—. ¡De lo contrario, le volaré su bonita cabeza!

El súbito destello de dolor que en aquel instante atravesó la cabeza de Roger fue suficiente para que cayera de rodillas. Su mandíbula se aflojó, al tiempo que los párpados se le cerraban. Le asestaron otro golpe en un lado de la cabeza, y un tercero en el otro. Con la lengua colgando de la boca, Roger se desplomó sobre el suelo de mármol.

Con serena dignidad, Harrison extrajo un pañuelo del bolsillo interior de la chaqueta y procedió a secar la sangre y el pelo pegados al extremo del atizador, mientras Adriana corría hacia él con los brazos abiertos y los ojos llenos de lágrimas.

—¡Oh, Harrison! ¡Querido, querido Harrison, nos has salvado la vida! —gritó jubilosa, mientras abrazaba y besaba al criado, que reprimió una sonrisa sin por ello dejar de presentar la mejilla para recibir la mayoría de sus besos.

—Ha sido un placer serviros, señora. No podía permitir que ese bruto acabara con nosotros, ¿verdad?

Colton lanzó una risita cuando se unió a su esposa en su manifestación de agradecimientos. Al cabo de poco, los tres hicieron lo propio con Leo, que bostezó como si estuviera muy cansado.

—Roger dijo que había envenenado a los perros —informó Adriana a los dos hombres—, pero también reconoció que podía haberse equivocado de frasco. Al parecer, administró a los perros una poción para dormir en lugar de arsénico.

—En ese caso, ¿dónde está Aris? —preguntó Colton, mientras paseaba la vista a su alrededor.

—En la galería —contestó Adriana, apoyada contra su esposo—. Estoy segura de que, si Leo está vivo, Aris también.

—¿Y dónde están los criados?

—Fuera, en el cobertizo de las hortalizas.

—Los liberaré de inmediato —informó Harrison a la pareja, y se palpó el chichón de la cabeza para luego frotarse los dedos, teñidos de rojo—. Tal vez pueda convencer a la cocinera de que me vende la cabeza. Creo que vuelve a sangrar.

—Será un placer hacerte ese favor ahora mismo, Harrison —se ofreció Adriana—. Su señoría dejará en libertad a los criados y mandará a alguien en busca del alguacil, y luego echaremos un vistazo a Aris.

Poco después, la casa había recuperado casi por completo la normalidad. Roger estaba atado de pies y manos, apartado detrás de la mesita auxiliar para que nadie tropezara con e!. Aún no había recuperado el conocimiento, y parecía dudoso que lo hiciera antes de que llegaran las autoridades.

Pronto se confirmó que los dos perros sólo habían recibido una dosis de láudano en lugar de veneno, pues Aris despertó bostezando, como si hubiera echado una larga siesta. Los perros disfrutaron de las atenciones que Adriana les prestó en la sala de estar, arrodillada a su lado, mientras enseñaba a Genie a acariciarles el pelaje. Colton abrió una botella de coñac nueva, por si Roger se había dedicado a manipular los licores, y procedió a servir una copa a Harrison y otra para él. Al ver a los perros dar muestras de su afecto a Adriana y Genie, y lamerles la cara, los dos hombres rieron de buena gana, cuando ambas hicieron muecas de asco. No obstante, Adriana se sentía muy feliz y agradecida de que todos estuvieran vivos.

Momentos más tarde entró Philana llena de agitación y se dirigió a la puerta de la sala de estar.

—¡Por fin soy abuela! He venido corriendo a daros la noticia. Tengo un nieto.

—¡Una noticia maravillosa, mamá Philana! —gritó Adriana muy contenta, y aceptó la ayuda de Colton para levantarse. Corrió hacia su suegra y la abrazó con afecto—. ¿Samantha se encuentra bien?

—Por supuesto, querida hija. Está más contenta que unas pascuas —dijo Philana—. Pero debo confesar que me siento un poco cansada, después de lo mucho que paseamos Percy y yo delante de la habitación, mientras el doctor Carroll atendía a Samantha. Os aseguro que no hay nadie en esta casa que haya pasado un día más ajetreado que yo. Me alegro mucho de que haya terminado, para relajarme al fin.

Las carcajadas provocaron que la mujer callara y mirara confusa a los miembros de la familia y los criados.

—¡Pues es verdad!