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AHORA que Wyndham Colton había vuelto a casa y era señor de la mansión, merecía aposentos dignos de un marqués. No obstante, los criados todavía seguían deshaciendo el equipaje, aireando las sábanas de su cama, sacando el polvo y ventilando las diversas estancias que comprendían sus nuevos aposentos en la segunda planta, situados en el ala sur de la casa. Cuando Colton expresó a Harrison su deseo de encontrar un lugar tranquilo para echar una siesta, el mayordomo sugirió que se retirara a la habitación que había ocupado en su infancia, hasta que los nuevos aposentos estuvieran preparados.

A Colton no le importó. Estaba demasiado agotado para preocuparse por el lugar donde iba a dormir. Mientras gozara de intimidad para quitarse la ropa y estirarse sobre algo parecido a un colchón, estaría satisfecho. Después de los estrechos camastros de lona donde había dormido durante su carrera militar, su vieja cama, con su gastado colchón, le parecía un lujo. Así, despojado de su uniforme y completamente exhausto, se desplomó sobre la cama que Harrison había tenido la previsión de disponer.

Como había descansado poco después del largo viaje en carruaje desde el punto donde se había despedido de sus tropas, se sentía agotado, tanto física como mentalmente, pero tal vez no se debía del todo a la travesía. La noticia de su compromiso inminente con Adriana lo habla sacado de quicio. Una vez más, revivió aquellos momentos previos a la ruptura con su padre y su marcha de casa.

Enfurecido por la pretensión de su padre de entrometerse en su vida, comprometiéndolo con una cría diez años menor que él, había abandonado el hogar. A la edad de dieciséis años ya había conocido a un sinnúmero de chicas atractivas a las que en los años venideros podría brindar su protección y tal vez incluso su corazón, en el caso de que su padre considerara a alguna adecuada como esposa para su hijo. No obstante, casi desde el día de su nacimiento, el finado Sedgwick Wyndham había sentido debilidad por la hija menor de su mejor amigo y vecino. Daba igual que la muchacha pareciera destinada a convertirse en una enclenque espiga de enormes ojos oscuros y rostro enjuto. Nadie habría podido alimentar mejores esperanzas. Su aspecto contrastaba con el de sus dos hermanas mayores, menudas, rubias y muy bonitas, y de una edad más cercana a la de Colton. Pese a ello, su padre había depositado todas sus aspiraciones en la pequeña Adriana, de sólo seis años y la más estudiosa de las tres hermanas, a la que consideraba la pareja ideal de su único hijo varón. Sedgwick no había querido echarse atrás en ningún momento.

Colton se había encrespado hasta el punto de marcharse de su casa el mismo día del enfrentamiento con su padre. Había ingresado en la academia militar con el apoyo de su tío materno, lord Alistair Dermot, quien había confesado con un malicioso brillo en los ojos que hacía años que anhelaba en secreto encontrar una causa justa para enfrentarse a los dictados de su cuñado, a quien muchos de sus iguales consideraban muy intuitivo a la hora de evaluar el valor de una persona. Sólo por una vez, había dicho Alistair, quería demostrar que Sedgwick Wyndham cometía errores de discernimiento; pero, por más que lo deseara, Alistair no había encontrado nunca las pruebas que necesitaba. Aquella parecía ser la oportunidad que había estado esperando.

En el curso de los dos años siguientes, Colton había aprendido el arte de la guerra, y en 1801 fue a Egipto con el grado de subteniente y allí sirvió a las órdenes del teniente general sir Abercombe. Desde entonces se había distinguido una y otra vez en muchos conflictos sangrientos con el enemigo, cargando al frente de sus hombres contra las filas adversarias, o bien, cuando el enemigo se lanzaba sobre ellos, resistiendo en un sólido cuadrado de hombres armados, o bien avanzando o retrocediendo como un bloque, una formación de infantería en la que los generales del imperio británico confiaban con frecuencia. Durante los siguientes catorce años, en que tío Alistair y las cartas de miembros de la familia habían sido su único contacto con su hogar, una serie de ascensos lo habían encumbrado al grado de coronel, al frente de un regimiento numeroso que estaba a las órdenes de lord Wellington. Si bien Waterloo había significado el fin de las ambiciones de Napoleón, Colton había dicho que su intención era continuar la carrera militar. Wellington se había mostrado muy complacido y le había asegurado que, si sus heridas curaban bien, lo nombraría general antes de que el año terminara. Después, había llegado la noticia de la muerte del padre de Colton, y este había cambiado de idea. Una vez restablecido, se había quitado de encima a los médicos y había solicitado el licenciamiento del ejército. Se había jurado cumplir los compromisos contraídos con su familia y el recién adquirido marquesado. Pese a sus pasados desacuerdos, sentía un enorme orgullo por los logros de su padre. La sola idea de que el título fuera a parar a manos de otro lo sublevaba, y cada vez se había mostrado más resuelto a no dejar escapar el marquesado.

En sus años de oficial nunca había pensado en serio en la chica a la que había rechazado, excepto para lamentar el hecho de haberla ofendido con su negativa. Desde luego, jamás había imaginado que un día alcanzaría el extraordinario grado de exquisitez que había adquirido durante su ausencia. Si alguien lo hubiera golpeado con una plancha de madera en la parte posterior de las rodillas y le hubiera hecho perder el equilibrio en el momento en que ella anunció su nombre, no se habría sentido más sorprendido.

De todos modos, su belleza sin par significaría muy poco para él si los dos resultaban ser incompatibles, como pareció ser el caso poco después de que Samantha lo hubo reconocido. La hosquedad de la muchacha había dado pruebas de algo cercano al resentimiento. Por otra parte, considerando el número de años en que él se había aferrado a su decisión de no plegarse a los dictados de su padre, no se podía imaginar aceptando un compromiso sólo para rendir tributo a la memoria de su progenitor. Tendría que manifestarse algo más prometedor para que él aceptara el destino que su padre le había decretado.

Un par de horas más tarde, Samantha dejó a Percy charlando con su madre y subió a buscar a su hermano. Nada más llamar con los nudillos a la puerta, oyó sus pasos apagados y el ruido del bastón que se acercaba. Al abrir la puerta, lo encontró vestido con un antiguo atuendo militar que se había gastado con los años y se ajustaba mejor a su cuerpo, destacando sus anchos hombros y las caderas esbeltas.

—Espero no molestarte —dijo vacilante. De pronto se le antojó un desconocido, y se arrepintió de haber ido—. ¿Seguías descansando?

—No, de hecho estaba pensando en ir a pasear un rato con los perros. A mi pierna le iría bien el ejercicio. Se entumece cuando estoy sentado demasiado rato, como en el viaje hasta aquí. —Se apoyó con fuerza en el bastón y, apartándose de la entrada, abrió la puerta de par en par con una sonrisa de bienvenida—. Entra.

—¿Estás seguro? —preguntó ella con un hilo de voz, que recordaba a su vocecita de niña.

Recuerdos de días más felices inundaron a Colton y le arrancaron una sonrisa.

—Te lo ruego. No sabes cuántas veces he recordado tus visitas a mi habitación después de marcharme. Tanto si venías para que te reparara un juguete roto o para que te leyera un cuento, me hacías sentir querido como hermano. Después de tanto tiempo, me siento honrado de que todavía quieras venir a verme.

Samantha entró con más entusiasmo y paseó la vista a su alrededor. La habitación apenas había cambiado desde la última vez que la había visto, años antes. De niña había idolatrado a su hermano y padecido una cruel soledad después de su marcha. Por más que aquella tarde había intentado calmar la angustia provocada por la conversación de Colton con su madre, la atormentaba el temor de que Colton se rebelara una vez más contra los acuerdos tomados durante su ausencia y volviera a irse. Después de vivir independiente durante la mitad de su vida, se había acostumbrado a hacer lo que le apetecía. Era comprensible que se resistiera a las intrusiones.

Su estado de ánimo oscilaba entre la incertidumbre del futuro y el placer de verlo en casa por fin.

—No sabes cuánto te he echado de menos, Colton. Durante los primeros años posteriores a tu partida, había momentos en que me sentía tan perdida y abandonada que lo único que deseaba era sentarme y llorar sin parar. Después del fallecimiento de papá descubrí que me resistía a seguir viviendo en la mansión, en especial sin Percy. En cada habitación parecían resonar la voz y la risa de papá. Por si no te has dado cuenta, Colton, no sólo te pareces a él, sino que tu voz tiene el mismo tono.

—Tío Alistair se quejaba de eso con bastante frecuencia —reconoció Colton con una risita—. Sospecho que lo sobresaltaba más de lo que quería admitir cuando aparecía detrás de él con sigilo y decía algo. Una vez, hasta me llamó Sedgwick antes de darse cuenta de su error.

Un brillo jovial centelleó en los ojos gris oscuro de sedosas pestañas.

—El querido tío Alistair es un encanto.

Colton, que nunca había pensado en su tío de esa manera, le dedicó una sonrisa escéptica.

—Bien, la verdad es que me ayudó cuando más lo necesitaba, pero siempre supuse que lo hacía para fastidiar a nuestro padre.

La sonrisa de Samantha insinuó algo diferente.

—A tío Alistair parecía gustarle dar la impresión de que papá y él siempre andaban a la greña. Algunos de sus puntos de vista eran diferentes, cierto, y ninguno vacilaba en decir lo que le pasaba por la cabeza. A veces, cuando discutían, podía llegar a creerse que eran los más feroces enemigos, pero si alguien hablaba mal de uno en presencia del otro, pobre de él, porque sus oídos no tardaban en retumbar. Debo admitir que tío Alistair me había engañado por completo, hasta que lo vi llorando en el funeral de papá. Fue cuando confesó que nunca había conocido a un hombre más honorable e inteligente que nuestro padre. Incluso reconoció que ninguna boda lo había complacido más que la de su hermana con Sedgwick.

Estupefacto por aquellas revelaciones, Colton se limitó a mirarla, mientras intentaba asimilar mentalmente lo que le estaba contando. Desde un principio Alistair le había hecho creer que su objetivo era dejar en evidencia la testarudez de Sedgwick. Ahora Colton oía algo completamente distinto. Se sintió un poco confuso por la nueva perspectiva y meneó la cabeza, asombrado.

—Supongo que tendré que renunciar a mis ideas preconcebidas y pensar que las quejas de tío Alistair respecto a nuestro padre las hacía en consideración a mí. ¿Debo rechazar también la idea de que estaba buscando una forma de compensar los defectos de nuestro padre cuando se ofreció a apoyarme?

Una sonrisa cruzó los labios de Samantha cuando sus ojos grises brillaron.

—Es muy probable. Tal vez no quería que te sintieras obligado a mostrarle gratitud.

Colton enarcó las cejas, perplejo.

—Tendría que haber sospechado que había gato encerrado la noche que fui a pagarle la deuda y me dijo que había comprado una pequeña propiedad cerca de Bradford-on-Avon, para poder ir a ver a su hermana cuando le apeteciera. La sola idea de su proximidad me hizo preguntarme cómo iba a soportar la presencia de padre, puesto que nuestros padres siempre estaban juntos.

—Cuando tío Alistair se mudó a la propiedad, dio la impresión de que le gustaba poner a prueba los conocimientos de papá durante sus visitas. Por un tiempo, pensé que intentaba poner nervioso a papá, pero en el funeral me confesó que, siempre que deseaba saber cómo funcionaba un mecanismo o algo por el estilo, se lo preguntaba a la persona que más probabilidades tenía de saberlo: nuestro padre. —Como había empezado a llorar, intentó refrenar las lágrimas con una carcajada, mientras sacaba un pañuelo de la manga y se las secaba—. No me gusta ponerme sentimental.

—Debo reconocerla astucia de tío Alistair. Me engañó por completo —confesó Colton, con una sonrisa pensativa.

Samantha buscó otro tema que calmara sus sentimientos y centró su atención en la habitación. No había pisado esta zona de la mansión desde que se había trasladado de dormitorio. Al alcanzar la madurez, había ocupado aposentos más grandes en la sección norte, cerca del conjunto de habitaciones donde sus padres habían residido desde que se casaron, y donde su madre eligió permanecer tras el fallecimiento de Sedgwick. A Samantha no le cabía la menor duda de que sus años más felices habían sido aquellos en que había dormido al otro lado del pasillo, cerca de su hermano.

—Nada en Randwulf Manor ha cambiado desde que te fuiste, Colton, sobre todo en esta parte de la casa. Tus nuevas habitaciones son mucho más impresionantes, por supuesto, pero siempre he pensado que estos dormitorios son más acogedores.

Samantha pasó los dedos sobre la superficie del escritorio en que su hermano había estudiado idiomas, aritmética y ciencia, entre otras materias que su instructor particular había considerado necesarias para un joven, aunque sólo fuera para que afrontara sin miedo los difíciles desafíos del mundo. Según aquel erudito, Colton había demostrado poseer un intelecto superior en sus estudios, pese al hecho de que también había manifestado un carácter muy terco que, según Malcolm Grimm, había puesto a prueba su paciencia a menudo. Esta tendencia había provocado largas discusiones entre ellos, lo cual había sido beneficioso para ambos. El estudioso también había considerado a Colton único entre sus iguales por el hecho de que investigaba en profundidad los hechos antes de atacar un asunto. En la inmensa mayoría de los casos que los dos habían discutido con apasionamiento, el señor Grimm había reconocido enseguida que las hipótesis del joven eran correctas.

Samantha sonrió a su hermano.

—Esta tarde, cuando te vi de pie en el pasillo, pensé que eras un desconocido. Después caí en la cuenta de que tenías los rasgos de alguien a quien yo conocía muy bien. Tus facciones no es lo único que has heredado de papá, por supuesto.

Tal vez fue su instinto lo que dijo a Colton que se estaba refiriendo a su testaruda independencia.

—Imagino que he sido tan terco en relación con el compromiso como lo fue padre. Por desgracia, estábamos en extremos opuestos.

Samantha se mordisqueó el labio, preocupada, mientras caminaba sobre la alfombra oriental de tonos oscuros que cubría el suelo. Se detuvo junto a la repisa de la chimenea, pasó un dedo sobre la trabajada voluta que remataba su borde de mármol, y abordó el motivo principal de su visita.

—Intenté hacer caso omiso de la conversación que mantuviste con mamá esta tarde, pero fue imposible. Debes saber que se trata de un asunto que me preocupa sobremanera.

—Te refieres al acuerdo que padre arregló entre Adriana y yo.

Colton se masajeó el cuello, que había empezado a dolerle en cuanto le hablaron del contrato al que su padre lo había comprometido. No era que estuviera en contra de volver a ver a Adriana, ni de cortejarla. De hecho, anhelaba compañía femenina, la clase de compañía que no avergonzaba a un hombre, y ella era, a fin de cuentas, mucho más exquisita que las pocas a las que había considerado hermosas durante su vida. Aun así, la independencia era de trascendental importancia para él, y no estaba deseoso de renunciar a esa autonomía nada más volver a casa. No albergaba el menor deseo de ofender a Adriana ni a su padre, pero era probable que se llegara a esa circunstancia si decidía no casarse con la muchacha, pues temía que una recatada joven de la estricta educación de Adriana pudiera resultarle mortalmente aburrida.

Durante su ausencia del hogar había considerado prudente evitar relaciones prolongadas, y había esquivado a jóvenes inocentes con padres ambiciosos, muchos de los cuales eran sus superiores. No había tenido una excelente reputación que proteger, y casi siempre había buscado la compañía de mujeres excitantes y vivaces. También habían estado las viudas de amigos íntimos, que habían ido a buscarlo en la oscuridad de la noche, luchando consigo mismas, a fin de hallar consuelo para su pena y soledad con alguien que había compartido la pérdida de sus seres queridos, y en quien se podía confiar que comprendería y callaría.

Aparte de sus amantes circunstanciales, se había relacionado con una actriz de Londres; pero, teniendo en cuenta que sus visitas a la ciudad eran poco frecuentes y limitadas, había sido un asunto pasajero, pese al hecho de que se había prolongado tal vez unos cinco años. De todos modos, nunca había considerado importante su relación con la hermosa Pandora Mayes. Le había parecido seguro estar con ella porque no podía tener hijos, y porque nunca había oído su nombre en labios de oficiales y solteros. No obstante, pese a que la mimaba con lujosos regalos, siempre había sido sincero, y le había advertido que su relación acabaría algún día. Cuanto menos supiera Pandora sobre sus orígenes aristocráticos, había pensado, menos preguntas estaría inclinada a hacer, y así se evitaría situaciones violentas más adelante. No fue hasta que un artículo en el que se exaltaba su valor apareció en la London Gazette, cuando la actriz se enteró del marquesado de su padre, pero incluso entonces él había desechado sus preguntas, explicando que se había ido de casa enfrentado con su familia. Nunca había explicado que, como aristócrata, estaba obligado por las circunstancias de su nacimiento a casarse con una dama de su categoría; pero, en lo tocante a ese asunto, había llegado al compromiso consigo mismo de que, cuando llegara el momento de casarse, se ceñiría al honor y aceptaría la unión, no fuera que avergonzara a sus herederos engendrando incontables aspirantes al marquesado.

Aunque los Sutton y los Wyndham habían sido amigos íntimos y vecinos durante lo que parecía una eternidad, Adriana era casi una completa desconocida para él. De todos modos, debía admitir que la joven le intrigaba en extremo. Aparte de su increíble belleza, tenía un cuerpo que se le antojaba mucho más tentador que cualquiera que hubiera poseído. Redondeado en las partes adecuadas, pero de extremidades largas y esbeltas, había estimulado su imaginación hasta tal punto que se descubría preguntándose si la encontraría igual de atractiva en el caso de que se despertara desnuda a su lado por las mañanas.

Samantha se volvió hacia su hermano, molesta por su aprensión.

—Me refería en concreto al contrato que os concierne a ti y a Adriana.

Colton no hizo el menor esfuerzo por poner freno a su mordacidad.

—Por lo visto, soy el último en enterarme de lo bien que planeó padre mi vida.

—Tanto como planeó la mía.

Asombrado por su afirmación, Colton miró a su hermana. La pareja parecía tan enamorada que le costaba creer que su matrimonio hubiera sido fruto de un acuerdo.

—¿Quieres decir que tu matrimonio fue idea de otra persona?

Samantha inclinó la cabeza en señal de asentimiento.

—Sí, lo fue. Y, aunque te cueste creer que es posible, nos amamos profundamente.

—¿Desde cuándo? ¿Desde la noche de bodas?

Los ojos de Samantha destellaron de indignación por el tono burlón de su hermano. Había dejado muy claro desde su adolescencia que no creía en matrimonios amañados ni compromisos por escrito, y se mostraba muy escéptico en cuanto a su resultado. Ahora estaba dejando que su escepticismo se derramara como un caldero hirviente.

—Nuestro mutuo amor empezó a florecer durante nuestro noviazgo, y desde entonces ha echado raíces muy firmes. La verdad es que nos cuesta imaginar cómo habría podido surgir nuestro amor si papá no hubiera plantado la idea e iniciado nuestro compromiso.

—¿Debo creer que este tipo de devoción podría darse entre Adriana y yo?

Samantha se sintió frustrada por su desdén.

—Ya debes de saber a estas alturas que Adriana y yo somos como hermanas.

—Lo sé, Samantha. Pero, por más que la quieras, te diré que ese hecho no influirá en mi decisión. Según las condiciones establecidas por padre, me siento comprometido a tres meses de noviazgo con Adriana. Haré honor a ese acuerdo, pero en cuanto al resto, no ofreceré trivialidades hueras ni promesas. —Se encogió de hombros en señal de indiferencia—. En suma, Samantha, lo que sea sonará.

La joven se llevó un puño al pecho y lo miró con expresión suplicante.

—Colton, te ruego que... no hagas daño a Adriana, por favor. Por más que detestes los acuerdos que papá tomó en tu nombre, no es culpa de ella.

Un suspiro escapó de los labios de su hermano.

—Lo sé, Samantha, y haré todos los esfuerzos posibles por considerar las posibilidades de un futuro común. También intentaré comportarme de la manera que padre habría considerado adecuada. Pero, hasta que esté completamente convencido de que Adriana y yo podemos llegar a querernos, no haré promesas de las que más tarde pueda arrepentirme. Tampoco me casaré con ella para complacer a los miembros de la familia. Has de aceptar el hecho de que, si bien he accedido a cortejarla, aún subsiste una posibilidad muy seria de que no salga nada de ello. A la vista de que el contrato fue redactado sin mi conocimiento por nuestros padres, creo que la única manera de impedir que Adriana se sienta gravemente herida por mi rechazo es advertirle de que esté en guardia.

Samantha comprendió que sus súplicas habían sido en vano. Como su hermano no se había comprometido a nada, la situación de su amiga y de ella no había mejorado. Ahora empezaría la ardua tarea de esperar, y sólo el tiempo revelaría si Sedgwick Wyndham había tenido razón desde el principio cuando dijo que Adriana y su hijo hacían tan buena pareja que habrían podido estar unidos por la cadera.

Samantha ladeó la cabeza mientras examinaba a su apuesto hermano.

—Hay una cosa que me gustaría que me explicaras, si tienes a bien iluminarme, Colton. Mi pregunta no está relacionada con Adriana, de modo que no hace falta que te pongas en guardia. Es que siento curiosidad por algo, eso es todo.

—Haré lo posible.

—A principios de este año, varios conocidos nos dijeron a mamá y a mí que te habían visto en Londres. Estábamos seguras, después de tantos años de ausencia, de que volverías a casa durante el breve intervalo de paz, puesto que nosotros también estábamos en Londres, pero no lo hiciste, claro está. Es una gran tristeza para nosotras que no vieras a papá mientras estaba vivo y gozando de buena salud. ¿No pudiste ir a vernos durante nuestra estancia en la ciudad?

Colton se resistía a disgustar todavía más a su hermana. Si no había ido a verlos como ansiaba era porque, el día de su partida, su padre le había prohibido traspasar la puerta de las casas familiares hasta que fuera capaz de plegarse a la idea de hablar de los planes de su compromiso con Adriana o, como había ocurrido, hasta que él descansara en su tumba.

—Lo siento, Samantha. Fui a Londres en misión oficial para lord Wellington, y durante mi estancia tuve que circunscribirme a una zona en que pudiera ser localizado con facilidad por los correos. Poco después, otros comandantes y yo fuimos a Viena para reunirnos con Wellington y hablar del regreso de Napoleón a Francia. Tenía órdenes. Debía obedecerlas.

—Papá no paraba de preguntar por ti en su lecho de muerte —dijo su hermana con un hilo de voz, intentando sin éxito reprimir las lágrimas que todavía manaban cuando recordaba las súplicas de su padre de ver a su único hijo.

El remordimiento que Colton había sufrido desde la muerte de su padre era como un gran peso sobre su pecho. Por más que deseara poseer la capacidad de retroceder en el tiempo y sustituir aquellos momentos dolorosos por otros más dichosos, no podía. Al fin y al cabo, no era más que un hombre.

Al reparar en el brillo húmedo de esos ojos tan parecidos a los suyos y, ante todo, a los de su padre, cojeó hacia su hermana, la abrazó y murmuró una humilde súplica contra su pelo.

—Queridísima Samantha, te ruego que me perdones. Estábamos luchando contra el enemigo cuando tu primera misiva sobre la enfermedad de padre llegó, y el deber me obligaba a permanecer con mi regimiento. Después de su muerte, la herida me impidió viajar. Aún pasó tiempo antes de que pudiera abandonar mi camastro.

Al darse cuenta de que el diálogo se había vuelto fúnebre, Samantha se arrepintió al instante.

—Debo pedirte disculpas a mi vez, Colton. No puedes imaginar lo agradecidos y aliviados que nos sentimos todos por tenerte de nuevo en casa y saber con seguridad que estás vivo. —Lo estrechó en sus brazos entre una profusión de lágrimas—. Mamá y yo estábamos muy preocupadas por ti. Aunque papá no se atrevía a hablar de sus temores cuando los combates eran intensos, él también estaba muy preocupado por tu bienestar. —Respiró hondo para serenarse y controlar las emociones que amenazaban con impedirle hablar. Forzó una sonrisa y retrocedió con ojos húmedos—. Pese a vuestras diferencias, te quería muchísimo.

Sus palabras atenazaron el corazón de Colton, y tuvo que hacer un esfuerzo para desprenderse de sus remordimientos. Había amado a su padre profundamente, pero detestaba la tradición que permitía a los padres elegir esposos para su descendencia. Se preguntó si habría opinado de manera diferente de haber sido él el padre.

Adriana subió corriendo la escalinata de Randwulf Manor, ansiosa por bañarse y vestirse antes de que anunciaran la cena. No había imaginado que Stuart y ella volverían tan tarde, pero cuando el señor Fairchild había llegado a Wakefield Manor en busca de Felicity, se había demorado en las alabanzas a su hijo y en los cambios beneficiosos que había estado introduciendo en la pañería de su abuelo. Nadie, y mucho menos la madre de Adriana, había querido ser grosero y darle prisas para que se marchara, hasta que Stuart, al ver que el tiempo se agotaba, había manifestado sin ambages la necesidad de apresurarse y se había despedido de los Fairchild. Había conducido a Adriana al landó de sus padres que esperaba, y después había urgido a Joseph que utilizara la máxima velocidad posible para conducirlos a la mansión vecina. Había subido al vehículo justo cuando el látigo chasqueaba sobre las cabezas de los caballos, y, cuando el tiro salió disparado hacia delante, cayó en el asiento a su lado.

La cena se servía en ambas mansiones con escrupulosa puntualidad cada noche, lo cual significaba que Adriana contaba con poco más de una hora para bañarse, vestirse y peinarse antes de reunirse con los Wyndham en el gran salón para brindar por el cumpleaños de Stuart. Confiaba en que habría suficiente agua caliente hirviendo en las ollas colgadas sobre el fuego del cuarto de baño. Sería muy útil que Helga, la criada de la familia asignada al piso de arriba, la ayudara a vestirse, pues sabía por propia experiencia que la mujer podía ser muy eficaz.

Años antes, el dormitorio en el que Adriana entró corriendo había sido diseñado a su gusto. Después de tirar la ropa interior y el vestido encima de la cama, y dejar caer las zapatillas junto a la silla, entró en el compartimiento del baño, que ahora se utilizaba muy poco, a menos que la casa estuviera repleta de invitados. De niña, Samantha la quería alojada cerca siempre que acudía a pasar la noche, y había solicitado para Adriana el dormitorio situado en el lado opuesto del estrecho cuarto de baño de su habitación. Era raro en la actualidad que Samantha utilizara los aposentos que le habían destinado de adulta, y mucho más los de su infancia, a menos que Percy tuviera que viajar sólo como emisario real del príncipe regente.

En otras épocas Colton detestaba tener que cruzar el pasillo para utilizar el cuarto de baño, y había discutido en incontables ocasiones con su hermana menor por su tendencia a monopolizarlo y a dejarlo convertido en un desastre total después de sus prolongados baños, pero ya no sería el caso. A partir de ese momento, como amo y señor de la casa, residiría en sus espaciosos aposentos renovados, que contaban con su propio cuarto de baño privado. Considerando los limitados lujos que incluso un oficial disfrutaba en el ejército, tales comodidades le parecerían magnificentes hasta que volviera a relacionarse con las cosas mejores de la vida.

Debido a su tardanza en regresar a Wakefield, Adriana tuvo que enfrentarse al hecho de que su ritual higiénico sería muy breve en comparación con lo que acostumbraba. Si bien había adquirido ciertos talentos masculinos gracias a su padre, disfrutaba de las ocasiones en que podía abandonarse a ciertos placeres femeninos, como remojarse en baños perfumados. A la vista de que Colton parecía desear acercarse lo máximo posible a ella, quería desembarazarse de cualquier olor que recordara a los caballos. Además, su vestido de crespón negro adornado con terciopelo negro y detalles de raso blanco en el escote y el borde del dobladillo era nuevo y muy bonito. Antes de ponerse su camisa de encaje y raso, así como el elegante vestido, ansiaba disfrutar de un baño caliente y perfumado.

Las llamas chisporroteaban y bailaban alrededor de la panza de una gran olla que colgaba en la pequeña chimenea del cuarto de baño, de forma que proporcionaba un agradable calor a la estancia, cosa muy necesaria en los meses de invierno. No obstante, cuando Adriana metió los dedos en el líquido del caldero, emitió un gruñido de desesperación, porque apenas estaba tibia. Lo máximo que prometía era un charquito de agua en el fondo de la bañera. Si bien había varios jarros grandes junto al lavamanos, llenos hasta el borde, no servían más que para rellenar la olla o mezclarlos con el agua hirviente, una vez que se había vertido en la bañera.

Adriana exhaló un suspiro de decepción y se acercó a la gigantesca bañera de cobre, donde habían dejado una jarra vacía. Lo que vio la dejó sin respiración, porque el baño ya estaba preparado para ella.

—Oh, Helga, eres un amor —musitó agradecida, y tomó nota mental de dar las gracias profusamente a la criada por su previsión. La mujer se habría adelantado al verla llegar, porque todavía se elevaba vapor de la superficie del agua. De un toallero cercano al extremo de la bañera colgaban una toalla de hilo y un albornoz, lo cual demostraba el interés de la mujer.

La larga bañera de cobre, de lados altos y respaldo redondeado, siempre había sido cómoda. En su infancia, Adriana también la había utilizado para esconderse cuando jugaban al escondite. Algunas veces se había tumbado en el fondo vestida, mientras Samantha la buscaba por todas partes, y los altos lados le habían permitido pasar inadvertida. Incluso ahora, ya adulta, tenía que utilizar el pequeño peldaño para entrar o salir de' ella.

El agua estaba en su temperatura justa, un placer que Adriana ansiaba. Se quitó a toda prisa las botas, la indumentaria de montar, las medias y la ropa interior, dejó todo en un montón en el suelo y se encaminó a la bañera. Tiró varias gotas de un frasco de aceite de rosas en el líquido humeante, y después removió el agua con los dedos para que el perfume se esparciera. Un suspiro de puro placer escapó de sus labios cuando se acomodó en el agua perfumada. Había más agua, y estaba más caliente, de lo habitual cuando Helga preparaba el baño, pero Adriana agradeció el cambio. Era comparable al que preparaba su criada Maud en Wakefield Manor.

Con aire pensativo, Adriana se pasó la esponja por las suaves redondeces de su busto, y se reclinó contra el extremo curvo de la bañera. El calor del agua trajo consigo una inmensa serenidad, y después de la conmoción producida por la llegada de Colton, el enfrentamiento entre Roger y él, y su tardío regreso a Randwulf Manor, necesitaba unos momentos de reposo. Tal vez la reanimarían, porque en las últimas horas había sido presa de una creciente angustia por el contrato y su posible efecto sobre Colton.

Expulsar ese temor de su mente exigía determinación, pero Adriana dobló un paño húmedo, lo apoyó sobre los ojos para tapar el resplandor de las lámparas de aceite del techo y se hundió en la bañera hasta que el líquido le lamió la barbilla. Pensó a propósito en la historia de ficción que había estado leyendo la noche anterior. Era tan lenta que al poco rato había caído en brazos de Morfeo.

El recuerdo se mostró igualmente eficaz, porque lo siguiente que su conciencia captó fue un carraspeo que interrumpió sus sueños. Se despertó de mala gana y murmuró adormilada:

—Gracias por prepararme el baño, Helga. Ha sido celestial.

En lugar de la réplica cordial que esperaba de la doncella regordeta, oyó un profundo «ejem» ronco, lo cual provocó que Adriana lanzara una exclamación, alarmada, y se quitara la venda improvisada. Por un instante, miró boquiabierta al hombre alto y semidesnudo que se cernía sobre ella, antes de que sus ojos oscuros descendieran y se dilataran de horror. No llevaba nada más que una toalla alrededor de sus estrechas caderas, y el taparrabos se veía escandalosamente abultado por delante. Al punto, Adriana se enderezó y cruzó los brazos alrededor de las piernas para ocultar su desnudez al nuevo marqués de Randwulf.

Habiendo contemplado a sus anchas la belleza que se le ofrecía mientras ella dormía, Colton no hizo el menor esfuerzo por disimular una sonrisa de placer.

—Espero no molestaros, mi señora.

Su comentario indiferente encendió a Adriana.

—¿Por qué estáis aquí y no en los aposentos del amo? —preguntó furiosa.

Colton le dedicó una breve reverencia que, dado lo exiguo de su atuendo, pareció absurda.

—Perdona, Adriana, pero me dijeron que me esperaba un baño aquí. —Su tono era cálido y meloso, algo desconcertante para la mujer que acababa de apostrofarlo—. En realidad, de haber sabido que lo íbamos a compartir, habría regresado a toda prisa, en lugar de perder tanto tiempo paseando a los perros.

—¡No vamos a compartir nada! —gritó Adriana.

Echó hacia atrás el paño húmedo y se lo arrojó. Jamás habría imaginado que erraría su blanco (el rostro sonriente del marqués) y aterrizaría sobre la protuberancia que se proyectaba ominosamente desde sus genitales. Allí se quedó hasta que Colton lo levantó con dos dedos. Meneó la cabeza en señal de burlona reprimenda y exhibió los hoyuelos de sus mejillas, mientras lo depositaba sobre el borde de la bañera.

—¡Vaya! ¡Menudo temperamento, querida mía! ¡No parece que hayas cambiado mucho desde que me fui de casa! Y pensar que estaba dispuesto a aceptar tu invitación.

—¡Bufón presuntuoso! —chilló la joven—. ¿De verdad creéis que os estaba esperando?

Sus muestras de indignación provocaron las carcajadas de Colton. Adriana, enfurecida, lo fulminó con la mirada hasta que él redujo sus muestras de hilaridad a una sonrisa torcida. El hombre alzó sus hombros desnudos, que en contraste con su cintura lisa y esbelta parecían aún más anchos y mucho más musculosos de lo que revelaba su blusón militar.

—No puedes culpar a un oficial herido que acaba de regresar de la guerra por esperar que ese fuera el caso, ¿verdad, querida mía? Eres la mujer más atractiva que he visto en..., bien, tal vez en toda mi vida.

—Dudo que vuestra madre tenga en mente dirigir una casa de lenocinio, mi señor, pero yo no sería una de las pupilas si tal fuera el caso —replicó la joven con sarcasmo.

Colton se preguntó si la indignación de la muchacha era una simple añagaza. Hacía mucho tiempo que estaba acostumbrado a las estratagemas de las viudas solitarias y busconas que seguían a sus campamentos. Las últimas habían utilizado diversos métodos con el fin de convencerlo de que las llevara a su camastro, y debía admitir que, en ocasiones, se había sentido muy tentado de aceptar dichas invitaciones, pero la idea de caer víctima de una enfermedad que tal vez lo contaminaría hasta el fin de sus días había sido un buen elemento disuasorio. Sin embargo, en el caso de Adriana, no podía creer que los Sutton hubieran descuidado la protección de su prole. Por más que anhelaba saborear aquel cuerpo esplendoroso, tenía que pensar a qué precio y qué le exigiría ella. Casi prometidos no era lo mismo que estar prometidos de hecho, y ser atraído al matrimonio por un cuerpo tan delicioso, visible por completo a sus ojos hambrientos, era un aliciente que confiaba en poder resistir, si bien en aquel momento deseaba enviar toda precaución al infierno y holgar con la dama, pues dudaba seriamente de haber visto alguna vez tal perfección. Su belleza conseguía que sus pasadas conquistas se le antojaran insulsas en comparación.

Cuando había entrado en el cuarto de baño, no la había visto en la bañera, pero después de quitarse la ropa se había acercado al enorme depósito de cobre y, tras descubrir dentro a una ninfa en toda su gloria desnuda, había experimentado una conmoción extraordinaria. Si después de su colisión en la galería le había quedado alguna duda de cuán deseable era aquella criatura, la perfección de lo que había visto la había disipado. Por un momento, había saboreado todos los detalles deliciosos de sus curvas femeninas, había admirado sus pechos redondos, el vientre liso, los largos y esbeltos miembros, los más exquisitos que había visto jamás, muy consciente de que su cuerpo reaccionaba a la visión. Casi se había resistido a despertarla. De no ser por la amenaza de que algún criado acudiera para ver si necesitaba algo, se habría recreado en el espectáculo hasta la salida del sol.

—¿No sientes compasión por lo que he sufrido?

—Ninguna en absoluto —replicó Adriana—. Pero como os empeñáis en recrearos en vuestras penalidades, sin duda para despertar compasión donde no la hay, cederé y os dejaré el cuarto de baño todo para vos.

Paseó la vista a su alrededor en busca de una toalla y, al ver que no había ninguna, comprendió que debía de ser la que tapaba las vergüenzas del hombre.

—¡Volved la cabeza, impertinente, o mejor aún, cerrad los ojos antes de que se os salten de las órbitas! No me habéis dejado nada para cubrirme.

Colton lanzó una risita. Si la dama supiera cuánto tiempo había dedicado a devorarla con los ojos mientras dormía, comprendería que ya era demasiado tarde para intentar salvar su recato.

—Eso es como cerrar la cerca después de que los caballos han escapado, ¿no es cierto, querida? Te aseguro que no borrará de mi mente los encantos que he saboreado durante los últimos momentos.

Pese a la inflexible mirada de Colton, Adriana apoyó las manos en el borde de la bañera, al tiempo que emitía un gruñido de frustración. Se incorporó y sus pechos oscilaron un instante, lo cual arrancó un gemido estrangulado a Colton, pues la visión había incitado todavía más sus deseos. Conocedor del dolor que lo asaltaría de forma inmediata si no liberaba sus ansias reprimidas, casi deseó no haber visto unas formas tan deliciosas, temeroso de que a partir de aquel momento se sentiría atormentado y compelido a olvidar lo que había visto.

Adriana se preguntó qué dolencia había afligido de repente al hombre y lo miró de soslayo, para descubrir que aquellos ojos brillantes estaban devorando su desnudez como si estuviera tentado de hacer algo más que mirar. Alzó una mano airada para contenerlo.

—Atrás, sabandija, y dejad que me marche —ordenó—. Y, entretanto, procurad no tropezar con vuestra lengua babeante. No tengo suficientes manos para cubrirme y pasar por encima del borde de esta maldita bañera al mismo tiempo. Intentar proteger mi pudor podría provocar que me rompiera el cuello.

—¿Necesitas ayuda? —se ofreció Colton solícito, extendiendo una mano con esperanzada impaciencia. Pensó que hasta tantearía la posibilidad de acostarse con la dama. No le cabía duda de que nunca encontraría en otra parte satisfacción a su deseo. De hecho, dudaba que hubiera experimentado jamás tormento semejante y acaloramiento tan atroz. De no ser porque desde pequeño lo habían educado para ceñirse a la ética de los caballeros, no habría permitido que esta visión de Venus lo rechazara—. Estoy más que deseoso de verificar, con pruebas más tangibles, que lo que estoy viendo es mortal y no una visión prodigiosa que he conjurado por culpa de anhelos largamente insatisfechos. Sólo tocándote seré capaz de comprobar que eres real y no un producto de mi imagi...

—Una buena prueba sería un bofetón —replicó al punto Adriana—. Intentad algo, Colton Wyndham, y eso es lo que obtendréis.

Un profundo suspiro expresó la decepción del hombre. Las visiones que estaba contemplando mientras ella pasaba por encima del borde de la bañera no contribuyeron precisamente a enfriar su entusiasmo. Nunca jamás había visto unos miembros tan largos y esbeltos, coronados por un delicado nido de perfección femenina, ni unas esferas de tono cremoso tan tentadoramente redondeadas. Las palmas de sus manos ardían en deseos de palpar la sedosidad de aquellas maravillosas redondeces.

Enfrentado a lo que prometía ser una carencia total de serenidad, Colton sabía que pronto padecería el tormento de los condenados, cuando la maldición de su prolongada abstinencia empezara a torturar sus genitales. Se resistía a soportar tal desdicha. Si la dama diera por terminada su resistencia...

Con la mano extendida y una sonrisa engatusadora, utilizó todo su encanto para atraerla. No había llegado hasta allí sin saber que la inmensa mayoría de las mujeres que había conocido se habían sentido intrigadas... y cautivadas por los hoyuelos que aparecían en sus mejillas cada vez que sonreía.

—¿No te apiadarás de mí, Adriana?

Adriana enarcó una ceja y examinó por un breve momento la mano tendida, antes de mirarlo a los ojos. Cuando se concentró en su rostro de finas facciones, sus ojos se vieron atraídos al punto por la sonrisa, y por un instante se sintió vulnerable a su atractivo. De todos modos, el recuerdo de su furiosa partida aún no se había mitigado, y sirvió de elemento disuasorio contra su flaqueza. Lo miró con frialdad.

—Ponedme la mano encima, Colton Wyndham, y gritaré hasta que vuestra madre venga corriendo. Os lo prometo.

—En ese caso, querida mía, accederé a tus deseos —contestó el hombre sin dejar de sonreír. Le dedicó una breve reverencia antes de retroceder—. No quisiera escandalizar a mi madre con nuestro mutuo estado de desnudez, sobre todo el tuyo, que exhibes con tanta gracia y estilo.

—¡Exhibo! —gritó ofendida la joven, enfurecida por la audacia de echarle la culpa—. Sabéis que no me habéis dejado mucha elección en el asunto. Por casualidad o a propósito habéis irrumpido en mi baño mientras dormía. Si fue por casualidad, tendríais que haber sido lo suficientemente caballeroso para iros antes de que yo despertara.

—¿Cómo? ¿Y hacer caso omiso de lo que creí una invitación? —preguntó Colton con una sonrisa de incredulidad. Lanzó una risita mientras desechaba la idea—. Querida mía, siendo como eres tan tentadora no podrías esperar eso ni de un santo, y mucho menos de un hombre con ojos en la cara que se ha convertido en tu ardiente esclavo.

—¿A cuántas mujeres habéis confundido con protestas fingidas de ese estilo, mi señor? —replicó Adriana—. Si alguna os creyó, debía de ser muy corta de entendederas.

Colton se abstuvo de presumir de éxitos anteriores con tópicos similares. El hecho de que esa dama en concreto no se sintiera predispuesta a aceptar sus tretas la convertía en única entre todas las mujeres que había conocido. Aunque esta belleza fuera la que su padre había elegido para él, su actitud distante lo intrigaba. Era una verdad evidente que una presa ganada con facilidad no era valorada por el cazador ni la mitad que la obtenida a costa de grandes trabajos y dificultades. El escaso interés que demostraba Adriana por sus proposiciones constituía un reto. Aumentaba su interés, en cualquier caso, si es que ello era posible.

Adriana apenas prestó atención a su encogimiento de hombros, pues sus ojos se vieron atraídos de nuevo hacia el bulto que tensaba la toalla. Sólo entonces reparó en la cicatriz púrpura que se curvaba hacia la parte interna de su muslo derecho, pero no fue más que una mirada fugaz, porque era imposible no hacer caso de la protuberancia que el trozo de hilo ocultaba. En algunas ocasiones, desde las ventanas, había visto a Ulises montando a las yeguas en los campos que se extendían ante su dormitorio, un hecho que habría escandalizado a su madre de haberlo sabido. El asta tumefacta parecía un preludio necesario para la unión de dos seres de sexos diferentes. Aun oculta bajo la toalla, sugería una amenaza que la desconcertaba..., y al mismo tiempo despertaba una agradable y extraña excitación en el núcleo de su ser. Era lo más cerca que había estado de ver a un hombre desnudo. En cuanto se casara, su curiosidad se vería satisfecha, pero no podía negar que ya se había preguntado en diversas ocasiones qué vería la noche de bodas.

Consciente de que Colton estaba sonriendo como un libertino consumado debido a sus miradas fugaces, gimió de vergüenza y cruzó los brazos sobre su desnudez, al tiempo que apartaba la vista.

—¿Es que no tenéis vergüenza, señor?

—¿Por qué? ¿Porque no disimulo mi vulnerabilidad de hombre, ni el deseo que siento por la mujer más hermosa y perfecta que he visto en mi vida?

—Decidme una cosa —preguntó la joven, mientras miraba de nuevo hacia atrás—, ¿cuánto tiempo estuvisteis comiéndome con los ojos antes de decidiros a despertarme?

Colton precisó de un esfuerzo hercúleo para desviar la vista de las piernas largas y bien formadas, así como del delicioso trasero, para mirarla a los ojos.

—Lo suficiente para saber que nunca olvidaré lo que he visto aquí esta noche, si es eso lo que te preguntas. En cuanto a lo de comerte con los ojos, era imposible no hacerlo. Dudo que jamás haya conocido a una dama más encantadora sin atuendo que con él. La visión de Venus durmiendo en mi baño despertó un dragón dormido que, mucho me temo, no se aplacará hasta encontrar satisfacción con una doncella tan atractiva. Me sentiría bienvenido a casa si te apiadaras de mí, Adriana.

—Os ruego que me perdonéis por haber pensado que erais un caballero —se burló la joven—. Os habéis esforzado por demostrar que sois un consumado libertino. Además de la impertinencia de comerme con los ojos y sugerir que tal vez podría decidirme a pacificar vuestro dragón, habéis tenido la desfachatez de proveeros tan sólo de una toalla, otra prueba de que tendríais que haberos quedado un poco más de tiempo bajo el techo de vuestro padre y aprendido unos cuantos modales más, antes de huir en pos de vuestra independencia.

—Perdona, Adriana, pero pensé que te ofendería la visión de mi desnudez varonil y me preocupé de proteger tus sentidos virginales de tal espectáculo. Haz el favor de aceptar mis humildes disculpas por no pensar primero en tus necesidades básicas. —Tras una breve reverencia, enderezó el cuerpo, se quitó el taparrabos improvisado, y extendió la toalla hacia ella con una amplia sonrisa—. Al menos, está caliente.

Una exclamación ahogada surgió de la garganta de Adriana cuando vio el asta de pasión erecta. Después, con un gemido de mortificación, dio media vuelta con la cara encendida.

Colton caminó hacia ella y se inclinó sobre un hombro sublime. Sus pezones rosados eran tan tentadores, que apenas pudo resistir la tentación de acariciarlos con los dedos.

—Después del alboroto que has montado, querida mía —susurró en su oído—, no irás a decirme que ahora no quieres la toalla, ¿verdad?

—¿Queréis hacer el favor de dejarme en paz? —suplicó la joven, exasperada, y trató de fulminarlo con la mirada, pero encontró su cara demasiado cerca para permitirle hacer otra cosa que clavar la vista en aquellos ojos centelleantes. Él sostuvo la mirada y luego la bajó hasta sus labios. Adriana notó la mano del hombre sobre sus costillas, y por un momento enloquecedor pensó que pretendía besarla, porque inclinó la cabeza y entreabrió los labios. Presintiendo la inminente amenaza, se liberó de su mano y recuperó la dignidad, al menos lo que le quedaba.

—Si no os importa, mi señor, me gustaría vestirme antes de que lleguemos con retraso a la cena.

—Colton —insistió él, con una sonrisa en sus bonitos labios—. Has de llamarme Colton. Es el precio que exijo por dejarte marchar.

—¿Qué haréis si chillo? —lo retó la joven, alzando la nariz.

—Admirar el hermoso espectáculo hasta que todo el mundo venga corriendo.

Adriana puso los ojos en blanco al pensar en la humillación que sufriría si eso pasaba. Un profundo suspiro exageró su capitulación.

—Si insistís... Colton.

El hombre retrocedió y admiró de nuevo el espléndido trasero.

—Bien, por más que me gustaría retenerte cautiva, comprendo la necesidad de dejarte escapar. Todavía necesito un baño y, como te apropiaste del mío y no hay tiempo para que los criados preparen otro, tendré que utilizar el que has dejado.

Se llevó una gran decepción cuando ella utilizó la toalla, pero cuando se volvió hacia él, encajando una esquina en el profundo valle que separaba sus pechos, admitió al punto que Pandora Mayes nunca había parecido tan atractiva envuelta en una toalla como esta joven belleza.

—¿Necesitas ayuda a fin de prepararte para la cena, querida mía? Helga está trabajando en la cocina, puesto que una de las criadas se ha puesto enferma. Sospecho que debió de trasegar demasiado coñac de mi padre, pues Harrison dijo que encontró la botella hecha añicos en el suelo de la sala de estar. La pura verdad es que Helga no podrá ayudarte. ¿Puedo sustituirla? Soy un experto en abrochar cierres y botones. Aunque la tentación sería enorme, prometería no mirar más de lo que he hecho.

Adriana lo golpeó con el dorso del brazo, al tiempo que emitía un rugido de rabia. El golpe apenas lo afectó, porque entró en contacto con los músculos tensos de su abdomen, pero el dolor que experimentó Adriana le hizo lanzar un grito de sorpresa. Su repentina angustia arrancó más carcajadas al hombre desnudo. Mortificada y enfurecida, apretó el brazo dolorido contra su estómago y entró en la habitación contigua.

Nada más pasar la puerta, se volvió para asegurarse de que el hombre no la seguía, y lo vio avanzando en dirección contraria hacia la bañera. Se agachó para probar la temperatura del agua, de forma que descubrió otras partes masculinas. Pese a que se sentía inclinada a mirar con inocencia virginal, sus ojos se sintieron atraídos hacia una pequeña marca de nacimiento en forma de gaviota en pleno vuelo, la cual estropeaba la perfección de la piel de su nalga derecha.

Tras echar un cubo de agua caliente en la bañera, Colton se volvió a mirarla en toda su gloriosa desnudez. Aquella condenada sonrisa, que parecía insinuarse siempre en sus hermosos labios, no había disminuido ni un ápice de intensidad.

—¿Cómo? ¿Aún no te has ido? —preguntó, mientras sus ojos recorrían toda su forma, envuelta en la toalla—. Pensaba que tenías prisa por alejarte de mi vista.

De no tener tanto miedo de despertar a los muertos, Adriana lo hubiera apostrofado e insultado, dentro de los límites de su repertorio. Lo fulminó con la mirada, aferró el borde de la puerta y la empujó con todas sus fuerzas. Pero, ay, la violencia de su furia provocó que la sólida hoja rebotara antes de que el pestillo encajara. La empujó una vez más con un rugido de furia, y esta vez saboreó cierta satisfacción cuando el pestillo encajó por fin.

Temerosa de toparse con Colton Wyndham después de su encuentro en el cuarto de baño, Adriana remoloneó arriba todo lo posible, pero llegó la hora de la cena y no tuvo otro remedio que bajar. Cuando llegó, Colton ya se había reunido con su familia y los invitados en la sala de estar. De pie y de espaldas al calor de la chimenea, parecía contentarse con ir bebiendo a lentos sorbos el vino tinto de su copa, pero sus ojos brillaron de lascivia cuando empezaron a recorrer su cuerpo desde las zapatillas de seda negras, se demoraron en las tentadoras redondeces que asomaban por encima del corpiño, y ascendieron hasta el peinado adornado con una pluma negra. Adriana, con la sensación de que acababa de desnudarla, se volvió y buscó otra parte de la sala donde pudiera escapar de aquellos ojos brillantes. Pero, ay, daba la impresión de que acechaban cada uno de sus movimientos, la seguían a todas partes.

Samantha pasó delante de su hermano y se paró en seco. Lo miró de una forma rara, se inclinó, olió, y luego arrugó la nariz en señal de desagrado.

—¿Qué demonios llevas, Colton?

Confuso, el hombre alzó el bastón con una mano y, con la copa en la otra, abrió los brazos y miró su uniforme.

—¿Qué crees que llevo? Es lo mejor que tengo hasta que vaya a mi sastre de Londres.

Samantha lanzó una risita.

—Caramba, Colton, nunca habría esperado de ti que te pusieras un perfume de mujer. Si mi nariz no me ha engañado, yo diría que se parece mucho al preferido de Adriana. De hecho, creo que los dos os habéis puesto el mismo perfume esta noche.

Todos los ojos se volvieron hacia la morena que, sin dudarlo un momento, vació su copa antes de depositarla sobre la bandeja de un criado que pasaba y coger otra llena. Incómoda por la atención que había despertado, esquivó todas las miradas y esperó la respuesta de Colton. Aunque temía la vergüenza que descendería sobre ella si él se comportaba como un rufián, era demasiado orgullosa para salir corriendo.

—Una simple equivocación, mi querida Samantha —murmuró Colton con una risita—, que no tuve tiempo de rectificar si quería bajar a cenar a la hora acordada. Cuando me di cuenta de que mi baño se había impregnado del perfume, ya era demasiado tarde para pedir a los criados que subieran suficientes cubos de agua caliente para llenar la bañera. Había pasado demasiado tiempo paseando a los perros, y necesitaba imperiosamente un baño. No me fijé en que alguien había utilizado el cuarto de baño cercano a mi antigua habitación, o que una dama lo había ocupado hacía poco.

Su hermana rió de buena gana.

—Es asombroso que no te toparas con algo mucho más sorprendente que un frasco de aceite de baño. Desde hace bastante tiempo, Adriana utiliza esas habitaciones si ha estado montando y necesita bañarse y cambiarse antes de cenar. Estoy segura de que es su fragancia lo que llevas esta noche, pero debo confesar que la prefiero en ella, no en ti.

—Estoy completamente de acuerdo —coincidió Colton, al tiempo que dirigía una sonrisa torcida a la morena—. Aunque embriagadora en la dama, parece un poco demasiado dulce para mi gusto.

—Me alivia oírte decir eso —contestó su hermana con una sonrisa burlona, mientras lo miraba de arriba abajo—. Por un momento, me tuviste preocupada. La verdad, el perfume me llevó a preguntarme qué te había pasado en la guerra.

Al observar que Stuart se acercaba y se detenía junto a su hermana, Colton extendió la mano.

—Me gustaría unirme a los que ya te han deseado salud y suerte en este día, Stuart. Por muchos años.

El vizconde respondió con una amplia sonrisa y un vigoroso apretón de manos.

—Esta tarde no he tenido la oportunidad de hablar mucho contigo, de modo que, antes de que el tiempo se nos escape de las manos, me gustaría aprovechar esta ocasión para invitarte a reunirte conmigo y un pequeño grupo de amigos en una cacería, si te apetece. Estaríamos encantados de que nos acompañaras.

Colton exageró un respingo antes de menear la cabeza.

—Debo confesar que aún me causa algunas dificultades montar a caballo, como comprenderás, pero recibiré tu invitación con mucho más entusiasmo en cuanto mi pierna haya curado por completo.

—Yo tenía el mismo problema no hace muchos días —confesó Stuart, mientras su mueca fingida se convertía en una sonrisa—. He llegado a detestar estar tumbado de bruces. Desde hace mucho tiempo, parecía que no había otra solución.

Los hombres rieron de las dificultades que se habían visto obligados a superar, las del pasado y las que todavía perduraban. Cuando sus risas se desvanecieron, Colton extendió una invitación al vizconde.

—Ahora que ya eres más o menos de la familia, Stuart, has de venir a Randwulf Manor más a menudo. Me gustaría que me hablaras de las campañas militares en que participaste.

El vizconde aceptó con entusiasmo la invitación.

—Me encantaría contártelas, si tú haces lo mismo. También quisiera decirte que me alegra saber que vas a asumir el marquesado. Latham tiene sus virtudes, pero también sus defectos. En cuanto a tu hermana y tu madre, intentaron aparentar alegría y mostrarse esperanzadas durante estas últimas semanas, pero era evidente su preocupación por ti y el temor de que no volvieras.

—Haré cuanto esté en mi mano por no preocupar a mi familia en el futuro —prometió Colton—. He vuelto para quedarme, Dios mediante.

—Eso exige un brindis —intervino Percy, mientras enlazaba la cintura de su esposa y, con la mano libre, alzaba la copa—. Por el séptimo marqués de Randwulf. ¡Buena suerte y larga vida!

—¡Bravo! ¡Bravo! —gritó Stuart. Alzó la copa y saludó a Colton de la misma manera.

Adriana se unió al brindis en silencio alzando la copa, y se quedó sorprendida cuando los ojos grises se posaron en ella sobre una cálida sonrisa. Por un momento, sus ojos se encontraron. Se preguntó qué estaría pasando por la mente del apuesto hombre, pero cuando la mirada de Colton resbaló como una caricia lenta y sensual sobre su busto, decidió que probablemente no le gustaría.

Colton desvió su atención para no azuzar más el ansia que atormentaba su ser, murmuró gracias a todo el mundo, y después, estrechó la mano de Stuart cuando este último se excusó. Samantha, Philana y Percy se acercaron a Colton para desearle lo mejor. Recibió besos afectuosos de las mujeres, y una palmada en la espalda del hombre. No obstante, no paraba de mirar a la belleza que se había alejado al otro lado de la estancia y, con las mejillas sonrosadas, procuraba hacer caso omiso de su inspección.

Stuart se acercó sonriendo a Adriana con dos copas de vino, y le ofreció una a cambio de la que estaba vacía.

—Estáis muy hermosa esta noche, mi señora; pero, a juzgar por la forma en que mirabais alrededor, yo diría que necesitabais otra libación.

—Sí —admitió ella con una sonrisa valiente—. Ha sido un día muy agitado.

—Que recordaremos en los años venideros —dijo el marqués, que se había acercado cojeando. El hecho de que Stuart hubiera estado examinando a Adriana con algo más que interés pasajero no había escapado a la mirada penetrante de Colton. Con lenta determinación dedicó su atención a la morena, sin dejar de recordar demasiado bien su hermoso cuerpo mojado, reluciente bajo el cálido resplandor de las lámparas—. Me ha dicho madre que estamos casi prometidos, Adriana.

Stuart se quedó boquiabierto y retrocedió un paso.

—Perdonad, mi señor. No lo sabía.

—De hecho, yo tampoco, hasta esta tarde —confesó Colton, sin saber muy bien por qué había cerrado la puerta de la esperanza en las narices de Stuart, en cuanto reparó en que el comandante acariciaba la idea de cortejar a la muchacha. Dado que aún consideraba un fastidio la idea de un compromiso, ¿cómo se explicaba la irritación que había experimentado cuando vio al hombre abordarla? ¿Cuándo se había comportado de una manera tan posesiva con una mujer? Ese sentimiento siempre se le había antojado ajeno a él..., al menos, hasta el momento.

—No temáis haber ofendido a lord Colton —informó Adriana al vizconde con amabilidad, antes de dedicar una brusca sonrisa al marqués. Sus ojos transmitieron una frialdad inconfundible, mientras escudriñaba aquellas profundidades grises insondables—. La verdad es que lord Colton tiene preferencia en la materia. Tres meses de noviazgo decidirán; pero, a juzgar por pasadas experiencias, parece improbable que su señoría se muestre interesado en cristalizar el acuerdo, puesto que fue la mismísima razón de su larga ausencia de casa.

—Aun así, mi señora —contestó Stuart sin alzar la voz—, el honor me impele a concederle tiempo para tomar su decisión antes de tentar mi suerte. Sólo puedo decir que envidio al hombre por la oportunidad excepcional que se le ha deparado.

Adriana sonrió al comandante e inclinó la cabeza en señal de agradecimiento por el cumplido.

—Gracias, Stuart. Recordaré vuestras amables palabras.

Cuando el vizconde se alejó, Adriana miró a Colton con desdén.

—¿Podéis decirme por qué habéis considerado necesario informar a Stuart que estamos prometidos, cuando sabéis que no albergáis el menor interés por cortejarme? ¿Os agrada ahuyentar a mis pretendientes por un derecho que es nebuloso, a lo sumo? ¿Os he hecho algo para que gocéis mortificándome?

—Nada que yo sepa, querida mía —contestó Colton con una sonrisa—, pero no vi motivo para dejar que Stuart se hiciera ilusiones, cuando existe un período de tres meses antes de tomar una decisión. Me permitiré ese tiempo, como mínimo, antes de decidir si hay esperanza para nosotros, si las predicciones de mi padre fueron acertadas, o si debería considerar ridícula la situación. Hasta entonces, tengo la intención de proteger mi derecho a reclamarte con todas mis fuerzas. Al fin y al cabo, el acuerdo me concede ese privilegio, ¿verdad?

—¿Qué interés podría despertaros «una colección de piezas diversas desechadas»?

Como tenía grabadas en su memoria esas mismas palabras debido al remordimiento, Colton se llevó una mano al pecho.

—Perdona esa salida de tono, Adriana. En aquel momento, lo dije enfurecido, dirigido hacia mi padre más que a ti. Cuando hice ese comentario, no sabía que estabas sentada al otro lado de la puerta. Nunca te habría herido a propósito. En cualquier caso, está lejos de ser cierto. En verdad, sólo mirarte afirma mi creencia en un Creador Divino, porque eres demasiado exquisita para haber cobrado existencia por pura casualidad.

Las mejillas de Adriana se encendieron al oír las alabanzas. Se sintió confusa y, sin mirarlo, bebió un poco más de vino.

—Tal vez deberíamos olvidar el pasado —sugirió—. Me turba bastante recordar la ira que sentisteis contra vuestro padre por mi culpa. Aunque tal vez os cueste comprenderlo, yo también lo quería.

—¿Me perdonas, Adriana?

Colton escrutó los ojos oscuros, que al final se alzaron para encontrarse con los de él.

Aunque esperaba que una pálida sonrisa bastara como respuesta, en el prolongado silencio que siguió Adriana estuvo segura de que sus ojos la escudriñaban hasta el fondo de su ser. Incapaz de resistir más la inspección, inclinó la cabeza en una breve señal de asentimiento.

—Sí, por supuesto, mi señor. Hace ya tiempo que os perdoné. Era imposible experimentar resentimiento hacia vos sabiendo los peligros que arrostrabais. Erais el hermano que nunca tuve, y habría sufrido tanto como vuestra familia si os hubieran matado.

Colton se acercó más y sus labios se curvaron en una sonrisa.

—Después de verte esta tarde ataviada para montar, y después sin nada encima, me alivia inmensamente que no seas mi hermana. Sería terrible desear a una hermana tanto como te deseo después de encontrarnos en el cuarto de baño. Me costará sobremanera olvidar los detalles de la perfección que descubrieron mis ojos. Tus pechos son los más hermosos que he visto en mi vida, y en cuanto al resto de tu bello cuerpo, sólo puedo creer que no tienes igual.

Adriana carraspeó avergonzada y tomó otro gran sorbo de vino. Un breve momento después, otra larga cata vació el contenido de la copa, y cuando Harrison pasó con una bandeja sobre la que descansaban copas llenas, ella lo llamó para conseguir otra. Varios sorbos más le dieron ánimos para preguntar:

—¿Os habéis vuelto un buen juez de mujeres desnudas desde que os fuisteis de casa, mi señor?

Colton torció los labios y se apoyó en el bastón.

—De las que he visto, querida mía, sin duda eres tú la más exquisita.

—Bien, gracias —dijo ella con sequedad.

—En cuanto a tus experiencias, por tu expresión asombrada en el cuarto de baño colijo que yo he sido el primero.

—No me jactaría de tales encuentros si estuvierais equivocado, señor —replicó Adriana, a punto de desmayarse. Asaltada de nuevo por imágenes de su virilidad desnuda, atacó el vino de nuevo, muy necesitada de su efecto embriagador.

Al ver cómo temblaba la copa en su mano, Colton escudriñó los ojos de la muchacha un instante antes de que ella desviara la mirada. Se inclinó hacia delante para hablarle al oído.

—La visión de mi desnudez no te asustó, ¿verdad?

—No, claro que no —negó ella al punto, y retrocedió con paso vacilante para poner un poco de distancia entre ambos. Lo necesitaba para refrescar sus mejillas ardientes y aplacar un poco los latidos de su corazón—. ¿Por qué lo decís?

Colton sonrió.

—Porque estás temblando, Adriana, y tal vez pienses lo peor. Créeme, después de entregar tu virginidad, te asombrará el placer que descubrirás en los brazos de tu marido. Si los deseos de mi padre se cumplen, te prometo placeres inimaginables. —Vio que tomaba otro sorbo de vino y acercó los labios a su oído—. Si me permites hablar con sinceridad de otro tema, Adriana, yo diría que te estás embriagando sin darte cuenta. No necesitas estar preocupada por lo que viste. Hacer el amor puede ser tan placentero para el hombre como para la mujer.

Cuando se enderezó, la joven se inclinó hacia él y le respondió con un airado susurro.

—Bien, cualquier dama se turbaría con este tipo de conversación. No es un tema que sirva para aplacar los sentidos.

—Convengo en que el tema no sirve para aplacarte, pero la unión de nuestros cuerpos en los ritos del amor haría maravillas para relajarte. Estoy más que dispuesto a ofrecerte una muestra de lo que ocurre cuando dos personas disfrutan de esa intimidad. —Se encogió de hombros—. Más que una muestra, en realidad, si así lo decides.

—¿Queréis hacer el favor de parar? —replicó ella con acritud, y levantó la vista a tiempo de ver que los ojos grises estaban inspeccionando su escote—. Y parad de comerme con los ojos. Aún no estamos casados y, dada vuestra anterior aversión por la idea, dudo que alguna vez lo estemos.

Colton lanzó una risita.

—¿Quién sabe qué resultará de nuestra relación? Tal vez decida olvidar mi aversión a matrimonios de conveniencia y tomarte por esposa, sólo para enseñarte los placeres de que puede gozar una pareja casada.

Adriana rió.

—Oh, qué sutiles trucos utilizáis, mi señor. Pensáis ablandar mi corazón y meterme en vuestra cama gracias al uso generoso de la palabra «matrimonio», pero no soy tan ingenua como creéis. Tendréis que pronunciar los votos antes de volver a verme desnuda.

Colton sondeó los ojos oscuros de la joven.

—¿Y tú querrás pronunciar los votos, bellísima doncella?

Adriana fingió meditar.

—Mis padres se sentirían muy complacidos si lo hiciera. Al fin y al cabo, fue el acuerdo a que llegaron los vuestros y los míos, hasta el punto de firmar el contrato de buena gana. Pero, como no puedo imaginar que lleguéis a quererme como esposa, no espero que esa boda tenga lugar.

Colton sonrió.

—Supongo que, si te quedaras embarazada, tendría que casarme contigo para salvar tu reputación.

Casi desmayada ante tal idea, Adriana bebió los restos de su vino y le pasó la copa vacía.

—¿Queréis ir a buscarme otra? Esta conversación no se puede aguantar sobria.

—La verdad, Adriana, creo que ya has bebido bastante, hasta el punto de que me da miedo dejarte. Un poco de aire fresco te sentará muy bien. —Dejó a un lado la copa y extendió la mano—. Ven, te acompañaré.

—No, gracias —se apresuró a contestar la joven, y consiguió esquivar su contacto. Imaginaba muy bien su ansiedad por refugiarse con ella en un lugar discreto, sin el beneficio de los votos matrimoniales—. Me pondré bien. Sólo necesito sentarme un momento... Tal vez iré al gran salón y esperaré a que anuncien la cena.

—No te abandonaré —afirmó Colton, al tiempo que la cogía del brazo y la volvía hacia la puerta. En aquel mismo momento, Harrison entró y anunció con majestuosa dignidad que la cena iba a ser servida—. Demasiado tarde —murmuró Colton, y sonrió de reojo a Adriana—. Te acompañaré a tu silla.

—¿Por qué os molestáis conmigo, cuando podríais ayudar a vuestra madre? —protestó la muchacha, mientras intentaba liberarse.

—Puesto que te he escandalizado hasta sacarte de tus casillas, me siento responsable de tu estado actual —contestó Colton, y la atrajo a su lado. Aunque ella intentó soltarse, él se inclinó y susurró en su oído—: Además, a madre le gusta vernos juntos, de manera que, si deseas disfrutar de la velada, deberías pensar en limitar tus protestas y permitir que me ocupe de ti durante unos breves momentos. Pronto te librarás de mí.

Adriana pensó que así sería, pero estaba equivocada. El lugar de honor acostumbrado del marqués de Randwulf siempre había estado a la cabecera de la mesa, tradición respetada por el difunto Sedgwick, y que parecía destinada a continuar inamovible bajo la autoridad del nuevo marqués. Adriana no esperaba que Colton la acompañara hasta un lugar situado a la derecha de la silla del señor, pero así fue. Stuart estaba sentado a su lado, y Samantha y Percy enfrente. Como marquesa de la mansión, Philana ocupó su lugar habitual al final de la mesa de caballete.

Pese a que la comida era exquisita y la compañía aún más, Adriana no tenía muchas ganas de participar en el ágape ni en la conversación. El hecho de que no aceptara más vino se debió a que deseaba aclarar su mente y sus sentidos. De todos modos, sentía una urgente necesidad de sus efectos aturdidores, porque durante todo el banquete se descubrió sometida al constante examen de Colton. Su vestido la protegía bien poco de aquellos ojos hambrientos, y, a veces, el brillo que percibía en ellos la hacía sentirse tan desnuda como en el cuarto de baño. No le extrañó advertir que tenía los nervios a flor de piel.

Fue un festín espléndido. La cocinera se había superado a sí misma, pese a que se vieron forzados a prescindir de la nueva doncella, que había trasegado en secreto el coñac del fallecido señor, y luego tuvieron que llevarla a su casa en carricoche. El mozo de cuadras y su hijo, a quienes se había confiado esa tarea, regresaron apenados por el lamentable estado de los tres hijos pequeños de la mujer, ninguno de los cuales había cumplido los seis años todavía. Estaban en los huesos, ojerosos, sucios y vestidos con harapos. La noticia fue asimilada por Harrison, quien informaría más tarde del hecho a su señoría.

Aquella noche, en la sala de estar, la entrega de diversos regalos conmemorativos del cumpleaños de Stuart se realizó entre comentarios humorísticos y alegres deseos. Muchos regalos provocaron carcajadas al homenajeado, y otros sonrisas de placer. Percy había encargado a un herrero que fabricara una pesada coraza de metal para la espalda de su hermano, la cual, según el hermano menor, se ceñiría con correas si el comandante volvía alguna vez a la guerra. Adriana había cosido a Stuart una manta de terciopelo acolchada para colocar sobre la silla de montar. Aunque había provocado comentarios humorísticos, resultaría muy útil en los meses de invierno, sobre todo para alguien cuyas partes traseras todavía estarían tiernas de la herida. En cuanto a Samantha, había bordado para su cuñado un par de banderas rígidas, una con una flecha que indicaba hacia la retaguardia y otra hacia el frente.

La celebración terminó por fin, y Colton volvió a ayudar a Adriana a ponerse la capa. De haber podido elegir, habría preferido la ayuda de Harrison antes que la del marqués, pues el joven parecía deseoso de prolongar la tarea y alisaba el terciopelo sobre sus hombros. Como no sabía muy bien adónde miraba, Adriana bajó la vista y se ruborizó de inmediato, al tiempo que se volvía hacia él con una ceja enarcada en actitud desafiante. Él no se disculpó por permitir que su mirada investigara en el escote, pero sonrió como si su inspección fuera lo que cabía esperar, mientras le ceñía la capucha alrededor de la cara.

—La visión es demasiado enloquecedora para hacer caso omiso, Adriana, mucho menos para alguien que te ha visto desnuda de pies a cabeza. Si quieres saberlo, me gusta mirarte.

—Como si no hubiera quedado claro en el cuarto de baño —replicó la joven.

—Chist —la acalló él con una sonrisa—. Si alguien te oye, pensará que nos bañamos juntos, y que por eso olíamos igual.

Adriana puso los ojos en blanco y se preguntó por qué había intentado decir la última palabra, cuando ese hombre había dedicado los primeros dieciséis años de su vida, como mínimo, a perfeccionar el arte de la ironía. Era imposible saber el tiempo que había empleado en esta tarea durante la última mitad.

Philana se acercó con una sonrisa.

—Adriana, querida, haz el favor de decir a tus padres que acompañaré a mi hijo cuando visite Wakefield.

Adriana escrutó el sereno rostro de la mujer, preguntándose si había estado en lo cierto al detectar una nota de determinación en el tono de la marquesa. Colton se había limitado a preguntar si consideraba apropiada la visita, en tanto que lady Philana había dado por sentado que irían. Claro que Adriana no podía recordar una época en que la mujer no hubiera sido recibida con entusiasmo en Wakefield Manor. Todos los Sutton consideraban a Philana una mujer excelente.

—Por supuesto, mi señora. Papá regresará de Londres esta noche, pero en cuanto llegue a casa informaré a mi madre. Enviaremos una misiva con fechas y horas. Si ninguna es conveniente, elegidla vos misma. Estoy segura de que podremos complaceros a vos y a lord Colton.

—Gracias, hija.

Philana retrocedió, para dejar que su hijo acompañara a Adriana hasta el landó de su familia que esperaba. Philana no daba crédito a lo bien que había discurrido la velada, pues su hijo parecía fascinado por la muchacha. Los dos hacían una buena pareja, y le gustaba en especial que Adriana fuera lo bastante alta para complementar la estatura de Colton, más que para destacarla. La mayoría de las mujeres, incluidas Melora y Jaclyn, parecerían enanas a su lado, pero no le costaba imaginar que cuando su hijo entraba en una estancia todo el mundo debía de volverse a mirarlo, como había sucedido cuando su padre se presentaba en un lugar, no sólo debido a su extraordinaria apostura, sino por su distinguida presencia. Tal vez, después de tanto tiempo, aún perduraban pruebas fehacientes de aquel señor vikingo cuya sangre corría por las venas de los Wyndham.