19

FELICITY se puso el sombrero y un chal ligero antes de salir de casa de Edmund Elston y subir a toda prisa por la pista de tierra en dirección a Bradford. Estaba convencida de que Roger se demoraría en Bath el tiempo suficiente para permitirle lograr lo que anhelaba desde hacía cierto tiempo. Su primer destino fue la tienda del boticario, donde esperaba comprar las mismas hierbas que Samantha y Adriana habían regalado a su abuelo en una ocasión. No tenía forma de saber si el anciano se había beneficiado del obsequio tan sólo debido a su admiración por las dos mujeres, que tanto bien habían hecho por gente de la zona, o si las hierbas medicinales habían mejorado su estado de salud. Al entregarle dicho obsequio, confiaba en reconciliarse con él. No obstante, después de su altiva conducta, albergaba escasas esperanzas de conseguirlo, pese a que ahora se arrepentía de sus acciones de todo corazón.

Durante años se había sentido inclinada a desechar las enseñanzas de su madre acerca de los méritos de la integridad, el comportamiento moral y la honra. En cambio, había considerado que su padre era el ejemplo que debía seguir. Había permitido que la opinión despectiva de este sobre Samuel Gladstone se convirtiera en la suya. Aun así, las lecciones de su madre sobre honor, virtud y bondad debían de haber enraizado en su carácter en algún momento de su vida, pues su respeto por Jarvis Fairchild había caído en picado cuando descubrió que había estado despilfarrando fondos de la fábrica de tejidos de lana de su suegro mediante el truco de despedir trabajadores sin eliminar su nombre de la nómina de empleados. El robo había conseguido que los atributos de su abuelo brillaran como el oro en comparación.

Cuando se había casado y marchado de Stanover House, no se había dado cuenta de lo mucho que echaría de menos al anciano, su ingenio y su sabiduría. Tal vez dicha admiración era el producto de haber alcanzado la madurez. Desde su unión con Roger, acaecida cinco meses antes, había recibido algunas lecciones muy duras sobre la vida y sus riesgos, lo cual la había llevado a apreciar ciertos valores más que antes.

Por ejemplo, el matrimonio podía ser una pesadilla de depravaciones demenciales, cuando una mujer tenía un marido como Roger. No sólo se comportaba en la cama como un cerdo, sino que a veces se ponía irracional, incluso furioso, cuando ella no aceptaba al punto sus extrañas peticiones, muchas de las cuales se le antojaban viles y sórdidas. Pese a su renuencia y sus súplicas, él la tomaba contra su voluntad como si sólo fuera un juguete reservado para su placer. Felicity temía constantemente por su hijo cuando él la empalaba con la fuerza de un demonio enloquecido, incapaz de obtener placer sin administrar dolor. Si la hubiera odiado y utilizado dichas tácticas como castigo, ella no habría podido estar más angustiada por su bienestar.

La campanilla situada sobre la puerta de la botica tintineó cuando Felicity la abrió y entró. Un hombre mofletudo y medio calvo se asomó desde un estrecho pasillo flanqueado por incontables estanterías, sobre las cuales descansaban, muy bien organizados, frascos de cristal etiquetados llenos de diversas hierbas.

—¿En qué puedo serviros, señorita? —preguntó el hombre solícito, al tiempo que se ajustaba las gafas con montura metálica para verla mejor.

Felicity dedicó al boticario una sonrisa vacilante. Si en los últimos tiempos había llegado a desconfiar de los hombres, sólo ahora se preguntaba cuántos ocultaban una faceta malvada.

—Hace más de ocho meses, dos damas de la nobleza regalaron a mi abuelo, Samuel Gladstone, unas hierbas medicinales. Alabó hasta tal punto sus méritos, que he pensado en comprarle más. Una de las damas es la hermana de lord Randwulf, y la otra se ha convertido en su esposa. ¿Recordáis por casualidad cuáles eran esas hierbas, y, en tal caso, podríais proporcionarme una buena cantidad para llevar a mi abuelo?

—Pues las recuerdo muy bien, señorita. De hecho, yo fui quien sugirió esas hierbas en particular a las dos damas. Pensé que fortalecerían y mejorarían el estado de salud de vuestro abuelo, pero temo que escasean mucho, y por ese motivo son muy caras, señorita.

Felicity dejó un par de pendientes sobre el mostrador.

—¿Los aceptaréis a cambio? Creo que le costaron una buena cantidad a mi padre, cuando los compró hace años.

El boticario ladeó la cabeza con aire pensativo mientras la miraba por encima de las gafas.

—¿Estáis segura de que deseáis deshaceros de ellos, señorita? Son muy bonitos, y os sentarán de maravilla.

—Señora, en realidad. Señora Elston, para ser precisa —aclaró Felicity, y asintió en respuesta a la pregunta—. Sí, quiero cambiarlos. No tengo otra cosa que ofrecer.

El boticario imaginó el sacrificio que suponía para la joven trocar los pendientes, y quiso sugerirle una alternativa menos ardua.

—Parece que los negocios van bien en la fábrica, señora Elston. Si en este momento no contáis con la cantidad necesaria, puedo entregaros las hierbas si pedís a vuestro marido que pase a pagarme cuando pueda. Estoy seguro de que él podría permitirse...

—No, prefiero no pedírselo. Tampoco quiero que digáis a nadie que he estado aquí. ¿Me habéis comprendido?

—Sí, señora Elston. Mis labios están sellados.

—Os estoy muy agradecida, señor...

—Carlisle, señora, Phineas Carlisle. No debéis preocuparos por nada, señora Elston, no se lo diré a nadie.

Nunca le habían caído bien los Elston, pues siempre había alimentado sospechas sobre el repentino cambio sufrido por la difunta señora Elston, que de ser una persona saludable y vital se había transformado en una criatura lánguida, depresiva y olvidadiza poco después de casarse. Había sido testigo de los efectos del opio, y en aquel tiempo no pudo menos que preguntarse si Edmund había estado administrando grandes dosis a su esposa sin que ella lo supiera, con el fin de crear la impresión de que era víctima de una horrible enfermedad. Le habría gustado demostrar su teoría después de su muerte y aportar pruebas del asesinato contra el hombre, pero no había podido. Si Edmund había asesinado a su segunda esposa mediante dicho método, tenía que haber adquirido el opio en Londres, donde sería difícil, tal vez incluso imposible, descubrir el origen. En cuanto al hijo, era la primera pista real que recibía Phineas de que su impresión inicial de Roger Elston era correcta.

Felicity dedicó al hombre una sonrisa jovial.

—Me estaba preguntando, señor Carlisle, si podríais ayudarme en otro asunto.

—Si está en mis manos, señora.

—Antes de casarme con su hijo, mi suegro fue víctima de una misteriosa enfermedad. Sus uñas tienen unas rayas extrañas, y su piel es escamosa y seca. ¿Sabéis qué enfermedad podría causar esta reacción?

El señor Carlisle cruzó el brazo derecho sobre su abultado vientre y apoyó el codo del izquierdo sobre la muñeca, mientras se acariciaba el labio superior con el pulgar, pensativo. «Muy interesante: quien las hace, las paga.»

—Bien, señora Elston, en este momento no se me ocurre qué enfermedad podría provocar esa reacción concreta. Sin embargo, en cierta ocasión advertí a una joven dama sobre los peligros de tomar pequeñas dosis de arsénico para aclarar la piel. Era muy presumida y de una belleza excepcional, pero temo que el viejo dicho es verdadero: «El orgullo precipita la caída»... —Enarcó sus frondosas cejas—. O, en su caso, la muerte. En su funeral, varios meses después, observé que su piel, que antes había sido suave y cremosa, tenía un aspecto escamoso y sus uñas estaban rayadas de una manera peculiar.

Felicity sintió que un horrible frío se apoderaba de ella, y tuvo que reunir valor para hacer otra pregunta. Su voz sonó débil, incluso a sus propios oídos.

—¿Se utiliza con frecuencia el arsénico, señor Carlisle? ¿Vendió algo el año pasado?

—El arsénico hace tiempo que existe, señora. Fue identificado hará unos doscientos años, pero, por lo que tengo entendido, existía ya mucho antes. En cuanto a si lo vendo, la respuesta es no, querida señora. Lo he evitado desde que la joven murió. No albergo el menor deseo de que otra mujer estúpida se suicide con dicho método, sólo porque su vanidad se impone al sentido común.

—¿Hay alguna otra botica en la zona?

—No, señora. Sin embargo, he visto a un conocido de Londres que ha venido con bastante frecuencia en los últimos tiempos. Ha prosperado mucho en el negocio, y es propietario de varias boticas. Tiene un excelente carruaje, mucho mejor del que yo podría permitirme. También parece haberse aficionado mucho a las telas de vuestro marido en los meses recientes. Salió de la fábrica con un gran bulto de telas de lana bajo el brazo no hace mucho.

Phineas no se atrevió a revelar a la encantadora joven que el hombre también era un bribón de cuidado, decidido a ser rico a toda costa.

—¿Cómo se llama?

—Thaddeus Manville.

Felicity desconocía el nombre o la persona a la que pertenecía. Por mucho que le habría gustado exhibir los conocimientos de contabilidad que le habían inculcado sus padres, su oferta de ayudar a Roger en ese terreno había sido rechazada de plano. De hecho, no tenía permiso para acercarse a los libros mayores. Roger le había prohibido hasta entrar en la pañería, con la excusa de que no quería que lo interrumpiera.

Felicity aceptó las hierbas medicinales que el señor Carlisle empaquetó para ella, y salió tras despedirse. De todos modos, no pudo evitar comparar los síntomas de Edmund con los que el señor Carlisle había observado en el funeral de la joven. ¿Era posible que hubieran envenenado a Edmund meses antes? Y en ese caso, ¿quién?

—¿Quién es? —preguntó Jane, mientras bajaba la escalera a toda prisa después de oír la primera llamada, y luego el revelador crujido de la puerta principal al abrirse.

—Soy Felicity, mamá. He venido a veros.

Jane no pudo contener su alegría, ni las lágrimas de felicidad que brillaron en sus ojos cuando atravesó el salón para recibir a su hija. Entró con los brazos abiertos y corrió a su encuentro. Felicity lanzó un grito apagado de alegría y alivio al ver la fervorosa bienvenida que le dispensaba su madre. Teniendo en cuenta su comportamiento en el pasado, casi había temido que le cerrara el paso.

—Oh, mi preciosa muchacha, te he echado de menos muchísimo —dijo Jane con voz ronca de emoción—. ¿Por qué no has venido antes? Fui a la pañería una o dos veces para ver cómo te iba, pero Roger dijo que no querías que te molestaran, sobre todo yo. ¿Te va bien? ¿Eres feliz?

—Sí, todo va bien, mamá. —Como prefería no contestar a la segunda pregunta, Felicity se soltó al punto y extendió el pequeño manojo de hierbas—. He traído un regalo al abuelo. He pensado que podría leerle la Biblia, si crees que le va a gustar.

—Por supuesto, querida. Le gustará mucho. Te ha echado de menos.

—¿Me ha echado de menos? —Felicity estaba confusa... y poco convencida—. Yo pensaba que no le caía bien.

Jane rió, pasó un brazo alrededor de los hombros de su hija y la sacudió con dulzura.

—Puede que se haya enfadado contigo alguna vez, pero la sangre es la sangre, y siempre será así para tu abuelo. Eres su nieta. ¿Cómo no iba a quererte?

Incapaz de contener las lágrimas, Felicity examinó el rostro de su madre y descubrió amor en la sonrisa llorosa de la mujer.

—Mamá, lamento muchísimo mi comportamiento. ¿Me perdonarás alguna vez por haber sido tan despreciable y egoísta?

Jane apretó a Felicity contra sí, mientras lágrimas de felicidad resbalaban por sus mejillas.

—No digas más, querida. Todo está perdonado... y olvidado. Tú eres mi más querido amor, mi orgullo y mi alegría.

Felicity perdió la compostura, y, por más que intentó reprimir sus sentimientos, sollozos estremecidos recorrieron su cuerpo. Madre e hija siguieron enlazadas en un fervoroso abrazo, y el amor que brotaba de sus corazones las purificó de pesadumbres pasadas.

Cuando por fin se separaron, Felicity buscó un pañuelo en el bolso y se sonó, mientras intentaba serenarse. Jane la miró, con la intención de descubrir lo que ocultaba. El instinto le decía que algo no iba bien en la vida de su hija, pero no tenía ni idea de qué era. Apoyó una mano sobre el brazo de Felicity.

—¿Qué ha pasado, hija? ¿Todo va bien?

—Por supuesto, mamá. —Felicity no quería asustar a su madre, y trató de sonreír con valentía. Dio la impresión de ser una tarea que la superaba. Se encogió de hombros y dio una excusa—. Supongo que, ahora que estoy embarazada, me doy cuenta del peso que signifiqué para ti, por mi forma de actuar y todo eso.

—¿Estás embarazada?

Jane se apartó con una alegre carcajada, la cual murió en su garganta cuando vislumbró la tristeza que nublaba los hermosos ojos azules de su hija. Al punto, una sonrisa artificial disimuló la expresión desdichada, y Felicity fingió una vez más que era feliz. Jane, preocupada, le alzó la barbilla y examinó la cara de la joven.

—Algo va mal. ¿De qué se trata?

—Nada, mamá. —Felicity intentó reír en un esfuerzo por desalentar las sospechas de su madre—. Nada en absoluto.

—¿Le pasa algo a Roger?

—Roger está bien, mejor que nunca.

—Puede que Roger esté bien, pero conozco lo bastante a mi hija para darme cuenta de que algo va mal. Aunque no quiero insistir, te ruego que confíes en mí y me dejes ayudarte como pueda.

—Mamá, no sé de qué estás hablando. Será mejor que suba ya y lea la Biblia al abuelo. No puedo quedarme mucho rato. Después de verlo, tendré que irme.

Felicity no podía creer que hubiera encontrado una oportunidad de entrar en la oficina de la fábrica sin temor a que Roger la sorprendiera examinando los libros. Había marchado a Londres antes de que los obreros hubieran salido el día anterior, y había hecho planes para quedarse hasta el domingo. No le importaba que no la hubiera invitado a acompañarla. Por el contrario, se sentía aliviada porque no tendría que soportar sus perversos abusos sexuales durante ese tiempo.

Su apuesto pero depravado marido se había mostrado particularmente agresivo con ella después de que había ido a Stanover House, y se preguntó si se había enterado de su visita por un comentario casual de las mujeres del pueblo, o por mediación de alguna otra alma cándida, y así había intentado disuadirla de volver a ver a su madre. El daño que le había infligido había aumentado su miedo hacia él, y procuró no visitar a sus padres a plena luz del día, cuando los lugareños podían verla y comentarlo a su marido.

Tan horrible había sido su experiencia durante aquellos días, que tuvo la impresión de que Roger la dejaba salir de una cámara de torturas cuando por fin desvió su atención hacia uno de sus nuevos proyectos, dirigir a un grupo de carpinteros en la tarea de reconvertir en un refugio privado un almacén poco utilizado, justo al lado de la tienda de regalos y su oficina adjunta. Era evidente que estaba gastando una suma mayor al utilizar obreros de Londres, pero había dado la excusa de que los de la zona no eran lo bastante expertos para satisfacerlo. Felicity se preguntó si ese era el caso, puesto que lord Harcourt, un hombre que apreciaba la calidad, había empleado a un buen número de trabajadores de Bradford cuando había remozado sus aposentos.

Por supuesto, Felicity no había recibido permiso para ver los planos ni los gastos previstos de esta habitación. Al parecer, su marido sólo la deseaba para un propósito, solazarse en la cama, y desechaba cualquier talento o conocimiento que la joven poseyera.

Después de terminar la habitación, poco después de que los obreros de la fábrica hubieron concluido su jornada laboral, llegaron muebles de Londres en dos carretas cubiertas con lonas impermeabilizadas. Intrigada por ver qué había comprado Roger, Felicity entró en el dormitorio de su suegro mientras éste dormía. Por algún motivo, era una estancia en la que su marido creía que no entraba, y mucho menos con frecuencia. Estaba equivocado, pues Felicity había descubierto que sus ventanas permitían una buena vista de todo lo que sucedía delante de la fábrica.

Pese a las grandes lonas y cobertores que protegían las piezas, logró ver suficientes brazos dorados y patas talladas para no albergar la menor duda de que el refugio de Roger sería digno de un rey. Esos gustos ostentosos parecían fuera de lugar en Bradford-on-Avon, y sobre todo en la fábrica.

Ahora que Roger estaba en Londres y ella tenía la oportunidad de examinar las cuentas sin temor a que la descubrieran, Felicity se proponía desvelar algunos misterios. Por desgracia, no bien entró en la fábrica descubrió que su marido había tomado precauciones para proteger su habitación secreta, cerrando con llave la puerta. En cuanto a los libros mayores, no había sido tan precavido. Había dejado la llave del armario donde los guardaba a plena vista, sobre su escritorio, convencido de que su mujer no se atrevería a entrar en la oficina sin su consentimiento. Poco sospechaba la creciente preocupación de Felicity por su seguridad y la de su hijo, combinada con su renuencia a acabar en un asilo si él perdía la fábrica.

Felicity se sintió agradecida a sus padres por sus conocimientos matemáticos. Aunque, por lo que ella sabía, ninguna contaduría de Londres había contratado jamás a una mujer, su padre le había pedido ayuda para terminar el trabajo en diferentes ocasiones. En cuanto a su madre, Samuel Gladstone había dado lecciones a su hija Jane, y esta a su hija.

Nada más empezar a examinar los libros de Roger, Felicity descubrió enseguida que grandes cantidades habían sido desviadas a dos individuos. No pudo dilucidar su identidad, pues sólo constaban las iniciales, M.T. y E.R., al lado de las extracciones de fondos. Perdió la cuenta de las horas dedicadas a intentar descubrir los nombres que ocultaban, y su creciente frustración intensificó su agotamiento.

Era casi medianoche cuando Felicity apagó la mecha de la lamparita que tenía encendida sobre el escritorio. Con la esperanza de continuar la búsqueda en la cama, encajó uno de los libros bajo el brazo y cerró con llave la puerta de la oficina, antes de volver a casa. Estaba cruzando el pasillo en dirección al dormitorio que compartía con Roger, cuando paró en seco al darse cuenta de que la habitación ya estaba ocupada... por su marido.

—¡Roger, no te esperaba hasta el domingo por la noche! —exclamó, con el corazón martilleando contra el pecho cuando se detuvo en el umbral. Dejó a escondidas el libro sobre una mesa del pasillo situada junto a la puerta, forzó una sonrisa y corrió a dar un beso a su apuesto marido.

Roger apartó la cara y la miró con frialdad.

—¿Dónde estabas?

Felicity, consciente de que no había escondido muy bien el libro, se encogió de hombros y movió la mano en dirección al lugar donde lo había dejado antes de entrar en el dormitorio.

—Oí ciertas habladurías acerca de que tu padre intentaba engañarte y... Bien, sólo quería averiguar por mí misma si era cierto. He traído uno de los libros para examinarlo cuando tenga más tiempo.

—No hace falta que te preocupes de esas cosas, cachorrilla —dijo Roger, al tiempo que iba a buscar el libro—. Yo lo haré por ti. En cualquier caso, si mi padre ha conseguido engañarme, ahora ya no está en condiciones de hacerlo. A cada día que pasa, más cerca se encuentra de la muerte. —Dejó el libro debajo de la levita que había doblado sobre el respaldo de una silla cercana a la puerta y se volvió hacia ella, mientras se desabotonaba el chaleco y sonreía de una forma ominosa—. Decidí regresar esta noche, pues me dominó un deseo peculiar de enseñarte algo muy diferente.

Un escalofrío de terror recorrió a Felicity; pero, sabiendo que había sido sorprendida con el libro, no se atrevió a manifestar su aversión. En algunas ocasiones había intentado con valentía conservar un poco de dignidad, pese a lo que su marido la obligaba a hacer, pero había descubierto que esos esfuerzos sólo servían para atizar la maldad de su marido. Aquella noche, sabía que debía complacer todos los deseos de Roger. Después, con suerte, el hombre se concentraría en otros asuntos, en lugar de enfurecerse por el hecho de que había entrado en la fábrica sin su consentimiento.

Felicity se abrió el corpiño y procuró fingir entusiasmo con una sonrisa seductora. Esperaba que Roger no se fijara en sus violentos temblores, aterrada por la perspectiva de lo que podría exigirle esta vez.

—Me has leído el pensamiento.