17

—¿DÓNDE has estado? —gritó Jarvis Fairchild a su hija, cuando esta entró de puntillas al alba por la puerta de Stanover House.

Felicity posó una mano temblorosa sobre su corazón desbocado y escudriñó la oscuridad, en un esfuerzo por localizar a su padre. Lo vio por fin sentado en el sofá. Intentó sonreír, pero sólo consiguió esbozar una mueca. El rostro de su padre era una máscara de rabia pura, y aun en las penumbras vio sombras oscuras bajo sus ojos.

—¿Qué estás haciendo en el salón, papá? Pensaba que estarías durmiendo arriba. ¡Me has dado un susto de muerte!

Jarvis saltó del sofá y cruzó el salón como una furia en dirección a la joven. Cuando bajó la cabeza hacia ella, sus narices casi se tocaron. Los ojos encendidos testimoniaban su furia.

—¡Te he hecho una pregunta, muchacha, y quiero una respuesta, si eres tan amable! ¿No comprendes que tu madre y yo no hemos pegado ojo en toda la noche? Como no volvías a casa, fui a casa de los Elston para preguntar por tu paradero, pero un criado dijo que Roger tampoco había vuelto. Después, corrí a casa de las otras dos damas que te acompañaban, pero se quedaron perplejas, porque Roger había dicho que te acompañaría aquí. Por lo que tu madre y yo sabíamos, te podían haber raptado, incluso violado, ya fuera Roger o algún otro libertino. Ahora entras a escondidas en casa de tu abuelo, como un ladrón dispuesto a llevarse la vajilla de plata. Quiero una explicación, muchacha. ¡Ahora, si no te importa!

Felicity llevó a cabo otro intento de sonreír, pero fracasó una vez más. Fue un esfuerzo doloroso, a tono con su estado anímico y físico. Estaba contusionada, dolorida y muy arrepentida de haberse entregado a algo que, al principio, había considerado una insensatez. No obstante, después de todo lo dicho y hecho, ya era demasiado tarde para hacer algo al respecto.

—Papá, sé que habías depositado todas tus esperanzas en que me casara con un aristócrata, pero después de averiguar que lord Randwulf y lady Adriana estaban prometidos, y con el vizconde acechándola, parecía que existían pocas probabilidades de que eso sucediera. Roger se está haciendo muy rico, papá..., y... bien, pues, nos tomamos la libertad de casarnos en el condado. Después, fuimos a una posada. Ahí es donde hemos estado.

—¡No habrás sido tan imbécil! —bramó Jarvis, cada vez más furioso—. ¿Dónde está el maldito mendigo? ¡Le cortaré los huevos ahora mismo!

Embargado por un deseo irresistible de venganza, miró detrás de su hija, por si su nuevo yerno se escondía al amparo de la puerta principal como la sabandija que era.

—No está aquí, papá. Pensó que sería mejor que yo te lo dijera primero, y que después os reuniríais los dos cuando te calmaras. —Felicity se retorció los dedos, preocupada. Su sonrisa era de dolor—. En cuanto a lo de castrarle, papá, ya es demasiado tarde. Nuestro matrimonio ya ha sido..., er..., consumado.

—¡Me has traicionado! —rugió Jarvis, y apretó los dientes mientras paseaba por el salón de un lado a otro. Sacudió su cabeza despeinada, mientras lamentaba sus sueños destrozados—. Siempre creí que te casarías con alguien de una clase más elevada. Hice lo que pude por conseguirlo. Ninguna hija de contable vistió nunca tan bien, ni fue tan consentida. No ha servido de nada. ¡Me has arruinado, muchacha! ¡Me traicionaste casándote con el retoño de un analfabeto!

—¡Pero son ricos, papá! Roger prometió que me colmaría de riquezas y joyas... La pañería será de él dentro de poco. Está seguro.

Pese a las numerosas promesas de su marido, poco apaciguaban la angustia de haber sido violada en su noche nupcial. Había cometido la equivocación de rehuir a Roger y pedirle un poco de tiempo para prepararse, pero su petición sólo logró sacarlo de sus casillas. Había empezado a arrancarle la ropa en su impaciencia por montarla, y después le había tapado la boca con una mano mientras la violaba, empalándola con tal brutalidad que las sábanas quedaron empapadas en sangre.

—¿Y quién pagará a los prestamistas después de que Edmund Elston se largue o fallezca?

Felicity se llevó una mano temblorosa a la garganta y retrocedió, sorprendida.

—¿Qué quieres decir, papá?

—Quiero decir que, o bien Edmund Elston ha perdido grandes cantidades de dinero en la pañería, o bien las ha despilfarrado en cosas suyas. Nadie sabe cuánto irá a parar a las arcas de tu marido cuando su padre muera.

—¿Cómo lo sabes?

—Alguien bien informado vino a verme hace poco con la proposición de que si Edmund..., o Roger..., se ve obligado a vender debido a sus escasos recursos económicos, casi podía garantizar que la pañería se vendería a un precio muy económico que yo me podría permitir. Si eso sucediera, ya no dependería ni de tu madre ni de tu abuelo. Tendría una fábrica de mi propiedad, y haría lo que me diera la gana.

—Pero ¿de dónde sacarías los fondos para comprar la pañería, aunque fuera una ganga? —preguntó confusa Felicity—. Mamá me advirtió no hace mucho que cuidara hasta el último penique y me contentara con la ropa que tengo, y ahora me vienes diciendo que podrías reunir el dinero necesario para comprar la fábrica de los Elston.

Jarvis alzó la cabeza con altivez.

—Da igual de dónde salga el dinero. Ten la seguridad de que será mía.

—Tal vez tu conocido sólo estaba especulando, con la esperanza de ganarse tu confianza para otro negocio. Lo digo porque la fábrica de Edmund está resultando muy productiva bajo la dirección de Roger.

Jarvis levantó una mano y siguió paseando por el salón.

—Tal vez Edmund está guardando partes de su riqueza en algún lugar seguro, mientras planea dejar a Roger la responsabilidad de pagar a los trabajadores cuando huya a un destino desconocido con lo que ha robado.

—Pero..., pero el padre de Roger está postrado en la cama, papá.

Jarvis sacudió la cabeza y la miró con aires de superioridad.

—Muy conveniente para Edmund. Puede fingir estar en coma y así no contestar a las preguntas de su hijo..., si Roger descubre que su padre lo está engañando a sus espaldas. —Jarvis se acercó a una ventana delantera y miró la ciudad durante un largo momento. La oscuridad de las horas anteriores había empezado a disiparse. Miró a su hija con aire pensativo—. ¿Te has preguntado alguna vez cómo llegó a acumular Edmund tanta riqueza?

Felicity frunció el ceño, confusa, mientras repetía lo que le habían contado.

—Si no recuerdo mal, Roger dijo que la segunda esposa de su padre había muerto, legándole todo cuanto había heredado del viejo señor Winter.

—¿Que había muerto? —Su padre lanzó una carcajada sarcástica—. Asesinada, diría yo.

Felicity se encrespó. Irritado o no, su padre no tenía derecho a difamar a un hombre a quien no conocía.

—¿Cómo puedes lanzar acusaciones tan horribles contra ese hombre, teniendo en cuenta que ni siquiera vivíamos aquí cuando la mujer murió? ¿Cómo es posible que conozcas tan bien al señor Elston para insinuar algo semejante?

—Hace mucho tiempo, la madre de Roger era la mejor amiga de mi tía. Por lo visto, cuando vivían en Londres, Edmund abandonó a su mujer y a su hijo, y empezó a relacionarse con todo tipo de pelandruscas. Las fascinaba a todas. Siempre me ha asombrado que hasta un tonto creyera lo que decía. Más o menos por la época en que asesinaron a su esposa, estaba ayudando a un viejo amigo a conducir carruajes. Mi tía Clara fue testigo del accidente en el que la madre de Roger fue arrollada por uno. Se quedó convencida de que el cochero, aunque enmascarado por una bufanda para protegerse del frío, no era otro que Edmund Elston. Por supuesto, antes de que mi tía reuniera valor para denunciar el incidente y sus sospechas a las autoridades, murió de la misma manera. Los demás no nos atrevimos a apoyar su versión de la muerte de la señora Elston por temor a ser arrollados de la misma manera.

—¿Estás diciendo que el señor Elston es un asesino? —preguntó Felicity, conmocionada.

—Si tienes aprecio por nuestras vidas, muchacha, nunca repitas lo que acabo de decir, ni siquiera a Roger. Es posible que te silencie con similares métodos si frustras sus posibilidades de arrebatar algún dinero a su padre, aunque hay que compadecerse de él, pues lo más probable es que no quedará nada cuando su padre expire o desaparezca misteriosamente en la oscuridad de la noche.

—¿Por qué no me lo dijiste antes, papá?

—No sabía que te casarías con el maldito mendigo —replicó Jarvis—. Las últimas noticias eran que habías atraído la atención de lord Harcourt.

Felicity agitó la mano para desechar aquella historia, de la cual era inspiradora.

—Me equivoqué.

Jarvis sintió curiosidad.

—¿Dónde vais a vivir Roger y tú ahora?

—En casa de su padre, por supuesto.

—¿Y si Edmund decide asesinarte tal como asesinó a sus dos esposas?

Felicity se estremeció ante la idea.

—Bien, supongo que deberé asegurarme de que eso no ocurra.

—Deberías empezar guardándote algunos fondos, muchacha. Preferiría no tener que mantener a Roger en mi vejez.

Felicity alzó la barbilla y osó sacar a relucir un hecho reciente.

—Se me antoja que, después de que el abuelo y mamá te pillaron despidiendo a trabajadores y embolsándote sus salarios, mamá es la única que nos mantiene ahora. La fábrica ha renacido después de que volvieron a contratar a los que tú habías echado.

—¿Cómo lo sabes?

—Bajé una noche para recoger un libro que había olvidado en el salón, y te oí discutir con mamá. Supuse que por ese motivo duermes aquí abajo desde entonces.

—Tu madre cree que es más lista que yo...

Felicity no lo dejó continuar.

—Creo que la oí suplicarte que reconsideras lo que habías hecho, y que devolvieras el dinero a las arcas del abuelo. Te negaste.

—Es viejo y rico —replicó Jarvis—. No le haría ningún daño compartir algo de su riqueza con sus hijos.

—Tú no eres hijo de él, papá. Mamá sí, y se preocupa de devolver hasta el último penique a su bolsa después de pagar a Lucy y a las demás criadas. Por lo que tengo entendido, derrochaste fondos que no eran tuyos con deliberación. Mamá me enseñó muy bien de pequeña que eso es robar. Si sabes lo que es bueno para ti, será mejor que hagas propósito de enmienda. Me he dado cuenta de que el abuelo y ella tienen una forma muy desagradable de vengarse. Podrías encontrarte de vuelta en Londres, en la misma contaduría que dejaste, si intentas ser más listo que ambos. De hecho, he oído historias, tanto de amigos como de enemigos del abuelo, acerca de su manera especial de hacer justicia a quienes se lo merecen. Lo llama, de forma muy apropiada, dispensar un poco de sabiduría a los necesitados.

—Bah, está chocho y senil.

—No tanto como yo pensaba o como a ti te gustaría imaginar, papá. De hecho, no recuerdo haber conocido nunca a un hombre tan perspicaz. Harías bien en seguir mi consejo, o puede que te veas obligado a sufrir las consecuencias, porque no eres tan listo como crees. Los dos te superan por un amplio margen.

—¿Te atreves a darme instrucciones, muchacha?

Felicity forzó una leve sonrisa.

—Vale más que te apremien que recibir tu merecido, ¿no crees, papá? O, como diría el abuelo, un poco de sabiduría dispensada a los necesitados.

Sin esperar su respuesta, Felicity salió por la puerta. Al fin y al cabo, ahora que su padre sabía que estaba casada, ya no había más necesidad de fingimientos. No era tan estúpida como para no saber que la estaría esperando levantado después de que Roger hubo retrasado su partida de la posada. Por lo visto, su marido tenía la afición sádica de imponer por la fuerza lo que era anormal para una mujer e, incluso después de su brutal violación, se había negado a dejarla salir de la habitación hasta que no se sometió a algunas de sus exigencias. O eso, o quedarse con él para siempre. La experiencia había sido una horrenda pesadilla, en la que se había encontrado víctima de un monstruo disfrazado de inocente muchacho.

Felicity se acercó con sigilo a la cama en que Edmund Elston estaba postrado desde el ataque sufrido meses antes. Era la primera oportunidad que tenía de entrar en la habitación de su suegro con cierta privacidad desde que se había casado, cinco semanas atrás. Siempre había alguien en la casa, si no Roger, el criado que habían contratado para atender al anciano. Miró al hombre, y no pudo imaginar cómo había concebido su padre la idea absurda de que Edmund había sido capaz de engañar a Roger. Antes de que su salud flaqueara, sólo había visto a Edmund por la calle, pero lo recordaba como un hombre robusto, bastante apuesto, aunque inculto, y muy impresionado por su propia importancia. Su atuendo carente de gusto y chillón le había hecho agradecer a su madre que la hubiera alertado contra sus ansias de pavoneo. Claro que las ropas parecían muy a tono con la personalidad del hombre.

La diferencia entre su impresión inicial y lo que veía ahora era como comparar la noche con el día. Sólo una fina capa de piel arrugada parecía cubrir el cráneo de Edmund. Había perdido el pelo, y sus mejillas hundidas poseían un tono blancuzco extraño. Bajo los párpados, finos como el pergamino, daba la impresión de que los ojos se habían hundido en la cabeza. O tal vez era culpa de las ojeras que los rodeaban. Tenía la boca abierta, y su extrema delgadez lograba resaltar todavía más el espacio entre sus dientes manchados. La saliva le había dejado un rastro desde la comisura de los labios, que resbalaba sobre una mejilla transparente.

—Papá Edmund..., ¿estás despierto? —preguntó con desconfianza, pues no sabía qué esperar. Si las advertencias de su padre estaban justificadas, tal vez pondría en peligro su vida, pero la debilidad del hombre era innegable. Si no estaba todavía a las puertas de la muerte, sí se hallaba lo bastante cerca como para percibir el olor del otro mundo.

Un leve movimiento bajo un párpado le confirmó que habían oído su pregunta, pero no logró decidir si se había abierto paso en la conciencia del hombre.

—¿Quieres algo? ¿Un poco de sidra o un té?

—A... gua —dijo el hombre, en un susurro tan débil que apenas se oyó.

Felicity vertió un poco de líquido en un vaso de un jarro que el criado había dejado sobre la mesita de noche.

—Yo te ayudaré.

Pasó una mano bajo los frágiles hombros del anciano cuando este intentó levantar la cabeza. Su aliento era fétido, y apartó la cara asqueada. No obstante, hacía poco había descubierto que poseía una buena medida de la fortaleza de su madre. Ahora era una mujer casada y, en aquel breve mes de infierno conyugal que había debido soportar, había llegado a darse cuenta de que debería ocuparse de la seguridad de su futuro... y del de su hijo. Aunque Roger era el padre, consideraba completamente suyo el ser que crecía en su útero. Quería ese hijo; su marido no. De hecho, había momentos en que le hacía el amor con brutal rudeza, como si quisiera que abortara. Si eso sucediera, ya se había prometido a sí misma que lo abandonaría y rogaría a su familia que la acogiera hasta que pudiera encontrar un refugio de su venganza furibunda.

El estado de Edmund era mucho más grave y repulsivo que el de su abuelo, no cabía duda. Aun así, debía averiguar algunas cosas, y para llegar al fondo de la verdad tenía que acudir a la única fuente fiable... mientras hubiera tiempo. Si el hombre fallecía, sus probabilidades de descubrir la verdad quedarían reducidas al mínimo, cuando no anuladas por completo.

Edmund revivió apenas después de tomar un profundo sorbo y, tras desplomarse sobre las almohadas, la miró confuso.

—¿Quién eres? Por lo que puedo recordar, no te había visto nunca.

—Soy tu nueva nuera, Felicity. He venido para ayudarte a ponerte bien, papá Edmund.

Los labios cenicientos formaron una frágil sonrisa.

—Está... claro que... no eres... Mar... tha Grim... bald.

—No, papá Edmund. Ni siquiera sé quién es.

—Mejor... así. No... te... impresionaría.

—¿Era alguien con quien Roger iba a casarse?

—Dejaré... que sea... él quien... te lo diga, muchacha. Pero entérate... de que tú eres... mucho más... bonita.

—¿Cómo te encuentras? ¿Puedo traerte algo? ¿Algo de comer? ¿Un poco de oporto?

—No... me sigas... la corriente. Ya he tomado demasiados licores en mi vida, y se me están comiendo por dentro.

—¿Algo de comer? ¿Unas hierbas medicinales del boticario?

Un delgado dedo se elevó, y atrajo la atención de Felicity hacia el hecho de que la uña tenía unas rayas extrañas. La mano parecía escamosa, como si la piel estuviera a punto de secarse... o morirse.

—Tal vez... un poco... de gachas... o budín..., sólo para... calmar... el dolor de mis... tripas. A veces... es tan insoportable... que deseo... morir.

Felicity evitó el contacto con la piel del hombre y apoyó una mano en su brazo, cubierto por el camisón.

—Le diré a la cocinera que te prepare unas gachas y el budín de inmediato. ¿Puedo hacer algo más por ti entretanto?

—¿Dónde está... Roger?

La joven examinó con atención al hombre, buscando algún no que indicara su preocupación por las cuentas de la fábrica.

—Creo que está repasando los libros. Por lo visto, existe alguna discrepancia, aunque no sé dónde. Sólo puedo repetir lo que he oído, que por lo visto salen más monedas que entran.

Edmund se esforzó por incorporarse sobre los codos, pero se desplomó al punto sobre el colchón, falto de fuerzas. Movió la cabeza sobre la almohada y buscó aliento.

—Será mejor que... Roger se ocupe de la... fábrica..., y me deje... los libros a mí, muchacha.

—Pero, papá Edmund, has estado demasiado enfermo para saber qué día es, y mucho menos para llevar las cuentas de la fábrica.

—Dile que... lo deje... hasta que... me vuelva a... levantar.

Felicity se inclinó sobre el hombre y sonrió, al tiempo que le palmeaba el brazo con gesto maternal.

—Le repetiré tus palabras, papá Edmund. Ahora descansa. No es necesario que te preocupes tanto por las cuentas. No creo que signifique un gran problema para Roger..., a menos que sepas por qué no cuadran. En ese caso, deberías pensar en decírselo..., para ahorrarle una búsqueda interminable.

—Dile que lo deje, muchacha. No tiene... cabeza... para las cuentas.