9

CUANDO el mayordomo anunció que lord Randwulf y su madre estaban esperando a los Sutton en la sala de estar, Christina se preparó mentalmente para la difícil tarea de recibir a sus invitados.

—Gracias, Charles. Haz el favor de informar a mi marido de su llegada.

—Sí, mi señora.

Unos momentos después, Christina llamó con los nudillos a la puerta del dormitorio de su hija menor.

—Los Wyndham han llegado, querida. ¿Estás preparada?

Adriana exhaló un suspiro. Por más que quería y admiraba a Sedgwick Wyndham desde pequeña, su hijo había desequilibrado su mundo. El solo recuerdo de su airada explosión de tantos años antes conseguía que se sintiera como una gata enfrentada a una jauría de perros. No obstante, cuando pensaba en el momento en que había despertado y lo había descubierto de pie junto a la bañera, sus sentidos se agudizaban al cobrar conciencia de que él podría ser suyo si accediera a aceptar el compromiso. De todos modos, después de que Roger le hubo informado que había visto el carruaje del hombre ante Stanover House, había llegado a la conclusión de que Colton había estado visitando a Felicity. En los últimos tiempos, los dos se habían reunido con más frecuencia de lo que podía considerarse encuentros fortuitos.

Tal vez Melora había tenido razón desde el primer momento, meditó Adriana. No quería afrontar la vergüenza del rechazo de Colton. ¿Qué mujer aceptaría de buen grado tal desgracia? Sería doblemente doloroso, sabiendo que, después de haberla visto completamente desnuda, todavía prefería a Felicity. Sería un insulto que no superaría con facilidad.

De no ser por la amenaza muy real de que sería la vergüenza de sus padres, Adriana sabía que no habría dudado ni un momento en escapar. Se habría deslizado subrepticiamente hasta los establos y huido a lomos de Ulises hasta un lugar alejado. No habría sido la primera vez que se ausentaba ante la perspectiva de recibir a un visitante al que no deseaba ver. Melora la habría calificado al punto de cobarde, pero si los pasados exabruptos de Colton Wyndham habían logrado que se le erizara el vello de la nuca, no abrigaba la menor duda de que, después de disciplinar a sus tropas durante su dilatada carrera de oficial, había adquirido la habilidad de despellejar a sus víctimas sin más ayuda que la de su afilada lengua.

No obstante, con independencia de lo que experimentara o padeciera al encontrarse con el noble, sabía que no podía escapar de su compromiso, contraído cuando se había firmado el contrato. «La palabra de un hombre honrado vale tanto como su firma», había citado con frecuencia su padre mientras daba lecciones de conducta ejemplar a sus hijas. Gyles Sutton no esperaría menos de ella.

—Bajo enseguida, mamá —contestó Adriana desde el tocador—. Maud aún me está peinando.

—Haz el favor de decirle que se apresure, querida. Es una grosería hacer esperar a nuestros invitados después de la hora señalada.

—Sí, mamá, lo sé —murmuró Adriana, desdichada.

Maud lanzó una risita cuando captó el humor lúgubre de su señora.

—Vamos, señorita, reuniros con lord Randwulf no será tan espantoso como vos creéis. La cocinera dijo que el otro día lo había visto en Bradford, cuando una señorita lo señaló al tendero al que había ido a comprar especias. Dijo que se había quedado boquiabierta cuando se volvió a mirar. Dice que su señoría tiene un tipo espléndido, y va vestido con suma elegancia. Un hombre de verdad, alto y musculoso, no como el señor Elston, que se presentó ayer pavoneándose como si fuera el dueño de la casa. Si no recuerdo mal, el señor Elston está en los huesos. Ni siquiera parece un hombre, tan distinto es de su señoría.

Adriana exhaló un suspiro.

—Todo lo que dices es cierto, Maud. Lord Randwulf es muy elegante...

—¿Por qué estáis preocupada? ¿No os agrada que un hombre tan importante quiera cortejaros?

—No estoy muy segura de que lord Randwulf quiera cortejarme, Maud. Fue idea de su padre, no de él.

—Pues claro que quiere cortejaros —replicó la robusta criada—. Sois la muchacha más hermosa a este lado del paraíso, y si él no lo cree así, es que está mal de la cabeza. Pensad en todos esos caballeros y señores a los que ya habéis robado el corazón. ¿No es una prueba de vuestro atractivo?

—No todos los hombres son iguales, Maud, y da la impresión de que a lord Randwulf le gusta la soltería... —Adriana se interrumpió, sabiendo que la criada nunca comprendería el alcance de sus temores. Lo que más le molestaba era la fascinación que sentía por el hombre. Si se sentía atraída hacia él hasta tal punto en ese momento, ¿cuáles serían sus sentimientos cuando terminara la fase de noviazgo? Meneó la cabeza y exhaló un suspiro—. ¿Quién sabe lo que desea lord Randwulf?

Maud rió.

—No os preocupéis por lo que le guste o deje de gustar, señorita. Si todavía no lo habéis hecho, le vais a robar el corazón enseguida.

El tiempo revelaría la verdadera naturaleza y sensibilidad de Colton, pensó Adriana. En cuanto al desenlace, no estaba tan segura como Maud de que sería para su bien.

Adriana suspiró y salió de su cuarto, temerosa de enfrentarse a lord Randwulf... y cederle otro pedazo de su corazón.

Lady Christina había bajado la escalera con la confianza de que su hija no tardaría en seguirla; pero, al apoyar la mano en el pomo jacobino de la puerta de la sala de estar, sus pensamientos volvieron a la difícil tarea que le esperaba. En aquel momento no tenía ni idea de qué sería más difícil: aparentar indiferencia por el rostro y el cuerpo deformes de lord Colton... o entregarle a su hija en matrimonio.

Respiró hondo para calmar su angustia y trató de prepararse para el mal trago que le aguardaba, pero tenía la impresión de que una sombra amenazadora se cernía sobre su espíritu. Abrió con valentía la puerta y entró en la sala. Vio al punto que lord Randwulf se había detenido ante las ventanas que dominaban los terrenos y el camino de entrada, y se sintió muy aliviada al ver que la distancia entre él y su madre le permitiría dar la bienvenida a esta antes de verse obligada a afrontar el rostro surcado de cicatrices. La prueba definitiva para su fortaleza llegaría poco después, una vez que hubiera intercambiado unas cuantas trivialidades con Philana. En cuanto a saludar al marqués, constituiría una hazaña increíble lograr disimular su repugnancia y aparentar cordialidad. La única manera de superar aquellos momentos comprometidos sería recordarse en todo momento que Colton era el hijo de su mejor amigo, y que había sido herido sirviendo con valentía a la patria.

Christina forzó una sonrisa alegre y cruzó la sala hasta el sofá donde se hallaba sentada Philana. Tomó las manos de la mujer entre las suyas.

—Cuánto ha tardado este día en llegar, querida amiga —murmuró. Las palabras se le pegaron como brea a la garganta, lo cual no contribuyó precisamente a serenarla—. Tu hijo ha regresado por fin. Te habrá alegrado que haya vuelto para hacerse cargo del marquesado.

—No sólo me ha alegrado, sino que me ha complacido sobremanera su deseo de asumir las responsabilidades de su padre —contestó Philana con una sonrisa radiante—. Pero lo más importante, Christina, es que hemos venido para hablar contigo y Gyles acerca del contrato de noviazgo y compromiso. Confío en que Adriana pueda reunirse con nosotros. Es una parte tan importante de esta conversación, que no puedo imaginarme tomando una decisión con la que ella no esté de acuerdo.

—Maud estaba terminando de peinarla cuando bajé. Estoy segura de que aparecerá de un momento a otro, y Gyles... —La puerta se abrió a su espalda y, al reconocer los pasos que se acercaban antes de que los ahogara la gruesa alfombra oriental, no tuvo necesidad de volverse—. Mira, ya está aquí.

—¡Bienvenida, bienvenida! —Gyles se reunió con las mujeres, fingiendo entusiasmo como mejor pudo. Se llevó la mano de Philana a los labios y la besó—. Estás tan encantadora como siempre, querida mía.

Philana lanzó una alegre carcajada, mientras desechaba el cumplido con un gesto elegante.

—Ahorra tus piropos para damas más crédulas, Gyles. Estoy vieja y arrugada, y tú lo sabes.

Gyles le dedicó una sonrisa torcida y se llevó una mano al corazón, como dispuesto a jurar algo.

—No veo arrugas ante mí, y, sea cual sea tu edad, querida mía, tu gracia y belleza no han desaparecido.

Complacida por la respuesta, Philana inclinó la cabeza en señal de agradecimiento.

—Eres un verdadero amigo, Gyles, si bien tienes tendencia a mentir bastante.

Gyles rió y retrocedió, retrasando el momento en que debería encontrarse cara a cara con el joven. Como Christina, no se decidía a hacerlo todavía, aunque era muy consciente de que Colton se había vuelto y estaba atravesando la sala cojeando en su dirección. Los golpes sordos del bastón parecían ser los heraldos de lo que les esperaba. Su esposa le había expresado entre lágrimas su aversión a la idea de cumplir el acuerdo que ataría a su hija más pequeña a un hombre desfigurado, por muchos honores que hubiera recibido luchando contra el enemigo. Gyles había compartido sus temores. Adriana siempre había sido su ojito derecho, y detestaba la idea de verla casada con un hombre cuyo aspecto aterraría a los niños.

Philana señaló a su hijo con una esbelta mano.

—Aquí llega Colton sano y salvo, pese a la horrible herida de su pierna.

Gyles apoyó una mano consoladora sobre la espalda de su esposa para darle ánimos, mientras ambos se volvían hacia el marqués. Como era menuda, Christina tuvo que echar la cabeza hacia atrás con el fin de mirar a los ojos del hombre. Cuando Gyles sintió que un agudo escalofrío recorría el cuerpo de su esposa, intentó prepararse para lo peor. Si Christina se desmayaba, diría a modo de excusa que no se había encontrado muy bien los últimos días, lo cual no sería mentira, pues nunca la había visto tan crispada a medida que se acercaba el día del encuentro. Mejor eso, decidió Gyles, que dejar entrever su aversión al hijo de su amigo.

Gyles se juró en silencio que tendría más control, y se negó siquiera a pestañear si el aspecto del hombre le repelía. Con serena dignidad, dirigió la atención a su invitado.

Fue entonces cuando se quedó boquiabierto.

—Lord Gyles —lo saludó Colton con voz profunda y melodiosa, al tiempo que sonreía a ambos—. Lady Christina.

—Santo Dios —susurró sin aliento Christina, mientras sus mejillas se teñían de púrpura.

Hasta el momento había considerado a su yerno, sir Thornton Godric, y al prometido de Melora, sir Harold Manchester, hombres de una apostura poco común, pero tuvo que reconocer que Colton Wyndham, con sus facciones nobles y enjutas, su increíble belleza, el cuerpo alto y de hombros anchos, dejaba en segundo plano a los otros dos. Meneó la cabeza, confusa, y se preguntó cómo demonios se había forjado la equivocada idea de que el hombre era un monstruo.

—Habéis cambiado tanto, lord Colton, que temo que Gyles y yo nos hemos quedado patidifusos.

Colton sonrió.

—Muy comprensible, mi señora, considerando que era poco más que un muchacho la última vez que nos vimos. Dieciséis años pueden cambiar en gran medida la apariencia de alguien.

Christina, invadida de alivio, movió la mano en dirección al sofá donde la madre del hombre seguía sentada.

—Haced el favor de tomar asiento y hablarnos de los lugares donde habéis estado desde la última vez que os vimos.

Antes de que Colton pudiera contestar, la puerta se abrió de nuevo y entró Adriana. Pese al minucioso examen a que la había sometido mientras dormía en la bañera, siempre le asombraba su profunda belleza. Si alguna vez había descartado la posibilidad de que las facciones y apariencia general de una mujer pudieran ser perfectas, estaba llegando a la conclusión de que Adriana Sutton fijaría el modelo por el que se juzgaría en el futuro a las demás mujeres, al menos en su mente. Si su aspecto no era perfecto, se acercaba a ello. Se había apartado de la cara el largo y espeso cabello, recogido en un moño en la nuca. Varios rizos de las sienes se habían escapado, delante de sus orejas y en la nuca, lo cual prestaba una encantadora suavidad al peinado. En contraste con sus trenzas oscuras, la piel cremosa parecía más blanca que la de otras damas. Un tenue colorete adornaba sus mejillas, al igual que los adorables labios. En cuanto a sus grandes ojos oscuros de sedosas pestañas, su atractivo era tan enorme que tuvo que hacer un esfuerzo mental para liberarse de su hechizo.

Vestía a la última moda, y las prendas sentaban de maravilla a su cuerpo alto y esbelto. Unas trenzas de seda ribeteaban el cuello alto, las medias mangas con charreteras y la cintura de su chaquetilla, la cual confería un aire militar a una creación verde esmeralda de suave crepé. Un alzacuello de seda marfileña, bordado con hilos de seda del mismo tono, rodeaba su esbelta garganta, para luego doblarse hasta formar una capa que llenaba el cuello tieso de la chaqueta Spencer. Las amplias mangas, de la misma seda cremosa bordada, estaban adornadas de cintas anchas de la misma tela, y terminaban en volantes festoneados que caían sobre sus manos.

Colton se sorprendió estableciendo comparaciones mentales entre los deliciosos complementos que adornaban las orejas de Adriana y las joyas que Pandora Mayes siempre había preferido. La primera sólo exhibía perlas solitarias engarzadas en delicados nidos de filigrana de oro, en tanto que la actriz prefería subrayar su belleza morena con bisutería de buen tamaño. No existía la menor similitud entre las joyas, ni tampoco entre las mujeres. Era como comparar una rosa con un repollo. Pandora Mayes era una tentadora voluptuosa, muy consciente de en qué se convertía cuando atraía a sus amantes hacia la cama. La actriz se habría ofendido si alguien la hubiera llamado prostituta, pues defendía con celo que sólo prestaba sus favores a hombres a los que admiraba y con quienes mantenía largas relaciones, si bien los costosos obsequios en joyas y dinero que recibía la colocaban en la misma categoría de las busconas de Londres. Por su parte, Adriana era el tipo exacto de dama con el que se había propuesto contraer matrimonio algún día. Después de que Bentley había osado recordarle los principios inconmovibles de la dama, reconocía que Adriana era una mujer muy especial.

Colton sonrió cuando reparó en que la dama había sentido frío al bajar la escalera, porque los pezones se marcaban en el crepé de lana que cubría sus pechos. Aunque había visto mucho más en el cuarto de baño de lo que un caballero tenía derecho, aquellos pequeños promontorios le trajeron recuerdos de su aspecto desprovisto de adornos. Los había visto tiernos y rosados en el agua, coronando unos hermosos pechos marfileños, lo bastante plenos para despertar la admiración de cualquier hombre.

Cayó en la cuenta de que, pese a la elegancia de las prendas que vestía la dama, estaba más atento a las deliciosas formas que cubrían. Era lo mejor que había visto en su vida. Como una joven diosa en la plenitud de su vida, lady Adriana prometía placeres sin cuento al hombre que se casara con ella. Si se tragaba el orgullo, obedecía los dictados de su padre y recibía con los brazos abiertos aquello que, desde el primer momento, había sido un obsequio y no una sentencia a cadena perpetua, podría saborear a la dama sin barreras, desde los lóbulos a las puntas de los dedos de los pies. De todos modos, no podía olvidar que se veía obligado a aceptar un acuerdo que había evitado durante dieciséis años.

—Os ruego que disculpéis mi tardanza —murmuró Adriana a los ocupantes del salón, al tiempo que lograba esquivar la mirada de Colton después de desviar la suya.

Los ojos del marqués eran tan tenaces como cuando le había hecho proposiciones en el carruaje. Comparado con las inspecciones a las que había sido sometida en los años pretéritos, el examen de Colton era mucho más osado. Al menos, otros hombres tenían la decencia de mirarla con más discreción, pero Colton no disimulaba su tendencia a estudiar cada mínimo detalle, y de muy cerca. De hecho, experimentó la sensación de que la estaba devorando. Como sus ojos se alimentaban de cada curva, parecía descabellado creer que dejaría algún pedazo de ropa sin arrancar en su mente.

Colton se colocó tras una silla Tudor y asiendo el bastón bajo un brazo, aferró los costados del respaldo, mientras la empujaba un poco hacia ella.

—Ven a sentarte, Adriana.

En presencia de sus padres, Adriana no vio otra opción que obedecer. Por más que ansiara salir corriendo de la sala, no podía rechazar la invitación sin provocar el disgusto de los mayores. Se sentó muy rígida en el borde, temerosa de entrar en contacto con aquellas manos bellas y duras.

Tal como sospechaba, sus esfuerzos no consiguieron mantener a Colton a raya. El extremo del bastón se posó sobre la alfombra cuando el hombre se situó a su lado. Se inclinó sobre su hombro, aspiró el aroma de su pelo y bajó la cabeza hasta que su aliento rozó la mejilla de la joven. Adriana estuvo a punto de cerrar los ojos cuando sintió aquel placer inesperado. Era como si sus esfuerzos por mantenerse indiferente al hombre quedaran anulados por el anhelo que sentía en las profundidades de su cuerpo. No sólo amenazaba con destruir su fría reserva, sino con enviarla corriendo hacia los establos.

—Relájate, Adriana —susurró él—. No voy a comerte... de momento.

De repente, Adriana se encontró luchando para recuperar su aplomo, que se había hecho añicos. Tenía la impresión de que la voz persuasiva del hombre sacudía todo su ser. Nunca había sabido que su nombre pudiera sonar de una forma tan perturbadora cuando lo pronunciaba un hombre, y sintió que se derretía por dentro cuando aquel tono suave acarició sus sentidos.

Un recuerdo de la rabia acumulada durante años bastó para enfriar su mente y fortalecer su resolución de mantenerse distante de este hombre. Aún más eficaz fue la sospecha de que había estado utilizando sus encantos con Felicity, que sin duda los habría aceptado de buena gana y sin límites. Recordando su indecente proposición posterior al funeral de la señora Jennings, Adriana se preguntó si habría hecho la misma invitación a la nieta del fabricante de tejidos.

Lo miró de reojo cuando acercó otra silla a la de ella, hasta que los brazos de ambas entraron en contacto. No pudo resistir un intento de sarcasmo.

—Puedo apartarme si necesitáis espacio, mi señor.

Colton no pasó por alto la pulla. Rió en respuesta y se inclinó hacia ella una vez más.

—El sofá está ocupado, queridísima Adriana. De lo contrario, te habría invitado a tomar asiento en él y me hubiera sentado a tu lado.

—¿Para qué? —Adriana fingió perplejidad—. No creo que alberguéis la menor intención de examinar con detenimiento la elección que vuestro padre hizo en vuestro nombre hace años, cuando estabais a punto de llegar a la mayoría de edad. La verdad, mi señor, pensaba que estábamos aquí para discutir vuestros planes de disolver el acuerdo. —Enarcó una ceja con aire desafiante—. ¿Me he equivocado?

Colton forzó una mueca de pesar, como ofendido hasta extremos inauditos.

—Aunque mis ojos no detectan pruebas de ninguna treta, querida mía, hay momentos en que consigues hacerme pensar que me has engañado. En verdad, muchacha, eres capaz de derramar sangre con las heridas que infliges.

Adriana resopló en señal de desdén, lo cual le ganó una mirada iracunda de sus padres y una risita de Colton. Era incapaz de explicarse por qué era presa de sentimientos tan contradictorios siempre que estaba con ese hombre. En ocasiones tenía el convencimiento de que se sentiría inmensamente satisfecha poniéndole por sombrero una figurita de porcelana o una olla bien pesada. Después, con la misma frecuencia, se veía obligada a luchar con aquellas turbadoras burbujitas de placer que él provocaba en su interior. Dado que estaba convencida por completo de que Colton iba a limitarse a pasar por la formalidad de aceptar el noviazgo para no disgustar a su madre, y de que en el momento apropiado le asestaría un golpe de muerte, debía preguntarse por qué era tan sensible a sus palabras.

—Sin duda, mi señor, habéis extraído vuestras conclusiones de vuestra dilatada experiencia —replicó con frialdad—. Para convertiros en una autoridad sobre mujeres, las habréis tratado con frecuencia. Seguro que habréis vivido muchas experiencias durante vuestra ausencia, y puede que unas cuantas desde vuestro regreso. —Alzó la mirada con la esperanza de que su pulla hubiera hecho mella, pero Colton sonrió de una manera ambigua. Como no leyó nada en su expresión, continuó sondeando—. ¿O acusáis a mi pobre lengua para tranquilizar vuestra conciencia y renunciar al compromiso?

Por primera vez desde que su adorado Sedgwick había propuesto un compromiso entre su hijo y Adriana Sutton, Philana sintió una chispa de confianza en que el matrimonio llegaría a celebrarse. Colton era demasiado guapo para que el bello sexo hiciera caso omiso de él... o lo rechazara. Casi todas las jovencitas experimentarían la tentación de adular a un hombre tan apuesto y, sin duda, de ofrecer su cuerpo como prueba de su fascinación. Consideró enormemente alentador ver que Adriana mantenía a raya a su hijo. Rechazar sus insinuaciones lo pondría en cintura, y merecidamente. Confiaba demasiado en su encanto sobre las mujeres, y lo más probable era que no supiera soportar un desaire.

—¿Es eso cierto, señoría? —preguntó Gyles, que no había captado la verdadera importancia de las palabras de su hija—. ¿Deseáis renunciar al acuerdo?

Colton se levantó y sonrió al hombre.

—Todo lo contrario, lord Gyles, deseo iniciar el noviazgo lo antes posible. Desde que fui informado del acuerdo entre mi padre y vos, he leído con gran detenimiento el documento que ambos firmasteis. Según las condiciones estipuladas, tengo tres meses de noviazgo para decidir mi destino..., a menos, por supuesto, que la dama opine lo contrario.

Miró a Adriana con una ceja enarcada, a la espera de su respuesta. Al ver que no decía nada, se sentó de nuevo en la silla y se inclinó hacia ella con una sonrisa.

—¿Qué dices, querida? ¿Tienes alguna objeción a fijar la fecha en que se iniciará el examen de nuestros sentimientos? Si no, ¿puedo sugerir que empecemos hoy?

Lo antes posible con tal de desembarazarse de mí, pensó Adriana, encrespada. Si bien estaba muy tentada de rechazar la voluntad de lord Sedgwick, antes que exponerse a los caprichos de su apuesto hijo, no lograba decidirse. Por más que su orgullo se beneficiaría si liberara a Colton Wyndham de las obligaciones que tanto había detestado, sabía que debería concederle dicho privilegio, porque no podía soportar la idea de herir a Philana o avergonzar a sus padres, además de destruir sus esperanzas y deseos para el futuro.

—Si no os importa un corto aplazamiento, mi señor, yo preferiría iniciar nuestro noviazgo la fecha en que tenga lugar el baile de otoño, el veintiuno de octubre.

—¿Tanto? ¡Pero si falta un mes entero!

Colton se quedó pasmado ante la idea de un intervalo tan dilatado. El principal motivo de acceder al noviazgo era demostrar a su madre que el designio de los padres no bastaba para despertar amor entre dos seres. Una vez que hubiera dejado bien clara la realidad, se vería libre de su compromiso. Al menos, si deseaba casarse con Adriana lo decidiría él y nadie más, no porque se sintiera obligado por los dictados de su padre. En su opinión, la larga espera anterior al inicio de su noviazgo dificultaba aún más el procedimiento.

Colton adoptó una postura contemplativa, mientras examinaba a Adriana. Era un hombre que había tomado sus propias decisiones durante casi toda la vida; pero, después de ver a esta dama en el baño, jamás había conocido tantas noches de insomnio. Por más que deseaba aplacar sus apetitos con ella, ¿cómo podía aceptar la voluntad de su padre dócilmente, como un perrito faldero? Tendría que superar el noviazgo sin rendir el corazón, la mente y, lo que era aún más difícil, el cuerpo a las tentaciones que tendría al alcance de la mano. En cuanto realizara esa hazaña, podría dedicar su mente a consideraciones más serias..., como cortejar a la dama sin tener que disimular su deseo de consumar su unión.

—¿Has dicho el veintiuno?

—O cuando vos deseéis, mi señor, siempre que el baile de otoño haya empezado —contestó Adriana sin vacilar.

Colton sintió curiosidad por saber cómo iba la relación de Adriana con el hijo del fabricante de tejidos.

—¿Qué me dices de Roger Elston? ¿Permitirás que el aprendiz te visite hasta entonces?

Adriana sintió que sus mejillas ardían bajo aquella inspección detenida. ¿Cómo se atrevía a hacer esa pregunta, después de que había empezado a visitar a Felicity?

—Antes de vuestro regreso, mi señor, había dado permiso al señor Elston para acudir al baile. En pro del decoro, deberé comunicarle que ha de renunciar a sus visitas, pero me parecería menos grosero si se lo dijera al finalizar el baile.

Colton acarició un mechón rizado que parecía empeñado en adherirse a la mejilla de Adriana. Qué oreja más delicada, pensó, y se preguntó cómo reaccionaría ella si introdujera su lengua en las tentadoras hendiduras y frágiles salientes que formaban la configuración externa. Sus ojos destellaron con un brillo travieso cuando apoyó un dedo en la barbilla de la dama y le volvió la cara hacia él.

—¿Te quejarías, querida, si dedicara mis atenciones a otra persona esa noche? —preguntó en voz baja, mientras escrutaba aquellos ojos oscuros—. Me parece justo..., puesto que tú estarás comprometida también.

Adriana giró la cara y se encogió de hombros. No era preciso que le dijera el nombre de la dama en cuestión.

—Yo no estaré comprometida, mi señor. Sólo concedí permiso a Roger para asistir al baile si así lo deseaba, pero haced lo que os plazca. No tengo derecho alguno sobre vos.

—Ya lo creo que sí, Adriana. —Se apoderó del lustroso rizo pegado a su mejilla, lo acarició entre los dedos y admiró su tendencia natural a rizarse alrededor del dedo. Los mechones sedosos eran tan fragantes como el cuerpo de la dama, y notó que sus sentidos reaccionaban como si hubiera ingerido una potente poción—. Estamos ligados por un contrato, y eso es como si ya estuviéramos prometidos. Lo cual basta para darte derecho a decir sí o no en lo relativo a mi conducta con las demás mujeres. Y, si estamos prometidos, ¿no es casi como si estuviéramos casados?

—¡Ni hablar! —Adriana, furiosa, agitó una mano como si ahuyentara a un insecto de su mejilla, de forma que consiguió liberar su mechón—. No estamos casados, mi señor, y, aunque estuviéramos prometidos, os daría permiso para dedicar vuestras atenciones a quien os diera la gana... siempre que accedierais a dejarme en paz en el ínterin... ¡Y basta ya! —Le dio una palmada en el dorso de la mano cuando él se dispuso a apoderarse de nuevo del rizo—. ¡Dejad mi pelo en paz!

—¡Adriana! —dijo su madre con voz entrecortada, sorprendida por la exhibición de mal humor de su hija—. ¡Qué vergüenza, hija! ¡Pegar a su señoría! ¿Qué va a pensar?

—Vaya, vaya —la reprendió Colton con una amplia sonrisa, mientras se inclinaba hacia la tentadora belleza—. Creo que me tienes muy poco respeto, Adriana.

—Puede que estéis en lo cierto, mi señor —replicó ella con apasionamiento—. Al fin y al cabo, no sois más que un extraño para mí...

—¡Adriana!

Christina estaba escandalizada por la grosería de su hija.

—Significas un verdadero desafío para mí, Adriana —dijo Colton, con una chispa de hilaridad en sus ojos grises—. Nunca había conocido a una mujer tan remisa a aceptar mis atenciones.

En todo caso, se había acostumbrado a la adulación del bello sexo. Era muy estimulante estar en el extremo opuesto del espectro en el que solía encontrarse. ¿Perseguir a una dama joven y hermosa que no parecía sentir el menor interés por él? Fascinante... ¡Todo un reto!

Adriana habló en tono sarcástico.

—Estoy segura de que habéis destrozado el corazón de muchas jóvenes, mi señor, pero procuraré ahorraros alabanzas de las que ya estaréis aburrido debido a las numerosas repeticiones.

Colton comprendió de repente que estaba disfrutando de ese cuerpo a cuerpo, tanto como había gozado con la capitulación final de alguna apetecible joven entendida en la materia. Todas las mujeres a las que había conocido eran expertas en el juego del amor, y jamás había dudado de su atractivo masculino. Era más de lo que podía decir en esta situación concreta. De todos modos, creyó necesario atizar un poco más el fuego para poner a prueba el alcance de la tenacidad de la muchacha.

—¿Y si te dijera, queridísima Adriana, lo encantadora que eres? Poco imaginaba cuando eras una niña que llegarías a ser tan exquisita. Tu belleza me roba el aliento.

—Respirad hondo, mi señor —replicó Adriana con altivez, sin mirar a un lado ni a otro cuando él volvió a apoderarse de su mano—. Estoy segura de que lo recuperaréis.

Ante el sarcasmo de su hija, Christina abrió la boca para intervenir, pero cambió de idea cuando Philana le apretó con dulzura la mano, como urgiéndola a guardar silencio.

Colton se llevó a los labios los finos dedos de su futura prometida, y dejó que su boca tibia y húmeda se demorara sobre los nudillos en una caricia lenta y sensual.

Adriana tomó conciencia de un extraño estremecimiento que le recorría el cuerpo, y se dio cuenta de que se quedaba sin respiración cada vez que los labios del hombre entraban en contacto con su piel. La avalancha de sensaciones que despertaba en ella era similar a las que había despertado cuando chocaron en el pasillo de Randwulf Manor, pero por perturbadoras que habían sido no podían compararse con el torbellino que estaba experimentando en esos momentos. ¡Era imposible que una joven las soportara impasible delante de sus padres!

Adriana recuperó su mano de un tirón, se puso en pie y corrió hacia la puerta. Entonces, se volvió hacia los invitados con las mejillas encendidas, y consiguió aparentar cierta dignidad. Dio una explicación poco convincente, pero verdadera.

—Prometí a Melora que la ayudaría con algunos asuntos relacionados con su boda antes de que terminara el día. —Dedicó una reverencia a la invitada de más edad—. Lady Philana, os ruego que me excuséis...

—Por supuesto, hija —contestó la marquesa con una sonrisa amable, considerando que su hijo era el culpable de la huida de la muchacha. El hecho de que él pareciera divertido por la situación la impulsó a suspirar para sus adentros. Le recordaba demasiado al adolescente que había sido. Un bromista empedernido.

Los ojos oscuros se enfriaron hasta cierto punto cuando Adriana posó la vista por fin en el marqués. Su sonrisa era tirante.

—Buenos días, lord Randwulf.

Hasta Colton se encogió cuando la puerta se cerró con estrépito detrás de ella, y por un momento padres y pretendiente contemplaron la puerta con diferentes grados de sorpresa. Después, casi a un tiempo, Gyles y Christina dedicaron su atención a Colton, mientras se preguntaban cómo reaccionaría a la fogosa partida de su hija.

Colton estalló en carcajadas e indicó la puerta con el pulgar sin volverse. Era evidente que Adriana no estaba más entusiasmada con las condiciones del contrato que él.

—Juro que no he visto temperamento igual en nadie bien nacido.

Christina forzó una sonrisa vacilante.

—Espero que mi hija no os haya ofendido, mi señor.

Philana se puso a reír.

—Yo no sé mi hijo, pero, en lo que a mí concierne, pienso que ha estado maravillosa... como de costumbre. Un momento más, y le habría calentado las orejas a Colton... con mucha razón.

Christina no sabía qué decir para disculparse. Dirigió a la marquesa una mirada casi suplicante.

—Hay momentos en que mi hija se enfada un poco con ciertos miembros del género masculino. No le gusta que la acosen, pero jamás se me ocurrió que se comportaría de una forma tan inapropiada en vuestra presencia, lord Colton. La regañaré por sus modales...

—No harás nada de eso —la interrumpió Philana con determinación—. Mi hijo recibió su merecido por molestarla adrede. Tal vez la próxima vez haya aprendido la lección. Si no, se acostumbrará a que le peguen en los dedos como a un niño travieso. Te aseguro que no sería la primera vez. Yo misma lo hacía con bastante frecuencia cuando era más joven. No se cansaba nunca de tomar el pelo a las chicas, siempre que Adriana venía a jugar con Samantha.

Gyles se llevó la mano a la boca varias veces, tratando de ocultar la insistente sonrisa que resistía a todos sus intentos de reprimirla. Cuando fracasó, apoyó las manos sobre las rodillas y se levantó.

—No me cabe la menor duda de que mi hija menor habría propinado a esos gabachos de Waterloo una buena paliza. Se enoja con facilidad en ocasiones. Por lo visto, considera especialmente ofensivo que un pretendiente ansioso intente manipularla.

Adriana recorría su habitación muy agitada, irritada consigo misma por haber permitido que Colton Wyndham le afectara tanto. Nunca antes había experimentado sensaciones como las que él despertaba en ella. Tampoco había experimentado tanta irritación, no sólo con él sino consigo misma, por permitir que sus tretas la sacaran de quicio. Sus intenciones parecían muy claras. Obligado por el mandato de su padre, intentaba humillarla de todas las maneras posibles, aunque sólo fuera para desahogar su frustración por la situación en que se hallaba. Volver al hogar después de tantos años de tozudo rechazo a los dictados de su padre, y descubrirse atrapado en la misma trampa, había constituido un golpe terrible para él, en especial si sus pensamientos habían estado concentrados por completo en el marquesado. Teniendo en cuenta el grado de resentimiento que había ido acumulando con los años, tal vez imaginaba que tenía motivos para odiarla, sobre todo si analizaba la situación tan sólo desde su perspectiva. Quizá no había caído en la cuenta de que ella también se había convertido en una víctima, encadenada por la devoción a sus padres.

Alguien llamó con suavidad a la puerta de su habitación, y, cuando ella dio permiso, la criada de Melora entró a toda prisa y efectuó una reverencia.

—Perdonad, mi señora, pero vuestra hermana se pregunta qué os está reteniendo desde que subisteis.

—Voy enseguida, Becky.

La puerta se cerró detrás de la criada, y en el silencio que siguió Adriana exhaló un largo suspiro, mientras se preguntaba si sería capaz de aguantar tres meses de noviazgo con Colton Wyndham. No era que no lo deseara. De hecho, era el hombre al que había estado esperando toda su vida. Sin embargo, parecía capaz de avivar en su interior extraños sentimientos que podían llevarla a capitular ante sus proposiciones. Pese a la exhibición exterior de irritación, atesoraba recuerdos secretos de él que, a veces, le despertaban anhelos de sentir el calor de sus brazos alrededor del cuerpo, y de sus labios estremeciendo los de ella con prolongados besos. Sólo pensar en aquel cuerpo largo y musculoso, apretado desnudo contra el de ella, le causaba una extraña excitación que la dejaba ardiendo de deseo. Sus pezones reclamaban una atención especial de la que era totalmente ignorante, y en las profundidades de su cuerpo crecía un ansia que parecía destinada a no ser apaciguada hasta que se entregara a él, y sólo a él.

Por pura fuerza de voluntad, Adriana recuperó la compostura y fue a la habitación de Melora, donde encontró a su hermana presa de un ataque de nervios. Al intentar decidir la disposición de los asientos para el ágape que seguiría a la boda, se había hecho un lío.

—¡Por fin apareces! —gritó Melora—. Estaba empezando a pensar que tendría que ocuparme yo sola de los preparativos. He estado devanándome los sesos sin cesar, mientras mamá y tú estabais tan ricamente con los Wyndham, como si el asunto de tu noviazgo no pudiera esperar unas semanas más. La verdad, Adriana, considerando los años que Colton ha estado fuera, no habría sido perjudicial que hubieras retrasado su visita hasta después de la boda. No sabes lo nerviosa que estoy. ¡Sólo faltan diez días! —Miró a su hermana, pero no percibió señales de compasión. Exhaló un potente suspiro—. Supongo que el noviazgo empezará de inmediato.

Adriana intentó hacer caso omiso de la desconsideración de Melora.

—No, le he pedido que lo retrasáramos hasta el baile de otoño, como mínimo.

—¡Gracias a Dios! —exclamó su hermana, exagerando su alivio—. Ahora podrás ayudarme como prometiste. Puedes empezar haciendo una lista de los invitados que vendrán y dónde deberán sentarse en el banquete nupcial. La cocinera ya está ocupada con los preparativos y, por supuesto, los criados han empezado a limpiar hasta el último rincón. No podemos permitir que una mota de polvo o una ventana sucia nos avergüencen...

Adriana, que consideraba trivial todo lo que decía Melora, se sentó ante el alto escritorio de su hermana y empezó a organizar la colección de nombres. Estaba segura de que la cocinera, los pinches y el resto de los sirvientes se esforzarían al máximo por convertir el banquete nupcial en una ocasión memorable para su hermana. En cuanto a ella, esperaba poder mantener sus pensamientos bien alejados de Colton Wyndham, pues estaba empezando a temer que, en lo tocante a ese hombre, su corazón no se hallaba tan a salvo como ella pretendía.