15

HABÍA sucedido lo mismo en el pasado, y probablemente ocurriría igual en siglos venideros. Los problemas causaban problemas, como también la tristeza y la muerte. En determinados momentos, el fin de la vida llegaba a un solo ser, a veces a pares o en número mucho mayor. Nadie podía predecir los motivos o las causas, ni siquiera cuándo o dónde volvería a aparecer la asesina de la guadaña. Lo único seguro era que alcanzaría a todos. Nadie estaba exento o excluido. Al fin y al cabo, había un tiempo para vivir e, inevitablemente, un tiempo para morir.

El alejamiento entre Colton y Adriana había afectado tanto a Philana que estuvo a punto de encerrarse en sus aposentos al día siguiente de Navidad, pero esa no era la costumbre inglesa, por supuesto, ni la conducta ejemplar de una marquesa. Tuvo que fingir con estoicismo, aunque el peso de su corazón se le antojaba casi insoportable. Fue doblemente duro cuando se conoció la noticia de que su sobrina, el marido de la joven y su recién nacido habían muerto cuando su carruaje se había desenganchado del tiro y volcó al caer a un barranco. Fue otro golpe doloroso que sacudió los corazones de Philana y Alistair. Tan sólo tres años antes habían lamentado el fallecimiento de su hermana, y tres meses después, la de su cuñado. La pareja sólo había dejado una hija, una joven vivaracha que, en fecha reciente, se había casado con un vizconde, cuyos padres también habían fallecido. Lo que hacía más difícil de soportar la muerte de la joven pareja y su hijo era que habían encontrado el fin en las afueras de Londres, después de que una banda de soldados descontentos, licenciados del ejército y arrojados a una miserable existencia en los suburbios, descargaron su rabia sobre el primer aristócrata disponible, el cual había perdido un ojo en una campaña anterior contra los franceses.

Parientes y amigos de los Kingsley se reunieron en Londres para el funeral, y fue durante esta triste ocasión cuando Philana pudo hablar con Adriana, que había viajado con sus padres a su casa de Londres, cerca de Regent Park, donde se habían encontrado con sus hermanas y sus maridos antes de asistir al funeral.

—Edythe apenas había cumplido veinte años —explicó Philana pese al nudo que sentía en la garganta—. Debió de morir poco después de dar a luz, porque a juzgar por la apariencia del niño parecía que nadie la había ayudado durante el parto..., salvo que habían cortado y atado el cordón umbilical. Tal vez uno de los soldados se apiadó de Edythe y salvó a su hijo. Nadie sabrá nunca qué sucedió en realidad, por supuesto. Aun así, fue una pérdida terrible de vidas inocentes. Es difícil comprender por qué soldados, en otro tiempo leales a su país, persiguieron su carruaje. Courtland Kingsley había demostrado ser un soldado valiente en conflictos anteriores con Francia, pero después de perder el ojo tuvo que licenciarse debido a su visión limitada. De todos modos, sus hombres lo consideraban un oficial arrojado que luchaba a su lado.

Sus labios temblaron y, cuando Adriana tomó su mano para consolarla, la mujer la asió con fuerza, como desesperada por un momento.

Cuando Adriana buscó más tarde a Samantha entre los reunidos, encontró a su amiga apoyada en el brazo de su hermano. Las mujeres se abrazaron con desesperación un largo momento, mientras Samantha se esforzaba por contener los sollozos. Cuando Adriana retrocedió por fin, besó la mejilla surcada de lágrimas de su amiga y recibió la mirada inquisitiva de Colton con una triste sonrisa y un rígido cabeceo, al tiempo que el hombre inclinaba su sombrero. Los ojos del marqués, no obstante, eran de lo más expresivos, pero ella estaba sorda... y ciega a las súplicas que comunicaba.

Colton dejó la taza de té sobre el platillo y contempló la sonrisa forzada que su madre había dibujado en su cara de facciones delicadas. Por más que fingiera, no podía disimular la angustia que la atormentaba desde hacía una semana. Ya le había costado soportar la trágica muerte de su sobrina, pero era muy consciente de que sus penas habían empezado mucho antes, cuando él le había hablado del frío rechazo de Adriana. Había elegido con sumo cuidado sus palabras, con el deseo de ahorrar a su madre la angustia que suele acompañar a la aniquilación de esperanzas largamente acariciadas. Desde entonces, la tristeza de sus ojos y su brillo húmedo frecuente habían dado cuenta de las profundidades de su desesperación.

Ya había esperado que reaccionara de esa forma. En realidad, tras enterarse del contrato impulsado por su padre había temido que ocurriera gran parte de lo que estaba sucediendo. El hecho de que se hubiera combinado con las muertes de Edythe y su familia lo hacía todavía más doloroso. Adriana había sido la única elección de sus padres como nuera. Había sido como una hija para ellos, y la posibilidad real de que las expectativas no fructificaran era una perspectiva demasiado terrible para que su madre la aceptara sin sufrir un profundo pesar.

—He de preguntarte algo —anunció en voz baja Philana, con la vista clavada en su taza.

—¿Sí?

—¿Fuiste a ver a Edythe en algún momento cuando estuviste en Londres el año pasado?

Colton frunció el ceño, perplejo.

—No, temo que no volví a verla después de que me fui de casa. ¿Por qué lo preguntas?

—Debido a una marca que el médico descubrió en el trasero del recién nacido.

Colton se reclinó en la silla y miró a su madre cada vez más confuso. No tuvo que decir nada más.

—Pero ¿cómo es posible? Ella no era pariente de los Wyndham. Ni tampoco Courtland.

—Losé muy bien —murmuró Philana, y después se esforzó en ofrecerle una sonrisa intrépida, pero sólo consiguió que fuera temblorosa—. A menos que tu padre...

Colton se negó a escuchar sus conjeturas.

—Padre nunca habría tocado a Edythe..., ni a ninguna otra mujer. Tú fuiste la única a la que quiso..., y a la que deseó. Nunca lo vi mirar a otra mujer de la forma que insinúas. Puede que yo tenga mis defectos, madre, pero padre fue fiel y sincero en todo lo que hizo. Me reprendió con bastante frecuencia de jovencito por mi propensión a flirtear con las chicas, y me recordó hasta la saciedad que no era propio de un caballero creer que él habría sido capaz de transgredir su propio código moral.

—Entonces, ¿cómo explicas la marca en el trasero del recién nacido?

—¿Tú la has visto? —insistió Colton.

—Pues claro que no. Como sabes, no dejaron abrir los ataúdes debido al tiempo transc...

Se llevó una mano a la boca para reprimir las arcadas.

Colton apoyó una mano sobre la de su madre e hizo todo lo posible para tranquilizarla.

—En ese caso, no cabe duda de que no es la misma marca que heredé de mi padre. Soy el último de los Wyndham, y ni siquiera Latham puede presumir de la marca, porque sus antepasados nunca la tuvieron. No sabes cuánto lamento no haber tomado más precauciones para proteger el honor de mi familia. Creí estúpidamente que Pandora no podía tener hijos y que no era peligroso estar con ella. He caído en mi propia trampa, y no puedo decir nada que borre mi equivocación. Mi hija es una víctima inocente, y, como no puedo soportar la idea de que uno de los míos padezca la ignominia de ser bastardo, estoy donde estoy. Si se me concediera la oportunidad de volver a empezar, jamás me acostaría con su madre, pero no puedo permitir que un inocente pague el resto de su vida por culpa de mis indiscreciones..., y no puedo soportar esa idea. La culpa es mía. Yo debo padecer las consecuencias.

—Parece una niña muy bonita —dijo en voz baja Philana, incapaz de mirarlo a los ojos—. Los criados han estado haciendo indagaciones para encontrar un ama de leche en la zona. Con suerte, espero sustituir pronto a Alice. Debo decir que sus modales son... inusuales.

Colton hizo una mueca.

—Despreciables es la palabra adecuada, madre.

Harrison entró en la sala de estar, con una bandejita de plata sobre la que descansaba una carta cerrada con lacre rojo. La entregó al marqués.

—Esta misiva acaba de llegar de Bath hace un momento, mi señor.

—¿Bath? —repitió Colton, perplejo.

—Sí, mi señor. Creo que lleva el sello de lord Standish.

Philana se incorporó, y un brillo de esperanza alumbró en sus ojos.

—Tal vez Gyles ha conseguido convencer a Adriana de que te conceda otra oportunidad.

Colton dudaba de esa posibilidad. La muchacha era terca y no se dejaba convencer con facilidad en lo tocante a elegir marido, ni siquiera por su padre. Había visto pruebas de ello la primera vez que la había ido a ver a Wakefield Manor, cuando los había dejado a todos de una pieza con su airada salida del salón.

Colton rompió el lacre, desdobló la misiva y empezó a leer. El mensaje era conciso y directo.

Si albergáis el menor deseo de presentar vuestra petición de matrimonio a mi hija, os insto a que acudáis al Lansdown Crescent de Bath antes de la hora de cierre del salón de actos, el sábado por la noche. Por lo visto, el marqués de Harcourt ha dado por sentado que la presencia de Adriana combinada con vuestra ausencia indica un posible distanciamiento entre ambos. Ha enviado una solicitud de que le conceda audiencia, y sólo puedo creer que desea hablar conmigo en relación con el asunto de su boda con mi hija. Os puedo asegurar que, si no es esa la intención de lord Harcourt, hay otros aquí que anhelan su mano. Si bien confío en que mi hija elija sabiamente, no tomará una decisión a vuestro favor a menos que esté convencida de vuestro deseo de hacerla vuestra esposa. Si he malentendido vuestro afecto por ella, os ruego que hagáis caso omiso de mi requisitoria. Sabed que honro en lo más hondo la memoria de vuestro padre, único motivo de que haya enviado esta carta. No puedo culpar a Adriana si no desea casarse con vos. Nuestros planes son quedarnos en Bath hasta después de Año Nuevo.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó Philana—. ¿Puedo confiar en que sean noticias alentadoras?

—Debo ir a Bath —dijo Colton, y se puso en pie al punto. Dejó caer la carta sobre la mesa, al lado de su madre—. Esto lo explica todo. No estoy seguro de cuándo volveré.

Poco después, el carruaje corría por la carretera. Había transcurrido menos de una hora desde que Colton había leído la carta de Gyles, y en ese período de tiempo se había levantado viento, y nubes oscuras cubrían el cielo. Aunque todavía faltaban un par de horas para el ocaso, las tinieblas de la inminente tormenta parecían haber transformado el día en noche.

Bentley fustigó a los caballos para que corrieran más. Su señoría exigía el máximo esfuerzo del tiro. El tiempo era esencial.

El carruaje se internó en la oscuridad de una espesa arboleda, y Bentley aminoró un poco la velocidad cuando el tiro se aproximó a una curva conocida, que pasaba cerca de bosquecillos cercanos a la carretera. El landó osciló de un lado a otro al doblar otra curva, y apenas habían cesado dichos movimientos, cuando un grito de advertencia de Bentley y una maldición mascullada provocaron que Colton se sujetara en previsión de un brusco frenazo.

—¿Qué pasa? —preguntó, al tiempo que abría la puerta, a punto de bajar.

—Hay un árbol atravesado en la carretera, mi señor —anunció Bentley, y tiró de las riendas—. El viento lo habrá derribado.

Colton bajó a la carretera y se ciñó el sombrero de copa con fuerza, mientras el capote remolineaba a su alrededor. Se adelantó a los caballos y vio la barrera. Después de analizar la situación, calculó que el tamaño del tronco era manejable. Pensó en la mejor manera de apartar el obstáculo a un lado del camino. Explicó la idea a su criado.

—Entre los dos, Bentley, deberíamos poder mover la copa del árbol hasta que todo el tronco quede en la cuneta. Teniendo en cuenta su tamaño, no debería ser demasiado difícil cargarlo.

Bentley bajó al suelo. Contaron hasta tres y levantaron a una la parte superior del árbol, que trasladaron a la cuneta pese a las ramas rotas y hojas enredadas. La parte más pesada del tronco levantó hierba y tierra al arrastrarla. A Bentley aún le quedó aliento para lanzar una carcajada en honor de su éxito.

Colton sonrió, mientras se sacudía el polvo de las manos.

—Vámonos a Bath antes de que encontremos más problemas, una tormenta, por ejemplo.

Al pasar junto al tocón del árbol cayó en la cuenta de que no había caído debido a la fuerza del viento, tal como había supuesto. Lo habían talado y, por lo que pudo ver, hacía muy poco, como indicaba la savia que rezumaba de su base, rodeada de astillas.

Colton avanzó unos pasos, se detuvo como para examinar el cielo, y luego se volvió e inclinó la cabeza para ocultar los ojos bajo la sombra del ala. Examinó el bosque con detenimiento de derecha a izquierda mientras aguzaba el oído. La grava de la carretera crujió bajo las botas de Bentley cuando el hombre pasó ante el tiro, pero otro ruido, el sonido sordo de un rifle al encasquillarse, alarmó a Colton. ¡Estaba demasiado cerca para sentirse a salvo!

—¡Al suelo! —gritó al cochero, y corrió a toda la velocidad de sus piernas hacia el landó, cuya puerta había dejado abierta. Aparte de algunos árboles escuálidos, era el refugio más cercano de que disponía. Al instante siguiente se oyó una fuerte explosión de pólvora. El estruendo sobresaltó a Bentley, que se agachó al punto con los ojos desorbitados.

La bala alcanzó su objetivo y abrió un agujero en la espalda de Colton, que cayó al suelo con una exclamación. Al instante, una lluvia de proyectiles salieron disparados contra amo y criado, la mayoría de los cuales alcanzaron el landó, muy cerca de donde Colton había caído. Por penoso que le resultara moverse, se vio obligado a arrastrarse bajo el vehículo, que al menos le proporcionaba cierta seguridad.

—¿Estáis herido, mi señor? —gritó Bentley, que se había refugiado tras las ruedas delanteras. Se acuclilló al otro extremo del vehículo y miró por debajo. Cuando vio la mancha roja que brillaba en la parte posterior del chaquetón, su corazón dio un vuelco. Supuso que el noble estaba muerto o malherido—. ¿Estáis vivo, mi señor?

El dolor de la herida retrasó la respuesta de Colton un momento, mientras apoyaba la frente sobre un brazo. Por fin, miró de soslayo a Bentley, que se llevó una mano al corazón y exhaló un suspiro de alivio.

—Estoy herido, pero no muerto, Bentley. ¿Vas armado?

—Sí, mi señor. Con dos Brown Bess. También tengo muchas municiones. Se podría decir que siempre voy preparado.

—Si escapamos con vida de estos bergantes que nos han atacado, me encargaré de que te proporcionen armas más adecuadas en el futuro. De momento, sólo podemos confiar en que nuestros atacantes se pongan a tiro. ¿Podrás abatirlos sin que te vuelen la cabeza?

—Bien, teniendo en cuenta los problemas que nos darán en caso contrario, mi señor, haré lo que pueda. Esta mañana he comprobado que estuvieran cargadas, como hago siempre desde que asesinaron a vuestra prima y su familia.

Dicho esto, Bentley se puso en pie de nuevo y corrió pegado al carruaje, esta vez hacia la parte delantera. Una lluvia de balas perforó la madera y la piel que recubrían el carruaje, mientras se subía a los radios de las ruedas y buscaba detrás del asiento del conductor. Maldijo en voz alta cuando las balas acribillaron el landó y lanzaron astillas afiladas contra su cara; pero, tras apoderarse de las armas y una bolsa de municiones, las sujetó bajo un brazo y empezó a bajar, aunque no con rapidez suficiente. Un rugido de ira surgió de sus labios cuando una bala le rozó la mejilla, dejando un surco que derramó sangre al punto sobre su inmaculada librea. La herida le proporcionó renovados ímpetus. Desapareció de la vista y corrió hacia el punto donde su amo se había refugiado. Entregó dos armas al coronel retirado.

Bentley miró por debajo del carruaje mientras su amo cambiaba de posición.

—¿Sabéis cómo acabar con ellos, mi señor?

—Ve a la parte delantera del carruaje y procura que salgan de su escondite, pero sin dejarte ver —pidió Colton—. Ya es bastante grave que esté herido y tú no puedas sacarnos de aquí. Intentaré derribar a uno o dos mientras te vigilan. Con suerte, los demás huirán por temor a perder la vida.

—¿Cuántos calculáis que son, mi señor?

—A juzgar por los disparos que atravesaron el landó mientras fuiste a buscar los rifles, más de los que podamos repeler sin refuerzos. Será mejor que empieces a rezar para que ocurra un milagro.

Bentley, con la rodilla doblada, inclinó la cabeza, masculló unas palabras, y después, tras un «amén» sin aliento, corrió hacia adelante.

Una breve cortina de fuego siguió a su desaparición, pero al cabo de unos momentos Bentley asomó la cabeza.

—¡Malditos bastardos! —gritó—. Mostrad vuestras feas caras.

Se agachó al punto, justo antes de que varias balas se incrustaran en el landó. Bentley oyó el rugido de una Brown Bess que disparaba desde la base de la rueda. Enseguida se escuchó un chillido. Miró por las ventanillas del carruaje, y vio que un hombre se llevaba la mano a la garganta ensangrentada y se desplomaba sin vida.

Otro villano lanzó un grito después de que Colton vislumbró una chaqueta roja deshilachada entre los arbustos. El hombre salió a un claro dando tumbos, y Colton sintió un gran pesar cuando reconoció la chaqueta que llevaban los soldados de la infantería inglesa.

—¡Agáchate, Bentley! —bramó—. ¡He de hablar con estos hombres!

El cochero se quedó convencido de que su amo había perdido la razón.

—¡Pero, mi señor, si quieren volarnos la cabeza!

—¡Haz lo que digo! ¡Agáchate, y no vuelvas a disparar!

Un comentario florido, muy parecido a un juramento, sirvió de promesa. Bentley cruzó los brazos sobre el pecho, convencido de que su amo estaba flirteando con el desastre.

Colton soportó el dolor de su espalda herida mientras se arrastraba hacia la rueda delantera. El esfuerzo lo obligó a descansar unos momentos. Por pura fuerza de voluntad, se mantuvo firme en su resolución y llamó a los bergantes.

—Hombres, ¿por qué habéis atacado mi carruaje? ¿Algunos no sois los mismos soldados que lucharon a mi lado contra nuestros enemigos? Si ignoráis la identidad de las personas a las que habéis atacado, permitid que me presente. Soy el coronel Wyndham, recién licenciado de las fuerzas armadas de su majestad.

—¿El coronel lord Wyndham?

Era evidente la sorpresa de la voz que preguntó, pero Colton la reconoció.

—¿Sois vos, sargento Buford? ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Por qué me habéis recompensado por salvaros la vida atacando mi carruaje?

—¡Mi señor, ni por un instante soñé que erais vos a quien atacábamos! ¡Tenéis que creerme, su señoría, por favor! Un individuo nos dijo que un tal lord Randwulf estaba explotando a las familias de soldados muertos que habían sido inquilinos de él antes de la guerra, y estaba obligando a sus hijos a trabajar como forzados en sus talleres a cambio de un poco de comida.

Colton no supo qué lo enfureció más, si su herida o la repugnante calumnia.

—¿Quién dice esas mentiras contra mí? Yo soy lord Randwulf. Asumí el marquesado de mi padre después de su muerte. No tenía talleres, y los inquilinos que residen en nuestras tierras viven en ellas desde hace muchos años. En cuanto a las viudas y familiares de soldados muertos, se encuentran a salvo en sus casas, esforzándose por prosperar.

—No sé el nombre de ese tipo, milord. Ni tampoco su cara. Llevó una máscara mientras estuvo con nosotros.

—¿Se encuentra entre vosotros ahora? Quiero hablar con ese hombre que se ha dedicado a inventar mentiras contra mí.

—Estaba aquí hace un momento, milord. Él fue quien os disparó... Lo intentó dos veces, porque su arma se encasquilló. —Buford se puso en pie con cautela, temeroso de recibir un disparo. Después de comprobar que estaba a salvo, se irguió y paseó la vista en torno suyo—. Caramba, milord, el tipo se ha esfumado. Tal vez se le ocurrió la idea de dejar que nos colgaran por lo que él inició. Creo que nos engañó a todos, milord, y por eso debo pediros disculpas.

—Acepto vuestras disculpas, Buford. Ahora, os animo a todos a volver a vuestros hogares y familias, y acabar de una vez con esta patraña. Si no desistís de esta locura, os aseguro que tarde o temprano pagaréis por lo que estáis haciendo. Si necesitáis trabajo, venid a mi casa. Haré lo que pueda por vosotros, pero por el amor de Dios, dejaos de idioteces, antes de que os detengan y cuelguen por matar a inocentes.

—¿Estáis herido, milord? —preguntó Buford, preocupado—. Os vi caer cuando la bala os alcanzó. Sería una vergüenza que sufrierais por culpa de algo en lo que estuvimos implicados. ¿Podemos ayudaros, milord?

—El muy bastardo me disparó por la espalda, es cierto, pero no tengo tiempo de preocuparme por la herida. Es fundamental que lleguemos a Bath.

Bentley estalló en protestas.

—Milord, Bath se encuentra a una hora de distancia, y la mansión a escasos minutos. Podríais morir si no damos media vuelta. Si un medico os reconoce y dice que podéis Continuar, seguiremos nuestro camino.

—Ayúdame a subir al carruaje, Bentley, y continuemos el viaje. Ya buscaremos un médico al llegar.

—Milord, por favor... Me dolería en lo más hondo que expirarais en el camino. Vuestra madre nunca me lo perdonaría. Vuestra hermana me arrancaría la cabellera, como dicen que ocurre en las colonias.

—¡Maldita sea, Bentley, haz lo que digo! Tus argumentaciones no me harán cambiar de opinión. Es posible que mi futura felicidad dependa de si llegamos a tiempo a la ciudad.

—Bien, pero ¿qué me decís de vuestra vida?

—Aún no estoy dispuesto a rendirla, Bentley, y cuanto más sigas discutiendo, más tardaremos en ver a un médico. Además, sólo es un rasguño.

—Sólo es un rasguño —murmuró Bentley, pero subió a su asiento—. Con un agujero como ese, morirá desangrado antes de llegar a la ciudad.

La ciudad de Bath era el lugar exacto donde quería y necesitaba estar en aquel preciso momento, decidió Adriana mientras la contemplaba desde el dormitorio de la segunda planta de la casa de su tía, donde se había refugiado poco después de llegar con sus padres. Desde entonces habían transcurrido varios días, y su tía los había llevado a dar largos paseos, acompañado a visitar a viejos amigos y parientes lejanos, y animado a comprar con prudencia, a vestir con gusto y a seguir las muy agradables costumbres de la ciudad, pues era allí donde las divisiones entre aristócratas y plebeyos habían dejado de existir, siempre que uno cuidara sus modales, un requerimiento obligatorio si deseaba ser aceptado. No obstante, pese al buen humor e ingenio de su tía, que solía arrancar carcajadas bien merecidas de sus invitados, Adriana todavía se esforzaba por reprimir las lágrimas que afloraban siempre que bajaba la guardia y cedía a los dolores que padecía desde que había dado por finalizado su noviazgo con Colton Wyndham.

La distancia que separaba Bath de Randwulf Manor le había permitido alejarse de su apuesto pretendiente, si no emocionalmente, al menos en la práctica. Aun así, el pesar continuaba asediándola, sobre todo cuando estaba sola. Lamentaba no haber tenido la perspicacia de liberar a Colton del compromiso antes de que empezara su noviazgo. Si lo hubiera hecho, se habría ahorrado el enorme dolor que ahora la abrumaba. Todos sus instintos le habían advertido a gritos de las escasas probabilidades que tenía de casarse con él, pero se había permitido creer como una retrasada mental que existía una ínfima posibilidad. Y así, para desgracia de su corazón, se había ido enamorando cada día más del hombre.

Alguien llamó con suavidad a la puerta e interrumpió sus pensamientos. Cuando dio permiso para entrar, apareció su madre con una sonrisa de alegría fingida. Pese a la profunda preocupación que sentía por su hija, Christina había decidido transmitir optimismo, aunque en el fondo tenía el corazón roto por su hija menor. Era lo máximo que podía hacer dadas las circunstancias, porque carecía del talento de obrar milagros y cargar sobre ella toda la angustia que padecía la muchacha.

—Lord Alistair acaba de llegar, querida. ¿Bajarás pronto?

—Sí, mamá —contestó Adriana, apenas consciente del suspiro de decepción que había escapado de sus labios—. Estoy dispuesta a partir cuando quieras.

—No tardaremos mucho, querida.

Una sincera sonrisa de placer se insinuó en los labios de Christina cuando examinó a su hija. El vestido de seda azul oscuro que llevaba era de lo más apropiado para un ser tan alto, esbelto y grácil. Las minúsculas cuentas que embellecían el vestido captaban el brillo de la lámpara cercana, con el resultado de que la encantadora creación destellaba como diminutas estrellas en el cielo nocturno. Perlas en forma de lágrima colgaban de pequeños botones incrustados de zafiros, los cuales adornaban los lóbulos de las adorables orejas. Rodeando la base del cuello llevaba un collar de oro que representaba diminutas ramas de un árbol engastadas con diminutos zafiros. Una perla solitaria en forma de lágrima pendía sobre el hueco de su larga y elegante garganta.

Las joyas eran el único adorno que acompañaba al vestido, pero Christina estaba convencida de que la joven no necesitaba nada más, pues era un hecho que los adornos más sencillos complementaban una belleza peculiar mucho mejor que algo muy trabajado. Había momentos en que Christina tenía que reconocer, pero sólo a sí misma, que, en belleza y gracia, su hija menor superaba con mucho a sus hermanas.

—Estás especialmente encantadora esta noche, querida. Alistair acaba de llegar y nos ha informado que Samantha y Percy también estarán esta noche en el salón de actos con Stuart y Berenice. Por lo que tu tía me ha dicho, muchos de tus antiguos pretendientes han estado haciendo averiguaciones sobre ti, y pretenden acudir esta noche a Lansdown con la esperanza de reanudar su flirteo. Dudo que él se presente.

Christina no se atrevía a mencionar el nombre de Colton por temor a provocar otro estallido de lágrimas. Sin embargo, consideraba una vergüenza que el hombre no estuviera presente para ver con sus propios ojos la avidez con que otros galanes agradecían su ausencia. Serviría de lección al libertino observar el ansia de conquistar a Adriana que manifestaban otros pretendientes. Como madre, tal vez tenía derecho a sentirse irritada con el hombre por lo que consideraba una afrenta personal a su hija, pero tampoco podía apartar de su mente a otra persona que lamentaría muchísimo la separación definitiva de la pareja.

Christina exhaló un suspiro de pesar por su vieja amiga.

—La querida Philana se sintió humillada por su repentina paternidad y matrimonio con esa actriz. Le enfurecía en especial que pudieran trocarse licencias especiales por favores al arzobispo, con el fin de legitimar unos esponsales tan precipitados. Sin embargo, querida, aún confía en que perdonarás a su hijo y reconsiderarás su proposición de matrimonio, pero me vi forzada a decirle que no auguraba la menor posibilidad de que eso ocurriera. Aunque su señoría sería un marido muy apuesto, una mujer ha de poder confiar en la integridad de su esposo. No obstante, hay quienes le profesan una lealtad acérrima y defienden sus acciones. Aunque el pobre Alistair hace lo imposible por no hablar del asunto en presencia de Tilly, es evidente que admira mucho a su sobrino. Incluso ha hablado en su favor con tu padre, hasta el punto de afirmar que las acciones de su señoría podrían considerarse nobles, comparadas con las de otros aristócratas que dan la espalda a sus hijos ilegítimos, al tiempo que fingen con arrogancia no haber hecho nada escandaloso. En este momento, empero, Alistair no quiere irritar a Tilly, pues ella se muestra igual de leal contigo. Si puedo dar crédito a mis ojos, me inclinaría a decir que el hombre está muy enamorado de tu tía.

Adriana forzó una débil sonrisa, lo mejor que pudo conseguir en aquellas circunstancias.

—Supongo que estará más asombrado que nadie por su enamoramiento, después de haber conseguido permanecer soltero durante tantos años.

—Sí, puedo comprender que se sienta así —coincidió Christina—. Durante todo este tiempo que hemos sido amigos de los Wyndham, nunca ha parecido muy entusiasmado por cortejar mujeres o casarse. Tal vez quien tú sabes es independiente por naturaleza. De todos modos, será interesante ver cómo les va a Tilly y Alistair. Como tú, ella no carece de admiradores. Aun así, no creo que a sus tres hijos les haga mucha gracia tener un padrastro. Pero, como son adultos y con hijos, no podrán protestar, sobre todo porque Tilly no haría caso de sus consejos. —Christina sonrió e indicó con un ademán a su hija que se acercara—. Vámonos, querida. Tu padre ya estará impaciente por la espera.

En cuanto el grupo llegó a Lansdown Crescent, Adriana se encontró asediada por apuestos caballeros que deseaban acaparar su atención, o al menos solicitar uno o dos bailes cuanto antes, o incluso más tarde. Por inverosímil que le pareciera a Adriana, el rumor de que estaba en Bath sin su acompañante habitual se había propagado hasta Londres desde el día anterior, porque hijos de vecinos de Regent Park habían ido a Bath a tomar las aguas, pero sólo las que ondulaban alrededor de la hija de lord Standish.

Sir Guy Dalton se hallaba al frente del grupo de jóvenes que la habían estado buscando. En cuanto Adriana entró, había ejecutado una brillante reverencia y entablado al punto una animada conversación sobre la ciudad y el inminente Año Nuevo, para el que faltaban dos días. Aunque Adriana sonrió y conversó con el joven caballero durante unos momentos, no albergaba otro deseo que reunirse con sus padres, por lo que declinó con elegancia su invitación cuando él intentó convencerla de que ocupara uno de los asientos que el reverendo William Dalton había reservado en el salón de actos para su familia y su invitado, el arzobispo.

La música que sonaba en la sala de baile era relajante y alegre a la vez, y, pese a su reciente tristeza, Adriana se sintió reanimada en parte, al menos lo bastante para bailar con sir Guy y varios otros jóvenes que no la habían perdido de vista en ningún momento. De todos modos, después de retirarse de la pista, se sintió acobardada cuando Roger Elston se plantó ante ella.

—Mi señora.

Sonrió y la miró a los ojos, como si no fuera culpable de nada.

La joven apretó la boca y cabeceó a modo de saludo.

—Señor Elston.

Habría escapado de inmediato, pero el joven avanzó en la misma dirección que ella para impedir que huyera, mientras paseaba ara vista por la sala. Después, como ignorante de su deseo de esquivarlo, sonrió y encontró dos ojos que lo estaban fulminando. Bajó la vista desde aquellos ojos oscuros, como atraído de manera irremisible hacia su busto, que escapaba del corpiño. Adriana no pudo decidir si el hombre intentaba se refrescar la memoria o planear algo más tortuoso, pero no por ello enfureció menos.

—Es bastante sorprendente encontraros sin vuestro galante acompañante —comentó Roger—. ¿Por casualidad se ha olvidado de vos su señoría, o ha encontrado otra dama con la que pasar el rato?

Adriana se volvió y abanicó sus mejillas ardientes. Tan terco como siempre, Roger volvió a ponerse a su lado. Sus ojos examinaron las parejas que bailaban mientras aspiraba un poco de rapé.

—Por lo que respecta a mí, estoy en muy buena compañía, pues he venido con la hermosísima señorita Felicity y dos conocidas suyas, que ansiaban ver Bath desde hacía cierto tiempo.

—¿Ahora sois guía turístico, señor Elston? —preguntó Adriana con frialdad, y miró detrás de él para sonreír a Felicity y a las dos jóvenes damas, que no contarían más de diecisiete años y rebosaban entusiasmo.

—No, mi señora, estoy demasiado ocupado con la pañería para dedicarme a tareas tan extravagantes. De hecho, hoy he estado tan agobiado de pedidos, que mi carruaje apenas pudo llegar a casa de los Gladstone a la hora señalada.

—Estupendo —replicó la joven con frialdad, y estaba a punto de alejarse cuando Roger la cogió del brazo. Adriana se volvió al instante—. Quitadme la mano de encima, señor Elston, o empezaré a chillar en este mismo instante.

El joven obedeció al punto.

—Dios mío, no era mi intención molestaros, querida dama. Sólo deseaba presentaros a las amigas de Felicity. Unas jovencitas muy impresionables, deslumbradas por los aristócratas. Sería un honor para ellas conoceros. Entre Felicity y sus amigas, por supuesto, me siento perplejo, y me pregunto a cuál ofrecer el honor de una propuesta matrimonial. Claro que Felicity es la única que aún se resiste a mis querencias y apetitos masculinos. Es tan inocente, pobre querida. En cuanto a las otras dos, debo confesar que me han dejado bastante saciado gracias a su ansiedad por complacer. —Ahogó un bostezo con la mano, como si estuviera terriblemente aburrido—. Se levantan las faldas a la menor insinuación mía y no les importa que seamos tres en la cama...

Adriana dio media vuelta con las mejillas encendidas y empezó a abrirse paso entre la multitud en dirección a sus padres. Su presencia le garantizaba absoluta seguridad. Cuando se acercó a ellos, observó que su padre la miraba fijamente, y aunque no preguntó nada, sus ojos comunicaban preocupación.

—Sólo estoy enfadada, papá, eso es todo —contestó ella a su pregunta silenciosa—. Ese hombre es un absoluto sinvergüenza. Es una pena que no lo caparas como amenazaste, según dijo Maud. Tal vez habrías impedido la corrupción de dos doncellas estúpidas.

Gyles carraspeó, algo turbado.

—Maud no debería avergonzar tus inocentes oídos repitiendo ominosas amenazas, muchacha.

Adriana sonrió a su padre y apoyó una mano en su manga.

—Papá, estoy lo bastante familiarizada con los caballos para saber la diferencia entre uno castrado y un semental. El señor Elston debería ser un castrado.

Gyles sonrió y le guiñó un ojo, después de abandonar toda esperanza de intentar reprimirla.

—Uno de estos días, muchacha, tal vez me decida a prestar ese servicio, sólo para mantenerte a salvo de ese monstruo, aunque siento lo de las doncellas estúpidas. Es evidente que jamás aprendieron la vileza de algunos hombres, pero temo que ya no podemos hacer nada por explicárselo. Ya son mayores y saben lo que hacen. Además, si no hicieron caso de las admoniciones de sus padres, dudo que aceptaran consejos de desconocidos.

—Es probable que nunca tuvieran un padre que las quisiera lo bastante para desear protegerlas. —Pasó una mano sobre sus solapas y le dedicó una sonrisa de adoración—. Te quiero, papá, más que a cualquier otro hombre.

—¿Quién miente ahora? —preguntó el hombre, y escudriñó los ojos que durante los últimos días habían perdido casi todo su brillo—. Hay uno al que amas por encima de todo.

La joven parpadeó para ahuyentar las lágrimas.

—Sí, papá —admitió con tristeza—, pero temo que él no me ama.

—Ya veremos cómo acaba todo, querida mía, y tal vez sea esta noche. ¿Quién sabe? —Le palmeó la mano para tranquilizarla, y después paseó la vista por la sala. Señaló hacia la entrada—. Veo una cara conocida, y creo que te está buscando.

El corazón de Adriana saltó en su seno, pues sólo pudo imaginar que Colton había llegado y la estaba buscando. Con las mejillas enrojecidas, buscó en la dirección que había indicado su padre y experimentó una punzada de decepción cuando divisó al muy apuesto Riordan Kendrick. Por lo visto acababa de llegar, pues estaba paseando la vista por la sala como si buscara a alguien.

Con la misma estatura de Gyles, Riordan poseía la ventaja de poder mirar por encima de las cabezas de las mujeres y la inmensa mayoría de los hombres. Parecía metódico en su exploración, hasta que Adriana sintió por fin que sus ojos se posaban... e inmovilizaban... en ella. Una lenta sonrisa floreció en los labios del hombre. Se abrió paso con tenacidad entre las parejas que charlaban, congregadas detrás de las sillas y los bancos de los espectadores, sentados alrededor de la pista.

Adriana no podía creer que la noticia de su alejamiento de Colton se hubiera propagado con tal celeridad, pero allí tenía una prueba más de la velocidad con que corría. Riordan Kendrick no pensaba desaprovechar la situación.

Casi había olvidado lo apuesto que era el hombre..., y lo decidido que estaba a conquistarla. De todos modos, cuando le devolvió la sonrisa, fue como si algo hubiera desaparecido de su ánimo. Si bien en una ocasión había creído que le gustaría tener a Riordan como marido, ahora no podía aceptar esa premisa con tanta facilidad, pues la imagen de Colton todavía se cernía en su mente... y en su corazón. Tal vez con el tiempo el espantoso dolor disminuiría, y podría pensar en los hombres que la deseaban de verdad, y sobre todo en Riordan Kendrick, que durante casi dos años había dado muestras de su compromiso personal para alcanzar ese objetivo.

—Mi señora, las palabras son incapaces de explicar cuánto os he echado de menos durante los últimos meses —murmuró el hombre cuando se detuvo ante ella—. Me he esforzado por apartar de mi mente cualquier pensamiento relativo a la dama que había perdido, y concentrarme en supervisar las obras de renovación de los aposentos privados de mi propiedad rural, con el deseo no sólo de calmar el vacío de mi corazón, sino de imaginar una forma de haceros mi esposa. ¿Puedo atreverme a esperar que vuestra presencia en Bath y la muy notable ausencia de vuestro acompañante habitual sean motivo de regocijo para mí?

Un pañuelo agitado vigorosamente al otro lado de la sala atrajo la atención de Adriana. Intrigada por saber quién era el osado, se apartó un poco para mirar, porque Riordan no la dejaba ver. El nervioso individuo no era otro que Samantha, que le hacía frenéticos gestos desde el fondo. La falta de compostura de su amiga le hizo pensar que había sucedido algo grave.

Adriana apoyó una mano en el hombro del marqués y lo miró con expresión suplicante.

—Perdonad la grosería de excusarme en este mismo momento, Riordan, pero he de averiguar por qué me llama Samantha. Parece muy preocupada, y me pregunto qué habrá sucedido...

Adriana no pudo continuar, porque su corazón se había paralizado al pensar que Colton podía estar muerto o herido en algún sitio.

Riordan miró a su alrededor para ver qué estaba pasando, y confirmó con sus propios ojos que Samantha parecía muy nerviosa.

—Sígueme —dijo, al tiempo que tomaba la mano de Adriana—. Hay demasiada gente para que puedas abrirte paso con facilidad.

Adriana aceptó de buen grado su sugerencia, porque el hombre, dado su tamaño, podía moverse con facilidad entre la muchedumbre. En cuanto estuvieron cerca de Samantha, la mujer corrió hacia ella y asió su brazo con desesperación. Su rostro había perdido casi todo el color, y era evidente que estaba haciendo un gran esfuerzo por no desmoronarse.

Adriana aferró el brazo de su amiga, cada vez más preocupada.

—Dios mío, Samantha, ¿por qué estás tan angustiada? ¿Dónde está Percy? ¿Se encuentra bien?

—Bentley envió a alguien en su busca hace rato, y ahora ha vuelto para decirme que Colton está afuera, en el carruaje, y quiere verte.

Una oleada de alegría se apoderó de Adriana, antes de que la razón se impusiera y acabara con su dicha. ¿De veras creía Colton que correría con tanta facilidad a sus brazos, después de haberla mantenido a distancia durante todo el noviazgo? Se encogió de hombros, con el fin de transmitir una indiferencia que no sentía.

—¿Por qué no entra tu hermano?

—Colton ha recibido un disparo en la espalda, Adriana, y se niega a ver a un médico hasta que haya tenido la oportunidad de hablar contigo. Bentley dijo que los atacaron en la carretera poco después de salir de casa, y mi hermano ha venido hasta aquí pese a sus heridas, decidido a verte.

La terrible noticia atravesó el corazón de Adriana con flechas de miedo. Por segunda vez se volvió hacia el marqués para suplicar comprensión, pero esta vez temblando de inquietud.

—Perdóname, Riordan, pero he de ver a Colton.

—Tal vez pueda ser útil —dijo el hombre, mientras la alegría desaparecía de sus ojos oscuros. Tomó su mano para darle ánimos—. Como he vendado un buen montón de heridas durante mi carrera de oficial, Adriana, tal vez podría ayudarte si os acompaño fuera.

—Démonos prisa —rogó Samantha, dispuesta a aceptar cualquier tipo de ayuda—. Colton podría estar agonizando.

Los rostros de los curiosos reflejaron sorpresa cuando los tres corrieron hacia la entrada, pero no importó a las mujeres, y mucho menos al hombre que las seguía. Bentley estaba esperando junto al landó, cuyo lamentable estado había atraído a una multitud de amigos y conocidos ansiosos por saber qué había ocurrido, y si alguno de los Wyndham había resultado herido en lo que el conductor describía como un ataque perpetrado por desconocidos. En cuanto al estado de su amo, Bentley repetía las palabras que le habían ordenado transmitir minutos antes: «Su señoría sólo ha sufrido un rasguño».

Cuando las damas salieron a toda prisa del elegante edificio, Percy bajó con cautela del vehículo para no causar a su cuñado más incomodidades de las que ya padecía.

—¿Sabes si sus heridas son graves? —preguntó Samantha a su marido, cuando este extendió una mano para ayudarla a entrar.

—Tu hermano dice que no —murmuró Percy—, pero será mejor que te prepares para lo peor, querida. Parece que ha perdido mucha sangre. La espalda de su chaqueta está empapada por completo.

Adriana, cada vez más asustada, se mordió los nudillos mientras esperaba a que el hombre ayudara a su esposa. Cuando Percy se volvió por fin hacia ella, su expresión era solemne, y sus ojos azules no brillaban como de costumbre a la luz del farol. Los ojos oscuros de Adriana eran suplicantes.

—No puedo garantizarte nada, Adriana —murmuró apenado el hombre, al tiempo que le apretaba los dedos para comunicar su propia preocupación y la ayudaba a subir al carruaje.

Samantha se había sentado al lado de su hermano, y, cuando Adriana descubrió la mirada preocupada de su amiga, sólo pudo apretar los labios y esforzarse por controlar las piernas temblorosas. Consiguió sentarse delante de Colton, pero su corazón se paralizó cuando examinó al que había llegado a amar con tanta desesperación.

Colton estaba derrumbado en un rincón del asiento trasero, con un codo sobre el apoyabrazos y la mano del mismo brazo apretada contra el abdomen, como si así pudiera seguir incorporado. Tenía el rostro pálido y demacrado a la luz de los faroles, y era evidente que le costaba mucho hablar.

—Perdonad mi lamentable estado, señoras —dijo con una sonrisa irónica. La rigidez de sus pálidos labios daba cuenta de lo mucho que le costaba disimular sus dolores—. Partí en plena forma, pero en el camino me topé con una pandilla de bribones que parecían empeñados en matarme...

Adriana se tapó la boca con una mano para reprimir un gemido de miedo. Con voz temblorosa por la preocupación, su acompañante y amiga expresó la pregunta que atormentaba su mente.

—¿Por qué no diste media vuelta y llamaste a nuestro médico para que curara tu herida, Colton?

—Tenía que decirle a Adriana... que la quiero con todo mi corazón..., y deseo con desesperación que sea mi esposa. —Sus ojos se desviaron hacia la puerta, donde lord Riordan estaba escuchando la conversación—. Tenía miedo... de perderla... a manos de otro. No podía arriesgarme a retrasar la llegada, por temor al desenlace de la velada... si no... le decía... que la amaba.

Adriana se secó las lágrimas que resbalaban sobre su cara. La familia de Colton no soportaría el golpe de su muerte, ni ella tampoco. No sólo lo amaba con todas las fibras de su ser, si no que viviría atormentada para siempre por el hecho de que la ruptura le había impedido buscar un medico a tiempo. La culpa la perseguiría hasta la tumba.

—Hemos de ir a ver cuanto antes a tía Tilly y encontrar un médico que cure tu herida.

La sombra de una sonrisa se formó en los labios de Colton. El mismo rayo de luz que proyectaba el farol iluminó sus ojos nublados.

—No hasta que prometas casarte conmigo, Adriana. Esta noche sería el momento adecuado, cuando no ahora mismo.

—Puede que mueras si nadie se ocupa de tu herida —dijo Adriana con voz estrangulada, mientras intentaba contener los sollozos.

—Mejor morir que vivir sin ti —susurró el marqués, y extendió la mano libre hacia ella.

Adriana la tomó entre una cascada de lágrimas.

—¿Deseas ser mi esposa, Adriana? —preguntó Colton con voz ronca.

Ella asintió vigorosamente.

—¡Sí, oh, sí!

Colton miró a Riordan y sonrió, pese al intenso dolor de la espalda.

—Si no salgo de esta, mi señor, declaro que os elegiría a vos como marido de la dama. No podría tener mejor opción, después de mi fallecimiento, por supuesto.

Incluso en un momento tan serio, Riordan no dejó de captar el humor invencible de su adversario. Inclinó la cabeza un momento y aceptó el cumplido.

—Si ambos no hubierais estado prometidos, mi señor, habría removido cielo y tierra con tal de arrebataros a Adriana. Y pese a que deseo con desesperación convertirla en mi esposa, no querría que nuestro matrimonio fuera el resultado de vuestra muerte. Ateniéndome a vuestras necesidades actuales, si permitís que os acompañe a mi casa, tal vez entre Percy y yo podamos acostaros. Si bien las damas han demostrado su inmensa utilidad, temo que carezcan de la fuerza necesaria para ello.

—Acepto de todo corazón vuestra oferta —dijo Colton con un hilo de voz—. Temo que soy incapaz de ponerme en pie..., ni siquiera de quitarme la ropa.

Riordan se volvió hacia sir Guy, que estaba a su lado. El joven había estado escuchando la conversación, y parecía muy preocupado.

—Si sois tan amable de decir a los padres de Adriana que regresará a casa de su tía sin más dilación —dijo Riordan al caballero—, calmaréis su angustia en el caso de que adviertan su ausencia.

—Me ocuparé de que informen a algún familiar de la situación —contestó sir Guy. No obstante, antes de partir a cumplir su misión, avanzó hacia la puerta abierta del carruaje. Carraspeó en un intento de llamar la atención del herido, y escrutó los ojos grises, vidriosos a causa del dolor—. Os deseo lo mejor, mi señor —dijo de todo corazón—. Sería una verdadera desgracia que un héroe de nuestro prolongado conflicto con Francia hallara la muerte a manos de nuestros compatriotas. Rezaré para que frustréis sus malvados propósitos disfrutando de una vida larga, feliz y próspera. En cuanto a vuestra felicidad, si no os importa que os eche una mano en ese apartado, hablaré con mi padre. Como lady Adriana y vos sois residentes legales de Wiltshire, sería muy fácil para él conseguiros una licencia matrimonial. Pero, dado que su excelencia el arzobispo se encuentra en Bath y esta noche es el invitado de mi padre, creo que estaría dispuesto a conceder una licencia especial a uno de los héroes más preclaros de nuestra patria. Con su firma en ese documento, nadie podría oponerse a vuestro matrimonio con lady Adriana.

—Gracias, sir Guy —murmuró agradecido Colton—. Sea cual sea el precio, me gustaría pagar esa cantidad para que su excelencia conceda la licencia.

El caballero se volvió al punto, con la intención de cumplir su palabra, pero se topó con Roger Elston, quien dirigió una mirada irónica al interior del carruaje.

—¿Pasa algo? —preguntó, mientras se llevaba un pañuelo a la ventana izquierda de la nariz.

Sir Guy no supo por qué se encrespaba. Tal vez fue la vaga sonrisa burlona lo que provocó su brusca reacción, pero nunca le había caído bien el hijo del fabricante de tejidos, sobre todo debido a su insistencia por reclamar la mano de la dama, cuando había nobles que aspiraban a lo mismo.

—Nada, salvo que lady Adriana ha accedido a contraer matrimonio con su señoría. De hecho, iba a entrar para pedir a mi padre que llevara a cabo los preparativos para celebrar la ceremonia esta noche, gracias a una licencia especial firmada por su excelencia el arzobispo, naturalmente.

Los ojos de Roger lanzaron destellos gélidos.

—¿Haríais eso por ese cabrón altivo, aun deseando a la dama para vos?

—Al contrario que algunos hombres que conozco —replicó Guy con una mirada desafiante—, no soy un perdedor vengativo. Además, teniendo en cuenta los valientes servicios prestados a la patria por su señoría, estoy seguro de que casi todo el mundo estará de acuerdo en que merece ese honor. Es más de lo que puedo decir de los despreciables sujetos que se escabulleron aduciendo falsas incapacidades.

—Pobre idiota engañado —resopló Roger, desechando la intencionada pulla del otro hombre—. ¿De veras creéis que la intervención de Wyndham en unas cuantas escaramuzas lo coloca por encima de los demás?

—¿Unas cuantas? —Guy desechó con una carcajada el desdeñoso comentario de Roger—. Yo diría que unas cien, querido amigo. En cualquier caso, esta discusión es inútil, puesto que lady Adriana ya ha aceptado la propuesta de matrimonio de su señoría. —Alzó una mano y dio unos golpecitos con el dedo en el pecho del joven, al tiempo que administraba lo que un consumado espadachín como él hubiera descrito como el golpe de gracia—. Lo cual no os deja ni una posibilidad entre un millón, bufón.

Roger quiso evitar el contacto con el otro hombre, pero Guy levantó la mano y golpeó la barbilla de su contrincante, cuyos dientes castañetearon. Roger soltó una sarta de epítetos en dirección a la espalda del caballero, que se dirigía a cumplir su misión.

Percy se acercó al nervioso Bentley, que corrió a su encuentro con la esperanza de recibir noticias alentadoras. No fue así. Percy, con tono sombrío, indicó al cochero cómo llegar a casa de lady Mathilda. El cochero dio media vuelta, decepcionado, y subió a su asiento.

Adriana desocupó el asiento delantero del landó para dejar sitio a Percy y Riordan, pero Colton se negó a soltarle la mano, y Adriana tuvo que sentarse entre su hermana y él. Para evitarle más incomodidades, Adriana se abstuvo de respaldarse hasta que Samantha se hizo a un lado para dejarle más espacio, pero Colton no le permitió alejarse de él. Enlazó sus dedos con los de ella, de forma que sus manos entrelazadas descansaron sobre el regazo de la joven, y el brazo del marqués se apoyó sobre el firme busto de Adriana. Ella le acarició el brazo y frotó la mejilla contra su hombro, mientras Colton bajaba la cabeza poco a poco y la apoyaba en el costado del vehículo. Un momento después, el corazón de la joven saltó en su pecho cuando notó que los dedos de Colton se aflojaban.

—¡Oh, no, por favor! —gritó, y los demás pasajeros se inclinaron hacia delante en sus asientos.

Muerta de miedo, buscó el pulso de Colton en su garganta. Su angustia aumentó cuando no lo encontró. Reprimió un sollozo, renovó sus esfuerzos y, tras percibir una leve vibración bajo sus dedos un momento después, experimentó una oleada de alivio. Algo avergonzada, miró a los demás, que la observaban con preocupación.

—Se encuentra bien. Su pulso es fuerte. Sólo se ha desmayado.

Samantha se llevó una mano temblorosa a la boca, con la intención de calmar sus sollozos, pese a los ríos de lágrimas que resbalaban por sus mejillas.

—Queridísima amiga, perdona que te haya asustado —suplicó Adriana llorando, mientras entrelazaba sus dedos con los de Samantha. Ambas juntaron las cabezas, al tiempo que se esforzaban por contener su miedo. Como siempre, sus corazones latían al unísono por el amor y la preocupación que sentían por el hombre.