5

EDMUND ELSTON se reclinó en su butaca mientras miraba con curiosidad a su hijo que, con el pelo alborotado, entraba en el comedor arrastrando los pies como un viejo senil. Tenía los hombros hundidos y con un brazo se aferraba el abdomen, como si intentara evitar que sus entrañas se desparramaran. Se encaminó al aparador lleno de comida, se sirvió una taza de té y tomó un sorbo con cautela. Se encogió al punto y, bajando la taza, tocó el bulto que sobresalía de su boca hinchada, lo cual atrajo la atención de Edmund hacia el lado izquierdo de la cara de su hijo. Estaba hinchado y tenía la mandíbula amoratada.

—Por lo que veo, chaval, te han dado una buena zurra —comentó Edmund—. ¿Te has pegado con alguien?

—Nadie a quien conozcáis —murmuró Roger, al tiempo que fulminaba a su padre con la mirada—. Una simple disputa por una posesión insólita. En cuanto al vencedor, nadie ha podido reclamar la pieza todavía, de modo que su propiedad sigue en el aire.

La sonrisa despreciativa que apareció en los labios de su padre no contribuyó precisamente a mejorar el estado de ánimo de Roger. No tuvo que preguntar la causa. Su ignorante padre estaba convencido de que sólo un tipo capaz de trasegar varias jarras de cerveza o vasos de ginebra, sin perder su capacidad de lanzar al mismo tiempo una docena de puñetazos contra algún pendenciero fanfarrón, valía su peso en oro. En cuanto a su único hijo, Edmund Elston siempre lo había considerado un incompetente en vicios masculinos.

—Deberás esperar a que cure ese ojo antes de volver a ver a su señoría, o ella se preguntará si eres lo bastante hombre para hacerle lo que se merece.

—No os preocupéis por eso —dijo Roger con acritud—. Lo que hay que preguntarse es si la dama será capaz de satisfacerme a mí. No soy tan ingenuo o inexperto como parecéis imaginar, padre. De hecho, la verdad os sorprendería más de lo que creéis.

—Tal vez, pero la única forma de saber si un budín está bueno es comerlo. Y, por más que me he fijado, no he visto que su alteza te siguiera para tomar el postre.

—Dudo que una dama de noble cuna hiciera eso, en cualquier caso, sobre todo si sus padres la consideran un medio de alcanzar más riqueza y poder.

—Bien, ¿cuándo volverás a verla? —insistió Edmund, impaciente—. Si quieres un consejo, yo diría que te dejes de remolonear y la pongas caliente, antes de que le dé por desear que la ponga caliente otro tipo.

Por pura fuerza de voluntad, Roger se refrenó de gritar a su padre.

—No es tan fácil como vos creéis, padre.

El viejo resopló.

—Hay formas de llevar adelante esos asuntos, chaval. Si no puedes emparejarte con ella de otra manera, tómala por la fuerza. Pronto lo pasará tan en grande que no tendrás que preocuparte por cómo lo hiciste la primera vez. El tiempo vuela, chaval, y si no haces algo pronto para agenciarte a esa zorra, algún otro caballerete la montará en menos de lo que canta un gallo.

La rabia se apoderó de Roger.

—Si algún pretendiente cometiera esa estupidez, padre, no me cabe la menor duda de que lord Sutton lo perseguiría y lo castraría, como mínimo, por violar a su hija.

—No es la única conejita —observó Edmund mientras se metía un bollo en la boca. Alzó una mano con expresión burlona y habló con la boca llena, escupiendo partículas al aire—. Ese tipo tiene otros dos conejitos, más de lo que cualquier hombre necesitaría para pillar un buen partido. Apuesto a que no le importaría que se quedara preñada.

Una risa ahogada escapó de los labios de Roger, al tiempo que se acomodaba en una silla al otro lado de la mesa. En ocasiones se preguntaba si no habría sido mejor conservar su puesto en el orfelinato, antes que convertirse en el lacayo de alguien tan exigente y grosero como su progenitor. El hombre sólo pensaba en sí mismo, y parecía especialmente propenso a desvalijar a incautos. No obstante, cuando había necesitado a alguien mucho más astuto que él para dirigir su pañería, había apelado a su único hijo, convencido de que Roger abandonaría a toda prisa todo cuanto había conocido. Era la única forma de que la fábrica siguiera adelante. Aunque no era más que un aprendiz, Roger ya había caído en la cuenta de que, cuando era preciso tomar decisiones cruciales, los obreros acudían a él en busca de instrucciones, y no a su padre.

—No tenéis ni idea de la adoración que siente lord Standish por su hija menor. Es la luz de su vida.

—¡Bien, pues has de hacer algo! —insistió Edmund, airado. Miró fijamente a su hijo y agitó un rechoncho dedo en su dirección con aire amenazador—. Si no te das prisa, de aquí a poco estarás cortejando a Martha Grimbald, te lo prometo, chaval. Quiero que me devuelvas el dinero que invertí en comprarte ropa, y, a juzgar por lo que he visto estos últimos meses, no eres lo bastante rápido para mi gusto.

Un profundo suspiro escapó de los labios de Roger. Ser amenazado sin tregua con un matrimonio de conveniencia con la nada atractiva hija del muy rico empresario había conseguido que se empleara con más audacia en la conquista de Adriana. Cuando vivía en el orfelinato, los aristócratas se le habían antojado tan inaccesibles como las nubes del cielo, pero su padre lo había motivado en ese aspecto llevándolo a cenar a casa de los Grimbald, poco después de haberse mudado a Bradford-on-Avon.

—Insistí a lady Adriana en que me invitara al baile de otoño de los Sutton en octubre. Si para entonces no he obtenido una respuesta favorable a mi proposición de matrimonio, tomaré las riendas del asunto. —No se atrevió a mirar a su padre—. Si es necesario, la sorprenderé a solas... y la tomaré por la fuerza.

—Eso es lo que esperaba oír. Has salido a mí, chaval.

Roger estuvo a punto de perder los estribos.

—Quisiera recordaros, señor, que ya tengo veintisiete años. No soy ningún chaval.

Edmund desechó sus palabras con un ademán.

—Apuesto a que careces de experiencia, de lo contrario ya la habrías montado.

—Aunque apuesto a que vos no habéis conocido a muchas, padre, resulta que lady Adriana es una dama, no una sucia fulana a la que se puede tomar siempre que a un hombre le apetece, cosa a la que vos parecéis muy aficionado. La verdad, es muy desagradable llegar a casa y encontraros desnudo en el salón con una puta lasciva que habéis encontrado en alguna cervecería. Al menos, podríais buscar alguien de aspecto menos repulsivo para satisfacer vuestras necesidades. La última me revolvió el estómago.

Edmund rió, como si disfrutara de algún chiste privado.

—Pues era una buena mujer. Me dio un buen tute.

Roger torció los labios en señal de asco.

—Si deseáis saber mi opinión, los dos parecíais cerdos revolcándose en la cochiquera.

—¡Tienes la lengua muy larga! ¡Lo que hago con mis amigas no tiene nada que ver con lo que se supone que estás haciendo con la señorita Presumida, que de momento es muy poco! No te sentaría nada mal revolcarte un poco con ella.

Roger alzó los hombros, y al instante se arrepintió, cuando experimentó un vivo recordatorio del lugar que se había golpeado al caer al suelo.

—Por lo visto, creéis que puedo tomar a la dama como me dé la gana, pero nunca hemos estado a solas. Siempre tenemos compañía. Nunca me ha permitido citarme con ella en privado.

—Pues será mejor que te inventes una forma de montar a esa zorra, chaval, o te encontrarás cara a cara con Martha Grimbald en el lecho nupcial.

Poco después de irse Edmund, Roger seguía sentado en su silla, con la vista perdida en la lejanía. La única imagen que le acudía a la mente era la de los ojos grises del marqués devorando a la joven que tanto admiraba. Apenas lograba reprimir su aversión hacia el noble, cuando de pronto sentía de nuevo que el furor lo invadía. Aún le costaba contenerse cuando recordaba la forma en que el coronel había examinado a la belleza de pelo negro. El hombre lo había hecho sin disimulo alguno, como si tuviera algún derecho especial.

Los hombros de Roger se hundieron bajo el peso de su abrumadora derrota. Tal vez sabía mejor que nadie que lord Colton era el único que podía optar a ese honor. No obstante, había necesitado de toda su capacidad de contención para permanecer inmóvil mientras la mirada ardiente del hombre se deslizaba sobre la joven. Sus propios ojos se habían deleitado con tanta frecuencia en la perfección de la muchacha, que estaba seguro de llevar impreso en la memoria el rostro de la dama: las encantadoras cejas arqueadas, los brillantes ojos color ébano de largas pestañas sedosas, la graciosa nariz, la boca sensual. ¿Cuántas veces había anhelado besar aquellos labios enloquecedores? Sin embargo, lo tenía prohibido, no sólo por la chica, sino por los dictados de su encumbrado linaje. Lo atormentaba la enojosa realidad de que estaba destinada a alguien como un marqués, no a un plebeyo sin un penique en el bolsillo. ¿Cómo podía alguien de su baja estofa aspirar a conquistar la estima de los aristócratas que vivían en la zona? Formaban un círculo cerrado que no sólo abarcaba a los Sutton y los Wyndham, sus amigos y parientes íntimos, sino a muchos otros nobles acaudalados, propietarios de fincas rurales a las que se retiraban con sus familias cuando terminaban las sesiones del Parlamento, abandonando sus casas de Londres. Poseían múltiples mansiones a las que retirarse en diferentes estaciones del año. Él ni siquiera era propietario de la cama en que dormía.

Su estancia prolongada en el orfelinato no lo había preparado para los retos que habían surgido a su paso desde que había conocido a la hija menor de Gyles Sutton, el conde de Standish. Parecía una regla inamovible que, si uno iba a vivir entre los muros de un orfanato a una edad temprana, se quedara allí hasta el fin de sus días. Algunos habían considerado su existencia en el hospicio una maldición que nunca podrían sacudirse de encima. Roger sabía que, si hubiera permitido que tan ominosa predicción se cumpliera, nunca habría podido ver un mundo tan distinto del que él había conocido, cristalizado desde hacía mucho tiempo gracias a inmensas riquezas e impresionantes propiedades, al abrigo de la campiña ondulada que se extendía al noreste de Bath. Tampoco habría conocido a la mujer más hermosa que había visto en su vida.

Consciente de ser un forastero en muchos sentidos, había confiado en apartar la atención de la dama de sus amigos aristócratas, a muchos de los cuales había conocido durante toda su vida y con quienes compartía una fácil familiaridad. Al fin y al cabo, muchas de las mujeres que lo habían conocido lo consideraban de lo más apuesto. Ahora que el joven lord Randwulf había vuelto a su casa, sin embargo, su optimismo se encontraba en el punto más bajo, y todo por culpa de los planes forjados por lord Sedgwick para su hijo muchos años antes.

El resentimiento que experimentaba Roger hacia el descendiente masculino de aquella familia era como un demonio que se agitara en su interior. Casi podía saborear la amarga inutilidad de sus aspiraciones y su odio creciente hacia los hombres como Colton Wyndham. Claro que sentía la misma aversión por el otro aspirante a la muchacha, nada más y nada menos que el hijo de un duque, ¡Riordan Kendrick! Los dos hombres tenían todo cuanto se podía desear: apostura, riqueza, encanto y apellidos nobles; para no mencionar que ambos habían sido héroes de la última batalla contra Francia, cosa de la que él no podría jactarse nunca. Cuando ni siquiera era propietario de la ropa que vestía, ¿qué podía ofrecer a una dama acostumbrada a la opulencia? Nada, salvo la miseria.

No hacía mucho tiempo había estado sentado solo en la biblioteca de los Sutton, aguardando con angustia la respuesta de lord Standish a lo que había sido una propuesta de matrimonio de lo más presuntuosa. Cuando, tras un largo rato, el anciano había terminado de hablar con su esposa y su hija y se había reunido con él, Roger se había llevado una sorpresa mayúscula y, de paso, la más cruel de las decepciones. Con voz calma y queda, el hombre le había explicado que ya existía un contrato entre lady Adriana y el coronel lord James Colton Wyndham. Además, había añadido lord Standish (tal vez para acallar cualquier sospecha de que había inventado la historia a modo de excusa), los documentos con los detalles particulares del acuerdo habían sido firmados por él mismo y lord Sedgwick diez años antes.

Consciente de su audacia al pedir la mano de Adriana, Roger había agradecido el honroso comportamiento de lord Standish. Cuando había preguntado al hombre qué anularía el acuerdo, su señoría le había ofrecido pocos motivos para pensar que las circunstancias cambiarían. El contrato sólo sería nulo si el séptimo lord Randwulf moría, o si se negaba a aceptar las condiciones establecidas. Teniendo en cuenta la belleza de la doncella, Roger había considerado lo último muy improbable.

Frustrado a más no poder por la respuesta del hombre, Roger no podía olvidar el hecho de que, además de él, existía un número considerable de aristócratas que anhelaban poseer a la muchacha. A la vista del contrato existente, Colton Wyndham —o lord Randwulf, como se lo llamaba en círculos más oficiales—, parecía el mayor obstáculo para la mayoría. Le pisaba los talones otro marqués, Riordan Kendrick, más conocido como lord Harcourt. También él se había mostrado implacable en su deseo de poseer a la belleza. Sólo si Adriana rechazaba a esos dos, o si ellos la repudiaban, cosa improbable, gozarían de una oportunidad nobles menos prestigiosos, lo cual, teniendo en cuenta lo considerable de su número, dejaba las probabilidades de un simple aprendiz por los suelos.

Hasta la tarde en que Roger había pedido la mano de Adriana, sólo había oído rumores acerca de Riordan Kendrick. Después, había visto al sujeto con sus propios ojos. Al concluir su conversación con lord Standish, se había marchado de Wakefield Manor con la cabeza gacha, el corazón herido y los labios musitando palabras rencorosas contra la memoria del hombre que había propuesto el contrato. Absorto como iba, se había enganchado el tacón con una piedra y al instante siguiente caía hacia delante, mientras agitaba brazos y piernas en un intento frenético de recuperar el equilibrio. Uno o dos segundos antes de estrellarse contra las rosas y los arbustos que bordeaban el sendero, percibió una figura vestida con ropas oscuras que se apartó al punto.

Ese acontecimiento pareció anunciar el hundimiento del mundo que lo rodeaba. Abrumado por una terrible desdicha debido a su situación desesperada, Roger anheló quedarse tendido entre los espinos hasta que llegara el final. Por desgracia, la sombra se había transformado en un caballero alto, apuesto y vestido con elegancia que lo había ayudado a ponerse en pie. Las escasas aspiraciones que todavía alimentaba se vinieron abajo cuando vio que el buen samaritano era, nada más y nada menos, que lord Harcourt. La experiencia había sido como afrontar su derrota final. Si Colton Wyndham era lo bastante idiota para rechazar su enorme ventaja, a Roger no le cabía la menor duda de que Riordan Kendrick reclamaría el lugar que el otro dejara vacante. Ambos hombres eran demasiado guapos para considerarlos otra cosa que rivales con los que un pretendiente pobre y miserable debía tener mucho cuidado.

Roger se había escondido tras el arbusto más cercano, muerto de vergüenza, donde había vaciado su estómago. Durante el resto del día se había regodeado en su desdicha y depresión, tumbado en su estrecho camastro, incapaz de considerarse otra cosa que un hombre carente de toda esperanza en un futuro cercano y lejano.

Había conocido a lady Adriana a finales del año anterior, cuando ella y su criada Maud habían ido a la pañería para adquirir una pieza de tela de lana como regalo para otra criada. Fascinado por la belleza majestuosa de la dama, Roger había entablado conversación con ella al punto, y durante las posteriores visitas a Bradford había aprovechado todas las oportunidades de hablar con ella. Incluso había ahorrado monedas suficientes para comprar un pequeño libro de sonetos, que había llevado en la mano en el curso de una excursión. Ansioso por hacer cualquier cosa que reclamara su atención, había hablado de sus anteriores dificultades en la vida, después de oír a los aldeanos alabar la compasión de la hermosa doncella. Había demostrado ser compasiva, y, aunque Roger sabía que sus esfuerzos por verla eran contrarios a las normas sociales, había empezado a enviar obsequios a su casa y a seguirla como un cachorro callejero. Sus esfuerzos no habían sido del todo infructuosos, ya que ella no lo había despedido cuando se sumó a su grupo de amigos y pretendientes. En cualquier caso, la joven había definido unas normas que él debía obedecer. Quebrantarlas significaría ser expulsado de su presencia. Eran simples amigos, había insistido la joven, y nada más. Lo había demostrado a base de mantener una respetuosa distancia entre ambos. Ni siquiera le había permitido besar su mano, ni mucho menos la boca sensual que él anhelaba acariciar con la suya. Ese gesto habría puesto fin a su camaradería, y Roger reprimió la tentación por miedo a perderla del todo. Unos fragmentos dispersos de su tiempo eran mejores que nada en absoluto.

Roger había llegado a la conclusión de que la prueba real para cualquier hombre era muy sencilla: sólo debía conquistar el corazón de la dama, porque, al ganarlo, conseguiría también la aprobación del padre... quizá. Una lógica absurda, pues pronto había averiguado que un buen número de pomposos señores, después de esforzarse por despertar el afecto de la dama, habían caído de su pedestal autoerigido sin apenas una excusa o advertencia por parte de la muchacha en cuestión. Y no habían sido lo bastante caballerosos para guardar silencio. En contraste con las alabanzas que los aldeanos derramaban sobre la joven, los rechazados habían propagado ácidos comentarios sobre la dureza de su corazón, lo cual condujo a Roger a preguntarse si Adriana era tan fría y altiva como afirmaban aquellos felones, o si su reserva se había convertido en una jaula impenetrable que protegía su corazón mientras esperaba el regreso de su bienamado.

Aun así, su deseo de tenerla por esposa había aumentado a cada día que pasaba, pero más acuciante que el apaciguamiento de su corazón eran su generosa dote y la riqueza de su padre, que nadie conocedor de los asuntos económicos podía pasar por alto. De niño se había visto obligado a una vida de penurias después de que su padre lo expulsó del hogar junto con su madre, dejando que los dos se ganaran como mejor pudieran el alimento en los barrios bajos de Londres, mientras el padre se dedicaba a cortejar a damas y meretrices.

Cuando un carruaje había arrollado a su madre, Roger se había quedado no sólo abatido, sino abandonado por todos. Aparte de acompañarlo al orfanato y dar instrucciones para que lo educaran con el máximo rigor, Edmund Elston no había prestado más atención a su hijo. Si bien parecía improbable que el trato molestara a su padre, Roger había sufrido duros castigos y frecuentes azotes. Al fin y al cabo, los directivos no tenían que responder ante nadie de las marcas de su espalda, ni de la feroz disciplina. A la larga, había alcanzado la madurez en el orfelinato; convertido en preceptor, había llegado a comprender que ciertos niños podían crisparle los nervios, aun siendo inocentes de los cargos que pesaban sobre ellos.

Fue en esos años cuando averiguó que su padre se había casado con la rica viuda de un fabricante de tejidos. A poco de fallecer la mujer, Edmund lo había llamado a Bradford-on-Avon. No se disculpó por los sufrimientos que lo había obligado a padecer. El mayor de los Elston tenía grandes planes para su hijo. Roger se casaría con la hija de otro fabricante, cuyas posesiones harían tambalear de estupor a los más codiciosos (el principal de los cuales debía de ser su padre). Al ser hija única, Martha Grimbald heredaría una fortuna considerable tras la muerte de su progenitor, y una vez casada, como solía ocurrir, la riqueza quedaría bajo el control de su marido.

Al principio, la idea de obtener semejante riqueza había tentado a Roger; pero, después de trabar conocimiento con la señorita Grimbald, había decidido que casarse con ella sería un sacrificio que no podría soportar más allá de una hora. De hecho, era incapaz de imaginarse haciendo el amor a una solterona tan flaca y fea... ni siquiera a oscuras. A fin de cuentas, tenía buen ojo para la belleza, aunque no siempre se la podía permitir. Sin embargo, no le había ido mal, pues su guapo rostro había conseguido que algunas bellezas lo trataran por el placer de su compañía.

Para aplacar la furia de su padre cuando se negó a contraer matrimonio con la señorita Grimbald, había inventado una historia improbable acerca de su noviazgo con la hermosa lady Adriana Sutton. La idea de una aristócrata en la familia había bastado para calmar a su ambicioso padre, y Roger había ganado tiempo para cortejar a la muchacha.

Su situación se había complicado con el regreso del muy apuesto y distinguido coronel lord Colton Wyndham, séptimo marqués de Randwulf. Los rumores sobre la pareja pronto llegarían hasta Bradford-on-Avon. Lo que diría a su padre cuando lo interrogara al respecto aún no lo había decidido, pero sabía que el día se acercaba. Si, en el ínterin, lord Colton le hacía el favor de tropezar con su elegante bastón y romperse la crisma, tal vez podría sobrevivir sin verse obligado a intercambiar votos matrimoniales con Martha Grimbald. Era muy triste que un hijo se viera empujado a casarse con una mujer nada atractiva sólo para satisfacer una deuda contraída con su padre por comprarle ropa de caballero.