12

IMITANDO con gracia las maneras de una actriz en el escenario, Adriana hizo un elegante movimiento con la mano, seguido de una profunda reverencia. Para deleite del público, Colton lo imitó e inclinó la cabeza con solemnidad, de forma que los espectadores estallaron en carcajadas y aplausos. Adriana no soportó el clamor. Pese a su sonrisa, se encogió y se cubrió los oídos, en un intento de ahorrarse el dolor de los aplausos atronadores.

No todos los invitados participaban en la ovación que estaba recibiendo la pareja. Cuando Roger volvió a la sala de baile y observó que Adriana había sido reclamada por lord Randwulf, se abrió paso entre los invitados a codazos. En cuanto la música terminó, se sintió invadido por la furia cuando oyó los comentarios susurrados, los cuales abundaban en la convicción de que lord Randwulf y lady Adriana estaban hechos el uno para el otro, porque formaban una pareja sublime. Lanzó miradas airadas a las viejas chismosas responsables de observaciones tan mortificantes, lo cual provocó exclamaciones ofendidas y comentarios despectivos sobre la grosería del hijo del fabricante de tejidos, y luego la gente se alejó de él, irritada.

Conocidos y familiares, congregados en el extremo opuesto de la espaciosa sala, muy cerca del lugar desde el que Felicity y Stuart observaban también la simpática reacción del marqués y la dama, estaban dedicando alabanzas similares a la pareja. Un comentario que Jaclyn hizo a su padre acabó con las esperanzas de Felicity de conquistar al apuesto noble.

—¿Sabes una cosa, papá? Con todo lo que se enfadó Colton cuando lord Sedgwick propuso que se comprometiera con Adriana, ahora no parece que se oponga tanto. De hecho, parece incapaz de apartar los ojos de mi hermana. Claro que, para encontrar una joven tan hermosa como ella, tendría que dar la vuelta al mundo dos veces.

Gyles rió.

—Es muy bonita, ¿verdad? Pero tengo dos hijas más igual de atractivas.

Jaclyn palmeó el brazo de su padre.

—Por mucho que Melora se oponga a la idea, papá, después de mi larga ausencia de casa he llegado a convencerme de que, en lo tocante a belleza, Adriana nos ha superado a las dos. Con el pelo oscuro, los ojos enormes y su estatura, es mucho más elegante. Si se me permite presumir de hermana, yo diría que se ha convertido en una mujer de belleza singular.

Felicity resopló mentalmente por el entusiasmo con que los Sutton alababan a uno de los suyos, olvidando que su padre había sido culpable con frecuencia del mismo delito. Sus cumplidos, sin embargo, no la molestaban tanto como la noticia de que ya existía un compromiso entre lord Colton y lady Adriana. Una oscura melancolía descendió sobre sus esperanzas. Por más que anhelara conquistar a Colton Wyndham, ya no parecía posible. Por lo general, únicamente la muerte de uno de los dos, o una grave indiscreción por parte de la mujer, podía llegar a anular un acuerdo de ese tipo. No cabía esperar que lady Adriana cometiera la imprudencia de caer en desgracia de esa forma, y por más que Felicity calculara las ventajas de que Ulises arrojara a su ama y esta se rompiera el cuello en uno de sus habituales saltos de obstáculos, parecía dudoso que se produjera dicha circunstancia.

¿Cómo demonios encontraría otro aristócrata con el que casarse? Carecía del linaje necesario para frecuentar los círculos en que se movían. Si bien la idea de ser marquesa la había animado por cierto tiempo a despreciar títulos inferiores, ahora tendría que aceptar cualquier cosa. En aquel momento, hasta el título de vizconde parecía atractivo. Aun así, no podía imaginar que hubiera muchos aristócratas ansiosos de pedir su mano. Era la simple hija de un contable, y en los últimos tiempos su padre había estado demasiado dedicado a intentar solucionar las dificultades con su madre y su abuelo para ayudarla. Todas las predicciones que había hecho en su empeño por casarla con un miembro de la aristocracia se habían venido abajo por un simple compromiso, redactado muchos años antes de que ella hubiera irrumpido en ese ambiente.

—A juzgar por la forma en que la mima, cabría pensar que lady Adriana ha pasado un aro por la nariz de Colton. —Señaló la pareja con un movimiento de cabeza, con la esperanza de arrancar un comentario similar a su acompañante; pero, durante el largo silencio que siguió, miró a un lado y descubrió que Stuart estaba devorando con los ojos a la morena. Incapaz de disimular su cruel decepción, se revolvió contra él, herida en su orgullo—. ¿Tú también?

Stuart dio un respingo cuando se dio cuenta de que le hablaban a él.

—Perdona, Felicity. ¿Has dicho algo?

—Sí —replicó ella—, pero es evidente que estabas más pendiente de otra mujer. Mirabas con tal concentración a lady Adriana, que he de preguntarme por qué estás conmigo, cuando le dedicas toda tu atención a ella.

Stuart enarcó una ceja, bastante asombrado por el mal humor de la joven.

—No me di cuenta de que la miraba con tanta fijeza.

—Bien, pues lo hacías, como si yo fuera un sapo —masculló Felicity—. Si estás tan interesado en lady Adriana, ¿por qué no vas a solicitarle un baile? No hace falta que te sientas obligado a estar conmigo, sólo porque tu hermano y tu cuñada nos han traído a la fiesta. Estoy segura de que a lady Adriana le encantará saber que ha captado tu atención, junto con la de los demás caballeros presentes.

—Perdonad, señorita Felicity, pero creo que lord Colton y lady Adriana están a punto de comprometerse, si no lo han hecho ya —murmuró Stuart.

Felicity le dirigió una mirada irascible.

—De lo contrario, no te habrías molestado en bailar conmigo.

Stuart se abstuvo de refutar la afirmación de la mujer. Cualquier excusa sería rechazada, y con motivo. Había estado mirando a Adriana con todo el anhelo que sentía.

Si Colton se hubiera interesado, siquiera de pasada, por el tema de conversación de la pareja, no se habría llevado ninguna sorpresa, pero no albergaba el menor deseo de dedicar su atención a otros en este momento, no cuando se hallaba en compañía de la mujer que hechizaba sus sueños desde que había vuelto. Lo más asombroso de todo era que su padre le había elegido la dama dieciséis años antes. ¿Cómo pudo tener la perspicacia de imaginar a Adriana en todo su esplendor, y saber que conmovería su corazón como nadie lo había conseguido jamás? ¿Se trataba de una coincidencia, o su padre había sido así de perspicaz?

Apoyó una mano en la esbelta cintura de Adriana y la apretó contra sí, con la esperanza de que su audacia bastara para mantener a raya a los demás pretendientes hasta que el baile terminara. Las dificultades llegarían después, cuando se viera obligado a olvidar la sensación de tenerla en sus brazos y el provocador olor a rosas que le había inundado la cabeza.

Adriana no pudo hacer caso omiso de la familiaridad con que Colton la trataba. Lo miró con curiosidad.

—¿Sí, cariño? —preguntó él.

Adriana no estaba segura de que le gustara que sus rodillas tendieran a doblarse cuando oía los apelativos cariñosos del hombre. Tampoco contribuyó a la firmeza de su compostura sentir que los fuertes dedos de Colton le apretaban la cintura cuando inclinó la cabeza para oír su respuesta.

—¿No acordamos ser discretos en todo momento para no alimentar las esperanzas de nuestros padres?

—¿Lo hicimos? —preguntó él, como si jamás hubiera considerado tal idea.

Sabiendo que Colton Wyndham no tenía un pelo de tonto, Adriana no tuvo otro remedio que creer que había desechado aposta su anterior sugerencia. Pese a ello, insistió en que se comportara como habían acordado.

—¿No crees que deberíamos serlo? Podría ser beneficioso.

Colton se encogió de hombros.

—Tendré que meditar largo y tendido sobre esa idea, cariño. Podría entorpecer mi capacidad de analizar nuestro noviazgo en toda su integridad. Si mi padre insistió tanto en que serías buena para mí, debería ahondar sin trabas en nuestra relación, incluso en presencia de nuestros padres.

Adriana casi se atragantó. La poderosa descarga de persuasión sensual que Colton Wyndham era capaz de lanzar contra su feminidad podía provocar resultados devastadores. Hasta la boda de su hermana no se había dado cuenta de lo cerca que estaba de enamorarse del hombre. Cuando los ojos de él habían escudriñado los suyos, le había dado un vuelco el corazón, conmovida hasta lo más hondo. Si continuaban tales deliciosos ataques contra sus sentidos, eso podía significar el fin de su resistencia, así como su condenación definitiva. Aún no había olvidado su confiada afirmación de que le proporcionaría placer.

Como se sentía muy vulnerable a sus encantos, intentó convencerlo de lo contrario.

—Deberías darte cuenta, Colton, de que sería prudente ahorrar a nuestros padres la angustia de ver cruelmente destrozadas sus expectativas, después de tres meses de entusiasmo fingido por tu parte.

—¿Fingido? —Colton ladeó la cabeza y refutó el uso de aquella palabra en particular, además de la acusación lanzada contra él—. No creo que jamás haya fingido entusiasmo por una dama de manera deliberada en toda mi vida, sobre todo con una que me atrae. Si no me atraen, desaparezco de su presencia. En este momento, Adriana, ardo en deseos de conocerte mejor en las semanas venideras. Si experimentas la necesidad de advertir a tus padres, quizá deberías aconsejarles que no se tomen demasiado en serio lo que vean, hasta el día de la proposición oficial. Teniendo en cuenta las circunstancias que nos unen actualmente esa parece la solución más sencilla, y no significará ningún problema para mí.

El corazón de Adriana dio un vuelco. Ya podía ver el desastre que se avecinaba. ¿Qué defensa tenía una virgen inocente contra un hombre ducho en el arte de seducir mujeres?

Los invitados, sonrientes, abrieron un pasillo para la pareja. Al mismo tiempo, viejos conocidos saludaron a Colton con entusiastas palmadas en la espalda, firmes apretones de manos o bromas estentóreas, estas a cargo de los que no podían abrirse paso entre la multitud. Las carcajadas resultantes motivaron que Adriana se encogiera y se acercara más a sus amigas, para oír los comentarios susurrados acerca del apuesto galán que la escoltaba.

El entusiasmo de amigos y conocidos reafirmó la mueca burlona que deformaba los labios del aprendiz, cuando la pareja se acercó a la puerta en que se había apostado. Al ver que las esperanzas se disipaban ante sus propios ojos, Roger había decidido que intentaría arrebatar la dama a su señoría por la fuerza. Daba igual que el marqués fuera un soldado veterano, o que fuera más alto, fuerte y experimentado con los puños. Roger estaba desesperado. Era plantar cara a Colton, o presenciar el fin de sus aspiraciones.

En la puerta central de la sala de baile era donde iba a desplegar sus esfuerzos para expulsar al coronel retirado del corazón de la dama. La colocación estratégica de una silla y su propia postura, con la pierna extendida al lado, formaron una barrera ante la pareja. Quedaba por ver si sería infranqueable.

Cuando Colton vio el obstáculo que amenazaba con impedirles salir de la sala, se preguntó si se vería implicado en otro altercado con el aprendiz. Si ese enfrentamiento tenía lugar, se prometió que daría al muchacho una lección más dura que la anterior. Quizá tendría que meterle la verdad a golpes en la mollera, porque Roger parecía un poco lento de entendederas. La verdad era que la dama no le pertenecía, y nunca sería suya.

Adriana vaciló cerca de la puerta. Se volvió apenas para mirar a Colton, pero la presión de la mano varonil sobre su cintura la obligó a seguir adelante.

—No temas nada, Adriana —murmuró Colton—. Si Roger insiste en solucionar el problema de forma violenta, lo invitaré a salir. Así habrá menos posibilidades de estropear la fiesta.

Roger lanzó un bufido despectivo cuando Adriana intentó rodear la barrera que había desplegado para impedir su partida, y se adelantó para cortarle el paso.

—Bien, esta noche se ha demostrado claramente que carecéis de energía para afirmar vuestra independencia, y habéis capitulado ante los planes del difunto lord Randwulf para casaros con su hijo. Pensaba que estabais hecha de un material más resistente, pero ahora me doy cuenta de que estaba equivocado. Nunca habría debido creer que existían esperanzas para mí, sobre todo cuando os restregaron un título de marquesa delante de vuestras bonitas narices. Lamento haber pensado que erais diferente. —Torció los labios como asqueado por lo que veía y la recorrió con la vista, pero su corazón padeció lo indecible cuando fingió repulsión, porque era la criatura más encantadora que había visto en su vida. Con su fina piel de porcelana, los ojos oscuros de espesas pestañas y la boca sensual, dejaba en mantillas a todas las busconas pintarrajeadas que había frecuentado en Londres—. Sois como todas, ansiosa por obtener un título y prestigio...

—Perdonad, señor Elston —lo interrumpió Colton con brusquedad—. Estáis llegando a conclusiones precipitadas sobre un asunto en el que la dama no ha intervenido. La solicité por motivos que no vienen al caso. Si poseéis algún derecho sobre ella que le impide bailar con alguien que no sea vos, lo ignoraba. Tampoco conozco limitaciones que exijan vuestro permiso para abordarla. —Enarcó una ceja—. ¿Poseéis tal derecho sobre la dama?

Roger lo fulminó con la mirada, a sabiendas de que el noble era el único que tenía derechos sobre la bella. El contrato que lord Sedgwick había redactado para su hijo le garantizaba un derecho que ningún otro hombre podía discutir, pero Roger se negaba a reconocer esa circunstancia, y dejó que su hosco silencio transmitiera su protesta por lo que consideraba una grave injusticia.

—Lo imaginaba. —Colton dedicó una breve sonrisa al joven, y enlazó el brazo de Adriana con una determinación que el aprendiz no pasó por alto—. Creo que la dama tiene algo que deciros, señor Elston. Si sois tan amable de trasladaros a la biblioteca, os seguiremos.

Adriana miró a Colton.

—Tal vez sería mejor que hablara con Roger en privado.

Colton hizo un gesto de negación. Ansioso como estaba el aprendiz por poseerla, lo creía capaz de obligarla a algo que ella no deseaba para forzar un matrimonio, aunque dudaba seriamente que el padre de Adriana tolerara tal abuso sin matar al hombre. En cualquier caso, no albergaba la menor intención de brindar tal oportunidad al aprendiz.

—Eso no sería prudente, querida mía. Carecemos de garantías de que el señor Elston no intente hacerte daño.

—¿Hacerle daño? —repitió con incredulidad Roger, como si jamás le hubiera pasado por la cabeza tomar a la dama por la fuerza—. ¡Mi señor, os aseguro que sólo tengo ganas de haceros daño a vos!

Los ojos grises se clavaron con frialdad en los enfurecidos ojos verdes.

—Lo dejasteis bien claro el primer día que nos conocimos, señor, pero es evidente que no habéis aprendido la lección que os di. ¿Os apetece probar de nuevo? Hasta os permitiría lanzar el primer puñetazo. ¿Quién sabe? Quizá la suerte os sonreiría esta vez.

Roger torció los labios en una sonrisa despectiva.

—Por más que me gustaría haceros trizas, debo declinar vuestra invitación.

—Qué pena. —Colton sonrió—. Tal vez habríamos podido solucionar el problema de una vez por todas, porque da la impresión de que sois propenso a convertiros en un engorro. Sea como sea, si reconsideráis vuestra postura, me encontraréis con la dama.

Los ojos verdes se inflamaron ante el reto del noble. Como ya había recibido una buena demostración de las habilidades del marqués, Roger no estaba interesado en otro enfrentamiento físico con el hombre, pues no le había ido nada bien la primera vez, pero no pudo contener su resentimiento y buscó burlarse en otro terreno.

—No todo el mundo está dispuesto a lamer las botas a los aristócratas. Por lo que a mí respecta, considero esa tarea detestable.

—No todos los aristócratas son tan pacientes como lady Adriana. Por lo que a mí respecta —replicó con acidez Colton—, no tengo la menor intención de permitir que un imberbe deslenguado eche a perder la fiesta. Sospecho que lord Standish no sería tan tolerante con vuestros groseros modales como su hija. Si deseáis uniros a nosotros, la dama y yo estaremos en la biblioteca. En caso contrario, señor Elston, podéis marcharos ahora mismo.

Esta vez, los ojos verdes destellaron con furia cuando los insultos del marqués lo hirieron en un punto muy sensible en años recientes, su aspecto juvenil. Aun así, Roger no se atrevió a reaccionar, por temor a que la dama pensara que era más un muchacho que un hombre.

—¿Cómo? ¿Os habéis arrogado tal autoridad, que ahora podéis despedir o recibir invitados a vuestro antojo?

Colton insinuó una sonrisa despectiva.

—Por ser amigo íntimo de la familia, creo que estoy en mi derecho a expulsar de la mansión a un camorrista. Pues habéis demostrado sin la menor duda que lo sois.

—No sois el dueño de esta casa —gritó Roger con voz ronca—. No sois más que un invitado..., igual que yo, y no tenéis derecho a ordenar a nadie que se marche.

Colton lanzó una carcajada.

—Si queréis que llame a lord Sutton, lo haré con sumo gusto. Dada vuestra propensión a causar problemas, no me cabe duda de que el resultado será el mismo.

Roger abrió la boca para replicar, pero el noble pasó de largo al darse cuenta de que habían despertado la curiosidad de un buen número de invitados, los cuales estiraban el cuello para ver qué estaba sucediendo en la entrada de la sala de baile. Roger se quedó boquiabierto un instante, miró a su alrededor al punto y observó que varias mujeres lo estaban mirando de manera furtiva, mientras susurraban detrás de sus abanicos. Tras ellos había hombres ricos y de elevada condición, que lo contemplaban con expresión desaprobadora.

Los murmullos que circulaban por la sala no tardaron en conseguir que Gyles concentrara su atención en el aprendiz, el único culpable a la vista. Si bien Roger sintió el peso de la inspección del hombre, se negó a mirarlo ni una sola vez. Gyles tomó las riendas del asunto e hizo una señal a los músicos. Una vez más, una agradable melodía flotó en la sala, y los invitados empezaron a bailar. Gyles pidió disculpas a las personas con quienes estaba hablando y se alejó.

Colton guió a Adriana hasta uno de los dos sofás de la biblioteca, instalados cerca de un mirador con ventanas en forma de diamante. De día, el emplazamiento y comodidad de los muebles debían de ser ideales para leer. Sin embargo, en aquel momento, era un lugar desde donde se podían ver con toda facilidad las estrellas que brillaban en el firmamento.

—Roger no dejará de responder a mi reto, Adriana. Estoy convencido de que entrará de un momento a otro —anunció—. Y, si conozco a tu padre, se presentará muy pronto.

—No pasará nada grave, ¿verdad? —preguntó la joven, que se culpaba del comportamiento de Roger. Si hubiera dejado que su padre expulsara al muchacho el día de su primera visita, o en cualquier otra posterior, nada de eso habría ocurrido.

—Nada que tu padre y yo no podamos manejar —la tranquilizó el marqués—. No te preocupes.

Colton no había estado en la biblioteca de los Sutton desde su lejana partida y, cuando se puso a pasear por la estancia, lo asaltaron viejos recuerdos, resucitados por el entorno familiar. Incontables estanterías, con libros apretujados en todos los espacios disponibles, cubrían casi todas las paredes desde el suelo al techo, intercaladas con diversos retratos, paisajes y esbozos enmarcados de eras pretéritas. La excepción, y único cambio que pudo distinguir en la biblioteca, era un retrato reciente de las cuatro damas Sutton, colgado en un Lugar de honor, detrás del enorme escritorio de lord Gyles. El artista había plasmado a Adriana en toda su majestuosa belleza, de pie detrás de la silla de su madre. Al otro lado de su madre se hallaban las hermanas mayores, Melora sentada en un banco delante, y Jaclyn de pie un poco detrás de ella. Si bien las dos mujeres rubias y de ojos azules eran hermosísimas, en su opinión, Adriana, con su figura alta y sublime, las trenzas oscuras y los bellos ojos, era mucho más exótica que sus hermanas.

Colton sonrió cuando recordó los días de su adolescencia. De niña, Adriana había sido compadecida por un buen número de conocidos y parientes que carecían de la perspicacia de su padre. Los parientes lejanos habían considerado a la niña algo así como una mancha en una familia siempre atractiva. Colton tuvo que reconocer que él tampoco había albergado grandes esperanzas, pero ahora estaba muy agradecido de que su padre hubiera rechazado a Melora y Jaclyn como sustitutas de aquella cuyo aspecto habría avergonzado a las diosas de las leyendas antiguas.

También estaba agradecido por otros motivos a la intuición de su progenitor. Ahora era mucho más alto que las dos hermanas, pero esa no era la única desventaja. Cuando nació, había sido muy grande, tal vez como serían sus hijos. De las tres, era Adriana quien tenía las mejores probabilidades de traer al mundo un hijo de él sin sufrir en exceso. Otra razón práctica para reflexionar con mucha calma en la elección efectuada por su padre tanto tiempo atrás.

Al ver que Roger entraba en la biblioteca, Colton regresó con parsimonia al extremo del sofá donde Adriana estaba sentada. Enlazó las manos a la espalda y se volvió hacia su adversario, como alguien que calcula bien el tiempo de que dispone antes de la batalla.

Roger frunció los labios en una mueca burlona y enarcó una ceja mientras examinaba la postura protectora del marqués, pero su corazón se partió al ver que Adriana aceptaba con toda naturalidad la presencia del hombre. Era como si ya le perteneciera.

De pronto, Roger se preguntó por qué había ido a la biblioteca. En la sala de baile había visto con toda claridad que la dama había aceptado el pacto que su padre y Sedgwick Wyndham habían firmado años antes. Si bien lord Gyles la había atado al contrato antes de que fuera lo bastante mayor para decidir por sí misma, el verdadero culpable había sido Sedgwick. ¿Acaso no era él quien había concebido el acuerdo nupcial y persuadido a los demás de sus ventajas? Lord Standish y Adriana no habían sido más que simples peones de su jueguecito.

Pero, por intenso que hubiera sido el odio experimentado por Roger hacia lord Sedgwick, ahora estaba convencido de que el odio hacia su hijo se había cuadruplicado en comparación. Deseó al noble el mismo sino fatal de su padre.

Se volvió hacia la puerta, apoyó una mano sobre el pomo y la cerró. No tenía ni idea de qué sucedería en los siguientes minutos. Sólo sabía que no sería el fin, ni mucho menos.

—Lo más probable es que lord Standish venga a reunirse con nosotros —anunció Colton.

Roger dibujó una sonrisa burlona y prolongó el insulto al no pronunciar ni una palabra. Si su adversario necesitaba el apoyo del otro hombre, quien fuera capaz de enfrentarse a los dos sin ayuda era el mejor, ¿no?

Colton, indiferente al desdén visible en los ojos verdes, dedicó al hombre una pálida sonrisa. Había afrontado los peligros del combate en demasiadas ocasiones para preocuparse por el aborrecimiento de alguien que, citando sus propias palabras, nunca había sabido lo que era enfrentarse a un enemigo en un campo de batalla empapado de sangre.

—Digamos que lord Gyles será un testigo imparcial si llega el caso de que deba corregir de nuevo vuestros modales, señor.

La propensión del marqués a tratarlo lo encrespaba como ningún otro insulto.

Caminó con piernas rígidas hacia el sofá donde estaba sentada Adriana, y experimentó un profundo rencor cuando lord Randwulf apoyó una mano sobre el hombro de la dama, como para comunicarle que no permitiría la menor agresión contra ella. Ver que los dedos de su adversario se posaban sobre la piel desnuda avivó el resentimiento y los celos de Roger hasta extremos inimaginables. ¿A qué otro hombre se le había permitido tocar su mano, y mucho menos otra parte de su cuerpo?

Pese al tiempo y la distancia que habían separado a la dama y a su prometido, ahora parecían estar de acuerdo, como si Colton Wyndham ya fuera su marido. Otro motivo más de la indignación que Roger experimentaba. Frustrado por la disposición de Adriana a aceptar al marqués como futuro marido, le dedicó todo su desprecio.

—Permitid que os ahorre la molestia de anunciar lo que ha quedado demasiado patente esta noche, mi señora. Vais a rendiros a los dictados del fallecido lord Randwulf e iniciar el noviazgo con su hijo.

Adriana alzó la barbilla.

—Tal vez esperabas que hiciera caso omiso del contrato firmado por mis padres, Roger, pero esa nunca ha sido mi intención.

Un carraspeo sonoro anunció la entrada de lord Standish, que miró a su hija para asegurarse de que estaba sana y salva.

—¿Todo va bien?

—Todo no, papá —contestó Adriana con una voz muy tensa. Desde el regreso de Colton, nunca se había sentido así—. Estaba a punto de explicar a Roger que debo pedirle que no vuelva a Wakefield Manor después de esta noche, ni me siga a otros lugares.

Roger hizo una mueca de asco.

—Debéis perdonarme por haber pensado en alguna ocasión que teníais opinión propia, mi señora. Sois tan sumisa como las demás mujeres que he conocido.

La irritación que la embargó confirmó a Adriana que no era tan dócil o cobarde como Roger insinuaba. Había conseguido sacarla de sus casillas.

—Roger, temo que hará un año te equivocaste al pensar que podíamos ser algo más que conocidos superficiales. Quedó claro desde el principio que deseabas algo más de mí, algo que yo no tuve jamás la intención de ofrecerte. A lo sumo, no eras más que un amigo lejano, alguien empeñado en seguirme a todas partes, e incluso en irrumpir donde no habías sido invitado. Tendría que haberte dicho hace meses que tus esfuerzos por verme eran estériles. Supiste ya hace tiempo que estaba comprometida con otro desde mi infancia, pero seguiste visitándome como si eso nunca fuera a suceder. Te digo ahora que no habrías podido hacer o decir nada que cambiara las circunstancias.

Roger la miró entre lágrimas.

—¡Podríais habérmelo dicho! ¡Dejasteis que siguiera alimentando esperanzas como un pobre imbécil!

La queja lloriqueante asqueó a Adriana.

—Nunca te animé a creer lo contrario, Roger. Tenía obligaciones para con mi familia... y otros. Intenté decirte esta noche que no podía volver a verte debido a tus celos y aspiraciones, los cuales impedían que siguiéramos siendo amigos, pero te negaste a escucharme, así que hemos llegado a esto...

—¡Esta noche! —bramó el joven—. ¡Habríais sido más compasiva si me lo hubierais dicho el año pasado, antes de decidir que haría cualquier cosa con tal de que fuerais mía! ¿Por qué me dejasteis creer que existía alguna esperanza?

—Con qué rapidez olvidas las veces que lo dejé claro. La primera vez fue cuando te presentaste sin invitación. Con posterioridad, abusaste de mi hospitalidad y la de los demás siempre que podías, siguiéndome a casa de mis amigos y a otros lugares. Si me hubiera negado a verte desde el principio, esto nunca habría pasado. Jamás quise ofenderte, Roger. Nunca esperé que aspiraras a algo más, pero la amistad era lo único que podía ofrecerte.

—Sabíais que deseaba más de vos, pero nunca me advertisteis que pensabais en otro como marido.

Adriana sintió el estómago revuelto. No cabía duda de que sus deformaciones sensibleras de la verdad tenían como objetivo inspirarle pena. No se daba cuenta de que estaba despertando en ella una sensación de repugnancia.

—Eso no es verdad, Roger, y tú lo sabes. Mi padre está aquí para confirmar que te explicó la situación con todo lujo de detalles cuando pediste mi mano. —Hizo una pausa y se miró las manos enlazadas, mientras intentaba con desesperación recuperar el aplomo, y experimentó una inmensa calma cuando Colton le apretó con delicadeza el hombro. Sensible a la consoladora presión, miró a Roger—. Tal vez imaginaste que ocurriría algún milagro y cambiaría de opinión; pero, aunque lord Randwulf no hubiera regresado, me habría casado con otro hombre de mi clase social. La verdad es, Roger, que nunca has sido otra cosa que un conocido casual, y bastante impertinente.

El aprendiz se alisó la chaqueta con un enérgico tirón.

—Bien, espero que todos seáis felices juntos. —La mirada asesina que dirigió a cada uno de los presentes desmintió su afirmación—. Lo seréis, seguramente, pues contáis con todo cuanto se puede ambicionar en el mundo, servido en bandeja de plata.

—Si es así —replicó Colton, dolido por la calumnia que solían lanzar los plebeyos, siempre dispuestos a quejarse de las diferencias de clase pero reacios a hacer algo por mejorar sus circunstancias—, se debe a que nuestros antepasados estuvieron dispuestos a luchar y morir por su rey y su patria. Debido a su lealtad, se les concedieron títulos y tierras. Antes de eso, nuestros antepasados tenían poca cosa, pero estaban dispuestos a sacrificar hasta su último aliento por conquistar honor y grandeza, mucho más de lo que vos estabais dispuesto a hacer por vuestro país en nuestro último enfrentamiento con los franceses.

Roger alzó el labio superior en una mueca desdeñosa.

—Algunos hombres disfrutan matando, pero otros no.

Giró sobre sus talones y, fulminando con la mirada a Gyles de paso, se encaminó hacia la puerta y la abrió con fuerza suficiente para que rebotara contra la pared y se cerrara tras él.

—Ahora sé que debería haberle dicho que no podía volver a verlo la primera vez que vino —murmuró Adriana—. Si lo hubiera hecho, esta noche no habría venido.

Colton le apretó el hombro de nuevo.

—Es evidente que Roger estaba esperando un milagro. Dejó muy claro el día de mi llegada que estaba informado del contrato.

—Tienes razón, por supuesto —admitió Adriana, y luego exhaló un suspiro de preocupación—. Era muy consciente de que tu regreso daría al traste con sus aspiraciones. Su animosidad hacia ti aquel día lo demostró.

—Parece que el chico no se tomó muy en serio nuestro altercado —contestó Colton.

Adriana desvió la vista hacia su padre.

—¿Crees que deberíamos volver al salón de baile, papá? Mamá se estará preguntando dónde estamos.

—Sí, sí, claro —repuso Gyles—. Tu madre estará nerviosa. Id a reuniros con los demás. Yo os seguiré dentro de un momento. Me gustaría permitirme algo un poco más fuerte que el vino. Ha sido un día muy tenso.

Colton sonrió, y se preguntó cómo lidiaría Gyles con los pretendientes que peleaban por una hija. Claro que eso parecía mucho mejor que ver a una solterona amargada.

—Con vuestro permiso, mi señor, me gustaría volver a bailar con vuestra hija.

Gyles los despidió con un ademán.

—Como gustes, mientras pueda quedarme aquí saboreando un buen coñac. —Miró a su alrededor, como temeroso de que lo oyeran—. No se lo digas a mi esposa. Condena este licor, pero yo lo prefiero al oporto.

Colton lanzó una risita.

—Sí, mi señor, también yo. Parece que ambos compartimos los gustos de mi padre.

—Un hombre de gusto excelente, debería añadir —contestó Gyles, y luego rió—. Intuyó que mi Adriana era una joya en bruto. Mírala ahora.

—Lo he estado haciendo toda la noche —afirmó Colton con una amplia sonrisa, y se maravilló de lo cómoda que estaba su mano en la cintura de Adriana cuando la escoltó hacia la puerta. Tres meses antes, jamás habría imaginado placeres tan sencillos pero gratificantes.

Acababan de salir de la biblioteca, cuando una exclamación de sorpresa atrajo su atención hacia la mujer que estaba de pie en el pasillo. La expresión de asombro de Felicity dejó claro que sus pensamientos no eran nada favorables para la reputación de Adriana.

Colton no se sintió inclinado a defender su inocencia, al menos en ese momento.

—¿Estabais buscando a alguien en particular, señorita Felicity?

—El señor Elston parecía terriblemente enfadado cuando se cruzó conmigo en el vestíbulo hace un momento —explicó, mientras paseaba la mirada entre los dos—. Me pregunté qué le habría disgustado, eso es todo. No sabía que los dos estabais en la biblioteca.

Colton sonrió.

—Temo que Roger confiaba en conquistar el corazón de Adriana, pero se le explicó que ese no era el caso. La idea no le gustó.

—No, imagino que no... sería de su gusto, quiero decir —contestó Felicity con una pálida sonrisa. Oyó pasos y miró hacia la puerta de la biblioteca, donde había aparecido Sutton.

Como había escuchado el diálogo, Gyles había considerado prudente intervenir por el bien de su hija. Sonrió a la pareja.

—Pensaba que ibais a bailar.

Colton le dedicó una breve reverencia.

—Sí, mi señor, ese era nuestro plan..., a menos que hayáis cambiado de opinión sobre lo de darme permiso.

—¿Debería hacerlo? —preguntó Gyles, y se esforzó por reprimir una sonrisa—. A menos que seáis un bribón, claro está.

—Puede que sí, mi señor —repuso Colton—. Vuestra hija podría estar en peligro.

El hombre se acarició la barbilla con aire pensativo, preguntándose qué escondían las palabras del marqués.

—Tal vez debería advertiros, señor, que en caso necesario no dudaría en cambiar vuestro estado de soltero a casado.

Colton intuyó que el hombre sería un formidable adversario si alguien ofendía a su hija. Rió para aplacar los temores del noble.

—Me han dicho que sois un excelente tirador, mi señor, de modo que podéis confiar en mis buenas intenciones. Me esforzaré en tratar a vuestra hija con el máximo respeto.

—¡Estupendo! —dijo Gyles riendo, y los echó con un ademán—. Será mejor que os vayáis antes de que los músicos se tomen otro descanso.

Gyles se acarició la barbilla sonriente, mientras veía alejarse a la pareja. Era muy extraño que un hombre y una mujer congeniaran hasta ese grado. Su viejo amigo había elegido muy bien para su hijo, pero Gyles opinaba que a su hija habría podido irle mucho peor. En cuanto al futuro, todo el mundo se hacía la misma pregunta.

Con una ternura exhibida en muy escasas ocasiones por un hombre que había pasado la mitad de su vida en el ejército, el marqués enlazó el brazo de la dama sin dejar de mirarla a los ojos. Bajo aquella mirada incendiaria, los ojos oscuros de Adriana parecían más dulces y dóciles que nunca. No resultó sorprendente que el hombre se detuviera y, atrayendo a la dama hacia sí, la besara en la frente durante un larguísimo momento, lo cual provocó que el corazón de Gyles se henchiera de esperanza.

Lleno de regocijo, vislumbró las futuras recompensas que ofrecería la unión de su hija con el apuesto hombre. ¡Y qué nietos más hermosos nos darán!, se dijo.

El conde de Standish carraspeó y se volvió hacia la joven que estaba mirando con aire desdichado a la pareja, o, más concretamente, a lord Randwulf.

—Es sabido que se ha extraviado gente en esta vieja mansión de estilo Tudor, señorita Fairchild. Por lo visto, sus numerosas alas confunden a los forasteros. ¿Queréis que os acompañe al salón de baile?

Adriana, casi presa del pánico, huyó hacia la escalera, agradecida de que nadie excepto Colton fuera testigo de su veloz escapada o de sus mejillas encendidas. Al mirar por encima de la barandilla, observó que el rostro del marqués se había convertido en una máscara rígida, con el objetivo de disimular los instintos masculinos que lo atormentaban. Como una pantera esbelta y poderosa que recorriera los estrechos límites de su jaula, paseaba por el sombrío corredor con un puño apretado contra la palma de la otra mano.

Cuando llegó al rellano, Adriana no pudo resistir la tentación de lanzar una última mirada al apuesto marqués. Este se había detenido para observar su ascenso, y, bajo el fuego devorador de sus ojos, la joven se sintió despojada de toda la ropa.

El ascenso de la dama permitió a Colton vislumbrar los tobillos cubiertos con medias de seda negra. Desde allí, su mirada lujuriosa subió con idéntica admiración. Como había almacenado en su memoria hasta el último detalle de aquellas piernas largas y bien torneadas, pudo imaginar el exquisito lugar donde se unían, así como las suaves caderas adornadas tan sólo con un diminuto ombligo. Sus ojos se elevaron mentalmente hasta los redondos pechos coronados con pezones tan delicados como pétalos de rosas. Subió hasta los hombros, y luego sus miradas se encontraron.

—Date prisa —dijo, pues le costaba apartar de su mente la imagen fascinante de la joven desnuda.

Adriana respondió con un nervioso cabeceo, se levantó las faldas y corrió hacia su dormitorio. Después de entrar en la espaciosa estancia, cerró la puerta a su espalda y se apoyó contra ella, agitada y asombrada por lo que estaba experimentando. Sentía las rodillas demasiado débiles y temblorosas para atreverse a cruzar la habitación. No obstante, lo más desconcertante eran las palpitaciones que notaba en el núcleo de su feminidad.

Todo había comenzado de una manera bastante inocente, cuando un grupo de unas veinte matronas de diversos tamaños, formas y edades atravesaron la puerta del salón de baile lanzando risitas y toparon con una barrera formada por músicos y parejas de bailarines que se habían agolpado junto a la puerta con el propósito de salir a respirar un poco de aire puro. En aquel momento, Adriana se había preguntado cuál era la causa que divertía tanto a las mujeres, qué comidilla se disponían a propagar. Se habían mostrado temibles en su empeño por abrirse paso entre la muralla humana casi inexpugnable que se había detenido ante las puertas. Los dos grupos se lanzaron hacia delante, músicos e invitados por un lado y las matronas por otro, sin que ninguno cediera terreno, hasta formar una masa compacta que impedía todo movimiento a quienes habían quedado atrapados.

Adriana, aprisionada entre la multitud, sintió que su corazón se aceleraba mientras ella luchaba para controlar su terror a los encierros. El torso largo y musculoso de Colton tenía la dureza del acero, pero la joven, presa del pánico, había intentado soltarse, hasta que lo oyó mascullar una maldición. Temblorosa y a punto de estallar en lágrimas, había intentado calmar la ira de Colton pidiéndole disculpas y confesando su terror a morir aplastada.

—Lo siento, Colton, de veras, pero me ahogo, y temo que no podré controlarme.

En aquel momento, Colton había recordado un incidente sucedido un año antes de su partida. Adriana había ido a Randwulf Manor para pasar la noche con su hermana, y, después de cenar, las dos se habían puesto a jugar al escondite. Por más que Samantha había buscado, no había podido descubrir el escondite de la niña, y corrió a buscarla en otra ala. Cuando escuchó sollozos estremecidos unos momentos más tarde, Colton los siguió hasta el cuarto de invitados que había al otro lado del pasillo, donde descubrió que Adriana había quedado atrapada en un pequeño arcón cuando el pestillo se cerró sobre ella. Después de liberarla, la niña estuvo a punto de estrangularlo con un fuerte abrazo, mientras lloraba y temblaba. Desde ese momento, tuvo terror a quedar encerrada en lugares estrechos o a que alguna fuerza opresora le impidiera moverse.

Rodeada y apretujada por todas partes en la sala de baile, Adriana estaba casi fuera de sí. Comprendiendo su angustia, Colton había apoyado los labios en su pelo, y tratado de aplacar sus temores.

—Cálmate, querida, te lo ruego. No estoy enfadado contigo, sino conmigo, por estar pensando en otras cosas. Pronto saldremos y estarás libre, pero haz el favor de estarte quieta hasta entonces. Me estás dando motivos para sentir pánico..., por temor a avergonzarnos a ambos cuando salgamos. Si no tienes ni idea de lo que estoy hablando, recuerda lo que viste en el cuarto de baño.

Para subrayar sus palabras, Colton había apoyado la entrepierna contra ella, que abrió los ojos de par en par al notar la erección. No se había disculpado por escandalizarla de esa manera, sino que se limitó a escrutar los ojos desorbitados cuando el roce obró efecto.

En el momento en que la gente empezó a dispersarse y pudieron salir, él no permitió que se alejara, por temor a atraer las miradas escandalizadas de los invitados. Como no sabía qué otra cosa hacer, Adriana se había quedado muy cerca de él, de forma que sus faldas lo protegieran de los ojos curiosos mientras salían al vestíbulo. Pensaba que ya estaban a salvo, cuando una matrona rolliza se cruzó en su camino, ansiosa por reunirse con las demás, y la obligó a parar en seco, con lo que Colton topó con ella. La exclamación que escapó de los labios de Adriana emuló a la del marqués. Si se hubiera sentado sobre un hierro al rojo vivo, no habría movido las caderas con más celeridad para alejarse de la firmeza viril que había sentido contra las nalgas.

Adriana exhaló un suspiro, frustrada por ser incapaz de calmar sus pensamientos o su cuerpo. Tras quitarse el vestido, lo dejó sobre un sofá y se dirigió al cuarto de baño. Mojó un paño, lo escurrió y lo apoyó sobre la nuca. Todo su cuerpo necesitaba refrescarse con desesperación. Nunca en su vida había sentido un calor tan ardiente en las mejillas ni un incendio tan devastador en las profundidades de su ser, como cuando Colton le había restregado su ingle. Por qué su audacia no la había indignado era un misterio que escapaba a su comprensión. Claro que ni siquiera en sus años adultos había podido escapar de la incomprensible sensación de pertenecerle.

Adriana oyó que la puerta de su dormitorio se abría y luego se cerraba con suavidad. Convencida de que Maud había ido a ayudarla, experimentó una oleada de alivio. La mujer era una experta en masajearle los hombros y relajarla como nadie más, y en ocasiones la dejaba tan distendida como una muñeca de trapo, cómoda, serena y dispuesta a afrontar otro desafío... Sólo que Adriana no quería ver puesto a prueba una vez más su recato por otro delicioso embate como el que acababa de experimentar. Uno era suficiente por aquella noche..., al menos, hasta que estuviera atada a ese hombre por los lazos del matrimonio. De lo contrario, no podía predecir qué ocurriría.

—Maud, eres un amor por venir a rescatarme cuando más te necesitaba —dijo con suavidad—. Si haces el favor de masajearme el cuello con agua de rosas perfumada, podré volver a bajar en plena forma. Nadie calma los nervios mejor que tú.

La alfombra oriental que cubría el suelo ahogó los pasos, pero Adriana conocía sus aposentos desde que era muy pequeña, y, debido a la sombra extraña proyectada sobre el suelo del cuarto de baño por la lámpara situada cerca de la cama, se dio cuenta de que algo no iba bien. No había señales del gorrito con volantes que adornaba la cabeza grande de pelo ensortijado. La sombra, en cambio, era la de una cabeza pequeña de pelo corto...

Una exclamación de miedo escapó de los labios de Adriana cuando reconoció la silueta distorsionada. Recordando que la camisa que llevaba era una delicada combinación de encaje y raso que tendía a pegarse a la piel, se apoderó de una toalla para cubrirse el busto, antes de agarrar un frasco de colonia. Cuando el intruso atravesó la puerta del cuarto de baño, la joven giró en redondo.

—¡Sal de aquí, Roger, antes de que grite!

El aprendiz se encogió de hombros, indiferente a su orden.

—No puedo hacerlo, Adriana. Te necesito... Te deseo... He de poseerte. Ninguna otra mujer me sirve.

—¡Sinvergüenza!

Enfurecida, le arrojó el frasco, que le produjo leves cortes en la mejilla y el lóbulo de la oreja.

Adriana retrocedió y extendió el brazo para indicarle la salida al miserable.

—Sal de aquí, Roger. ¡Ya! De lo contrario, tendrás que responder ante mi padre. Si te atreves a tocarme, nunca saldrás vivo de esta habitación.

El joven se secó la sangre que resbalaba por su mejilla y avanzó a grandes zancadas, con los ojos clavados en los lustrosos pechos que sobresalían por encima.

—Tus amenazas son en vano, Adriana. ¡Voy a poseerte, tal como me prometí hace meses! Me habré ido, mucho antes de que tu padre suba; pero, si crees que le tengo miedo, lamento decepcionarte. Al fin y al cabo, es un viejo.

Adriana abrió la boca para chillar, pero Roger saltó al punto y le tapó la boca para ahogar sus gritos. Adriana se llenó de cólera. Ella era fuerte y ardía de furia. Si era capaz de controlar a un corcel temido por casi todos los hombres, qué menos que al aprendiz. Juró que daría una lección al muy idiota que no olvidaría en mucho tiempo. Entonces, vería lo que su padre podía hacer con él.

Adriana descargó un puñetazo con todas sus fuerzas en la barbilla de Roger, que lanzó su cabeza contra la pared y le hizo rechinar los dientes. Al instante siguiente, le propinó un fortísimo rodillazo en la entrepierna, algo interesante que había aprendido sobre los hombres durante su primer encuentro con Colton después de su regreso. La reacción de Roger fue aún mayor, porque estuvo a punto de vomitar cuando se dobló en dos de dolor. Pese a ello, la agarró del brazo y la arrojó contra la pared con una fuerza tan brutal, que la joven estuvo a punto de perder el sentido.

A escasa distancia, Maud se detuvo a escuchar, perpleja por los golpes sordos que estaba oyendo. Tan sólo unos minutos antes, había creído oír pasos cautelosos que avanzaban hacia el dormitorio de su ama.

Maud meneó la cabeza y rechazó la idea. En una casa tan vieja, no podía estar segura de que lo que oía fueran ruidos humanos. Su madre le había advertido de pequeña que se cuidara de los ruidos extraños, los gemidos y las formas fantasmales habituales en los caserones antiguos.

De todos modos, los sonidos habían despertado su curiosidad. Había muchos invitados en la casa, y siempre existía la posibilidad de que alguno se hubiera extraviado. Era responsabilidad de la servidumbre encaminarlos hacia la zona que buscaban. Avanzó por el pasillo con sigilo, rezando para que los ruidos fueran humanos y no producto de algo más siniestro.

—¿Sois vos, mi señora? —llamó, y se quedó preocupada al no recibir respuesta.

Exhaló un suspiro de enojo y se alejó con más energía, echando la culpa de los sonidos a una nueva criada. Hasta el momento, la moza había parecido mucho más curiosa que trabajadora, y la habían sorprendido mirándose en el espejo mientras sostenía delante de ella uno de los mejores vestidos de lady Adriana. Henrietta Reeves había advertido a la moza que no volviera a fisgonear en las posesiones de su señoría. Otra infracción, y la chica haría las maletas.

—¿Dónde estás, Clarice? Seguro que no estás haciendo nada bueno. Será mejor que vengas, o se lo diré a la señorita Reeves.

—¿Me llamabas? —preguntó una voz desde el otro extremo del pasillo.

Maud giró en redondo, sorprendida, y se preguntó si estaba teniendo alucinaciones.

—¿Qué estabas haciendo, muchacha? ¿No te dijo la señorita Reeves...?

—Lady Melora dijo que ayudara a Becky a empacar las últimas pertenencias que dejó después de la boda, y que preparara una habitación para ella y sir Harold.

—¿Has estado aquí todo el rato? ¿Con Becky? —preguntó Maud.

—Sí —contestó la chica, y señaló con el pulgar a la otra criada, que había aparecido en el umbral de la puerta—. Becky misma te lo dirá.

Maud frunció el ceño, desconcertada, y miró hacia la zona donde había oído los pasos furtivos.

—¿Hay alguien ahí? —llamó y, al no recibir respuesta, desvió la vista hacia las dos sirvientas, que la observaban de una forma rara. La mujer decidió en aquel mismo momento que necesitaba ayuda de su joven ama, o al menos de la señora Reeves o el señor Charles. Lo que tenía muy claro era que no iba a registrar sola el largo corredor.

Se acercó a la escalera y anunció a las dos criadas:

—Bajaré a buscar a lady Adriana, y después echaré un buen vistazo al pasillo. Si veis a su señoría por aquí, haced el favor de decirle que la estoy buscando.

Colton, que aguardaba ante la entrada de la sala de baile, se volvió cuando oyó los pasos apresurados. En lugar de la belleza a la que estaba esperando, vio a una criada de edad madura. Se le antojaba una eternidad el tiempo transcurrido desde que Adriana había subido, y empezaba a inquietarse.

—¿Sabes si lady Adriana bajará pronto?

Maud se quedó estupefacta.

—Pensaba que mi señora estaba aquí abajo, disfrutando del baile.

—Subió a su habitación hace unos momentos para refrescarse.

—Me pregunto por qué no me llamó para que la ayudara... —murmuró Maud, mientras ladeaba la cabeza perpleja.

—¿Crees que se encuentra bien? —preguntó angustiado Colton, recordando que no había visto a Roger salir de la casa. Dada la propensión del aprendiz a la intimidación física, Colton no descartaba que intentara tomar por la fuerza a Adriana, siendo como era evidente que no podría hacerlo de otra manera.

—Voy a ver dónde está mi señora —dijo Maud, y se volvió como un rayo.

—Te acompaño —anunció Colton—. Si Roger sigue en la casa, puede que corra peligro.

—¿Roger? ¿Por qué iba a...?

—Ahora no hay tiempo para explicaciones —replicó Colton, mientras subía las escaleras de dos en dos. Sintió dolor en la pierna derecha debido a la energía de sus veloces movimientos, pero hizo caso omiso. Cuando llegó al rellano, miró a ambos lados del pasillo—. ¿Por dónde? —preguntó a la mujer.

La corpulenta Maud, sin aliento, indicó la dirección. Cuando el hombre se alejó a toda prisa, la mujer consiguió aspirar aire suficiente para hablar.

—Girad a la izquierda, y es la segunda puerta de la derecha —gritó. Al comprender que sobresaltaría a su señora si entraba en el dormitorio sin anunciarse, añadió—: Puede que mi señora no esté visible.

—Me disculparé después de saber que está bien —replicó Colton. Sólo podía pensar en Roger y en su deseo de poseerla.

Colton asió el pomo curvo de la puerta de Adriana, pero, tras descubrir que estaba cerrada con llave, aplicó el oído a la hoja de madera, en un esfuerzo por escuchar lo que estaba sucediendo dentro de la habitación. Los sonidos eran apagados, como el de alguien oprimido por un gran peso. Movió el pomo con más insistencia y gritó a través de la madera.

—¿Estás bien, Adriana?

Casi al instante, un chillido ahogado surgió del interior, lo cual redobló sus fuerzas. Retrocedió un paso, alzó la pierna izquierda y propinó una patada a la puerta, muy cerca del pomo, y con bastante fuerza para que la hoja se abriera.

Roger emitió un rugido de ira y se puso en pie de un salto. Como no había logrado avasallar lo suficiente a la dama para cumplir sus deseos, comprendió que era preciso escapar. Le escocía la cara de los arañazos que Adriana le había hecho, desde la frente a la barbilla, y tenía los labios doloridos e hinchados del codazo que ella le había dado en la boca. Su empresa se había visto muy dificultada cuando la joven se transformó en una fiera enfurecida, y empezó a morderlo en las zonas vulnerables que estaban a su alcance, hasta el punto de que le entró el pánico mientras intentaba salvar las orejas, la garganta e incluso la nariz, de aquellos colmillos mortíferos. Aunque los dientes de la joven eran de un blanco reluciente, no le cabía duda de que en esos momentos estarían manchados de sangre.

Incapaz de imaginar el placer de montar a una mujer inconsciente, se había abstenido de darle un puñetazo en la mandíbula mientras intentaba protegerse. Quería que estuviera bien despierta cuando la tomara, para que se enterara de que la había poseído antes que cualquiera de sus amigos aristócratas. Deseaba sobre todo que el marqués lo supiera, para que quizá desistiera de casarse con ella. Pese a los valientes esfuerzos de la joven, había logrado aflojarse los pantalones y se estaba desabrochando los calzoncillos, cuando la puerta se abrió y su adversario entró como un toro enfurecido.

Roger se puso en pie con movimientos torpes y alzó una pierna para huir, pero los pantalones, al caer, se vengaron de él, pues le sujetaron los tobillos y lo enviaron de cabeza contra la esquina de un armario macizo. Un súbito destello de dolor estalló en su cerebro, y al instante siguiente empezó a manar sangre de su frente. La oscuridad descendió sobre él, y su mundo se empequeñeció hasta convertirse en un vacío negro cuando se desplomó inconsciente en el suelo.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Colton, al tiempo que corría hacia Adriana, la cual había logrado ponerse de rodillas.

Poco quedaba de su ropa interior, hasta el extremo de que, en la práctica, era como si estuviera desnuda. La camisola de encaje estaba hecha trizas. Sólo colgaban unos jirones de su cintura. Una tira de los calzones caía sobre su cadera. Las medias desgarradas yacían sobre el cubrecama de terciopelo arrugado sobre el que había tenido lugar la refriega.

La dama temblaba con tal violencia, tan aturdida y tan empeñada en ocultar su desnudez con los fragmentos de ropa, que Colton se vio obligado a tomarla por los brazos y sacudirla con el fin de devolverle el sentido común, al menos para reclamar su atención.

—¡Adriana! ¿Te encuentras bien?

Un sollozo estrangulado escapó de los labios de la joven, que asintió varias veces con energía mientras las lágrimas empezaban a derramarse. Asqueada por las caricias y besos lascivos de Roger, no podía controlar sus temblores. El aprendiz había conseguido asustarla hasta lo más íntimo de su ser, pero pese a ello se alegraba de haber salido indemne de la agresión, salvo por algunas contusiones y arañazos, y el trastorno psicológico. Las manos le dolían como si le hubieran arrancado la piel de los dedos. Si él no hubiera fracasado en su intento de reducirla mediante la fuerza bruta mientras trataba de esquivar los puñetazos de ella y de desabrocharse la ropa interior, Adriana habría sucumbido mucho antes de que Colton llamara a la puerta. Había sido una verdadera batalla campal por arrancarle la ropa interior, Roger intentando bajarle los calzones y ella luchando con denuedo por conservarlos.

La ira de Colton se convirtió en furia cuando vio las señales dejadas por los dedos de Roger, pues huellas rojizas mancillaban el color crema de los pechos redondos, el estómago y los muslos de Adriana. Tenía el cuello irritado, sin duda debido a la barba incipiente del muchacho.

Las manos de Adriana temblaban de manera incontrolable mientras intentaba inútilmente preservar su recato. Las lágrimas no cesaban de resbalar por su cara, testimonio de su vergüenza y desdicha. Se cubrió los pechos con un brazo y posó la otra mano sobre su feminidad, lo único que podía hacer dadas las circunstancias.

—Creo que esto te será de ayuda —murmuró Colton, quitándose la chaqueta y colocándola sobre los hombros. Le llegaba casi a las rodillas, y era tan grande que Adriana parecía una niña pequeña con la chaqueta de su padre.

—Gracias por acudir a rescatarme —dijo ella con voz ronca, y alzó la vista hacia él. Vio su cara como una mancha borrosa entre las lágrimas—. De no ser por ti, me habría... —Después de la que quizá había sido su experiencia más terrorífica con el miedo, no consiguió pronunciar las palabras. Tragó saliva y se secó las mejillas húmedas—. ¿Cómo supiste que Roger estaba aquí?

—Fue una simple deducción. No le quedaba otro recurso si quería poseerte —murmuró Colton—. Era tomarte por la fuerza o nada. Decidió aprovechar el baile de esta noche, y el hecho de que tu familia estaba abajo con sus amigos.

Colton era incapaz de calcular cuántas veces su memoria había conjurado lo que ahora veía, desde la noche en que había encontrado a la dama dormida en su baño. Su chaqueta no reconocía la figura llena de curvas y no lograba adaptarse a ella, de forma que le proporcionaba una visión perfecta de los pechos de la dama.

Viendo la cascada de lágrimas que resbalaban por las mejillas de la joven, señaló el interior de la chaqueta.

—¿Puedes sacar mi pañuelo?

Sumida aún en una conmoción emocional, Adriana palmeó la prenda en busca de bolsillos escondidos, pero sin éxito. Frunció el ceño confusa, hasta que Colton agarró la solapa y tiró de ella para mover la mano debajo de la chaqueta sin la amenaza de tocarla. Ella no ofreció resistencia. No era intención de Colton perturbarla más de lo que ya estaba; pero, cuando sacó el pañuelo del bolsillo interior, el dorso de su mano rozó un pezón, lo que arrancó a Adriana una exclamación entrecortada.

—Lo siento, Adriana, no era mi intención...

Calló cuando un estremecimiento convulsivo se apoderó de la joven, y se preguntó si se desmayaría. Después, los ojos oscuros le dirigieron una mirada suplicante. Si alguna vez se había preguntado cómo sería sumergirse en aquellos ojos, lo descubrió en ese preciso momento. Nunca había conocido el calor ardiente que llenaba todo su ser con un sentimiento de... ¿Era amor? ¿Tal vez compasión? ¿O simple deseo? Fuera lo que fuera, daba la impresión de atraerlo como un espíritu incorpóreo.

—¡Santo Dios misericordioso! —exclamó Maud cuando entró en la habitación, lo cual devolvió los sentidos a Colton y lo impulsó a volver sobre sus pasos. Habiendo demorado la subida a la habitación debido a un súbito mareo, la criada corrió hacia su ama con expresión mortificada, al tiempo que se fijaba en el pelo alborotado, los moretones y las marcas rojas alrededor de su boca, así como en las rodillas desnudas apenas visibles bajo la enorme chaqueta—. ¿Qué ha pasado aquí?

Se paró en seco, boquiabierta, cuando reparó en el aprendiz caído en el suelo, cerca del armario. Cuando comprendió lo sucedido, miró a Adriana horrorizada.

—El cielo nos acoja, mi señora, ¿qué os ha hecho esta rata inmunda?

Adriana se secó las lágrimas antes de sacudir la cabeza.

—No me ha hecho nada malo, Maud —dijo con voz ronca. Carraspeó—. Gracias a que lord Colton llegó a tiempo de salvarme del aprendiz. Gracias a él, lo peor que he sufrido han sido unos cardenales y unos arañazos.

Tomó el pañuelo que Colton aún sujetaba y se lo llevó a la cara. El marqués todavía la estaba mirando, mientras intentaba con desesperación apartar su mente de los pensamientos que lo atormentaban unos momentos antes. ¿Qué locura estaba experimentando? Aún tenía la sensación de que aquellos pozos oscuros y brillantes lo estaban absorbiendo.

—Su señoría pensó que corríais peligro, mi señora, viendo que Roger no se había marchado —se apresuró a explicar Maud, recordando que su ama se había mostrado molesta no hacía mucho por las atenciones del aprendiz—. No esperó a que yo subiera a veros. Vino corriendo para asegurarse de que no os pasaba nada.

—Me alegro de que no se retrasara, Maud —contestó Adriana sin apartar la mirada de los ojos grises, mientras intentaba explicarse el aire azorado de Colton—. De no ser por lord Randwulf, Roger habría logrado su propósito.

—Yo también estoy agradecida porque corriera en vuestra ayuda, mi señora, porque ningún otro hubiera llegado a tiempo. —La criada se acercó a la cama—. ¿Queréis que os vaya a buscar un vestido, mi señora?

Adriana apretó las solapas de la chaqueta de Colton alrededor de su cuello, al tiempo que cruzaba los brazos sobre su busto. No se atrevía a dejar que la mujer viera lo poco que quedaba de su ropa interior.

—Hay que informar a mi padre de inmediato de lo sucedido aquí, y tendrás que ser tú quien le dé la noticia.

Consciente de la rabia que consumiría a su padre, Adriana desvió la vista hacia el aprendiz desmayado, pero experimentó tal escalofrío de asco, que se vio obligada a tomar asiento al punto.

—Apartad a este hombre de mi vista, por favor —susurró, y volvió la cara como si fuera un espectáculo demasiado horrible de contemplar.

Colton volvió a la realidad y avanzó hacia Roger.

—Maud, si puedes mostrarme un lugar donde podamos encerrar este paquete indeseable hasta que su señoría decida qué hacer con él, me ocuparé del asunto.

—Creo que el cuarto de la ropa blanca sería ideal —dijo Maud, y señaló la estancia contigua—. Ya le costará respirar, de modo que no podrá mover ni un músculo.

—Parece el lugar adecuado para el señor Elston —repuso Colton.

La criada alzó el labio superior en una sonrisa desdeñosa.

—Para ser un despreciable aprendiz, tiene ideas de señoritingo. ¡Pretender forzar a la señora como si esperara que su padre aceptara los hechos! Él lo ignora, pero tuvo suerte de que vos llegarais antes que su señoría, porque ahora estaríamos transportando un cadáver.

Colton se agachó junto al hombre inconsciente, le dio la vuelta y examinó el corte hinchado de su frente. La herida, que iba desde la línea del pelo hasta la ceja, todavía sangraba, y había dejado un charco en la alfombra oriental. Maud fue a buscar un paño húmedo para limpiar la mancha, y luego vendó la cabeza de Roger. Mientras la criada frotaba la alfombra, Colton cargó con Roger y lo llevó al cuarto de baño. El cuarto de la ropa blanca era más estrecho que un ataúd, y Colton sonrió cuando encajó al aprendiz en el reducido espacio. Era perfecto que se fuera acostumbrando a estar encerrado en aquellas angostas dimensiones.

Maud terminó su tarea y se acercó a la puerta para anunciar que iba a bajar e informar a lord Gyles del incidente.

—No se tomará a la ligera lo que ha pasado aquí, mi señora. Casi puedo imaginar sus berridos.

—Antes que nada, procura dejar bien claro que no me ha pasado nada grave —advirtió Adriana—. Así evitaremos que monte en cólera y haga una escena delante de los invitados. De todos modos, no digas nada a mamá, o subirá corriendo a punto de desmayarse. De momento, di que no me encuentro bien y que no bajaré a despedirme de los invitados. ¿Lo has entendido?

—Sí, mi señora. Si no os importa, dejaré que sea vuestro padre quien lo anuncie. Vuestra madre sabe tirarme de la lengua muy bien.

Cuando Colton regresó al dormitorio, Maud ya había salido para cumplir su imposible misión. Adriana estaba sentada en el borde de la cama, con un pañuelo apretado contra la boca, en un intento desesperado de ahogar sus sollozos. Colton apoyó una mano sobre su hombro, compadecido.

—¿Te encuentras mejor?

Adriana, avergonzada de haber sido sorprendida llorando, se secó las lágrimas a toda prisa.

—Me repondré en cuanto haya superado el susto por la agresión de Roger. —Exhaló un profundo suspiro—. No me he sentido más asustada en mi vida que cuando me vi forzada a repeler su agresión.

—He dicho a Maud que suba con tu padre a la biblioteca antes de darle la noticia. Al menos, si emite un rugido de rabia allí, ningún invitado se enterará.

Adriana se puso en pie, casi sin darse cuenta.

—Muy prudente, por supuesto. Mi padre tiene muy mal genio, pese a sus esfuerzos por negarlo.

—Será mejor que me vaya, para que puedas vestirte antes de que suba —murmuró Colton con voz ronca, incapaz de reprimir una mirada a lo que asomaba por debajo de su chaqueta.

Pese al horror que sentía por la agresión de Roger, conocía muy bien los apetitos libidinosos que podían espolear a un hombre, sobre todo con una perfección femenina tan sublime al alcance de la mano. Lo que veía era casi imposible de soportar.

—A tu padre no le gustará sorprenderme devorándote con los ojos, sobre todo teniendo en cuenta que han estado a punto de mancillarte.

Cuando ella lo miró, con los ojos abiertos de par en par y vulnerable, Colton alzó las manos hacia las solapas de su chaqueta. Durante un largo momento, combatió un deseo irreprimible de besarla. Por más que deseaba palpar un seno sedoso, acariciarla entre los muslos y hacerla gemir de anhelo, sabía que sería un acto despreciable, teniendo en cuenta lo que acababa de suceder, y además era imposible, porque su padre llegaría de un momento a otro. No obstante, ella parecía tan confiada, tan dispuesta...

Tal vez fue la decisión más difícil de su vida, pero Colton exhaló un suspiro, juntó las solapas de la chaqueta y se negó el solaz que tanto ansiaba. Adriana, avergonzada, murmuró una disculpa e hizo un intento tardío de proteger su modestia, como si se creyera culpable de no haberlo hecho antes. Esta mortificación llevó a Colton a preguntarse si la joven pensaba que él no la deseaba. Si fuera consciente de la pasión que luchaba por reprimir desde que había vuelto, cambiaría de opinión al punto. Apenas podía pensar en otra cosa que no fuera el anhelo de tomarla en sus brazos y penetrar su dulce humedad femenina.

—Queridísima Adriana, ¿tienes idea de la tentación que has supuesto para mí esta noche? —dijo casi sin aliento, mientras le rodeaba los hombros con un brazo y apoyaba la cabeza sobre su pelo perfumado—. Quiero tocarte, quererte, y que reacciones a mi ardor con toda la pasión de la que seas capaz, pero esta noche has sufrido un horrendo sobresalto, y tardarás en olvidar lo que Roger ha intentado hacerte. Sea cual sea el resultado de nuestro noviazgo, no dudes de que te quiero.

Ella alzó la cabeza para mirarlo. Una vez más, los ojos de ambos se fundieron, y Colton experimentó la sensación de que le arrancaban el corazón de la jaula que había erigido a su alrededor. Pensó que no lograría rechazar el deseo de abrazarla, y así fue, pues de repente se dio cuenta de que la estaba estrujando entre sus brazos, y su boca se apoderó de los labios de Adriana con ardor sin igual, hasta que su lengua penetró la dulce humedad de la boca femenina. Deslizó la mano bajo la chaqueta y encontró una nalga desnuda. Sintió un placer dulce y arrebatador, pero Colton sabía que no podía continuar, pues su padre entraría de un momento a otro en el dormitorio y la descubriría desnuda en sus brazos.

—Debo irme, antes de que tu padre llegue y se equivoque de culpable —murmuró con voz ronca, al tiempo que alzaba la cabeza, incapaz de abandonarla. La besó una vez más con toda la pasión que había reprimido hasta aquel momento, introduciéndole la lengua hasta las profundidades del dulce abismo. Notó que la joven era presa de un estremecimiento convulsivo, aunque ignoraba si era de miedo o de deseo, pero recobró la lucidez cuando pensó que tal vez estaba asustada.

—No debería hacer esto después de lo que acabas de padecer —susurró con voz entrecortada. Acarició el rostro amado con los ojos—. Debo irme...

Se separó bruscamente y se encaminó hacia la puerta, enfermo de pasión no correspondida. Tendría que calmar su lascivia y tratar de olvidar la piel embriagadora que había abrazado.

—Tu chaqueta, Colton —susurró Adriana.

Se volvió a tiempo de cazar la chaqueta al vuelo, y el último vislumbre de Venus casi desnuda le dejó una impresión que lo atormentaría sin piedad durante semana interminables, preso en las llamas de una lujuria desaforada.