6

UN brillante rayo de luz perforó la oscuridad del espacioso dormitorio de Wakefield Manor situado en la segunda planta. Como un duende deslumbrante y juguetón, cruzó la alfombra oriental antes de ascender a un arcón bajo apoyado contra la barandilla de la cama. Tras llegar al rostro dormido de la joven tumbada entre un lío de sábanas y colchas, el brillo pareció complacerse en arrancar a su víctima del sueño, que sólo había conciliado tras largas horas de dar vueltas y vueltas.

Adriana abrió un ojo y miró airada el origen de la luz provocadora, una diminuta rendija que los criados habían dejado sin querer la noche anterior en los pesados cortinajes de terciopelo verde corridos sobre el espacioso mirador, el cual consistía en una amplia extensión de ventanas en forma de diamante que abarcaban casi toda la pared este de la estancia. Por más que los criados se esforzaban, los rayos del sol de la mañana casi siempre encontraban una brecha por la que entrar.

En momentos como aquel, Adriana sabía muy bien por qué sus hermanas le habían dejado a ella, la menor, el dormitorio más grande de la mansión, a excepción del conjunto de aposentos que utilizaban sus padres. Tanto a Melora como a Jaclyn les gustaba dormir hasta muy tarde, mientras que, en agudo contraste, Adriana se levantaba por lo general poco después de salir el sol, o incluso antes, si había quedado con su padre para ir a cazar. Por desgracia, aquella mañana estaba agotada y padecía un espantoso dolor de cabeza, como nunca había conocido. Su intensidad la llevó a lamentar haber bebido tanto vino. Aparte de la fatiga y el malestar, también tenía un poco de náuseas y se sentía bastante irritada. De haber tenido a Colton Wyndham a su alcance, le habría dado un puñetazo en la nariz por puro placer.

Pese a que había intentado expulsar de su mente al apuesto diablo de ojos grises antes de sucumbir al sueño, continuaba atormentándola a plena luz del día. Lo más difícil había sido intentar borrar el recuerdo de su gloriosa desnudez en el cuarto de baño. Nadie habría podido sorprenderse más que ella por el regreso de Colton a Randwulf Manor. Después de no haberse presentado en el funeral de su padre, ella, al igual que su hermana, había supuesto que no quería tener nada que ver con el marquesado. Entonces apareció, como caído del cielo, y puso patas arriba su mundo. Después de haber esperado una eternidad a que el bribón asomara su bello rostro, tendría que haber estado mejor preparada, pero había fracasado miserablemente.

Ante ella se cernían tres meses de incertidumbre, durante los cuales se vería obligada a esperar que el pillastre tomara la decisión de aceptar o no la orden de su padre. El deber y la responsabilidad la obligaban a plegarse a los designios de su propio padre. Pero, por mucho que lo amara y respetara, no podía agradecer la precaria situación que había contribuido a crear. No había previsto las consecuencias.

Adriana sepultó su dolorida cabeza bajo una almohada, muy consciente de que su futuro pendería de un hilo durante aquel período de tiempo interminable. Su padre era un hombre de elevados principios morales y, como tal, haría cuanto estuviera en su mano por cumplir las condiciones del contrato de compromiso, aunque él también había llegado a impacientarse por la dilatada ausencia del hijo del marqués. No obstante, si ella elegía evitar la angustia de la espera, no le cabía duda de que su padre apoyaría su decisión, aunque eso significara acabar con el pacto que Sedgwick y él habían firmado tantos años antes. De todos modos, si eso llegaba a suceder, no imaginaba la forma de evitar la vergüenza que la atormentaría en los años venideros.

Una vez más, Adriana reflexionó sobre el quid de la cuestión: cómo evitar el noviazgo con Colton Wyndham sin provocar angustia a su padre. Ser cortejada y luego rechazada por el marqués podía significar su ruina. ¿Por qué había tenido que volver, por qué? ¿Acaso no se habían dado cuenta los padres de ambos, en la época del acuerdo, de que existía la posibilidad de que su corazón siguiera siendo tan vulnerable a Colton como lo había sido en el pasado? No creía poder soportar otra herida como la que había sufrido por el rechazo anterior. ¿Qué podía hacer para salvarse, ahora que Colton parecía un dios enviado a la tierra con el expreso propósito de robar corazones de doncellas en todos los rincones del mundo? ¿Encerrar el suyo en un baluarte de piedra? ¡Ni hablar!

Anhelaba encontrar una forma de salir del apuro y expulsar a Colton de su mente, pero ambas empresas se le antojaban imposibles. Cuando bajó unos momentos después, el hombre seguía instalado con firmeza en un rincón de su mente. De esta manera, con el corazón alicaído y la cabeza dolorida entró en el comedor y vio que sus padres ya se habían sentado a la mesa.

—¿Dónde estabas, hija? —preguntó en tono afectuoso lady Christina. A la vista de las diferentes costumbres de sus hijas, no había necesitado verificar la identidad de la menor—. Hemos retrasado el desayuno hasta que la cocinera se ha puesto de mal humor.

Como no obtuvo respuesta, la dama miró a su hija y lanzó al punto una expresión de sorpresa. Incluso a una hora tan temprana, Adriana se mostraba por lo general alegre y bulliciosa, un auténtico placer para quien se encontraba con ella. Tampoco era normal que bajara sin estar totalmente vestida. No obstante, allí estaba, todavía en bata, el pelo negro desarreglado sobre los hombros, y profundas ojeras bajo los ojos. La visión era tan inesperada que Christina se quedó mirando boquiabierta a su hija menor.

Intrigado por la peculiar reacción de su esposa, Gyles Sutton se giró en la silla para mirar a su hija, que avanzaba con paso vacilante hacia la mesa.

—¡Santo cielo, hija! —barbotó—. ¿Te has puesto enferma?

El brusco movimiento indeciso de la cabeza morena quedó a medio camino entre un asentimiento y una negativa. Adriana se detuvo ante su lugar acostumbrado y, bajo la mirada de ambos progenitores, se pasó una mano temblorosa por la cara.

—No, padre —consiguió articular—, no estoy enferma.

Gyles indicó su apariencia desastrada, como para señalar que aún no se había vestido y que no estaba en su mejor forma. Lo que vio lo convenció de que algo muy grave había pasado.

—Si no estás enferma, muchacha, ¿qué demonios te ha pasado?

Adriana abrió la boca para hablar, pero la voz se le quebró, lo que le hizo llevarse los dedos a la boca, sorprendida. Intentó tragar saliva para aclararse la garganta pero, cuando fracasó, respondió con un gesto de abnegación. Abatida, se desplomó en la silla.

—¡Bien, sé muy bien que algo ha pasado! —insistió Gyles. Si bien nunca lograba descifrar el humor de las dos mayores, conocía demasiado bien a la menor. La preocupación afectaba a su voz. Daba la impresión de que retumbaba en las profundidades de su pecho—. Dime, hija, ¿qué te preocupa?

—Querido... —rogó Christina con una sonrisa vacilante, lo cual provocó que su marido la mirara con curiosidad—. No regresaste de Londres hasta muy tarde, y por eso no me decidí a decirte...

—¿Decirme qué?

Apoyó el brazo sobre la mesa y la miró con suspicacia. Más de treinta años de matrimonio y tres hijas le habían enseñado algunas cosas sobre las mujeres..., sobre todo acerca de su mujer. Nunca era más dulce que cuando tenía que darle malas noticias. Reconoció su mirada suplicante y aún se angustió más.

—¿Qué diablos está pasando aquí?

—Cálmate, querido..., por favor —lo apremió Christina, al tiempo que volvía a colocar la servilleta de hilo sobre su regazo.

—Quizá lo haga, si eres tan amable de contarme lo que tengas que decir —gruñó, revelando su aprensión—. Bien, ¿de qué se trata? ¡Te imploro que lo digas antes de que me dé un ataque de apoplejía!

Christina miró en dirección al mayordomo, que se había acercado y estaba moviéndose alrededor de la mesa, dejando platos ante ellos. Charles era de una lealtad inquebrantable, pero la mujer detestaba hablar de asuntos familiares delante de los sirvientes.

—Estoy esperando, señora —le recordó Gyles.

Christina sonrió con timidez al ver que nadie la ayudaba a salir del apuro.

—Sólo que Colton Wyndham ha vuelto por fin a casa.

La cara de Gyles se tiñó de un tono muy parecido al magenta oscuro.

—¡Por todos los diablos!

Su brusca exclamación bastó para asustar a Adriana y a su madre. Charles, sin embargo, no se inmutó por la demostración de genio de su amo. Fue a buscar una jarra de agua a una mesa auxiliar con un aire de suprema dignidad.

Adriana se tapó los oídos con las manos, pues tuvo la impresión de que el grito de su padre resonaba en el interior de su dolorida cabeza. Apoyó los pies descalzos sobre el asiento de la silla, se aovilló y reprimió un intenso deseo de ponerse a llorar.

Los dedos de lady Christina temblaron cuando Charles le ofreció un vaso de agua.

—No grites, querido —dijo a su marido, sentada muy rígida en la silla—. Los criados pensarán que estás enfadado con nosotras.

—¡Bah! —Gyles miró de reojo al mayordomo, que parecía la viva imagen de la tranquilidad—. Charles ya debería saber a estas alturas que pierdo los estribos en muy raras ocasiones.

—Sí, mi señor —asintió el mayordomo, con la sombra de una sonrisa. A excepción del propio señor, todo el mundo sabía qué temas desataban la ira del hombre. Casi siempre giraban en torno a su hija menor y sus numerosos pretendientes. Daba la impresión de que la joven atraía oleadas de admiradores, lo cual exacerbaba el instinto protector de su padre.

El ama de llaves entró en el comedor y lo cruzó a grandes zancadas. Como estaba al servicio de los Sutton mucho antes de que naciera su primera hija, Henrietta Reeves no demostró la menor vacilación cuando avanzó hacia el extremo de la mesa en el que estaba sentado su señoría. Se detuvo ante su silla y le presentó una bandeja de plata sobre la cual descansaba una carta arrugada, sellada con un enorme grumo de cera roja.

—El señor Elston pasó a primera hora de la mañana, mi señor —explicó en voz baja—. Me pidió que os entregara esto en cuanto lady Adriana bajara a desayunar. Dijo que la misiva era de lo más urgente.

—Gracias, Henrietta —contestó Gyles en un tono algo menos brusco. Rompió el sello en cuanto los criados se retiraron, desdobló la carta y se puso a leer. Al cabo de un momento, arqueó una ceja y las arrugas de su frente se hicieron más profundas de lo habitual.

El conde de Standish no había necesitado que lo alcanzara un rayo para hacerle sospechar que Roger Elston intentaba aprovecharse de los instintos compasivos de su hija, y había deplorado los métodos del hombre. Tras haber sido educado por su propio padre como un caballero, Gyles creía desde hacía mucho tiempo que el decoro exigía a cualquiera que, fueran cuales fuesen las circunstancias de su vida, callara sus dificultades, salvo con los que debían saberlas. Adriana era famosa entre los habitantes de Bradford-on-Avon por su trato compasivo con los necesitados. De esta forma, cuando Roger había explicado los sufrimientos padecidos durante su infancia y en épocas posteriores, Gyles se había indignado por su desfachatez. Para peor, no tardó en advertir que Adriana parecía mostrarse más tolerante con el aprendiz que con los jóvenes aristócratas que, pese a solicitar su permiso para cortejarla, se ceñían a códigos de conducta más elevados. De no ser por el acuerdo firmado con su viejo amigo, Gyles habría tomado muy en serio las peticiones de mano recibidas de varios nobles irreprochables, el más prometedor de los cuales era Riordan Kendrick. Aprobar tal noviazgo le habría proporcionado un excelente motivo para prohibir las visitas de Roger, que a menudo se presentaba sin previo aviso y sin alertar a Adriana.

Tal vez se trataba de una reacción que muchos calificarían de simple instinto sobreprotector de padre, pero Gyles no podía sacudirse de encima la sospecha de que el propósito principal de Roger al frecuentar a Adriana era casarse por su dinero, como había hecho su analfabeto padre, o tal vez para aprovecharse de los beneficios del fallecimiento de su esposa, ya hubiera sido este por métodos naturales o deliberados, según se rumoreaba de Edmund Elston.

—¿Qué pasa, querido? —preguntó Christina, intrigada por la expresión ceñuda de su marido.

Gyles bajó la carta y se volvió hacia su guapa esposa.

—Tal vez nos hayan enviado el despacho esta mañana porque Roger se ha enterado del regreso de Colton, querida. En cualquier caso, nos solicita respetuosamente que reconsideremos a la mayor brevedad posible su propuesta de matrimonio con nuestra hija...

Adriana levantó al punto la cabeza, y miró a su padre como si fuera él quien hubiera perdido la razón, no Roger Elston.

—¿Qué le dirás?

—¿Qué quieres que le diga, querida mía? ¿La verdad? ¿Que existen escasas posibilidades de que aceptes su oferta?

La joven enrojeció bajo la mirada escrutadora de su padre y contempló sus dedos entrelazados.

—La última vez que Roger lo pidió, consideré impedimento suficiente el que estuviera enterado de mi compromiso con Colton. No deseaba herirlo sin necesidad, padre, ni alentarlo, sólo suavizar la bofetada a su orgullo. Se habría ofendido por cualquier mención a las diferencias entre nuestros linajes respectivos. No obstante, temo que se ha comportado de una forma bastante temeraria ahora que Colton ha vuelto. Hay que decirle, por su propio bien, que no puedo aceptar su oferta de matrimonio.

Gyles sondeó los ojos luminosos y oscuros que lo miraban. El pesar de la muchacha era demasiado obvio.

—¿Qué te ha pasado para convencerte por fin de esta necesidad de sincerarte, hija mía?

Adriana se ruborizó mientras las lágrimas pugnaban por brotar, más enfadada consigo misma que por la pregunta de su padre.

—La verdad es que Roger se portó muy mal ayer con Colton, cuando estábamos en Randwulf Manor.

—¿Muy mal? —repitió Gyles, y enarcó una ceja mientras contemplaba sus lágrimas—. ¿Qué quieres decir?

Adriana trató de tragar saliva y llevó a cabo un valiente intento de aparentar serenidad.

—Por inverosímil que parezca ahora, resultó evidente desde el inicio de nuestro encuentro que Roger estaba resentido con Colton. De no ser por la intervención de Leo y Aris, se habría lanzado contra el marqués con los puños preparados... Eso intentó, al menos. Cuando por fin lo agredió, Colton lo puso en su sitio al instante. Aun dificultado por una herida en la pierna, Colton lo envió volando al otro extremo de la sala, y dejó en manos de los mozos de cuadras llevarlo a su casa en un carruaje. La verdad, no comprendo por qué Roger corrió ese riesgo. Colton se parece mucho a su padre físicamente. Al menos, es media cabeza más alto que Roger, y no sólo más corpulento, sino más fuerte. —Cosa que la desnudez del coronel había dejado bien clara. Nunca había imaginado que los músculos que cubrían las costillas de un hombre pudieran ser tan firmes—. Sólo un loco o un hombre muy valiente intentaría eso, pero Roger se empeñó tres veces en apartarme de Colton. La última fue cuando fue a parar al otro lado de la sala.

—¿Osó ser tan descarado? —susurró horrorizada su madre. Cuando su hija asintió, Christina se volvió para examinar a su marido, pese a que no era tan experta como este en lo tocante a leer la mente del otro—. Gyles, querido, Adriana tiene razón. Alguien ha de decir al muchacho que abandone toda esperanza de casarse con ella. No puede ser..., sobre todo teniendo en cuenta el contrato firmado..., y aunque no existiera. Sé que Adriana se resiste a destruir las esperanzas del joven debido a sus pasados sufrimientos, primero alejado por la fuerza de su padre, y después huérfano, debido al fallecimiento de su madre cuando era muy pequeño. Por más que nos compadezcamos de sus sufrimientos, y a juzgar por lo que acaba de decir Adriana, se ha excedido al querer demostrar que tenía cierto derecho sobre ella, sobre todo sabiendo que está obligada a aceptar el noviazgo con el coronel. ¿Qué pensará su señoría, después de haber sido agredido por el aprendiz?

—Tienes razón, querida, por supuesto —repuso Gyles—. Hay que hablar con el muchacho. Me esforzaré al máximo por explicarle la necesidad de que nuestra hija se case con un hombre de la nobleza...

Adriana meneó la cabeza con vehemencia.

—No, padre, te ruego que no seas tan franco con Roger. Temo que se lo tomará como una ofensa.

—Creo que va pregonando en exceso su desgraciada vida —replicó Gyles. De no ser porque Roger era demasiado propenso a aprovecharse del buen corazón de su hija, tal vez le habría caído mejor. Era una forma tramposa de reclamar la atención de una dama, sobre todo de una tan sensible a las desdichas ajenas—. No obstante, hay que decir a Roger que tienes ciertas obligaciones, y que no puedes verlo nunca más.

Adriana se retorció las manos. Era la culpable de la situación. Jamás tendría que haber permitido a Roger que fuera a visitarla. Era evidente que él había confundido su compasión con otra cosa.

—Tal vez debería decírselo yo. Al fin y al cabo, yo fui la culpable de que viniera a casa.

—Te limitaste a ser amable, querida —dijo su madre—. No te diste cuenta de que te quería para él solo.

—¡Vaya! ¡Me gustaría darle de azotes a ese jovenzuelo testarudo, Colton Wyndham! —murmuró Gyles—. De no ser por su rebeldía, no me habría visto obligado a lidiar con todos esos ambiciosos gallitos que creen hacerme un favor suplicando la mano de mi hija... ¡como si fuera una solterona envejecida en peligro de quedarse sola para siempre! No me cabe duda de que el joven Wyndham se quedaría estupefacto si supiera el número de caballeros elegibles que he debido desalentar en mi intención de cumplir el contrato con su padre. Si no fuera por el convencimiento absoluto de Sedgwick de que serías de gran beneficio para su hijo, y viceversa, le habría rogado que olvidara los planes para Colton hace mucho tiempo. En fechas recientes llegué a creer que la situación nos había superado y que ese jovenzuelo nunca regresaría. Pero ahora, todo vuelve a empezar.

—Ya no es un jovenzuelo, querido —corrigió Christina a su marido con delicadeza—. Ahora ya es un hombre. Tendrá más de treinta años.

Gyles se reclinó en su silla, boquiabierto.

—¿Treinta, has dicho?

—Para ser exactos, treinta y dos, padre —anunció Adriana.

—Yo ya estaba casado y con una hija en camino cuando tenía su edad —refunfuñó Gyles, como contrario a la idea de que un hombre pudiera descuidar sus responsabilidades de primogénito durante un período de tiempo tan dilatado—. A estas alturas, Wyndham ya tendría que haber sentado la cabeza y formado una familia.

Adriana enlazó las manos alrededor de las rodillas. Su voz tembló un poco.

—Es evidente que le hablaron del contrato en algún momento de la tarde de ayer, porque anoche estaba enterado. Habló del período de noviazgo, pero no del compromiso posterior. Tal vez sólo deseaba comprometerse con esa primera fase, a la vista de su renuencia a volver a su casa. En cualquier caso, me pidió que os diera recuerdos y que os dijera que enviará una misiva para preguntar cuándo sería el momento apropiado de venir a visitaros.

Christina observó que las pálidas mejillas de su hija se habían cubierto de un rubor más intenso, una señal inequívoca de que la muchacha estaba preocupada.

—¿Ha cambiado mucho, querida?

Adriana intentó con desesperación no pensar en el grado de apostura que su futuro prometido había adquirido durante su ausencia, ni en la belleza de su torso largo y musculoso, que no podía menos que admirar cada vez que pensaba en él. Excepto en el pecho, donde crecía una escasa mata de vello, y la fina línea que descendía desde su estómago liso hasta la masa más oscura, su cuerpo desnudo brillaba con el lustre del bronce a la luz oscilante de la lámpara.

—Más de lo que imaginas, madre.

La mano de Christina se puso a temblar, hasta el punto de que se vio obligada a dejar el tenedor. Apretó los puños en el regazo, mientras intentaba ocultar su creciente aprensión.

—¿Tiene cicatrices visibles de la guerra?

—¿Cicatrices visibles? —repitió Adriana con aire distante. Aunque miraba las colinas ondulantes a través de las ventanas, sólo veía la imagen del hombre al que estaba prometida. Perdida en el laberinto de sus pensamientos, se encogió de hombros—. Fue herido de gravedad en Waterloo, y por ese motivo no pudo regresar antes.

—Oh, querida, espero que la herida no sea demasiado espantosa —contestó su madre, muy preocupada, imaginando lo peor—. ¿Puedes soportar mirarlo?

—Debo admitir que no fue fácil mantener la compostura.

Incluso en esos momentos, a Adriana le costaba mantener el aplomo cuando recordaba la oleada de excitación que le había recorrido el cuerpo cuando había quedado atrapada contra su forma marmórea. No estaba acostumbrada a la experiencia de tener la carne de gallina y sentir las rodillas flaquear. No sabía que era posible experimentar tales sensaciones exquisitas con sólo apretujarse contra el cuerpo de un hombre..., o recordando ese momento... o el del cuarto de baño, que cada vez se le antojaba más excitante. Desde luego, debía reformar su opinión sobre la cuestión de los estímulos, si ser abrazada por un hombre y verlo desnudo podía afectarla hasta extremos tan tempestuosos. Después de oír que Colton la rechazaba con ira, tantos años antes, se había mantenido alejada de sus pretendientes para protegerse de la posibilidad de volver a ser herida, pero la conmoción de su reciente encuentro con Colton había despertado sensaciones muy diferentes de las que había experimentado jamás.

Christina, atormentada por sus visiones de un hombre cubierto de cicatrices, apretó la servilleta contra los labios, que ahora temblaban debido a la preocupación.

—¿Tan difícil te resultó?

—Mmm... —contestó Adriana con un lento cabeceo, procurando no pensar en aquel momento en la galería cuando Colton le había sonreído, manteniéndola abrazada contra su largo cuerpo. Si hubiera podido leer sus pensamientos, seguramente habría tenido que abofetearlo. Lo merecía sólo por el brillo lascivo de sus ojos. En el cuarto de baño, el placer que había obtenido de devorar con los ojos su forma desnuda se había confirmado de la manera más engorrosa, pero a él no había parecido importarle en lo más mínimo que Adriana lo viera. Era de lo más humillante caer en la cuenta de que el mismo hombre que la había rechazado años antes era el mismo que había despertado sus deseos femeninos.

—Oh, querida —murmuró su madre, atemorizada. Un rostro desfigurado no era una excusa honorable para romper un contrato matrimonial, sobre todo cuando se trataba de heridas ganadas en el valiente servicio a la patria. De todos modos, imaginar a su hermosa hija menor atrapada en los brazos de un monstruo horrendo la asqueaba. Sus preocupaciones alcanzaron niveles torturantes.

Adriana emergió de las profundidades del sueño y levantó de mala gana la cabeza de la almohada, al tiempo que dirigía una mirada ominosa a la puerta de la estancia, donde alguien estaba llamando con insistencia. Su padre se había marchado poco después de desayunar, y ella se había arrastrado hasta el dormitorio para dormir un poco más, con la esperanza de sentirse mejor. Su madre era demasiado educada para hacer otra cosa que dar tres o cuatro golpecitos en la hoja, lo cual parecía no dejar otra alternativa que su hermana Melora.

—Entra si te atreves —gritó Adriana, irritada—. O mejor aún, vete. Ahora no tengo ganas de ver a nadie.

Tal como cabía esperar de su hermana, la puerta se abrió de par en par. Adriana estaba dispuesta a expulsar a su testaruda hermana; pero, para su sorpresa, no fue Melora quien entró, sino Samantha, vestida con capa y gorro.

—¿Cómo? ¿Aún sigues remoloneando a esta hora de la mañana, perezosa? —preguntó Samantha, asombrada. Había crecido junto a Adriana, y en ocasiones había sentido irritación, e incluso envidia, por su facilidad para presentarse en plena forma nada más salir el sol. Por una vez, Samantha podía aprovechar la oportunidad de devolver todos los reproches que había recibido de la vivaz joven—. Qué vergüenza. Arrebujada entre tus sábanas de seda, mientras otros se revuelcan en su desdicha. Levántate y vístete. Hemos de hacer cosas en Bradford.

Adriana gimió y sepultó la cara bajo una almohada.

—Me encuentro muy mal —musitó—. Tendrás que arreglártelas sin mí. Me duele la cabeza demasiado para levantarme de la cama, no digamos ya para salir de casa.

—Vendrás, digas lo que digas —insistió Samantha, destapando a su amiga—. La criada que enfermó anoche en Wyndham Manor tiene tres hijos pequeños y, según el mozo de cuadra que la llevó a su casa, su aspecto era deplorable. Dijo que los tres estaban muy delgados y vestían harapos. Aunque quieras continuar holgazaneando, hemos de ir a ver si podemos ayudar a esos niños.

—¿Quién me ayudará a mí si me pongo enferma? —preguntó Adriana, malhumorada.

—No tendrías que haber bebido tanto vino anoche —la reprendió Samantha—. Sabes que siempre te encuentras mal al día siguiente. Además, un poco de aire fresco te sentará bien, en lugar de estar tirada en la cama todo el día. Levántate de una vez. No permitiré que te escondas en tu dormitorio como una cobardica sólo porque mi hermano ha vuelto.

Adriana emitió un gruñido y se tumbó sobre la espalda. Clavó la vista en el techo, incapaz de imaginar la tortura que significaría bajar de la cama.

—¿Qué he hecho para merecer una amiga tan cruel como tú?

—Bien, si quieres que empiece a enumerar los motivos, tardaremos un rato largo, y el tiempo no nos sobra precisamente —replicó su amiga, mientras se acercaba al armario para inspeccionar los vestidos—. Lávate y date prisa. No tengo toda la mañana para quedarme aquí y escuchar tus gemiditos. Vas a acompañarme, así de sencillo, y será mejor que lo asumas, porque será inútil que te resistas.

—A veces creo que te odio —gimió Adriana.

—Lo sé, pero casi siempre besas el suelo que piso.

—¡Ja!

Menos de una hora después, el cochero de los Burke detuvo el carruaje detrás de otro vehículo aparcado delante de una cabaña cochambrosa. Samantha, cada vez más intrigada, torció el cuello para mirar al elegante cochero que esperaba fuera. Cuando este agitó la mano para saludarla, frunció el ceño, confusa, hasta que reconoció a Bentley, el cochero de su familia.

—¿Qué demonios está haciendo Colton aquí?

Adriana lanzó una exclamación ahogada al tiempo que se incorporaba, olvidado su dolor de cabeza. Cuando miró por la ventanilla, Bentley volvió a saludar con la mano. La joven movió los dedos en respuesta, y se derrumbó otra vez en su asiento. Después de su encuentro en el cuarto de baño, la última persona a la que deseaba encontrar era al marqués.

—Será mejor que entres y se lo preguntes. Yo te esperaré aquí —se apresuró a sugerir Adriana—. Si Colton se está ocupando de las necesidades de los chiquillos, no vas a necesitarme.

—No te vas a librar con tanta facilidad —le informó Samantha—. Vas a venir conmigo, aunque tenga que arrastrarte por la fuerza.

—Me encuentro mal... —se lamentó Adriana, llevándose una mano temblorosa a la frente. La idea de encontrarse de nuevo con su señoría le revolvía el estómago. No sabía qué sucedería si él le dirigía una de esas sonrisas varoniles que parecían poseer la capacidad de despojarla de todo orgullo.

—No tanto como te encontrarás si envío a Colton a entrarte en volandas —advirtió su amiga.

Adriana exhaló un suspiro exagerado.

—Eres cruel.

—¿Por qué? ¿Por qué no permitiré que te revuelques en el cenagal sensiblero que te has inventado? Pensaba que poseías una gran entereza, al menos más de la que muestras desde el regreso de mi hermano, pero está claro que me había equivocado. Ahora parece que no te queda ni una fibra.

Adriana alzó la barbilla.

—Mi estado de ánimo no tiene nada que ver con tu hermano.

—Estupendo, porque así no te importará entrar a ver qué está haciendo.

Adriana esbozó una sonrisa.

—Si tratas a Percy igual que a mí, sólo puedo decir que es un milagro que no haya desaparecido tras la frontera de Escocia.

—¡No puede! Por si no te habías dado cuenta, lleva atadas al tobillo una bola y una cadena —replicó Samantha, mientras subía por el sendero de piedra.

Adriana bajó de mala gana con la ayuda del cochero y siguió a su amiga hasta el interior de la casa, diminuta, húmeda y apenas amueblada.

Cuando las dos mujeres entraron por la puerta abierta de la cabaña, Colton se volvió con solemnidad. Estaba de pie ante un camastro sobre el que yacía una forma ominosamente tapada. Dirigió una pálida sonrisa a su hermana, antes de que sus ojos se desviaran hacia la esbelta mujer que la seguía. Aunque Adriana sintió que su mirada la recorría de arriba abajo, tal inspección se le antojó más una reacción instintiva masculina que algo deliberado, pues su expresión continuó siendo sombría. Detrás de él, la chimenea estaba oscura, húmeda y fría. Al otro lado de la habitación había tres niños pequeños, de edades comprendidas entre los dos y los cinco años. Acurrucados en un rincón, miraban con los ojos abiertos de par en par a los desconocidos que habían irrumpido en su casa. Al ver su estado lamentable y la delgadez de sus caras y cuerpos, Adriana olvidó su desdicha al punto.

—Me alegro de que hayáis venido —dijo Colton con un hilo de voz.

Samantha desvió la vista de la forma cubierta por un edredón deshilachado e interrogó con la mirada a su hermano. Este asintió, para confirmar que la madre de los niños había muerto.

—Es evidente que falleció poco después de que la trajeran —explicó sin alzar la voz—. Estaba rígida y fría cuando llegué. No sé cómo pudo beber tanto coñac, pero no cabe duda de que lo hizo, el suficiente para matarla.

Una vez más, sus ojos se desviaron hacia Adriana. Pese a las lúgubres circunstancias, parecía dispuesto una vez más a inspeccionar hasta el último centímetro de su cuerpo.

—No he podido hablar con los niños —añadió en voz baja—. Están aterrorizados de mí.

Adriana corrió hacia los pequeños y, pese al miedo de estos, consiguió envolver con su capa al menor, una diminuta niña de pelo rubio revuelto y cara incrustada de tierra. La levantó en brazos y extendió una mano hacia el siguiente.

—Venid, niños —dijo con acento maternal—, vamos a llevaros a una casa bonita y caliente, donde vive una pareja maravillosa que adora a los niños.

El hijo mayor meneó la cabeza.

—No puedo. Tengo que quedarme aquí para cuidar de mi hermana y mi hermano. Eso es lo que me dijo mi madre.

—Cuidarás de ellos en casa de los Abernathy —explicó Adriana—, sólo que estaréis calientes, bien alimentados y vestidos. ¿Conoces a los Abernathy?

Una vez más, el niño contestó con un movimiento negativo de la cabeza.

—Mamá no nos dejaba salir de casa cuando ella estaba fuera. Decía que unos desconocidos nos llevarían a un hospicio.

—Bien, voy a hablarte un poco de los Abernathy, y dejarán de ser unos desconocidos. Son una pareja mayor que vive en el campo, no lejos de aquí. Nunca han podido tener hijos propios, pero, como deseaban formar una familia numerosa, desde hace años han empezado a adoptar huérfanos y a criarlos como si fueran de ellos. También han adoptado animales. ¿Os gustan los animales? —Cuando el niño se encogió de hombros, Adriana se puso a recitar las diversas especies que había visto en casa de la pareja, al tiempo que movía la cabeza de un lado a otro—. Tienen gatos, perros, pollos, patos, cabras, ovejas, caballos, vacas... —Hizo una pausa para respirar hondo de una manera exagerada—. ¿Habéis ordeñado alguna vez una vaca?

El niño negó con la cabeza.

—No. Casi no hemos visto vacas, sólo cuando alguien pasaba con una por delante de casa. Hemos vivido aquí desde que papá murió en la guerra. Mamá no nos dejaba salir.

—Pobrecitos, ¿nunca habéis salido a jugar, a ver los árboles o el sol?

—Sólo desde las ventanas.

Adriana se quedó asombrada de que una madre pudiera hacer eso a sus hijos.

—Es maravilloso estar al aire libre cuando el sol brilla y las mariposas revolotean, ver los animales, respirar aire puro. Es bueno salir. Aunque hay malas personas de las que los niños deben cuidarse, los Abernathy son muy buenos, gente de confianza. Les gusta enseñar a los niños a leer, escribir y contar, además de todo lo que sea acerca de los animales. ¿Puedes hacer tú eso?

Una vez más, el niño negó con la cabeza.

—Bien, resulta que el señor Abernathy es un profesor excelente, y le gustan los niños tanto como a su esposa. Además, es un experto en tallar animales en madera. ¿Te gustaría tener un animal de madera?

Esta vez sonrió ante la respuesta afirmativa del niño.

—En ese caso, casi puedo prometerte que antes de esta noche todos tendréis uno, pero para llegar al lugar donde viven los Abernathy es preciso subir a uno de esos bonitos carruajes que esperan fuera. ¿Os gustaría?

Los tres huérfanos se miraron con incertidumbre.

—No sé —musitó el mayor—. Nunca hemos subido en uno.

Adriana rió y acunó al pequeño en sus brazos.

—Entonces, estás a punto de hacer tu primer viaje en un vehículo digno de un príncipe. Mis amigos y yo os conduciremos a casa de los Abernathy y os presentaremos a todos los huérfanos que la pareja ha tomado bajo su protección. Podéis preguntarles sobre su casa para saber si están contentos y felices viviendo con la familia. En caso contrario, no tendréis que quedaros. Encontraremos a otra alma bondadosa que cuide de vosotros, pero apuesto a que los niños que viven bajo su techo son tan felices como lo seréis vosotros. De hecho, creo que no puedo recomendar un lugar más agradable para unos niños.

—Mamá ha muerto, ¿verdad? —soltó el niño.

Adriana asintió lentamente.

—Lamento decir que sí. Por eso hemos venido..., para ayudaros. Pero antes, deberíamos saber vuestros nombres. —Examinó con aire pensativo la carita sucia de la niña que sostenía en brazos, y después miró al mayor—. Algo me dice que te llamas Thomas... —aventuró.

—Joshua... Joshua Jennings —declaró el niño, y señaló con el pulgar al rapazuelo que tenía al lado—. Mi hermano es Jeremiah. Y mi hermana, Sarah.

—Bien, da la impresión de que lleváis nombres de personajes de la Biblia. Un gran honor. ¿Os puso el nombre vuestra madre?

—No, fue papá. A ella no le gustaba leer, pero cuando mi papá vivía, nos leía la Biblia. Empezó a enseñarme a leer, pero antes de terminar se fue a la guerra y lo mataron de un tiro.

—Lo siento muchísimo, hijos. —Adriana les dirigió una mirada compasiva—. ¿Sabéis la historia de Josué y la batalla de Jericó, cuando ordenaron a los hombres que desfilaran alrededor de la ciudad durante siete días y siete noches, y luego tocaran el cuerno? Ante el asombro de todo el mundo, las murallas se derrumbaron.

La sucia cabeza se movió de un lado a otro.

—No me acuerdo. No he oído más cuentos desde que papá se fue a la guerra —musitó el niño, y alzó cuatro dedos, negros como el hollín—. No tenía más de estos cuando se marchó. Después, mamá nunca quiso contarnos cuentos. Cambió la Biblia por una botella de ginebra y un poco de comida. Cuando tenía trabajo, volvía a casa con lo mismo. Se quedaba varios días en cama bebiendo ginebra, y después salía a buscar trabajo para comprar más.

—Bien, sé de buena tinta que el señor Abernathy es muy aficionado a la Biblia, y le encantará leérosla. Contiene historias emocionantes sobre hombres y mujeres que se llamaban como vosotros. —Indicó al marqués con un movimiento de cabeza—. Este amable caballero es lord Randwulf. Se encargará de tomar las medidas necesarias para que podáis quedaros con los Abernathy hasta que seáis lo bastante mayores para aprender profesiones respetables. Bien, si dejáis que lady Burke y él os ayuden a subir a uno de esos carruajes negros y brillantes que esperan fuera, yo os seguiré con vuestra hermana.

Colton se quedó patidifuso por la habilidad de la belleza para conquistar a los tres niños, que después de entrar él en la cabaña habían huido aterrorizados a un rincón, donde se habían acurrucado presa de un terror absoluto. Hasta que sus ojos se adaptaron por fin a la oscuridad, lo único que pudo ver en el interior de la choza fueron sus enormes ojos, que lo miraban abiertos de par en par a causa del miedo. Por más que intentó convencerlos de que no quería hacerles daño, en cuanto se acercaba un poco empezaban a chillar, como si esperaran recibir una paliza o ser conducidos a algún lugar siniestro, tal como les había advertido su madre. Sin embargo, en cuanto Adriana entró, la situación había cambiado por completo. Era evidente que poseía un talento natural para calmar a los niños y ganarse su confianza. No le cupo la menor duda de que algún día sería una madre maravillosa..., tal vez para los hijos de ambos.

Una vez fuera, Colton subió a los niños al carruaje de su hermana, y después de ayudar a Samantha se volvió hacia Adriana y tomó sus dedos.

—Estoy en deuda contigo —dijo en voz baja—. Por lo visto, no soy muy diestro con los niños, al menos con estos pobres huérfanos asustados. Estaba desorientado por completo hasta que llegaste. Gracias por tu bondad y tu ayuda.

Adriana no pudo reprimir una sonrisa. Experimentó la sensación de que la voz de Colton, suave, cálida y tranquilizadora, acariciaba sus sentidos.

—Pobres pequeños, es evidente que carecían de amor y cuidados desde hacía tiempo, pero los Abernathy se encargarán de cambiar eso. Son personas maravillosas. No me cabe la menor duda de que, con el tiempo, estos niños llegarán a quererlos, como los demás que tuvieron la suerte de ser adoptados por la pareja. La señora Abernathy jura que han sido bendecidos con una familia numerosa a estas alturas. De todos modos, con tantos niños que alimentar y vestir, han de trabajar con ahínco para sustentar a sus retoños. Si os parece bien, mi señor, tal vez podríais echarles una mano. Lo agradecerán todos los concernidos. En caso contrario, estoy segura de que mi padre aportará de buen grado más...

—No hace falta que lo molestes, Adriana. Me ocuparé del asunto en persona. De hecho, he venido esta mañana con dicho propósito, para preocuparme por el bienestar de los niños después de que el mozo de cuadra contó a Harrison que los tres estaban muy necesitados, pero cuando entré y descubrí que su madre había muerto, no supe cómo encontrar un hogar adecuado para ellos sin contratar a alguna mujer que los cuidara. Da la impresión de que los Abernathy son el tipo de gente cariñosa y concienzuda que estos niños necesitan. Gracias por venir en mi rescate... y por consolar a los niños. De no ser por ti, es muy probable que aún siguiera ahí dentro, intentando ganarme su confianza.

—Es muy probable que, dentro de algunos años, quieran saber dónde está enterrada su madre —murmuró Adriana, contenta de que el marqués accediera a subvencionar a los Abernathy por cuidar de los pequeños.

—Me ocuparé de que la entierren en una tumba con una lápida, y de que se pronuncien las palabras adecuadas cuando sepulten su cuerpo. Lo haré hoy mismo, y después informaré a los Abernathy de la hora, para que lleven a los niños. De hecho, si te parece bien, creo que a los tres les gustaría que estuvieras presente, pues parece que te has ganado su confianza. ¿Te gustaría acompañarme mañana al funeral de la mujer?

—Por supuesto, mi señor. —Le dedicó una mirada, y cayó en la cuenta de que se sentía como nunca aquella mañana. Después de ser testigo de su solidaridad con unos completos desconocidos, su estado de ánimo había mejorado. Ahora, el día se le antojaba mucho más luminoso y bello—. Avisadme de la hora y estaré preparada.

—Enviaré a alguien a Wakefield con dicha información en cuanto sepa cuáles serán los trámites. No hace falta que acudamos por separado. Iré a buscarte en el landó media hora antes de la ceremonia. ¿Te parece bien?

—¿Vendrá Samantha? —preguntó Adriana, con la esperanza de tener compañía.

—Se lo preguntaré más tarde. De momento, lo mejor será que llevemos a los niños a casa de los Abernathy, para que les den de comer, los bañen y los vistan.

—Gracias por la consideración que habéis dispensado a estos niños, mi señor —contestó ella de todo corazón—. Es obvio que la vida no les había sonreído desde que su padre se marchó, pero les aguarda una mucho mejor.

—Soy yo quien debería darte las gracias, Adriana. Cuando Samantha y tú cuidabais de aquellos animales extraviados que traíais a casa, nunca se me ocurrió que algún día me sentiría aliviado al ver ese instinto protector en acción una vez más. Fue decisivo a la hora de calmar a esos pobres niños sin hogar, necesitados de cariño. Espero no volver a reírme de ti, ni de Samantha, por encarnar el papel del buen samaritano.

Las comisuras de la boca de Adriana se alzaron un poco.

—Os recordaré vuestras palabras si volvéis a abundar en vuestro comportamiento. Al igual que cuando erais más joven, da la impresión de que os encanta burlaros de nosotras, sean cuales sean las circunstancias.

Una lenta sonrisa se insinuó en los hermosos labios del hombre.

—Oh, no me hará falta atormentarte acerca de tus admirables cualidades, cuando ahora tengo recuerdos mucho más atrayentes con los que fastidiarte. —Le acarició los pechos con la mirada un instante—. No pienso olvidar esos momentos trascendentales.

Cuando sintió el calor que ascendía a sus mejillas, Adriana dio media vuelta con brusquedad, y notó que la mano del marqués se deslizaba bajo su codo para ayudarla a subir al carruaje. Aunque estaba decidida a desairarlo, fue la delicada presa sobre su brazo la que alejó todo ánimo de venganza. Si hubiera perdido la razón por completo, hasta habría pensado que se trataba de una caricia afectuosa.

—Me han dicho que Colton Wyndham ha regresado por fin a reclamar su título legítimo de lord Randwulf —dijo Melora dejándose caer junto a su hermana menor, mientras esperaban a que su madre les sirviera el té. La menuda rubia meneó las caderas, como si intentara acomodarse en la enorme otomana, lo cual provocó que Adriana pusiera los ojos en blanco. Con todas las demás butacas, sofás y otomanas de la sala de estar, parecía innecesario que Melora la echara del almohadón con el fin de hacerse sitio.

—¿Ya estás cómoda? —preguntó Adriana, sin poder disimular su sarcasmo.

—Sí, gracias —contestó Melora, y cabeceó varias veces como confirmando la respuesta.

—¿Deseabas hablar conmigo en privado?

Esta vez, un oído atento habría detectado el tono claramente burlón en la voz de Adriana.

—La verdad es que sí. Durante todos estos años he sentido curiosidad por algo. Tal vez querrías iluminarme, puesto que lord Sedgwick te quería tanto.

Adriana enarcó una ceja suspicaz.

—¿Sí?

—Me he preguntado con frecuencia si lord Sedgwick se arrepintió en algún momento del contrato que propició entre Colton y tú, y cuál de los dos maldijo más dicho contrato, si el padre o el hijo. Si hubiera sabido que Colton preferiría marcharse de su casa antes que afrontar la perspectiva de pasar el resto de su vida contigo, lo más probable es que lord Sedgwick hubiera elegido a Jaclyn o a mí antes que a ti. Nadie ha explicado nunca por qué te eligió para su heredero. Pero eso ya no importa, claro está. El pasado está grabado en piedra. Lo único que cuenta es el futuro. Dime, ¿qué opinas de tu prometido, ahora que has vuelto a verlo?

Las teorías y preguntas de Melora encresparon a Adriana.

—Colton no es mi prometido, y puede que nunca lo sea, de modo que deja de llamarlo así. Conoces el contrato tan bien como yo. Tiene tres meses de noviazgo para decidir si desea prometerse conmigo, así que hasta entonces, si eres tan amable de refrenarte de llamarlo así, te estaré muy agradecida por tu contención, ya que no de tu comprensión y diplomacia. —Como no deseaba hablar de su encuentro matutino con Colton, se encogió de hombros fingiendo indiferencia—. ¿Quién puede juzgar los modales de un hombre en pocas horas? Colton parece bastante agradable, pero somos poco más que extraños.

—¿Es guapo?

Adriana se resistía a proporcionar a Melora información que pudiera propagar distorsionada.

—Se parece mucho a su padre.

—Ah, entonces ha de ser muy guapo, ¿no?

—Siempre pensé que lord Sedgwick era un hombre de aspecto muy distinguido, así que debo admitir que Colton es un hombre apuesto.

—¿Crees que está ansioso por iniciar el noviazgo, al cabo de tantos años de ausencia? Después de negarse con tanto ahínco al compromiso matrimonial, es probable que ahora se niegue también.

Muy consciente de la propensión de su hermana a meter la nariz donde no debía, y a escarbar en sus sentimientos hasta extraer toda la información posible, Adriana se levantó de la otomana como impulsada por un resorte y atravesó a toda prisa la sala para recibir una taza de té de su madre.

—Gracias, mamá —murmuró, agradecida de que la presencia de su madre pudiera calmarla tanto. Tomó un sorbo antes de aceptar una bandeja de bollos untados con una fina capa de crema y mermelada de fresas.

Melora se reunió con su hermana y la examinó de pies a cabeza,

—Deberías llevar vestidos más gruesos para disimular que eres tan alta y delgada, Adriana. Y un poco de colorete en las mejillas no te sentaría nada mal. Estás pálida como una muerta. Aunque, bien pensado, tal vez esté relacionado con la emoción provocada por el regreso de Colton. Si bien comprendo tus temores de que vuelva a rechazarte, no deberías permitir que afloraran tanto tus sentimientos. Los ingleses tenemos la costumbre de disimular lo que sentimos, aunque es evidente que nunca has aprendido el arte de aparentar serenidad. Todo está escrito en tu cara, expuesto al mundo. Casi puedo leer lo que piensas cuando te miro a los ojos.

Adriana dedicó una sonrisa afectuosa a su madre, procurando no hacer caso de su hermana, que a veces era tan fastidiosa como un padrastro.

—El té está tan delicioso como de costumbre, mamá. Siempre sabes encontrar la combinación exacta de crema y azúcar.

—Gracias, querida —dijo Christina, y apretó la mano de su hija menor—. Posees la habilidad de conseguir que me sienta especial, cuando lo que hago por la familia es de lo más sencillo.

Melora se interpuso entre ellas y besó a la mujer en la mejilla.

—Porque tú eres especial, mamá.

—Guardad un poco de cariño para mí —dijo Gyles cuando entró en la sala.

Melora dio media vuelta con una carcajada alegre, y dio la impresión de que flotaba hacia él en un intento de reclamar su atención. Apoyó las manos sobre los anchos hombros de su padre, se puso de puntillas y le dio un beso en la mejilla. Sólo Sedgwick Wyndham había sido más alto que su padre, cuya estatura la empequeñecía. Hasta su prometido, que era más bajo y robusto, daba la impresión de elevarse sobre ella en ocasiones.

—Papá, sabes que siempre tendrás mi corazón en tus manos.

—Basta ya de zalamerías —tronó el hombre, mientras la apretaba contra sí—. Sé muy bien que el caballerete con el que te vas a casar te ha robado el corazón. No me cabe la menor duda de que, cuando te marches, te llevarás un trozo del mío.

Melora sonrió satisfecha y dirigió una mirada arrogante a Adriana. Nunca olvidaba la atención que le dedicaban a esta sus padres, otros parientes y amigos, comparada con la que ella y Jaclyn recibían, sobre todo porque su padre, debido a los intereses comunes de la caza, la equitación, el tiro con arco y otros pasatiempos, parecía pasar más tiempo con la hija menor que con sus otras dos hermanas. Melora nunca se sentía más gratificada y victoriosa que cuando su padre la alababa delante de las otras dos. No obstante, experimentó una punzada de decepción cuando se dio cuenta de que su hermana no prestaba atención a la escena. Estaba mirando con ojos casi melancólicos por las ventanas que dominaban los jardines delanteros y el estrecho sendero que se alejaba en dirección a casa de los Wyndham.

Melora, incapaz de pasar por alto aquella ambigua afrenta, añadió:

—Supongo que la boda de Adriana no está tan lejana ahora que Colton ha vuelto, papá, a menos que ella corneta alguna insensatez, como permitir que ese bribón de Roger aparezca sin hacerse anunciar, como suele hacer. Dudo que Colton tenga paciencia para aguantar eso, sobre todo después de las incontables batallas en que ha luchado desde los inicios de su carrera militar. A juzgar por todas las informaciones, es todo un guerrero, que se precipitaba al peligro al frente de sus hombres. No me extraña que lo hirieran de gravedad.

Un súbito estruendo de platos al caer sobre la mesita auxiliar provocó que Gyles se volviera solícito hacia su mujer.

—¿Todo bien, querida?

Christina asintió en silencio, temerosa de hacer comentarios que traicionaran sus preocupaciones. Desde el desayuno, no había podido quitarse de la cabeza a Roger Elston y Colton Wyndham, pero era el miedo a las cicatrices del último lo que más la angustiaba. Por más que Melora había intentado sonsacar información acerca del hombre, no se había decidido a hablar de su rostro desfigurado. Se había limitado a decir que había sufrido graves heridas. Sonrió a su marido con valentía.

—¿Te apetece una taza de té, Gyles?

—Sólo si puedo sentarme contigo y nuestras hijas y beber en vuestra amada compañía.

Melora pasó un brazo posesivo alrededor del de Gyles y lo condujo hasta el sofá, donde él se sentó al lado de su esposa. Melora se apoderó del único espacio libre a su lado, y después sonrió con presunción a su hermana cuando esta se volvió hacia ellos. Melora indicó la silla de delante con un gesto autoritario.

—Tendrás que sentarte ahí, Addy. Sé que detestas compartir la atención de papá, pero es justo que te resignes, porque pronto te casarás y te irás.

Adriana fulminó a su hermana con la mirada y se acomodó en la silla. Aunque consideraba que las acusaciones de ser posesiva eran producto de la imaginación calenturienta de su hermana, la irritaba su tendencia a abreviarle el nombre.

—No me llames así, Melora. Sabes que no me gusta ese apodo.

Melora desechó su orden con un encogimiento de hombros.

—Bien, a mí me parece muy apropiado.

Los ojos oscuros se entornaron de manera ominosa.

—¡No lo es!

—¡Pues yo creo que sí!

—¡Chicas, chicas! ¡Comportaos! —apremió Christina—. Ya sabéis que las damas no deben discutir. Parecéis un par de viejas gruñonas.

Melora hizo un mohín dedicado a su madre.

—Sólo porque llamo a Adriana con un diminutivo de vez en cuando se sale de sus casillas. Es muy suspicaz.

Gyles miró de reojo a su hija rubia justo a tiempo de captar la sonrisa de superioridad que dirigió a su hermana menor. También reparó en lo rápido que cambiaba su expresión por otra de absoluta inocencia cuando él carraspeó para reclamar su atención.

—¿Pasa algo, papá? —preguntó Melora, con una sonrisa dulce forzada. En aquel momento, le habría salido con más naturalidad una mueca.

Gyles alzó la vista hacia el techo, como si examinara con detenimiento las molduras.

—Las damas tampoco deberían exhibir expresiones altaneras. Nunca se sabe cuándo puede atacarle a uno la parálisis.

—¿Expresiones altaneras? —repitió Melora con cara de inocencia angelical—. ¿Quién...? —Se volvió hacia su hermana con los ojos abiertos de par en par, como si fuera ella la reprendida—. ¿Qué has hecho, Adriana?

—Melora. —Gyles bajó la cabeza y miró a los ojos azules, que se alzaron hacia los de él con una mirada de dulce confusión. El hombre vio que las mejillas de su hija se teñían de rubor bajo el escrutinio—. Sabes muy bien, querida, que no te gusta que la gente te llame Melly. Me inclino a pensar que ni Melly ni Addy son tan bonitos o adecuados como los nombres que vuestra madre y yo os elegimos. Quizá te beneficiarías de las recompensas de un comportamiento más amable, Melora, si no te esforzaras tanto en enemistarte con tu hermana, sobre todo sabiendo que Adriana detesta ese apelativo en particular.

—¿Estás diciendo que... no soy muy amable, papá? —preguntó vacilante la menuda belleza.

—Estoy seguro de que sir Harold cree que sí lo eres. De lo contrario, no habría pedido tu mano. De todos modos, hay momentos en que puedes ser muy antipática con tu hermana pequeña. —Por mucho que hasta entonces se había refrenado de criticar a su segunda hija en esa parcela tan sensible, ya no pudo contenerse más—. ¿Te mimamos tanto antes de que Adriana naciera, que no pudiste soportar la renuncia a lo que quizá se había convertido en un lugar codiciado dentro de la familia? ¿Debo pensar que le guardas rencor porque ahora es ella la más pequeña?

—Oh, papá, ¿cómo puedes imaginar algo semejante?

—Me pasa en ocasiones, cuando pareces la más resentida, pero haz el favor de perdonarme si estoy equivocado. Sólo trato de encontrar una explicación racional a tus arranques de mal genio. En cualquier caso, se acabó. A partir de ahora, te abstendrás de llamar a tu hermana de otra forma que no sea la empleada por tu madre y por mí.

Algo mortificada por haber sido reprendida delante de quien, en su opinión, siempre le haría la competencia por el afecto de sus padres, Melora dedicó una mirada monstruosamente presuntuosa a Adriana e, incapaz de resistir la tentación de utilizar una fórmula que sus padres solían emplear con ellas, le preguntó:

—¿Por qué te enfadas por nada, querida niña?

—Melora —dijo Christina en voz baja, lo cual consiguió atraer al punto la atención de su hija. Al ver la mirada algo horrorizada e inquisidora de la joven, su madre meneó la cabeza apenas.

Fue una silenciosa comunicación entre madre e hija, pero dio la impresión de que Melora se encogía de mortificación, pues nada le parecía más vergonzoso que darse cuenta de que había disgustado a su madre.

Melora parpadeó para reprimir las lágrimas cuando se levantó y caminó hacia la silla de Adriana. Se agachó y abrazó a su hermana.

—Lo siento —murmuró—. Me he portado mal. ¿Me perdonas?

—Por supuesto. —Adriana sonrió y apretó la mano de su hermana—. Como sabes bien, yo también pierdo los estribos a veces, y he de ser reprendida.

Las dos mujeres rieron, y la tensión se aplacó considerablemente cuando sus padres hicieron lo propio.