16

EN cuanto Bentley detuvo el landó ante la residencia de lady Mathilda, Riordan descendió y ayudó a bajar a Adriana al suelo. La joven corrió hacia la puerta y golpeó la aldaba de hierro contra su base metálica, mientras Riordan ayudaba a Samantha. En el silencio que siguió, Adriana oyó pasos que se acercaban a toda prisa.

El mayordomo, un hombre enérgico de unos cuarenta años, abrió la puerta unos centímetros y, tras reconocer a la dama, se apartó y la saludó con cordialidad. Cuando observó el desfile de gente que la seguía, abrió la puerta de par en par para dejar pasar a los hombres que cargaban a un tercero, inconsciente a juzgar por todos los indicios.

—Hodges, necesitamos un médico cuanto antes —anunció Adriana, mientras Percy y Riordan entraban con su carga—. ¿Conocéis alguno de prestigio en Bath? Unos bribones han disparado a lord Randwulf y necesita cuidados urgentes.

—Hay un médico por quien lady Mathilda siente el mayor respeto, mi señora. Enviaré a mi hijo en su busca ahora mismo.

El mayordomo se volvió hacia el muchacho, de unos doce años, que lo había seguido hasta el vestíbulo.

—Eres el mejor jinete que tenemos aquí, Caleb. Ve a casa de Franklin Croft y pídele que venga lo antes posible.

—¡Sí, señor!

Adriana se subió las faldas y guió a los hombres escaleras arriba. Su tía ocupaba el dormitorio más amplio de la casa. Sus padres se alojaban en el más espacioso de los dos cuartos de invitados, de manera que sólo podían utilizar el destinado a ella.

Abrió la puerta y apartó las sábanas de la cama. Samantha, en la retaguardia de la breve procesión, intentaba explicar a Hodges lo ocurrido, ciñéndose a lo que Bentley había contado a Percy.

Adriana pidió consejo al mayordomo.

—¿No deberíamos extender sábanas viejas sobre el colchón para proteger las de buena calidad?

Hodges ya lo había previsto. Se volvió hacia la puerta justo cuando una criada entraba con un montón de sábanas viejas. Adriana ayudó a la mujer a extender las capas protectoras sobre el colchón, y cuando los hombres depositaron su carga sobre la cama, empezó a aflojar el chaleco de Colton.

Hodges se acercó a la joven y le habló en voz baja con gran discreción.

—Lady Adriana, esta tarea no es propia de una joven como vos. Debo insistir en que vos y lady Burke os acomodéis abajo y dejéis la tarea de desvestir a su señoría a nosotros tres. —Indicó con un ademán a Percy, Riordan y a sí mismo, transmitiendo la sensación de que se había hecho cargo de la situación y era muy capaz de controlar todos los detalles—. En el pasado, vuestra tía tuvo la bondad de ayudar al doctor Croft cuando trataba a soldados que volvían de la guerra. También solicitó mis servicios en cierto número de ocasiones. Como conozco las herramientas que el doctor Croft necesitará para extraer la bala y curar la herida de su señoría, ya he ordenado a los criados que hiervan los instrumentos que el médico suele emplear, y que reúnan vendajes y demás cosas necesarias. Como sin duda reconoceréis, mi señora, desvestir a su señoría y curar su herida no es trabajo apto para espíritus delicados ni doncellas solteras. Tened la seguridad de que su señoría estará en buenas manos, no sólo ahora, sino sobre todo cuando el doctor Croft llegue. Es un médico eminente y ha tratado heridas muy complicadas con excelentes resultados. Puedo dar fe de ello, pues he sido testigo de algunos de los milagros que ha obrado. Por consiguiente, no hay nada que vos y lady Burke podáis hacer de momento, salvo tomar un poco de oporto mientras esperáis a que llegue el doctor Croft y haga lo que pueda por su señoría.

Adriana, reacia a marcharse, miró a Colton, pero Samantha apoyó una mano sobre su brazo.

—Vamos, querida. Hodges tiene razón. Los hombres son mucho más capaces de preparar a mi hermano para el médico que nosotras. Carecemos de los conocimientos necesarios para tratar heridas graves. Si no te has olvidado, nunca tuvimos demasiado éxito en ese aspecto cuando encontrábamos animales malheridos. Lo único que podíamos hacer era dejar que nuestros padres acabaran con sus sufrimientos.

Lágrimas de preocupación nublaron la visión de Adriana.

—Pero si se despierta y quiere verme...

Samantha palmeó su brazo como una madre.

—Los hombres le dirán que estás esperando abajo y volverás en cuanto el doctor Croft te dé permiso.

Las predicciones de Hodges se demostraron acertadas, pues Caleb llegó con el médico menos de un cuarto de hora después. El hombre saludó con el sombrero a las damas y habló al muchacho sin volverse mientras atravesaba el vestíbulo.

—Necesitaré una potente libación que limpie la herida y aturda al paciente. ¿Sabes si hay algo así en la casa, jovencito?

—Creo, señor, que mi padre ya tiene arriba lo que necesitáis.

—Excelente. Haz el favor de acompañarme a la habitación del paciente —pidió el médico, e indicó con un ademán a Caleb que lo precediera.

Adriana se disponía a pisarle los talones cuando Samantha la retuvo. Como si se recuperara de un desmayo, se volvió hacia su amiga, perdida por completo la compostura.

Samantha enlazó su brazo con el de ella.

—Hemos de rezar y confiar en que el médico haga lo que pueda, Adriana.

Transcurrió casi una hora y media antes de que el doctor Croft saliera de la habitación, con la chaqueta doblada sobre el brazo. Al ver que se bajaba las mangas y empezaba a descender, Adriana corrió hacia la escalera y aferró la barandilla con todas sus fuerzas. Aunque no dijo nada, sus ojos suplicantes hablaron por ella. El galeno sonrió.

—Vos debéis de ser la joven a quien su señoría exige ver desde hace media hora.

—¿Está vivo? —gritó jubilosa Adriana, mientras Samantha corría hacia ella y la abrazaba por detrás.

—Por supuesto —repuso el doctor Croft, como si nunca hubiera dudado de su capacidad—. He convertido en una costumbre de mi profesión no perder pacientes de manera innecesaria, y a este le queda mucha vida por delante. Eso quedó muy claro cuando me maldijo una o dos veces. —El médico sonrió al ver la alegría de la joven—. No dio la impresión de sentirse muy agradecido cuando prohibí a todo el mundo que obedecieran su orden de venir a buscaros, pero ese bruto ingobernable está vivo... y en excelente estado, teniendo en cuenta las circunstancias. —El doctor Croft alzó la mano e hizo rodar una bala de plomo entre el índice y el pulgar, al tiempo que la examinaba a través de sus gafas de montura cuadrada—. Pensé que el hombre estaría mejor sin este pedazo de plomo, pero tal vez queráis regalarlo a vuestros nietos y contarles que su abuelo no pronunció ni una palabra mientras se lo extraía, una hazaña que pocas veces he presenciado. Es más de lo que puedo decir de su conducta cuando le advertí que debería esperar para veros.

—Perdió la conciencia en el carruaje, como si estuviera muy débil por la pérdida de sangre —dijo Adriana—. ¿Cuáles serán las consecuencias?

—En realidad, no perdió tanta sangre como suponíais. El dolor y la conmoción debieron causarle el desvanecimiento, pero es un tipo muy resistente. Su herida no ponía en peligro su vida..., ni lo hará, a menos que se infecte, pero ya he tomado medidas para evitarlo con una mezcla que no sólo evita la putrefacción, sino que calma su malestar de manera razonable. El coñac también contribuyó en gran medida a ese fin, por supuesto. De hecho, parece muy animado, teniendo en cuenta que recibió hace poco un balazo en la espalda, que no interesó órganos vitales, gracias a Dios. —El doctor Croft enarcó las cejas—. Está convencido de que los dos vais a casaros esta noche. ¿Sabéis algo de eso?

Adriana no supo muy bien qué decir.

—Bien, sir Guy dijo que iba a enviar a su padre para celebrar la ceremonia, pero no estoy segura de que hablara en serio.

El doctor Croft señaló con el pulgar hacia atrás para indicar a su paciente.

—Bien, pues yo puedo deciros ahora mismo que su señoría sí, y si queréis que siga acostado, será mejor que imaginéis una forma de aplacarlo si no pensáis casaros con él esta no...

El enérgico sonido de la aldaba sobre la puerta hizo que Caleb saliera corriendo de los aposentos de la servidumbre. Cuando abrió la puerta, un hombre alto, vestido de negro con cuello blanco, se quitó el sombrero de la cabeza gris.

—Soy el reverendo William Dalton. Mi hijo me ha enviado aquí con una licencia especial del arzobispo e instrucciones de casar a una pareja con cierta premura. —Tras reconocer al médico, pareció incómodo—. Buenas noches, Franklin. Espero no llegar demasiado tarde. ¿Ha nacido ya el niño?

El doctor Croft lanzó una carcajada e indicó al hombre que entrara.

—Entra, William, y tranquilízate. He venido para atender a un hombre gravemente herido, no para ayudar a una mujer a dar a luz. Creo que la pareja deseosa de casarse lleva prometida unos dieciséis años, al menos eso es lo que dijo su señoría hace unos momentos. Yo creo que ya es hora de que se casen, ¿no?

El prior rió, aliviado.

—Bien, me parece muy razonable. ¿Empezamos la ceremonia? Mi esposa quiere que regrese al salón de actos lo antes posible. Se pone un poco nerviosa cuando ha de atender a invitados importantes en mi ausencia.

El doctor Croft movió la mano en dirección a la habitación de arriba.

—Temo que tendrás que oficiar la ceremonia arriba, William. Prohibí a mi paciente abandonar la cama durante varios días. Si se quedara aquí una semana, aún me sentiría más contento. —Señaló a Adriana—. Estoy seguro de que obedecerá de buen grado mis órdenes si la hermosa dama aquí presente consiente en ser su enfermera y cuidarlo. Si bien no nos han presentado de manera oficial, creo que esta es la joven a la que su señoría pretende tomar por esposa, lady Adriana.

El sacerdote se acarició la barbilla con aire pensativo.

—Bien... Como el hombre está gravemente incapacitado, tal vez debería aplazarse la boda hasta que se haya recuperado. Nunca he oficiado una ceremonia con el novio postrado en la cama.

El doctor Croft desechó sus escrúpulos con una carcajada.

—Su señoría insiste en que el matrimonio se celebre esta noche, y si estuviera en tu lugar, William, le seguiría la corriente. He sido testigo de que es capaz de exhibir un carácter muy desagradable si lo separan de su prometida. También se halla en posesión de una amplia gama de insultos que tal vez enriquezcan tu vocabulario, aunque no lo refinarán. —El hombre sonrió irónicamente—. Debieron de darle clases los franceses mientras luchaba con ellos cuerpo a cuerpo. Es inimaginable que un caballero inglés bien educado sea capaz de decir tales cosas.

—Ah, sí, entiendo. —El párroco enarcó sus cejas grisáceas con expresión algo preocupada—. Bien, supongo que no hay más remedio. Seguirle la corriente, eso es lo que deberíamos hacer, de modo que procedamos.

Era evidente que la paciencia de Colton se había agotado cuando entró el grupo, porque tenía el ceño fruncido como un tirano malhumorado. Después de aplicarle los vendajes rodeándole el pecho, lo habían cubierto con una sábana, pero al ponerse de costado había notado un intenso dolor en la carne recién suturada y se había quedado inmóvil, sin advertir que tenía la sábana enredada entre los muslos y ceñida a esa zona abultada. No sólo tenía al aire el ombligo, sino también la fina línea de vello que descendía hacia la ingle.

El buen reverendo enrojeció al ver el indecoroso atuendo del joven, pero cuando la novia corrió a la cama y se apoderó de la mano que él le había extendido, la incomodidad del sacerdote aumentó hasta extremos casi insoportables. Sus mejillas se encendieron al contemplar aquel espectáculo indecente. Carraspeó y se volvió hacia Percy en busca de ayuda.

—¿Creéis que podremos encontrar algo para cubrir al herido mientras las damas estén presentes?

Percy miró a las dos mujeres con una sonrisa alegre. A juzgar por lo que veía, la desnudez de Colton no las afectaba.

—Bien, una es su hermana, y la otra será su mujer dentro de unos momentos. No veo la importancia.

—No obstante, la sábana parece muy inadecuada para una ceremonia nupcial —señaló el reverendo Dalton, turbado por el espectáculo. No sólo estaba expuesto el bajo vientre del hombre, sino que encima la tela marcaba sus partes pudendas. Menos mal que su señoría conservaba el juicio en presencia de la dama y no les daba un susto a todos.

Entre carcajadas, Percy cedió a la mirada suplicante de su esposa y se compadeció del ruborizado párroco. Extendió una manta sobre la parte inferior del herido. Colton apenas se dio cuenta, pues su mirada estaba concentrada en la futura novia.

—¿Y tus padres? —preguntó algo preocupado, mientras sus ojos examinaban el hermoso rostro tan cercano al suyo—. ¿No han llegado todavía?

—Están con tía Tilly y tu tío Alistair. Teniendo en cuenta su retraso, imagino que sólo les han dicho que he vuelto a casa.

Los labios de Colton se curvaron en una lenta sonrisa.

—Qué sorpresa se llevarán cuando lleguen.

Adriana se acercó un poco más, pues el brillo de los ojos del marqués había despertado sus sospechas. Arqueó una ceja cuando percibió el fuerte olor del licor administrado por el doctor Croft.

—¿Seguro que estás lo bastante sobrio para saber lo que haces, mi amor? No quiero que te quejes más tarde de que te han engañado. Tal vez deberíamos aplazar los esponsales hasta que tu cabeza se libere de la influencia del alcohol y estés recuperado del todo.

—¡De ninguna manera! No quiero correr el riesgo de perderte —afirmó Colton, y lanzó una veloz mirada en dirección a Riordan. Aunque su rival intentaba poner al mal tiempo buena cara, sus ojos oscuros habían perdido el brillo característico. Como había estado muy cerca de perder a Adriana, Colton comprendió muy bien el dolor que estaba sufriendo el hombre y se compadeció de él—. Puede que te pierda por completo si espero, y no quiero correr ese riesgo, teniendo en cuenta que tengo un serio competidor en esta misma habitación. Procedamos con la ceremonia.

Convencida de que estaba obrando bien, y de que era beneficioso para su corazón y su futura felicidad, Adriana repitió los votos con plena convicción. Tenía enlazada firmemente la mano del hombre a quien la habían prometido años antes, y, aunque lord Sedgwick no estaba vivo para ver culminadas sus aspiraciones, era un hecho que su perspicacia había resultado fundamental para su unión. De no haberse iniciado esta cuando eran pequeños, Adriana sabía que habría olvidado a Colton Wyndham y aceptado la primera petición de Riordan. No albergaba la menor duda de que habría sido feliz con el hombre, pero un amor más grande había aparecido en su vida, y desde entonces había quedado cautiva de los anhelos de su corazón. Sólo su boda con Colton apaciguaría esos anhelos.

Cuando el buen reverendo pidió el anillo unos momentos después, se produjo cierta confusión, pues habían olvidado aquel pequeño detalle. Sin embargo, Colton no quiso pasarlo por alto. Desde hacía unos veinte años llevaba un pequeño anillo familiar en el dedo meñique. Se lo quitó y, aunque era demasiado grande, lo deslizó en el dedo anular de su esposa, mientras repetía las palabras del reverendo.

—Con este anillo te desposo, con mi cuerpo te reverencio y te ofrezco mis bienes terrenales...

Cuando la ceremonia concluyó, Samantha se lanzó en brazos de su amiga con un suspiro exagerado para llorar con ella.

—¡Por fin somos hermanas de verdad!

Se intercambiaron felicitaciones, y el doctor Croft lanzó una advertencia.

—Mi señor, os insto a pensar en vuestra herida. Si bien he administrado con generosidad un ungüento que aliviará el dolor y reducirá las posibilidades de infección, os ruego que no hagáis esfuerzos innecesarios. Ya habrá tiempo para que los dos os... er..., vayáis conociendo.

Percy no pudo contener su buen humor y estalló en sonoras carcajadas.

—¿Qué le estáis pidiendo, doctor Croft? ¿Hacer caso omiso de su esposa, después de lograr permiso al fin para llevarla a la cama? Tendría que ser un santo para hacer eso, sobre todo teniendo en cuenta la belleza de la dama. La verdad, con permiso de mi cuñado, creo que de santo no tiene nada.

—Compórtate, Percy, por una vez —pidió Samantha, con las mejillas encendidas, aunque parecía incapaz de contener una sonrisa—. Me estás avergonzando. Es inimaginable el efecto que estarás causando en Adriana.

Percy rió cuando pasó la mano de su esposa por el hueco del brazo.

—No creo que sus mejillas se enfríen antes de un mes, mi amor, así que será mejor que se vaya acostumbrando al calor.

Adriana tenía problemas para reprimir el rubor, pero Colton sonrió cuando aceptó los comentarios de Percy como un análisis correcto de su carácter. Nunca había afirmado ser un santo; pero, teniendo en cuenta hasta qué extremos había encadenado su corazón la novia, creía que existían más posibilidades de que eso sucediera en un futuro.

Enlazó los dedos de la novia y con la mano libre le inclinó la cabeza para darle un beso largo y tierno. Cuando por fin se separaron, Riordan había abandonado la habitación.

Colton sonrió al médico. El potente brebaje que le había administrado para calmar el dolor había conseguido su objetivo, pero no había aplacado los deseos que habían inflamado su mente y su cuerpo durante los últimos meses.

—Intentaré no esforzarme en exceso, doctor Croft, pero no prometo nada más.

El médico frunció el ceño, intuyendo que no serviría de mucho razonar con su señoría. Claro que Percy ya lo había dejado bien claro: no era fácil para un hombre mostrarse indiferente a la belleza de la joven.

—No obstante, os pido que seáis cauteloso. Tengo entendido que fuisteis un héroe en las guerras con Francia, pero de momento sois tan delicado como un recién nacido. No debéis moveros sin necesidad, por lo cual sugiero que vuestra esposa os mime durante los días siguientes. Dejaré polvos e instrucciones a Hodges para mezclarlos y tratar la herida después de limpiarla, o bien si la herida duele demasiado. Recomiendo que se aplique cuatro veces al día para impedir que la piel se infecte. Mañana volveré para examinaros y, si estáis peor, tendré que expulsar a vuestra esposa para daros tiempo a recuperaron.

—Obedeceré fielmente vuestras instrucciones, señor —dijo Colton, sonriente—. No me gustaría nada estar separado de ella después de haberla convertido en mi esposa.

La pareja se quedó a solas por fin, pero Adriana se tomó en serio el consejo del médico y ofreció una solución.

—Dormiré abajo para que no sientas tentaciones de moverte.

Colton negó con la cabeza.

—No, querida mía, dormirás conmigo en esta cama. Y, si no descubro una manera de hacerte el amor sin abrirme la espalda, al menos te estrecharé en mis brazos. Y haz el favor de no molestarte en despojarte de la ropa en otra habitación o ponerte un camisón. Si lo haces, saldré en tu persecución, o me veré obligado a quitarte el camisón. En ambos casos podría salir malparado, cosa que no te haría ninguna gracia. Por consiguiente, te conmino, esposa mía, a pensar en los problemas que provocarás si no accedes a mis súplicas. He esperado demasiado para descubrir si la visión que vislumbré en mi cuarto de baño es real, o sólo un producto de mi imaginación. En este último caso, deberían cantar mis alabanzas por el grado de perfección que alumbré en mi mente. De ser verdadero, quiero aferrar esa visión entre mis brazos y saborearla al máximo, tal como he anhelado desde que volví a casa.

—Como desees, milord —murmuró Adriana, con una sonrisa deslumbrante. Después de su agitada separación, se alegraba de poder estar con él.

Tuvo la impresión de que aquellos ojos brillantes se clavaban en ella cuando se llevó las manos a la nuca, pero desabrochar el collar de oro y zafiros le causó tantas dificultades que cayó de rodillas al lado de la cama.

—Has de ayudarme a desabrochar el collar —rogó.

Cuando hizo ademán de posar la mejilla sobre el colchón para que Colton pudiera ayudarla, el marqués apoyó una mano bajo su barbilla para detenerla.

—Olvídate del collar por el momento, querida, y bésame. Hace demasiado tiempo que evito besarte de la manera que deseo por temor a complicaciones mayores, pero ya no he de preocuparme por dejarte embarazada. En pocas palabras, señora, ardo en deseos de probar el sabor de tus labios y las demás tentaciones que me asaltaban cuando me hallaba cerca de ti.

Adriana recordó el beso de la noche en que Roger la había asaltado, y la sola idea la hizo temblar de excitación. Tan sólo el que le había dado al principio de su noviazgo se le podía comparar. Desde entonces, todo habían sido besos fraternales, a lo sumo.

Se puso en pie, dispuesta a cumplir sus deseos, pero él le rodeó la cintura con el brazo para animarla a tenderse a su lado. Mientras la joven se descalzaba, Colton arrojó a un lado la manta que cubría sus genitales y palmeó el lado de la cama. Adriana se subió la falda de seda para trepar sobre el colchón, pero para ello tuvo que levantarla por encima de las rodillas. Si hubiera invitado a su marido a examinar el panorama, este no habría reaccionado con más prontitud. Aquellas piernas largas y esbeltas, envueltas en medias de seda oscura sujetas sobre sus rodillas mediante ligas de encaje negro, hicieron añicos la idea de que nada superaría las cumbres a las que había ascendido su admiración cuando la había visto desnuda en la bañera. Ya había almacenado en su memoria diversas imágenes de ella. Esta quedaría archivada entre las más tentadoras.

—¿No te dijo nunca tu madre que no debías mirar? —bromeó Adriana, cuando vio el punto en que se habían clavado sus ojos.

Colton acarició su muslo con la mano, mientras Adriana se apretaba contra él y apoyaba la cabeza sobre el hueco de su brazo.

—No puedo evitarlo. Estas visiones me esclavizan. Nunca había visto perfección semejante, querida mía.

Adriana pasó la mano sobre el escaso vello que le cubría el pecho.

—Creedme, señor, vos tampoco sois nada imperfecto.

Ante la insistente presión de la rodilla de Colton, Adriana levantó una pierna y la apoyó sobre la cadera de su marido, de modo que este encajó su muslo entre los de ella. La joven acomodó el talón bajo las firmes nalgas de su esposo, y sus ojos se encontraron. Al punto, los labios y lengua del marqués tomaron posesión de los suyos, buscaron, exigieron y consumieron la deliciosa dulzura, hasta que Adriana se sintió sin fuerzas, pero el hombre no cedió. Ella introdujo la lengua en la cálida cavidad de su boca, y la ardiente lengua de Colton la acarició con un ritmo lento y enloquecedor que sugería algo muchísimo más erótico.

—Tus besos consiguen que la cabeza me dé vueltas —susurró Adriana—. Tengo miedo de que mi corazón estalle de gozo.

Colton deslizó la mano sobre su seno, y Adriana jadeó de placer cuando las yemas de sus dedos acariciaron un pezón. Arqueó la espalda, alzando los tiernos pechos para reclamar toda su atención. Él la complació al punto y recorrió con detenimiento la orgullosa loma hasta hacerla temblar.

—Eres tan hermosa, amor mío —murmuró Colton con voz ronca, mientras dejaba un reguero de besos en su garganta—. Lástima que vayas tan vestida.

—Tú no —bromeó la joven, mientras se echaba hacia atrás para saborear la visión.

Ante el asombro de su marido, pasó la mano sobre sus hombros y recorrió los vendajes que le cruzaban el pecho. Con una adoración casi reverente, acarició los músculos, las costillas, los pezones, y empezó a depositar besos en salientes y hondonadas. Colton la miraba, admirado de su tierna pasión.

Adriana se apoyó en un codo y miró los ojos de su amado con todas las emociones ardientes que había refrenado desde hacía semanas.

—Te quiero, Colton Wyndham. Siempre te he querido... y siempre te querré. Cuando era pequeña, eras mi ídolo. Ahora que eres mi marido, quiero ser parte de ti conocerte como nunca te he conocido.

Los ojos grises brillaron de ardor inconfundible cuando Colton la atrajo hacia sí, y sus bocas se fundieron en un banquete de labios y lenguas.

Cada vez más excitado, Colton bajó la mano por su muslo, hasta llegar al punto en el que la liga sujetaba la media, y después la deslizó por debajo del vestido. La miró con estupefacción al punto.

—Señora, no lleváis calzones.

Adriana enrojeció, y se preguntó si él la consideraba atrevida.

—La falda de mi vestido era tan estrecha que los calzones causaban bultos antiestéticos, de modo que decidí prescindir de ellos. Nunca imaginé que alguien se daría cuenta. ¿Creéis que soy una depravada, señor?

Colton rió.

—En absoluto. Apruebo vuestra decisión. Facilita lo que tengo en mente.

—¿Qué es, mi señor?

—¿Necesitáis preguntarlo? Lo primero es desnudaros, señora. Después, copular, por supuesto. Cuanto antes lleguemos a lo último, antes me sentiré satisfecho.

Pronto, el vestido quedó abandonado sobre una silla. La camisa de raso blanca se pegaba a los voluminosos pechos, en tanto el encaje transparentaba los picos rosados que tensaban la tela.

—¿Os han dicho alguna vez lo hermosa que estáis sin ropas, señora?

Una sonrisa curvó los labios de Adriana cuando apoyó la frente contra su mejilla.

—Sólo vos, mi señor.

—Creedme, querida esposa, desde que volví a casa, me he convertido en vuestro más ferviente admirador.

Colton, ansioso por contemplar el hermoso cuerpo sin obstáculos, bajó las tirillas de encaje sobre los sedosos hombros. Al cabo de un momento contempló los exquisitos montículos, cuando la prenda descendió hasta su cintura. Adriana se apresuró a desprenderse de ella.

Ni siquiera se enteró de cuándo cayó al suelo, porque su marido la levantó en brazos para apretarla contra él y devoró con la boca los deliciosos pechos. En un momento de arrebato, Colton apretó la cara entre las colinas de crema, cerró los ojos y saboreó la piel sedosa y el delicado perfume a rosas. Dio gracias por estar vivo y casado por fin con esta mujer, que lo había obsesionado durante los últimos meses.

—Me alegro de que nunca me hicieras una demostración de lo agradable que es estar desnuda en tus brazos —susurró Adriana, temblando—. De lo contrario, me habría rendido a tus deseos de complacerme hace mucho tiempo.

—Lo mejor no ha llegado todavía, hermosa mía, y ahora que eres mi esposa aún resultará más agradable.

Bajó la mano por su vientre. Sus dedos se perdieron en la húmeda cavidad femenina, y Adriana se retorció de éxtasis. Sus muslos se abrieron como si poseyeran voluntad propia, y oleadas de placer recorrieron su cuerpo, sensaciones que asombraron a Adriana. Pero, a pesar de la osadía de las caricias, no se decidió a apartarse y apagar el fuego que ascendía desde su ingle. Todo su ser estaba en llamas.

—Lo que haces es demasiado delicioso para ser decente —susurró—. Si no desistes, me derretiré.

—Es lógico que un marido busque todos los lugares secretos que su esposa ha logrado ocultarle antes de la boda, mi amor. ¿Es que no te gusta?

—Muchísimo —dijo la joven, sin aliento.

El hecho de que sólo iba cubierta con medias se le antojó ridículo, teniendo en cuenta que otras zonas femeninas muy vulnerables estaban a plena vista. No obstante, cuando se sentó para desabrochar las ligas, Colton se lo impidió.

—Déjate las medias, amor mío —dijo con voz ronca—. Quiero sentirte contra mí.

Apartó a un lado la sábana, una invitación a que se apretara contra su cuerpo desnudo, de forma que Adriana pudo ver su portentosa erección. Si bien era un osado recordatorio de lo que había visto en el cuarto de baño, se le antojó una inmensa amenaza de repente. Clavó la vista en aquellos ojos grises relucientes.

—Es imposible estar cerca de ti sin padecer las consecuencias —murmuró Colton—. He luchado contra eso desde el baile de otoño. De no ser por la presencia constante de nuestras carabinas, habría impuesto mi voluntad sobre ti cada vez que estábamos solos en mi carruaje..., o en cualquier otro lugar discreto.

Adriana lo miró con estupefacción.

—Pero yo pensaba que sólo querías que Samantha y Percy nos acompañaran para aportar pruebas de tu comportamiento caballeroso, para así poder romper con toda limpieza nuestro noviazgo.

Colton rió ante lo absurdo de la idea.

—Ya era bastante difícil mantener mis manos alejadas de ti cuando estábamos acompañados. Estar solos por completo habría sido un desastre. Nos imaginaba de pie ante un sacerdote, contigo a punto de dar a luz.

Adriana echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—¡Y yo creía que no me deseabas!

Colton se apoderó de su mano y la cerró en torno a su rotunda virilidad, lo cual arrancó una exclamación ahogada de Adriana.

—¿Deseáis más pruebas de mi deseo de vos, señora? Es lo que me atormentó durante todo nuestro noviazgo. Incluso ahora, apenas puedo soportar los padecimientos de mi prolongada abstinencia. Había empezado a temer que me convertiría en un maldito eunuco, por desearte hasta tales extremos y no poder apaciguar el ansia.

—¿Qué me dices de tu herida? ¿No te resultará doloroso...?

—Olvídalo, mi amor. Si tuviera un pie en la tumba, aún desearía hacerte el amor.

—Deberías seguir los consejos del médico —advirtió Adriana, mientras él la aplastaba contra su cuerpo.

—Podrías encargarte del trabajo y dejarme disfrutar del placer.

Adriana acarició sus labios con la yema de un dedo.

—Tendrás que enseñarme lo que debo hacer.

La mano de Colton descendió por su muslo y liberó una media y una liga, al tiempo que ella levantaba la pierna para dejarlo hacer.

—Lo haré, amor mío, pero primero debo prepararte para mí.

—¿Quieres que me quite la otra media?

—Ajá —murmuró el hombre. Pasó la mano por detrás de su nuca y le soltó el collar—. Y los pendientes. Tal vez me apetezca mordisquearte las orejas un poco, considerando que lo he anhelado durante los últimos meses.

Adriana lanzó una risita y se quitó las costosas joyas de las orejas, en tanto la mano de Colton se apoderaba de un seno.

—Tienes caprichos muy raros, Colton Wyndham.

—Tendrás toda la vida para acostumbrarte a ellos, esposa mía, pero ahora quiero dedicarme a placeres más serios.

—¿Por ejemplo?

La joven se giró un poco para levantar la pierna derecha. Se quitó la última media de seda y la tiró al suelo junto con la otra.

—Cruzar el último puente antes de que nos convirtamos en uno, amor mío.

Adriana permaneció inmóvil, disfrutando de cada emoción, de cada delicioso placer que bullía en su interior mientras él obraba su magia en la cavidad femenina; pero, cuando su boca se apoderó una vez más de un seno y empezó a chuparlo, la joven casi se sintió consumida de placer. Impulsada por la gozosa experiencia, extendió la mano y la cerró en torno a la palpitante erección, lo cual arrancó un gemido a Colton.

—Por favor, Colton... No puedo aguantarlo. No esperes más, te lo ruego.

—No es preciso, amor mío. Ya estás preparada —susurró él. La abundante humedad confirmaba que su esposa estaba ansiosa de experimentar lo que se avecinaba.

Se tendió sobre las almohadas, y Adriana lo miró intrigada. Colton sonrió con un brillo diabólico en los ojos.

—Tengo entendido que a veces montas a Ulises a pelo, querida. Tengo un cuerno, pero silla no. ¿Eres lo bastante valiente para intentarlo? Al principio será doloroso.

—Has conseguido que me sea imposible negarme. Nunca me había sentido tan... tan... lasciva.

—Hacer el amor no es lascivo cuando se realiza entre una pareja casada, amor. Se trata de un deseo honrado, y ahora mismo te deseo más que a nada en el mundo.

La joven lo montó mientras sus miradas se encontraban.

—Con mi cuerpo, te reverencio —susurró ella.

Los hambrientos ojos de Colton devoraron su cuerpo con una larga y lenta caricia, y luego se internó en la estrecha cavidad, lo cual provocó un estremecimiento a Adriana cuando sintió la embestida. Ella lo introdujo en su interior con un veloz movimiento, y ambos gritaron al unísono. Casi consumido por el horno femenino, Colton cerró los ojos y se regocijó en la gloria de ser uno con ella. Pensó en concederle tiempo, pero, al igual que había montado a Ulises, su joven esposa lo cabalgó hasta que él ya no pudo aguantar más. Oleadas de placer los inundaron una y otra vez, hasta que fueron arrastrados hacia la cumbre del éxtasis y, con un estallido de miríadas de burbujas, se vieron transportados a las regiones más alejadas del universo, entre las mismísimas estrellas.

Mucho más tarde, Adriana estaba adormecida, acurrucada contra el cuerpo de su marido, cuando él le susurró al oído.

—¿Todavía duele, señora?

Ella rió y, al rebullir, sintió la erección contra sus nalgas.

—¿Tenéis algún motivo para preguntarlo?

Colton mordisqueó una oreja y acarició un pezón.

—Sí, soy un hombre lujurioso y quiero más de lo mismo, y tú eres el único bocado que anhelo.

—Motivos más que suficientes para mí —contestó Adriana con una sonrisa ansiosa.

Se volvió hacia él para apretarse contra el cuerpo desnudo, mientras sus dedos descendían por el pecho hasta las profundidades, lo cual provocó que Colton contuviera el aliento. Al encontrarlo preparado, se alzó sobre él, y sus besos enfebrecidos los empujaron hacia delante...

Según las suaves campanadas del reloj del dormitorio en el que se había refugiado la pareja, pasaba de la medianoche cuando ambos fueron despertados con brusquedad. Les acercaron una lámpara a la cara y sonó un rugido. Ambos lanzaron una exclamación ahogada y se incorporaron a una en la cama. Un pinchazo de dolor deformó las facciones de Colton, lo cual le recordó su herida, y se arrepintió al punto de su apresurado movimiento. Alzó una mano para protegerse los ojos del hiriente resplandor. Detrás, vio el rostro de Gyles Sutton deformado por una mueca de rabia. No recordaba haber visto a un hombre tan furioso en toda su vida.

—¡Os invité a Bath para hablar con mi hija, no para fornicar con ella! —tronó el enfurecido padre—. ¡Levantaos de esa cama, corruptor de menores, y luchad como un hombre!

Mientras el conde intentaba agarrar al marqués, Adriana levantó una mano para detener a su padre.

—¡No, papá! ¡No pasa nada!

Los ojos de Gyles se inflamaron de nuevo cuando miró a su hija. Adriana bajó la vista, lanzó una exclamación y se apresuró a cubrirse los pechos con la sábana, pero era demasiado tarde. La cara de su padre se tiñó de púrpura.

Christina gimió desde la puerta de la habitación, donde se había detenido conmocionada. De todas sus hijas, jamás había soñado que encontraría a la menor en la cama con un calavera despreciable. De hecho, en ocasiones había llegado a dudar de que Adriana se casara algún día.

El rugido de rabia de Gyles amenazó con derribar el techo. De no haber estado el yeso bien fijo, tal vez se habría arrepentido al instante de su ira incontenible. Agitó un puño en dirección a Colton, el cual, viendo el fuego que ardía en los ojos oscuros del hombre, se preguntó si tendría que defenderse de sus ataques.

—¡Así me pagáis por intentar ayudaros! ¡Libertino! ¡Ladrón despreciable! Habéis robado la virtud de mi hija a mis espaldas. ¡Tengo ganas de castraros aquí mismo!

—¡Estamos casados, papá! —soltó Adriana.

—¿Qué? —Gyles retrocedió sorprendido.

—El padre de sir Guy nos casó anoche. Teníamos una licencia especial de su excelencia el arzobispo.

Gyles la miró boquiabierto.

—Pero..., pero ¿por qué no pudisteis esperar... a casaros... en una iglesia?

—Atacaron el carruaje de Colton cerca de Randwulf Manor y lo hirieron en la espalda. Queríamos estar juntos, y el matrimonio era la única manera de hacerlo sin preocuparse por lo que era correcto o no. Samantha, Percy, lord Harcourt y el doctor Croft fueron los testigos. Te aseguro, papá, que todo fue de lo más legal.

Gyles retrocedió varios pasos más y se pasó una mano por la cara, como incapaz de creer en la legalidad de la unión.

—Tendrías que haberte casado en una iglesia, con toda la familia como testigos.

—No estamos menos casados ahora de lo que estaríamos de haber pasado por una iglesia, papá. El reverendo Dalton nos hizo firmar todos los documentos. Puede dar fe de que son válidos.

—Fue culpa mía —dijo Colton, con la intención de aplacar al hombre, consciente de que él también se sentiría ofendido en las mismas circunstancias—. Tenía miedo de perder a vuestra hija, y no quería correr ese riego. Fui yo quien insistió para que el matrimonio se celebrara esta noche.

—De hecho, sir Guy se encargó de los preparativos —explicó Adriana, con la intención de calmar el resentimiento de su padre hacia él. Dirigió a su padre una mirada suplicante—. Pero si fueras tan amable de pensar en mis sentimientos, papá, yo tampoco deseaba esperar más que Colton. Lo quiero, y quiero estar con él el resto de mi vida.

Gyles carraspeó y miró a su mujer, que estaba sonriendo de alivio.

—¿Qué opinas de todo esto, querida?

—Creo que están legalmente casados, querido, y no hay nada más que decir al respecto..., excepto... —sonrió a la pareja, con los ojos azules radiantes—, buenas noches.

Gyles disimuló un poco, cuando recordó los insultos que había dedicado a su nuevo yerno.

—Sí, bien, es lo único que podemos decir, ahora que ya hemos despertado a toda la casa.

—¿Dónde estabais, papá? —preguntó Adriana—. Enviamos a sir Guy para deciros que volvíamos aquí para atender la herida de Colton. ¿Por qué no vinisteis entonces?

Gyles carraspeó.

—Sólo me dijeron que habías regresado aquí con Samantha y Percy, y di por sentado que ya no soportabas seguir en el salón de actos, con Roger presente y todo eso. Después, Alistair se torció el..., er..., tobillo, tal vez cuando intentaba alcanzar a tu tía, y tuvimos que localizar a un médico para asegurarnos de que no se había roto nada. El médico de Tilly no estaba en su domicilio, y todos tuvimos que registrar Bath en busca de uno que ella considerara a la altura del doctor Croft. —Se acarició la barbilla con aire pensativo, al tiempo que arqueaba una ceja—. Teniendo en cuenta lo que ha pasado aquí esta noche, me pregunto si la lesión de Alistair fue algo que fingió después de hablar con sir Guy. Los dos parecían muy concentrados en lo que estaban hablando..., o quizá es que tramaban algo. Deduzco que no era nada bueno, a juzgar por como han ido las cosas.

—Vámonos, querido —lo apremió con dulzura Christina—. Si seguimos aquí, imaginarás toda clase de cosas sobre el pobre Alistair. Su tobillo parecía realmente en mal estado, lo que me hace dudar seriamente de que se autolesionara para impedirnos retrasar el matrimonio de su sobrino con nuestra hija. Deja que Adriana y Colton duerman un poco. Pobrecitos, les habrás dado un susto de muerte.

Un momento después, las risitas de la pareja detuvieron a Gyles después de cerrar la puerta a su espalda.

—Parece que no estaban tan asustados.

Christina sonrió y enlazó su brazo.

—Recuerda lo impetuoso que eras de joven, querido. Si no lo has olvidado, tuve que darte una palmada en los dedos más de una vez para refrenarte antes de casarnos.

La mano de Gyles se apoderó de su trasero.

—Aún poseéis el trasero más bonito que he visto en mi vida, señora.

La mujer miró a su marido y descubrió una sonrisa lasciva en sus bonitos labios. Lanzó una carcajada.

—Y, espero que sea el único que hayáis visto, señor, de lo contrario os castraré. Hay algunas cosas que no me gusta compartir, y una de ellas sois vos.

El sol de la mañana se filtraba a través de las cortinas de encaje austríaco, iluminando con su luz difusa el dormitorio donde la pareja de recién casados estaba acurrucada en la cama. Molestaba lo suficiente para que Colton emergiera de las profundidades de su sueño. A excepción del dolor que le recordaba la herida de la espalda, se sentía más descansado y relajado que en los últimos meses, al menos desde que había descubierto a la ninfa de pelo oscuro durmiendo en su baño. Pese a la herida, se sentía lleno de vitalidad gracias a la actividad nocturna. Jamás había imaginado que una esposa pudiera estar tan ansiosa por complacer a su marido, pero Adriana había considerado muy aceptable la idea de que ella era de él y viceversa.

Colton sonrió para sí y movió un poco la cabeza sobre la almohada, mientras se pasaba los dedos por el pelo despeinado e imaginaba su apariencia desaliñada. Teniendo en cuenta lo sucedido durante las últimas horas, estaba inmensamente agradecido por estar vivo... y casado al fin.

Su esposa había reaccionado de manera maravillosa a sus instintos libidinosos. En todos sus años de soltero nunca había imaginado que, cuando se casara, su esposa lo montaría en la noche de bodas. Lo maravillaba que hubiera deseado sacrificar su virginidad a lomos del cuerno de la pasión, con el fin de consumar su unión y formar un solo ser. Poco tiempo antes pensaba que sería imposible amarla más, pero lo que sentía ahora apuntaba de manera inequívoca a un sentimiento tan elevado que se le antojaba imposible de alcanzar.

Depositó un dulce beso sobre su frente, mientras su mano se apoderaba de un rotundo seno. Rozó el pezón con el pulgar.

—Es hora de despertarse, dormilona —susurró.

Adriana sacudió la cabeza para dar a entender que la idea no era de su gusto, dobló una rodilla y la apoyó sobre el muslo de Colton, al tiempo que se apretaba más contra él.

—¿No podemos quedarnos aquí para siempre? —musitó adormilada.

—Necesito un baño, y tú me lo tendrás que dar —insistió el hombre con una risita—. A menos que quieras que desobedezca las órdenes del médico.

—Nunca he bañado a un hombre —murmuró Adriana—. No sabría por dónde empezar...

—¿Por dónde te gustaría empezar? —preguntó Colton, y le mordisqueó el lóbulo.

Adriana abrió los ojos y enseguida supo la respuesta, pero no se atrevió a decírsela por temor a que la considerara una perdida.

Colton la miró.

—Podría sugerirte algo, por si quieres hacerme caso.

Adriana se esforzó por contener una sonrisa.

—¿Por dónde, señor?

El marqués capturó su mano y la depositó sobre la verga enardecida.

—Necesita serios cuidados.

—¿Antes o después del baño?

—Antes sería mejor. Estoy ansioso por saborearte de nuevo.

—Eres insaciable —acusó la joven con una risita, mientras sus dedos mostraban su ansiedad por obedecer.

—Sí, pero sólo con vos, señora —susurró en su oído Colton, antes de que sus labios descendieran para rozarle la mejilla. Le soltó la mano, para que jugara a su capricho, mientras la de él se deslizaba detrás de su cadera—. ¿Alguien os ha dicho alguna vez que tenéis un trasero encantador, señora?

—No, nunca.

—Siempre he tenido obsesión por los pechos, pero tienes el culo mejor formado que un hombre solitario podría soñar en un campamento perdido. Me gusta restregarme contra él. Me excita sobremanera.

—Parece que os gusta mucho sobar, señor.

El hombre arqueó una ceja y la miró.

—¿Sois contraria a los sobeteos, querida mía?

Adriana pegó contra él sus pechos e ingle.

—¿Satisface esto vuestra curiosidad, señor?

—Tal vez conteste a mi pregunta, pero también aviva mi deseo de lo mucho que me has de dar. Puede que esa fuera tu intención. Da la impresión de que disfrutas con los placeres que ofrece el lecho matrimonial. —Su mano descendió poco a poco—. No hay nada tan dulce como este pequeño fondeadero para despertar la concupiscencia de un hombre.

Adriana se quedó sin aliento cuando él la penetró. Estaba asombrada de las deliciosas sensaciones que podía despertar en ella cuando, tan sólo un momento antes, lo único que deseaba era dormir.

Un rato después, había un baño perfumado preparado en una pequeña bañera de cobre del dormitorio. Bajo la mirada encandilada de su marido, Adriana empezó a bañarse. No recordaba haber deseado nunca que estuviera alguien presente mientras se bañaba. Maud siempre le había preparado el baño, pero luego se había atareado en otras cosas hasta que ella terminaba el ritual. Poco después de despojarse del albornoz que había utilizado mientras los criados preparaban el baño, había tomado conciencia del placer que proporcionaba ser observada por un hombre. Su marido había tomado nota de todo lo que hacía, incluso antes de que se sumergiera en el agua perfumada. Sus ojos la escrutaron fijamente cuando se enjabonó sus partes pudendas, y ella, algo avergonzada, lo apremió a cerrar los ojos, pero Colton negó con la cabeza.

—Ni en un millón de años, hermosa mía. Quiero conocerte a fondo, en especial esos lugares que quieres mantener en secreto. Nada está escondido o prohibido entre una pareja casada. Todo se mira y se comparte. Todo lo que poseo es tuyo, y viceversa. Es un pacto justo entre dos que forman un solo ser.

Teniendo en cuenta las condiciones, Adriana obedeció de muy buena gana. Bajo su minucioso escrutinio, se puso en pie y con la ayuda de varias jarras se enjuagó los restos de jabón del cuerpo. Salió de la bañera, se paró sobre una alfombra de algodón que los criados habían dispuesto a tal efecto, se secó, se frotó la piel con lociones perfumadas, y luego se puso calzones, medias y camisa, cuyo corpiño dejó desabotonado entre los pechos atendiendo a los deseos de su apuesto marido, con el fin de permitirle una generosa vista de los rotundos senos y el profundo valle que los separaba. Después, se ciñó a la cintura una sucinta bata de hilo y, a continuación, sacó los pechos del corpiño, obedeciendo la voluntad de su esposo.

En cuanto se llevaron la bañera, empezaron los preparativos para un baño con palangana, que incluyeron toallas y sábanas limpias, un cubo de agua caliente y una segunda palangana. Adriana empezó a preparar, no tan sólo a su marido para el baño, sino también la cama, pues fue necesario colocar encima de las sábanas otra más vieja doblada tres veces para impedir que el colchón se mojara. Cuando le ofreció un camisón de su padre, Colton sonrió y negó con la cabeza.

—No me he puesto uno desde que era niño, señora, y no pienso empezar ahora. En cuanto a vuestras preferencias en la cama, yo me decanto por sentiros desnuda contra mí, sobre todo cuando despierto en plena noche. Además, si no lleváis nada puesto, más fácil es haceros el amor.

Adriana acarició su pecho con una mano.

—Empiezo a pensar que vamos a pasar mucho tiempo juntos en la cama.

El hombre le dedicó una sonrisa lasciva.

—Debo advertiros, señora, que no pienso limitarme a haceros el amor en una cama. Cualquier cosa conveniente y discreta servirá a mis propósitos.

—Entonces, tal vez debería rectificar y decir que vamos a pasar mucho tiempo haciendo el amor.

—Una predicción muy acertada, hermosa mía.

Adriana pronto comprendió que bañar a su marido era una experiencia de lo más satisfactorio para una recién casada, pues él aprovechaba su cercanía para tocarla de una forma que la dejaba sin respiración. Tampoco era tímido a la hora de exhibirse, pero la joven pronto encontró una cura para ello, que consistió en extender una toalla de hilo sobre su ingle.

—¿De veras creéis que eso va a salvaros, señora? ¿O pensáis que desaparecerá como por arte de magia?

—No debo ser turbada de esta manera. No podéis esperar que una recién casada mire a otra parte cuando exhiben eso ante sus ojos. De hecho, empiezo a sospechar que carecéis de pudor, señor.

—Los hombres no se preocupan tanto por el pudor como las mujeres, querida mía. Cuando se descubre un oasis en un desierto, el único deseo de los hombres después de apaciguar su sed es darse un baño para quitarse la mugre.

Notó que los dedos del marqués se abrían paso bajo su ropa interior y se alojaban entre sus nalgas. Meneó las caderas en un esfuerzo por alejarlos.

—Si no os comportáis, señor, estaremos aquí hasta la noche.

—Aún has de lavarme la mitad inferior —le recordó él con una sonrisa.

—Primero te lavaré las piernas y los pies —anunció la joven, concentrando su atención en ellos.

—¿Acaso tienes miedo de que no acabemos el baño?

Colton torció la cabeza para ver sus mejillas ruborizadas desde un ángulo mejor.

—Algo por el estilo —contestó Adriana, al tiempo que bañaba con diligencia sus pies, tobillos y pantorrillas. Pensó que no había parte del cuerpo de su marido que no fuera admirable. Tenía los pies largos y huesudos, las espinillas delgadísimas bajo una escasa capa de vello, los muslos musculosos y fuertes. Más arriba, reparó en que la zona antes púrpura y rojiza que había rodeado su antigua herida había adquirido un tono más pálido. Imaginó que, con el tiempo, la cicatriz sería lo único visible—. Tu vieja herida tiene mucho mejor aspecto que cuando llegaste. ¿Aún te molesta?

—Algún pinchazo de vez en cuando, pero nada doloroso.

No restaba más que lavarle la ingle, y procuró no sonrojarse cuando siguió sus instrucciones, que parecía dar con suma satisfacción. Cuando lo miró a la cara, vio que la observaba con ojos brillantes.

—No es preciso que te sientas avergonzada —dijo Colton—. Esta parte de mí es tan tuya como mía, tal vez incluso más. Dentro de unos meses, mi desnudez te parecerá de lo más normal.

—Dudo que algo de ti me parezca normal alguna vez —contestó con sinceridad la joven—. Creo que eres el hombre más hermoso que he conocido o visto en mi vida.

—¿Hermoso, querida mía? Qué palabra más curiosa referida a un hombre.

—No obstante, para mí eres hermoso. Siempre lo has sido.

Colton le dio un apretón afectuoso en el trasero.

—Ven, querida, dame otro beso. Te deseo de nuevo.

La joven rió, mientras lanzaba una mirada significativa a su entrepierna.

—Sí, ya me he dado cuenta.

Como si diera por terminado el baño, dejó caer la toalla sobre sus partes íntimas y se inclinó sobre él. Notó que volvía a introducirle los dedos entre las nalgas. Escudriñó sus ojos.

—Tuviste que ser un chico muy travieso —acusó—. Todavía hoy das pruebas de eso. ¿O es que te estás obsesionando con las partes ocultas de una mujer?

Colton lanzó una risita.

—Como marido vuestro, señora, me gusta explorar todas vuestras partes ocultas. Nunca me he sentido tan realizado como ahora. Creo que me gusta estar casado con vos.

La joven movió las caderas en un esfuerzo por liberarse de los dedos.

—Me alegro mucho, señor, porque voy a ser vuestra esposa durante mucho, mucho tiempo.

Una criada acompañó a Philana Wyndham hasta la puerta de los aposentos donde se hallaba postrado su hijo. Según la joven sirvienta, lord y lady Standish habían salido de casa con su ama una hora antes, con la intención de visitar a lord Alistair en la habitación de su hotel para ver cómo seguía el tobillo accidentado. La joven informó a la mujer que sólo se había quedado lady Adriana, la cual se encontraba ahora con el herido.

El hecho de que Adriana estuviera con su hijo hizo pensar a Philana que podía entrar en la habitación sin llamar. Al fin y al cabo, la muchacha apenas había hablado con su hijo antes de la herida. Sin embargo, tras abrir la puerta de par en par, decidió al punto que tendría que haber sido más discreta, pues se quedó boquiabierta cuando vio a su hijo tendido en la cama, prácticamente desnudo salvo por un paño arrugado que se alzaba de manera sugerente sobre su ingle, y a la muchacha recostada contra él. Caer en la cuenta de que sus bocas estaban entrelazadas en un interminable beso no contribuyó precisamente a que Philana recuperara la compostura. Lo cierto es que estuvo a punto de caer desmayada.

—¡Dios mío, tendría que haber llamado! —dijo con voz entrecortada, y se llevó una mano temblorosa a la garganta como para paliar su sofoco—. No esperaba...

Adriana, que se había incorporado como impulsada por un resorte, se volvió hacia la intrusa. La expresión estupefacta de Philana mostró a las claras que Adriana era la última persona del mundo a la que creía capaz de semejante lascivia. La mirada de la mujer descendió hacia la camisa ribeteada de encaje, y a la generosa exhibición de rotundos pechos y pezones sonrosados, de forma que Adriana se apoderó al punto de su bata, avergonzada.

—Por lo visto, he llegado en mal momento —dijo Philana con voz estrangulada, y apartó la vista mientras Adriana subía las sábanas y mantas sobre las ingles de Colton—. Cuando Bentley anunció anoche que mi hijo había resultado herido de gravedad, me apresuré a venir esta mañana para ver cómo estaba. No me esperaba esto... Lo siento, no quería molestar. Me iré...

—No, madre —dijo con dulzura Colton—. Lo que acabas de ver es perfectamente aceptable, créeme.

Aquellas palabras insensatas encresparon a Philana.

—¿Desde cuándo es perfectamente aceptable que un tunante como tú mancille a una joven a la que hasta ahora había considerado una dama? ¿Es que no respetas el honor, hijo mío?

Los labios de Colton se curvaron en una sonrisa burlona.

—Creo que lo es desde el momento en que me casé con ella.

—¿Cómo? —Philana se llevó una mano temblorosa al pecho. ¿Era cierto? ¿Se habían casado de verdad, o se trataba tan sólo de una declaración de intenciones?—. No querrás decir que Adriana y tú habéis intercambiado los votos matrimoniales, ¿verdad? Después de todo lo que ha pasado...

—Lo hice anoche, mamá Philana —murmuró Adriana con una dulce sonrisa de disculpa—. Colton no quería que le curaran la herida si no accedía a casarme con él.

—Ah, ya entiendo. —Philana arqueó una delicada ceja y asintió—. Siempre me pareció un poco manipulador con las jovencitas. Su padre no sabía qué hacer con él, y en cuanto a mí, estoy perdida por completo. —Sonrió a Adriana—. Tal vez sabrás manejarlo mejor que yo, querida mía. Pero, en cualquier caso, estoy muy contenta de tener otra hija en la familia, sobre todo una a la que he admirado desde hace tantos años. Sedgwick se sentiría muy orgulloso de este enlace. Siempre creyó en él, en que sería bueno para ambos. Ahora podréis descubrir por vosotros mismos si su predicción fue acertada.

Extendió los brazos hacia la joven, y Adriana aceptó al punto, abalanzándose en los brazos de Philana, cuyos ojos se llenaron de lágrimas cuando sujetó el rostro de su nuera entre las manos.

—Gracias, querida hija, por perdonar a mi hijo y hacerme hoy tan feliz. Aunque Bentley me aseguró que Colton sobreviviría, tenía que comprobar con mis propios ojos que estaba bien atendido. Ahora puedo descansar con la seguridad de que se halla en buenas manos, y de que este es el principio de una dinastía que temía periclitada. Que Dios os bendiga con muchos hijos.