11

DURANTE un rato, dio la impresión de que todos los solteros de la sala buscaban a Adriana para solicitarle un baile. Aceptó todos los que pudo, sabiendo que de esa forma ahorraría a sus pies más torturas. Unos momentos después, descubrió a Roger abriéndose paso entre la multitud de admiradores con una copa de vino. Apretó la copa en su mano como para desalentar a los aspirantes. Adriana comprendió al punto que debía aceptar la copa, o dejar que el vino manchara su vestido. Le fastidiaba que fuera tan porfiado, pero la treta de Roger funcionó, porque los aspirantes se alejaron por fin en busca de otras parejas.

Adriana intentó contener su irritación, se acomodó en un banco cercano y bebió de la copa de cristal, al tiempo que volvía a quitarse las zapatillas. Roger la acosó con un montón de preguntas, a las cuales respondió ella con el silencio, un encogimiento de hombros evasivo, un asentimiento o un movimiento negativo de la cabeza, pues prefería no contestar de momento. El hombre manifestó especial curiosidad por saber quiénes la habían invitado a bailar y el interés que le despertaban. Adriana opinaba que no era asunto suyo, puesto que no era un amigo, ni siquiera alguien cuya compañía le agradara. Se había mostrado incansable en su deseo de estar con ella, lo cual no era por cierto una razón para seguir tolerándolo. De hecho, ni siquiera le caía bien. Pensó que era el momento ideal para comunicarle que ya no podría ir a verla nunca más.

Se disponía a hacerlo, cuando se vio rodeada por una docena de conocidas de su misma edad que empezaron a asediarla con preguntas acerca de uno u otro caballero, dejando patente que sólo estaban interesadas en aristócratas con título. Roger se sintió de más y por fin, incapaz de soportar la tortura de ser el único varón entre tantas mujeres parlanchinas, se excusó con brusquedad y se alejó.

Un buen puñado de ansiosos solteros se precipitaron sobre el grupo para invitar a las damas. Adriana rechazó cortésmente varias propuestas, pues no deseaba revelar el hecho de que había perdido una zapatilla y, de momento, no había podido encontrarla.

Suspiro cuando todo el mundo se marchó, temerosa de volver a estar a merced de Roger. Esta vez le diría que ya no sería bienvenido en Wakefield Manor después de esa velada, pero no quería hacerlo sin estar calzada. Al menos, con las zapatillas podría alejarse a toda prisa si el aprendiz montaba en cólera.

Al parecer, no existía manera elegante de encontrar la zapatilla sin abandonar todo fingimiento y agacharse para buscarla, lo que le causaría más humillaciones de las que deseaba. Cuando, un momento después, se le ocurrió un método más sutil, se levantó del banco y paseó la vista a su alrededor como una reina que inspeccionara su corte. Avanzó con parsimonia, primero a la izquierda y luego a la derecha, y registró el espacio con los dedos de su pie descalzo. Tras encontrar por fin la zapatilla extraviada, se la estaba calzando cuando una mano grande se deslizó bajo su codo. La sorpresa la hizo trastabillar. En el mismo momento en que lanzaba una exclamación de estupor, un brazo le rodeó la cintura para impedir que cayera. Percibió al punto una agradable colonia varonil, algo de lo más extraño, pues nunca había notado que Roger utilizara perfumes.

Adriana sabía que debería sentirse agradecida con el aprendiz por haberla salvado de la humillación de la caída. Aun así, le enfurecía que hubiera intentado tomarla del brazo. De no haberlo hecho, ella no habría perdido el equilibrio.

Adriana apretó los dientes, aseguró el pie dentro del calzado y se volvió. Casi retrocedió de un brinco cuando se encontró ante una corbata de seda blanca sobre un chaleco de seda y una chaqueta elegante de la misma tela negra. Su mirada fue ascendiendo hasta que descubrió unos dientes blancos que destellaban en un rostro bronceado.

—¡Colton!

Su voz transmitió el estupor que experimentaba, y sonó como un graznido estrangulado.

El hombre lanzó una risita.

—No deberías asombrarte tanto, Adriana. Debías saber que tarde o temprano haría valer mis derechos.

—No... Quiero decir, no esperaba que vinierais.

No después de haber visto cómo hechizaba a la encantadora señorita Felicity con su adorable sonrisa.

—Por la forma en que te has dado la vuelta, he estado a punto de agacharme —bromeó él con su sonrisa sempiterna—. Creo recordar que, incluso de niña, me dabas buenos mojicones cuando te cansabas de mis bromas. No parecías nada tímida al respecto.

Adriana enrojeció, porque había estado a punto de hacerlo.

—Me asustasteis, eso es todo.

—Te ruego me disculpes, querida mía; pero, después de varios intentos de encontrarte libre, decidí venir y afirmar mi derecho a bailar contigo, pese a todos esos admiradores embelesados que parecían reacios a soltarse de tus faldas. El hijo del fabricante de tejidos parece especialmente tenaz esta noche. ¿Ya se lo has dicho?

—No —admitió la joven—. No he encontrado el momento adecuado.

—Me gustaría encargarme yo, si no te decides a hacerlo, querida mía.

—Estoy segura de que os encantaría comunicarle dicha noticia —replicó Adriana con frialdad—, pero me pregunto si vuestras intenciones serían bondadosas, teniendo en cuenta que la última vez que estuvisteis juntos lo enviasteis rodando al otro lado de la sala.

—Bondadoso contigo sin la menor duda, Adriana —aseguró el marqués—. Te ahorraría una tarea que te resistes a realizar. En cuanto a él, bien, se podría decir que lo mejor es cortar por lo sano. —Encogió los hombros—. Al menos, eso me dijo el médico cuando estaban sopesando la posibilidad de aligerarme de mi pierna infectada.

La joven dirigió una mirada significativa a su pierna derecha.

—¿No os sentís agradecido de no haber seguido sus sabios consejos?

Colton rió.

—Estoy muy agradecido, de manera que, si prefieres que no aclare las cosas a Roger, dejaré el asunto en tus cariñosas manos... a cambio de un precio.

—¿A cambio de un precio? —repitió la joven, escéptica—. ¿Cuál?

—He venido a rescatarte de tu breve soledad de solterona, antes de que otro galán se interponga. —Sonrió, divertido—. Creo que sir Guy Dalton te estaba buscando hace unos momentos, pero Riordan lo envió en pos de un fantasma. Recuérdame que nunca acepte instrucciones de tus adoradores. Podría terminar en África de nuevo.

—Hace uno o dos bailes que no tengo pareja —replicó Adriana con bastante frialdad—. ¿Dónde habéis estado? —preguntó a bocajarro.

—He salido a respirar un poco de aire puro —contestó el marqués—. No me interesaba bailar con ninguna de las demás damas, y me cansé de esperar turno para bailar contigo. Ahora conozco el perímetro exterior de Wakefield Manor mejor que mi propia casa. —Echó un vistazo a sus bien lustrados zapatos—. Incluso paré a limpiarme los zapatos, cualquier cosa con tal de soportar la interminable espera.

Un cuento conmovedor, con Felicity aguardando entre bastidores, pensó Adriana con no poca irritación.

—Ha sido muy noble por vuestra parte acudir a salvarme de mi destino, mi señor, pero no era preciso que os preocuparais.

Una vez más, se preguntó si algún día sus mejillas recobrarían el color normal, teniendo en cuenta la inspección minuciosa de Colton. Aunque todavía airada por el descaro de restregarle a Felicity por las narices, Adriana no tuvo otro remedio que admirar su aspecto. Nunca había visto a un hombre más guapo o mejor vestido. Dudaba incluso que Riordan, cuya indumentaria era en todo momento ejemplo de gusto refinado, estuviera a la altura de Colton esa noche.

Adriana fingió indiferencia y movió la mano en la dirección donde había visto por última vez a la rubia.

—Sentíos en libertad de seguir bailando con vuestra pareja, os lo ruego.

Colton sonrió, al tiempo que se inclinaba hacia ella, y enlazó las manos a su espalda. Incapaz de resistir la deliciosa fragancia que desprendía Adriana, casi cerró los ojos de placer mientras embriagaba sus sentidos. Era una verdad evidente que el olor de la dama era tan arrebatador como su aspecto, y sabía que, si alguna vez regresaba a un campo de batalla, su hermoso rostro y la dulce fragancia le darían fuerzas en el más feroz de los combates.

—En este preciso momento, querida mía, no tengo pareja.

Adriana rió y quiso ponerlo en un aprieto.

—¿Cómo? ¿Es posible que la señorita Fairchild os haya abandonado por otro? Me cuesta creerlo, teniendo en cuenta las interminables alabanzas que os ha dedicado en los últimos tiempos. La habréis visitado con bastante frecuencia para inspirar elogios tan encendidos.

Colton le dedicó una mirada traviesa.

—Has vuelto a prestar oídos a esas habladurías malintencionadas, Adriana.

—¡Por supuesto que no! —protestó la joven, y tuvo que padecer el asalto de otra oleada de calor. Irguió su bonita nariz, empeñada en desairarlo—. Os vi bailando con la señorita Fairchild, eso es todo.

—Sólo una vez. Me pareció lo más apropiado hasta que Stuart volviera.

—¿Qué tiene que ver Stuart con esto?

—Caramba, querida mía, él la trajo...

Adriana reprimió una expresión de estupor.

—¿Que Stuart la trajo?

Los grises ojos de Colton relucieron mientras tomaba nota de su sorpresa.

—Bien, si quieres que sea más concreto, mi hermana y mi cuñado los trajeron a los dos, puesto que los habías animado a venir acompañados de quien quisieran. Samantha no creyó que te importara, puesto que las dos la invitasteis a montar el día de mi regreso, y Stuart parecía interesado en ella. —Los ojos de Colton seguían centelleando de placer, mientras manifestaba una incredulidad exagerada—. No habrás pensado que había venido conmigo, ¿verdad, querida mía? Qué vergüenza.

—No soy vuestra querida —se revolvió Adriana, alzando más la nariz—. Dejad de llamarme así.

—Sí que sois mi querida..., siguiendo los deseos de mi padre —la azuzó Colton. Nunca una mujer había hecho tantos intentos de expulsarlo de su vida, y nunca había disfrutado más del reto.

Adriana deseaba que dejara de sonreír. Parecía muy divertido, sin duda a sus expensas. Incapaz de pensar en una réplica adecuada, se encogió de hombros un momento, y entonces recordó demasiado tarde que tales movimientos le abrían el escote. Como atraídos por un imán, los ojos del marqués hurgaron en el escote, y Adriana se vio obligada a aferrar el colgante de ónice para ocultar los pechos a su inspección.

—Demasiado tarde —murmuró Colton, inclinándose hacia ella con una sonrisa traviesa—. He visto todo lo que ocultas ahí, y desde ese momento te deseo con locura.

Sin hacer caso del estremecimiento que la recorría, Adriana abrió el abanico de encaje y lo agitó con fervor maníaco, confiada en refrescar sus mejillas al rojo vivo.

—Es muy descarado por vuestra parte recordarme la insolencia de espiarme como un niño a través del ojo de una cerradura.

Colton frunció el ceño.

—¿Acaso fingí lo contrario?

—No, y dudo que haya conocido jamás a un calavera más desvergonzado.

—La palabra correcta es «sincero», querida mía. Además, era muy difícil que pudiera fingir indiferencia en el estado en que me hallaba, ¿no crees?

El abanico se movió con más violencia cuando el calor que quemaba el rostro de la joven aumentó de intensidad. Adriana no osó mirar a su alrededor por temor a que alguien reparara en su turbación.

—¿Por qué no volvéis a bailar con Felicity? —murmuró en su oído—. Tal vez ella disfrute con vuestro humor obsceno.

—Estás celosa, querida mía, y sin ningún motivo —la acusó Colton—. Esa mujer no me interesa.

Adriana lo miró con curiosidad.

—Si no os interesa, haced el favor de explicarme el motivo de vuestras visitas.

—¿Visitas? —Colton meneó la cabeza, confuso—. Nunca he hecho nada por el estilo.

Adriana cerró el abanico y dio unos golpecitos con él en el pecho de Colton.

—Os vieron saliendo de casa del señor Gladstone. Decidme la verdad, ¿a quién pudisteis ir a ver, sino a Felicity?

Colton tuvo que reflexionar un momento antes de recordar su visita al anciano fabricante de tejidos.

—Bien, querida mía, si tanta curiosidad sientes, te lo contaré. Samantha y yo fuimos a presentar nuestros respetos al señor Gladstone. No vimos a Felicity en ningún momento. De hecho, su madre dijo que no se encontraba bien.

—Oh.

Reanimada de nuevo, Adriana se encogió de hombros, con la intención de disculparse, y recordó demasiado tarde su corpiño revelador.

Después de echar un buen vistazo a su generoso busto, Colton carraspeó ruidosamente y paseó la vista a su alrededor, y decidió que lo mejor sería abstenerse de tales visiones durante el resto de la velada, puesto que sólo aumentaban su apetito de admirar el hermoso cuerpo una vez más, sin otros adornos que su pelo negro suelto.

Buscó al aprendiz con la mirada, intentando apartar su mente del deseo que experimentaba.

—¿Dónde demonios ha ido Roger? ¿Acaso no era tu invitado esta noche? ¿O acaso dijiste tu pareja?

—Roger no es mi invitado, de la forma que insinuáis, ni mucho menos mi pareja —replicó Adriana, irritada por tener que hablar del muchacho—. Cuando me preguntó si podía venir, me limité a darle permiso.

—¿No me habías dicho...?

—Lo que os dije da igual. Las cosas son así. Conocí a Roger cuando estaba comprando un regalo para una criada. A partir de ese momento, se dedicó a visitarme incesantemente.

El rostro de Colton se iluminó.

—Excelente. Eso significa que estás libre para bailar conmigo.

Por un momento, Adriana no pudo hacer otra cosa que tartamudear.

—N... no sé si me a... apetece bailar todavía...

Los labios de Colton formaron una sonrisa burlona.

—Tonterías, Adriana. Antes de que me acercara, parecías una solterona escondida en un rincón, abandonada por todos los varones de la sala, incluido lord Harcourt, que esta noche parece inusitadamente atento con lady Berenice. ¿Debo suponer que ha sido por indicación tuya?

La joven inclinó la cabeza.

—Pues sí, lo hice.

—Bien, al menos eres responsable de eso. Es evidente que las cotillas no son conscientes de tu ejército de pretendientes. Estaban comentando tu negro futuro como retoño más joven de tu padre cuando pasé por su lado hace unos minutos. Si quiero salvar mi fama de hombre de buen gusto, has de afirmarte como alguien con numerosas esperanzas de casarte joven.

Lo último que deseaba Adriana era la compasión del hombre.

—No estáis obligado a salvar mi reputación de las cotillas, mi señor —replicó la joven—. Roger volverá de un momento a otro. Si no es así, le hablaré de nuestro inminente noviazgo en cualquier otra oportunidad.

Colton resopló.

—Ese muchacho podría obrar maravillas por tu fama. Si le dejamos las manos libres, todos los pobres de la zona harán cola ante tu puerta.

—No debéis despreciar a un hombre sólo porque carece de riqueza y título —lo reprendió Adriana, mientras se preguntaba cómo era posible que, en un momento dado, sintiera afecto por el noble, y al siguiente, deseara arrojarle una olla a la cabeza—. Hay muchos caballeros honorables en la misma situación.

—Sí, he conocido a muchos durante mis años de ausencia. A muchos los llamé amigos, pero no me gustan los tipos como Roger Elston.

—¿Podéis decirme exactamente por qué? —insistió ella, irritada—. Tal vez si me lo explicarais podría comprender mejor vuestra aversión.

El marqués se encogió de hombros.

—Es una intuición, así de sencillo.

—¿Soléis basar vuestro desprecio hacia una persona en una simple intuición, mi señor? Tal vez confundís la intuición con un estómago revuelto.

—¿Era eso lo que padecía mi padre cuando tuvo la emocionante idea de que deberíamos casarnos?

Enmudecida por su pulla, Adriana desvió la vista con altivez. Sólo cuando sintió que la mano del hombre se apoyaba con talante posesivo en su espalda, se volvió hacia él muy sorprendida.

Colton hizo caso omiso de su expresión estupefacta y la condujo hacia la pista de baile.

—Espero que no te importe bailar con un hombre afecto de cojera.

Si bien Adriana no había advertido la menor dificultad en sus movimientos en toda la velada, confió en que pudieran prescindir de tal ejercicio por el bien de sus pies pisoteados.

—También podríamos quedarnos sentados. Como sabéis, no sería la primera vez que lo hiciera esta noche. Y, si sois tan poco diestro como Roger, me inclino fervientemente por esa posibilidad.

—¡De ninguna manera! —replicó Colton—. Al menos, mientras ese patán siga presente.

La empujó hacia delante con delicadeza.

Ella lo miró por encima del hombro, como una hija extraviada azuzada por un padre.

—Sois bastante tozudo, ¿no?

—Supongo que sí —reconoció Colton con un encogimiento de hombros—. Al menos, eso opinaban los hombres de mi compañía.

—Yo no soy uno de vuestros hombres —replicó ella y, antes de que pudiera preguntarse cuál sería su respuesta, oyó su carcajada.

—Créeme, querida mía, nunca te he confundido con uno, ni siquiera por un instante.

—Gracias por vuestra consideración —contestó la joven, exagerando su gratitud.

Colton la miró con ojos socarrones, sin dejar de sonreír, la mano siempre apoyada en su espalda.

—De nada, querida mía, pero no ha supuesto ningún reto mental para mí reconocer la diferencia. Ninguno de mis hombres me pareció jamás tan atractivo, sobre todo mojado en una bañera.

—¡Chist! —lo reprendió Adriana, ruborizada una vez más. Paseó la vista a su alrededor—. ¡Alguien os podría oír!

—No con el estruendo de la música y la gente. Por si no te has dado cuenta todavía, las cotillas se han fijado en que ahora estás conmigo, no con Roger.

Adriana miró a su alrededor con disimulo y reparó en que era cierto. Otra oleada de nerviosismo estaba sacudiendo a las matronas.

Cuando llegaron a la pista, Colton se volvió hacia ella y examinó a los invitados, en busca de aquel al que antes había denigrado.

—La verdad, teniendo en cuenta las ganas con que me atacó el muchacho y desafió mi derecho a acercarme a ti, me gustará reivindicar mis derechos.

Adriana se preguntó si Colton estaba interesado en ella, o sólo ardía en deseos de frustrar las aspiraciones de Roger. La idea bastó para que se le erizara el vello de la nuca.

—¿Sólo para herir al muchacho, como vos lo llamáis?

El marqués enlazó de nuevo las manos a su espalda, como si estuviera en una biblioteca llena de hombres y no en un salón de baile con ella, y sonrió, indiferente a que las parejas se vieran obligadas a dar un rodeo para esquivarlos.

—Si fuera necesario, querida mía, hasta me sentiría tentado de casarme contigo sólo para frustrar las ambiciones del chaval.

Los oscuros ojos de Adriana destellaron de irritación.

—No temáis que pueda aceptar vuestra oferta. Mi padre me dejó cierta libertad de elección en el asunto.

—Parece que os he chamuscado un poco las plumas, ¿verdad?

La joven lo traspasó con la mirada.

—Perdonad, mi señor, pero la última vez que miré, no llevaba ninguna.

—Cristales, pues —corrigió Colton, mientras sus ojos la recorrían de arriba abajo de una forma que hizo hervir la sangre de la joven. Deslizó un brazo tras su cintura y se apoderó de su mano—. Incluso sin tales adornos, querida mía, eres una belleza única —murmuró en voz baja, y bailó unos instantes antes de añadir—: Estoy seguro de que tu amigo, lord Harcourt, piensa igual. Por lo visto, le cuesta apartar los ojos de ti esta noche. Claro que ya padecía la misma dificultad cuando lo conocí, y aún más en la boda de tu hermana. Creo que alimenta la fantasía de estar enamorado de ti.

—¿Os enfadasteis con lord Harcourt porque pidió bailar conmigo? ¿Por eso estáis enfadado también con el «muchacho»?

—No estoy enfadado con lord Harcourt. Es un hombre muy sensato, y un caballero honorable. También es evidente que tiene muy buen gusto, sobre todo en lo tocante a mujeres. En cuanto al muchacho, ya sabéis lo que siento por Roger. —Se encogió de hombros—. Por lo que respecta a mí, bastaría con que sonrierais para sentirme satisfecho.

—¿Qué queréis? —replicó Adriana—. Como no sé lo que me depararán los siguientes tres meses, me siento un poco desconcertada. Me pregunto por qué pensáis siquiera en cortejarme. Sé cuánto valoráis vuestra libertad.

Durante un largo momento, los ojos grises sondearon los ojos oscuros de la muchacha. ¿De veras deseaba su libertad más que a ella? Esa era la pregunta que lo atormentaba desde hacía semanas, pero incluso en esos precisos momentos se sentía predispuesto a desechar su creciente fascinación por la dama.

—Volví para cumplir mi deber hacia mi padre y mi familia al asumir el marquesado, Adriana, y si descubro que eso implica también casarme contigo, lo haré.

—No es necesario que lleguéis a esos extremos —afirmó la joven, herida por su tozuda insistencia en el contrato existente—. Estoy muy dispuesta a aceptar a otro si sois contrario a la idea de casaros conmigo.

Colton no pudo explicarse la irritación que lo invadió.

—Supongo que os referís a lord Harcourt.

Adriana alzó la barbilla.

—Como habéis dicho, mi señor, es un caballero. Podría ser mucho peor.

—¿Lo preferirías a él antes que a mí?

Su creciente cólera lo obligó a preguntarse si se empeñaría tanto en rechazar el compromiso si eso significaba perderla a manos de otro hombre. Hasta ese momento, tan sólo había decidido aceptar el noviazgo sin ceder ante un compromiso que pudiera hacer pensar a la gente que únicamente estaba obedeciendo la voluntad de su padre, pero no había pensado en serio que la perdería transcurrido el período de tres meses.

—Si no tenéis interés por mí, lo mejor sería casarme con un hombre que me desee...

—¿Estás diciendo que Kendrick te pidió en matrimonio?

—Sí, de hecho esta misma noche me ha pedido que me fugara con M.

Algo extraño bullía en el interior de Colton. Era una experiencia que sólo había conocido vagamente en una ocasión, pero esta vez la reconoció sin la menor duda.

—¿Tengo motivos para estar celoso? —preguntó con brusquedad.

Adriana rió con escepticismo.

—¿Por qué? Tenía la impresión de que, para que un hombre sienta celos, ha de considerarse en peligro de perder a su amada a manos de un rival. Puesto que no parece que sintáis el menor afecto por mí, ¿por qué ibais a tener envidia?

—Podrías estar equivocada —repuso él, tratando en vano de forzar una sonrisa.

Adriana lanzó una carcajada despectiva.

—¿Qué dice el viejo adagio, mi señor? ¿Ver para creer?

Los ojos grises centellearon.

—Mi padre decía que tenías agallas. De hecho, dijo muchas cosas de ti que no creí en su momento. Cuando me fui de casa parecías una ratita temerosa de tu sombra, excepto cuando te enfadabas conmigo por fastidiaros a Samantha y a ti. Creo que disfrutaré durante nuestro noviazgo investigando todas esas virtudes que mi padre te adjudicaba.

Adriana se preguntó si estaba desestimando a propósito lo que ella había dicho, o sólo era duro de mollera. Lo último parecía improbable.

—¿No entendéis que os estoy liberando de todo este asunto, no sólo del compromiso, sino también del noviazgo?

Colton alzó la barbilla con aire pensativo. Perderla era lo último que deseaba, de eso estaba seguro.

—Lord Harcourt parece un hombre de excelente gusto y carácter. Luchó con valentía durante las guerras, y estaba propuesto para el grado de general si se hubiera quedado en el ejército, pero se decantó por lo contrario. Apostaría a que tú fuiste el motivo principal de su regreso. Como lo admiro, creo que necesito investigar en profundidad el asunto de nuestro compromiso. Mi padre pensaba que eras especial. Es obvio que Riordan opina igual. Antes de que pueda juzgar objetivamente por mí mismo, he de conocerte a fondo, y sólo lo lograré cortejándote como exige el contrato.

—Estáis intentado a posta restar importancia a lo que trato de deciros —lo acusó Adriana, frustrada por completo.

Colton capturó su mirada y sondeó las profundidades oscuras.

—Tengo la intención de cumplir mi parte del acuerdo, Adriana. Si tú no deseas honrar la palabra de tu padre, haz el favor de decírmelo ahora y no te molestaré más.

Adriana se encrespó.

—Ese ha sido siempre mi propósito, mi señor. Sólo me ofrecía a renunciar al derecho que pueda tener sobre vos porque pensaba que deseabais liberaros del acuerdo.

—Ahora ya sabes la verdad.

—Me cuesta comprender vuestros pensamientos, mi señor. Vuestras acciones parecían sugerir lo contrario.

—Tus acciones, querida Adriana, me sugieren que eres la joven más terca que he conocido en mi vida —replicó él—. Espero de todo corazón que eso no sea cierto.

Adriana se sintió reprendida, a sabiendas de que había sido brusca con él casi sin excepción desde su retorno.

Colton alzó la vista para examinar el gran número de parejas que bailaban. Tal vez ella no se daba cuenta del profundo efecto obraba en él, y estaba intentando comportarse de una manera honorable al liberarlo de su compromiso; pero, por más que su orgullo se alegrara de poder elegir con libertad a su futura esposa, no toleraba la idea de perder su firme presa sobre Adriana Sutton. Supuso que, en ese aspecto, no era tan diferente de Roger, sólo que él contaba con la ventaja de que su padre le había facilitado la tarea.

—No puedo culpar a lord Harcourt por querer casarse contigo. Podrías alegrar la vida de cualquier hombre.

Sin saber muy bien cómo debía tomarse aquella afirmación, Adriana lo miró con suspicacia.

—¿Tenéis fiebre, mi señor?

Una risita escapó de los labios de Colton.

—¿Cuántos cumplidos ha de dedicarte un hombre, Adriana, para que reconozcas que lo son?

—¿Cumplidos, decís? —preguntó ella en tono dubitativo, mientras intentaba leer en sus ojos. Si esperaba que su escrutinio le proporcionara alguna confirmación, debió de llevarse una cruel decepción.

—¿Has descubierto algo? —bromeó él con ojos brillantes.

—No —reconoció la joven—. Tal vez debido a que sois un experto en ocultar la verdadera importancia de vuestras palabras tras esa sonrisa irónica.

Colton rió en voz baja y la desplazó por la sala en círculos cada vez más amplios, con una agilidad que compensaba su leve cojera.

—Y tú, mi querida Adriana, posees una naturaleza suspicaz. ¿Es que en verdad no tienes ni idea de lo bella que te has vuelto?

—En una ocasión me llamasteis rapazuela enclenque, ¿recordáis?

Los ojos relucientes de Colton atisbaron un momento en las profundidades del corpiño, con el fin de examinar los volúmenes adornados con encaje color crema.

—Puedo comprobar con toda facilidad que esa afirmación ya no es cierta, Adriana. Si quieres saberlo, no puedo evitar comerte con los ojos sin cesar.

Su insistente inspección la dejó sin aliento, y Adriana recordó el examen a que la había sometido desde lejos unas semanas antes. Al volver la vista atrás, ese recuerdo singular era todavía más excitante que los demás encuentros que había tenido con él, y eso la desconcertaba, teniendo en cuenta su inspección en el cuarto de baño. Sin embargo, allí no había sido consciente del deseo casi tangible que había visto en sus ojos el día de la boda. En esta oportunidad tampoco había parecido tan seguro de sí mismo o de su atractivo. En todo caso, su deseo de ella parecía hacerlo vulnerable, como si tuviera miedo de perderla.

—¿Era eso lo que estabais haciendo ante la capilla, después de la boda de Melora?

Colton aceptó la pregunta sin vacilar.

—Sólo estaba admirando tus encantos, querida mía. Un hombre debería ser ciego para no apreciar todo lo relativo a ti. Lo habría hecho de más cerca, pero tu ejército de pretendientes te tenía bien cercada. Cuando saliste como un rayo de la sala de estar de tus padres, llegué a la conclusión de que no querías que me acercara a ti hasta que empezara nuestro noviazgo. Por más que aquel día, delante de la iglesia, deseaba liberarte de tus admiradores, estaba seguro de que te sentaría mal.

Adriana bajó la vista hasta su chaleco de seda, y se preguntó por qué la afectaban tanto sus bufonadas.

—Fuisteis de lo más osado. Aquella forma de mirarme me hizo sentir...

Tras un largo silencio, Colton la contempló con curiosidad.

—¿Sí?

—Da igual. Carece de importancia —musitó la joven, y desvió la vista en un esfuerzo por ocultar sus mejillas ardientes.

—Te has ruborizado otra vez, lo cual significa que estás avergonzada de lo que casi has llegado a decir —murmuró Colton—. Cuando eras pequeña, te ponías de todos los colores imaginables cuando os sorprendía a Samantha y a ti escondiendo animalitos en su cuarto. Es evidente que estás ocultando algo definitivamente perverso... en relación con tu inocencia virginal, quiero decir.

Adriana alzó al punto la cabeza y, si bien hizo varios esfuerzos por protestar, apenas le salió la voz.

—¡Yo nunca...!

Colton sonrió y enarcó una ceja inquisitiva.

—¿Te hice sentir desnuda? ¿Era eso lo que ibas a decir?

Muy consciente del fuego que ardía en sus mejillas, la joven protestó:

—¡Noooo! ¡Yo nunca diría eso!

—No, pero lo estabas pensando —replicó Colton con un brillo de placer en los ojos. Incapaz de resistir la perturbadora fragancia de la muchacha, acercó la cara a su sien y dejó que el perfume inundara sus sentidos.

—Y si lo hice, ¿qué? —contestó ella, al tiempo que se pasaba una mano sobre la masa de rizos que caían en cascada de su cabeza, lo que lo obligó a enderezarse—. ¡Parecía ser vuestra intención que me sintiera así!

—Me estaba acordando de lo bonita que estabas en la bañera —reconoció Colton.

Adriana lanzó una exclamación ahogada.

—¡Un caballero jamás recordaría a una dama semejante circunstancia! —lo reprendió, ruborizada—. ¡Ni tampoco se habría quedado un segundo más, después de darse cuenta de que la bañera estaba ocupada por alguien del sexo opuesto, sobre todo si él también se hallaba en un estado vergonzoso!

—Debes perdonar mi debilidad masculina, Adriana —replicó Colton, indiferente a su intento de hacerlo avergonzar—. Lo que vi ante mí se vislumbraba tan pocas veces en los campamentos militares, donde estábamos confinados durante semanas y meses interminables, que eso explica mi estado anterior a ese momento. Sin duda, me embargó la esperanza de que vuestra presencia en mi baño fuera una invitación. —Otro respingo por parte de ella lo hizo sonreír una vez más—. Pero enseguida me di cuenta de tu disgusto al encontrarme allí, y también de que nunca habías visto a un hombre desnudo, sobre todo dominado por la lujuria.

Adriana habría dado media vuelta y escapado en aquel mismo momento, pero Colton lanzó una risita y siguió dando vueltas hasta que se sintió mareada. El hombre bajó la cabeza y aspiró una vez más el embriagador aroma a rosas.

—¿Me abandonarías sólo porque soy sincero? —susurró en su oído.

—Dejad de dar vueltas, por favor —suplicó la joven—. Creo que voy a desmayarme.

—Lo haré..., si prometes no huir —repuso el marqués, al tiempo que disminuía la velocidad de sus giros.

Adriana se aferró a su manga en un esfuerzo por mantenerse erguida, mientras se preguntaba qué la desconcertaba más, si la sinceridad descarada del hombre, o el hecho de que manifestara que la deseaba.

—Me dejáis pocas opciones.

Colton dejó de dar vueltas para que la joven se recobrara. Al cabo de un momento, la miró.

—¿Te sientes mejor?

Si hubiera participado en una carrera larga y difícil, Adriana no se habría sentido más agotada, pero aquella falta de aliento no estaba relacionada con su estado físico actual, sino con las sensaciones que la asaltaban.

—Si permitierais que me sentara, lo lograría.

—Roger te está esperando, y yo no quiero perderte, y mucho menos a sus manos. Además, hemos de hablar muy en serio de nuestro noviazgo.

—No es mi intención exigir más de lo que deseáis darme, mi señor, si eso es lo que teméis —contestó la joven, con la esperanza de recuperar la lucidez. El hecho de que siguiera en sus brazos, después de lo que él le había dicho, parecía una prueba sólida de su locura.

Colton exhaló un profundo suspiro, como si se sintiera frustrado por completo.

—Adriana, si vamos a ser pareja durante tres meses completos, insisto en que me llames Colton.

—Sea, Colton —aceptó ella con un cabeceo.

Un exagerado suspiro de alivio escapó de los labios del marqués.

—Me alegra saber que hemos superado ese obstáculo. Ahora, podremos dedicarnos a detalles más importantes.

Adriana le comunicó su opinión sin ambages.

—Me doy por enterada de que ambos nos comprometemos a llevar este acuerdo hasta el final..., aunque sólo sea por el bien de nuestros padres. ¿Estás de acuerdo?

Colton se encogió de hombros.

—Podría ser el final..., o quizá el principio. ¿Quién sabe?

—No hace falta que intentes calmar mis sentimientos. Teniendo en cuenta que el contrato está firmado, soy consciente de las limitadas posibilidades de que tenga lugar una boda, aun cuando surja un compromiso de nuestro noviazgo. Haz el favor de ahorrarme fingimientos. No hacen falta.

Colton meditó un momento su respuesta.

—Nuestros padres esperan otra cosa.

—Sí, lo sé —admitió Adriana con un hilo de voz. Lo último que deseaba era decepcionar a sus padres.

—Como mínimo, deberíamos fingir por ellos.

—Creo que sí, pero sin exagerar. Podrían abrigar esperanzas.

—No podemos permitirlo, ¿verdad?

¿Vio en verdad que los labios del marqués temblaban?

—No es que esperen gran cosa en estos momentos —dijo Adriana—. Darles esperanzas sólo servirá para que sufran más cuando nos separemos.

Colton frunció el ceño.

—Nunca he cortejado a una mujer con frialdad. Creo que no seré capaz de contenerme. De hecho, Adriana, la farsa que propones resultará más difícil de lo que imaginas.

La joven se encogió de hombros, y recordó demasiado tarde que los hambrientos ojos de Colton aguardaban cualquier invitación de ese tipo.

—Casarte conmigo o tu libertad. Ese es el dilema. Así de sencillo.

—No es tan sencillo como tú crees —replicó el marqués, al tiempo que inspeccionaba una vez más los secretos de su corpiño. Recorrer con la vista sus pechos cremosos era una tentación que no podía resistir. Estaba fascinado por los volúmenes que contenía la prenda de encaje. Desde lejos, había observado que los pechos de otras mujeres asomaban muy apretados por encima de sus escotes, y se había preguntado si quedaba algo debajo de aquellas lomas—. No obstante, ya decidiremos eso a medida que progrese nuestro noviazgo. Sin embargo, soy de la opinión de empezar cuanto antes.

Las sospechas de Adriana despertaron de nuevo.

—Por supuesto. ¿Deseas acabar cuanto antes para seguir con tu vida habitual?

La palma de Colton ascendió entre sus omóplatos. La apretó contra él y, mientras la impulsaba a girar de nuevo, contuvo el aliento cuando sus muslos se rozaron. El contacto produjo en el marqués un dolor conocido y tan intenso como el de un puñetazo en el estómago, semejante al que había experimentado semanas antes, cuando la había visto flirteando y riendo con sus pretendientes ante la iglesia. En aquel momento había comprendido con asombrosa claridad que la deseaba más que a cualquier otra mujer que hubiera conocido. Nadie habría podido imaginar lo difícil que le había resultado ser un simple observador, sin precipitarse a reclamar sus derechos sobre ella. La huida de Adriana al landó de sus padres lo había frustrado hasta el extremo de retirarse a un lugar desde el que podía seguir contemplando la escena sin obstáculos de ningún tipo, y sus ojos tomaron nota de cada gesto, sonrisa y movimiento de la hermosa joven.

Aunque Adriana apenas empezaba a despertar a las sensaciones sensuales, no iba a escapar indemne. Notó en el bajo vientre una agitación lenta y demoledora que le robó el aliento, debilitó sus rodillas, y le dejó un ansia que parecía latir en el fondo de su ser. Asombrada por dichas sensaciones, alzó los ojos y vio que Colton la miraba fijamente, como si buscara algo que ella no alcanzaba a comprender.

Incluso mientras lo miraba confusa, el hombre pareció incapaz de mantener los ojos alzados y bajó una vez más la mirada hacia su corpiño, mientras la tela revelaba los deliciosos montículos. Después su mirada ascendió por la marfileña columna de la garganta hasta llegar a la boca. Por un momento, Colton se preguntó cómo sería la sensación de saborear su aliento en la boca y besar aquellos labios que se entreabrían de... ¿sorpresa?, ¿pasión?

Forzó una sonrisa, pero se vio obligado a desviar su atención hacia otra cosa con el fin de recuperar el control sobre su cuerpo y su mente. Concentró sus pensamientos con desesperación en algo que detestaba recordar, el último campo de batalla en que había luchado. Mientras silbaban balas de cañón a su alrededor, segando vidas y miembros, había encabezado una carga contra el enemigo con la convicción de que, si sus hombres y él desperdiciaban ese ataque, habrían perdido su oportunidad. Habían combatido con desesperación durante todo el sangriento conflicto y, al final, la sensación de victoria les había insuflado nuevos ánimos. Al momento siguiente, estalló el proyectil que llenó su pierna de metralla. Aturdido, se había puesto en pie y combatido con valentía hasta la victoria. A la tarde siguiente, su herida había empezado a infectarse y, cuando pensó en su muerte inminente, acudió a su mente la imagen de su padre.

—Sabes tan bien como yo que mi padre tenía fama de poseer una gran inteligencia intuitiva —murmuró Colton en voz alta, con el fin de romper el prolongado silencio—. Estaba convencido de que formaríamos una pareja perfecta. Si así lo deseas, califica de experimento nuestro noviazgo, pero me gustaría descubrir por mí mismo todas las razones de que mi padre pensara así. —Rió con pesar—. Como ya sabes, querida mía, soy un individuo bastante escéptico. No me hizo la menor gracia que mi padre planificara mi vida al estilo habitual. —Se encogió de hombros—. No obstante, haré lo que esté en mi mano para honrar su memoria, al tiempo que investigo a fondo las causas de su decisión. Sólo puedo pedir que me acompañes en esta pantomima. La tarea no me va a resultar en absoluto desagradable. Eres una mujer increíblemente bella, Adriana, y, pese a habernos conocido durante nuestra infancia, nos hemos convertido, como tú has dicho, en poco más que extraños durante mi ausencia. Antes de que pueda pedirte más, he de conocerte a fondo. —Ladeó la cabeza—. ¿Te ha ofendido mi sinceridad?

—No, Colton —contestó ella, al tiempo que le ofrecía una sonrisa vacilante—. Si quieres que te diga la verdad, prefiero tu sinceridad, pues durante ese período de tiempo que tardarás en descubrir mi verdadera naturaleza, yo espero descubrir la tuya. Como en cualquier pareja, descubrirse mutuamente sirve para establecer unos cimientos sólidos sobre los que construir un matrimonio. Descubrir el carácter del otro es vital para realizar una elección prudente, antes de los votos matrimoniales. Si bien no puedo esperar gran cosa de nuestro noviazgo, debido a tu pasada resistencia, deseo concederte todas las oportunidades de juzgar los méritos que yo pueda tener como esposa.

—Gracias, Adriana —murmuró en voz baja Colton.

Ella tardó un momento en poder contestarle; pero, cuando lo hizo, se quedó sorprendida al advertir que su voz sonaba débil y temblorosa.

—Sé que hemos de aprender mucho el uno del otro, Colton, pero te lo digo con toda sinceridad: no soy tan distinta de la niña que rechazaste. Dentro de tres meses, puede que decidamos tomar senderos diferentes, en lugar del que tu padre nos señaló. Si eso ocurriera, confío en que ambos seremos tolerantes con los sentimientos del otro, y que conseguiremos seguir siendo amigos por el bien de nuestras familias.

Colton sonrió, divertido.

—Es extraño, pero pensaba que habías cambiado mucho desde que me fui de casa. Por más que he buscado, no he podido encontrar las pecas que adornaban tu nariz. —Sus ojos siguieron las delicadas líneas del mencionado apéndice, antes de descender hacia sus labios—. Para ser sincero, mi señora, no recuerdo haber sentido jamás la tentación de besar a aquella niña que abandoné.

Adriana le lanzó una mirada desafiante.

—En mi opinión, Colton, es menester que procedas con cautela.

—Un beso de vez en cuando es inofensivo...

—Un beso de vez en cuando es peligroso —replicó la joven, convencida de tal premisa.

Colton arqueó una ceja.

—¿Temes perder tu virtud, Adriana?

—¿Contigo? ¡Sí! —respondió la muchacha sin la menor duda, a sabiendas de que su madre se habría quedado horrorizada si hubiera escuchado la conversación—. Yo no he recorrido el mundo de un extremo a otro como tú, Colton. Nunca me he visto sometida a constantes peligros en la incertidumbre de la guerra. Siempre he sabido dónde iba a dormir, y, hasta el momento, siempre ha sido sola por completo. No sé qué experiencias has vivido, pero ya de jovencito parecías poseer la virtud de atraer a las chicas como abejas a la miel, lo cual me preocupa, la verdad. Hay ciertas cosas que deseo de un marido, entre ellas amor, honor, fidelidad y un montón de hijos en común. Si después de este noviazgo todavía me quieres como esposa, con deleite te entregaré todo lo que puedo dar como esposa, con tanta alegría, pasión y devoción como sea capaz de sentir. Pero hasta ese día en que nos convirtamos en uno, debo proteger mi corazón, porque soy muy vulnerable. Cuando era pequeña te adoraba, pero me partiste el corazón. Si eso volviera a suceder, me afectaría mucho más que la primera vez.

—Te has explicado muy bien, Adriana —murmuró Colton, con la vista clavada en aquellos ojos oscuros que lo escudriñaban.

—En tal caso, ¿puedo confiar en que reprimirás tus instintos masculinos en lo tocante a mí?

—No estoy seguro de poder cumplir esa promesa.

—¿Por qué no? —preguntó ella con toda inocencia.

Colton suspiró mentalmente, y se preguntó si esa mujer era consciente de su belleza. Miró a su alrededor, mientras buscaba una respuesta apropiada, y reparó de repente en que la música había cesado. Asombrado, paseó su vista por la pista de baile. Por lo que pudo ver, eran los únicos que habían estado bailando durante los últimos momentos. Todo el mundo se había apartado para mirarlos. La mayoría de los invitados sonreían divertidos, mientras que otros se mostraban más entusiastas, aplaudían y gritaban «¡Bravo!» y «¡Otra!».

—Llevas demasiado tiempo combatiendo en guerras, amigo mío —bromeó Percy desde lejos—. Una cara bonita, y pierdes los estribos.

Colton lanzó una carcajada y desechó el comentario con un ademán. Sonrió a Adriana, que rió y se encogió de hombros, pese a que sus mejillas volvían a estar teñidas del escarlata más intenso.

—Creo, querida mía, que hemos centrado la atención del baile de otoño.