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—SAMANTHA, querida hermana, ¿vas a hacer los honores, o debo presentarme yo mismo a tu marido? —preguntó Colton con una risita—. No lo retrases más. Preséntame a este nuevo miembro de la familia.

—¡Con sumo placer! —contestó Samantha con gran seriedad. Se puso al lado de su hermano y observó su pericia con el bastón mientras atravesaban el gran salón—. Parece que manejas con mucha habilidad ese bastón.

Colton alzó sus anchos hombros y desechó las alabanzas.

—O eso, o tropezar con el maldito trasto, y no tengo la menor intención de volver a soportar esa desgracia..., ni el dolor asociado con la caída. La experiencia me irritó sobremanera la primera vez que ocurrió, y me propuse con firmeza que no volvería a pasar. Hasta el momento, así ha sido.

Samantha lo cogió del brazo y acarició la tela escarlata de su manga, admirada de la firmeza muscular que palpó debajo. Hasta aquel momento había pensado que sus predilecciones en lo tocante al físico de los hombres se centraban en los cuerpos altos y esbeltos como el de su marido, que en verdad bordeaba la delgadez, pero el físico de su hermano provocó que se replanteara sus gustos, porque de repente se le antojaron injustamente parciales. Si bien la estatura elevada y los hombros anchos de Colton bastaban para dar lustre a cualquier prenda, también era fuerte y musculoso, lo cual daba fe de su inmensa capacidad física.

—¿Fue la primera herida que sufriste?

Una risita escapó de los labios de Colton, y a Samantha se le antojó tan agradable como el murmullo de un arroyo. Entre los recuerdos infantiles de su hermano, que había atesorado en su corazón como algo inmensamente preciado, abundaban los de su risa cálida y melodiosa. Hasta aquel momento no se había dado cuenta del enorme vacío que su ausencia había dejado en su existencia cotidiana.

—No, querida, pero sí fue la única que se infectó. Fue una experiencia escalofriante caer en la cuenta de que iba a perder la pierna, o bien a morir de gangrena. Fue mi primera experiencia real con el miedo. En los campos de batalla donde había luchado, siempre existía la posibilidad de no salir con vida. La formación cuadrada que Wellington solía utilizar resistía en la mayoría de los casos, incluso contra la caballería, pero nadie podía predecir jamás el desenlace. De esta manera, luchaba con toda la pericia e ingenio de que disponía para conservar la vida y la de mis hombres. Estaba demasiado ocupado para pensar en aquella fría y amenazadora presencia llamada muerte, pero tomé conciencia de ella con abrumadora claridad cuando comprendí que poco podía hacer por impedir el avance de la infección, aparte de amputar una extremidad. En muchos casos, la amputación de una extremidad aceleraba la progresión. Mi miedo me espoleó a probar el remedio del buen sargento, pese a que me parecía abominable y repulsivo. Los gusanos sólo comen carne podrida, no sana...

—¡Oh, por favor! ¡Voy a vomitar! ¡No hables más! —suplicó Samantha, temblorosa, mientras apretaba un pañuelo contra la boca. Un escalofrío le recorrió el cuerpo cuando volvió a darse cuenta de lo cerca que había estado su hermano de perecer—. Fuera cual fuese la cura, me alegro de que fuera efectiva.

Colton enarcó las cejas en señal de aprobación.

—Y yo también, te lo puedo asegurar.

Samantha prefirió no abundar en lo que habría podido suceder si no hubiera descubierto el medio de controlar el avance de la infección. Cambió de tema a propósito, por su bien y el de su hermano.

—Dime, Colton, ¿te acuerdas del conde de Raeford?

—Por supuesto. Padre y él eran buenos amigos, ¿verdad? —Cuando ella asintió, continuó—: Nuestra madre me envió una carta describiendo tu boda, poco después de que tuvo lugar. Supuse en su momento que tu marido era el menor de los dos hijos de lord Raeford. Si no recuerdo mal, yo era varios años mayor que el primogénito, pero temo que perdí la oportunidad de conocerlos mejor mientras vivía en casa, pues mis amigos solían aparecer por aquí y acaparaban mi atención cuando no estaba estudiando.

Su hermana movió la mano en dirección al final del pasillo, indicando al hombre alto de pelo color arena, quien, con la joven del brazo, había sido el último en entrar en la mansión. En aquel momento la pareja estaba enzarzada en una conversación en voz baja, puntuada por sonrisas.

—Stuart... o, mejor dicho, el comandante lord Stuart Burke, como se lo conoce en círculos más oficiales, o incluso vizconde, si prefieres, fue el invitado de honor de nuestra excursión ecuestre de hoy, por lo que se le permitió escoger la zona por la que cabalgamos, y eligió la campiña ondulada. Adriana la conoce tan bien como la palma de su mano, pero temo que nunca he sido tan osada cuando monto como ella..., o como tú, por cierto. Ya es bastante horrible ascender una colina en una silla lateral, pero al bajar siempre me pregunto si llegaré con caballo o sin él. —Sonrió, mientras su hermano reaccionaba a su ingeniosidad con una risita, y después se desvió del tema principal—. Siempre me asombró el hecho de que, con tu maestría en el manejo del caballo, no te unieras a la caballería, Colton, pero ahora ya da igual. Demostraste tu valía muchas veces en la infantería. —Palmeó su brazo con afecto antes de reanudar el hilo de la conversación—. De hecho, el paseo a caballo de hoy ha sido el primero de Stuart desde que los médicos dijeron que podía llevar una vida normal. También da la casualidad de que es su cumpleaños, que celebraremos esta noche durante la cena. Ahora que has vuelto a casa, la celebración será triple.

—Da la impresión de que no habría podido elegir mejor momento para volver. Los acontecimientos que has planeado me permitirán renovar la amistad con todo el mundo; pero, de momento, la única persona con la que he podido reencontrarme desde mi llegada ha sido nuestra madre. Sigue tan elegante como siempre. Por su parte, Adriana me dejó perplejo. Incluso después de decirme quién era, me costó creer que fuera cierto.

Samantha lanzó una risita.

—Me extraña que no te cruzara la cara por osar sujetarla. No le gusta que los hombres la manoseen. Más de una vez ha estado a punto de hincharle un ojo a algún pretendiente demasiado entusiasta, antes de que padre prohibiera que la vieran. Los he visto irse de aquí con el rabo entre piernas. No obstante, en cuanto se recuperaban, dejaban de ser unos caballeros y la culpaban de sus males, cuando en realidad había sido culpa de ellos por tener las manos demasiado largas.

Colton se pasó el índice sobre los labios para disimular la sonrisa que ansiaba manifestarse. De haber sabido la identidad de la belleza, habría sido más cauteloso. Teniendo en cuenta el efecto que había obrado en él, había motivos más que suficientes para reflexionar sobre la posibilidad de que la joven hubiera intentado vengarse de pasadas ofensas.

—Bien, por si sientes curiosidad, te diré que aún me pregunto si volveré a ser el mismo hombre.

Samantha lo miró con creciente confusión, pero Colton no se tomó la molestia de explicarle su frase. Aún se sentía como si se hubiera pillado las partes pudendas con un ropero, y dudaba si sería prudente abordar a la dama de nuevo sin protegerse con una armadura.

Dejando a Samantha perpleja por sus palabras, Colton se acercó al hombre de pelo rubio que había entrado pisando los talones a su hermana, y cuya presencia acababa de ser descubierta por los perros. Era evidente que el joven les caía bien, porque se acuclilló y les acarició el pelaje.

Colton sonrió y extendió la mano cuando se acercó.

—Creo que, después de dos años, ya es hora de que dé la bienvenida a mi único cuñado al seno de la familia. ¿Qué dices tú, Perceval?

Los gemidos caninos cesaron de repente cuando el joven se puso en pie de un brinco. Perceval rió de la inesperada jovialidad de su cuñado y le estrechó con vigor la mano.

—Gracias, mi señor. Me alegro de que hayáis vuelto.

—Nada de «mi señor», ¿me has oído? —protestó Colton, aunque su carcajada suavizó la reprimenda—. Ahora somos hermanos. Llámame Colton.

—Un honor que acepto encantado —replicó Perceval con alegría—. Y, si quieres corresponderme, me gustaría mucho que me llamaras Percy. Todos mis amigos lo hacen.

—A partir de este mismo momento, me considero uno de ellos —declaró el nuevo marqués con una sonrisa torcida—. Percy, pues.

Samantha puso los brazos en jarras cuando se reunió con los dos hombres.

—Bien, es evidente que no me necesitáis para hacer las presentaciones.

Colton sonrió.

—Nuestra madre me suministró todos los detalles relativos a tus esponsales en sus cartas, y se esforzó por refrescarme la memoria durante nuestro encuentro de esta tarde. —Arqueó una ceja y miró a su hermana con burlona altivez—. Da la impresión, querida, de que nuestra madre está muy complacida con tu matrimonio, pero empieza a preguntarse si algún día tendrá un nieto.

Cuando vio que su esposa se quedaba boquiabierta, Percy echó hacia atrás la cabeza y lanzó una carcajada.

—Da la impresión, querida, de que tu madre ha dado en el clavo.

Samantha alzó la cabeza.

—«Querida, querida, querida.» Si fuera suspicaz, diría que los dos ya le habéis echado un tiento al oporto de papá o a su coñac favorito en la sala de estar.

—Nos ocuparemos de ellos después de la cena, querida. Pienso disfrutar de una copa del último antes de retirarme a descansar —dijo Colton, al tiempo que palmeaba el hombro de su hermana.

Percy se volvió hacia él para hablar de temas más serios.

—No sabes cuán aliviados nos sentimos por tu regreso, Colton. Samantha insistió en que la mantuviera informada de las batallas en que participabas en cuanto los correos llegaban a palacio con las noticias. Fue de mucha ayuda que tuviéramos una casa en la ciudad, porque yo podía enviarle un mensaje a toda prisa, y ella a su vez lo transmitía a tu madre. La certeza de que te hallabas constantemente en mitad de conflictos en que se perdían tantas vidas nos embargaba de un inmenso temor. Tu nombre estaba en labios de todos, sobre todo de tu padre cuando aún vivía. Aunque tal vez no seas del todo consciente, tus padres estaban muy orgullosos de ti y de tus logros.

Percy dirigió una sonrisa a su hermano mayor, y este enarcó una ceja.

—Temo que avergonzaste al pobre Stuart con tus muchas gestas y hazañas.

El hermano mayor se acercó cojeando levemente, con una sonrisa torcida en los labios.

—Un día, Percy, puede que experimentes en persona los peligros de estar en un campo de batalla mientras las balas de cañón silban a tu alrededor —advirtió, adoptando un fingido aire grave para reprender a su hermano menor—. Durante mucho tiempo se te ha permitido servir como emisario del príncipe regente, pero te aseguro que se te exigirá mucho más si Napoleón regresa de nuevo.

—Dios no lo quiera —murmuró Colton como si rezara.

Percy exageró la sorpresa por las réplicas agudas de su hermano.

—¿Qué es esto? ¿Mi propio hermano menosprecia mis valientes intentos de mantener informada a su majestad de las actividades de nuestras tropas? ¡Emisario, bah! —Se alzó en toda su estatura y miró al Burke mayor de arriba abajo, como ofendido—. No tienes ni idea de lo difícil que puede ser el arte de la diplomacia, de lo contrario te abstendrías de lanzar tales difamaciones.

Samantha palmeó el brazo de su marido con aire lisonjero.

—No fastidies a tu pobre hermano, querido. Ha sufrido de manera considerable desde que esa bala de plomo destrozó un árbol y las astillas se clavaron en su carne. No me extraña que el rugido de los cañones lo haga temblar de terror, después del interminable tormento que sufrió a manos de los médicos que le quitaron todas esas astillas. Será un milagro que Stuart no te tire de las orejas por afirmar que alguien puede avergonzarlo.

Su cuñado le dedicó una reverencia, abreviada con bastante brusquedad por un doloroso recordatorio de su antigua herida, que en momentos impredecibles le causaba terribles pinchazos.

—Gracias, querida Samantha. Me complace sobremanera descubrir que mi hermano se casó por encima de sus posibilidades cuando te tomó como esposa. Es evidente que posees la inteligencia de la que él ha carecido todos estos años. —Hizo caso omiso de las protestas de Percy y peroró con sequedad sobre las dificultades relacionadas con la lesión—. Si bien la herida ha mejorado bastante, dudo que mi orgullo lo haga algún día. Maldita suerte, con tantos pensando lo peor y mi propio hermano riendo como el tonto del pueblo acerca de la exacta localización de mi herida. Si bien he intentado en incontables ocasiones explicar cómo me hirieron por detrás, y he insistido repetidas veces en que estaba cargando hacia delante en lugar de retroceder, mis compañeros... y mi hermano... todavía se carcajean con incredulidad. Patanes insensibles, eso es lo que son. Se nota que son amigos míos.

Cuando las risas se calmaron, Stuart habló a su anfitrión con absoluta sinceridad.

—Me siento honrado en especial por esta oportunidad de renovar nuestra amistad, mi señor. Wellington cantó vuestras alabanzas con tanta frecuencia durante nuestra última campaña, que no nos cupo la menor duda de que habíais rendido un gran servicio a nuestro país, no sólo en Waterloo, sino en otros campos de batalla que hollasteis durante vuestra ilustre carrera. A juzgar por todas las informaciones, vuestro regimiento demostró ser el más valiente en la batalla de todo el ejército inglés.

—Tuve la suerte de tener bajo mi mando hombres de coraje ejemplar —contestó Colton al comandante—. De los tributos que me han ofrecido, debo la mayor parte a ellos, pues fue su valor el que contribuyó a imponernos al enemigo.

—Dieron un gran ejemplo de fuerza disciplinada —admitió Stuart—, pero durante la ceremonia en que honraron a vuestros hombres oí que hasta el último juraba que, siempre que había conquistar terreno y era preciso cargar contra las filas del enemigo, vos erais el primero en hacerlo y los inspirabais con vuestro ejemplo. Sufrieron una cruel decepción cuando no fuisteis a recibir vuestras medallas, pero comprendo que vuestras heridas os impidieran acudir. Deseo deciros, mi señor, que pocos oficiales han recibido tales alabanzas de sus hombres como vos.

Colton, incómodo con tantas lisonjas, murmuró su agradecimiento, pero continuó callado hasta que el prolongado silencio lo impelió a mirar a su alrededor en busca de otro tema de conversación. Observó que el joven que había expresado su indignación por la familiaridad con que trataba a Adriana había retrocedido hasta el final del pasillo. Buena estrategia, porque el botarate parecía fuera de peligro allí, al menos en lo que a perros se refería. Pero no eludiría a su anfitrión si el gañán no cuidaba sus modales, cosa de lo que parecía incapaz. Pese a la distancia que los separaba, Colton sentía el ardor de la mirada que brillaba en aquellos ojos verdes. Sin duda eran celos por Adriana, pero Colton sonrió mentalmente una vez más cuando llegó a la conclusión de que no eran tan irracionales, siendo como era una dama tan excepcional.

A no dudar se trataba del mismo individuo del que su madre le había hablado horas antes, Roger Elston, el aprendiz que, con todas las probabilidades en contra, intentaba conquistar la mano de Adriana. En su opinión, el hombre estaba traspasando todos los límites.

Al volverse para darle la espalda al hombre, Colton se encontró frente a la joven de pelo rubio, que se había acercado.

—Perdonad, señorita, espero que no os hayamos aburrido con esta charla sobre la guerra.

—¡Oh, no, mi señor! —protestó Felicity Fairchild, casi sin aliento debido a la emoción. No ocurría cada día que la hija de un contable pudiera conversar con un noble de alta alcurnia—. ¡Al contrario! Es emocionante escuchar historias de valentía.

Al darse cuenta de que había olvidado sus deberes de anfitriona, Samantha se apresuró a disculparse.

—Os ruego que perdonéis mi distracción, señorita Fairchild. Temo que la inesperada presencia de mi hermano me ha confundido. Aún me cuesta creer que se halle de nuevo en casa, después de tantos años. Con su permiso, me gustaría presentároslo.

Realizadas las presentaciones, Felicity hizo una gran reverencia al nuevo marqués.

—Es un honor conocer a un hombre de vuestra reputación, mi señor.

—El honor es mío, señorita Fairchild —contestó Colton, que le devolvió la inclinación pese a la rigidez producida por el largo viaje en carricoche. Su primera experiencia con la inmovilidad forzosa había sucedido después de su herida. Había estado acostado durante demasiado tiempo en un catre, a la espera de la decisión de los médicos, hasta comprender que tendría que salvarse él mismo la pierna o despedirse de ella, pues todos los galenos parecían obsesionados por amputarla y acabar de una vez por todas. Fue, más o menos, cuando descubrió que la ociosidad podía ser mucho más molesta que la actividad incesante. Esta había sido habitual durante toda su carrera militar, y ahora daba la impresión de que períodos interminables de inactividad forzosa le agriaban el carácter y, por culpa de la herida, le entumecían los músculos.

—Resulta que la señorita Fairchild es la nieta de Samuel Gladstone —explicó Samantha—. ¿Te acuerdas de él, Colton?

—Pues claro, es el propietario de la fábrica de paños que reside en Stanover House. Nuestra familia iba a verlo todas las Nochebuenas. Aún recuerdo los enormes banquetes que sus sirvientes preparaban para sus íntimos y la gente que vivía en la zona.

—Desde hace algunos meses el hombre se encuentra mal, así que la señora Jane... —Samantha hizo una pausa y ladeó la cabeza hacia su hermano—. Te acuerdas de su hija Jane, ¿verdad?

—Sí, pero ha pasado mucho tiempo desde la última vez que la vi o hablé con ella. Se fue a vivir a Londres mucho antes de que yo me marchara.

—El señor Fairchild trabajó en una contaduría de Londres hasta que la señora Jane lo convenció de que abandonara el empleo y se trasladara a Bradford, un cambio que ahora le permite cuidar de su padre. Dios no quiera que el señor Gladstone falte, pero en esas circunstancias la pañería pasaría a sus manos.

Colton dedicó su atención a la atractiva rubia.

—Lamento que vuestro abuelo se encuentre mal, señorita Fairchild. Durante mi ausencia, mi madre y mi hermana me han mantenido informado de sus numerosas buenas obras. No cabe la menor duda de que el señor Gladstone es un hombre admirable.

—Debo confesar que sólo pudimos visitar al abuelo en contadas ocasiones cuando residíamos en Londres —contestó Felicity—, pero desde que nos mudamos a Bradford he comprendido que ha hecho muchos y leales amigos en el curso de los años. Me asombra el número de aristócratas que van a verlo. De esa forma llegué a conocer a vuestra hermana... y a lady Adriana.

Samantha enlazó el brazo de su hermano con el de ella.

—Da la impresión de que el señor Gladstone ha recobrado el ánimo desde que su hija y su familia se fueron a vivir con él. Es indudable que la decisión del señor Fairchild de hacerse cargo de la fábrica le ha insuflado nuevas energías. Dios mediante, apaciguadas las preocupaciones del anciano, veremos que su salud mejora en las próximas semanas.

Felicity dedicó una dulce sonrisa a Colton.

—A mi abuelo le encantaría escuchar vuestras vivencias de la guerra, mi señor. No pasa ni un día sin que reciba en su dormitorio a un amigo, un empleado o un pariente lejano para charlar, beber o jugar a las cartas. Vuestra visita lo haría inmensamente feliz.

—Estoy seguro de que se ha sentido alentado por la compañía de tanta gente —contestó Colton—. No olvidaré ir a verlo en cuanto me haya instalado.

—No es el único que ha obtenido beneficios de los visitantes —informó Felicity, al tiempo que agitaba sus largas pestañas y miraba a las otras dos damas—. La gentileza de vuestra hermana y de lady Adriana cuando me invitaron a la excursión de hoy me dejó asombrada por la amabilidad de ambas. En Londres nunca pude conocer a personas de tan alta cuna. No obstante, las dos lograron que me sintiera bienvenida a su grupo. De haber sido tan sagaz como los sabios de antaño, habría reconocido en ellas a dos ángeles de la caridad.

Colton rió de buena gana cuando acudieron a su mente recuerdos de juventud.

—Señorita Fairchild, debería advertiros que no fuisteis la primera criatura que estos ángeles tomaron bajo su protección —comentó con tono risueño—. Lady Adriana y mi hermana han sido amigas desde antes de que la más joven pudiera hablar, y puedo certificar de primera mano que ambas mujeres han defendido desde hace mucho tiempo la hospitalidad como una causa noble. Sin embargo, no siempre han limitado su bondad a los humanos. Aunque sin duda seré reprendido por establecer comparaciones entre el pasado y el presente, recuerdo muy bien que, a una edad muy temprana, las dos se dedicaban a traer a casa animales heridos o a sus crías, y, dada su apasionada dedicación, no puedo sino creer que continuaron así después de mi partida. Mientras viví en casa, se esforzaban por devolver la salud a todos los animales que encontraban. Pero, si uno expiraba, sollozaban hasta que nadie podía soportar sus lamentos ni un momento más. En verdad, señorita Felicity, sois sólo una más de una extraña colección que estos ángeles han traído a casa a lo largo de los años.

—Por favor, Colton —lo reprendió Samantha, si bien su sonrisa lo negaba—. La comparación desconcertará a la señorita Felicity.

Colton se volvió hacia la joven y apoyó una mano sobre su blusa escarlata como para disculparse.

—No pretendía faltaros al respeto, señorita Fairchild. De hecho, no existe comparación entre vos y los animalitos de pelo o pluma que mi hermana y su más querida amiga traían a casa. Estoy seguro de que, en vuestro caso, ambas damas se sintieron complacidas de extender los beneficios de su hospitalidad a un miembro de su propia especie.

Miró a Adriana, que se encontraba a poca distancia, escuchando la conversación con una mano apoyada sobre el poste jacobino tallado de la enorme escalera. Si bien él le dedicó una cálida sonrisa, ella le sostuvo la mirada con una seriedad que recordó a Colton imágenes que había intentado sofocar con frecuencia, las de una niñita delgada de grandes ojos cuyo corazón había partido. ¿Cómo habría podido saber en aquel momento que Harrison la había dejado entrar con sus padres y les había pedido que esperaran ante la sala de estar, desde la cual había proferido momentos después indignadas protestas contra los planes de su padre de firmar un contrato de compromiso matrimonial que los iba a unir para siempre?

Extendió un brazo para invitarla a acercarse.

—Ven a reunirte con nosotros, Adriana. Así, de pie, me recuerdas a la niña que siempre se rezagaba con una mirada anhelante en los ojos cuando Samantha venía a buscarme, como suplicando un favor. Siempre tuve la impresión de que aquella niña de enormes ojos oscuros deseaba reunirse con nosotros, pero no estaba segura de si debía. Ven, por favor. Te aseguro que me ha hecho muy feliz volver a verte.

Una sonrisa vacilante se insinuó en los labios de la joven y, cuando por fin obedeció, él le pasó un brazo por los hombros.

—Mi hermana me abrazó y me dio la bienvenida, Adriana. ¿Puedo osar esperar que mi regreso te haya complacido lo suficiente para hacer lo mismo?

—Bienvenido a casa, mi señor —murmuró la joven, al tiempo que le dedicaba una sonrisa fugaz y se acercaba un paso.

—Ven, abracémonos —la apremió con vehemencia Colton, como si volviera a ser una niña de seis años—. Y démonos un beso. —La manifiesta renuencia de Adriana le hizo arquear una ceja—. No tendrás miedo de mí, ¿verdad? ¿Dónde está aquella niñita cuya resolución despertó la admiración de mi padre?

Sabiendo que los ojos de todos los presentes estaban clavados en ella, Adriana respiró hondo mentalmente para controlar su nerviosismo. ¿Cómo podrían comprender que, en toda su vida, este era el único hombre que, en su juventud, le había asestado una herida tan profunda que aún no lo había perdonado? Se había preguntado a menudo si en esa experiencia singular residía el motivo de que no permitiera a sus pretendientes acercarse demasiado.

Vacilante, deslizó un brazo alrededor de su cuello cuando él se inclinó. Sintió que el corazón martilleaba en su pecho, cosa que consideró muy extraña, pues había llegado a convencerse de que ningún hombre la asustaba. Se llevó una sorpresa al oír las carcajadas de los demás nobles cuando sus labios rozaron la mejilla de Colton.

—Eso está mejor —murmuró el hombre en su oído antes de apartarse. Cuando Adriana alzó la vista, descubrió que los ojos grises la miraban destellantes. Una sonrisa complacida curvó los hermosos labios masculinos, lo cual ahondó los surcos de sus mejillas. Colton habló con voz ronca—. Ahora sí que me siento bienvenido.

—De modo que así te las ingenias para arrancar un beso a las bellas —observó con ironía Stuart desde varios pasos de distancia. Sonrió y pidió a Adriana que se acercara con un ademán—. Deja a ese bribón, muchacha, y ven conmigo. Aunque tal vez no te conozca tan bien como su señoría antes de partir, he llegado a conocerte mejor desde entonces. ¿Acaso no merezco más tu afecto? ¿No soy más agradable de mirar?

Colton rió y apoyó una mano en el brazo de Adriana, como para impedir que cayera en la trampa del hombre.

—Quédate cerca, querida mía —aconsejó con picardía—. Necesitas mi firme protección, puesto que el comandante es un descarado calavera del que las jóvenes doncellas como tú deberían cuidarse.

Ante las protestas de Stuart, Colton pasó un brazo alrededor de los hombros de la dama y plantó cara al hombre con una sonrisa que parecía de orgullo por su triunfo. Colton se asombró al descubrir que sus sentidos despertaban al delicado perfume de rosas que emanaba de la dama. Acercó la cabeza a su sombrero de copa y aspiró el aroma embriagador.

—Tu fragancia me recuerda el jardín de rosas que tenía mi madre hace años —murmuró—. ¿Crees que habrá flores en esta época del año? Me gustaría que me lo enseñaras antes de que termine el día.

Como si el ardor de sus mejillas no le causara ya suficientes molestias, Adriana notó que el calor ascendía hasta sus orejas. Para mayor mortificación, su torturador reparó en ello y pareció asombrarse cuando pasó la yema de un dedo a lo largo del delicado pliegue superior de su oreja, justo debajo del ala del sombrero.

—Creo que te estás ruborizando, Adriana.

Aunque Colton no habría actuado de manera diferente de haber pensado en el joven que la había perseguido hasta el interior de la casa, pronto descubrió que su desenvoltura con la dama había acabado con la paciencia del pretendiente. El sujeto cruzó el pasillo a grandes zancadas, con ojos llameantes.

El sonido metálico de sus tacones llamó al punto la atención de Colton, y se dio la vuelta para mirar con aire desafiante al hombre. Al mismo tiempo, los perros lanzaron feroces ladridos, y se apostaron ante su amo y la chica que había a su lado.

Ser abordado por un desconocido en su propia casa era suficiente para hacer perder los estribos a cualquiera, pero Colton consideró las reacciones del aprendiz exasperantes, sobre todo porque parecía ansioso por separarlo de una mujer a la que conocía antes de que empezara a gatear.

Capaz de defenderse sin la protección de los perros, Colton pensó que había llegado el momento de hacérselo saber a Roger Elston. El hombre se mostraba irracional en su anhelo por proteger a la dama... o, mejor dicho, por alzar una barrera alrededor de ella e impedir que otros varones olieran su perfume, que en este caso era muy agradable y nada interesante para los perros. En cuanto a la especie humana, bien, era otro asunto. No había disfrutado de la fragancia de una mujer desde hacía muchos meses, y esta se le antojaba de lo más perturbadora. El recuerdo de su esbelta y deliciosa forma curvilínea apretada contra su cuerpo despertaba aún su imaginación viril.

Colton giró sobre su pierna buena y, apoyándose con fuerza en el bastón, avanzó a toda prisa hacia el extremo norte de la mansión, donde abrió una puerta que comunicaba la salita del desayuno con la terraza exterior. A su silbido, los perros salieron disparados en dirección al bosque lejano. Colton cerró la puerta y se volvió hacia su presunto rival.

—¿Deseaba usted hablar conmigo de algún asunto, señor Elston? —preguntó con voz tirante.

Roger se sorprendió al ver que el futuro marqués conocía su nombre, y sospechó que otros miembros de la familia, en especial la marquesa, le habían hablado de él, aunque nunca sabría en qué términos. Abrió la boca para replicar al desafío del otro, pero de repente advirtió que era objeto de la atención de todos los ojos y oídos de la sala. Daba la impresión de que los hombres lo miraban como a la espera de su reacción, aunque tal vez eran jugarretas de su imaginación.

Apretó los dientes, volvió la cabeza como un toro encerrado y articuló por fin una hosca respuesta.

—La verdad es que no.

—¡Bien! —replicó Colton—. En ese caso, si es tan amable de apartarse, terminaré mi conversación con lady Adriana.

Colton examinó a su adversario con un evidente desinterés que sulfuró al joven. Bajo una masa ingobernable de rizos castaños que caían sobre una frente lisa, había un rostro que parecía extrañamente joven. Colton casi esperó ver un poco de pelusa en las pálidas mejillas, pero desechó enseguida la idea cuando observó un corte reciente justo debajo de una poblada patilla.

Roger fue consciente del calor que ascendía hasta las raíces de su pelo debido a la inspección del otro. Consumido por una rabia interior, mantuvo un obstinado silencio, lo cual hizo que su anfitrión lo mirara con expresión desafiante.

«Lo mejor será no hacerle caso», pensó Roger con furia, y se volvió hacia la belleza de pelo oscuro. Por más que lo deseara, no osó tocarla por temor a que su audacia fuera denostada en público y quedara humillado ante su señoría. Su proximidad era contraria a todo protocolo. Insinuar en silencio cualquier derecho sobre una dama de la nobleza, en especial delante de otro noble, lindaba con la locura.

A lo largo de su vida, Roger había encontrado numerosas razones para lamentar su origen humilde, pero nunca tanto como en esos momentos, cuando veía la muy real amenaza de perder a Adriana por culpa de un hombre que lo tenía todo, incluyendo el derecho a la dama. Si bien ella sólo había conocido una vida de privilegios, nunca había parecido muy influida por su posición. Aun así, no le había dado ningún motivo para esperar que sus sentimientos por él llegaran a ser algo más satisfactorios, pese al hecho de que él se lo había declarado así a su padre, quien en consecuencia había considerado beneficioso invertir una pequeña suma en un atuendo de caballero para el muchacho. Las ropas que en un tiempo habían sido suficientes para un profesor parecían ahora muy humildes entre la nobleza provinciana, y lo habían hecho sentirse avergonzado en más de una ocasión. No obstante, Roger temía ahora que tal derroche no serviría de nada, y maldecía el día que había engañado a su padre, pues por más que se esforzaba por despertar sentimientos más profundos en el corazón de la alta, esbelta y hermosa morena, ella parecía contentarse con mantenerlo a distancia, y no le ofrecía más que alguna muestra de cortesía, cuando a ella le daba la gana.

Extendió una delgada mano a modo de invitación, con cuidado de no tocarla.

—¿No deberíamos irnos ya, mi señora?

Colton desvió la vista hacia Adriana para examinar su reacción a la impertinencia del aprendiz. Apenas esperaba que su escrutinio fuera contestado con un desafío, pero la joven alzó su delicada barbilla con altivez, como si lo retara a cuestionar su relación con un plebeyo.

Colton sintió que la cólera se apoderaba de él, una reacción tan inquietante como cuando los médicos le habían dicho que iba a perder la pierna. Nunca antes había despreciado a la gente corriente. Había pasado casi la mitad de su vida siguiendo sus pasos por senderos enlodados por la lluvia, corriendo delante de ellos entre el estruendo de los cañonazos, combatiendo codo con codo contra la furia del enemigo, y muchas veces había caído dormido a escasa distancia de los mismos que lo llamaban «milord coronel». No sabía con precisión lo que le molestaba de Roger Elston. Como acababa de conocerlo, era incapaz de dar con la causa exacta. No podía ser fruto de los celos. Teniendo en cuenta su dilatada ausencia, la muchacha era una simple conocida del pasado, absolutamente exquisita sin duda pero aun así una extraña con el correr de los años. Fuera cual fuese la causa de su inquina, lo cierto era que el aprendiz le desagradaba hasta extremos inconcebibles.

El reto no verbalizado de la dama espoleó las esperanzas de Roger. Era extraño que lo hubiera alentado, y experimentó una oleada de audacia en su deseo de confirmarla como su prometida; pero, al intentar tomar su mano, sintió un escalofrío de rechazo cuando ella retrocedió un paso y, como si estuviera ciega, lo miró sin verlo. La dama sabía muy bien cómo comunicar su irritación, y de su gélida indiferencia dedujo que no había agradecido su intento de demostrar que tenía cierto derecho a ella. Tampoco se había dignado contestar al marqués por su conducta o relación con un aprendiz.

Ansiosa por consolidar a su amiga de toda la vida como un miembro más de la familia Wyndham, Samantha aprovechó la ocasión para advertir a su hermano de que Adriana no sólo era deseada por legiones de aristócratas, sino también por hombres corrientes que se enfrentaban a la futilidad de sus aspiraciones. Hacía mucho tiempo que Samantha había reparado en que Roger estaba desesperado por poseerla a cualquier precio.

—Temo que una vez más he olvidado presentarte a otro de nuestros invitados, Colton. El señor Roger Elston, para ser precisa. —Hecha la presentación, continuó sus explicaciones—. El señor Elston conoce a Adriana desde hace casi un año. Nos acompaña con bastante frecuencia en nuestras excursiones por la campiña, que me han convencido de mi inutilidad para la silla de montar. Muy pronto, el señor Elston terminará su aprendizaje y asumirá la dirección de la fábrica de paños de su padre, que en otro tiempo perteneció al señor Winter.

—¿El señor Winter? —repitió Colton, incapaz de recordar el nombre. Irritado aún con el aprendiz, sentía los músculos de su cara tan rígidos como cuero sin curtir, pero se esforzó por transmitir un aplomo que no sentía. Enarcó las cejas y se encogió de hombros—. Lo siento, no recuerdo a ningún señor Winter de mi infancia.

—Thomas Winter. Hace años era el propietario de una fábrica que había en las afueras de Bradford. Debiste pasar a menudo por delante, pero no tenías motivos para fijarte cuando eras pequeño. El señor Winter nunca tuvo descendencia, y después de enviudar vivió solo hasta que, hace cuatro o cinco años, contrajo matrimonio con una mujer muy agradable de Londres. Después de su muerte, acaecida unos meses después, su viuda heredó todo. A su vez, casó con Edmund Elston, el padre de Roger. La pobre enfermó al cabo de poco tiempo y también murió. Fue cuando el señor Elston se convirtió en único propietario y llamó a Roger a Bradford para que aprendiera el oficio.

Pese al aborrecimiento que le había despertado el hombre minutos antes, Colton extendió la mano en señal de buena voluntad, sobre todo de cara a Adriana y los demás invitados.

—Bienvenido a Randwulf Manor, señor Elston.

Lleno de resentimiento contra el marqués aun antes de conocerlo, Roger se resistía tanto a aceptar la mano que le ofrecían como el otro a extenderla, pero al hacerlo se llevó una sorpresa cuando los largos dedos se cerraron alrededor de su mano. Eran más delgados, fuertes y callosos de lo que habría supuesto en un noble. No cabía duda de que manejar una espada exigía una presa firme, incluso a un aristócrata mimado.

—Waterloo significó una enorme victoria para Wellington —afirmó Roger con escasa naturalidad, ansioso por comunicar sus conocimientos sobre el acontecimiento—. Cualquier oficial habría considerado un privilegio servir a su mando.

—Sí, señor Elston —admitió Colton con similar rigidez—, pero no debemos olvidar la contribución del general Von Blücher. Sin él, dudo que los ingleses hubieran salido tan bien parados. Los dos hombres juntos, con sus ejércitos, demostraron constituir una fuerza que Napoleón no pudo contener.

—Pese a lo que decís, si sólo Wellington hubiera tenido el mando, apuesto a que los franceses no habrían estado a la altura de nuestras fuerzas —se jactó Roger.

Colton enarcó una ceja, y se preguntó si el aprendiz estaba intentando de manera deliberada contrariarlo... una vez más. De todos modos, sentía curiosidad por saber cómo había llegado a aquellas conclusiones.

—Perdonadme, pero ¿fuisteis testigo de nuestras batallas?

Roger prefirió esquivar la acerada mirada del marqués y se pasó los dedos por la manga, como para sacudir una mota de la tela.

—De no ser por una enfermedad recurrente que he padecido desde mi infancia, en ocasiones debilitadora, me habría presentado voluntario. Me habría gustado matar a alguno de esos gabachos.

El rostro de Colton se nubló al pensar en la terrible pérdida de vidas humanas que había ocurrido no sólo en Waterloo, sino en otros campos de batalla en los que había estado.

—Fue una campaña sangrienta para todo el mundo —dijo con pesar—. Para mi desgracia, perdí a muchos amigos en el curso de nuestras batallas contra Napoleón. Considerando las legiones de franceses muertos en Waterloo, sólo puedo compadecer a los incontables números de padres, esposas e hijos que han quedado desamparados y contritos. Es una desgracia que sea preciso ir a la guerra por culpa de la ambición de un solo hombre.

Adriana estudió el apuesto rostro del hombre a quien la habían prometido años antes, y vio una tristeza en sus ojos que no había existido en su juventud. Se preguntó si sus objetivos habían cambiado tanto desde aquel memorable día de su partida. Parecía como si hubiera transcurrido un siglo desde que había escuchado sus vehementes protestas. Si él hubiera aprobado el acuerdo, se habrían casado a poco de cumplir ella diecisiete años, pero la idea de aquella propuesta lo había enfrentado con su padre, hasta el punto de irse de su casa. No albergaba el menor deseo de estar presente cuando Colton averiguara que lord Sedgwick había llevado adelante sus planes y firmado documentos que comprometían a su hijo a un período de noviazgo antes del compromiso inicial. Si sus oídos se habían escandalizado con la primera diatriba de Colton, esta vez estallarían a causa de su ira.

—Estaba cantado que los ingleses ganarían —afirmó Roger mientras inhalaba un poco de rapé, una pose que había adoptado recientemente en su afán por emular a los caballeros de alta cuna. No obstante, aunque creía que era una práctica muy extendida, empezaba a sospechar que ninguno de los hombres presentes en el gran salón eran adictos, pues siempre despertaba alguna sonrisa divertida cuando se entregaba al vicio. Con un supremo esfuerzo para mantener una apariencia digna pese a las ganas de estornudar, cerró la cajita con un chasquido y se llevó un pañuelo a la fosa nasal izquierda, donde la sensación era más pronunciada. Algo más aliviado, sorbió por la nariz y, con los ojos enrojecidos y húmedos, ofreció una breve sonrisa al otro hombre—. Como suele decirse, mi señor, el bien siempre se impone.

—Nada me gustaría más que saber con seguridad que dicha premisa se cumple siempre, señor Elston, pero temo que no es así —replicó Colton con seriedad—. En cuanto a los ingleses, no puedo afirmar con certeza que siempre estamos en el lado del bien.

Roger se quedó estupefacto. Nunca había salido de Inglaterra, y había llegado a creer que todos los poderes foráneos no sólo eran inferiores, sino despreciables en comparación.

—Yo digo, mi señor, que es muy poco patriótico por vuestra parte dudar de la integridad de nuestro país. Al fin y al cabo, somos la nación más grande del mundo.

Colton sonrió con cierta tristeza y abundó en observaciones que había hecho durante su carrera como oficial.

—Demasiados ingleses confiaban en la lógica de que el bien se impondría, pero fueron enterrados donde ellos y sus hombres cayeron. Lo sé, porque algunos eran amigos íntimos, y ayudé a cavar sus tumbas.

Roger miró intrigado al hombre. Desde hacía casi un año, había escuchado interminables historias sobre las hazañas de Colton Wyndham en el campo de batalla. Aunque envidioso de dicha fama, había admirado al noble, pero un odio auténtico había crecido en su interior cuando descubrió que la hermosa Adriana había sido elegida por el difunto lord Sedgwick para convertirse en esposa del hombre que se erguía ante él en esos momentos. La inevitabilidad de su encuentro había cimentado la aversión de Roger mucho antes de ver en carne y hueso al que venía a reclamar el marquesado. Después de escuchar las necedades que decía el hombre, sentía justificado su desprecio. Tal vez muchos consideraran un héroe al lord coronel Colton, pero Roger se había formado su propia opinión al respecto, y estaba convencido de que el lord no era el audaz cruzado que cargaba contra las filas enemigas y, sin dar cuartel, empapaba su espada una y otra vez en la sangre del enemigo.

Roger curvó los labios en una sonrisa sarcástica y habló en un tono no del todo respetuoso.

—¿Y qué acertada lógica llevasteis al combate, mi señor?

Incapaz de hacer caso omiso de lo que se le antojaba un desafío despectivo, Colton enarcó una ceja. Teniendo en cuenta el hecho de que el aprendiz era media cabeza más bajo y bastante más enclenque que él, decidió que el individuo era tan impetuoso como insolente. O tal vez había llegado a la insensata conclusión de que él era un inválido porque necesitaba la ayuda de un bastón.

—En pocas palabras, señor Elston, se trataba de matar o morir. Preparé a mis hombres para que fueran implacables en nuestros numerosos enfrentamientos con el enemigo. Era la única manera de mantenerlos con vida. Por mi parte, luché con desesperación, no sólo para conservar la vida y las vidas de mis hombres, sino para derrotar a los enemigos de nuestro país. Por algún extraño milagro, sobreviví, al igual que la mayor parte de mi regimiento, pero después de considerar el sangriento desenlace y el escalofriante número de soldados que quedaron muertos en los campos de batalla, mis hombres y yo nos sentimos agradecidos de haber sido bendecidos por la misericordia de Dios.

—Venid los dos —llamó Samantha, que intuía la creciente animosidad de Colton hacia su invitado. Tal vez había juzgado mal hasta qué punto ansiaba Roger poseer a Adriana, pues parecía incapaz de ocultar su frustración ante la situación en que se había encontrado. Tomó a su hermano del brazo y lo apretó con afecto, en un intento de calmar su ira—. Si no desistís cuanto antes, tanto hablar de guerras y muertes nos entristecerá a todos.

Colton, que continuaba tratando de reprimir su irritación, dedicó una pálida sonrisa a su hermana.

—Temo que la guerra me ha marcado, querida mía. Si alguna vez poseí el talento de ser un conversador entretenido, creo que ya no es el caso. He vivido, respirado y hablado de guerra durante tantos años que mis diálogos se han visto limitados a mis experiencias. En cualquier caso, me he convertido en un pelmazo.

—Lo dudo —replicó Samantha con una risita. Nunca había considerado a su hermano otra cosa que fascinante, aunque debía admitir que no era imparcial.

Después de haber visto con sus propios ojos el fuego que podía iluminar los ojos grises de su anfitrión, Roger retrocedió a una discreta distancia, parapetado tras Adriana, sin el menor deseo de provocarla con otro ataque de celos. Pese a su insistencia en reclamar algún derecho sobre ella, había llegado a percibir que, bajo la capa exterior de refinada feminidad, la dama tenía un temperamento capaz de hacerle poner pies en polvorosa. Enfurecerla de nuevo sería una completa locura, pues lo más probable sería que lo apartara para siempre de su presencia.

Felicity se sintió agradecida cuando los temperamentos varoniles empezaron a calmarse, ya que el apaciguamiento de las tensiones le permitía reclamar la atención del marqués, cosa que hizo con una simpatía que, confiaba, contrastara con el rechazo de lady Adriana a la petición del hombre de que se tutearan, si bien Colton parecía dispuesto a pasar por alto dicha negativa.

—Mi señor, consideraría un privilegio que abandonarais las formalidades y me llamarais Felicity.

Adriana no pudo resistirse a echar una mirada subrepticia a la pareja. La invitación de la rubia le recordó su negativa al ruego de Colton de que se tutearan, una invitación formulada de una manera tan agradable que no podía imaginar que algún hombre fuera capaz de rechazarla, y mucho menos aquel que, hasta hacía muy poco, había estado confinado en campamentos de soldados.

—Señorita Felicity —contestó Colton, salpimentando su respuesta con la adecuada formalidad y una buena medida de su encanto habitual, al tiempo que dedicaba una sonrisa esplendorosa a la belleza rubia—, pese a la dulzura de vuestro nombre, se me antoja que Fairchild es mucho más apropiado, teniendo en cuenta lo agradable que resulta miraros.¹

—Sois muy amable, mi señor.

Aunque otras jóvenes se habrían sentido tentadas de relamerse de placer, Felicity sonrió con modestia y bajó los ojos. Interminables horas de práctica frente a un espejo la habían ayudado a perfeccionar diversas expresiones faciales. Con diligente dedicación había cultivado sus modales y cuidado su físico, con la esperanza de atraer a algún noble con título que la tomara por esposa, una idea instilada en ella por su progenitor, pese a los esfuerzos de su madre por mantener los pies de su hija apoyados firmemente en el suelo, en lugar de permitir que se abandonara a sus fantasías.

Aun así, «señorita Felicity» no era el apelativo que deseaba oír de labios de su señoría. Habría preferido algo más íntimo, puesto que parecía utilizar el nombre de Adriana con gran desenvoltura. Da igual, pensó sonriendo para sí. Por supuesto, ahora tendría que extender la invitación a las dos mujeres, para no dar la impresión de que se estaba echando en brazos del noble.

Dirigió una sonrisa a Samantha y habló con fingida humildad.

—Estoy abrumada por la amabilidad que vos y lady Sutton me habéis deparado, lady Burke. Yo no podría ofreceros nada comparable. Quiero aseguraros que me siento agradecida por vuestra bondad para conmigo, y me gustaría que me llamarais Felicity.

Consciente de la anterior conversación entre su hermano y Adriana, Samantha consideró prudente contestar en nombre de su amiga y de ella.

—Sería un placer para lady Adriana y para mí abandonar las formalidades, señorita Felicity. Os ruego que hagáis lo mismo.

—Gracias, lady Samantha.

Felicity hizo una reverencia, al tiempo que se congratulaba mentalmente. Como se había criado en Londres, era todavía más forastera en la zona que Roger Elston, pero la sincera cordialidad de lady Adriana y lady Sutton había obrado en su favor cuando, apenas una semana antes, ambas habían ido con sus madres a ver a su abuelo enfermo, al que obsequiaron con un delicioso caldo y pastas excelentes, sin olvidar unas hierbas medicinales de rara calidad. Los regalos habían significado su tributo a Samuel Gladstone, quien con los años se había convertido no sólo en un acaudalado empresario, sino en un respetado patriarca entre los ciudadanos de Bradford-on-Avon. Samantha y Adriana, demostrando que eran jóvenes misericordiosas y afables, habían hablado de la zona y la gente que vivía en ella, y después habían prestado compasiva atención a las quejas de Felicity acerca de que se sentía sola y fuera de su ambiente. Fue entonces cuando insistieron en que las acompañara en su excursión ecuestre. De no ser por su añagaza, Felicity sabía que sus probabilidades de entrar en Randwulf Manor o ser invitada a codearse con aristócratas eran nulas. ¿Quién, entre sus escépticos iguales de Londres, habría creído que se relacionaría con la nobleza provinciana poco después de trasladarse a una pequeña población como Bradford-on-Avon, o que incluso conversaría con un marqués cuyo refinado aspecto avergonzaría a muchos miembros de su sexo? Se trataba de un hombre que, por ser aristócrata, podía abrirle muchas puertas al mundo de la nobleza.

Percy miró a su hermano, y se preguntó cómo estaría reaccionando a la evidente fascinación de la simpática rubia por su anfitrión. Stuart, que no conocía a Felicity antes de ir a casa de los Sutton para recoger a las dos mujeres más jóvenes (y, cosa nada sorprendente, al aprendiz), había manifestado irritación en cuanto averiguó que las damas habían extendido la invitación a la nieta del empresario. Se había rebelado ante la idea de tener que actuar de acompañante de una completa desconocida durante todo el día, cuando lo que deseaba era pasar algún rato con Adriana. Si bien Stuart había accedido a regañadientes, había prometido serias repercusiones a su hermano si la dama no estaba a la altura de sus expectativas. Resultó que, después de conocer a Felicity, se había entregado con entusiasmo a su tarea. En un momento de intimidad, hasta había manifestado su gratitud por disfrutar del placer de conocer a una criatura tan divina.

Sin embargo, en aquel momento, a Stuart no parecía importarle que Felicity estuviera acosando a Colton con miraditas afectadas y sonrisas sutiles, pues su atención se había concentrado en la dama a la que había esperado acompañar a lo largo de la excursión. Cualquier hombre habría considerado a Adriana una joven deseable, y, a juzgar por todos los indicios, Stuart también se había convertido en uno de sus admiradores.

El nuevo giro de la situación desconcertó a Percy. Sabía que Samantha se llevaría una sorpresa cuando se lo contara, y hasta era posible que se preocupara, porque había un único hombre al que su mujer consideraba adecuado para su mejor amiga... y ese hombre era su hermano.

Colton Wyndham también se había entregado a sus propias reflexiones. En los últimos tiempos había experimentado los rigores de la guerra con excesiva frecuencia y, si dejaba a un lado sus sospechas relativas a las ambiciones de Felicity, había mucho que admirar en ella, pues poseía un buen caudal de atractivos físicos: cabello oro pálido, ojos azules transparentes y una boca que, al principio, parecía demasiado gruesa y blanda, pero luego resultaba de lo más atrayente. Delicados rizos enmarcaban su rostro juvenil, bajo un gorro de ala ancha atado con una cinta tan azul como sus ojos. Las miradas recatadas que lanzaba eran provocadoras; le aseguraban que, si así lo deseaba, estaría encantada de aceptar sus atenciones, hasta un grado que Colton no pudo determinar. Para su sorpresa, se encontró comparando su belleza con la de la deslumbrante joven de pelo negro que había rechazado mucho tiempo antes y que no dejaba de admirar subrepticiamente desde que había entrado en Randwulf Manor.

—Permitid que os ofrezca mis condolencias por la pérdida de vuestro padre, mi señor —murmuró Felicity, con una expresión adecuadamente apenada, cuando intentó distraer la atención del noble de la hija del conde. En su opinión, lady Adriana ya había recibido demasiadas atenciones por parte del hombre. Claro que, a la vista del elevado título, la riqueza y la apostura de su anfitrión, Felicity habría considerado una rival a cualquier mujer de aspecto tolerable. Esta era la clase de oportunidad que su padre había predicho que llegaría si conservaba la dignidad y no entregaba su inocencia a cualquier bribón de baja estofa—. Sé que os entristeció sobremanera la noticia de la muerte de vuestro padre. Sin embargo, por el bien de vuestra excelente familia y de todos vuestros amigos, me consuela saber que asumiréis las responsabilidades del marquesado.

—Es estupendo volver a estar en casa. He estado ausente demasiado tiempo —admitió Colton, mientras paseaba la vista alrededor del interior que, durante tanto tiempo, sólo se le había antojado un agradable recuerdo de infancia. Unas horas antes, cuando su carruaje alquilado dejó atrás la arboleda que ocultaba el camino que corría ante Randwulf Manor, y había visto el edificio jacobino, su corazón se había henchido de una enorme alegría al darse cuenta de que por fin había vuelto a casa, después de pasar media vida en otras partes de Inglaterra y del mundo. La mansión se le había antojado una joya de piedra clara entre la exuberancia verde de la campiña ondulante, adornada con árboles de hoja perenne y hoja caduca. La mansión era un edificio de tres plantas ornamentado con incontables ventanas con parteluces, cuatro miradores simétricos y un tejado plano ribeteado de relieves de piedra. Construida sobre una pequeña elevación, contaba con setos bien cortados y coloridos arriates de flores. Las gárgolas, leones y vasijas ornamentales de piedra que adornaban los antepechos lo habían recibido cuando ascendió hacia el pórtico arqueado, tras el cual se alzaba la enorme puerta principal. Lo asombró que todo siguiera como lo recordaba, a pesar de los dieciséis años de ausencia.

Colton miró a un lado y observó que Roger se había alejado del grupo. «Menos mal», pensó, pero luego se preguntó adónde habría ido el aprendiz, puesto que había desaparecido de la vista. Era demasiado esperar que se hubiera marchado. Estuviera donde estuviese, casi podía apostar a que estaba tramando un plan para reclamar a Adriana.

Colton reprimió una carcajada y confesó:

—Temo que nunca habría reconocido a mi hermana si ella no me hubiera reconocido a mí. Cuando me fui, no era más que una niña, y lady Adriana un par de años menor. Ahora me entero, gracias a nuestra madre, de que la mayor de las Sutton tiene hijos y la segunda va a casarse muy pronto. Teniendo en cuenta el tiempo que he estado ausente, me extraña que lady Adriana siga soltera y sin compromiso.

Pese a que Adriana lo había estado mirando con atención, Colton tuvo la impresión de que no había escuchado sus comentarios, pues pareció sorprenderse al ver que él le estaba sonriendo. Bajo su mirada insistente, el rubor trepó a sus mejillas y desvió la vista al punto. Colton se sintió estupefacto una vez más por la transformación operada en su ausencia. ¿Cómo podía una cría, a la que había comparado en una ocasión con un pequeño espantapájaros, haberse convertido en un ejemplo de belleza tan exquisito, sin mácula?

Intuyó su hosquedad y forzó una sonrisa irónica, al tiempo que miraba a los demás ocupantes de la sala.

—Temo que lady Adriana nunca me ha perdonado por ser aquel obstinado y testarudo mozalbete que, en contra de los deseos de su padre, se fue de casa para seguir su propio camino en la vida.

Si bien su comentario arrancó una presta risita de Felicity y, más a regañadientes, una carcajada apagada de los demás hombres, Colton no había hablado en broma. Sólo había tratado de expresar su pesar por haber herido a una niña inocente. La idea del compromiso no había sido culpa de ella, pero cuando él había salido en tromba de la sala de estar, después de negarse airadamente a considerar un acuerdo que implicaba prometerse a una niña delgada y vulgar, y se encontró cara a cara con la mirada desorbitada de la niña y sus padres, sus crueles palabras habían vuelto para atormentarlo. Aunque el matrimonio Sutton se había quedado consternado por su conducta, había sido la expresión dolida de Adriana lo que lo había obsesionado durante todos aquellos años, pues parecía destrozada por su negativa a considerar su futura unión. Mucho antes del acontecimiento, había sabido que ella lo idolatraba tanto como su hermana. Nunca había tenido hermanos varones, y tal vez por ese motivo lo había alzado mentalmente sobre un pedestal como su campeón, ya que en varias ocasiones había salido en defensa de las niñas cuando se metían en líos al tratar de salvar alguna cría malherida y se topaban con un formidable ciervo o algún otro padre furioso. Al ver la expresión desolada de su rostro lo había asaltado un profundo remordimiento por sus crueles palabras. No había sido su intención herirla hasta tal punto. Aturdido, había tartamudeado una difícil disculpa, para luego huir a toda prisa, incapaz de soportar la evidente desdicha de la pequeña.

Samantha se colocó al lado de su amiga en actitud protectora, como una hermana mayor, y decidió que era preciso informar a su hermano por su propio bien, antes de que recibiera la noticia que le esperaba. Tal vez con esa advertencia lo pensaría dos veces antes de rechazar sus opciones.

—Es muy poco probable que Adriana haya pensado mucho en ti durante estos años, Colton. No ha tenido tiempo con tantos apuestos pretendientes que se esfuerzan por llamar su atención. —Sin hacer caso de los insistentes y disimulados codazos, que sin duda pretendían advertirle de que cambiara de tema, Samantha continuó para dar a su hermano algo en que pensar. Casi lamentaba que Roger no estuviera en la sala, pues convenía recordar al aprendiz que no era más que un pececillo en la corriente y que, aunque tuviera la desfachatez de amilanar a sus rivales aristócratas, pronto se encontraría devorado por un pez más grande—. Sus admiradores acuden en tropel a las puertas de los Sutton con la ansiedad de mozos prendados, y cada uno aspira al honor de ser el que Adriana elegirá por fin, pero hasta el momento sus súplicas no han servido de nada. —Esta vez, Samantha fue objeto de una mirada amenazadora, pero desechó con un encogimiento de hombros la intimidación de su amiga, como si se declarara inocente de cualquier fechoría—. Bien, es verdad, y tú lo sabes.

Pese al resoplido de indignación que emitió por lo bajo Adriana, lo cual parecía sugerir lo contrario, Colton comprendió que su hermana había hecho lo posible por ponerlo en su lugar. Él mismo pensó que su sonrisa no engañaba a nadie.

—Comprendo muy bien por qué los solteros están tan ansiosos por conquistar a la dama. Es una auténtica belleza, la más deliciosa que he visto en mi vida.

Felicity se tomó a mal este anuncio. Si su pelo brillaba como oro pálido al sol, y sus ojos adoptaban el color del mismo firmamento, ¿por qué un hombre de gran fama y evidente experiencia prefería los ojos oscuros y el cabello oscuro de una joven irritable?

Adriana no agradecía precisamente el hecho de que estuvieran hablando de ella como si fuera un objeto extraño encontrado en otro continente. Se volvió hacia Colton y consiguió esbozar una sonrisa.

—Temo que vuestra hermana ha exagerado el número de visitantes que reclaman mi atención, mi señor. Pronto descubriréis que Samantha es capaz de perorar sobre nada en particular siempre que quiere dejar algo claro.

La risita ahogada de Percy reveló a Adriana que ya había descubierto la verdad sobre su esposa. En respuesta inmediata, Samantha puso los brazos en jarras y dedicó a los dos una mirada de exasperación, lo que provocó más carcajadas, esta vez de ambos.

Mientras Percy afrontaba las preguntas desafiantes de su esposa, Adriana volvió al tema que le interesaba y echó por tierra la suposición de Colton de que no había escuchado sus comentarios anteriores.

—Hace unos momentos os referisteis a mis hermanas, mi señor, y me gustaría aprovechar la oportunidad para deciros que Jaclyn vive en Londres y tiene dos hijos, un niño y una niña. La boda de Melora es inminente, a finales de mes, de hecho, y si bien las invitaciones han dejado de ser necesarias entre nuestras dos familias, me encargaré de que recibáis una. Melora se llevaría una gran decepción si no lograra veros antes de que ella y sir Harold partan de luna de miel. Instalarán su hogar en la propiedad que el novio tiene en Cornualles, y no regresarán a Wakefield hasta finales de octubre, en cuyo momento mis padres darán un baile para celebrar el inicio de la temporada de caza. Estoy seguro de que recordaréis cuánto les gustaba a nuestros padres reunirse con sus amigos íntimos después de la suspensión de las sesiones del Parlamento, con el fin de planear sus cacerías y hablar de los viejos tiempos. Por supuesto, sus esposas e hijas también asistirán, y habrá montones de comida y bailes, tal vez incluso uno o dos juegos de ingenio para los que gustan de esas cosas. Debe de hacer bastante tiempo que no os entregáis a diversiones similares.

Colton sonrió.

—He estado fuera tanto tiempo, que tal vez tendrás que presentarme a tus padres.

Una sonrisa curvó los labios de Adriana mientras enarcaba una ceja.

—Habéis estado fuera mucho tiempo, mi señor. No os reconocí.

—Por un momento, pensé que ibas a abofetearme por las pasadas ofensas —bromeó el marqués sin grandes disimulos—. En el futuro, tendré que estar atento a tu venganza.

Adriana sintió un súbito calor en las mejillas y agradeció para sus adentros la intervención de la nieta del empresario, que reclamaba la atención del marqués. Casi podía imaginar que la rubia se había prendado del hombre... o de su título.

Felicity Fairchild aprovechó la oportunidad para aplacar su curiosidad por la disponibilidad de Colton.

—¿Tendremos el honor de conocer pronto a vuestra marquesa, mi señor?

Colton se habría quedado convencido de la timidez de la mujer, de no ser por la sonrisita nerviosa que acompañó sus palabras. Fue tan encantadora como una ocurrencia ingeniosa, y le dio a entender que había despertado el interés de la dama.

—A excepción de mi madre, señorita Felicity, en este momento ninguna otra dama goza de esa distinción en la familia.

Felicity procuró disimular su júbilo y contestó con gazmoñería:

—Creía que esos compromisos se realizaban a una edad temprana.

Atemorizada no tanto por las especulaciones de la mujer, sino por la amenaza de que se descubriera la verdad, Adriana contuvo el aliento. Si bien las conjeturas de la rubia eran acertadas, en este caso Colton Wyndham era el último en saber lo que había sucedido en su ausencia.

Samantha reparó en que su amiga parecía preocupada, sin duda con buenos motivos. Ella también recordaba las protestas vehementes de su hermano cuando el padre de ambos habla intentado reglamentar su vida, y se preguntó si reaccionaría de manera diferente ante la noticia que le esperaba, ahora que su progenitor había muerto. Si aún no se había dado cuenta de que su padre deseaba lo mejor para él, ella sí. Adriana era la hermana que nunca había tenido, y se resistía a perderla en el seno de la familia de otro hombre.