21

ROGER ELSTON levantó la vista de sus libros cuando la campanilla de la puerta anunció la entrada de un cliente. Sus ojos se iluminaron en cuanto vio a la dama, pues parecía en posesión de los mismos modales atrevidos de las actrices que había visitado en Londres con frecuencia. De hecho, creyó recordar que la había visto en una representación, cuando aún estaba empleado en el orfanato. En aquel tiempo, había conseguido ahorrar suficientes monedas para dedicarse a su pasatiempo favorito: ver a las intérpretes con sus vestidos provocadores. Ahora podía permitirse y exigir mucho más gracias a los fondos que hurtaba de la fábrica.

Si bien el rebosante busto de esta mujer estaba cubierto en parte por un ropón, los pálidos y suculentos pechos parecían querer escapar del corpiño de seda. A la mujer no pareció importarle su descarado examen. Sonrió de manera provocadora, para luego agacharse con el fin de ver la mercancía expuesta sobre la mesa que los separaba, con lo cual reveló que, si llevaba ropa interior, su propósito era más excitar que ocultar. La mano de Roger ardía en deseos de explorar el valle que separaba aquellos globos y pellizcar los pezones que se marcaban impúdicos en la tela del vestido.

Pandora sonrió al guapo joven, y sus ojos examinaron un momento los estrechos pantalones. El hombre no pareció avergonzado de su exhibición, sino que esperó la reacción de la mujer mientras le ofrecía una leve sonrisa. No era tan mayor, ni quizá tan experto, como los hombres que había tomado como amantes en los últimos años, pero Pandora imaginó que haría cualquier cosa por complacerla. Después de la categórica negativa de Colton Wyndham de considerarla su esposa, necesitaba reafirmar su atractivo para quedarse tranquila. En un tiempo había estado convencida de que el coronel la quería. Ahora, tuvo que preguntarse si sólo había sido parte de su encanto persuasivo, el cual conseguía que todas las mujeres se sintieran especiales cuando estaban en sus brazos. Daba la impresión de que su esposa lo idolatraba, pero parecía que él le devolvía su amor multiplicado por diez, meditó Pandora resentida.

Sonrió con timidez al joven y explicó el motivo de su presencia.

—Olvidé mi chal en Londres y necesito algo para abrigarme por las noches, mientras resida en esta bonita ciudad. No esperaba que hiciera frío esta noche, pero como vos mismo habréis descubierto, así ha sido. ¿No tendréis por casualidad un chal o algo que me pueda abrigar?

Roger se acercó a toda prisa a un armario del rincón y sacó uno de los mejores chales de lana de la fábrica. Los ojos de la belleza se dilataron de placer cuando el hombre lo desdobló y dejó al descubierto lo exquisito que era.

—¡Qué preciosidad! —exclamó Pandora. Al instante, frunció el ceño. Se humedeció los labios y fingió una expresión de decepción—. Pero por más que desee esta pieza, señor, temo que esté fuera de mi alcance.

—Para una persona tan peculiar como vos, señora, la pieza no necesitaría más que unos segundos de vuestro tiempo —dijo sin aliento Roger, embriagado por la dulce fragancia de la mujer cuando se quitó el ropón. Dejó caer el chal sobre sus hombros, y consiguió que el dorso de su mano rozara uno de los rotundos pechos antes de pasar los extremos de la prenda alrededor de sus hombros. Se quedó detrás de ella y examinó los senos apenas ocultos con creciente ansiedad. Se inclinó para hablarle al oído—. Os recompensaré el tiempo que me dediquéis, hermosa mía.

—¿De veras? —Pandora lo miró de reojo, a la espera de su proposición, y respiró hondo para tentarlo de una manera irresistible. El corpiño se separó de los pálidos globos, y dejó al descubierto los picos rosados—. Este chal es maravillosamente cálido. Me encantaría tenerlo.

Roger contempló los deliciosos melones, tentado de meterle la mano dentro del corpiño, pero no podía correr el peligro de que un empleado los sorprendiera, porque toda la ciudad se enteraría de que había estado flirteando con una clienta.

—Tengo una habitación privada cerca —murmuró, y extendió la mano para indicar la dirección—. Hay un confortable sofá donde podemos sentarnos... y hablar.

—¿Tenéis oporto? —Pandora respiró hondo, hasta casi salirse del corpiño, y después exhaló el aire, dejando una vez más a plena vista su abundante busto, apenas un instante. Desde una edad muy temprana había aprendido el arte de encandilar a los hombres, y había conseguido muchas cosas gracias a su ansiedad por saborear lo que ella ofrecía—. Me apetece una copa de oporto.

Roger sonrió.

—A mí también, de hecho.

Se apartó e indicó el pasillo oscuro que conducía a la habitación privada. Nunca había imaginado que la utilizaría tan pronto para satisfacer sus necesidades. Casi sin poder creerlo, la oportunidad estaba al alcance de su mano, y no podía resistirse. Incluso había acolchado las paredes hasta cierto punto para no despertar la curiosidad de los trabajadores sobre lo que hacía dentro. Echar una siesta era una cosa, pero llevar a la práctica sus fantasías con una libertina era otra muy distinta.

—Venid a mi salón privado, querida señora, y os serviré una libación. Brindaremos por vuestro nuevo chal.

Pandora lo cogió del brazo y lo apretó contra su pecho.

—Jamás olvidaré vuestra generosidad. ¿Cómo podría compensaros?

—Vuestra compañía es suficiente.

Los ojos de Pandora se iluminaron cuando el joven abrió la puerta de la habitación. Estaba amueblada de manera extravagante con un aparador muy trabajado, sobre el cual descansaba una bandeja de plata con varias licoreras de cristal, que contenían diversas bebidas. Media docena de candelabros de plata se alzaban entre otros tantos espejos de cuerpo entero dispuestos en círculo alrededor de un sofá de terciopelo rojo amplio y lujoso, sobre el cual estaba extendido un salto de cama rojo. Era muy fácil darse cuenta de que los ocupantes del sofá podrían observar desde cada ángulo todo cuanto acontecía en él.

Pandora cruzó la habitación y se sentó en el sofá. Su figura se multiplicó en los espejos. Suspiró de placer mientras pasaba una mano sobre su muslo, de forma que logró alzar el borde de la falda hasta dejar al descubierto una esbelta pantorrilla. Después, ronroneó de admiración cuando levantó el salto de cama ante sí y examinó la habitación a través del delgado velo.

—Debéis de ser muy rico para permitiros estos lujos.

—Soy lo bastante rico para permitirme estos y otros, además —se jactó Roger, al tiempo que cerraba la puerta con llave.

—¿Por ejemplo?

El joven avanzó hacia ella y se quitó la chaqueta.

—Una amante capaz de satisfacer todos mis deseos y caprichos, provista de una vívida imaginación. —Se abrió la camisa—. No soy un hombre vulgar, y sería muy generoso con una mujer capaz de pasar por alto algunos inconvenientes sin importancia con el fin de complacerme. ¿Acaso no encontráis placer en la variedad vos también?

—¿Generoso hasta qué punto? —preguntó Pandora, y se humedeció los labios de impaciencia. Examinó el pecho y los hombros del joven cuando estiró la camisa a un lado. Había visto musculaturas más masculinas en sus años de actriz, pero el muchacho poseía cierto atractivo juvenil. Había pasado cierto tiempo desde la última vez que se había sentido inclinada a entregar sus favores a un muchacho, pero necesitaba sentirse joven de nuevo.

Roger introdujo la mano en el aparador y extrajo un par de pendientes de oro. Los hizo oscilar ante los ojos de Pandora.

—Esto es sólo una pequeña muestra —murmuró—. Habrá mucho más si me complacéis.

—Bien, para empezar no está mal —lo tranquilizó Pandora, al tiempo que los tomaba y se los ponía. Se reclinó en el sofá y se subió la falda hasta exhibir los muslos, demostrando de paso que no llevaba calzones. Luego tomó la mano del joven y la hizo subir por su pierna—. A cambio, os daré algo más que una muestra de lo que sé hacer para complacer a un caballero.

—Llegaremos a esa parte a su debido tiempo, querida mía, pero antes se me ocurren otras cosas.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Adriana aquella noche, cuando Colton se tendió en la cama a su lado.

El hombre exhaló un profundo suspiro.

—Por más que me desagrade buscar a Alice, creo que es nuestra única alternativa si queremos demostrar que estamos legalmente casados, amor mío.

—¿Crees que lo estamos? —preguntó su esposa, preocupada.

—Casi te lo puedo prometer, cariño —murmuró Colton, apretándola contra él—. Pandora se puso muy nerviosa cuando empecé a preguntarle por el reverendo Goodfellow, lo cual me lleva a pensar que no era párroco ni nada por el estilo. Tal vez se trataba de su hermano, o de algún actor a quien prometió pagar cuando recibiera dinero de mí. No estoy seguro de qué estoy pasando por alto, pero desde el momento en que desnudaste el trasero de Genie y no encontraste nada más que una mancha borrosa, algo me ha estado atormentando, un detalle o hecho que temo estar olvidando. Puede que sólo sea un recuerdo o acontecimiento del pasado, pero por más que lo intento, no consigo definirlo.

—Me parece bastante perverso hacer el amor cuando no estamos seguros de si estamos casados —aventuró Adriana bajo sus ardientes besos un momento después.

Colton se apartó para contemplar el rostro preocupado y le dedicó una sonrisa burlona, mientras bajaba la sábana para descubrir sus espléndidos senos. Dio vueltas con el índice alrededor de un pezón, y un suspiro de placer escapó de la dama, que lo miraba con ojos de adoración.

—¿Nunca has deseado sentirte perversa por una vez en la vida, amor mío?

Su lengua sustituyó al dedo y avanzó con embriagadora lentitud hacia el dócil pico. Adriana contuvo el aliento, asombrada por las sensaciones que se despertaban en su interior. Ante la dulce insistencia de su mano, se abrió a él, sin disimular sus deseos ni anhelos. Le pasó los dedos por el pelo y susurró en su oído.

—Si esto es perversión, amor mío, debo de estar condenada, porque me he convertido en tu esclava más ardiente.

Bentley había trasladado a Philana a la residencia Wyndham de Londres dos días antes. A la mañana siguiente, un pequeño ejército de criados la acompañó a la residencia Kingsley de Mayfair, situada a escasa distancia. No deseaba especialmente clasificar las posesiones de su difunta sobrina, pero había decidido concluir de una vez aquella penosa tarea. Por leales que fueran los criados, no podía dejarles una tarea tan peliaguda, porque no sabrían qué hacer con los muebles y todas las pertenencias de la joven pareja, aparte de empaquetarlo todo y cargarlo en carretas. Si algo podía donarse, venderse o tirarse antes de almacenarlo en el desván o en las habitaciones del piso de arriba de Park Lane, ahorraría trabajo y espacio.

Lo que Philana descubrió mientras daba instrucciones a los criados sobre cómo envolver los retratos familiares la hizo interrumpir su trabajo y volver a toda prisa a la mansión Wyndham de Park Lane. A la mañana siguiente, Bentley la ayudó a subir al landó, y antes de la cena llegó a Randwulf Manor. Después de subir a toda velocidad los peldaños de piedra de la puerta principal, entró en la casa y fue a la biblioteca en busca de Colton, donde, según le había informado Harrison, su hijo estaba trabajando en unos documentos que pensaba presentar en el Parlamento.

Como se había perdido las sesiones anteriores debido a su herida en la espalda y a los tres meses de la luna de miel, Philana sabía que Colton quería recuperar el tiempo perdido. También había hecho preparativos para trasladar su familia a la mansión de Londres, donde se quedarían hasta agosto, cuando el Parlamento interrumpiera las sesiones a tiempo para la temporada de caza.

Adriana había extendido una manta sobre la alfombra oriental de la biblioteca y estaba jugando con Genie. Las dos se hallaban bien a la vista de Colton, que solía reír a causa de las payasadas de la niña, la cual parecía muy aficionada a arrugar la naricita y a flirtear con él o la dama.

Cuando Philana entró, Adriana se puso en pie al punto y alzó en brazos a Genie.

—Mamá Philana, no te esperábamos hasta dentro de unos días.

La niña se mostró muy complacida de ver a su abuela, cuyos ojos parecían clavados en ella. La dama posó una mano temblorosa bajo su diminuta barbilla y levantó la carita para captar la escasa luz de las puertas cristaleras. Mientras examinaba el rostro de la niña, aparecieron repentinas lágrimas en sus ojos azules, y luego una sonrisa dichosa iluminó su cara.

—¿Qué llevas ahí? —preguntó Adriana, señalando el pequeño cuadro, cubierto con una tela, que su suegra apretaba contra el pecho.

—Un retrato, querida, un retrato que tú y Colton debéis estudiar con mucho detenimiento antes de decirme si estoy loca o no.

—¿Loca tú? —dijo Adriana riendo—. Bien, si lo estás, mamá Philana, los demás debemos de ser unos lunáticos tremendos. Dinos, ¿qué locura estás imaginando?

Philana indicó que fueran hacia el sofá.

—Sentaos juntos, por favor —los apremió. Cuando obedecieron con cierta perplejidad, depositó el cuadro sobre un sillón de orejas situado frente a ellos, y después prendió la mecha de la lámpara que descansaba sobre una mesa contigua y anunció—: Me gustaría que los dos me dijerais si reconocéis a la niña de este retrato.

La pareja intercambió una mirada de extrañeza, y Colton frunció el ceño.

—Después de pasar tantos años fuera de casa, madre, no recuerdo muy bien a los miembros de la familia. Dudo que pueda reconocer a la persona del retrato.

—Haz lo que puedas, querido —repuso ella con una sonrisa confiada—. No creo que sea una tarea tan difícil como imaginas.

Philana levantó poco a poco la tela del cuadro y retrocedió, impaciente y nerviosa, para que su hijo y su nuera estudiaran la pintura el tiempo necesario. En cuanto Adriana y Colton la vieron, los dos miraron a Philana.

—¿Dónde has encontrado eso? —preguntó Colton—. ¿Cómo es posible? Nunca ha venido un artista a pintar el retrato de Genie.

Philana alzó su barbilla temblorosa, mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.

—No es Genie, hijo mío.

—Pero ¿quién...?

—Es Edythe, cuando tenía más o menos la edad de Genie.

La pareja se quedó boquiabierta, hasta que Colton saltó del sofá y se plantó ante el butacón en dos zancadas, seguido de su mujer. Levantó el retrato y lo inclinó para que recibiera más luz, mientras Adriana miraba por encima de su brazo.

—Casi podría jurar que es Genie —dijo el marqués.

—Es asombroso cuando lo ves por primera vez, ¿verdad? Y luego te preguntas cómo es posible que alguien haya pintado un retrato de la niña sin que nos hayamos enterado. —A Philana le costaba reprimir lo que sólo podían ser lágrimas de felicidad, y sacó a toda prisa un pañuelo del bolso—. Cuando los criados lo descubrieron, fui en busca de una luz mejor para asegurarme de que no estaba soñando.

Colton la miró confuso.

—Pero ¿cómo sabes con tanta certeza que es el retrato de Edythe?

—Su nombre y la fecha están en el reverso, querido. Lo pintaron cuando tenía un año de edad.

—¿En qué estás pensando, madre? —preguntó Colton, sin querer expresar en voz alta conjeturas que pudieran disgustarla.

Philana no vaciló en manifestar su opinión.

—Creo sin la menor duda que Edythe dio a luz a Genie antes de morir. Sólo Dios sabe qué milagro trajo a la niña a nuestra casa, pero es lo que creo con todo mi corazón.

—¿Y el niño que encontraron con Edythe? —preguntó Adriana, y luego miró a su marido—. ¿Crees que nuestras conjeturas acerca de que Alice Cobble perdió a su bebé y luego robó otro para entregarlo a Pandora eran ciertas, a fin de cuentas? Si su bebé murió, tal como tú sugeriste, debió de llevarlo encima con la intención de robar otro donde pudiera y dejarlo en lugar del vivo. Un recién nacido vivo sería la única forma de recibir la recompensa ofrecida por Pandora. Si se topó con los soldados que estaban atacando o registrando el carruaje de los Kingsley, seguramente se escondió por miedo a que la mataran, y después de que los soldados se marcharon registró el vehículo para ver qué podía encontrar. Los médicos dijeron que alguien había ayudado a Edythe a dar a luz después de que el coche volcó, porque habían cortado y atado el cordón. Si Edythe estaba dando a luz cuando Alice registró el carruaje, debió de ponerse muy contenta ante la perspectiva de apoderarse de un recién nacido vivo y entregarlo a Pandora.

—Eso me parece lógico —reconoció Colton—, sobre todo porque el niño encontrado con Edythe llevaba la marca de nacimiento de los Wyndham en el trasero. Eso es lo que he intentado recordar desde la visita de Pandora. Esa marca no pudo llegar al niño de otra manera. Padre nunca se habría acostado con Edythe, y yo no lo hice.

Philana sonrió.

—Edythe era demasiado señora y estaba demasiado enamorada de Courtland para creerla capaz de algo semejante. Sedgwick nunca me dio motivos para creer que me había sido infiel. Siempre estábamos juntos, sobre todo a instancias suyas. Muchas veces decía que era tan parte de él como su propio corazón.

—Por supuesto, mamá Philana —le aseguró Adriana, y rodeó la cintura de la mujer con un brazo—. Fue así desde que tenía uso de razón. Te quería muchísimo.

Philana asintió.

—Lo más probable es que Alice dibujara la marca de nacimiento de los Wyndham en el trasero de su hijo mientras aún estaba vivo, pero no se la pudo quitar cuando murió. No hay más que pensar en el tiempo que ha durado la marca de Genie después de que Alice se marchó. A Alice sólo le importaban las monedas prometidas. Espero que no matara a mi sobrina inducida por la codicia.

—Eso es improbable, madre, teniendo en cuenta que Courtland y el cochero estaban muertos —contestó Colton—. De todos modos, si mató a Edythe, pagará por ese crimen. Notificaré a las autoridades para que busquen a esa mujer.

—Aunque Alice hubiera matado a Edythe, mentiría y diría que no lo hizo —afirmó Philana—. ¿Qué miembro de la familia de Edythe puede afirmar lo contrario? Ninguno.

—Ahora que tenemos el retrato, podremos aportar pruebas de que Genie era la hija de Edythe, y de que Alice entregó el bebé a Pandora. —Colton asintió con aire pensativo—. Aunque logremos encontrar a Alice, tendremos que abrirnos paso entre sus mentiras para descubrir la verdad, pero la amenaza de la horca soltará su lengua mentirosa.

Philana exhaló un suspiro de preocupación.

—Tengo la sensación de haberme quitado un gran peso de encima. Durante todo este tiempo he estado sufriendo por Edythe y su familia, cuando su hija estaba aquí para ofrecerme consuelo. Parece un milagro, y esta noche empezaré a expresar mi gratitud en mis oraciones, primero porque Genie está con nosotros, y segundo porque existen motivos para creer que es la hija de Edythe.

Felicity vigiló la entrada de la pañería cuando el último obrero salió, y después, cada vez más impaciente, se sentó en el antepecho de la ventana del dormitorio de su suegro, mientras esperaba la salida de Roger. Le había explicado antes que tendría que ir a hacer un recado con el carro después de que la pañería cerrara, y que no iría a cenar a casa. Su ausencia le daría otra oportunidad de echar un vistazo a sus libros mayores, con el fin de investigar la remota posibilidad de que hubiera pasado por alto alguna información que la ayudara a identificar a la gente cuyas iniciales coincidían con las que había encontrado.

Pese a sus ansias por regresar a la pañería y examinar los libros de Roger, este se había resistido a abandonar su oficina, como si quisiera terminar su trabajo, fuera cual fuese. Había ordenado a mediodía que le llevara comida, más de la habitual porque alguien lo estaba ayudando, pero había advertido a Felicity que no cruzara la puerta principal.

Cuando fue a entregarle la comida, Felicity vio por casualidad un pequeño frasco de una sustancia líquida encajado entre libros, dentro de la vitrina que había detrás del escritorio. En aquel momento, Roger estaba hablando con unos obreros en el pasillo, y le daba la espalda. Como consideró que podía llegar hasta la vitrina sin peligro, abrió la puerta con mucho sigilo y deslizó el frasco en el bolsillo del delantal, para luego cerrar la vitrina. Cuando vio que Roger se acercaba, el corazón casi se le subió a la garganta, pero se alejó y le dijo sin volverse que había olvidado el pan y tenía que volver a la casa a buscarlo, lo cual era cierto, por suerte. Ya en la casa, había vertido una pequeña cantidad del frasco en otro vacío y, tras guardar el primero en el bolsillo, había corrido a la fábrica. Roger había desaparecido cuando devolvió el frasco a su sitio. Dejó la cesta del pan sobre el escritorio y se fue.

Impaciente por saber qué era la sustancia del frasco, Felicity llevó la muestra de inmediato al señor Carlisle y le pidió que la identificara, si era posible. Primero, el hombre la había olido, y después probó un poco con la lengua. A continuación, sonrió y anunció que era láudano, nada más. Muy aliviada por la respuesta, Felicity se atrevió a esperar que Roger no hubiera envenenado a su padre, pese a sus recientes sospechas.

Se enderezó en el antepecho de la ventana cuando vio que Roger salía por fin de la pañería. Observó que se abotonaba la levita y se arreglaba la corbata con cierta prisa; levantó una rodilla para subir al carretón, pero se detuvo de repente, posó el pie en el suelo y, después de mirar a su alrededor, se abrochó los pantalones.

Intrigada, Felicity se preguntó qué habría estado haciendo esta vez, si había sido un descuido después de ir al servicio, o había estado implicado en algo más sórdido. Pero no le preocupaban sus lascivas diversiones. En realidad, si encontraba una amante que exigiera toda su atención, experimentaría un gran alivio. Al menos, no tendría que preocuparse por su bebé.

Felicity esperó un cuarto de hora después de que el carretón desapareció de vista, y consideró por fin que no era peligroso salir de la casa. En lo tocante a Roger, era prudente proceder con cautela, tal como había aprendido. No siempre era predecible, y no gozaba de buena memoria. Aunque se consideraba muy astuto, ella opinaba que le faltaba mucho para eso. Si había olvidado algo y se veía obligado a regresar por un motivo u otro, no quería que la pillara husmeando en sus libros.

Felicity atravesó el patio iluminado por la luna, y después se refugió en las sombras más profundas del alero, para asegurarse de que no había nadie merodeando por los alrededores. Una vez convencida de que estaba sola, hundió la mano en el bolsillo del delantal y sacó el llavero que había descubierto en el escritorio del dormitorio de Edmund Elston. No tenía la menor idea de qué abría cada una de las llaves, pero sentía curiosidad por averiguarlo. Después de su última incursión en la pañería, Roger nunca había vuelto a dejarse la copia de la llave en casa, y ella no había podido encontrar otra hasta que pensó en registrar la habitación de Edmund. Había llegado a convencerse de que los Elston eran hombres tacaños y manipuladores, y por ese motivo sentía la necesidad de protegerse, no fuera que se deshicieran de ella de una forma u otra.

Encontró por fin una llave que abría la puerta principal de la tienda, entró, cerró la puerta a su espalda, y después corrió el cerrojo. Para aumentar su seguridad, cerró los postigos de las ventanas. No albergaba el menor deseo de que Roger la sorprendiera si llegaba antes de lo previsto. Para proporcionarse otra vía de escape, en el caso de que tuviera salir huyendo por la parte posterior del edificio, examinó las llaves hasta localizar la correspondiente a la puerta de atrás. Esperaba tener tiempo para cerrarla a su espalda antes de que su marido entrara en la propiedad.

Muy consciente de que debería apagar la llama a toda prisa si oía regresar el carretón, encendió el farol que colgaba sobre el escritorio. Momentos después se sumergió por completo en el libro, y observó que habían anotado más gastos, en esta ocasión exorbitantes. A su lado figuraban las iniciales E.R. También reparó en otra cantidad más modesta, aunque asimismo elevada. A su lado estaba escrito M.T. No obstante, por más que repasó las anotaciones, no encontró otros nombres que coincidieran.

Paseó de un lado a otro de la oficina, inquieta, mientras se daba golpecitos en la mejilla con el extremo de una pluma. ¡E. R.! ¡M. T.! ¿Quiénes eran estas personas a quienes su marido entregaba cantidades tan importantes? Si hubiera pagado los muebles o la nueva habitación con los fondos de la pañería, le habrían entregado un recibo con el nombre del proveedor.

Volvió al escritorio, apoyó las manos sobre el borde y contempló el libro al revés, mientras repasaba en su mente la lista de los conocidos de Roger. En puridad, no tenía amigos de verdad entre los varones. Y por lo visto, las mujeres eran herramientas que utilizaba para sus propósitos lascivos. Al carecer de amigos, tenía que pagar por los servicios prestados. Pero Felicity tampoco conocía a gente con las iniciales anotadas en el libro.

—E.R. y M.T. —repitió, enfurecida consigo misma por no ser capaz de encontrar una pista de los dos—. E. R... E. R... E. R... ¿Elston? ¿Elston? —Sus ojos se iluminaron—. ¿Elston, Roger?

Si bien era consciente de que existía una ínfima posibilidad de que las iniciales fueran de su marido, aunque puestas al revés, siguió buscando en su memoria las otras iniciales, T.M. Sólo recordó el nombre que el señor Carlisle le había proporcionado, Thaddeus Manville, el boticario de Londres. Y daba la casualidad de que Roger era muy aficionado a ir a Londres, y que el señor Manville apreciaba en particular las lanas de Elston. ¿O no era así?

Se oyó un golpe sordo no muy lejos, y el corazón de Felicity se aceleró. Apagó a toda prisa la mecha de la lámpara y se acercó con sigilo a las ventanas delanteras, desde donde miró por una rendija de los postigos. Aunque escudriñó las tinieblas en busca del carretón de Roger, no lo vio. Otro golpe le arrancó una exclamación ahogada. Giró en redondo, y se dio cuenta de que había equivocado la dirección del que había procedido el primero.

Salió de puntillas al pasillo, temerosa de que Roger hubiera entrado por la parte posterior de la pañería.

—¿Eres tú, Roger?

Una vez más, su corazón casi se le salió del pecho cuando otro golpe rompió el silencio. Daba la impresión de que llegaba desde la nueva habitación privada de Roger, una estancia que nunca le habían permitido ver, y en la que tenía prohibido entrar. Se acercó a la puerta y movió el pomo. Al punto, se oyeron tres golpes fuertes en la habitación.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó a través de la puerta, pero al instante se sintió estúpida por hacer una pregunta tan evidente. Claro que había alguien dentro, y no cabía duda de que quería salir.

Dos días antes, Roger había ordenado a Felicity que fuera a la cervecería y le llevara una jarra del oscuro líquido. Al volver, lo había encontrado ante la puerta de su nueva habitación con un brazo alzado y la mano sobre la moldura situada sobre la puerta. Cuando ella apareció, Roger fingió bostezar y estirarse, lo cual se le antojó un poco exagerado, teniendo en cuenta que ella lo había visto introducir algo en el estrecho resquicio de madera. Pese a su estúpida actuación, no cabía duda de que había estado ocultando una llave. Tal vez era mejor que no hubiera recordado el incidente al instante. De lo contrario, ya se habría encontrado con la persona aprisionada en la habitación.

La curiosidad suele empujar a la gente a implicarse en situaciones que podrían amenazar su vida. Felicity era muy consciente de ese hecho, pero sopesó sus opciones: hacer caso omiso de los golpes y continuar examinando los libros, o descubrir la identidad de la persona a la que Roger había encerrado en su cuarto privado. La decisión no era difícil, sobre todo para alguien que ya había descubierto el alma malvada oculta tras la hermosa cara juvenil. Ya tenía bastante miedo a Roger para permitir que sus intimidaciones controlaran todas las facetas de su vida. Esta vez, tenía que averiguar qué estaba tramando.

Arrastró una silla hasta la puerta, se subió y buscó la llave encima de la puerta.

—¡No eres tan astuto como crees, Roger!

Apretando la llave contra el pecho, bajó al suelo y, una vez más, paró un momento a reflexionar sobre las consecuencias de sus actos. Si bien decidida a liberar a la persona que Roger mantenía prisionera, la cautela se imponía, pues ignoraba qué sucedería si se equivocaba al pensar que su marido era el único culpable. ¡Pero ya había demostrado su perversidad sin límites! Resuelta a descubrir la identidad de la persona encerrada tras la puerta, fue en busca de un farol y lo dejó sobre el asiento de la silla para que la iluminara mientras introducía la llave en la cerradura. Los dedos temblorosos le dificultaron la tarea, pero tenía que saber quién y qué había en la habitación prohibida.

Introdujo la llave en la pequeña rendija y la giró una vez, oyó un clic, y ya estaba a punto de aferrar el pomo, cuando se apoderaron de la puerta desde dentro. Casi al instante, salió una mujer totalmente desnuda, excepto por la mata de pelo alborotado que le llegaba casi hasta la cintura. Presentaba terribles moretones en el cuerpo y la cara. Había sangre coagulada en la parte interior de sus muslos. Felicity sintió un escalofrío. No albergaba la menor duda de que Roger era el responsable de su penoso estado.

—Ayudadme —suplicó la mujer, desesperada—. Por favor, ayudadme a escapar de ese vil demente, os lo ruego. Me matará si me quedo.

—¿Quién sois? —preguntó Felicity, estupefacta por lo que estaba viendo. Nunca había soñado que Roger llegaría al extremo de mantener cautiva a una mujer para sus lascivos propósitos—. ¿Por qué estáis aquí?

—Soy Pandora Mayes, una actriz de Londres —explicó la mujer, al borde de las lágrimas—. Ayer me presenté en la pañería para comprar un chal. ¿O fue hace un año? Se me antoja que ha transcurrido una eternidad desde entonces. —Se estremeció de asco—. El propietario dijo que me regalaría el chal si era amable con él, pero jamás imaginé lo que me pediría a cambio, ni que me mantendría prisionera para satisfacer sus placeres demenciales noche y día. Me obligó a beber un poco de láudano antes de dejarme anoche, pero creo que no habría podido escapar, sobre todo después de lo que me hizo. Jamás he sido violada de tantas formas diferentes en toda mi vida. Pensé que iba a morir antes de que terminara conmigo. He pasado mucho miedo, y estoy demasiado avergonzada para contar lo que me hizo. —Sufrió un estremecimiento convulsivo—. Debo irme antes de que regrese, o me matará. ¡Lo sé! Prometió que volvería esta noche, para continuar lo que había empezado antes de marcharse. Dijo que tenía que hacer un recado y que luego volvería. Sabiendo que estaría ausente un rato, me arriesgué a que alguien me oyera. Ahora estoy libre y debo huir. Es imposible saber qué me hará si no puedo encontrar una forma de escapar.

El lamentable estado de la actriz, y su terror a caer de nuevo en manos de Roger, enfrentaron a Felicity con la certidumbre de que su marido la había tratado bastante bien en comparación. Consciente de lo difícil que le había resultado tolerar tales abusos, sintió compasión y pensó en alguna forma de ayudar a huir a la mujer. Pensó en su abuelo.

Apoyó una mano en el brazo de la mujer.

—No podéis quedaros aquí sin ropa. ¿Tenéis alguna?

—Ese hombre horrible se negó a devolvérmelas. Dijo que me lavara y perfumara antes de que volviera, pero no he hecho nada de ello.

—Iré corriendo a casa a buscar ropa. Sería mejor que os lavarais. Oléis a..., eh..., usada.

—He sido usada, en numerosas ocasiones, de hecho... ¡por ese sucio hijo de puta!

Aunque Roger había utilizado un lenguaje peor en su presencia, Felicity nunca había oído a una mujer hablar así.

—Adecentaos como podáis en mi ausencia —la apremió—. Volveré enseguida con algunas prendas. Mi abuelo tiene amigos que os acompañarán a Londres, pero tendremos que subir la colina. ¿Tenéis zapatos?

—Es lo único que ese degenerado me dejó —dijo Pandora con voz preñada de odio.

Felicity examinó un momento las formas voluptuosas de la mujer y decidió que sería inútil llevarle algo más que un camisón y una capa. Aunque eran casi de la misma estatura, la mujer tenía mucho más busto y era generosa en carnes. Con el pelo largo y rizado, las uñas pintadas, el lápiz de labios y el kohl negro aplicado a los ojos, parecía el tipo de mujer que se encontraba en las casas de mala reputación.

Felicity corrió hacia la casa, pero en sus prisas por volver con la ropa no reparó en el carretón aparcado en el camino, al otro lado de la pañería. Abrió la puerta de la oficina, entró a toda prisa y se puso a elegir las prendas, hasta reparar en que Roger estaba parado en mitad de la habitación, con los brazos en jarras y una mirada amenazadora. La joven lanzó un grito de terror, giró en redondo y trató de huir, pero él la atrapó por el pelo.

—Así que sentías curiosidad, ¿eh, palomita? —rugió en su oído—. Bien, todos deberíamos tomar una copa de oporto mientras pienso qué voy a hacer con vosotras dos. Podría llevaros a Londres y venderos a un burdel, por supuesto... —Sonrió cuando Felicity se llevó una mano al vientre protuberante—. Pese a lo atractiva y encantadora que eres, cariño, es probable que perdieras el niño antes de una semana. Los hombres se sentirán tentados de probar un bocado tan exquisito, aunque estés preñada.

La envió de un manotazo al otro lado de la habitación y rió cuando terminó sentada en una silla al lado de Pandora, que estaba muerta de terror. Las lágrimas que la mujer había derramado desde la reaparición de Roger habían disuelto el resto del kohl y dejado franjas negras sobre sus mejillas.

Roger fue de un lado a otro para proteger su antro de iniquidad. Cerró la puerta principal, los postigos y su habitación secreta. Dedicó una sonrisa insulsa a las dos mujeres.

—Hablaremos del lugar al que os conduciré mientras tomamos un poco de oporto, de modo que no hagáis tonterías mientras voy a buscarlo, señoras. Si no obedecéis, os prometo que lo lamentaréis muchísimo. Poseo ese cruel instrumento llamado vara de púas. Las púas de metal os arrancarán la piel de la espalda al poco tiempo.

Desapareció en el pasillo, y al cabo de un largo momento volvió con tres copas. Sujetó entre los dedos de una mano los tallos de dos, mientras se llevaba a los labios la tercera y bebía. Conservó el líquido en la boca para saborearlo mejor, puso los ojos en blanco como transportado al paraíso, y sonrió cuando engulló el licor.

—Exquisito, si se me permite decirlo —se jactó, como charlando con dos damas de la aristocracia.

Extendió la mano que sujetaba las dos copas hacia Pandora. Temerosa de negarse, la mujer lo miró con cautela y cogió una con dedos temblorosos.

—No tienes por qué estar tan asustada, corazón. Bebe el oporto. Te dará coraje. ¿Quién sabe? Hasta puede que me apiade de ti y termine lo que empezamos antes. Mi esposa podría aprender algunas cosas sobre el arte de hacer felices a los clientes, antes de verse obligada a ceder a sus diversas peticiones.

Un estremecimiento convulsivo recorrió a Pandora, como prueba del horror que le producía lo sugerido.

Roger se detuvo ante Felicity, le ofreció la última copa y escudriñó su rostro, mientras la joven la aceptaba.

—Eres una auténtica belleza, querida —murmuró en voz alta, mientras le acariciaba la mejilla en una muestra de afecto—. Me entristecerá sobremanera llevarte a Londres. Al fin y al cabo, te quería... a mi manera, pero no tanto como amaba a lady Adriana, por supuesto.

Pandora lanzó una exclamación ahogada y lo miró con sorpresa, y Roger sonrió de una manera peculiar. La actriz bajó la vista al punto hacia sus muslos desnudos, temerosa de llamar su atención.

—Ah, parece que tú también conoces a lady Adriana. ¿Cómo es eso? —Como ella no contestó, Roger se inclinó hacia la actriz y gritó a pleno pulmón, de forma que ambas mujeres se pusieron a temblar violentamente en sus sillas—. ¿Cómo es que la conoces, puta? ¡Tú no eres de su misma clase!

—L... lord Col... Colton —tartamudeó Pandora—. Hace tiempo que... lo conozco.

—Supongo que eso fue antes de que volviera y se casara con la hermosa Adriana...

Aunque esperó, tuvo que recurrir a una fuerte bofetada con el dorso de la mano para obtener una respuesta de la actriz.

—Sí, sí, la c... conocí ayer, o t... tal vez fue el otro día. No me a... acuerdo. He p... perdido la noción del tiempo —tartamudeó Pandora. Se secó el reguero de sangre que resbalaba de la comisura de su boca—. No la ha... había visto ni oído ha... hablar de ella hasta que fui a Randwulf Manor el otro día.

—Una verdadera belleza, ¿verdad? —musitó Roger, y bebió el oporto con porte altivo—. Casi conseguí forzarla, pero su señoría se entrometió antes de que pudiera consumarlo. Nunca olvidaré cómo se resistió antes de que él apareciera, por supuesto. Me las pagará. Muy pronto, la tendré ensangrentada y suplicante a mi merced, y después haré con ella todo cuanto me plazca. Lamentará no haberme dejado hacerle el amor en aquel momento.

Felicity miró de reojo a Pandora cuando la temblorosa mujer se llevó la copa a los labios. Intercambiaron una fugaz mirada, y Felicity frunció el ceño y meneó la cabeza en señal de advertencia, pero Roger se inclinó hacia ella con una sonrisa y frustró su intento.

—¿Qué pasa, querida? ¿Tienes celos? —Sonrió—. No es preciso. La ramera no significa nada para mí, un mero juguete con el que alegrar mis noches, una buena diversión, sin duda, pero nada importante. Hubiera vuelto contigo en cuanto me hubiera cansado de ella. Faltaba poco, créeme. Sus continuos sollozos y súplicas me crispaban los nervios, hasta que ya estaba preparado para azotarla.

—¿De veras vas a llevarme a un burdel de Londres, Roger? —preguntó Felicity, asombrada de poder pronunciar las palabras con su garganta estrangulada. Nunca había estado tan asustada—. Significaría la pérdida de tu hijo.

Roger hizo un gesto de despreocupación, como si el asunto no le incumbiera.

—No me gustan los niños, ni tampoco tu vientre redondo, querida. No obstante, te echaré de menos hasta cierto punto. Me gustan muchísimo las mujeres hermosas, y debo admitir que tú te cuentas entre las mejores.

—Pero no puedo compararme con lady Adriana —consiguió articular con sarcasmo, como resentida.

—Ah, sí que eres celosa, señora Elston —dijo el hombre, y luego lanzó una risita, como divertido por la idea—. Tuviste mucha envidia cuando lord Colton concentró su atención en ella, ¿verdad? Oh, ya sé que adorabas a ese hombre, querida, pero un día de estos lamentará haber vuelto de la guerra. Tengo la intención de clavar sus cojones en un espetón y asarlos, y después montaré a Adriana tantas veces como me plazca, mientras lo obligo a mirar. Me las pagará antes de matarlo.

—¿Odias a todo el mundo, Roger? —preguntó Felicity, sin poder contenerse.

—No, querida. No te odio. Ni tampoco a Adriana. ¿Acaso no te he tratado bien y querido a mi manera?

—¿A tu manera? —preguntó con incredulidad Felicity—. ¿Hacerme daño siempre que me tocabas? ¿A eso lo llamas amor? ¿No sería más acertado describirlo como brutalidad?

Roger desechó sus protestas con un ademán arrogante.

—Hay personas a las que sí odio. He liquidado a algunas con astucia, y nadie se ha enterado. Otras aún han de sufrir mi venganza. Tuve a lord Colton en el punto de mira después de reclutar a hombres que me ayudaran, pero vivió pese al agujero que le hice en la espalda, y se casó con Adriana aquella misma noche. ¡Lo odié por eso! Odié a su padre antes que a él, y me vengué de él, pero de una forma sutil. Lo que debo decidir ahora es qué hago con vosotras, hermosas damiselas.

Roger se dirigió al fondo de la tienda, momento que Felicity aprovechó para tirar el contenido de su copa en una olla alta de cobre que tenía al lado. Pandora torció el cuello para ver qué había hecho, y masculló por lo bajo cuando reparó en que había desperdiciado un buen oporto. Antes de que Felicity pudiera detenerla, la actriz alzó su copa y se la bebió de un trago. Felicity la miró paralizada de horror, pues sabía con certeza que acababa de engullir una dosis letal de arsénico.

El hombre regresó y, al ver las copas vacías, dejó la suya a un lado.

—Es hora de conduciros al lugar que he elegido —anunció, y después indicó el camisón y la capa que habían caído del brazo de Felicity cuando había entrado—. Deja que Pandora se ponga lo que has traído, querida. Sería difícil explicar a alguien que pasara por qué iba una mujer desnuda en la parte posterior de mi carro.

Ante la mirada burlona de Roger, Pandora recogió el camisón, y después se ciñó la capa alrededor del cuerpo. Cuando el joven le indicó en silencio que caminara hacia la puerta, ella obedeció, temerosa de contrariarlo. Felicity siguió a la mujer, y pocos momentos después las dos subían a la parte trasera del carro, mientras Roger tomaba las riendas.

Felicity no tardó en darse cuenta de que no iban en dirección a Londres, sino más hacia el oeste, hacia la campiña ondulante repleta de mansiones y grandes propiedades, entre las que serpenteaba el río Avon. Era también una zona en la que Roger podría deshacerse de ellas con facilidad, y si algún día las encontraban, no sería pronto. Si no lograba huir viva de él, pasarían semanas, incluso meses, antes de que alguien descubriera sus cadáveres.

A su lado, Pandora empezó a gemir y retorcerse de dolor. Felicity la imitó lo mejor que pudo. Cuando oyó la sádica carcajada de su marido, se le erizó el vello de la nuca. Pese al amor que minutos antes había dicho profesarle, parecía divertido por la idea de que había logrado envenenarla. Felicity confiaba en que lo creyera a pies juntillas. Sería la única forma de escapar con vida de aquella pesadilla. Todo dependía de cuáles fueran las intenciones de su marido después de llegar a la conclusión de que habían muerto. No tenía el menor deseo de ser enterrada viva, pero el trabajo duro no atraía a Roger, y cavar una tumba lo era. Considerando su aversión a las tareas pesadas, existían muchas posibilidades de que las tirara en la cuneta de la carretera para terminar de una vez por todas. Rezó con desesperación para que ese fuera el caso, y para que pudiera encontrar ayuda poco después de que él las abandonara.

Pandora cesó por fin en sus gemidos de dolor, y Felicity siguió su ejemplo. Aun así, extendió la mano con mucho sigilo y le tomó el pulso. No lo encontró, y concluyó que la actriz había muerto por culpa del oporto envenenado de Roger.

Roger se detuvo por fin en una zona que Felicity desconocía por completo. Arrastró el cuerpo de Pandora hasta el extremo del carro y lo arrojó al suelo. Asió sus muñecas y la arrastró así hasta una loma que, sospechó Felicity, corría paralela a un arroyo, o quizá al mismísimo río Avon. A lo lejos, creyó distinguir el sonido de una corriente de agua.

Mientras su marido se encontraba ocupado deshaciéndose del cuerpo de Pandora, Felicity desgarró un trozo de camisa y se lo embutió en la boca, con la esperanza de que bastara para ahogar cualquier sonido que emitiera si Roger la dejaba caer al suelo, tal como había hecho con Pandora. Pese a las precauciones que había tomado, tenía miedo de que se le escapara algún gemido que la delatara. Si Roger no estaba convencido por completo de su muerte, acabaría con ella al punto.

Roger se enderezó cuando encontró un lugar adecuado para sus propósitos. Apoyó un pie sobre la cadera de la actriz y la envió rodando pendiente abajo. Momentos después, un chapoteo lejano indicó que el cuerpo había caído en el arroyo que corría en el fondo de la cañada. Volvió hacia el carro, jadeante a causa del esfuerzo.

El corazón de Felicity saltó en su pecho cuando Roger cerró una mano en torno a su tobillo y la atrajo hacia él. Tenía las faldas subidas hasta la cintura cuando llegó al extremo del carro. Él la hizo girar hasta que quedó tendida paralela al borde. Contuvo el aliento, presa de un espantoso terror, temerosa del descenso, y rezó para que su bebé y ella sobrevivieran a la caída.

Roger se inclinó sobre ella y la alzó en brazos. Felicity casi se desmayó de alivio. Era mucho más menuda que la actriz, y por tanto más ligera. Tal vez por ese motivo, Roger había decidido que le resultaría más cómodo llevarla en volandas. A la vista de las rocas que sembraban la zona, el hombre se habría cansado mucho más si la hubiera arrastrado hasta el mismo sitio desde el que había arrojado a Pandora.

Felicity tuvo que recordarse una y otra vez que debía mantenerse desmadejada como un cachorrillo ahogado, mientras Roger la transportaba hasta el punto desde el que la lanzaría a la corriente. Si bien llegó a ser una proeza más mental que física, su cabeza quedó colgando sobre un brazo. Aunque le tensaba los músculos del cuello, la postura le permitía ver la zona hacia la que avanzaban. Por fin, se detuvieron ante una elevación que bordeaba un arroyo, el cual distinguió Felicity al fondo de la colina sembrada de rocas. Pese a la luz de la luna, no podía ver si la pendiente era muy inclinada o a qué distancia se hallaba el agua. Sólo confió en estar viva cuando al fin se detuviera.

Durante un largo momento Roger rió para sí, como anticipando lo que se avecinaba, o tal vez felicitándose por su astucia para desembarazarse de dos víctimas más. Felicity rezó en silencio para que no terminara ahogada. Si no podía impedir que la asesinara, prefería abrirse la cabeza y perder la conciencia antes que padecer el horror indescriptible de no poder respirar.

Por más que intentó prepararse, casi le entró el pánico cuando Roger la balanceó sobre el abismo. Después, la soltó de repente, y se encontró cayendo en el aire. Aterrada, estuvo a punto de agitar los miembros en un frenético intento de enderezarse, pero sabía que cualquier movimiento sería visible a la luz de la luna, y eso supondría su fin. Si Roger veía algo que le resultara remotamente suspicaz, iría tras ella. Permaneció lo más inmóvil posible... En su mente, era como moverse a paso de caracol, mientras todo lo demás se cruzaba con ella a la velocidad del rayo. Era imposible predecir si llegaría con vida al fondo.

Cayó sobre una suave extensión de césped, pero después de rodar colina abajo su estómago se estrelló contra un peñasco. De no ser por el trapo que se había embutido en la boca, el impacto la habría obligado a lanzar un grito de dolor. Al punto, sintió una humedad en la ingle, y comprendió que Roger había conseguido matar por fin a su hijo.

Pasó un larguísimo momento antes de que Felicity se decidiera a moverse. Temía haberse roto todos los huesos del cuerpo; pero, cuando oyó el lejano retumbar de cascos de caballo en la carretera, comprendió que Roger se estaba alejando y podía quitarse el trapo de la boca. Así lo hizo, y al instante alzó el vientre. A cada espasmo, brotaba más líquido de su ingle, pero ahora era tibio y pegajoso. Aunque el primero debía de ser el que rodeaba al niño en el útero, éste sólo podía ser sangre, y si no encontraba ayuda pronto, moriría desangrada. De alguna manera tenía que arrastrarse, trepar o ascender colina arriba y confiar en que algún transeúnte se apiadara de ella antes de que fuera demasiado tarde.

Riordan Kendrick iba sentado con aire sombrío en una esquina de su landó, mirando la noche por la ventanilla. Desde que Adriana se había casado con Colton, no tenía ganas de reunirse con amigos o conocidos, pero esa noche había cedido por fin a la súplica de Percy de que fuera a cenar con la pareja. Ver a Samantha en las últimas fases de su embarazo sólo sirvió para recordarle lo que se había perdido por no haber podido conquistar a Adriana. En algunos momentos se veía invadido de sensaciones, sus sedosos brazos enlazados a su alrededor en la oscuridad, sus suaves labios respondiendo a los de él, sus muslos abriéndose para dar la bienvenida a la virilidad tumefacta...

Riordan apretó los dientes y se masajeó el pecho, con el deseo de poder aliviar aquel maldito y torturador vacío donde antes había latido un corazón lleno de vida... y esperanza. Era lo bastante listo para saber que tendría que superar la pérdida de Adriana y encaminar su mente a la búsqueda de una mujer a la que pudiera amar, pero hasta el momento no se había sentido nada motivado. Ninguna doncella disponible de la zona lo atraía. Las que en otra época había pensado que podrían satisfacerlo, sise veía obligado a decidir, se habían casado. Pero la verdad era que apenas había pensado en ellas, pues no quería afrontar la pérdida de su ideal. Había amado profundamente a Adriana, era probable que siempre la amase; pero, por brutal que fuera la verdad, ahora pertenecía a otro que había demostrado amarla con igual pasión. Colton había dado muestras de desear morir con tal de asegurar su unión, lo cual dejaba a Riordan en la situación de desear a la esposa de otro hombre, un hombre al que admiraba y respetaba..., y envidiaba por completo.

Riordan frunció el ceño, perplejo, cuando cayó en la cuenta de que el cochero había detenido el landó.

—¿Qué pasa, Matthew? —preguntó cuando el hombre abrió la pequeña ventanilla situada sobre el asiento delantero—. ¿Por qué has parado el carruaje?

—Hay alguien tendido en la cuneta, milord, y, si puedo dar crédito a mis pobres ojos, se trata de una dama rubia, señor. Puede que esté muerta..., o tal vez malherida. ¿Bajo a echar un vistazo, milord?

—No, quédate en tu asiento, Matthew. Iré yo en persona.

Riordan abrió la puerta del carruaje y bajó con agilidad al suelo. Se detuvo junto al asiento del cochero para que le entregara un farol y lo orientara. Riordan lo mantuvo en alto para ver dónde pisaba y se acercó a la forma oscura, que no daba señales de vida. Las suelas de piel de sus botas crujieron sobre la carretera, pero la mujer no reaccionó. Estaba aovillada sobre el costado, cerca del borde de la carretera. Por lo que Riordan pudo ver, parecía muerta, o al menos inconsciente.

Se acuclilló al lado de la mujer, levantó su muñeca y buscó el pulso. Era débil, pero aún latía. Dejó el farol sobre la carretera y dio vuelta a la mujer.

—¡Señora Elston! —exclamó, en cuanto reconoció a la nieta de Samuel Gladstone.

Recordó haber conocido a la hermosa joven unos meses antes, cuando había ido a casa del fabricante de tejidos. Si bien en aquel momento sólo tenía ojos para su adorada Adriana, la belleza excepcional de la muchacha le causó una impresión muy favorable, pese a que los ojos claros y el pelo rubio representaban todo lo contrario de su ideal femenino, que Adriana había contribuido a grabar en su mente. Más tarde, había oído hablar de que la nieta de Samuel se había casado con el joven aprendiz, el mismo sinvergüenza que se había mostrado tan grosero y posesivo con Adriana en el baile de otoño. Riordan había tachado a la joven de su lista de posibles alternativas.

Un reguero de sangre se había secado después de resbalar desde la comisura de la boca de la dama, que presentaba además moratones en la mejilla y la frente. Aunque la sacudió con delicadeza, no obtuvo reacción.

Se inclinó sobre ella, deslizó un brazo por debajo de su espalda y otro bajo las rodillas, y entonces se dio cuenta de que las faldas estaban empapadas. Retiró la mano y la alzó hacia el farol. Su preocupación por la dama aumentó cuando vio que era sangre. Le subió el vestido y las enaguas en busca de la herida rezumante, que tal vez sería preciso cerrar para cortar la hemorragia. Los calzones estaban empapados por la parte interior de un líquido más oscuro y espeso, y, cuando apoyó una mano sobre el montículo del abdomen y aplicó presión, la sangre que brotó lo convenció de que su talento para vendar heridas no se extendía al ámbito de los abortos.

La alzó en brazos y corrió hacia el carruaje.

—Olvida el farol, Matthew. Llévanos a casa lo más rápido posible. Hay que ir a buscar de inmediato al doctor Carroll. La señora Elston está a punto de perder su bebé y, si no recibe ayuda pronto, se desangrará hasta morir.

Cuando llegaron a Harcourt Hall, Riordan bajó a la joven del carruaje, indicó al cochero que se dirigiera de inmediato en busca del médico y entró corriendo en la mansión. Gritó al ama de llaves, la señora Rosedale, que acudiera enseguida, subió de dos en dos la escalera y abrió de un empujón la puerta de un dormitorio del pasillo donde se hallaban sus aposentos. Varias criadas entraron corriendo en la estancia, pisando los talones al ama de llaves, la cual, con su habitual pragmatismo, echó a su amo en cuanto las muchachas empezaron a desnudar a la joven.

Nada más bañar a Felicity y curar los rasguños de poca importancia que todavía sangraban, las criadas prepararon más toallas y sábanas mientras esperaban al médico. Además de las criadas, no había más mujeres que vivieran en la casa, de modo que fueron a buscar al amo y recibieron permiso para vestir a la dama con uno de sus camisones. Sabían, debido a las escasas veces que las prendas se llevaban a lavar, que el amo no los utilizaba casi nunca. Sólo parecía ponérselos cuando había invitados en la casa, y en otras circunstancias en que necesitaba cuidar de su apariencia después de retirarse a sus aposentos. Aunque las criadas registraron su armario, no encontraron ninguno más pequeño que los demás. Confiaban en que la dama sobreviviera para llevar el que al fin eligieron, y en que no lo perdiera, pues no tenía cierres y la abertura del cuello caía hasta la mitad del pecho, incluso en un hombre. No se atrevieron a imaginar a qué profundidades se hundiría en una mujer menuda.

El doctor Carroll llegó en el carruaje, y al instante se quedó sin aliento y agitado debido a la celeridad con que su señoría lo acompañó arriba. El amo de la casa no parecía consciente de sus largas zancadas, que obligaban al hombre más bajo a redoblar sus esfuerzos por alcanzarlo. Sin embargo, en cuanto entró en la habitación donde habían acomodado a la dama, el médico se subió las mangas, se lavó las manos y, con la ayuda de las matronas más expertas, puso manos a la obra.

Amargas lágrimas seguían resbalando por las mejillas de Felicity dos horas más tarde, cuando dieron permiso por fin a Riordan para entrar a ver a su postrada invitada. Felicity, avergonzada, se hundió más bajo el cubrecama de damasco y se secó a toda prisa los regueros húmedos, con la intención de presentar un aspecto más digno.

—Tengo entendido que estoy en deuda de gratitud con vos por encontrarme y salvar mi vida, mi señor —dijo con un hilo de voz.

Riordan acercó un sillón de orejas a la cama y sonrió, mientras apretaba la mano de la dama.

—Temo que no hice nada por el estilo, señora Elston —la corrigió—. Mi cochero fue el primero en veros tendida en la cuneta, y en cuanto a salvaros la vida, bien, ha sido obra del buen doctor, estoy seguro. Sí que he enviado un hombre a Bradford para informar a vuestro marido que os halláis aquí.

—¡Oh, no! —Felicity se incorporó como impulsada por un resorte, con el corazón en la garganta—. Roger me matará, tal como lo intentó antes.

Riordan se reclinó en la silla, estupefacto. Contempló a la dama confuso, mientras ella intentaba subirse el camisón sobre un pálido hombro, caído a causa al brusco movimiento. Riordan habría examinado con más delectación el cremoso seno que quedó al descubierto de no ser por el estupor que sentía.

—Pero, señora Elston, ¿por qué pensáis eso? ¿Qué habéis podido hacer para enfurecer a un hombre hasta el punto de desear mataros?

—Roger no parecía nada enfurecido cuando se dispuso a asesinarme, mi señor —repuso Felicity, mientras se subía el cubrecama hasta la barbilla—. De hecho, llevó a cabo sus maldades como si disfrutara. Fue muy frío y metódico en todo. De no ser por el hecho de que había empezado a sospechar que estaba envenenando a su padre, ahora yo también estaría muerta.

—¿También? ¿Murió alguien más?

—Roger asesinó a una actriz esta noche, tal como intentó conmigo.

El hombre arqueó las cejas, mientras meditaba si debía creer en las acusaciones que la mujer lanzaba contra su marido.

—¿Os importaría explicaros mejor, señora?

Las lágrimas nublaron los ojos de Felicity mientras relataba los acontecimientos de la noche. Riordan extrajo con solemnidad un pañuelo de su chaqueta y se lo ofreció a la joven mientras escuchaba. Por fin, Felicity concluyó su historia con un hilo de voz.

—Cerca del lugar donde me encontrasteis corre un riachuelo o un río. Si regresáis allí, encontraréis el cadáver de la mujer que Roger envenenó. Es difícil imaginar que he estado viviendo con un demente sádico todo este tiempo, pero esta noche se ha demostrado de la manera más dolorosa. Es imposible saber a cuántos otros ha logrado asesinar Roger desde que llegó a esta zona.

Riordan estaba completamente sorprendido por las fechorías del fabricante de tejidos.

—Debo enviar un criado de inmediato para informar a las autoridades de las acciones de vuestro marido, señora Elston. Con suerte, podrán encontrar el cuerpo de la mujer antes de que Roger se entere de vuestra salvación y vuelva a la cañada para esconder el cadáver. Si lo lograra, podría jurar que mentisteis por motivos egoístas. No podemos permitir que eso suceda. —Riordan se levantó del sillón y avanzó con determinación hacia la puerta de la habitación, mientras hablaba sin volverse—. No temáis por vuestra seguridad en Harcourt Hall, señora Elston. Nadie podrá haceros daño mientras estéis bajo mi protección.

Su señoría volvió junto a la cama de Felicity al cabo de unos momentos. Ocupó el butacón de antes.

—Dijisteis que habíais empezado a sospechar que Roger estaba envenenando a su padre. ¿Cómo llegasteis a tal conclusión?

—Observé que las uñas del señor Elston presentaban unas rayas extrañas, y que su piel tenía un aspecto escamoso. Pregunté a Phineas Carlisle, el boticario, si había visto esos síntomas antes, y me explicó que en una ocasión había advertido a una joven sobre los peligros de ingerir pequeñas dosis de arsénico para aclarar la piel. Más tarde, en su funeral, se fijó en que tenía las uñas rayadas y la piel escamosa.

—Es curioso, porque, cuando visité al difunto lord Randwulf en su lecho de muerte, recuerdo haberme preguntado qué tipo de enfermedad había causado que tuviera esas rayas en las uñas. Siempre había sido un caballero muy pulcro, y procuraba que le arreglaran las uñas periódicamente. Yo mismo lo había sorprendido en alguna ocasión, con motivo de alguna visita extemporánea. Sólo después, cuando cayó víctima de una extraña enfermedad, reparé en la diferencia. De hecho, la muerte de su señoría fue muy misteriosa. Los médicos fueron incapaces de definir la causa, aunque estuvo enfermo varios meses. ¿Creéis que Roger lo envenenó?

Felicity tenía la boca y la garganta secas, sin duda debido a la larguísima explicación de lo sucedido aquella noche, y le costó responder al hombre. Con un gesto de disculpa, extendió la mano hacia el vaso de agua que descansaba sobre la mesita de noche y, para mortificación suya, se vio obligada a subir la colcha cuando el camisón dejó sus senos al descubierto. Enrojeció profusamente, y confió en que Riordan Kendrick no pensara mal de ella.

—Perdonadme, mi señor, el camisón parece demasiado grande y rebelde, no puedo mantenerlo en su sitio...

Riordan lanzó una risita, tras haber disfrutado de lo lindo con la visión de los adorables pechos de la dama. Dicha visión le confirmó que todavía estaba vivo, y ansioso de que una mujer aplacara sus deseos viriles.

—Por fuerza, señora Elston. Es mío.

—Ah, sí, ya entiendo.

—Proseguid vuestra narración, os lo ruego —la apremió, y no pudo menos que reparar en el rubor que cubría las mejillas de la joven, algo mucho más agradable que la palidez anterior—. Os pregunté si creíais que Roger había envenenado al difunto lord Randwulf.

Felicity apretó la colcha contra su barbilla y trató de reordenar sus ideas.

—Roger dijo que se había vengado del padre de lord Randwulf. Si Roger creía que el anciano se interponía entre él y Adriana, estoy convencida de que hizo cuanto estuvo en su mano por deshacerse del hombre. Parece muy aficionado al empleo del veneno, y descubrí en sus libros mayores que estaba pagando inmensas cantidades de dinero a un boticario de Londres, Thaddeus Manville, sin duda para comprar el silencio del hombre y asegurarse un suministro continuado de veneno.

—Tendré que hablar con lord Colton de este asunto —musitó en voz alta Riordan—. Roger deseaba que Adriana fuera suya, y, si ha matado a otros, no me extrañaría que hubiera intentado eliminar su mayor obstáculo antes de que lord Colton regresara de la guerra..., y ese era lord Sedgwick.

—Es asombrosa la cantidad de hombres que deseaban a lady Adriana —dijo en voz baja Felicity—. Temo que fui celosa y desagradable cuando tuve la oportunidad. Ahora tengo la sensación de que mi vida ha terminado.

—Tonterías, querida mía —contestó Riordan, al tiempo que se apoderaba de su mano con ternura—. Tenéis toda la vida por delante, y si hay algo por lo que estoy dispuesto a apostar, es por la fortaleza de los descendientes de Samuel Gladstone. Me sorprende la tenacidad de vuestra madre en lo tocante a dirigir la pañería, administrar Stanover House con eficacia, y tener tiempo para cuidar a su padre como si fuera un hijo.

—Mi madre es una mujer asombrosa —asintió Felicity, muy avergonzada por su anterior comportamiento—. Ojalá me pareciera más a ella.

—Todo llegará, querida mía. Sólo hace falta tener los pies en la tierra. Aunque sé que un soltero no debería hablar de estas cosas con una jovencita, el doctor Carroll me aseguró que no existen motivos para temer que no podáis tener hijos en el futuro.

Si bien aliviada por la noticia, Felicity sintió que sus mejillas ardían de nuevo por culpa de la franqueza desinhibida del hombre.

—Creo que Roger se llevó una decepción cuando me quedé encinta, pero yo deseaba el bebé.

Riordan dio un apretón afectuoso a sus dedos.

—Tendréis otros a su debido tiempo, de un marido diferente, por supuesto. Roger ha de pagar por lo que ha hecho, y lo hará con la horca.

—Roger expresó con claridad que no le importaba asesinarme. Lo oí reír como un sádico cuando empecé a imitar los gemidos agónicos de Pandora, y más tarde, justo antes de que me arrojara a la cañada, lanzó una carcajada triunfal. Si consigue sorprenderme a solas, mi vida habrá terminado.

—No osará entrar en mi propiedad, sobre todo estando yo aquí, y os prometo, señora Elston, que no os abandonaré hasta que hayan capturado a vuestro marido. Estáis bajo mi protección, y cuento con un grupo de leales sirvientes que nos mantendrán en guardia. Sospecho que Roger es un poco cobarde a la hora de plantar cara a un hombre, y si bien parece gozar maltratando mujeres, en este caso tendrá que pasar por encima de mi cadáver antes de poneros la mano encima.

—No tengo ni idea de por qué Roger odia tanto a las mujeres, si es una consecuencia de que lady Adriana lo rechazara por lord Colton, o si las raíces de su maldad son mucho más profundas. Poco después de contraer matrimonio con él, me di cuenta de la terrible equivocación que había cometido. Daba la impresión de que tenía mucho odio almacenado. Mi padre me contó que hubo una testigo de la muerte de su madre. La mujer juró que había visto a Edmund Elston a las riendas del carruaje que arrolló a la primera señora Elston. Eso ocurrió poco después de que Edmund abandonó a Roger y a su madre. Dudo que Roger sospeche que su padre la mató, pero la transeúnte que lo vio murió poco después de la misma manera. Mi padre me aconsejó que guardara silencio al respecto, para impedir que yo también fuera asesinada. Da la impresión de que Roger y Edmund son más parecidos de lo que sospechan.

—Una gente encantadora —comentó con desdén Riordan—. Recordadme que no les dé la espalda.

—Edmund se halla al borde de la muerte, de modo que es inofensivo. Ojalá pudiera decir lo mismo de Roger.

—Creo que es conveniente advertir a lord Randwulf de que esté atento por si Roger aparece —dijo Riordan—. Enviaré una misiva a Randwulf Manor ahora mismo.

—Roger se jactó de que disparó a su señoría la misma noche que lord Randwulf contrajo matrimonio con lady Adriana. Haréis bien en prevenirlos enseguida.

—Así que esa sanguijuela intentó asesinar a Colton, ¡eh? —masculló Riordan—. Sabía que deseaba matar a todos los pretendientes de Adriana. —Se puso en pie y pidió excusas—. Volveré para seguir hablando de este asunto, señora Elston, pero debo seguir vuestro consejo y advertir a mis amigos.

—Sabia decisión, teniendo en cuenta la predilección de Roger por el asesinato —murmuró Felicity, lo cual le ganó una sonrisa del marqués.

Riordan entrechocó los talones e hizo una reverencia.

—Vuestras órdenes son deseos para mí, querida.

Felicity lanzó una risita.

—Creo firmemente, mi señor, que vuestra lengua es muy capaz de conquistar el corazón de muchas doncellas. En lo que a mí respecta, creo que lo mejor sería cerrar mi corazón a cal y canto.

—Sería una pena —contestó Riordan con una sonrisa burlona—, a menos que un ladrón me enseñe a abrir toda clase de cerraduras.

Se encaminó hacia la puerta con una carcajada, apoyó la mano sobre el pomo y, volviéndose un momento, le guiñó el ojo antes de salir.

La puerta se cerró a su espalda, y Felicity levantó el cubrecama para comprobar qué había enseñado al hombre. Gimió en voz alta cuando vio un pecho descubierto por completo, y trató de poner remedio al problema subiéndose el enorme camisón hasta la barbilla, pero la prenda resbaló de su hombro casi enseguida.

Riordan volvió antes de lo que esperaba, poco después de que hubo tomado la dosis de láudano que el médico había prescrito. Si bien la había acompañado con una buena cantidad de agua, el horrible sabor aún la atormentaba, y tenía los ojos nublados debido a los esfuerzos por reprimir las náuseas convulsivas.

Riordan volvió a sentarse junto a la cama y empezó a desarrollar sus nuevas teorías.

—Esta noche, lady Samantha me habló de una criada que murió de repente en Randwulf Manor después de beber el coñac del difunto amo. Tengo entendido que, cuando la señora Jennings cayó al suelo, la licorera se rompió en mil pedazos. De lo contrario, otros habrían trasegado el licor. Lord Colton la encontró muerta en su choza a la mañana siguiente, y pensó que se debía al exceso de bebida. Yo sospecho algo muy diferente. Tal vez lord Sedgwick murió de la misma manera, y el veneno no actuó con tanta rapidez en este caso porque no bebía mucho. Si Roger envenenó el contenido de la licorera antes de que lord Sedgwick muriera, eso me lleva a preguntarme si dejó el licor emponzoñado en la licorera. Puesto que no hubo más casos de gente muerta de esa forma en la mansión, es de suponer que se deshizo del coñac letal y puso una nueva dosis en la licorera después del regreso de lord Colton, pero la desgraciada señora Jennings frustró su intentona de envenenar a su rival. Después, Roger trató de matarlo de un tiro, nada menos que por la espalda. Tendré que informar a lord Colton de lo afortunado que ha sido hasta el momento, pues se ha salvado de todos los atentados de Roger.

—Me fijé en que bailabais con lady Adriana en el baile de otoño —dijo Felicity, vacilante—. Vos también os habríais convertido en un objetivo de Roger si hubierais insistido en vuestros intentos.

—Oh, y mucho lo deseaba, creedme —reconoció Riordan, al tiempo que acariciaba la delicada mano de Felicity con el pulgar—, pero Adriana estaba comprometida con lord Colton mediante un contrato que sus padres habían suscrito muchos años antes. Por más que me sintiera tentado, no podía secuestrar a la dama en plena noche y llevarla a un lugar lejano.

—Ya me di cuenta de que lady Adriana tenía un ejército de pretendientes fascinados por ella. Si bien reconozco que su belleza no tiene parangón, me pregunto si es el único motivo de que los hombres la encuentren tan atractiva. Su padre fue especialmente generoso con la dote que destinó a cada una de sus hijas, pero no me han llegado tantos rumores acerca de sus hermanas. ¿Os importaría explicar a una mujer que en su día envidió a lady Adriana por qué los hombres se prendan hasta tal punto de ella?

—¿Ya no sentís envidia? —preguntó Riordan con una sonrisa.

—Temo que, después de romper con Roger, nunca más confiaré en los hombres. —Felicity lo miró con curiosidad—. ¿Sabéis por qué os atraía tanto su señoría?

Riordan adoptó una expresión pensativa y se reclinó en su sillón.

—Lady Adriana es como una bocanada de aire fresco primaveral entre las mujeres que parecen parlotear incesantemente, lanzar risitas tontas, cuchichear, criticar o difamar, mientras despellejan a las demás. No finge ser lo que no es. Es tan sincera consigo misma como con los que buscan su compañía. Vencerá a un hombre en una carrera a caballo, y después se burlará de él sin misericordia, pero se mostrará compasiva con él en otros asuntos o con personas necesitadas. Mucha gente desesperada alaba su bondad, así como huérfanos que se han quedado sin hogar ni padres. Si cuando era pequeña cuidaba de animales extraviados, al llegar a la madurez ha volcado esa compasión en la gente...

—Basta, por favor —suplicó Felicity con una sonrisa burlona—. Apenas habéis empezado, y ya sé que jamás llegaré a parecerme ni de lejos a vuestra mujer ideal.

Riordan rió.

—Supongo que he exagerado un poco. Nadie sabe cuánto envidio a lord Colton, pero también lo admiro, y creo que se merece una mujer semejante. Es evidente que la quiere tanto como ella lo quiere a él.

—Gracias, mi señor, por comunicarme vuestros pensamientos, pero temo que en este momento el láudano prescrito por el médico está empezando a obrar su efecto en mí. De pronto, me siento muy cansada. —Los párpados le pesaban mucho—. Tal vez podremos continuar esta conversación mañana.

—Por supuesto, señora Elston...

—No me llaméis así, por favor —suplicó la joven, adormilada—. Felicity será suficiente. No tengo el menor deseo de que me vuelvan a relacionar con Roger.

—Lo comprendo muy bien, querida —murmuró Riordan, pero se preguntó si la muchacha habría oído su respuesta antes de cerrar los ojos.

La joven se zambulló en un sueño profundo, y, mientras la observaba, recordó la admiración que había sentido por ella cuando había ido a Stanover House unos meses antes.

Intrigado, pasó un dedo a través de un rizo dorado, y se quedó fascinado por la forma en que pareció enroscarse alrededor del dedo, como por voluntad propia. Sus ojos examinaron la cara amoratada, y experimentó un gran asombro al descubrir que la forma y la delicada estructura despertaban sus sentidos. La nariz respingona e insolente, las pestañas larguísimas, demasiado oscuras para una mujer de pelo rubio, las cejas castañas bien dibujadas sobre unos ojos del azul más profundo que había visto en su vida. Como había observado antes, y ahora recreaba en su imaginación, sus redondos pechos eran de color marfileño, coronados de un rosa delicado, lo bastante exquisito para apaciguar sus instintos lujuriosos.

Fue mucho más tarde cuando Riordan Kendrick se levantó del sillón y caminó hacia la puerta. La ligereza de su corazón lo tenía estupefacto. Si horas antes se le había antojado sombrío y vacío, ahora estaba alegre y henchido de esperanza. ¿Acaso los prodigios no cesaban nunca?