14

HARRISON se cambió el candelabro a la mano izquierda y llamó con los nudillos de la derecha a la puerta de la habitación del marqués. Era muy consciente de que su señoría había regresado a casa de muy mal humor tan sólo un par de horas antes, y después, mucho más temprano de lo habitual, se había recluido en sus aposentos. En circunstancias normales no lo habría molestado, pero el correo le había advertido que la misiva era de gran importancia.

—Mi señor —llamó a través de la pesada puerta de madera—, acaba de llegar un mensajero de Londres, portador de noticias urgentes para vos.

Un estruendo, el ruido de cristales rotos y una maldición precedieron a la petición airada de no entrar hasta nueva orden. En el interior de la habitación, Colton se cubrió el torso desnudo con la sábana. Dudaba de haber cerrado los ojos desde que había bajado la mecha y apagado la llama. Su mente había estado demasiado ocupada repasando las posibilidades que pudieran imposibilitar la continuación de su noviazgo con Adriana y los legalismos que podría utilizar para impedir el fin de su futuro común. No permitiría que lo abandonara, como ahora parecía decidida a hacer. Su corazón se marchitaría de pena.

Con un suspiro, Colton se pasó los dedos por el pelo revuelto y miró las llamas que bailaban en la chimenea y, después, la alfombra sembrada de vidrios. El ojo herido casi se le había cerrado, y no cabía duda de que necesitaría un vendaje si tenía que ir a algún sitio.

—Entra, Harrison —ordenó—. Cuidado donde pisas. Acabo de derribar una lámpara.

—Perdonadme por haberos despertado, mi señor —contestó Harrison cuando entró en la habitación.

—No estaba dormido —lo tranquilizó Colton.

El mayordomo depositó el candelabro sobre la mesa y le entregó la misiva. Colton rompió el sello de lacre, desdobló el pergamino y, después de taparse el ojo con una mano, empezó a leer el contenido del mensaje, mientras el criado recogía los cristales rotos: «La señorita Pandora Mayes está agonizando y os ruega que acudáis a toda prisa».

—He de ir a Londres de inmediato, Harrison —anunció Colton—. Dile a Bentley que prepare el segundo carruaje con los caballos de tiro y traiga otro conductor. Viajaremos deprisa, y no quiero agotar a nuestros mejores animales. En cuanto a los cristales, ya los recogerás más tarde.

—¿Os preparo una bolsa o un baúl, señor?

—Un par de mudas y los efectos esenciales por si me quedo el fin de semana. Con suerte, si me retraso, volvería el lunes por la mañana.

—Eso sería estupendo, mi señor. Estoy seguro de que a vuestra madre le gustaría mucho que estuvierais por Navidad.

—Haré lo posible por regresar a tiempo.

En menos de una hora, Colton estaba en el carruaje y viajaba hacia Londres. Al día siguiente, poco después de amanecer, se hallaban en las afueras de la ciudad, y desde allí Colton dirigió al cochero hacia la casa de la actriz. Cuando por fin se detuvieron ante el edificio, Colton descendió al punto.

—Puede que tarde un rato, Bentley —informó al hombre que había estado durmiendo dentro del coche—. Hay un establo y una posada bajando la calle. Cuidad de los animales y comed algo. Hasta es posible que encontréis un lugar donde descansar durante una hora o así. Si no estáis aquí cuando salga, iré a buscaros a la posada.

—Sí, mi señor.

Colton llamó a la puerta de la residencia de Pandora. Un sacerdote de edad avanzada lo recibió. El hombre miró su vendaje con expresión de sorpresa.

—¿Su señoría?

—Sí, soy lord Randwulf. ¿Fuisteis vos quien envió la nota?

—Sí, mi señor. Soy el reverendo Adam Goodfellow, párroco de la iglesia de Oxford, donde... la señorita..., er..., Mayes fue bautizada. Me rogó que viniera a Londres para asistirla en sus últimos momentos, y me pidió que os avisara.

—¿Lleváis mucho tiempo aquí?

—Llegué ayer, mi señor, después de recibir su nota. La acompañaba el médico, pero la dejó a mis cuidados, tras haber perdido toda esperanza de salvarla.

—¿Puedo verla?

El hombre abrió la puerta de par en par.

—Temo que no le queda mucho tiempo de vida a la señorita Mayes, mi señor. Sospecho que ha aguantado para veros.

—En ese caso, será mejor que me conduzcáis a su lado.

—Por supuesto, mi señor —contestó el sacerdote, y dio media vuelta. No andaba muy deprisa y, en la estrechez del corredor, Colton se sintió impaciente por el paso lento del hombre.

—Si me excusáis, reverendo, creo que sé dónde está su dormitorio.

—Sí, por supuesto —contestó el hombre en tono reprobador. Se aplastó contra la pared del estrecho pasillo, y movió la mano ante él como invitándolo a pasar.

Colton así lo hizo y, tras llegar al final del pasillo, abrió la puerta de la derecha. La habitación estaba iluminada por la escasa luz de una sola lámpara de aceite colocada sobre una mesita de noche. En la cama que había compartido con ella tantas veces, como una aparición de ultratumba, yacía la actriz, a la que no veía desde hacía nueve meses. A la pálida luz, sus ojos parecían sombras oscuras practicadas en una máscara mortuoria. Tenía las mejillas hundidas y los labios cenicientos. El alegre color que los había iluminado ya no existía.

Aunque casi oculta en la penumbra, vio a una mujer regordeta de cabello ensortijado, de unos treinta años o más, sentada en un rincón del dormitorio. Tenía la blusa abierta, y de ella asomaba un rollizo pecho del que mamaba un diminuto recién nacido, pero fue su apariencia descuidada lo que sobresaltó a Colton.

El marqués se acercó a la cama de Pandora sin hacer ruido. Cuando estuvo a su lado, los ojos de la mujer se abrieron poco a poco. La sombra de una sonrisa curvó sus labios.

—Col... Me alegro de que hayas venido. Tenía miedo de que no lo hicieras —dijo la actriz con un hilo de voz, como carente de fuerzas. Lo miró con más detenimiento y reparó en su vendaje—. ¿Has perdido un ojo en la guerra?

—No. Un golpe que me di anoche.

«Con el bolso de una fiera encantadora.»

Pandora extendió una delgada mano hacia él.

—Siéntate a mi lado.

Colton se sentó en el borde de la cama, se llevó la mano de ella al pecho y escudriñó los ojos apagados. En un tiempo habían brillado de vida, pero ahora su falta de vivacidad parecía una prolongación de la oscuridad que los rodeaba, como un anuncio del inminente final.

—He venido lo antes posible, Pandora. ¿Qué te aflige?

—Tenéis... una hija, mi señor —dijo la mujer con voz débil—. Plantasteis... vuestra semilla... en mi vientre... la última vez... que estuvisteis aquí.

Un miedo helado se apoderó de Colton. Casi al instante, su mente se inundó de imágenes de Adriana.

—Pero..., dijiste que no podías tener hijos. ¡Me juraste que no podías!

—Ay, eso fue antes de que tú aparecieras —dijo la actriz con una frágil sonrisa—. Hacía falta... un hombre decidido para lograrlo..., y fuiste tú.

Colton estaba enfermo de remordimientos.

—¿Y te mueres por culpa de mi semilla?

—Pobre. —Pandora intentó reír, pero abandonó al punto la idea, demasiado agotada para ese esfuerzo—. No hace falta que te culpes. Fue un parto difícil.

Colton apartó el pelo rizado de las mejillas cenicientas.

—Conozco a varios médicos de confianza en Londres. Mi familia los ha utilizado con la suficiente frecuencia para estar seguro de su reputación. Enviaré a mi cochero en busca de uno.

La mujer alzó una mano para detenerlo.

—Es demasiado tarde para mí, Colton. He perdido demasiada sangre, pero... hay... una... cosa... que quiero pedirte.

—¿Cuál es?

Contuvo el aliento, temeroso de su petición. Antes de la primera vez que habían hecho el amor, había advertido a Pandora que nunca se casaría con ella. Ahora que tenía mucho más que perder, no podía contemplar siquiera la posibilidad de ceder a esa solicitud.

Los ojos apagados de la actriz lo miraron un largo momento antes de volver a hablar.

—Deja que... el reverendo Goodfellow... nos... despose... antes de que muera..., Colton.

Durante toda su carrera de oficial, Colton había hecho lo imposible por evitar el matrimonio, sobre todo con mujeres ambiciosas. Pese a su altercado con Adriana, era la única con la que había deseado casarse. Horrorizado por la petición de la actriz, no prestó atención a las palabras que surgieron de sus labios.

—Pero estoy comprometido con otra...

—Moriré... esta noche, Colton. ¿Qué... hay... de malo... en proporcionarme... un poco de paz en mis últimas horas?

El marqués continuó taciturno, incapaz de comprometerse cuando casarse con la mujer significaría probablemente perder a Adriana.

—Por favor, Colton... Sé... que explicaste... que no te casarías conmigo..., pero te estoy..., te estoy suplicando..., por mi bien y el de la niña...

Colton sintió que el vello de la nuca se le erizaba. Su instinto le aconsejaba ser muy cauteloso antes de tomar decisiones.

—¿Qué va a ser de la niña?

Los labios de la mujer temblaron.

—Te pediría... que la llevaras... a casa contigo... y seas... un buen padre para ella. Con el tiempo..., verás lo mucho... que te quiere... —Pandora tragó saliva con dificultad, y transcurrió un largo momento antes de que reuniera fuerzas para continuar—. Aunque no he estado... con otro hombre, sé que necesitas pruebas... de que es... tuya. Como verás... nuestra hija... tiene una... marca de nacimiento púrpura... en el trasero..., como su padre.

Señaló a la mujer del rincón.

—Alice... limpia el teatro... desde hace tiempo. Perdió a su recién nacido... ayer..., y ha consentido en cuidar... del mío.

La mujer se levantó de la silla y avanzó con la niña. Se detuvo al lado de Colton, y dio la impresión de sonreír burlonamente cuando apartó la niña del pecho, sin hacer el menor intento de tapar el voluminoso seno incrustado de suciedad. Acercó las nalgas de la niña a la lámpara y señaló con un dedo mugriento la marca identificadora.

El corazón de Colton dio un vuelco. Debido a las veces en que se había mirado en espejos cuando paseaba desnudo por una habitación, sabía con absoluta certidumbre que la mancha oscura tenía la misma forma que aquella con la que había nacido. Su padre la tenía y su abuelo también. La presencia de la señal parecía confirmar que la niña era de él, pero no estaba dispuesto a aceptar lo que veía sin más. Al fin y al cabo, su existencia ponía en peligro su futuro con Adriana, y, pese a que se había resistido a la perspectiva al volver a casa, la sola idea de perder a la muchacha lo espoleaba a escapar de la trampa en que había caído. Si bien la marca de nacimiento parecía verdadera, no pudo resistir la tentación de comprobar su autenticidad frotándola con el pulgar, para asegurarse de que no la habían aplicado con pintura de maquillaje.

Pero sus esfuerzos por borrar la mancha fueron en vano. Si se trataba de una falsificación, era obra de un artista con talento, porque la marca púrpura parecía auténtica.

Colton, reacio a aceptar la petición de Pandora, permaneció inexpresivo mientras la niñera volvía a su silla. Por una parte, se sentía obligado a portarse como un caballero con la niña. Al fin y al cabo, si la marca de nacimiento era verdadera, pertenecía a una larga dinastía de Wyndham, de los cuales él era la única y última esperanza de perpetuar el apellido. No deseaba que un hijo suyo, ni siquiera engendrado en un acceso de lujuria con la actriz, se convirtiera en un proscrito de la sociedad, pero algo en su interior le aconsejaba cautela. Si accedía a la súplica de Pandora y la mujer no moría, estaría ligado por siempre a ella, cosa que jamás había sido su intención.

—El reverendo... Goodfellow... —Las palabras de Pandora eran como jadeos apagados. Levantó una mano y señaló al sacerdote—... dijo que cualquier hijo bastardo... está condenado eternamente... También dijo... que no podía... absolverme... de mis pecados..., a menos que me casara con el padre de mi bebé.

Colton habría discutido con el hombre el último punto si hubiera estado de humor, pero no era eso en lo que pensaba ahora. El dilema era portarse de manera honorable o dejar que una hija de él sufriera durante toda su vida el estigma de haber nacido bastarda. ¿Podía condenar a un inocente a ese destino? Pandora y él sabían muy bien lo que hacían cuando se entregaban a su pasión, pero una niña inocente sería la única en cargar con el peso de la culpa.

—Me estoy... muriendo, Colton... Ayúdame —dijo la mujer con voz entrecortada—. No quiero arder en el infierno...

Si su padre viviera, Colton sabía que el anciano le habría largado un severo sermón sobre las locuras de un hombre y sus consecuencias. Ahora, se enfrentaba a una decisión que siempre había considerado fuera de lugar. Por más advertencias que había hecho a sus de lecho, se habían convertido en polvo bajo sus pies.

Colton exhaló un profundo suspiro.

—Aunque tengo poca experiencia en lo tocante a matrimonios, creo que se necesita una licencia.

El reverendo Goodfellow avanzó con la mano apoyada contra su pecho.

—En mis años de párroco, me he considerado afortunado por haber tenido la oportunidad de prestar favores notables a los que se encontraban en posiciones más encumbradas. Como resultado, he podido obtener una licencia especial de su excelencia el arzobispo para la señorita Mayes. Sólo hace falta vuestra firma, mi señor...

Colton se rebeló.

—¡Por todos los diablos!

El sacerdote miró al noble con curiosidad, como para averiguar qué lo había enfurecido.

—Los documentos han de ser firmados y avalados por testigos, mi señor. ¿Os negáis a consumar los esponsales con vuestra firma, o es que no deseáis casaros con la madre de vuestra hija?

La trampa se cerraba a su alrededor. Colton sentía que estaba ahogando sus esperanzas y aspiraciones, como una mano invisible que se apoderara de su garganta y le arrebatara el aire y, en especial, toda la alegría de su futuro. Su mayor pesar era por la hermosa Adriana. Cuando pensaba que iba a perder a la mujer a la que deseaba con todo su ser, se resistía a rectificar su imprudencia, incluso por el bien de la niña. ¿Cómo podía esperar que Adriana se casara con él después de esto?

Ningún sonido venía de la cama. Colton se volvió y vio que la actriz había cerrado los ojos, y que apenas respiraba.

—Parece que tenéis poco tiempo para deshacer el entuerto, mi señor —observó el sacerdote—. La señora Mayes está a punto de expirar.

Colton sintió que un escalofrío recorría todo su ser. Exhaló un suspiro.

—Me casaré con ella —dijo.

—¿Y la niña? ¿La llevaréis a casa con vos?

—Será educada como si fuera mía —afirmó Colton con igual falta de entusiasmo.

Dio la impresión de que apenas había transcurrido un breve momento antes de que se pronunciaran los votos matrimoniales, con voz débil por Pandora y con bastante brusquedad por parte de Colton. Se sentía como un adolescente descarriado preso en su propia trampa.

—El ama de leche ha dicho que le gustaría cuidar de la niña si dejáis que vaya a vuestra casa con vos, mi señor. ¿Concedéis vuestra aprobación?

La idea hacía tanta gracia a Colton como la de casarse, pero en aquel momento no veía otra forma de salirse del embrollo.

—Parece que no tengo muchas alternativas, si hay que alimentar a la niña.

Cuando el sacerdote indicó con un gesto a la mujer que recogiera las pertenencias de la niña, la grosería de aquel ser provocó náuseas a Colton. Sin hacer el menor intento de ocultar su enorme pecho, dejó al bebé a un lado y se puso en pie. Cuando observó que Colton la miraba, le dedicó una amplia sonrisa que dejó al descubierto los dientes podridos, y, tras pasarse un pulgar por el pezón húmedo, metió y sacó varias veces el dedo de la boca de una forma sugerente, y acabó lamiéndolo.

Colton sintió que su estómago se revolvía y dio media vuelta, asqueado. Le habían hecho propuestas, y muchas durante sus años en el ejército, pero dudaba de haber recibido una de un ser tan repugnante. Sólo pudo pensar en los hombres que habían decidido acostarse con semejante bruja, pero enseguida recordó haber visto a un buen número de varones a cuyo lado la mujerona habría parecido una santa.

—Se llama Alice Cobble, mi señor —anunció el sacerdote—. Dijo que su marido murió en la guerra, de manera que ahora es viuda. Como salario, no pedirá más que tres o cuatro peniques más la manutención. Estoy seguro de que cuidará bien al bebé.

De una cosa sí estaba seguro Colton, y era de que nunca había visto a un ser más sucio en toda su vida, y tampoco le entusiasmaba la idea de soportar su presencia en el carruaje durante el largo regreso a casa, pues el fétido olor que desprendía su cuerpo era tan ofensivo que le revolvía el estómago. Su pelo rizado, necesitado de un buen lavado, asomaba en forma de púas grasientas por debajo del pañuelo deshilachado atado alrededor de su cabeza. Incluso en esos momentos, no hacía el menor esfuerzo por esconder su pecho desnudo, como si lo estuviera exhibiendo para él. El hecho de que la niña se hubiera estado alimentando de algo tan mugriento lo llevó a preguntarse cuánto tardaría en encontrar sustituta a la mujer. Esperaba que poco.

Colton se volvió hacia Pandora y reparó en que sus fuerzas se estaban agotando.

—¿No la podéis ayudar? —preguntó al sacerdote.

El hombre se acercó a la cama y apoyó los dedos sobre la muñeca de la actriz. Después lanzó un suspiro y meneó la cabeza con tristeza.

—Dudo que vuestra esposa dure una hora más, mi señor.

—Me quedaré con ella.

—No es necesario, mi señor. No tardará en morir, y, si os demoráis, es probable que vuestro carruaje sea asaltado por soldados que han vuelto a casa y se han encontrado sin trabajo y vituallas. Están formando bandas por toda la ciudad, y provocan disturbios como venganza por haber sido expulsados por las fuerzas vivas de este país, es decir, los aristócratas, que disfrutan de riquezas sin cuento mientras los soldados rasos se mueren de hambre.

—He luchado codo con codo con muchos de esos hombres y me solidarizo con ellos. Me arriesgaré. No permitiré que Pandora muera sola.

—Yo me quedaré, mi señor.

—Da igual. Me sentaré a su lado —afirmó Colton—. Nunca he sido marido, pero soy de la opinión de que un hombre no debería abandonar a su mujer en la hora de su muerte.

—Tenéis razón, por supuesto —admitió el sacerdote—. Sólo estaba pensando en vuestra seguridad.

—No es necesario. He afrontado peligros más grandes que unos pocos revoltosos, y he aprendido a cuidar de mí mismo.

—Sí, la joven habló de vuestra valentía bajo el fuego.

—Col... —llamó una voz débil desde la cama.

—Estoy aquí, Pandora —la tranquilizó Colton—. No voy a abandonarte.

—Sólo te pido... que seas... un... buen... padre... para nuestra hija...

Tras esa petición, cerró los ojos y dejó de respirar.

El reverendo Goodfellow le tomó el pulso, para luego cubrir su cara solemnemente con la sábana.

—Ha muerto, mi señor.

Colton exhaló un suspiro de pesar, y después se volvió hacia el anciano. Introdujo la mano en un bolsillo de la chaqueta, extrajo una bolsa llena de monedas y la entregó al hombre.

—Esto será suficiente para pagar la licencia especial y para ocuparse de que Pandora sea enterrada en un lugar respetable, con una lápida que indique su tumba. Con el tiempo, su hija querrá saber dónde está enterrada su madre. ¿Dónde puedo localizaros, después de que haya puesto en orden mis asuntos?

—Mi parroquia está en la carretera de Oxford, mi señor —contestó el hombre—. Vuestra esposa será enterrada en ella. —Depositó las monedas en la palma de su mano y las miró asombrado—. Habéis sido muy generoso, mi señor.

—Comprad comida a los soldados con lo que sobre. Estoy seguro de que conocéis a unos cuantos, puesto que se necesitaron muchos para ganar la guerra —repuso Colton.

Dio media vuelta, indicó con un gesto poco entusiasta al ama de leche que lo siguiera, y se fue. La mujer sujetó al bebé en un brazo y cogió una bolsa pequeña con la mano libre antes de ir tras él.

Colton había contado con lo difícil que resultaría explicarle a su madre lo que había hecho, pero nunca imaginó que la mujer se desmayaría al escuchar la noticia. Sólo su rápida reacción impidió que se golpeara la cabeza contra el mármol de un aparador. Precedido por Harrison, que iba abriendo puertas a la vez que llamaba a la doncella personal de Philana, había transportado en volandas a su madre hasta sus aposentos, donde la había depositado con suavidad sobre la cama. Mientras su doncella le humedecía la cara con un paño húmedo, Philana revivió poco a poco; pero, tras recordar el motivo de su conmoción, emitió un gemido y apoyó una mano temblorosa sobre los ojos.

Colton llamó a Harrison y le indicó que condujera a Alice Cobble al cuarto de los niños.

—Que un criado informe a la mujer de la necesidad de bañarse y lavarse el pelo —añadió en voz baja—. Si se niega, tendrá que responder ante mí. De no ser por la niña, no toleraría la presencia de esa mugrienta criatura en ninguna circunstancia, por lo cual te ruego que le comuniques cuáles son las exigencias habituales para las mujeres que trabajan en esta casa.

—Sí, mi señor.

Cuando la puerta se cerró detrás del mayordomo y la criada, Philana apoyó la cabeza sobre una almohada y miró a su hijo entre una cascada de lágrimas.

—¡Tenía tantas esperanzas de que te casaras con Adriana! —dijo en tono lastimero—. Todos estos años ha sido como una segunda hija para mí. No puedo soportar la idea de perderla. Ni Sedgwick ni yo quisimos pensar en qué haríamos si se casaba con otro. Ahora, mi gran deseo se ha frustrado.

Colton le apretó la mano para consolarla, pero no sirvió de nada. Aunque Adriana y él aún no estaban prometidos, no podía esperar que ella hiciera caso omiso de su indiscreción, sobre todo después de su reciente enfrentamiento. No era probable que se tomara bien la noticia.

—Hablaré con ella —fue lo único que pudo decir a su madre.

—Temo que no servirá de nada —susurró con tristeza Philana—. La verdad, no sé si será capaz de soportar la vergüenza. Sólo una gran señora sería capaz de aguantar las miradas de conmiseración de la gente si decidiera casarse contigo. Habría sido difícil para mí. ¿Cómo puedo esperar que una mujer pase por alto circunstancias tan humillantes?

Charles recibió a Colton en la puerta principal de Wakefield Manor la víspera de Navidad.

—Diré a su señoría que deseáis verla, mi señor.

—¿Hay algún lugar donde podamos hablar sin ser molestados?

El mayordomo estaba enterado del altercado ocurrido entre ambos, y comprendió la petición de privacidad del marqués.

—Si vais a la biblioteca, mi señor, informaré a lady Adriana de que la aguardáis allí. Es improbable que os interrumpan, puesto que lord Standish y lady Christina fueron a casa de los Abernathy para llevar regalos a los niños. Creo que piensan quedarse un rato, al menos hasta que lady Adriana vaya a reunirse con ellos.

—Gracias, Charles.

Colton se encaminó a la biblioteca y entró. Estaba muy angustiado, y no le entusiasmaba la tarea inminente. Después de su última discusión, no le extrañaría que se negara a verlo.

Una vez más, se encontró ante el retrato de las damas Sutton, pero sólo prestó atención a una de las cuatro, la diosa de pelo oscuro que ahora temía perder. Después de todas sus anteriores objeciones al deseo de su padre, y la altiva reserva que había logrado manifestar durante el noviazgo, lo embargaba el frío temor de que, después de su reciente matrimonio forzado, ella lo expulsaría de su presencia para siempre.

Durante las pasadas horas se había dado cuenta de que nunca sería un hombre completo sin Adriana como esposa. Temeroso de que lo rechazara, se había esforzado por combatir una ominosa sensación de derrota en su vida personal como jamás había experimentado antes, ni siquiera cuando el enemigo llevaba las de ganar en los campos de batalla.

—¿Deseabas verme? —preguntó una voz sedosa desde la entrada.

El corazón de Colton dio un salto de alivio, y se volvió con una sonrisa esperanzada, pero comprobó al punto que Adriana no estaba de humor para devolvérsela. Avanzó hacia ella.

—Estaba desesperado por hablar contigo de cierto asunto.

—Si es por lo de la otra noche, no tengo nada más que decir —replicó con frialdad la joven, y se encaminó hacia la chimenea.

Le dio la espalda y extendió las manos hacia el fuego en un esfuerzo por calentarlas, porque sus dedos se habían transformado en témpanos de hielo en cuanto Charles anunció que lord Randwulf había llegado y deseaba verla. Nadie sabía lo que le costaba ser desabrida con el hombre. Ya estaba convencida de que era una parte intrínseca de ella. Expulsarlo de su vida sería como cercenarse un miembro, o extraer toda vida de su corazón.

—Me porté mal —reconoció ella sin volverse—, y he de disculparme por eso, pero hablaba en serio. No puedo continuar esperando que cambies de opinión y me quieras como esposa. Será menos angustioso para mí separarme de ti ahora y continuar mi vida como si nunca hubieras vuelto.

—Aunque te cueste creerlo, Adriana, deseo con todo mi corazón que seas mi esposa.

La joven arqueó una ceja con escepticismo y vio por primera vez su ojo morado. No se había dado cuenta de que lo había golpeado con tanta fuerza, pero de eso se disculparía más adelante. De momento, estaba intrigada, y deseaba profundizar en sus palabras.

—¿Desde cuándo?

—A decir verdad, hace tiempo que me di cuenta, pero he ido retrasando el reconocimiento de ese hecho. Cuando era joven, me repelía la idea de que el contrato y el compromiso a los que mis padres me habían atado dirigieran mi vida. No obstante, por más que deseaba rebelarme contra nuestro noviazgo, me descubrí deseando..., no, necesitándote.

Adriana quiso sonreír de alegría, pero la sombría expresión de Colton la puso en guardia.

—¿Ha pasado algo?

Colton exhaló un profundo suspiro y se volvió, mientras frotaba la palma de una mano con los nudillos de la otra.

—Por desgracia, ha ocurrido algo que me lleva a dudar de que me aceptes como marido.

Adriana continuaba suspicaz, pero sentía una inmensa curiosidad. Si pensaba echarle la culpa a ella por negarse al matrimonio, se preguntó cómo lo lograría.

—Adelante. Te escucho.

Colton pasó una mano sobre el adorno de madera de una silla Tudor de respaldo alto, abrumado por lo que iba a decirle. No estaba orgulloso de ello.

—La otra noche me llamaron de Londres, y allí descubrí que una mujer a la que conozco desde hace unos años había dado a luz una niña.

Las rodillas de Adriana flaquearon. Se acercó a la silla más cercana y se derrumbó en el asiento. Sentía miedo por dentro y, cuando aferró los apoyabrazos de madera, esperó a que continuara, a que le dijera que el hijo era de él y no de un desconocido.

—¿Estás enamorado de ella?

Colton se volvió y la miró, asombrado de que ya supiera lo que iba a decirle. Tenía la cabeza gacha, y los tendones de sus manos se destacaban debido a la fuerza con que asía los brazos de la silla. Sus hombros se habían hundido, transmitiendo una sensación de derrota.

—No. Sólo era una actriz a la que..., er..., visitaba de vez en cuando. En una ocasión me dijo que no podía tener hijos...

—¿Cómo sabes con certeza que es tuyo?

Un suspiro escapó de los labios del marqués.

—Tengo una marca de nacimiento en el trasero, que heredé de mi padre, y él de su padre, y así sucesivamente. De hecho, creo que empezó hace muchos años con un vikingo. Tiene forma de gaviota en vuelo.

—Sí, la he visto.

El hombre se volvió con curiosidad.

—¿La has visto?

—La noche que interrumpiste mi baño.

Colton la miró, sorprendido.

—Por lo visto —continuó ella—, la presencia de esa marca de nacimiento en la criatura es conveniente para la actriz, pero no para ti. ¿Pretendes casarte con ella?

—El reverendo Goodfellow de Oxford nos leyó los votos mientras yo estaba presente.

Adriana contempló su regazo, desesperada. Sintió náuseas, y la bilis amarga acumulada en su estómago amenazó con ascender entre vómitos. No había podido comer por culpa de la angustia de separarse de Colton, y ahora lo estaba pagando. Tuvo ganas de morir de mortificación cuando él corrió a su lado, pero negó con la cabeza y se llevó una mano a la boca.

—Salgamos un momento —la apremió él, mientras deslizaba un brazo por debajo de sus hombros y la atraía hacia sí—. El aire es fresco y te serenará el estómago.

Adriana no tuvo fuerzas para oponerse a sus consejos, y permitió que la acompañara fuera.

—Respira hondo —aconsejó Colton—. Te sentará bien.

La joven accedió, no porque él se lo hubiera pedido, sino por su propio bien. Sería mejor para la escasa dignidad que le quedaba superar su momento de flaqueza y despedir al hombre. No obstante, transcurrieron algunos momentos antes de que reuniera fuerzas para liberarse de él. Cuando volvió dando tumbos a la biblioteca, él la siguió y extendió una mano para sujetarla al ver que sufría otro acceso de náuseas, pero ella evitó su mano como si fuera portador de la peste.

—Es mejor que te vayas —dijo después de sentarse—. Ahora que eres un hombre casado, no deberíamos estar juntos a solas. Vete, por favor. Me sentiré mejor si lo haces.

—Soy viudo, Adriana —anunció Colton—. Pandora murió antes de que saliera de su casa.

—¿Y la niña?

—Está con un ama de leche en Randwulf Manor.

—Entiendo.

—No podía dejarla sola en el mundo.

—No, claro que no. Hiciste lo que debías. Disfrutará de todas las comodidades que puedas proporcionarle.

—Adriana...

Apoyó una mano sobre su hombro.

Ella alzó la vista con solemnidad.

—¿Sí?

Cuando vio la tristeza que embargaba sus ojos, los remordimientos lo arrastraron a las profundidades de un abismo oscuro. Si alguien hubiera negado la existencia del infierno en la tierra, en ese momento le habría demostrado lo contrario.

—¿Podrás perdonar mis errores y aceptarme como marido?

En otro tiempo, Adriana habría oído aquellas mismas palabras y experimentado un júbilo inenarrable, pero sólo pudo forzar una débil sonrisa.

—Tendré que meditar sobre tu propuesta largo y tendido antes de darte una respuesta, Colton. Hasta entonces, no tengo otro recurso que considerarme libre por completo de cualquier compromiso contigo y con el contrato que nuestros padres firmaron. Tu matrimonio con otra mujer ha anulado ese acuerdo.

Colton nunca había sentido el corazón tan abrumado.

—¿Me permitirás volver mañana?

—No, mejor que no. Necesito estar sola un tiempo y pensar en mi futuro. Aunque quiero mucho a tu familia, no estoy segura de querer casarme contigo ahora.

—¿Has llegado a odiarme en tan poco tiempo?

—No te odio, Colton, pero debo pensar que, antes de ser padre, no mostraste auténtico interés en que fuera tu esposa. Ahora me parece un poco tarde para proposiciones de matrimonio. Si me hubieras querido, tendrías que haberlo demostrado un poco más durante estos dos últimos meses, pero no lo hiciste.

—Me sentí interesado por ti desde que volví —protestó el marqués, desesperado—. Sólo puedo pensar en ti. Habitas en mis sueños nocturnos, y me despierto con deseos de tenerte a mi lado, anhelo que estés conmigo todos los momentos del día.

—Sin embargo, tus actos me llevan a creer que no deseabas aceptarme como esposa. Ahora me resisto a considerarte como futuro marido. Debo disponer de tiempo para pensar en tu oferta y reflexionar sobre cuáles son mis sentimientos hacia ti. En el ínterin, si eres tan amable de abstenerte de visitarme, podré dilucidar cuáles son mis deseos y esperanzas para el futuro sin dejarme influir. —Movió la mano hacia puerta—. Sabrás encontrar la salida.