8

—¿DÓNDE estás, Felicity? —llamó Jane Fairchild desde la balaustrada del segundo piso—. ¿Quieres hacer el favor de subir y ayudarme a dar la vuelta a tu abuelo, para poder curar sus úlceras?

Atrincherada en el salón de abajo con un volumen encuadernado en piel de Orgullo y prejuicio, la novela de Jane Austen, Felicity Fairchild arrugó la nariz en señal de repugnancia mientras pasaba otra página. Lo último que deseaba hacer ese día, o cuando fuera, era ayudar en una tarea tan repulsiva, sobre todo cuando implicaba convertirse en enfermera de un viejo chocho. Puede que Jane Fairchild tuviera esa misión en mente cuando había rogado a su marido que dimitiera de su cargo en la contaduría donde había trabajado durante muchos años, pero su hija no deseaba dedicarse a esos quehaceres.

Hasta el momento, la única ventaja de trasladarse a una pequeña ciudad provinciana como Bradford-on-Avon había consistido en ser presentada a lord Randwulf. Su padre se había alegrado sobremanera por la noticia del encuentro, y había reiterado su predicción de que un día se casaría con un aristócrata y tendría dinero en abundancia. Su madre había considerado tales especulaciones irrisorias, considerando su origen menos que noble, pero esa misma era la razón de que Jarvis Fairchild hubiera accedido a las súplicas de su esposa de mudarse a la ciudad de Wiltshire, pues era en esa zona donde esperaba que su hija captara el interés de cierto aristócrata. Unos meses antes, cuando estaba haciendo un recado en Londres para su antiguo jefe, había oído a dos hombres importantes expresar su esperanza de que un noble soltero adquiriera pronto un marquesado cerca de la ciudad del fabricante de tejidos y, junto con él, suficiente riqueza para pagar las deudas contraídas con cada uno de ellos. A la vista del hecho de que casi todos los caballeros con los que se cruzaba su hija volvían la cabeza para mirarla, Jarvis había entrevisto la gran oportunidad que aguardaba en esa zona.

Felicity dejó el libro abierto sobre una mesa cercana y masculló algo acerca de la propensión de su madre a interrumpir su lectura. Debido a la desagradable misión que le esperaba, ya no podía concentrarse. Irritada e inquieta, se levantó de la silla como impulsada por un resorte y caminó hacia la puerta del salón, desde donde sacó la lengua al piso de arriba.

Para entonces, Felicity se consideraba a salvo, pues su madre había vuelto al dormitorio del anciano. Jane sonrió a su padre y le palmeó el brazo con afecto.

—No te preocupes por mí, Jane —dijo Samuel Gladstone con dulzura desde la cama—. Ya has hecho bastante. Ocúpate de tu familia.

—Tú eres mi familia, papá, y me procura un gran placer cuidarte con el mismo cariño que dedicaste a mamá cuando enfermó. Nunca he visto un hombre más devoto de su esposa que tú.

Samuel forzó una sonrisa, pese al nudo que se había formado en su garganta.

—Era una mujer capaz de conmover el corazón de un hombre. A veces, queridísima Jane, la vislumbro en ti.

Su hija exhaló un profundo suspiro.

—Creo que no poseo el mismo talento que ella de conmover corazones, papá.

—Ya lo creo que sí —aseguró el anciano—. El problema que afrontas es la indolencia de los corazones que intentas despertar. Tal vez con el tiempo reaccionen a tu generosidad. Entretanto, muchacha, ten valor. Tus obras son honorables y sinceras. Quedarán como un testamento de tu carácter mucho después de que abandones el mundo, al igual que las obras de tu madre han perdurado pese a los muchos años transcurridos desde su fallecimiento.

Como no había recibido más órdenes de arriba, Felicity agitó su pelo con aire desafiante mientras se acercaba a las ventanas delanteras, desde donde se divisaba el camino adoquinado que descendía serpenteante a través de la ciudad, después de rodear la colina sobre la que se asentaba la mansión Cotswold, de tres pisos. A lo lejos se veían las ruinas de una iglesia medieval con su aguja elevada, y más lejos aún, el puente que cruzaba el río Avon, en el que se erguía una capilla medieval utilizada en ocasiones como cárcel. Su mirada revoloteó con anhelo por las calles adoquinadas de la zona donde estaban instalados los comercios, en busca de un galante caballero que, si fuera en verdad afortunada, se presentaría en la casa de su abuelo y le alegraría el día.

Unos pasos apresurados que se acercaban por el pasillo pusieron fin a aquellas fantasías, y Felicity reflexionó sobre la locura de su desafío. Se armó de valor para plantar cara a su madre, experta en recompensar la desobediencia y las excusas inconsistentes de la forma más eficaz. En el escaso tiempo que llevaban viviendo en Stanover House, Felicity se había dado cuenta de que su madre había heredado muchas de las ideas de su progenitor acerca de la integridad, el trabajo duro y la lealtad, y se dedicaba a instruir a su hija en las costumbres aprendidas en su infancia. En la mayoría de los casos, no obstante, los intentos de Jane se veían frustrados por Jarvis Fairchild, quien se consideraba mucho más astuto y versado en todo en general. Muchas veces había minado los valientes esfuerzos de su esposa al deplorarlos sin ambages, incluso en presencia de su hija. Ahora que trabajaba cerca, era propenso a volver con bastante frecuencia a la casa, a veces para examinar los libros mayores de Gladstone o para interrogar al anciano largo y tendido sobre trabajadores de edad avanzada a los que, sin conocimiento de su suegro, había empezado a despedir. Felicity sabía que quedaría salvada de cualquier tarea que su madre le exigiera si su padre entraba de un momento a otro; pero, por más que ansiara tal cosa, era insensato esperarla.

Al oír que los pasos avanzaban por el pasillo, Felicity corrió de puntillas hacia la puerta con la esperanza de poder convencer a su madre de que estaba a punto de contestar a su llamada. Los pasos se acercaron al salón, y luego, para asombro de Felicity, continuaron hacia la cocina. Estuvo a punto de lanzar una carcajada al comprender que sus temores habían sido infundados. Sólo era Lucy, la criada de su abuelo, que se apresuraba a cumplir alguna orden de Jane.

Sonriendo con suficiencia, Felicity volvió a la ventana por la que había estado contemplando el mundo. Si se retrasaba lo suficiente, tal vez su madre desistiría de llamarla. Al fin y al cabo, cuidar del anciano era responsabilidad de su hija y de nadie más.

Felicity buscó con ansia algún rostro conocido. Como tenía la cabeza llena de delirios de grandeza, alimentados por su padre durante casi toda su vida y, más recientemente, por haber saboreado apenas la vida social que los aristócratas disfrutaban con frecuencia, alimentaba elevadas aspiraciones de vestidos caros, bailes elegantes y novios aristócratas. Anhelaba encontrarse entre los clientes de las tiendas, pero no se le ocurría ninguna excusa plausible para que su madre la dejara salir, sobre todo ahora que había solicitado su ayuda.

Al reflexionar sobre los aristócratas a los que había conocido en fechas recientes, Felicity apoyó la barbilla sobre los nudillos y pensó en las probabilidades de agenciarse uno. El mayor lord Stuart Burke era apuesto y divertido, y, si no era capaz de atraer a otro, bastaría de sobra. Claro que, si pudiera elegir, preferiría al guapísimo lord Randwulf. En su opinión, no era un simple hombre. Era la quintaesencia de la perfección y, aunque los acreedores le pisaran los talones, imaginaba que la riqueza asociada con su marquesado pronto lo libraría de esas inconveniencias menores.

Sus ojos vagaron por el camino, y entonces se incorporó con una exclamación ahogada al reconocer a la persona con la que había estado fantaseando: ¡lord Randwulf! En aquel momento avanzaba por la calle con la ayuda de su elegante bastón.

Su corazón se aceleró de emoción, y salió corriendo al pasillo.

—¡Lucy —gritó en dirección a la cocina—, necesito que me ayudes en mi habitación ahora mismo! ¡Ahora mismo, he dicho!

La criada farfulló algo incoherente cuando salió por la puerta. Sin molestarse en mirar atrás, Felicity corrió hacia la escalera. Aunque se arriesgaba a atraer la atención de su madre al subir a su habitación, no le quedaba otra alternativa. No podía permitir que lord Randwulf la viera ataviada con algo que no fuera su mejor vestido.

Llegó a la tercera planta sin aliento, pero no se detuvo. Tras entrar en el espacioso dormitorio, abrió las puertas del inmenso armario colocado cerca de la ventana y empezó a examinar sus vestidos frenéticamente para encontrar el más nuevo. Pese a las vigorosas protestas de su madre, en el sentido de que no podían permitirse tamaño despilfarro, poco después de que Jarvis Fairchild había asumido su nuevo puesto en la pañería habían contratado a una costurera y una sombrerera. Una elegante creación en malva, con cintas de lustrina color crema ribeteadas de lazos de pana malva como adorno de la falda, era el vestido más caro que había tenido en su vida y, sin duda, el más encantador. Un sombrero a juego conseguía que el conjunto resultara aún más atractivo.

Felicity sacó la prenda y la examinó arrobada. Como no había podido resistir la tentación, se la había puesto más veces de lo que parecía prudente, deseosa de escuchar los cumplidos que le deparaba. No le cabía la menor duda de que podría llamar la atención del noble así ataviada.

Se fijó en una diminuta mancha en el corpiño, y se sintió angustiada. Aunque Felicity sabía que tales desgracias podían suceder, sobre todo con el uso repetido, el hecho de que ninguna criada hubiera reparado en la mancha la enfureció. Cada vez más irritada, giró en redondo cuando la puerta se abrió.

La criada, sin aliento debido a la apresurada ascensión al último piso, entró en el dormitorio y se llevó una mano temblorosa al pecho cuando se detuvo para respirar. Captó la mirada asesina de su joven ama, y retrocedió varios pasos, consternada.

—¿Pasa algo, señorita? —preguntó con voz quejumbrosa.

—¡Yo te diré lo que pasa, Lucy! —Felicity avanzó hasta detenerse a unos centímetros de la criada y agitó la prenda ante su cara—. Te he dicho muchas veces que te asegures de que mis vestidos están limpios y preparados antes de guardarlos en mi armario. Has de saber que este es mi mejor vestido, pero lo guardaste manchado. ¿Cuál es la excusa de esta distracción?

Lucy se mordisqueó el labio inferior, preocupada. Hacía pocos años que trabajaba para el anciano, al que siempre habían complacido sus esfuerzos. No obstante, su confianza en sí misma había empezado a mermar poco después de que Felicity y su padre empezaron a acosarla con sus críticas, como si fuera una completa inútil.

—Lo siento muchísimo, señorita. No me fijé en la mancha. Como es tan pequeñita...

—¡Si yo puedo verla, los demás también! —Fuera de sí, Felicity abofeteó con la prenda a la criada, que se tambaleó hacia atrás al borde del llanto—. Haz lo que puedas para limpiar la mancha y deja presentable el vestido. De inmediato, ¿me has oído?

—Sí, señorita.

Lucy cogió a toda prisa la prenda entre sus brazos y parpadeó varias veces seguidas para aclarar su borrosa visión, mientras intentaba hacer caso omiso del ardor de sus ojos y mejillas. Temblorosa, enderezó su cofia.

—¿Vais a salir, señorita? —preguntó confusa—. Tal vez no habéis oído a vuestra madre. Os estaba pidiendo ayuda...

—Ahora no puedo preocuparme de tareas triviales —replicó Felicity—, sobre todo cuando asuntos de la máxima urgencia exigen mi atención. Limpia la mancha de mi vestido y date prisa. ¿Me has entendido? Necesito que me ayudes a vestirme.

—Pero la señora Jane quería que le llevara enseguida la pomada...

Felicity se inclinó hacia la doncella hasta que sus narices casi se tocaron. A una distancia tan corta, los ojos de la criada parecían grandes discos del gris más pálido.

—Me ayudarás a prepararme, Lucy, o te pegaré hasta que gimas, ¿me has entendido?

La respuesta fue un frenético cabeceo.

—Sí, señorita.

El vestido acababa de descender sobre la cabeza de Felicity, cuando unos momentos después Jane Fairchild abrió la puerta. Ante lo obvio de la situación, la mujer exhaló un suspiro de exasperación.

—¿Adónde crees que vas tan elegante, jovencita?

Felicity gruñó para sus adentros y se esforzó por encontrar la abertura del corpiño entre la falda. Sabía por larga experiencia que debía ser más cordial con la criada en presencia de su madre; de lo contrario le negaría el permiso para salir de casa, y pasaría el resto del día ocupada en tareas domésticas.

—Oh, mamá, te aseguro que se trata de un asunto muy urgente.

Jane cruzó los brazos sobre el pecho y la miró con incredulidad.

—¿Y qué situación tan acuciante se ha presentado desde que te pedí ayuda?

Felicity captó escepticismo en la voz de su madre, y tomó la precaución de ocultarle la verdad. Sin duda, su madre volvería a reprenderla por perseguir sueños vacíos.

Se acomodó el vestido y miró en silencio a Lucy, que se había apartado para esperar el resultado de la discusión. La muchacha se precipitó hacia delante de nuevo, y con dedos temblorosos empezó a abrochar el vestido. Satisfecha con los frenéticos esfuerzos de Lucy por complacerla, Felicity miró a su madre y sonrió vacilante.

—Te acuerdas de lady Adriana y lady Samantha, ¿verdad, mamá? —Cuando la mujer asintió, se apresuró a explicarse—. Bien, poco después de nuestra excursión de la semana pasada, me presentaron a una persona que acaba de llegar a la ciudad. He estado pensando que sería muy amable por nuestra parte hacer un regalo a cada una de las damas por sus bondades con el abuelo..., y también por invitarme a su paseo. Si me permitieras hablar con esta persona, estoy segura de que me haría una idea mejor de cuál sería el regalo más adecuado para ambas damas.

Su madre la miró con aire dubitativo.

—¿Esta persona es un hombre, por casualidad?

—Desde la casa se nos verá muy bien, mamá —le aseguró Felicity nerviosa, y decidió que sería mejor para sus intenciones revelar la posición social del hombre—. Es el hermano de lady Samantha, el marqués de Randwulf, mamá... Él podría aconsejarme, pues conoce muy bien a las dos mujeres. También quería darle las gracias por su hospitalidad, puesto que una de las casas que visitamos es de él.

—No te hagas ilusiones con él, hija —le advirtió Jane con preocupación maternal—. Ha de casarse con una dama de su misma clase.

Irritada por la previsible admonición de su madre, Felicity se atrevió a protestar.

—Por el amor de Dios, mamá, sólo quiero pedirle consejo sobre los regalos y agradecerle su amabilidad.

Jane asintió y examinó la apariencia de su hija.

—Estás radiante como un arco iris en el cielo. —Hizo un ademán de rendición, pues también se sentía inclinada a compensar a las damas de alguna manera por las costosas hierbas que habían llevado a su padre, así como por la amabilidad mostrada con su hija—. Muy bien, Felicity. Apruebo tu deseo de demostrar nuestra gratitud hacia las damas, pero procura no tardar mucho. Tu abuelo quiere que le leas un rato esta tarde.

Felicity emitió un gruñido.

—La Biblia otra vez no.

—Qué vergüenza —le riñó Jane—. Le proporciona consuelo en la enfermedad, y, en lo que a mí concierne, necesitas una buena dosis de su sabiduría. Estás mucho más preocupada por tu apariencia de lo que deberías.

—¡Es que es muy aburrida!

—Tal vez para ti, pero no para él —dijo su madre, zanjando la cuestión.

Felicity suspiró, como si se rindiera, pero no hizo ningún otro comentario. Era un hecho incontrovertible que Jane Fairchild amaba y respetaba a su padre. Era más de lo que Felicity podía decir de sí misma en lo que respectaba al anciano.

Unos momentos después, Felicity se puso a toda prisa la costosa capa que su padre le había comprado, mientras bajaba por la empinada calle hacia el lugar donde había visto por última vez al marqués. Con suerte, lord Colton llegaría a la conclusión de que había salido a tomar un poco de aire puro y a hacer ejercicio, en lugar de perseguirlo como un sabueso que rastreara el olor de un animal.

Sonriendo como si no tuviera nada mejor que hacer que disfrutar del agradable clima, Felicity saludó con elegantes cabeceos a los transeúntes, que respondieron de la misma forma o inclinaron el sombrero. Por fin, vio con el rabillo del ojo que la persona a la que estaba buscando como una posesa salía de la tienda de un platero y utilizaba el bastón con sorprendente eficacia para bajar a la acera de tablas. En pocas semanas lo usaría como bastón de paseo.

Felicity calculó el coste del nuevo atuendo del marqués, convencida de que ese gasto dejaría pasmado a cualquier dandi. Nunca había visto solapas tan bonitas o un cuello doblado con tanto esmero. Cada costura y pespunte daba testimonio de una confección que sólo los nobles podían permitirse. Con unos gustos tan caros, no era de extrañar que sus acreedores estuvieran ansiosos de que se hiciera cargo del marquesado.

Colton Wyndham, que aún no había visto a su admiradora, dio media vuelta sobre su pierna buena y caminó hacia el final de la calle. Su destino, decidió Felicity, era un bonito landó negro enganchado a un tiro de cuatro caballos adornados con plumas rígidas en la cabeza. El vehículo estaba aparcado en un estrecho hueco bajo el puente, un lugar en el que no molestaba a los demás carruajes y carretas que circulaban por la carretera adoquinada.

Aunque apresurarse no era positivo para la impresión que deseaba transmitir, Felicity no tardó en darse cuenta de que, si no se daba prisa, perdería algo más que la oportunidad de conversar con el marqués: tal vez sus futuras aspiraciones dependían de este hombre. Pese a que los músculos de su pierna aún debían de estar débiles a causa de la herida, el hombre se movía con una agilidad que amenazaba con aumentar rápidamente la distancia que los separaba. Por más que Felicity se esforzaba en acortar dicha distancia, a cada paso quedaba más rezagada.

De repente, Felicity comprendió que, si no se decidía a utilizar alguna táctica indigna de una dama, el caballero se le escaparía, y con él sus esperanzas. Que le hubieran permitido salir de casa sola ya había constituido un acontecimiento poco usual. No podía fracasar ahora, cuando el premio que ansiaba parecía colgar a su alcance como un trozo de carne delicioso. Desesperada, hizo bocina con las manos y llamó.

—¡Lord Randwulf!

Su éxito inmediato le aceleró el corazón, pues el hombre se volvió al punto para mirar. Al ver que la joven corría hacia él, sonrió y cambió de dirección. Cuando se encontraron, se tocó el ala del sombrero de seda y le ofreció una sonrisa deslumbrante.

—Volvemos a encontrarnos, señorita Felicity.

—Sí —dijo ella jadeante, con una mano apoyada sobre su agitado busto. Estaba tan falta de aliento que no pudo decir nada más.

—¿Habéis salido a dar un paseo?

Un cabeceo imperceptible y una sonrisa coqueta bastaron como respuesta, mientras Felicity se esforzaba por recobrar la compostura. Aun así, dudaba de haber oído una voz más agradable en toda su vida. Los tonos melodiosos le produjeron un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Colton rescató con galantería a la dama de sus dificultades para hablar, pues se volvió en dirección a la residencia de su abuelo y empezó a subir la calle, respetando el código de conducta que desaprobaba que dos personas de sexo opuesto se detuvieran en la calle para conversar. Si bien consideraba la norma una estupidez, como caballero no podía olvidar la voraz ansiedad de destruir la reputación de una dama por motivos insignificantes.

—No tenéis idea, señorita Felicity, del alivio que me produce identificar al menos un rostro entre los residentes de Bradford. Temo que sus habitantes se han convertido para mí en unos extraños durante mi ausencia. Los de más edad se me antojan bastante conocidos, pese a los dieciséis años transcurridos. Aun así, tardo un rato en recordar sus nombres. En cuanto a los más jóvenes, estoy perdido por completo. —Paseó la vista a su alrededor—. De todos modos, salvo por algunas casas y mansiones nuevas, la ciudad está más o menos como cuando me marché.

Felicity miró a su alrededor, pues le costaba compartir su entusiasmo. Le resultaba impensable vivir toda la vida confinada en una ciudad tan aburrida.

—Mi abuelo debe de ser el residente más anciano de la población. —Sonrió a su señoría, consciente de que sus pestañas oscuras destacaban el azul de sus ojos desde ese ángulo en particular—. Dice que recuerda acontecimientos anteriores a vuestro nacimiento. Según él, vuestro padre se sintió tan orgulloso del nacimiento de su hijo, que invitó no sólo a sus parientes y muchos de sus conocidos de Londres, sino a todos los habitantes de los alrededores. El abuelo dijo que fue una curiosa mezcla de aristócratas y plebeyos, pero todo el mundo se portó a las mil maravillas por respeto a vuestro padre. En cuanto a mí, conozco a muy poca gente de aquí. De no ser por la amabilidad de vuestra hermana y lady Adriana, no conocería a nadie. Ambas damas se portaron con una gentileza que nunca he conocido en Londres.

—Londres es una gran metrópolis. Debéis de echarla mucho de menos, después de pasar allí toda la vida.

—Reconozco que a veces echo de menos los monumentos, los sonidos...

—¿Los olores? —concluyó él con una sonrisa burlona.

La joven enrojeció, pues sabía muy bien a qué se refería. A veces, los olores que emanaban de las calles eran lo bastante intensos para asfixiar a cualquiera.

—Londres tiene algunas desventajas.

—Algunas —repuso Colton—, pero no las suficientes para desalentar a la gente de ir a vivir allí. Puedo comprender que os sintáis sola. Si nunca os ha acabado de gustar la vida en el campo, Londres parece mucho más divertido.

—Lady Samantha dijo que vuestra familia tiene una casa allí.

—Sí, pero por norma general mis padres siempre han preferido el campo, sobre todo fuera de temporada. A mi padre le gustaba mucho cazar, como a muchos de sus amigos y conocidos. Estoy seguro de que lord Sutton y él contribuyeron en gran medida a la afición de lady Adriana por dicho deporte.

—¿Queréis decir que a lady Adriana la gusta disparar contra animales? ¿Después de dedicarse a cuidarlos con tanto ahínco desde que era pequeña? —Felicity meneó la cabeza para expresar su desconcierto—. No entiendo cómo se ha vuelto tan insensible a la suerte de seres indefensos. Yo no sería capaz de hacerlo. Dios mío, si soy incapaz de matar a una mosca.

Colton se quedó asombrado al sentir que se encrespaba por el desprecio de Felicity hacia la mujer que pensaba cortejar. Era evidente que intentaba plasmarse a sí misma como una persona mucho más compasiva; pero, cuando recordó el afecto que la morena había manifestado por los tres huérfanos Jennings, se sintió impulsado a defenderla del pérfido subterfugio de la rubia.

—Mi hermana me ha explicado que hay una condición que Adriana impone cuando va a cazar. Cualquier pieza que abate se sirve en la mesa familiar o se entrega a personas necesitadas. Sin ir más lejos, este año ha donado montones de comida y caza para contribuir a la alimentación de varias familias menesterosas, incluyendo una pareja que ha acogido en su humilde morada a más de una docena de huérfanos. Parece mucho más maduro, y muchísimo más honorable, que la dama dé de comer a gente que se muere de hambre o pasa estrecheces, antes que ignorar su lamentable situación y dedicarse a curar animales heridos que podrían ser devorados por otros animales en cuanto los liberara.

Felicity comprendió su error cuando detectó una nota de ira en la voz del hombre, y se apresuró a negar la idea de que había faltado al respeto a la otra mujer.

—Oh, por favor, os aseguro, mi señor, que en ningún momento he pretendido insinuar que lady Adriana es cruel...

—Jamás he conocido una joven más bondadosa —replicó Colton con una tensa sonrisa—. Estoy convencido de ello.

Al tomar conciencia de su creciente irritación e impaciencia por dedicarse a sus asuntos, se llevó una mano al ala del sombrero, con la intención de despedirse de la belleza rubia; pero, cuando miró hacia su carruaje, observó que dos damas muy encopetadas salían de la tienda de la modista.

La más alta de las dos era inconfundible. Ocupaba su mente de manera casi constante, desde que la había encontrado desnuda en su baño. Ahora, persistente en las sombras nocturnas de su dormitorio, aquel singular recuerdo lo atormentaba como una aparición recurrente que perturbaba su sueño. Desde aquel momento en el cuarto de baño, había llegado a sospechar que en su mente se había grabado a fuego para siempre una imagen de sus deliciosas formas. Por más que anhelaba liberarse de la pertinaz cantinela que empujaba sus sentidos sin cesar hacia la tentadora joven de ojos oscuros, temía llevarla a la cama e introducirla en los placeres que hombres y mujeres compartían para aplacar sus ardientes deseos. No obstante, tras darse cuenta de que Riordan Kendrick la deseaba con locura, dudaba seriamente de que sus deseos se cumplieran sin que mediaran los votos matrimoniales. Debía decidir cuanto antes si deseaba su libertad más que a la dama; de lo contrario su encaprichamiento por la bella llegaría a un final frustrante si lord Gyles aceptaba la petición de mano de Riordan.

Supuso que la mujer menuda que correteaba al lado de Adriana era su hermana Melora. No había podido ver bien a la rubia cuando había acompañado a Adriana hasta la residencia de sus padres. En verdad, había estado demasiado concentrado en la enfurecida morena para prestar atención a nadie más. De momento, las dos estaban absortas en su cháchara, y ni siquiera eran conscientes de que él se hallaba tan cerca de ellas.

Excusándose un momento con Felicity, se acercó a la pareja y se interpuso en su camino. Las dos se pararon sobresaltadas, con la boca abierta de par en par. Melora emitió algo similar a un gemido de terror, mientras alzaba la vista al punto. Después de llegar a los anchos hombros, se vio obligada a torcer el cuello para ver más arriba. En ese momento fue cuando decidió que ya había visto bastante para convencerse de que se encontraban ante un Goliat de carne y huesos. Giró en redondo y se lanzó en dirección contraria, dejando a su hermana menor la tarea de enfrentarse al gigantesco monstruo.

Al punto, Adriana agarró el brazo de Melora y la arrastró de vuelta a su lado, mientras ahogaba su gritito de alarma con un enérgico «¡Chist!».

Adriana forzó una sonrisa, al tiempo que intentaba reprimir el rubor causado por el recuerdo de la intrusión del hombre en su baño, además de la reciente invitación a acostarse con él, y clavó la vista en los ardientes ojos grises. Abrigaba la esperanza de no tardar una eternidad en olvidar su lento y minucioso examen en el cuarto de baño, la exhibición de su asombrosa virilidad ni la descarada proposición efectuada en el carruaje; pero, tal como iban las cosas, se imaginaba atormentada por recurrentes reproducciones de aquellos momentos hasta los ochenta años..., si vivía hasta entonces.

La joven fingió un júbilo que no sentía, porque el hombre todavía no había contestado a la nota de sus padres en que sugerían diversas fechas para su visita a Wakefield Manor, lo cual parecía indicar su falta de interés por cumplir las condiciones del contrato.

—Caramba, lord Randwulf, volvemos a encontrarnos.

—Buenos días, señoras —saludó Colton, al tiempo que se quitaba el sombrero con gesto gallardo.

Adriana casi esperaba que sus dientes centellearan con el mismo brillo diabólico que refulgía en los ojos grises. Aunque mudo, el mensaje transmitido por aquellos ojos relucientes despertó en su interior una extraña excitación que se extendió hasta los mismísimos pezones. El hecho de que el hombre supiera mejor que su madre cuál era su aspecto desnuda por completo no contribuía precisamente a tranquilizarla.

Mientras admiraba para sus adentros todo cuanto sus ojos veían, Adriana dedicó un examen fugaz al cuerpo largo y musculoso del hombre. Desde la levita a los pantalones ceñidos, sus prendas estaban confeccionadas de una forma tan meticulosa, que hasta dudó de haber visto al príncipe regente tan bien vestido. Claro que, cuando un hombre contaba con la ventaja de tal estatura, hombros anchos, estómago liso y caderas estrechas, la ropa no era más que un complemento de su apariencia excepcional. Debía de ser un alivio para las damas de la corte que el rostro de su alteza no alcanzara ni con mucho tal magnificencia.

Felicity corrió a reunirse con el grupo, pues no deseaba aflojar su tenue presa sobre el marqués, ya que no olvidaba la atención que había prestado a la morena durante su visita a Randwulf Manor.

—Caramba, lady Adriana, es un placer veros de nuevo. Su señoría y yo estábamos paseando, disfrutando de este estupendo día, cuando reparamos en vuestra presencia.

La emoción que había experimentado Adriana al reconocer a Colton se desvaneció en cuanto cayó en la cuenta de que él había estado paseando con Felicity por la ciudad. De hecho, el placer había sido tan fugaz que parecía llevar siglos enterrado.

—Buenos días, señorita Felicity —saludó Adriana, con la esperanza de que sus palabras no resultaran tan tirantes como su sonrisa. Indicó con un gesto elegante de su mano enguantada a su hermana—. Creo que aún no habéis tenido la oportunidad de conocer a mi hermana. Permitidme que os la presente.

Felicity accedió de buena gana, contenta de incluir otro nombre en su repertorio de aristócratas. Aun así, no pudo reprimir un comentario sobre lo diferentes que eran las hermanas.

—Dios mío, jamás habría adivinado que sois parientes, y mucho menos hermanas. Sois tan diferentes como la noche y el día.

Aunque Adriana rió, la carcajada sonó falsa incluso a sus propios oídos. Había momentos en que se sentía la oveja negra de la familia.

—No me lo digáis. Dejad que lo adivine. Yo soy la noche..., y mi hermana es el día.

—Oh, espero que mi comentario no os haya ofendido, mi señora —contestó Felicity, en un intento desesperado de arreglar la situación—. No era mi intención insinuar que alguna de las dos carecía de belleza. Al contrario, las dos sois adorables.

—A Colton le costaba reprimir una sonrisa mientras era testigo de aquella conversación inocua; pero, cuando descubrió que la adorable morena le lanzaba una mirada gélida, se quedó un poco perplejo. De pronto comprendió lo que Adriana estaba pensando, ahora que la rubia se les había unido. Con sus palabras, Felicity había insinuado que habían salido a pasear juntos.

—No temáis, señorita Felicity —tranquilizó Adriana a la mujer, con una sonrisa fugaz, aunque agradable—. Hemos oído tantas veces comentarios semejantes, que mis hermanas y yo ya los esperamos. La verdad es que mis dos hermanas se parecen a mi madre, y yo a mi padre.

Colton se adelantó y tomó la mano de la hermana.

—Permitidme deciros, lady Melora, que estáis tan encantadora como antes de mi partida.

—Y vos tan elegante como vuestro padre, lord Colton —replicó Melora con una carcajada, alzando la cabeza para mirarlo a los ojos—. Pero os ruego que olvidéis las formalidades. Nuestras familias han sido amigas desde hace tanto tiempo que podemos ahorrarnos tanta rigidez. Os doy permiso para llamarme por mi nombre de pila.

—Gracias, Melora, y te ruego que hagas lo mismo.

Cuando ella consintió con un cabeceo, Colton dirigió una mirada malévola a Adriana, la cual desvió la vista con el fin de desairarlo.

Colton, con el mismo tono afable, continuó hablando a la menor de las dos.

—Tuve la inmensa suerte de conocer a tu prometido, el comandante sir Harold Manchester, cuando acampamos cerca de Waterloo. En aquel momento dijo que se resistía a casarse por temor a dejarte viuda. Aunque soy soltero, puedo comprender que, cuando se forman lazos estrechos en compromisos y matrimonios, provocan un enorme dolor si la muerte de un ser querido los rompe. Si bien uno confía en encontrar el mismo afecto duradero de sus padres, y hasta hace poco los míos gozaban de una excelente relación conyugal, temo que no siempre es el caso. Hay que envidiaros a ti y a sir Harold por haber descubierto tal compenetración antes de vuestra boda.

—Nos sentimos inconmensurablemente bendecidos —murmuró la menuda rubia, asombrada de que un soltero disoluto pudiera comprender los motivos de que la boda se hubiera aplazado.

Melora miró de reojo a su hermana, para indicarle que se consideraba vencedora de la anterior discusión en que se habían enzarzado. Adriana tuvo ganas de recriminar a su hermana que fuera tan crédula, pero con Colton y Felicity de testigos no se atrevió. Melora la había acusado de fingir desinterés por su señoría, sólo para encubrir la vergüenza que padecería si él se negaba a pedir su mano al final del noviazgo. Después de escuchar al hombre hablar de temas que ella consideraba privados, Melora ardía en deseos de desechar las afirmaciones de que era insensible en lo tocante a asuntos propios de mujeres.

Adriana hizo caso omiso de Melora con toda la dignidad que pudo reunir y prestó atención al cambio de apariencia de Colton.

—Veo que habéis abandonado vuestro uniforme militar desde la última vez que nos vimos, y habéis adquirido un atavío más pulcro. Vuestro sastre habrá querido aprovechar la oportunidad de vestir, no sólo a un héroe de guerra, sino a un hombre que dignifica todo lo que lleva. Ataviado con indumentaria tan elegante, pronto seréis la envidia de todo caballero, desde Bath a Londres. No me cabe duda de que habríais puesto en un brete al hermoso Brummell.

Colton no supo cómo interpretar las palabras de la dama. Había visto a demasiados petimetres vestidos de forma exagerada como para desear emularlos. En cuanto al hermoso Brummell, el hombre había perdido el favor de la nobleza y, según se rumoreaba, estaba muy endeudado y había perdido su legendaria elegancia.

—Agradezco tus palabras, pues proceden de una dama que viste con singular elegancia. Tú me has visto en el peor momento, y por tanto debes apreciar lo que unas ropas de calidad pueden hacer por un hombre. —Sus ojos brillaron de forma insinuante, como para recordarle que lo había visto desnudo por completo—. En cuanto a mi sastre de Londres, sus ayudantes y él se han propuesto facilitarme un ropero nuevo. Teniendo en cuenta la cantidad de uniformes que el señor Gaines me ha confeccionado a lo largo de los años, se llevó una gran alegría con la oportunidad de vestirme por fin con toda la parafernalia de un caballero. No obstante, temo que he llevado uniforme tanto tiempo, que me siento demasiado ostentoso en atuendo civil. Aun así, tendré que acostumbrarme. En cierto sentido, es como tener que aprender a vestirme de nuevo. Por más que practico, creo que la corbata rebasa mis posibilidades.

Pese a sus limitados encuentros con hombres desnudos, y dada la insaciable tendencia de sus pensamientos a demorarse en los detalles del musculoso torso del marqués, Adriana era de la impresión de que su «peor momento» no era tal. De hecho, no había advertido en él defecto alguno..., salvo su descaro. En cuanto a sus quejas acerca de la corbata, tampoco percibía la menor mácula en ella.

—Bien, mi señor, la verdad, si no corrió por vuestra cuenta, debo alabar las habilidades del señor Gaines o de Harrison, puesto que el nudo de la corbata es impecable.

—Tu amabilidad sólo es superada por tu gracia y belleza, lady Adriana —contestó Colton, al tiempo que inclinaba la cabeza.

Por nimio o insignificante que hubiera sido el desaire del marqués hacia las otras dos damas, Felicity se sintió resentida porque este no había alabado su indumentaria ni su apariencia. En contraste, parecía empeñado en airear su admiración por lady Adriana. De hecho, el desenfadado diálogo de la pareja parecía monopolizar la atención de ambos. Felicity desvió la vista hacia la morena, intrigada por saber por qué el hombre parecía tan prendado de ella. ¿Acaso no le había dicho su padre que era más hermosa que cualquier otra mujer? Si eso era cierto, ¿por qué no era el principal objetivo de la admiración de lord Colton?

Al reparar en la costosa ropa que llevaba lady Adriana, Felicity se sintió confusa. La capa negra de piel de cordero, el lustroso vestido de tafetán color vino tinto y el sombrero con plumas negras del mismo tono eran exquisitos, pero ¿acaso no era su vestido igual de encantador? Claro, cabía pensar que no era la apariencia ni la indumentaria de la dama lo que interesaba de verdad al marqués, sino la riqueza de su familia. Teniendo en cuenta la opulencia de los Sutton, lady Adriana podía permitirse el lujo de ir vestida con hilos de oro..., y el de comprarse un noble a quien los sastres mantenían endeudado hasta las cejas.

Felicity se acercó al marqués con la esperanza de recordarle su presencia, pero el intento de reclamar su atención fue en vano. Era evidente que el hombre no tenía ojos más que para la dama en cuestión, mientras la interrogaba acerca de varios niños sobre los cuales sólo ellos dos parecían saber algo.

—¿Has ido a interesarte por ellos desde el funeral de su madre?

—Ayer por la tarde, de hecho —contestó Adriana, y por una vez permitió que una sonrisa sincera aflorara a sus labios—. La señora Abernathy dijo que los había oído reír y jugar fuera por primera vez desde que los habían acogido. Pobrecitos, eran piel y huesos, como bien sabéis, y estaban muy necesitados de un baño...

Adriana calló de repente y casi se encogió, mientras esperaba la reacción de Colton a su desliz. Tuvo ganas de morderse la lengua por su propensión a meter la pata sin ton ni son. ¿Por qué demonios había tenido que pronunciar la palabra «baño»?

Los ojos grises brillaron de una forma provocadora.

—Cuesta imaginar que alguien renuncie a los placeres de un baño, pero supongo que los niños Jennings nunca pudieron disfrutar de una buena comida, y mucho menos de un prolongado baño.

Adriana intentó disimular una sonrisa, pese al rubor de sus mejillas. Su «prolongado baño» le había concedido una ventaja sobre ella de la que ningún otro hombre había disfrutado. El recato que había logrado conservar hasta ese momento ya no le servía de nada cuando se hallaba en presencia del marqués. El hombre sabía muy bien cuál era su aspecto despojado de las costosas ropas que tanto le gustaba llevar. Si se casara con otro hombre, no le cabía duda de que la intrusión de Colton en su baño la atormentaría durante toda su vida conyugal.

Colton miró de soslayo a Felicity, incapaz de pasar por alto la escasa distancia que los separaba. El mohín de decepción de la joven lo llevó a preguntarse si se había notado en demasía su ansiedad por conversar con Adriana. Sintiéndose culpable por limitar su atención a una sola mujer en presencia de otras, Colton intentó suavizar la herida.

—Debo decir, señoras —anunció, después de pasear la vista entre las tres—, que es muy difícil para un hombre encadenado durante tanto tiempo a los campos de batalla decidir cuál de estas hermosas doncellas ganaría el premio a la belleza, o a la mejor vestida. Me siento honrado de hallarme en vuestra compañía.

—Sois muy amable, mi señor —contestó Felicity, intentando dar una excelente impresión. Casi no pudo resistir la tentación de enlazar su brazo con el de Colton.

—Eres generoso en exceso con tus alabanzas —añadió Melora, sonriente.

—Id con cuidado —le advirtió Adriana, mientras lo examinaba con el rabillo del ojo—. Es probable que vuestras bonitas palabras nos cautiven a las tres.

La mirada de Colton centelleó cuando escrutó aquellos ojos oscuros.

—En tal caso, me consideraría afortunado de haber hechizado a doncellas tan encantadoras.

Felicity lanzó una exclamación ahogada y se tambaleó. Al instante siguiente, agarró el brazo de Colton con todas sus fuerzas, como si temiera caer a través de una rendija abierta entre los adoquines. Se le había ocurrido la treta al recordar el incidente acaecido en el elegante corredor de Randwulf Manor, cuando la morena había caído en brazos del marqués. Si había sido algo planeado o una simple casualidad, sólo ella podía decirlo. En cuanto a su añagaza, le proporcionó la oportunidad que estaba buscando.

—Dios mío —dijo jadeante, al tiempo que deslizaba una mano por el brazo de Colton y lo atraía hacia su busto—. Habría caído de no ser por vos, mi señor.

Colton aceptó la treta como un accidente y palmeó la mano enguantada que aferraba su manga.

—Me complace haberos sido de ayuda, señorita Felicity. Un caballero no goza cada día de la satisfacción de tener a una dama tan encantadora apoyada en su brazo, aunque sea por casualidad.

Felicity sonrió complacida, contenta de haber conseguido engañar al hombre.

—Oh, mi señor, sois muy amable.

Adriana reprimió el ansia de imitar la costumbre de su padre de resoplar de desdén cuando tenía motivos para dudar de ciertos hechos. Si hiciera tal cosa, sin duda escandalizaría a su hermana, que correría a casa para contar a sus padres su comportamiento, tan impropio de una dama.

Colton sostuvo un momento la fría mirada de Adriana, antes de que la joven alzara la nariz y desviara la vista. A juzgar por todas las señales, la dama no parecía nada satisfecha con él, lo cual aguijoneó su curiosidad. ¿Estaba enfadada sólo porque había prestado su ayuda a otra mujer?

Adriana sonrió de mala gana a su rival. Tenía la absoluta convicción de que los dos se habían reunido con algún propósito concreto, y sentía gran curiosidad por saber cuál era.

—Vuestro aspecto es tan radiante esta mañana, señorita Felicity, que me pregunto si mi hermana y yo estamos retrasando a vos y a su señoría de algún acontecimiento importante. Teniendo en cuenta la exquisita apariencia de ambos, sólo se me ocurre que os dirigís a Bath, o tal vez a Bristol.

Felicity se aferró a la idea.

—Oh, sí. ¡Un viaje a Bath sería magnífico! —Miró a Colton, con la esperanza de recibir una invitación similar a la que la dama había mencionado, pero se llevó una decepción, pues el caballero no abrió la boca. Suspiró y añadió—: Me gustaría mucho ir... algún día.

A Colton no habrían podido agradarle más las preguntas inquisitivas de Adriana. De haberle preguntado esta a bocajarro si tenía la intención de llevarse a la rubia en su carruaje, su irritación no habría sido más visible. Al menos, ahora comprendía por qué parecía tan enfadada: pensaba que estaba cortejando a la dama.

Adriana miró a Colton, y descubrió una vez más que la miraba de un modo provocador. El hecho de que aún no se hubiera liberado de la presa de la rubia se le antojó motivo suficiente para abofetearlo. Volvió la cara y procuró hacer caso omiso de su mirada penetrante.

No obstante, Colton dirigió sus preguntas a las dos hermanas.

—¿Vendrá lady Jaclyn a la boda? Me gustaría mucho volver a verla después de tantos años, además de conocer a su familia, por supuesto.

Melora le sonrió.

—Sí, desde luego. De hecho, toda su familia llegará uno o dos días antes de la boda, de manera que podrás conocerlos antes de la ceremonia, si así lo deseas.

Adriana, fría y distante, se dignó mirar a los ojos grises, que parecían ansiosos por encontrarse con los suyos.

—Estoy segura de que Jaclyn se alegrará mucho de veros, mi señor.

Habiendo reparado en que Adriana había arqueado una ceja cuando él había hablado de la armoniosa compenetración de que disfrutaban Melora y su prometido, Colton se preguntó si ella lo creía incapaz de vivir una unión similar con una mujer. Como se sintió directamente desafiado, respondió:

—Y tú, Adriana, ¿no deseas compartir la buena suerte de tu hermana y encontrar un prometido al que puedas querer, y que te adore a su vez?

—Creo que ese es el deseo de toda doncella, mi señor —contestó Adriana con sequedad, convencida de que el marqués estaba buscando una manera de escapar del compromiso contraído por su padre. Eso parecía insinuar su retraso en contestar a la misiva de su progenitor—. En cuanto a mí, no albergo grandes ilusiones sobre el que me han elegido. Parece un individuo independiente, reacio a pasar por la vicaría. No me extrañaría que partiera hacia mundos desconocidos antes que cumplir su compromiso.

La respuesta de la dama fue muy eficaz para apagar el deseo lascivo que lo embargaba, advirtió Colton, pero quizá sería beneficioso disfrutar de una buena noche de sueño para variar, en lugar de recordar la belleza de la dama en el baño. Aun así, no pudo resistir la tentación de corresponder a su pulla.

—Me han dicho que muchos jovenzuelos enamoradizos te pisan los talones, mi señora. Supongo que te cuesta elegir entre ellos. Siempre estará el señor Elston, por supuesto, en caso de que los demás pierdan la esperanza de conquistarte. Parece lo bastante testarudo para perseverar en su empresa.

Los ojos oscuros destellaron de indignación.

—El señor Elston es un simple conocido, mi señor, nada más —declaró con frialdad Adriana—. En cuanto al pretendiente que mi padre me eligió, necesito tiempo para determinar la verdadera naturaleza de dicha unión. Se lo debo a mis padres y a la memoria del caballero que me quiso como a su propia hija, pero no creo que esa relación fructifique en algo significativo.

Colton enarcó una ceja, bastante asombrado de que ella no hiciera hincapié en el honor de haber sido la única elección de su padre como nuera.

—¿Debo deducir, pues, que no albergas el menor interés por esta... relación?

—Es imposible que nazca una amistad entre dos individuos a menos que pasen cierto tiempo juntos, mi señor. Hasta el momento, tal cosa no ha ocurrido. Incluso si su señoría y yo llegáramos a conocernos mejor, no puedo alimentar esperanzas de que el acuerdo concluya con el desenlace deseado por nuestros padres. Somos unos extraños, como mínimo, y no creo que esa situación cambie en un futuro cercano, ni siquiera lejano.

Colton forzó una leve sonrisa. Sería un buen escarmiento para la dama que él hiciera oídos sordos a los ruegos de su padre.

—Tal vez con un poco de paciencia, mi señora, verás que todo se soluciona. Al igual que él.

Adriana se preguntó qué quería decir, mientras escudriñaba una vez más las profundidades de aquellos ojos grises, pero su brillo cálido había desaparecido. Con una tensa sonrisa y una excusa murmurada, su señoría se despidió de todo el mundo, dio media vuelta y cojeó en dirección al carruaje que esperaba. Al ver que se alejaba, Felicity exhaló un suspiro de decepción, y al cabo de un momento se excusó y partió en dirección contraria.

Melora pellizcó el brazo de su hermana, lo que sacó a Adriana del trance en que se había sumido.

—¡Las manos quietas, Melora! —le advirtió la joven, volviéndose indignada hacia ella—. ¡Me has hecho daño!

—Teniendo en cuenta la piedra que tienes por corazón, me estaba preguntando si te darías cuenta —replicó Melora—. ¿Cómo es posible que hayas contestado a Colton así? Es como si le hubieras dado una bofetada.

Adriana agitó la cabeza y desechó la reprimenda de su hermana.

—Si el mío es de piedra, el de él será del granito más duro.

La hermana enarcó una ceja.

—¿O sea que sois los dos iguales?

Adriana fulminó con la mirada a su hermana, irritada por la comparación. No obstante, cuando se volvió, un suspiro escapó de sus labios y se preguntó qué demonios se creía que hacía Sedgwick Wyndham cuando había dispuesto aquel tormento infernal para ella. ¿Se libraría alguna vez de él? ¿Sería capaz de llevar una vida normal, con un marido que la amara y respetara por encima de las demás mujeres? ¿O se le recordaría sin cesar que nunca había podido elegir a su marido, y que, si él cedía al final, sólo lo haría para no herir a su madre?

Colton se quitó el sombrero de copa y entró en el salón de recibo de la casa de Cotswold de Samuel Gladstone. Habían pasado varios días desde que había coincidido con Felicity Fairchild en la ciudad, pero no había olvidado su promesa de ir a ver a su padre. Ese era el motivo de su visita, reanudar su amistad con el anciano después de su dilatada ausencia.

Con la ayuda del bastón, Colton avanzó cojeante detrás de Samantha, mientras Jane Fairchild los guiaba hasta el dormitorio de su padre. Al llegar a la puerta, su hermana se detuvo para hablar con Jane y le indicó con un gesto que se adelantara.

Nada más cruzar el umbral, Colton reparó en montañas de libros amontonados en todos los rincones posibles de la espaciosa habitación. Una vitrina de madera larga y acristalada, apoyada contra la pared, estaba llena de gruesos volúmenes. Sobre una mesa de caballete cercana al pie de la enorme cama del hombre había otros volúmenes de parecido tamaño, mezclados con otros, algunos más pequeños y otros más grandes.

Samuel Gladstone, vestido con camisa y gorro de dormir, estaba incorporado en la cama, con las sábanas cubriéndole hasta la cintura y una mesa improvisada sobre el regazo. Tras la espalda tenía varias almohadas que lo protegían de la elevada cabecera isabelina.

Colton se detuvo, reacio a molestar al anciano, quien parecía absorto en la lectura del contenido de un libro mayor. Hasta el momento, el hombre no había reparado en su presencia. Colton miró a Jane en busca de consejo, y esta lo alentó con una sonrisa y agitó los dedos como empujándolo a entrar. Se acercó más a la cama.

—Buenas tardes, señor Gladstone.

Samuel alzó la vista, ajustó sus gafas de montura metálica sobre la nariz y miró con curiosidad a su visitante. No era tan extraño que un caballero bien vestido fuera a verlo. Lord Harcourt lo visitaba con mucha frecuencia, por cierto, acompañado de otras personas que lo hacían reír, pero este se parecía mucho a un hombre al que había conocido y respetado durante muchos años, antes de su reciente fallecimiento. Aunque era igualmente alto y apuesto, avanzaba hacia su cama con la ayuda de un excelente bastón, y era unos treinta años más joven que el otro.

Samuel Gladstone agitó un dedo lentamente en dirección a su invitado y sonrió.

—Reconozco vuestra cara.

Colton sonrió a su vez y miró al anciano, vacilante. Habían transcurrido más de dieciséis años desde que no veía al fabricante de tejidos y durante ese tiempo ambos habían cambiado mucho. El cabello del anciano era ahora totalmente blanco, y mucho más escaso que antes.

—¿Estáis seguro?

Samuel pareció complacido de poder contestar con un cabeceo afirmativo.

—Aunque os aseguro que mis piernas ya no son lo que eran, mi cabeza todavía se defiende. Sí, sois el hijo del difunto lord Randwulf. Sois iguales.

Colton lanzó una risita.

—Todo el mundo me dice lo mismo. Por lo visto, no engaño a nadie, pero soy incapaz de reconocer a la gente del pueblo.

—Sentaos, sentaos —lo animó el anciano, indicando una silla cercana—. Vuestra hermana me mantuvo al corriente de los lugares donde estabais y de las batallas en que participasteis durante vuestra carrera militar. Casi todos los habitantes de la ciudad quedaron muy impresionados por vuestro heroísmo. La mayoría de los relatos proceden de gente ajena a esta zona, hombres que estuvieron a vuestro mando y otros que combatieron en vuestro regimiento. —Samuel lanzó una carcajada—. Mi nieta no habla de otra cosa. Me dijo que resultasteis herido, y que necesitáis un bastón para caminar.

Colton se acomodó en el asiento y apoyó el bastón sobre sus muslos.

—De hecho, no estoy haciendo grandes progresos. Doy largos paseos en un esfuerzo por fortalecer mis piernas, y hasta me he fijado una meta. Los Sutton dan un baile dentro de unas semanas, y, si pretendo bailar con alguna de las atractivas damas que he visto en la zona, deberé reducir mi dependencia del bastón. De lo contrario, me quedaré sentado como un animalito aburrido, mirando cómo los demás solteros hacen lo que yo no puedo. Esa idea me atrae tanto como recibir una nueva herida en la otra pierna.

El anciano reclinó la cabeza contra las almohadas y rió a carcajadas. Cuando por fin se cansó, sus ojos brillaban.

—Ahora no os rompáis la otra pierna en vuestras prisas por curar esa. Si encontráis una linda muchachita, alegad vuestra herida para llevarla a un rincón oscuro.

Colton respondió al buen humor del hombre con más carcajadas.

—Sois un hombre taimado, señor Gladstone, pero recordaré vuestro consejo si no consigo que esta pierna funcione como yo quiero.

Colton se puso en pie cuando Jane y su hermana entraron en la habitación, pero la mujer le indicó al punto que volviera a sentarse.

—No os preocupéis, mi señor. Haced el favor de volver a sentaros, mientras yo voy a preparar el té.

—Siéntate un rato con nosotros, Jane —la apremió su padre—. Siempre estás cuidándome, pero reservas poco tiempo para ti. Sé que disfrutas con las visitas de lady Samantha o lady Adriana, así que descansa y goza de su presencia. Tal vez Felicity pueda prepararnos el té.

Jane no se atrevió a mirar a su padre por temor a que leyera en su expresión. Al fin y al cabo, era un hombre perspicaz.

—Felicity no se encuentra bien hoy, padre. Se ha pasado toda la tarde en su cuarto.

Samuel Gladstone enarcó una poblada ceja, escéptico respecto a las indisposiciones de Felicity, que cada vez se repetían con más frecuencia. Por el bien de su hija, se abstuvo de hacer comentarios. Jane tenía la cabeza bien amueblada, de eso estaba seguro, y aunque era más paciente que él, no podía culparla por ello, pues no siempre había sido sabio en sus decisiones.

Vivir en la misma casa con la familia le había permitido fijarse en características y temperamentos que, en caso contrario, nunca habría tenido en cuenta. No había tardado mucho en ser consciente de que apenas podía soportar la presencia de Felicity en su cuarto. Antes que enfrentarse a las miradas rebeldes y los exagerados suspiros que la muchacha siempre le dedicaba cuando pedía que le hiciera algún favor, había decidido leer y realizar otras tareas sin su ayuda. De todos modos, como sólo había contado con la colaboración de criados desde el fallecimiento de su amada esposa, estaba encantado con los mimos de su querida hija.

Jane se detuvo en la puerta antes de salir.

—¿Quieres que devuelva los libros mayores a la pañería, papá? Jarvis no tardará en regresar.

—Sí, como digas tú. Según los libros, Creighton y algunos de mis mejores trabajadores siguen cobrando su sueldo. Hablaremos de que vengan aquí para que me den su opinión sobre lo que está pasando. Temo que, de ahora en adelante, harás algo más que ocuparte de mis necesidades, pues creo que no tengo mejor alumno. Eres tan experta en contabilidad como yo.

Acabado el té, Colton y Samantha se despidieron. En cuanto Bentley los vio salir de Stanover House, dirigió el landó hacia la calle. En el mismo momento, Felicity decidió abandonar su novela y dirigirse a la habitación principal, cuyas ventanas brindaban una vista panorámica de la ciudad.

Apenas había llegado ante los cristales, cuando vio a su madre delante de la casa, esperando a que lord Randwulf ayudara a su hermana a subir al landó. Lanzó una exclamación ahogada, no sólo por descubrir quiénes eran los visitantes, sino sobre todo porque estaban a punto de marcharse. Levantándose las faldas a toda prisa, bajó corriendo la escalera desde el tercer piso. Al mismo tiempo, procuró alisarse el pelo y el vestido. Cuando llegó a la puerta estaba casi sin aliento, pero no osó detenerse, pues sabía que contaba con muy poco tiempo para impedir la partida de los Wyndham. Abrió la puerta y salió disparada del vestíbulo. Por desgracia, el cochero ya había azuzado a los caballos para que se pusieran en marcha.

Felicity movió frenéticamente los brazos en un intento de atraer la atención del cochero; pero, por más que corrió por el camino de entrada, sus esfuerzos fueron en vano. Cuando llegó al final del sendero, el landó ya se había alejado.

Felicity se puso la mano sobre el corazón mientras bombeaba aire en sus pulmones agotados. Se volvió hacia su madre hecha una furia, irritada porque no le había informado de la visita del marqués.

—¿Por qué no me dijiste que lord Colton iba a venir?

Pese a la indignación de su hija, Jane se encogió de hombros.

—Me dijiste que te encontrabas mal y que no querías que se te molestara por ningún motivo. Te tomé la palabra.

—¡Pero tendrías que haber sabido que querría ver a su señoría! —Felicity retrocedió y señaló el landó que se alejaba a toda velocidad—. ¿Te da igual que lord Colton no vuelva nunca más por culpa de lo que has hecho?

Jane hizo oídos sordos a las quejas de su hija.

—Supuse que te encontrabas demasiado mal para recibir visitas. Si no era ese el caso, deberías haberte aplicado a las tareas más urgentes, y no habrías echado de menos la visita de lord Randwulf.

—Lo hiciste a posta, ¿verdad? ¡Para castigarme porque no obedecía tus órdenes! ¡Ya verás cuando papá se entere! No dará crédito a lo estúpida y mezquina que has sido al no decirme que su señoría había venido a verme...

—Yo en tu lugar, jovencita, cuidaría mis palabras —advirtió su madre, que continuaba con la vista clavada en la lejanía—. Es posible que acabes fregando suelos antes del baile de los Sutton. Y, si no reprimes tu agresividad, te quedarás en casa esa noche pese a la invitación de lady Samantha.

Felicity, enfurecida por las amenazas de su madre, se inclinó hacia delante y gritó en su oído:

—¿No puedes obligarme a quedarme en casa, sobre todo cuando papá espera que asista! Dime, ¿qué miserable excusa le diste a su señoría cuando pidió verme?

Ofendida por las exigencias de su hija, Jane giró sobre sus talones y la abofeteó. Felicity lanzó una exclamación ahogada.

—Nunca vuelvas a gritarme de esa manera —advirtió Jane a su hija con voz fría y amenazadora—, o te arrepentirás.

Felicity se llevó una mano a la mejilla y miró a su madre corno convencida de que había perdido la razón. Si bien había recibido azotes en sus adorables nalgas cuando era niña, siempre que se lo merecía, su madre nunca le había pegado en la cara.

—¡Se lo diré a papá! —chilló, y estalló en lágrimas—. Hará que te arrepientas de tu estupidez al no permitir que lord Colton me viera...

—Su señoría no vino a verte —la corrigió Jane—. Vino a ver a tu abuelo. Y si de veras quieres saberlo, no habló de ti en ningún momento. Si deseas que le explique el incidente a tu padre, lo haré. Quizá ha llegado el momento de que caiga en la cuenta de que lord Randwulf no piensa casarse con alguien de posición inferior.

—¡Papá no cree lo mismo!

Un suspiro de frustración escapó de los labios de su madre.

—Debido a tu belleza, entiendo por qué tu padre ha depositado grandes esperanzas en tu futuro, pero es posible que sus esfuerzos por empujarte hacia ese objetivo nunca fructifiquen, Felicity, al menos como él quiere. Si te arrojas en los brazos de un aristócrata con la esperanza de convertirte en su esposa, puede que luego te arrepientas. Podrías ser seducida y abandonada con pasmosa facilidad, y luego te quedarían escasas esperanzas de atraer a un marido respetable. Los rumores consiguen arruinar vidas. Ningún hombre desea bienes de segunda mano.

—¡Lord Randwulf nunca haría eso!

—Si bien sospecho que lord Randwulf es tan susceptible a los encantos e invitaciones de las mujeres como casi todos los hombres, no me refería a él ni a nadie en particular. El bribón más pobre puede representar un peligro tan grande como un noble rico para una chica inocente, si sabe engañar a la muchacha con las palabras adecuadas. Eres demasiado ingenua para ser consciente de los peligros que arrostrarías si te entregaras a ellos. Aunque los nobles son considerados caballeros, se sienten inclinados casi siempre a dar la espalda a mujeres que han dado a luz a sus bastardos, y, para evitar la desgracia, afirman que el culpable fue otro hombre. Si te entregas a uno de ellos, padecerás cuitas sin cuento...

—Estás celosa, eso es todo —la acusó Felicity—. No puedes soportar la idea de que todavía soy joven y bonita, pero tú ya no, por culpa del tiempo y el trabajo. ¡No me extraña que papá ya no te quiera, pero a mí sí!

Jane retrocedió un paso, asombrada por la acusación de su hija.

—Bien, creo que no había pensado demasiado en su amor por mí. Tal vez he confiado en exceso en mí misma, pero supongo que tendré que analizar esa posibilidad. En cualquier caso, eso no cambia nada. Harás todos los esfuerzos posibles por mejorar tu carácter y aprender a respetar a tus mayores como es debido; de lo contrario me veré obligada a ocuparme yo misma del problema.

—¿Qué quieres decir? —preguntó su hija.

—Si alguno de los enemigos de lord Wellington le hubiera pedido que definiera sus planes antes de llevarlos a la práctica, estoy segura de que su respuesta habría sido negativa, al igual que la mía, pues creo que tú y yo no nos ponemos de acuerdo. Mi mayor preocupación es enseñarte a ser respetuosa, no sólo por mí, sino también por los demás. A partir de ahora, no holgazanearás en tu habitación cuando haya tareas que hacer. Tampoco amenazarás a Lucy ni a ningún otro miembro de la servidumbre para que se ocupen de tus obligaciones. Si crees que tu padre va a llevarme la contraria, yo en tu lugar no confiaría en ello. Estará demasiado preocupado por corregir sus actos para prestar atención a tus numerosas quejas.

Felicity miró a su madre fijamente, como si quisiera comprender el significado de sus palabras.

—¿Qué me quieres decir?

—Eso no es de tu incumbencia, Felicity. Se trata de un asunto que sólo atañe a tu padre, a tu abuelo y a mí. Bástate con saber que, a partir de este momento, u obedeces mis órdenes, o tendrás que responder ante mí... y sólo ante mí.

Roger consideró que había tenido un golpe de suerte cuando, la misma mañana en que se había estado preguntando cómo reanudar su relación con Adriana, había visto el carruaje de lord Randwulf alejarse de la residencia de los Gladstone. El hecho le deparaba la oportunidad de acercarse a Wakefield Manor para informar a Adriana de lo que había visto, así como para comentar lo que había sido evidente para todo el mundo desde el primer momento: que Felicity estaba prendada del marqués y que muy posiblemente, Randwulf también estaba interesado en ella.