13

COLTON WYNDHAM dejó escapar un suspiro cuando se acercó a la amplia extensión de ventanas que brindaba una vista panorámica de la ondulada campiña parcialmente arbolada, típica de sus vastas propiedades y de los terrenos que rodeaban su hogar ancestral. En circunstancias normales se habría deleitado en la variedad de vida animal que podía verse desde las ventanas, pero aquella mañana casi no se había fijado en el par de ciervos que pastaban en un campo distante, ni en los conejos que correteaban en la hierba al otro lado de los jardines, ni en la pequeña bandada de pájaros que revoloteaban alrededor de los aleros de la mansión. Al igual que en las semanas recientes, se descubrió de nuevo subyugado por visiones de Adriana ataviada con elegancia o llena de desaliño, riendo o llorando, durmiendo o despierta, pero siempre presente en su imaginación, esclavizando sus pensamientos con melodiosos cantos de sirena. Como un espíritu travieso de ojos oscuros y luminosos, entraba subrepticiamente en su mente y perturbaba su concentración por ínfima o trascendental que fuera la tarea a la que intentaba dedicarse. Si bien en otro tiempo se había considerado inmune a las tretas sutiles de las mujeres, empezaba a sospechar que nunca se liberaría de Adriana, fueran cuales fuesen las profundidades o altitudes que conquistara o el continente al que huyera en busca de independencia. No obstante, por mucho que ella monopolizara sus pensamientos, sus sueños eran todavía más desmoralizadores para su orgullo masculino, pues en ellos parecía más esclavo que conquistador, ya que ella lo conducía hacia fantasías que ninguna virgen era capaz de imaginar, y mucho menos instigar.

Un mes antes había viajado a Londres para tratar de asuntos relacionados con el marquesado, y había pensado que aprovecharía su estancia para apagar sus desenfrenadas pasiones con Pandora, y así expulsar a la joven de su mente. Qué tontería penar que podría escapar con tanta facilidad de la belleza morena. Tan preocupado había estado por Adriana y el dilema en que se había metido, que no pudo reunir suficiente entusiasmo para ir a ver a Pandora, y mucho menos para imaginar que la actriz podría ser capaz de atizar el fuego de su pasión. Sin embargo, aquella misma noche, sus pensamientos habían derivado hacia el momento en que había encontrado a Adriana dormida en el baño, y su verga se había entumecido hasta extremos delirantes, sin que nada consiguiera aliviar su lujuria desaforada.

Colton gruñó para sí, consciente de la soga de la que pendía. Había perdido la cuenta de los meses transcurridos desde que había hecho el amor con una mujer, casi todo un año. Si no encontraba alivio pronto para sus necesidades viriles, el dolor que experimentaba lo convertiría en un maldito eunuco. ¡Estaba seguro de ello!

¿Qué le había hecho su padre?

Paró de repente el hilo de sus pensamientos, sobresaltado por la culpa que echaba con tanta facilidad a otros. Su padre no era culpable. Él era el único responsable. Podría haber rechazado la decisión de su padre, pagado a los Sutton una remuneración por su afrenta y afirmado el derecho a elegir a quien quisiera como esposa. No obstante, se había negado a desaprovechar la oportunidad de poner a prueba la violenta atracción que parecía encadenar su mente y su corazón a Adriana. Era ella quien le había echado el anzuelo y lo había dejado inútil para las demás mujeres.

Al convertir a Samantha y Percy en sus acompañantes perpetuos, había pensado que terminaría el noviazgo sin propasarse. Gracias a dichas carabinas, conseguía reprimir el deseo poner en un compromiso la inocencia de la dama. Por desgracia, la presencia de sus parientes le causaba una enorme frustración. Más veces de las que deseaba recordar, se había visto obligado a sofocar un deseo enloquecedor de encontrar un lugar lo bastante apartado para besarla y acariciarla hasta que ella ya no pudiera resistirse a su ardiente asedio y cediera a su persuasión. Cualquier rincón oscuro bastaría para levantarle las faldas y poseerla.

Por más que lo intentaba, no podía apartar de su mente la ansiosa reacción de la joven a su beso, ni su aquiescencia cuando se apoderó de su nalga después de la agresión de Roger. Sabía muy bien que, si alguna vez ella cedía de nuevo a sus caricias, no habría vuelta atrás.

Para que luego se jactara de haberse opuesto a la voluntad de su padre. ¡No era nada más que un dócil cordero que iba alegremente al matadero!

Sólo quedaba un mes de noviazgo, y ni siquiera sabía si sería capaz de mantener alejadas las manos de la dama lo suficiente para permitir la planificación de una gran boda. Cuanto más tiempo pasaban juntos, más real le parecía el peligro de que su prometida se presentara embarazada ante el pastor.

Hasta el momento había hecho todos los esfuerzos posibles por reprimir los instintos viriles, además de animar al poco orgullo que le quedaba a cumplir su palabra de honor. Incluso pensar en eso le daba ganas de reír. Para ser sincero, lo que Adriana había logrado hacer con su perseverancia durante las últimas semanas era punto menos que delictivo. Por ejemplo: hacía poco, mientras se afeitaba, casi había conseguido degollarse, aunque fuera de manera accidental, cuando tomó conciencia de lo que se había estado agitando en su cerebro: «¡Basta ya de noviazgo! ¡Procedamos con la boda y acostémonos de una vez!».

¿Había perdido el sentido común? ¿Reflexiones de ese tipo constituían un ejemplo de lo que era capaz de pensar? Nunca había conocido a una mujer a la que no pudiera alejar con facilidad de su mente..., hasta que había vuelto al hogar y comprobado que la niña a la que había rechazado años antes se había transformado en una belleza deslumbrante. Por más que antes de partir se hubiera rebelado contra la idea de aceptar la elección de su padre el hecho de que Adriana se estuviera convirtiendo a marchas forzadas en su propia elección no contribuía precisamente a sosegar su orgullo.

Se sentía frustrado. Nadie, y menos aún la dama, tenía idea del control que debía ejercer sobre sí mismo para evitar fugarse con ella.

¡Un acontecimiento que levantaría un gran escándalo!

¿Qué iba a hacer, entonces? ¿Seguir adelante como si no sintiera un nudo en el estómago tan apretado que quería gemir de dolor? Era como si los mecanismos de su autocontrol, hasta entonces invencibles, estuvieran entonando una melodía muy diferente, y estaba seguro de que, si escuchaba con atención, entre el ritmo caótico que atormentaba sus instintos viriles captaría lejanas campanas de boda, y todo por culpa de una joven hermosa, encantadora y heroica de quien se estaba enamorando cada vez más.

—Lord Randwulf y los Burke han llegado, mi señora —anunció el mayordomo después de que Maud le dejó entrar en el dormitorio de su ama—. Aguardan vuestra presencia en el vestíbulo. ¿Los acompaño a la sala de estar?

—No es necesario, Charles. Haz el favor de decirles que bajaré enseguida. —Adriana movió la mano en dirección al sofá sobre el que Maud había extendido su capa de terciopelo rojo—. ¿Serías tan amable de bajar mi capa, Charles?

—Sí, mi señora.

El criado sonrió. De las tres hermanas Sutton, sólo lady Adriana pedía las cosas con tanta dulzura.

Cuando el criado salió y Maud se dedicó a poner orden en los aposentos, Adriana se levantó del tocador y recogió el regalo de Navidad que había preparado para el anciano Samuel Gladstone. Estaba convencida de que el gorro de terciopelo con borla forrado de lanilla no sólo sería eficaz para proteger del frío al anciano, sino para defenderlo de las enfermedades que podían debilitar su espíritu valiente y su cuerpo envejecido. Constituía tal tesoro para la ciudad y la zona circundante, que no le cabía duda de que todo el mundo lo añoraría si muriera.

No fue hasta que Maud paseó la vista a su alrededor que Adriana cayó en la cuenta de que había lanzado otro suspiro. Por lo visto, era algo que repetía con frecuencia en los últimos tiempos, aunque ello no la ayudaba a vencer su estado de ánimo melancólico.

—¿Os encontráis bien, mi señora? —preguntó la criada, preocupada.

—Por supuesto, Maud —contestó la joven, con la esperanza de aplacar las preocupaciones de su doncella.

Sin embargo, calmar las propias era algo muy diferente. Había ido con Colton a muchos sitios durante los dos últimos meses, pero siempre acompañados por otras personas. Daba la impresión de que él buscaba demostrar que no había hecho nada indebido durante el período de noviazgo. Al acabar éste, Adriana suponía que el marqués anunciaría que había cumplido la voluntad de su padre, y decidido anteponer la libertad al matrimonio. Esta sombría perspectiva pesaba sobre el ánimo de la joven más que nada. Qué otra cosa podía creer, salvo que Colton Wyndham quería liberarse de ella para siempre?

¡Basta ya! Adriana se reprendió mentalmente y reunió el resto de tenacidad que le quedaba. Si Colton la expulsaba de su vida, estaría mejor sin él, pues detestaba casarse con un hombre que no la quería. Sobreponerse a su herida constituiría una horrenda prueba, pero con el tiempo lo conseguiría. Había sobrevivido a su primer rechazo. Soportaría el segundo. Aun así, hasta que Colton había vuelto a entrar en su vida nunca había sabido que un hombre podía conmover su corazón de tal manera. Su noviazgo le había causado momentos de dolorosa confusión y, con la misma frecuencia, de un placer que le alegraba el corazón. El solo hecho de estar con su apuesto galán la había esclarecido sobre los numerosos placeres de la relación entre un hombre y una mujer. Incluso detalles sin importancia parecían mucho más conmovedores cuando él los tenía, como cuando enlazaba su brazo con el de ella y la llevaba aquí o allá. Ver la sonrisa que solía acompañar esos momentos elevaba su espíritu.

La galantería de Colton se había puesto de manifiesto nada más empezar el noviazgo. El domingo siguiente al baile de otoño, había llegado a Wakefield Manor por la tarde para iniciarlo de manera oficial. Con una sonrisa que recordaba sus años infantiles le había obsequiado un precioso ramo de flores, y había confesado con cierta timidez que un criado las había ido a buscar al invernadero, con permiso de Philana. Esa torpeza inesperada en un hombre de su experiencia la había conmovido hasta lo más hondo.

Queriendo evitar que los padres de ella oyeran todo cuanto dijeran en la mansión, la invitó a pasear con él por los jardines. Aunque a finales de octubre estos no se hallaban en su mejor momento, ella aceptó al punto, consciente de que bastaría un poco de brisa para teñir de rojo su nariz y mejillas, y así disimular los rubores que acudían a su rostro siempre que recordaba no sólo su falta de ropa cuando la había besado la noche de la agresión de Roger, sino el anhelo de que él la abrazara y consolara.

Los altos setos que rodeaban los jardines de Wakefield les habían deparado cierta intimidad, y la tensión de Adriana había empezado a desvanecerse después de que trabaron conversación. Hasta aquel momento no había reparado en lo complicado que era Colton. Había hablado con sinceridad de sus experiencias en el ejército, y confirmado de manera sutil sus apetencias de independencia. Durante su carrera militar se había encontrado en repentinos enfrentamientos con el enemigo en los que se había visto obligado a improvisar y tomar decisiones contrarias a las órdenes recibidas, con tal de impedir la muerte de sus hombres. Nadie, después de escuchar sus relatos, podría dudar de su autosuficiencia, y Adriana se había sentido honrada de que le revelara cosas de sí mismo que no había confesado a sus familiares, la mayoría de las cuales estaban relacionadas con la ruptura que había significado su marcha del hogar y la dificultad de soportar el horrendo vacío de la pérdida y separación de su familia. Sin embargo, después de que lo enviaran a África, había estado demasiado ocupado para pensar en su hogar y en lo que había dejado atrás, y casi todos sus remordimientos habían abandonado su mente consciente.

Cuando narraba anécdotas humorísticas sucedidas durante su carrera de oficial, Adriana se descubría riendo y disfrutando de sus ingeniosas réplicas. Su compañía conseguía serenarla, y lo que todavía estimaba más era que fuera capaz de reírse de sí mismo y burlarse de sus manías, aunque las que mencionaba eran mucho más encantadoras que fastidiosas. En suma, lo consideraba un individuo muy notable, del tipo que habría elegido para casarse si le hubieran dejado opción.

Una noche en que lo habían invitado a quedarse a cenar, Colton había asegurado a los padres de Adriana que no sólo sería un gran placer para él, sino que también complacería a su madre, que sin duda esperaba y anhelaba que disfrutara de su visita. Se había sentado frente a Adriana, y se dedicó a examinarla durante gran parte de la cena. Más tarde, cuando se disponía a marcharse, se habían quedado juntos ante la puerta principal de Wakefield Manor cogidos de la mano, mientras hablaban de la familia y otras cosas. Luego, tras bajarle la capucha de la capa, la besó de una forma que prestó alas a su corazón. Fue un dulce ósculo que unió sus labios y amenazó con entrelazar sus lenguas, cuando la de Colton penetró un momento en la húmeda boca de su pareja. De pronto, la apartó de sí con brusquedad, carraspeó y se cubrió con el redingote, para luego partir al punto, cosa que la dejó sonriendo de placer secreto mientras volvía a entrar en la casa y subía a su dormitorio. Mucho después de revolverse bajo las sábanas, aún seguía regocijándose de que el beso le hubiera afectado de una manera que no podía revelar a nadie.

Desde aquella primera visita, la evidente ansiedad de Colton por continuar el noviazgo había alentado a sus padres, los cuales habían comentado en numerosas ocasiones sus modales delicados e impecables. Adriana no se atrevió a decirles que, cuando le convenía, Colton Wyndham podía ser un bribón y un depravado.

Debidamente acompañados por los Burke, habían pasado varios días de la semana siguiente en Bath, donde habían ido de compras, así como asistido al teatro, veladas musicales y otros eventos sociales. Al final de su breve estancia, todo el mundo sabía en Inglaterra que eran pareja, o eso habían propagado los numerosos rumores.

En cuanto a Roger, el padre de Adriana había estado a punto de matarlo la noche de su agresión. Cuando el joven recobró la conciencia por fin, mucho después de que los invitados se hubieron marchado, el hombre había apoyado una pistola amartillada muy cerca de la nariz de Roger, al tiempo que manifestaba a voz en grito su indignación. Esa exhibición de furia paterna había dejado al aprendiz temblando de terror y suplicando por su vida, entre una profusión de lágrimas. Sólo el prudente consejo de la madre de la joven había conseguido que Gyles admitiera que la muerte del miserable sólo despertaría la curiosidad de las chismosas. No obstante, advirtió a Roger que, si osaba acercarse de nuevo a su hija cuando estuviera desprotegida, lamentaría ese día. Por ese delito, sería castrado in situ o se vería obligado a afrontar consecuencias mucho más graves, que recaerían sobre él cuando menos lo esperara. No obstante, permitiría que Roger siguiera con su vida normal sin llevarlo a los tribunales. No era que Gyles sintiera compasión por el hombre, sino que se resistía a ver el nombre de su hija mancillado por una banda avariciosa de chismosos que se aprovecharían del intento de violación.

Tras concluir su aprendizaje poco después, Roger había asumido la dirección de la fábrica y demostrado su talento, pues había conseguido beneficios que igualaban aquellos recolectados por el propietario original, Thomas Winter, una hazaña que Edmund Elston no había logrado cumplir, pese a su propensión a jactarse de su genio. Después de perseguir con saña a su hijo por su fracaso con lady Adriana, el anciano había recibido su merecido, según susurraban los empleados de la pañería, porque al cabo de poco tiempo había sufrido un ataque que lo había dejado postrado en su lecho y sumido en un letargo perpetuo. El hecho de que la reprimenda hubiera tenido lugar delante de los trabajadores había acabado con la tenue relación que durante el último año había existido entre padre e hijo. No obstante, se sabía que Edmund Elston había hecho testamento antes de la refriega y, como no tenía más parientes próximos ni amigos íntimos, había nombrado heredero universal a su hijo. Algunos habían llegado a predecir que, tras el fallecimiento del anciano, Roger Elston se convertiría en un hombre muy rico. Sin embargo, la constitución de Edmund Elston no había tardado en refutar las lúgubres predicciones de que pronto moriría. Su ama de llaves afirmaba incluso que cada día veía más recuperado al hombre.

Roger estaba ahora cortejando a Felicity. Por algún motivo desconocido, Stuart había perdido el interés en la nieta del fabricante de tejidos poco después del baile de otoño, y, ante la sorpresa de todo el mundo y el inmenso placer de Adriana, había empezado a cortejar a Berenice Carvell, cuyas proporciones habían disminuido durante los dos últimos meses de manera visible. En cuanto a Riordan Kendrick, llevaba una vida bastante recluida desde el mismo acontecimiento y no salía con ninguna dama, tan sólo con amigos íntimos; al menos, eso afirmaban los rumores. Se decía que se dedicaba a supervisar las reparaciones que se estaban llevando a cabo en los aposentos privados de su propiedad, situada en el punto más alejado de Bradford, y que carpinteros tanto de Londres como de Bradford trabajaban en crear empanelados lo bastante bellos para complacer a cualquier marqués exigente. Su ama de llaves, la señora Rosedale, sólo sabía que deseaba efectuar algunos cambios en la mansión, por razones sobre las que ella no quería extenderse. Nadie había podido obtener más información, a pesar de que los numerosos curiosos no dudaban en interrogar a la servidumbre cuando salía a comprar. Esta se limitaba a repetir lo mismo que la señora Rosedale, y nada más. La imposibilidad de descubrir los motivos de su señoría puso en un aprieto a las cotillas desde Londres a Bath, por temor a perderse algo sabroso.

Fue a Riordan Kendrick y sus aspiraciones a convertirla en su esposa hacia donde dirigió Adriana sus pensamientos cuando salió de su dormitorio. Hasta cierto punto, la propuesta de matrimonio de Riordan servia para asegurarle que era deseada honorablemente por alguien. De todos modos, cuando se acercaba al vestíbulo central donde la estaba esperando su escolta, confió en que, por una vez, no acabara pensando que Colton era un atractivo ser fantasmal que había bajado a la tierra con el exclusivo propósito de robar su corazón, y tal vez su mismísima alma.

—Buenas noches —saludó con una sonrisa forzada cuando se acercó a su apuesto galán y sus acompañantes. En verdad, lo que deseaba era volver a la intimidad de sus aposentos, donde llevaría a cabo un esfuerzo desesperado por olvidar que Colton Wyndham había regresado para turbar su vida. Por más que lo lamentaba, se había enamorado del hombre, y anticipaba con desesperación el momento en que él le plantaría un frío beso en la mejilla y daría por concluido el acuerdo contraído por los padres de ambos. Para mayor intranquilidad de su corazón, su frívolo deseo de los primeros momentos había sido inútil, pues el hombre era la quintaesencia del verdadero caballero aristócrata.

Samantha corrió hacia ella y le dio un beso en la mejilla.

—No te has dado mucha prisa en bajar —bromeó sonriente—. Vaya, si yo fuera suspicaz, me inclinaría a decir que no albergas el menor deseo de asistir a la fiesta de Navidad del señor Gladstone. —Cuando sus ojos escudriñaron las oscuras y luminosas profundidades y no encontraron el menor rastro de alegría, se puso seria—. ¿O es que deseas evitar a Roger y Felicity, que sin duda estarán presentes?

Si bien su confidente y mejor amiga había dado en el clavo, Adriana fingió sorpresa, mientras Charles le entregaba su capa de terciopelo.

—¿Por qué iba a desear evitarlos?

—Porque, tontita mía —contestó Samantha con una carcajada—, Felicity va contando a todo el que la quiera escuchar que le diste esperanzas a Roger hasta que Colton volvió. Roger, por supuesto, bendita sea su negra alma, le da la razón. —Tomó los dedos de la joven y, al notarlos helados y temblorosos, escrutó los ojos oscuros con creciente aprensión—. No tenernos que ir a Stanover House si tú no quieres, Adriana.

—Iremos —afirmó con determinación la joven—. Iremos a ver a Samuel Gladstone, no a su nieta. Después, quedarnos o marcharnos lo dejo en manos de vosotros tres.

Pese a que Colton se esforzaba por mantener la serenidad propia de un caballero en presencia de Adriana, notó que sus apetitos masculinos se despertaban. Sucedía siempre que la miraba, porque era la materialización de todas las visiones que se había formado de la mujer ideal. Muchas veces, en su presencia, se había sentido como un lacayo delante de una reina. Aquella noche no parecía menos majestuosa con un vestido gris de encaje y seda que se ceñía de una manera sublime a su figura esbelta y curvilínea.

Apoyó una mano sobre el hombro de Charles para detenerlo, se apoderó en silencio de la capa de la dama y se colocó detrás de ella. Cuando le puso la prenda sobre los hombros, murmuró en su oído:

—Tu perfección me deja anonadado, mi amor.

El tono cálido de su voz dio al traste con los esfuerzos de Adriana por aparentar distanciamiento. Tuvo la impresión de que las palabras resonaban en el fondo de su ser, como caricias de un amante en zonas vulnerables. Se sintió doblemente derrotada cuando los nudillos del marqués le rozaron el hombro desnudo. A punto de derretirse de arrobo, logró susurrar unas palabras, pese a los temblores que sentía.

—Sois muy galante, mi señor.

Su delicado perfume sólo era una más de las numerosas tentaciones que Colton se veía obligado a afrontar cuando estaba cerca de la dama. Siempre olía como si acabara de salir de un mar de pétalos de rosa. Si bien habría preferido evitar tales deliciosos ataques a su minado autocontrol, estaba empezando a sospechar que, en comparación, oponer resistencia a las fuerzas de Napoleón había sido un juego de niños.

Aunque plenamente consciente de la locura de demorarse en esas tareas, Colton no pudo resistir la tentación de enderezarle el cuello de la capa y alisar la prenda sobre sus hombros. Tocarla, aun de manera casual, parecía mucho más estimulante para sus deseos libidinosos que cualquier cosa que hubiera experimentado antes con una mujer. Y otro tanto podía decirse de lo que veía cuando estaba detrás de ella. Su estatura le concedía ventaja, pues desde ese ángulo podía examinar en profundidad sus pechos cremosos, una perspectiva que buscaba más de lo que deseaba reconocer. Siempre estaba ansioso por vislumbrar los globos pálidos o los delicados picos rosados apenas visibles entre el encaje que ribeteaba su camisa de raso.

Desde el otro lado de la estancia había tenido la sensación a primera vista de que no llevaba nada debajo del vestido. Aunque sus instintos masculinos se habrían regocijado con tal visión, sabía que Adriana nunca haría algo tan osado. Era una dama refinada, al fin y al cabo. De todos modos, las pocas esperanzas que había alimentado desaparecieron cuando se dio cuenta de que una guarnición de seda color carne revestía el vestido de encaje desde el hombro al dobladillo.

—He oído que Samantha te estaba tomando el pelo —murmuró en su oído, y se acercó más para captar el perfume de rosas que emanaba de su sien. Siempre se le antojaba más delicioso en esa zona que en cualquiera que hubiera descubierto ya, lo cual lo llevaba a pensar que se aplicaba una o dos gotas del perfume cuando terminaba de acicalarse—. No has de temer a Roger si estoy contigo. No dejaré que te haga daño, Adriana.

Una sonrisa vacilante aleteó en los labios de Adriana cuando se volvió a mirarlo. Nadie más que Colton, sus padres y unos cuantos criados de confianza sabían que Roger la había asaltado. Colton ni siquiera se lo había dicho a Samantha, lo cual fue prudente por su parte, porque nunca hubiera sido capaz de fingir amabilidad con el aprendiz.

Si bien Colton hacía todos los esfuerzos posibles por resistir la atracción de aquellas miradas inocentes, notó que su resolución menguaba. Sólo pudo imaginar lo que estaba padeciendo su corazón. En momentos como aquel, tenía motivos para preguntarse por qué había aplazado la petición de mano de la dama. Si era por orgullo, se estaba castigando a sí mismo, pues era incapaz de imaginar a una virgen padeciendo los anhelos que había sufrido en fechas recientes. Y aunque en un diminuto resquicio de su cerebro aún alimentaba la esperanza de conservar su libertad después de haber caído rendido a los pies de la dama durante todo el noviazgo, no le cabía duda de que el momento de la separación sería como arrancarse el corazón y patearlo.

—Será mejor que nos vayamos —dijo con un hilo de voz, combatiendo sus deseos. Se puso a su lado y le ofreció la mano—. El señor Gladstone nos espera bastante pronto.

—Me han dicho que la señorita Felicity lo ha preparado todo tal como hacía su abuelo en Navidades anteriores —contestó Adriana, y fingió una sonrisa alegre mientras intentaba animarse—. Teniendo en cuenta lo abarrotada que solía estar Stanover House en el pasado, tendremos suerte si logramos ver al señor Gladstone, aunque dudo que consigamos intercambiar alguna palabra.

—Creo que por eso nos animó a ir antes —contestó Colton—. Me parece que el anciano os quiere mucho a Samantha y a ti, y no quiere perderse la oportunidad de veros a las dos.

Una sonrisa curvó los labios de la joven.

—Bien, nosotras también sentimos mucho afecto por el señor Gladstone.

—Creo que no eres consciente del efecto que causas en los hombres, querida mía —comentó Colton. Aunque su sonrisa parecía insinuar que se estaba burlando de ella, nunca había hablado más en serio.

Ella lo miró con el ceño fruncido.

—¿Qué quieres decir?

Colton apartó un rizo rebelde de su mejilla.

—Por mi propia protección, querida mía, lo mejor será mantenerte en la ignorancia de tu atractivo. Cada vez es más difícil resistir tus embates.

La joven lo miró confusa.

—¿Embates? ¿De qué hablas?

—Tal vez te lo explique cuando llegue el momento —dijo Colton, y deslizó la mano debajo de su codo—. Percy y Samantha nos están esperando.

Colton se volvió, para recibir el sombrero de copa de manos de Charles, y ofreció el brazo a Adriana. Una vez fuera, la ayudó a subir al landó, y esperó a que Percy hiciera lo propio con su esposa. Colton subió después de que su cuñado se hubo acomodado. Como de costumbre, el único espacio libre era en el lugar más torturante, al lado de la tentadora morena. Si bien semanas antes ya había decidido que debería ir sentado en el pescante al lado de Bentley, no habría sido lo bastante lejos para borrar a Adriana de su conciencia. Cuando se sentó a su lado, casi cerró los ojos extasiado, pues la delicada fragancia enmarañó su mente como una soga de seda. Tan firme que se había mostrado en la guerra, y siempre que estaba con Adriana su resolución se desvanecía, aunque lo más correcto sería decir que su corazón se derretía en la mano de la dama.

Apenas el landó partió de Wakefield Manor, Samantha apoyó una mano sobre la rodilla de su hermano.

—Percy y yo hemos de anunciar una cosa.

Los faroles exteriores arrojaban luz suficiente al interior del carruaje para iluminar la amplia sonrisa de Colton.

—Vais a vender vuestra casa de Londres para mudaros a una más grande.

Su hermana lo miró estupefacta.

—¿Cómo lo sabes?

—Percy me lo ha dicho antes, poco después de que llegasteis.

Samantha agitó la cabeza y miró de reojo a su risueño marido.

—No sé qué voy a hacer con él —protestó en broma—. Nunca ha sido capaz de guardar un secreto.

—Díselo —la urgió Percy, al tiempo que le apretaba la mano—, o lo haré yo.

—¿Decirnos qué? —preguntó Adriana, que intercambió una mirada de curiosidad con Colton.

—Estoy encinta —anunció con orgullo Samantha, y esta vez arrancó un grito de alegría a su hermano, que se apresuró a estrechar la mano de su cuñado.

—¡Eso es maravilloso, Samantha! —exclamó Adriana, muy contenta de repente.

—Felicidades a ambos —dijo Colton—. ¿De cuánto?

—Unos tres meses.

Calculó el tiempo en su cabeza.

—Así que el bebé nacerá en...

—Yo diría que a mediados de mayo, o tal vez en junio —terminó Samantha por él, antes de reclinarse con una sonrisa radiante.

—¿Lo sabe madre? —preguntó Colton.

—Corrí arriba nada más llegar a Randwulf, y se lo dije mientras los hombres estabais disfrutando de una libación en la sala de estar.

—Estoy seguro de que estará emocionadísima por la perspectiva de ser abuela.

—Por supuesto —asintió Samantha, como si fuera lo más normal del mundo. Sonrió—. Teniendo en cuenta el tiempo que llevamos Percy y yo casados, mamá casi había perdido la esperanza de que tal acontecimiento fuera posible; pero ahora la noticia de que habrá un bebé en la familia ha encendido una chispa de vida en sus ojos. Supongo que querrá tantos como Adriana y yo podamos dar a luz, de manera que acaba pronto el noviazgo, Colton, para que mamá tenga otro nieto después de que nazca el nuestro.

Adriana, muy avergonzada, volvió la cabeza hacia la ventana, mientras luchaba contra el escandaloso rubor de sus mejillas. Ojalá su amiga no fuera tan atrevida con esos asuntos en presencia de su hermano. Verse empujado a casarse con ella impulsaría al hombre a huir a otra parte del mundo, como había hecho cuando su padre le había presentado la propuesta de compromiso matrimonial.

Como era difícil permanecer indiferente a la idea de que Adriana se quedara embarazada, Colton forzó una sonrisa en deferencia a su hermana, pero se preguntó cómo reaccionaría su madre si en un futuro muy cercano olvidaba sus reservas y se saltaba las barreras del protocolo, en su creciente deseo por hacer el amor con Adriana. Su autocontrol estaba tan deteriorado, que no le costaría gran cosa pasar el punto de no retorno. Cada día que transcurría veía debilitarse más y más su voluntad. Un paso en falso, y se precipitaría de cabeza al matrimonio después de tomar su virginidad.

—Jane Fairchild es cariñosa y graciosa como un ángel —susurró Samantha, poco después de que la vivaracha mujer los invitó a entrar en casa del fabricante de tejidos—. Pero, la verdad, creo que su hija se ha convertido en una bruja desde que la conocimos. Juro que la mirada de Felicity es tan penetrante, que nos va a practicar un agujero en el cuerpo, Adriana. Parece una víbora a punto de atacar.

—Chist, alguien podría oírte —advirtió su amiga, al tiempo que le apretaba los dedos. Miró a su alrededor para ver si podía detectar un aumento de interés en los rostros de quienes las rodeaban. Al no encontrar pruebas de ello, experimentó una oleada de alivio.

—Considerando que Felicity acaba de entornar los ojos —replicó Samantha—, no me extrañaría que me hubiera leído los labios. Las brujas son así, ya sabes.

—Tal vez deberíamos reunirnos con los hombres arriba y presentar nuestros respetos al señor Gladstone, antes de que termine agotado. Jane dijo que no se encontraba muy bien esta noche, de modo que tanta compañía no le conviene. Si Colton y Percy aceptan la idea, tal vez deberíamos retirarnos pronto. No parece que a Felicity le agrade nuestra presencia, y prefiero no tener que sentirme en deuda con ella.

Samantha lanzó otra mirada a la rubia y se estremeció. Sintió que un escalofrío le recorría el cuerpo. No recordaba haber sido nunca víctima de miradas más emponzoñadas.

—¿Qué hemos hecho para merecer esas dagas aceradas? Aunque pensamos que le hacíamos un favor cuando la invitamos a nuestra excursión, ahora parece que esté resentida con nosotras.

—Creo que su resentimiento, querida amiga, está relacionado con el contrato que tu padre concibió.

Una vez más, mientras miraba de reojo a la persona que, por un extraño giro de los acontecimientos, se había convertido en enemiga de ambas, Samantha no encontró otra explicación al cambio operado en la mujer.

—Porque tú tienes a Colton y ella no, quieres decir. Como si alguna vez hubiera tenido alguna posibilidad con mi hermano.

—Yo no tengo a Colton —la corrigió Adriana—. Es un hombre libre e independiente.

—Bien, si puedo descifrar las miradas de Felicity, yo diría que todo el mundo cree que lo tienes en el bolsillo, y que ha escuchado los rumores.

—Pues todo el mundo se equivoca. Subamos antes de que me enfade por tu constante insistencia en que es como si Colton y yo estuviéramos prometidos. Y, a propósito, ojalá no te expresaras con tanta libertad sobre ser la madre de sus hijos en mi presencia. Estoy segura de que lo avergüenza tanto como a mí.

—Lo dudo —replicó Samantha, mientras seguía a Adriana al vestíbulo—. Creo que nada lo avergüenza. Lo más probable es que su costumbre de considerar el mundo como parte de un ejército de hombres lo haya hecho inmune a casi todo.

Adriana se volvió hacia su amiga algo sulfurada.

—En tal caso, yo no lo soy, desde luego, y si insistes en ese tipo de conversaciones, me negaré a ir contigo donde sea con Colton presente. Por lo tanto, te insto a que dejes de azuzarlo a casarse conmigo. Si no pierde los estribos, yo sí que los perderé.

Samantha se encogió de hombros, como desechando la amenaza de la joven, y miró a todas partes excepto a su amiga.

—Eres demasiado sensible al respecto, eso es todo.

Adriana exhaló un suspiro de frustración por lo que consideraba una total indiferencia hacia su recato.

—Yo podría decir que tú eres demasiado insensible, querida mía, pero dudo que sirviera de algo —replicó.

Samantha miró de reojo a su amiga, y luego volvió a mirarla con igual celeridad. Cuando fijó la vista en la punta de la nariz de Adriana, empezó a reír.

—Creo que la mirada de Felicity te ha dejado una marca. De lo contrario, traviesa muchacha, has estado jugando con hollín. Lo sepas o no, llevas una mancha oscura en la nariz. Espero que no sea tu temperamento de bruja aflorando una vez más.

Adriana, consternada, bajó la vista hacia su mano enguantada y descubrió que había una mancha oscura de tinta en la piel, cerca de las yemas de los dedos. Recordó el libro de invitados abierto sobre una mesa próxima a la puerta principal, y supuso que la dama de edad avanzada que había entrado antes que ellas había derramado sin querer un poco de tinta. Se quitó los guantes.

—Date prisa, limpia la mancha antes de que alguien más la vea y piense que me ha crecido una verruga o algo peor en la nariz.

—Las verrugas son muy propias de las brujas —bromeó Samantha.

Adriana suspiró, exasperada.

—¿Vas a hacer el bufón o me echarás una mano, para variar?

Samantha volvió a encogerse de hombros con expresión plácida.

—No tengo con qué limpiarla.

Adriana alzó los ojos hacia el cielo como implorando paciencia, y después, mascullando algo acerca de «ciertas personas testarudas», rebuscó en su bolso incrustado de joyas el pañuelo ribeteado de encaje.

—Volviendo a nuestra conversación de hace unos momentos, lady Burke, este noviazgo no fue idea de tu hermano. Lo obligaron a ello. Sólo le darás más motivos para rebelarse si insistes en tus sugerentes comentarios sobre mi embarazo. Si no desistes, podría sentir la tentación de abandonar Randwulf Manor, como ya hizo antes.

—¡Bah! Esta vez, Colton se casa, tanto si se da cuenta como si no. Ya no es tan joven y, si pretende engendrar una dinastía, sería mejor que empezara de inmediato, en lugar de limitarse a pensarlo. Puede que pierda la oportunidad. Lo cual me recuerda algo. Me han dicho que lord Harcourt está ampliando sus aposentos personales para incluir un lujoso cuarto de baño. Las cotillas están fuera de sí, y creen que planea casarse sin que nadie se entere. —Samantha miró con suspicacia a su amiga—. ¿Sabías algo al respecto?

—No, claro que no —contestó Adriana, al tiempo que sacaba el pañuelo del bolsillo y se limpiaba la nariz—. ¿Cómo quieres que lo sepa?

—Porque, querida amiga, eres la única por la que ha mostrado interés durante más de un año. No ha ocultado que te deseaba como marquesa. ¿Le dijiste que estabas atada por un contrato de compromiso?

—¿Se ha ido la mancha? —preguntó Adriana, sin hacer caso de las preguntas de Samantha.

—No, tontita, sólo has conseguido empeorarla. Dame el pañuelo. Yo la limpiaré.

Adriana se sometió a los cuidados de su amiga y esperó pacientemente a que le limpiara la mancha. No fue tarea fácil, pues tuvo la sensación de que le estaba arrancando la piel junto con ella.

—Tu nariz ya está bien..., de no ser por ese tono rojo brillante —bromeó Samantha, y luego rió cuando su amiga gruñó irritada—. Tampoco está tan mal; pero, a cambio de los servicios prestados, has de decirme todo lo que sabes sobre los planes de matrimonio de lord Harcourt.

—No tengo ni idea de cuáles son sus intenciones. Pregúntaselo, si sientes tanta curiosidad. Seguro que te lo dice, si eres tan atrevida de planteárselo.

Como prefería no contestar a más preguntas, Adriana se volvió con brusquedad y siguió subiendo la escalera, sin hacer caso de los murmullos de Samantha.

—Te muestras muy reservada sobre este asunto —se quejó su amiga, pisándole los talones—. Tal vez debería poner sobre aviso a Colton...

Adriana resopló para sus adentros. ¡Como si eso pudiera servir de algo!

—Adelante, tal vez decida que Riordan lo sustituya en el noviazgo.

—¿Riordan? —repitió Samantha con incredulidad—. ¿Ahora lo llamas Riordan?

Adriana se encogió de hombros sin comprometerse, pese a que tenía ganas de propinarse una patada por el desliz.

—¿Acaso no llamo a tu hermano Colton?

—Eres casi su prometida —afirmó Samantha—. Espero que no haya lo mismo entre tú y Riordan.

Habían llegado al último tramo de escalera, cuando Adriana alzó la vista y casi lanzó un grito de alarma al ver a Roger. Estaba detenido varios peldaños por encima de ella, y le dedicó una sonrisa perezosa mientras la repasaba de pies a cabeza.

—Buenas noches, señor Elston —saludó Adriana con altivez, y odió el temblor de su voz. La conmoción de aquella noche la asaltó de nuevo y casi le robó el aliento. Experimentó la sensación de que la desnudaba con los ojos.

—Es un placer volver a veros, mi señora —dijo el joven, como si nunca hubiera pensado en violarla—. Espero que estéis bien... y feliz.

Adriana se preguntó si él percibía una extraña emoción en su expresión, pues ladeó la cabeza con aire pensativo mientras la examinaba. Se esforzó por comunicar alegría y despreocupación.

—Sí, muy feliz, por supuesto, gracias. ¿Y vos?

—Bastante bien, dadas las circunstancias.

—Lo siento, me enteré de que vuestro padre estaba enfermo, y sé que debéis de estar muy preocupado. Permitidme que os ofrezca mis plegarias y mejores deseos de una rápida recuperación.

El hombre inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—Sois tan bondadosa como siempre, mi señora, pero no me refería a su enfermedad, sino a la mía...

Adriana frunció el ceño, confusa, y lo inspeccionó un instante, pero no detectó señales de afección alguna.

—¿Habéis caído víctima de alguna enfermedad, por ventura?

La sonrisa de Roger fue tan fugaz como tensa.

—Temo que se trata de mi corazón, mi señora. Ha sido herido de gravedad, y temo que nunca curará.

—Oh.

El joven enarcó una ceja y le dirigió una sonrisa dubitativa.

—¿Nada más que decir, mi señora?

—¿Qué hay que decir, señor Elston?

—¿Y vuestro noviazgo con lord Randwulf? ¿Va bien?

—Pues sí, claro... Quiero decir..., muy bien.

Roger se dio unos golpecitos en la barbilla con un nudillo, mientras la estudiaba durante un largo momento.

—¿Por qué presiento que algo no va bien, mi señora? Vuestro adorable rostro no se ve tan radiante como en el pasado. ¿Debo pensar que vuestro noviazgo está fracasando? ¿No sois feliz con el marqués?

—Por supuesto que sí. ¿Cómo osáis hacer tal preg...?

Calló de repente cuando intuyó la presencia de alguien en el rellano, y al levantar la vista descubrió a Colton mirándola con una solemnidad que no había visto en él desde el día de su llegada. Era evidente que había estado vigilando como un guardián, en el caso de que Roger se comportara de manera indebida. No era menos evidente que había escuchado hasta la última palabra de su conversación. En el momento siguiente, sus ojos se clavaron en los de Adriana, hasta que esta pensó que no podría soportar su minuciosa inspección sin huir como una cobarde. Tuvo la impresión de que sondeaba las profundidades de su mente.

Roger siguió su mirada y dedicó una débil sonrisa al noble.

—Puede que la ley os conceda derecho sobre lady Adriana, mi señor; pero, a juzgar por las apariencias, da la impresión de que ese derecho no ha apaciguado el corazón de la dama.

Sonrió con satisfacción cuando Colton frunció el ceño, y siguió bajando la escalera, con especial cuidado de no hacer movimientos imprudentes al pasar junto a Adriana. Un momento después, desde el salón delantero, Felicity anunció su presencia atrayendo la atención de una mujer hacia su «apuesto acompañante». Adriana se quedó donde estaba, clavada al suelo por la mirada analítica de Colton.

Cuando Samantha apoyó una mano en su brazo, Adriana recordó que subían a ver al anciano. Ascendió a toda prisa y, al llegar al rellano, Colton se adelantó para enlazarle el brazo y dejó que su hermana los precediera, mientras Percy salía al rellano para esperarla con la mano extendida. Colton entró con Adriana en el dormitorio del fabricante de tejidos.

—Señoras —exclamó Samuel Gladstone con voz ronca cuando vio al hermoso par. Extendió una mano hacia cada una—. Es un gran placer veros de nuevo. Sois como rayos de sol que bañan mi sombría habitación.

Cuando unas damas se apartaron para permitir pasar a las jóvenes, Adriana y Samantha dejaron a sus acompañantes y se quedaron una a cada lado de la cama del anciano. Aceptaron sus manos extendidas, las apretaron con cariño y se agacharon para besar las pálidas mejillas del enfermo.

—Estáis tan guapo como siempre —informó Adriana al anciano, con ojos tan brillantes como su sonrisa.

Los ojos azules del hombre centellearon.

—Ay, mi señora —la reprendió—, no llenéis mi dolorida cabeza con bonitas mentiras, pero de todas formas os agradezco vuestra gentileza. Vuestras visitas siempre alegran este viejo corazón.

—En ese caso, tendremos que venir más a menudo, ¿no? —sugirió Samantha, mientras apretaba su mano con afecto—. Pero os advierto, podríais acabar aburrido de nosotras.

El señor Gladstone rió.

—Lo dudo, lo dudo. —Volvió la cabeza hacia un anciano de cara arrugada que se hallaba de pie detrás de Adriana y le guiñó un ojo al tiempo que señalaba a las jóvenes—. Ay, Creighton, amigo mío, ¿no te parte el corazón que estas damas no te hagan el menor caso?

—No intentes darme celos, Sam —lo riñó el hombre, y su amplia sonrisa reveló unos dientes escasos y torcidos—. Soltero durante tantos años, y ahora me doy cuenta de lo que me he perdido.

Entre las carcajadas provocadas por el comentario, Adriana se tambaleó hacia atrás cuando Felicity se abrió paso con rudeza hasta la cama del anciano. Otra espina clavada en su costado era que su propio abuelo estuviera también prendado de la dama. Adriana había logrado conquistar el corazón de todos los caballeros, pero Samuel Gladstone se decantaría sin duda por su nieta. Ansiosa por demostrarlo, Felicity tomó la mano del hombre y trató de besar su áspera mejilla.

El señor Gladstone apartó la cara al punto y alzó una mano para frustrar sus intentos.

—Nada de tonterías ahora, después de que te has empeñado en hacer caso omiso de mi existencia desde que pedí a tu madre que se encargara de la pañería —rugió—. No aceptaré muestras de afecto delante de los invitados. No conseguirás hacerme olvidar todos tus desaires. He llegado hasta aquí sin tus arrumacos, así que puedo pasar sin ellos el poco tiempo que me queda de vida. Dedícate a tus asuntos, muchacha.

—¡Abuelo! ¿Qué estás diciendo? He estado muy ocupada preparando esta fiesta para ti. No he tenido tiempo que dedicarte —insistió Felicity, con el rostro inflamado por la feroz reprimenda. Se inclinó hacia delante, expectante—. Deja que te bese, y así sabrás lo mucho que te quiero.

—No quiero nada de ti —masculló el anciano, y se tapó la cara con la sábana para impedirle el acceso.

Felicity se esforzó por mantener la dignidad cuando retrocedió. Se encaminó hacia la puerta, donde su madre se había detenido.

—Cada día está más senil —se quejó Felicity—. No sé qué vamos a hacer con él.

—La senilidad no tiene nada que ver con esto —replicó Jane Fairchild—. No puedo culparlo. Si no hubieras sido tan mordaz cuando te pidió que me ayudaras, no te habría desairado a su vez. Quien siembra vientos recoge tempestades.

—Ahora ya sé de quién aprendiste tus sucios trucos —dijo con ira Felicity, y salió de la habitación con la espalda tan tiesa como una tabla de roble. Unos momentos después, la puerta principal se cerró con estrépito, anunciando su airada salida de la casa.

Colton se acercó a la cama y animó a Samuel a bajar la sábana. El anciano le dirigió una mirada inquisitiva cuando enlazó el brazo de Adriana, y entonces una lenta sonrisa se formó en los labios de Samuel Gladstone.

—¿De modo que habéis vuelto de las guerras para agenciaros la doncella más bella de todo Essex? —dijo el hombre riendo—. No puedo decir que os culpe. Yo también la elegiría si fuera hermano de lady Samantha y lady Adriana accediera.

—Traeré a las dos damas la próxima vez que venga a veros —prometió Colton—. Da la impresión de que su presencia os reanima.

—Venid a menudo —los urgió el señor Gladstone—. Soy un pobre viejo enfermo que necesita muchos cuidados.

Colton echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada.

—Sí, lo haré, para asegurarme de que animaréis nuestras vidas durante muchos años.

Al finalizar su salida juntos, la dispersión de los ocupantes del landó fue muy distinta de la habitual. Como la mansión rural de los Burke estaba más lejos que Randwulf Manor de Bath, Bradford-on-Avon y todos los demás lugares a los que solían ir, la pareja casada solía indicar al cochero que los dejara en la mansión Wyndham, desde donde se marchaban en el landó de Colton para recoger a Adriana en Wakefield Manor, que estaba todavía más cerca de las zonas que frecuentaban. En consecuencia, Adriana siempre había sido la primera en volver a su casa. Sin embargo, poco después de que los cuatro cenaron en una posada cercana a Bradford-on-Avon, resultó evidente que Colton tenía otros planes en mente para la noche, porque ordenó a Bentley que no se detuviera en Wakefield, sino que fuera de inmediato a Randwulf Manor, donde aguardaba el carruaje de los Burke.

Samantha estaba muy animada por los acontecimientos de la velada, y, aunque jamás lo habría admitido a Roger, veía motivos para estar agradecida a los comentarios del fabricante de tejidos, porque no cabía duda de que habían hecho temblar la empecinada confianza de Colton en sí mismo. Esperaba que produjeran los resultados que anhelaba ver, es decir, la proposición de matrimonio de su hermano. Aun así, no podía evitar compadecerse de Adriana, que parecía muy inquieta por el cambio ordenado por Colton.

Cuando el vehículo se detuvo ante Randwulf Manor, Colton bajó un momento y se despidió con cordialidad de su hermana y su cuñado. Habló en voz baja con Bentley un momento, y después volvió a subir al landó.

Adriana reparó al punto en los esfuerzos de Colton por lograr un poco de intimidad, y en el hecho de que había optado por sentarse a su lado en lugar de enfrente. Sus ojos grises brillaron a la luz de los faroles del carruaje, mientras la examinaba durante un larguísimo momento, lo cual aumentó la tensión de Adriana hasta un grado insostenible.

—¿Pasa algo? —preguntó con voz temblorosa.

Incluso a la escasa luz, su belleza sin parangón constituía un imán del que Colton no podía apartar la vista.

—Nada que no pueda remediarse, Adriana. Sólo quería hablar contigo en privado unos momentos. No hemos podido hacerlo mucho estos últimos días, y he pensado que esta noche era necesario.

—¿Por qué esta noche?

Colton reflexionó en la mejor forma de abordar el tema. Si bien en los recovecos de su mente había presentido que algo preocupaba a Adriana desde hacía semanas, había necesitado que Roger Elston le hiciera ver que sus sonrisas habían perdido calidez.

—Estoy preocupado por lo que Roger ha dicho esta noche.

Adriana forzó una carcajada nerviosa.

—No deberías dejar que eso te preocupara, Colton. Has de saber que desea vengarse como sea de ti. Lo que dijo fue una estupidez.

El marqués guardó silencio un largo momento.

—¿Debo entender que estás descontenta conmigo o con el noviazgo? —le preguntó a bocajarro.

—Nooo —gimió la joven, y luego se encogió de rabia, con el temor de haber sonado como Melora cuando era incapaz de superar cualquier adversidad sin importancia. Apartó la cara, avergonzada, y desvió la vista hacia las colinas lejanas iluminadas por la luna. El hecho de que iban en dirección contraria a su casa no había escapado a su atención—. ¿Cómo puede haber alguna mujer descontenta contigo, Colton? Si puedo deducir algo de los incontables rumores que circulan, te has convertido en el sueño de todas las damas de los alrededores.

—¿Es eso lo que sientes por mí?

Adriana gimió para sus adentros. Si supiera el miedo que sentía de perderlo, ni siquiera se le habría ocurrido hacer esa pregunta.

—Siempre te he tenido en la más alta estima.

—¿Incluso cuando me fui de casa?

En lugar de enfrentarse a su mirada inflexible, Adriana clavó la vista en el regazo y empezó a juguetear con las cuentas de su bolso.

—Debo admitir que, incluso a una edad tan temprana, me sentí profundamente herida por tu furioso rechazo a considerarme adecuada como futura esposa, Colton. Algunas jóvenes alimentan la fantasía de un apuesto caballero con esplendorosa armadura, y sueñan con que uno las desposará y llevará a algún lugar maravilloso. Mi fantasía se partió en pedazos el día que te marchaste. El hecho de que siempre habías sido mi héroe hizo que tu rechazo me resultara aún más penoso, pero has de recordar que sólo era una niña y no entendí tu ira.

—Mírame, Adriana —dijo el marqués; pero, cuando ella obedeció, frunció el ceño en señal de perplejidad. Las lágrimas que brillaban en las largas y sedosas pestañas eran difíciles de pasar por alto. Apoyó una mano en su mejilla y secó una gota con el pulgar—. ¿Qué te preocupa hasta el extremo de hacerte llorar?

Avergonzada porque era incapaz de contener sus sentimientos, Adriana respondió con una frenética sacudida de cabeza.

—¡Nada!

La mano de Colton descendió hacia la blanca garganta, y se maravilló del veloz pulso que sentía bajo su palma. Estaba mucho más turbada de lo que quería admitir.

Acarició con el pulgar la delicada estructura de su barbilla.

—Hace días que no llueve, Adriana, pero puedo ver con claridad que tus pestañas están húmedas. Si no son lágrimas, ¿qué quieres que crea que son? ¿Partículas de nieve?

Adriana se dio cuenta de que sus sentimientos amenazaban con romper sus límites y quiso volverse, pero la mano siguió apoyada sobre su garganta, negándole la huida. Lo único que pudo hacer fue someterse a su mirada escrutadora.

—Dime por qué lloras, por favor —murmuró el hombre en tono suplicante.

La joven se secó con brusquedad los regueros de lágrimas que resbalaban por sus mejillas, irritada consigo misma por mostrarse vulnerable delante de él.

—Por favor, Colton, déjame marchar.

—Lo haré cuando me digas las razones de tu abatimiento.

Adriana abrió el bolso y buscó el pañuelo, pero sin éxito, porque ya no estaba allí. Recordó que Samantha no se lo había devuelto.

—No tengo ganas de hablar de esto ahora —murmuró, y cerró de nuevo el bolso—. Mis lágrimas no tienen nada que ver con nuestro noviazgo.

Colton apartó la mano de su garganta y extrajo un pañuelo limpio del bolsillo interior de su levita, que le entregó a continuación.

—Al contrario, Adriana. Creo que nuestro noviazgo es el motivo principal de tu tristeza, y, si quisieras explicarme qué ocurre, te estaría muy agradecido...

La joven negó con la cabeza.

Un profundo suspiro escapó de los labios de Colton.

—No insistiré más, Adriana. Si tus padres saben por qué te sientes tan desdichada, ellos me lo dirán.

—Por favor, Colton, no los angusties —rogó Adriana, secándose las lágrimas—. Les preocuparía saber que estás disgustado conmigo. Llévame a casa y déjame con mi desdicha. No se trata de nada grave.

—Pero para mí sí lo es, Adriana —replicó él—, y si yo estoy disgustado, es porque tú lo estás, pero soy incapaz de imaginar qué te ha turbado. Además, después de la agresión de Roger, no puedo dejarte en este estado en Wakefield Manor sin despertar las sospechas de tus padres. Tal vez piensen que te he seducido...

La joven lanzó una carcajada reprimida al punto.

—Oh, podría convencerlos sin problemas de que te has comportado como un perfecto caballero, tan perfecto que ardes en deseos de que nuestro noviazgo acabe. La triste verdad es que nada ha cambiado desde que te fuiste de tu casa para escapar de la voluntad de tu padre. —Clavó la vista en sus dedos entrelazados—. No sientes más afecto por mí hoy que entonces.

—Eso no es cierto, Adriana —protestó Colton, y se preguntó cómo reaccionaría la dama si le confesaba con cuánta frecuencia despertaba de sus sueños como un animal en celo, debido al acuciante deseo de hacerle el amor.

Adriana se sonó con el pañuelo, y después, con voz temblorosa a causa de las lágrimas, declaró:

—No me gusta esta pantomima, Colton, y he decidido que lo mejor es liberarte de tu compromiso. A partir de esta noche, puedes seguir tu vida sin preocuparte por nuestro noviazgo. Ya me he cansado. De hecho, ya no puedo soportarlo más. Me está rompiendo el corazón, y soy incapaz de continuar.

—No te comportas de una manera racional, Adriana —dijo Colton. Apoyó una mano en su brazo en un intento de calmarla Por favor, mi amor, mañana no pensarás igual.

—¡Ni hablar! ¡Me sentiré exactamente igual que ahora! —gritó la joven, al tiempo que se liberaba de su mano. Su voz se quebró debido a la emoción—. ¡Por favor! No me llames amor. Yo no soy tu amor..., ni lo he sido nunca.

—Adriana, por el amor de Dios... Sé razonable —suplicó Colton, y trató de atraerla hacia él.

—Te estoy liberando de tu compromiso, Colton —insistió ella—. No hay nada más que decir. ¡El noviazgo ha terminado!

Colton lanzó una enérgica protesta.

—No puedes eximirme de las obligaciones para con mi padre...

—¡Ya lo creo que sí! —persistió Adriana con voz aguda—. No quiero continuar con esta farsa. Está acabando con mis nervios.

—Es evidente que ver a Roger te ha alterado —razonó Colton, y se reclinó en su asiento—. Un ponche bien cargado ayudará a calmarte. Diré a Charles que te prepare uno en cuanto lleguemos a Wakefield.

—¡No lo tomaré!

Haciendo caso omiso de su negativa, Colton apoyó la barbilla en un dedo y clavó la vista en la oscuridad.

—Tengo la intención de hablar de este asunto con tu padre, Adriana —anunció—. Si estás disgustada por culpa de Roger, estoy seguro de que tus padres convendrán en que ambos hemos de evitar cualquier lugar en que exista la más remota posibilidad de encontrarnos con ese hombre.

—¡No quiero que hables de nada con ellos! ¿Es que no lo has entendido?

El marqués enarcó una ceja y la miró de nuevo.

—¿Debo entender, queridísima Adriana, que sólo estás disgustada conmigo?

—No soy tu queridísima. ¡No... no me llames así!

—Todo lo contrario, tú eres mi queridísima, mucho más mía que de cualquier otro, te lo advierto —afirmó Colton con determinación, y recibió una mirada asesina como respuesta.

—No voy a hablar más contigo, Colton Wyndham.

—No es necesario, querida mía. Soy muy capaz de hablar de este asunto con tu padre, largo y tendido, si es preciso. Por lo que yo sé, te he tratado con toda la deferencia de un fervoroso pretendiente, sin darte motivos para estar irritada conmigo. No obstante, parece todo lo contrario. Sólo espero que tu padre pueda decirme qué más esperas de mí, porque en este momento me siento muy desconcertado.

Adriana lo fulminó con la mirada en la penumbra.

—¡Te prohíbo que hables con mi padre!

Colton extrajo el bastón, que apenas utilizaba ya, de su nicho contiguo al asiento y golpeó con él el techo del carruaje, antes de dedicar a la beldad una fugaz sonrisa.

—No obstante, querida mía, esa es mi intención..., con tu permiso o sin él.

Adriana decidió dar la espalda a su tozudo pretendiente, pero se encontró retenida por su propia capa, trabada en el terciopelo del asiento. Cuando los lazos amenazaron con estrangularla, se vio obligada a aflojarlos. Tras desembarazarse de la prenda, se arrimó a la puerta en un intento por distanciarse de su acompañante, aunque resultó ser más una separación mental que física.

—Puedes fingir indiferencia hacia mí, si así lo deseas, Adriana, pero te prometo que no cambiará nada. Tengo la intención de hablar con tu padre, hasta solucionar este asunto de una vez por todas. No deseo terminar nuestro noviazgo, a menos que él tenga motivos para creer que tu desprecio por mí me resultará insoportable.

Cuando Bentley frenó por fin los caballos ante la fachada de piedra gris de Wakefield Manor, Colton bajó al punto y se volvió para ayudar a la dama, pero Adriana rechazó su invitación con un elocuente movimiento de cabeza. Nada más abrir su puerta, dio una patada al estribo y descendió de una forma indigna de una dama. En cuanto oyó las maldiciones que mascullaba Colton mientras rodeaba el carruaje, la joven se volvió en dirección contraria y corrió hacia los caballos. En sus prisas por huir, no se dio cuenta de que los dobladillos de su camisa y vestido se habían enganchado en el estribo metálico, con lo cual empezó a perder ambas prendas cuando se alejó a toda prisa.

En cuanto dio la vuelta al vehículo, Colton reparó al punto en lo sucedido. En circunstancias más íntimas, habría admirado el trasero apenas cubierto de la dama, pero era contrario a la idea de que Bentley disfrutara del mismo privilegio.

Mientras maldecía mentalmente la falta de agilidad de su pierna herida, corrió con todas sus fuerzas para impedir la huida de su novia.

—¡Para, Adriana! —gritó—. ¡Estás perdiendo la ropa!

La cogió del brazo, y enseguida recibió un golpe del bolso incrustado de pedrería.

—¡Aléjate de mí! —chilló la joven.

—¡Maldita sea, Adriana, escúchame! —bramó el marqués irritado, al tiempo que levantaba una mano para parar otro golpe.

Adriana movió en círculos el bolso, sin darse cuenta de que también se había liberado del estribo.

—¡Marchaos, señor, antes de que pierda la paciencia!

Colton le aferró la muñeca.

—¡Basta de tonterías, Adriana! Debo decirte...

Ella se soltó con un rugido de rabia, y al instante se quedó convencida de que había dejado un buen trozo de piel en la presa de Colton. No le extrañaría descubrir más tarde su muñeca contusionada.

—Déjame en paz, Colton Wyndham. No tengo nada más que decirte.

—Por el amor de Dios, Adriana, escucha... —¡Bentley!

La joven miró hacia atrás, pero descubrió que ya había atraído la atención del boquiabierto cochero.

—¿Sí, mi señora? —preguntó el hombre con cautela.

—Si sientes algún afecto por tu amo, será mejor que lo lleves a su casa. Y, en el caso de que deseara volver aquí mañana o en cualquier otro momento posterior, haz el favor de no obedecerlo. Tal vez lo salves así de que le atraviesen la pierna izquierda de un tiro.

—Sí, mi señora —contestó con docilidad el sirviente, pero no hizo el menor intento de seguir sus instrucciones. Hundió todavía más la cabeza en la chaqueta y dejó que el problema se resolviera por sí sólo, pues ya había aprendido que, en momentos como aquellos, era mucho mejor fingir sordera y retrasar la ejecución de tales órdenes.

—¡Maldita sea, Adriana! —gritó Colton. Cuando ella se dispuso a asestarle otro golpe de bolso, le aferró la mano. Indicó su falda con gesto airado—. ¡Te has destrozado la ropa, y en este mismo momento estás enseñando el trasero a Bentley!

Adriana lanzó una exclamación de asombro, al darse cuenta de que sentía frío en la parte posterior. Su mano voló hacia la zona indicada, y gruñó en voz alta cuando se tocó las nalgas apenas cubiertas. Se revolvió en un estrecho círculo y trató de apoderarse del extremo más alejado de su falda desgarrada, pero esta se resistía a sus esfuerzos.

Realizando un intento heroico por hacer caso omiso de lo que estaba sucediendo, Bentley se tapó los ojos con una mano y alzó los hombros para elevar el cuello almidonado de su chaqueta. De esta forma, apenas oyó nada, pero ello no apagó las carcajadas que lo sacudían de vez en cuando.

Adriana reparó en la discreción del cochero y desistió de intentar preservar su recato. Indiferente a lo que Colton pudiera ver, se encaminó hacia la mansión. Al fin y al cabo, la había visto desnuda de pies a cabeza en dos ocasiones anteriores.

De repente, se encontró ante el enfurecido marqués, el cual, pese a sus pasados impedimentos, se le había adelantado en su ansia de detenerla. Le cortaba el paso con los brazos en jarras.

Adriana exhaló un suspiro y se volvió hacia el cochero.

—Bentley, ¿te das cuenta de que tu amo me está molestando?

El cochero entreabrió apenas los dedos para mirar a la dama sin que el recato de esta se resintiera.

—Bien, yo... Quizá no, mi señora.

—Da la impresión de que tu amo se está comportando de una manera muy imprudente. Si te importa en algo su pellejo, será mejor que lo arrastres al interior del coche antes de que vaya a buscar mi pistola. Lamentaría hacerle más daño del que sufrió en la guerra. ¿Me has entendido?

—Sí, mi señora.

Bentley decidió que no debía hacer caso omiso de la amenaza, teniendo en cuenta que la joven, de pequeña, había abofeteado a su amo e incluso le había hinchado un ojo, cuando se cansó de sus chanzas. Bajó del asiento y corrió hacia el marqués, procurando desviar la vista del vestido desgarrado.

—Mi señor, ¿no creéis que deberíamos marcharnos ya? Su señoría parece muy enfadada con vos. Tal vez cuando se calme, podríais...

—¡Maldita sea, Bentley, esto no es asunto tuyo, de manera que déjame en paz! —bramó Colton—. ¡Vuelve al carruaje, que es donde debes estar!

—¡No lo riñas a él! —gritó Adriana, y descargó una vez más el bolso, que en esta ocasión alcanzó a Colton en el ojo y lo obligó a retroceder dando tumbos, sorprendido.

—¿Qué está pasando aquí? —vociferó una voz masculina desde la puerta principal.

Adriana dio media vuelta y se lanzó a los brazos abiertos de su padre. Sepultó la cara en su pecho y liberó un caudal de lágrimas.

Muy preocupado por el bienestar de su hija, Gyles dirigió una mirada ominosa al joven que avanzaba tambaleante hacia ellos.

—Señor, si habéis hecho daño a mi hija de alguna manera, os aseguro, seáis marqués o no, que no viviréis para lamentarlo. Esta vez, yo en persona me ocuparé del asunto.

Colton intentó enfocar su vista borrosa en el enfurecido conde.

—Por lo que he podido deducir de las palabras farfulladas por vuestra hija, lord Gyles, creo que el problema es justo el contrario. Os juro que no me he apartado ni un milímetro del código de conducta caballeresco, y os la he devuelto indemne.

Adriana tironeó de las solapas de terciopelo de su padre.

—Papá, por favor, dile que se vaya.

—¿Te ha hecho daño, hija?

—No, papá, ni siquiera me ha tocado.

Gyles se llevó una mano temblorosa a la frente y exhaló un suspiro de alivio. Después de la agresión de Roger, se había vuelto muy cauteloso. Pasó un momento antes de que consiguiera recuperar su ecuanimidad. Entonces, continuó interrogándola.

—En tal caso, hija, ¿qué te ha hecho este hombre para que llores tanto?

—No ha hecho absolutamente nada, papá. Se ha comportado como un perfecto caballero...

Colton paseó la mirada entre padre e hija, con una mano apoyada sobre el ojo herido.

—Tal vez ahora, mi señor, empecéis a entender...

Adriana escondió la cabeza contra el pecho de su padre.

—No me quiere más que hace dieciséis años.

—¡Eso no es cierto! —gritó Colton—. La quiero, y mucho en rea...

Se sumió en un brusco silencio e inclinó la cabeza, mientras se preguntaba si la dama le había hecho perder la razón. Lo que había estado a punto de confesar lo llevaría directo al altar, exactamente como su padre había previsto. ¿Es que ya no tenía voluntad?

—Por favor, papá —dijo Adriana sollozando, mientras tiraba de su bata—. Entremos. No quiero volver a hablar nunca más del contrato de lord Sedgwick. Si lord Riordan todavía quiere casarse conmigo, aceptaré su propuesta.

—¡Ni hablar! —rugió Colton, y el anciano frunció el ceño de asombro—. ¡Tengo mis derechos!

Gyles hizo un gesto para aplacar al enfurecido marqués. Ni cuando Colton se había rebelado contra la orden de su padre lo había oído Gyles alzar la voz con una ira tan intensa. Ello le daba motivos para confiar en que amaba a su hija.

—Sería mejor solucionar este asunto más adelante, mi señor, después de que vos y Adriana hayáis tenido la oportunidad de pensarlo con más detenimiento. Al parecer, mi hija está disgustada, y alargar la discusión en este momento sólo aumentaría su desazón. Concededle uno o dos días para calmarse, y volveremos a hablar del tema:

Colton mordió el anzuelo, ansioso por solventar el problema antes de que Adriana hiciera algo que ambos lamentaran más tarde. Samantha le había informado de los rumores relativos a Riordan. Después de oír decir a la muchacha que aceptaría la propuesta del hombre, sus celos se habían desatado hasta extremos inconcebibles. De todos los anteriores pretendientes de Adriana, Riordan era el más temible. Poseía inteligencia, buena presencia y suficiente encanto para robarle la dama. Sólo el contrato que su padre había impulsado años atrás le concedía ventaja sobre su rival, y si esa era la única arma de que disponía para impedir que la joven se casara con el hombre, la esgrimiría sin descanso antes de permitir que Adriana rompiera el compromiso. Por más que admiraba a Riordan, no albergaba la menor duda de que se convertiría en el peor enemigo del noble si se enfrentaban por el amor de la dama.

—Lord Gyles, aún no habéis escuchado mi versión de los hechos, y debo solicitaros con todo respeto que hagáis oídos sordos a la proposición de Riordan. ¿No tengo más derecho a la mano de vuestra hija que él?

—Seré justo con vos —afirmó Gyles—, no lo dudéis. Sólo os pido que me concedáis un poco de tiempo para hablar con mi hija y escuchar sus motivos de queja para con vos. No la comprometeré con otro hombre hasta que hayáis gozado de todas las oportunidades de expresar vuestras peticiones y quejas.

Aunque Colton no deseaba marcharse, vio con el rabillo del ojo que Bentley le hacía señas de ceder. Lo hizo a regañadientes.

Miró a padre e hija, con una mano sobre el ojo herido, y ejecutó una breve reverencia.

—Hasta más ver.

Colton giró en redondo, caminó hasta el landó y subió. Desde la ventanilla vio que Gyles rodeaba con gesto protector a Adriana y la acompañaba a la casa. La puerta se cerró a sus espaldas, como indicando el fin del noviazgo que Colton había padecido durante los dos últimos meses y pico. El vacío que sentía en su pecho alejó cualquier duda de que ya no podría vivir sin Adriana.

Colton cogió el bastón y golpeó el techo con el mango, para indicar a Bentley que podían marcharse. El vehículo se puso en movimiento, y, en la oscuridad que lo rodeaba, Colton clavó la vista en la penumbra y se apretó el pañuelo contra el ojo herido, en un esfuerzo por detener el lagrimeo incesante.