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La campiña de Wiltshire, Inglaterra

Al nordeste de Bath y Bradford-on-Avon

5 de septiembre de 1815

Lady Adriana Sutton atravesó con elegancia el pórtico arqueado de Randwulf Manor y lanzó una carcajada cuando esquivó con pericia la mano de un ansioso admirador. Para seguirla, este había saltado de su montura y corrido tras ella, con la intención de alcanzarla antes de que subiera la escalinata de piedra y desapareciera en el interior de la mansión jacobina de los vecinos y amigos más íntimos de su familia. Al acercarse la joven, la enorme puerta se abrió y, con serena dignidad, un mayordomo alto, delgado y de edad avanzada se apartó para esperarla.

—Oh, Harrison, eres un encanto —dijo Adriana con voz melodiosa mientras atravesaba el espacioso vestíbulo.

Protegida tras el criado, giró en redondo y adoptó una pose triunfal dedicada a su perseguidor. Este se detuvo en el umbral, y la joven enarcó una ceja, intrigada. Pese al celo con que Roger Elston la perseguía desde hacía casi un año para reclamar su amor, irrumpiendo incluso en la mansión cuando no lo habían invitado, daba la impresión de que su temor al difunto lord Sedgwick Wyndham, sexto marqués de Randwulf, hubiera aumentado durante los meses posteriores a la muerte del noble, en vez de disiparse.

Si en ocasiones lord Sedgwick se había sentido exasperado por las visitas inoportunas del aprendiz, no había sido culpa del anciano, pues Roger se había mostrado inusualmente tenaz en la tarea de conquistar la mano de la muchacha, como si eso hubiera sido remotamente posible. Su descaro había alcanzado límites asombrosos. Siempre que se habían enviado invitaciones oficiales a grupos selectos, o que unos amigos íntimos estaban disfrutando de una cena privada con los Wyndham o con su propia familia, su tozudo admirador se presentaba con algún pretexto si ella participaba, aunque sólo fuera para charlar unos momentos. Eso llevaba a Adriana a arrepentirse de haber accedido a la primera visita del joven a Wakefield Manor. Aun después de su audaz propuesta de matrimonio, a la que su padre había contestado al punto explicando que ella ya estaba comprometida, Roger había continuado acosándola sin cesar.

Adriana había pensado en dictar la severa orden de que se impidiera al joven acceder a su presencia, pero aún no había calmado los escrúpulos que la atormentaban. A veces, Roger le parecía un individuo solitario, un claro reflejo de su juventud turbulenta. Cada vez que estaba a punto de cortar su relación con él, la asediaban los recuerdos de todos los animalitos indefensos que ella y su amiga de toda la vida, Samantha Wyndham, habían alimentado de pequeñas. Sentir menos compasión por un ser humano que necesitaba con desesperación un poco de amabilidad se le antojaba en comparación muy poco equitativo.

—Creo que ese cobarde sujeto te tiene miedo, Harrison —bromeó Adriana, al tiempo que alzaba su fusta de montar para señalar a su apuesto admirador—. Su renuencia a plantar cara a un hombre como tú ha jugado a mi favor. Si no hubieras abierto la puerta en ese preciso momento, es muy probable que el señor Elston me hubiera alcanzado para reprocharme que Ulises y yo lo dejábamos atrás a él y a su miserable rocín.

Si bien Roger no había sido invitado al paseo de aquel día, hizo acto de aparición en Wakefield Manor justo cuando las amigas de Adriana llegaban a caballo para reunirse con ella y una nueva amiga. ¿Qué otra cosa habría podido hacer, sino ofrecer al joven una montura? Pese a estar al corriente de que la muchacha ya estaba comprometida con otro hombre por un acuerdo que sus padres habían firmado años antes, la perseverancia de Roger parecía infatigable, lo cual la llevaba a preguntarse si el hombre pensaba que su determinación bastaba para anular dicho contrato y así conseguir su mano.

Con expresión perpleja, Adriana arqueó las cejas mientras apoyaba un fino dedo junto a su barbilla.

—No obstante, por más que he intentado refrenar a Ulises, temo que no puede soportar la visión de otro corcel delante de él. Se niega a ir al trote al lado de los castrados de nuestros establos, tal como el señor Elston puede atestiguar con sus esfuerzos por no rezagarse. No me sorprendería en absoluto que el rucio considere una afrenta personal que se lo relacione con ellos. Ya sabes, Harrison, que lord Sedgwick se quejaba a menudo del espíritu indomable del corcel.

La sonrisa fugaz del criado insinuó un humor enmascarado con frecuencia por una apariencia digna.

—Sí que lo hacía, mi señora, pero siempre con un brillo de orgullo en los ojos, debido a vuestra habilidad para domeñar a un corcel tan testarudo. Su señoría disfrutaba mucho pregonando vuestros logros a cualquiera que quisiera escucharlo. Estaba tan orgulloso de vos como de su querida hija.

Harrison, que llevaba al servicio de los Wyndham varias décadas, recordaba muy bien la llegada de los Sutton a Randwulf Manor para exhibir a su tercera hija recién nacida. Apenas un puñado de años después, la dama en cuestión se había ganado el afecto de casi todos los que vivían en la mansión. En cuanto a sus dotes de amazona, Harrison había oído suficientes alabanzas de su difunto señor para saber que la muchacha había herido el orgullo de jinetes que se consideraban sin parangón. A la vista de la falta de experiencia de su acompañante en dicha materia menos de un año antes, no era sorprendente que continuara perdiendo sin cesar. En todo caso, sus derrotas habían fortalecido su determinación de triunfar, hasta el punto de que ahora lograba destacar de los demás participantes en estas carreras espontáneas. Al menos, esta vez había pisado los talones de la muchacha cuando había atravesado la puerta a toda velocidad. Claro que, teniendo en cuenta la larga subida desde los postes de amarrar caballos a la mansión, las zancadas de su perseguidor le habían otorgado cierta ventaja en los últimos momentos de su contienda.

—No cabe la menor duda, mi señora, de que ningún otro corcel posee el coraje suficiente para igualar los heroicos esfuerzos del rucio... o de su briosa amazona. Sin embargo, el señor Elston parece decidido a alcanzaros. Tal vez lo consiga algún día.

Largos años de servicio habían establecido a Alfred Harrison como jefe de los criados de Randwulf Manor, un cargo merecido en todos los aspectos y ejercido con leal dedicación. En presencia de un pilar tan respetado de la servidumbre, Roger Elston se sentía incómodo en el interior de la mansión. Por más que ansiara ser el dueño de la dama, no podía olvidar que era arriesgado creerse con derecho a confraternizar con aristócratas acaudalados de encumbrados títulos y apellidos respetables. Su impertinencia ya había azuzado la ira de una verdadera legión de lores que aspiraban a la mano de la dama, pero había decidido meses atrás que el premio bien valía cualquier altercado que se viera en la obligación de afrontar. Si su padre no hubiera heredado una importante fábrica de paños en las afueras de Bradford-on-Avon, para luego ordenarle que aprendiera su administración y los misterios del comercio de la lana, jamás habría abandonado el orfanato de Londres donde había vivido desde los nueve años, y trabajado de profesor durante los últimos diez de los dieciocho años que había pasado en él. En verdad, considerando sus más que humildes orígenes, era un milagro que soportaran su presencia. De no ser por el profundo afecto que sentían los Wyndham por lady Adriana, y su resistencia a avergonzarla interrogando al individuo que la seguía a todas partes, un hombre de tan baja estofa no habría podido traspasar el umbral de la mansión.

Roger se quitó el sombrero con rígido decoro e intentó llamar la atención del mayordomo, aunque sólo fuera para recordarle que esperaba ser invitado a entrar, pero se quedó petrificado de terror cuando sus oídos captaron los gruñidos apagados de un par de viejos perros lobos que vagaban en libertad por la mansión y sus aledaños. Meses antes había aprendido que cuando Leo y Aris estaban sueltos no era fácil ponerse a salvo, ni en la casa ni en los terrenos. Siempre parecían ansiosos de clavarle los colmillos. Si bien el comportamiento de los miembros de la familia había sido irreprochable en todo momento, no podía decirse lo mismo de las dos bestias.

La mampostería muy trabajada en las arcadas estriadas y festoneadas, que en dos niveles separaban los cuatro lados del enorme salón central de los elegantes pasillos abovedados que lo rodeaban, daba fe del talento artístico de los albañiles de eras pasadas. Dos de los corredores empezaban en el vestíbulo, lo bastante espacioso para alojar a una gran multitud. Desde la entrada, los pasillos de los lados norte y sur casi atravesaban la mansión en toda su longitud. El gran salón, reforzado con contrafuertes, era el típico de los castillos antiguos; las mesas de caballete y abundantes sillas similares a tronos evocaban banquetes de la Edad Media. El corredor más alejado al sur permitía el acceso a la sala, ante cuya puerta se habían parado a hablar la dama y el mayordomo. Al otro lado de la enorme estancia unas arcadas de piedra parecidas a las del gran salón definían los límites de la galería. La biblioteca, con su hermosa puerta chapada, se hallaba al lado. Al final del corredor había un par de puertas de cristal tallado, que conducían al enorme invernadero, que en aquellos momentos resplandecía con el brillo del sol de la tarde.

Los gruñidos podían llegar de cualquier punto del extremo sur de la mansión, ya que las arcadas de piedra que flanqueaban la galería permitían el acceso a los perros. Era una estancia que solían frecuentar los animales para solazarse a la tibia luz fragmentada del sol.

Roger estiró el cuello con cautela para atisbar la galería, si bien desde donde estaba resultaba imposible divisar la estancia. De todos modos, aunque hubiera estado delante, las vidrieras que revestían la pared exterior le habrían impedido ver a los animales. Encastradas en elegantes marcos arqueados de piedra similares a los de la pared opuesta de la sala, las vidrieras de intensos colores mostraban una impresionante colección de recuerdos artísticos. Entre los antepasados honrados por su contribución al legado de los Wyndham había caballeros en atuendos de batalla, inmortalizados por sus actos de valor, varias damas, que aparecían allí por sus buenas obras, y un erudito de aspecto caballeresco que sostenía una rama de olivo. Desde la llegada del invierno hasta la eclosión del verano, el sol arrojaba sus rayos sobre los cristales desde media tarde hasta el ocaso, lo que bañaba la estancia con extrañas configuraciones distorsionadas de rayos multicolores capaces de confundir el ojo y los sentidos del observador. Eran casi las tres de la tarde y ya se veían las franjas de brillantes tonos que se extendían hasta el final del gran salón.

Roger culpó de su aturdimiento al resplandor que iluminaba el pasillo, en lugar de achacarlo a su corazón palpitante, pero tuvo motivos para pensar que estaba equivocado cuando se encontró mirando unos ojos malignos entre los colores de la luz del sol. Debajo de aquellos ojos de mirada penetrante, unos colmillos blancos y afilados se revelaban entre gruñidos profundos. La amenaza era evidente... y aterradora. En cualquier momento, las enormes bestias decidirían precipitarse sobre él y cerrar las mandíbulas sobre sus piernas o brazos, si no en su garganta. Sólo esperaban un gesto amenazador que las incitara a atacar. Por tal motivo Roger no se atrevía ni a mover una ceja.

Por increíble que pareciera, mientras los segundos transcurrían los animales permanecían inmóviles, como si alguna poción mágica los hubiera transformado en dos efigies de granito, pero Roger no podía confiar en su capacidad de imitarlos. Pese a la postura petrificada de los perros, su pellejo ondulaba sobre el lomo, reflejo de su desconfianza hacia él o cualquiera que consideraran un intruso..., excepto que en este caso habían adoptado lo que parecía una actitud de protección a cada lado de un alto oficial uniformado que estaba erguido en el pasillo, cerca del final de la galería. El hecho de que se apoyara en un bastón indicaba que era otro herido en la guerra contra Francia, tal vez incluso en la reciente batalla de Waterloo o en las escaramuzas que aún tenían lugar en aquel país. Por lo que podía deducirse, el sujeto se había detenido debido a la llegada de la dama a la mansión, pues su expresión inquisidora parecía concentrada en ella.

Era imposible encontrar una explicación razonable a la aceptación de la presencia de este recién llegado por parte de los sabuesos, al menos ninguna que Roger conociera. En circunstancias normales reservaban su lealtad incondicional —de la que era testigo— a la familia inmediata; la feroz devoción de los animales al difunto lord lo había demostrado con harta frecuencia. Si bien jamás había encontrado pruebas fehacientes de ello, Roger había sospechado a menudo que el marqués provocaba la hostilidad de sus perros para disuadir a los muchos pretendientes que solicitaban la atención de lady Adriana. Antes de la enfermedad y fallecimiento de lord Sedgwick, los aspirantes habían adquirido la costumbre de caer en oleadas sobre las propiedades vecinas a Randwulf y Wakefield, en su ansiedad por estar cerca de Adriana Sutton. No sólo la belleza de la dama era sobrecogedora; para muchos lo más interesante era que después del matrimonio el marido recibiría una generosa dote, suficiente para convertir a un mendigo en caballero.

Al fin y al cabo, los sabuesos habían pertenecido al noble, y si lord Sedgwick lo hubiera querido habría podido alentar fácilmente su agresividad. Si bien de puertas afuera parecía divertido por los galanes prendados de la dama, en su momento había decidido que sería su hijo quien se casaría con ella, lo cual para Roger significaba que el anciano tenía motivos suficientes para utilizar los más elaborados subterfugios, como azuzar a los perros contra los enamorados.

Para Roger todavía era un misterio por qué los animales toleraban a los criados, aunque algunos llegaban y se marchaban, a menos que sus uniformes los distinguieran de los visitantes y forasteros en su mente canina. Tras haber alimentado tantas aspiraciones como el resto de los admiradores de lady Adriana, Roger la había seguido hasta Randwulf Manor en más de una ocasión, y se daba cuenta de que Leo y Aris querían al recién llegado tanto como a los miembros de la familia. Con esa idea en mente, y teniendo en cuenta la intolerancia de las bestias a los forasteros, Roger sentía bastante curiosidad por la relación del oficial con los habitantes de la mansión.

Incapaz de recordarlo de alguna visita anterior, Roger se puso a fantasear sobre la identidad del visitante. Si se trataba de un conocido o un pariente lejano de la familia, ¿por qué los perros lo aceptaban de tan buen grado? Por intrigante que fuera la pregunta, Roger no podía sacudirse la impresión de que había visto antes al oficial, o al menos a alguien que se le parecía mucho. Era un rostro inolvidable. Poseía todas las características que envidiaba: facciones pronunciadas y nobles, y una apostura mucho más viril que la suya. En los últimos tiempos había empezado a sospechar que sus rasgos seguirían siendo fastidiosamente juveniles durante mucho tiempo. Aunque acababa de cumplir veintisiete años, constantemente se sentía vejado por gente que lo confundía con un muchacho.

Si el oficial era un invitado de la casa, Roger se sintió ofendido por el aire autoritario del hombre, fuera este por altivez o por su condición de militar. No habría podido imponer respeto sólo por su edad, pues no aparentaba más de treinta y cinco años.

La impresionante presencia del oficial parecía de lo más inapropiada en casa del difunto marqués. Algo exasperado con el anciano mayordomo, que en aquel momento parecía ajeno a todo salvo a su animada conversación con la dama, el oficial parecía esperar que le presentaran a la joven, como si tuviera todo el derecho a ello. Tal vez, como sus predecesores, se había quedado fascinado por su extraordinaria belleza, algo que a veces amargaba a Roger cuando se encontraba en mitad de la audiencia concedida por la bella a sus aristocráticos pretendientes.

Pero ¿quién demonios era este tipo?

La pregunta salió de su conciencia cuando la hija única del fallecido lord lo empujó a un lado. Después de quedar muy rezagada durante la carrera de la tarde, Samantha Galia Wyndham Burke acababa de llegar a la propiedad familiar. Al igual que su amiga más íntima, jugaba a escapar del hombre que la había perseguido, en este caso el que era su marido desde hacía casi dos años. Cuando dirigió una rápida mirada hacia atrás, vio que él estaba acortando a grandes zancadas la distancia que los separaba.

Sus zancadas daban ventaja a Perceval Burke. Entre carcajadas de protesta, aferró a su esposa y la obligó a volverse.

—Ya te tengo, querida mía.

Samantha se quitó el sombrero, miró a su apuesto marido e hizo un mohín.

—¿Debo creer que corro peligro, señor?

Las cejas rubias se arquearon encima de los brillantes ojos azules.

—Temo que de la peor especie.

Con fingido recato, Samantha bajó la vista y sus dedos enguantados jugaron con los botones del chaleco de ante de su marido. Aun así, los labios le temblaban mientras se esforzaba por contener la risa.

—Supongo que deberé hacer penitencia.

—Sí —murmuró con voz ronca su marido, apretándole el brazo—. Me encargaré de ello sin más dilación en cuanto volvamos a casa.

La entrada de la tercera pareja fue muchísimo más digna que la de las dos primeras. Desde hacía algún tiempo, el comandante lord Stuart Burke padecía las consecuencias de una herida muy dolorosa, recibida en la nalga izquierda durante la batalla de Waterloo. No obstante, sus modales eran irreprochables. Ofreciéndole el brazo a la señorita Felicity Fairchild, una joven de inmenso atractivo recién llegada a la cercana ciudad de Bradford-on-Avon, Stuart la escoltó hasta el gran salón con toda la galantería de un oficial y caballero, mientras ella caminaba a su lado con cortos pasos y recatadas sonrisas.

Roger, alentado por la llegada de las parejas, las siguió y procuró afirmar su entrada siguiendo el ejemplo de Perceval. Se lanzó hacia Adriana con la esperanza de pillarla desprevenida, porque si en algo sobresalía era en celeridad y agilidad. Antes de que su madre muriera y a él lo internaran en un orfelinato, había tenido que luchar para sobrevivir entre la miseria de las calles de Londres, y había aprendido la necesidad de ser veloz a una edad muy temprana. O eso, o perder a manos de agentes de la ley la comida robada, un incidente que solía terminar ante un magistrado que decidía el sino del ladrón.

El rápido tintineo del metal golpeando sobre el mármol llamó de inmediato la atención de Adriana. Al reconocer el sonido que solía acompañar la aparición de Roger, miró a su alrededor sorprendida. El bribón se dirigía hacia ella a toda la velocidad de sus piernas.

Pese a los penosos estragos que las cuñas metálicas habían infligido a sus zapatillas y pies en el pasado, Adriana estaba decidida a mantener al aprendiz a raya. Como muchacha soltera, no permitiría a ningún hombre las mismas familiaridades que Perceval había exhibido con su mujer. Aún tenía que encontrar a un hombre que le resultara tan atractivo. Por decepcionante que le resultara hallarse de nuevo en la compañía de Roger Elston, no lograba hacerse a la idea de frustrarlo delante de sus amigos de alta cuna solicitando que pusiera fin a sus avances. Su madre nunca había tolerado groserías de ningún tipo, ni siquiera con aquellos que imponían su compañía a otros.

Empeñada en disuadir a su irreductible pretendiente, Adriana dio media vuelta con una carcajada bien fingida, y consiguió esquivar por unos pocos centímetros la mano extendida de Roger. Queriendo mantenerse alejada del aprendiz (por más que él deseara lo contrario), continuó con sus ágiles evoluciones hasta dejar atrás las primeras arcadas de la galería, vagamente consciente de que Leo y Aris corrían tras ella. De pronto, un objeto de madera cayó con estrépito al suelo, sin duda empujado sin querer por los animales. Por fortuna no se había oído ruido de cristales al romperse. El repiqueteo metálico de su perseguidor cesó con brusquedad cuando los animales saltaron desde la galería, donde habían buscado un breve refugio, al pasillo, detrás de ella, para impedir el avance del aprendiz. En cuanto a lo que habían tirado las bestias, la curiosidad de Adriana no pudo saciarse porque en aquel preciso momento se topó con un obstáculo plantado en su camino, y se preguntó si un árbol acababa de crecer en el pasillo. Teniendo en cuenta su aturdimiento, la idea no se le antojó muy desacertada.

El choque la hizo tambalearse y estuvo a punto de caer cuando su bota topó con la moldura decorativa de una arcada ornamental de estilo italiano. ¿O acaso había tropezado con una raíz torcida?

Al instante siguiente, una larga extremidad se proyectó desde la supuesta estructura de roble y aferró su cintura con una presa inexorable. Sin tiempo para reaccionar, se vio arrojada contra una estructura sólida, que parecía mucho más humana de lo que cualquier árbol pudiera imitar. En una ocasión había tropezado con la fornida cocinera de su familia, en sus prisas por escapar a los establos. La experiencia había sido muy semejante a aterrizar sobre una almohada, un recuerdo que la convenció de que, fuera cual fuera la naturaleza del ser que la aprisionaba, una cosa era segura: ¡su forma no era de origen femenino!

La menor de tres hermanas, lady Adriana Elynn Sutton había crecido en el hogar ancestral de su familia, a unos veinte kilómetros de distancia, y desde su más tierna infancia había sido amiga y confidente de Samantha Wyndham. Aunque en muchos aspectos siempre había sido la favorita de su padre, había causado a su madre y hermanas incontables horas de desesperación. No sólo era diferente en apariencia de las tres, alta, de ojos negros como el ébano y pelo oscuro como el de su padre, sino también en muchos otros aspectos.

Su madre, Christina, era la quintaesencia de una dama y había intentado conformar a las tres hijas en el mismo molde. Había triunfado, hasta cierto punto. Las dos mayores, Jaclyn y Melora, habían seguido los consejos de sus padres, y cuando les convenía eran capaces de adoptar unos modales refinados que los observadores encontraban atractivos y agradables al mismo tiempo. Jaclyn ya estaba casada y vivía cerca de Londres, y era madre de dos hijos. Melora, la siguiente, no estaría mucho tiempo soltera. Adriana, por su parte, daba muestras de haber surgido de un molde muy diferente. Sus hermanas habían insinuado que se parecía más a su tía paterna de lo que la familia podía soportar.

A excepción de un contrato de noviazgo y compromiso matrimonial que la había dejado insegura en cuanto al futuro, Adriana no se consideraba comprometida, y no albergaba el menor deseo de que las circunstancias cambiaran. Se resistía a mostrarse altiva en consideración a los invitados de alcurnia, y, en opinión de su madre, en ocasiones parecía rebelarse cuando, en lugar de exhibir sus mejores prendas, aparecía ante los visitantes en atuendo de amazona, ofrecía graciosas excusas con sonrisas encantadoras y salía disparada por la puerta antes de que nadie pensara en protestar.

No cabía duda de que sus habilidades ecuestres se contaban entre las mejores de la zona, sobre todo cuando montaba el orgulloso corcel andaluz que su padre había importado de España especialmente para ella. Para adquirir tal maestría había dedicado horas incontables a entrenarse, algo que sus pusilánimes hermanas desecharon en cuanto descubrieron que no siempre se mantenían sanas y salvas en la silla de amazona. Una o dos caídas bastaron para que desviaran con brusquedad sus intereses hacia actividades más propias de damas.

Su madre había sufrido durante horas incontables por las costumbres más propias de un muchacho de su hija menor, que había demostrado ser mucho más aventurera que sus hermanas, no sólo por montar a Ulises a través de campos ondulantes y saltar sobre obstáculos difíciles, sino en su ávida fascinación por el tiro con arco y las armas de fuego. Bajo la tutela de su padre había adquirido un ojo penetrante para ambas, y desde una buena distancia, en especial con el rifle Ferguson que él le había regalado, era capaz de abatir un ciervo o alguna otra pieza de caza para aliviar la monotonía de la comida servida en la mesa familiar, o para distribuir raciones entre los necesitados, casi siempre a una pareja que había acogido a una docena de huérfanos. No obstante, eran las opiniones de sus maestros las que más satisfacían a su padre. Según aquellos eruditos, Adriana Sutton poseía un intelecto que podía ser envidiado por muchos caballeros cultos.

Pese a las alabanzas de sus profesores, su carencia de ciertos talentos despertaba la desaprobación de sus rubias hermanas, condena fortalecida porque no sabía manejar la aguja. Detestaba cantar o tocar el clavicordio, en lo cual destacaban sus hermanas. También era muy selectiva a la hora de brindar su amistad a los miembros de su mismo sexo, porque no podía soportar a las cotillas que se dedicaban a susurrar comentarios sarcásticos sobre alguna dama que, casualmente, siempre era más atractiva que ellas. Sus hermanas consideraban deplorable que tuviera muchos más amigos que amigas. «¿Qué pensará la gente?», se lamentaban. Sin embargo, por inexplicable que pareciera (sobre todo a quienes desaprobaban su comportamiento, tan impropio de una dama), Adriana Sutton se había ganado el cariño del difunto marqués de Randwulf, su familia y sus fieles sirvientes, muchos de los cuales la habían visto crecer hasta convertirse en una adorable joven.

Y ahora se encontraba en una trampa que debería haberle erizado el vello, si bien en aquel momento estaba experimentando ciertas dificultades para distinguir la realidad de la fantasía. Dadas las circunstancias, no consideraba tan desacertada la caprichosa idea de que un árbol había echado raíces en el pasillo, pues la forma imponente contra la que había ido a estrellarse semejaba un roble de acero. La falda negra de su uniforme de montar y su chaquetilla cruzada Spencer de terciopelo verde bosque, con su adorno de encaje color crema, parecían protección insuficiente contra el abrazo implacable de quien la sujetaba.

Irritada, intentó liberarse y recuperar la dignidad, y comprobó con alivio que los brazos del hombre se apartaban. Una vez recobrada su libertad, procuró alejarse todavía más del individuo; pero, ay, su esfuerzo resultó en vano, porque al retroceder tropezó con un palo o algún otro objeto de madera largo, que le hizo perder el equilibrio. Agitó los brazos en un frenético intento por mantenerse erguida, al tiempo que el hombre tendía las manos hacia ella. Desesperada, se agarró a lo primero que encontró, la cintura de la chaqueta roja. Aun así, sintió que los pies no la sostenían. La suela de su bota resbaló, con lo que volvió a perder su escaso equilibrio. Sus frenéticas evoluciones terminaron con brusquedad cuando su muslo derecho se estrelló contra la ingle del hombre. Tuvo la impresión de que su víctima se quedaba sin respiración, pero sus desgracias todavía no habían terminado. La falda se le subió hasta la rodilla cuando su pierna izquierda resbaló sobre la parte externa de una extremidad dura y musculosa que más parecía una herramienta de desollar, y no es fácil determinar quién se encogió más de los dos, si el oficial o ella. Adriana experimentó la sensación de que le habían despellejado la parte interna de la pierna, después de resbalar sobre los pantalones de lana blanca del hombre. Si hubiera existido alguna arruga en dicha prenda, estaba segura de que ella habría sido la primera en descubrirla.

Procuró al punto recuperar su modestia tanto como su dignidad, mientras se esforzaba por desmontar del muslo duro como el hierro; pero, por más que lo intentaba, no podía ignorar el dolor que sentía en sus partes más tiernas. Dada su incomodidad, tenía motivos para dudar que fuera capaz de forzar una sonrisa, y mucho menos reír de su propia torpeza. Sólo pudo preguntarse qué estragos había infligido al hombre.

—Lo siento... —empezó, y se ruborizó cuando trató de disimular su disgusto. Temía que hubieran aparecido arrugas en sus calzones donde antes no habían existido—. No era mi intención...

—Da igual —dijo el oficial con voz estrangulada, luchando por no perder el control. Rodeó la cintura de la joven con el brazo una vez más, y la levantó con suma facilidad de su muslo para depositarla en el suelo, entre sus relucientes botas negras.

El oficial cerró los ojos, concentrado en dominar el dolor de sus genitales, e inclinó la cabeza hacia delante para esperar a que se calmara, lo cual permitió a Adriana captar un vago aroma de su colonia. Mezclado con una esencia de jabón y un rastro etéreo de la lana de su uniforme, el olor ascendió hasta su nariz y cosquilleó sus sentidos. Adriana no había experimentado jamás una agitación tan extraña y atrayente. La fragancia viril se le antojó mucho más embriagadora que una copa de oporto en una noche calurosa. Por difícil que fuera, procuró prestar atención a lo que estaba viendo, antes que a las excitantes divagaciones de su mente.

Otra mueca de dolor testimonió el persistente malestar del hombre. Su rostro se tensó al tiempo que apretaba los bien dibujados labios, mientras soportaba el tormento en silencio. Pese a la expresión estoica, el decoro caballeresco no debió de constituir un bálsamo para su dolor, pues con unas palabras de disculpa apenas susurradas bajó la mano entre ambos, al amparo del manto protector de las faldas de Adriana.

La joven cometió el error de bajar la vista, antes de caer en la cuenta de lo que estaba haciendo el hombre: acomodar con cautela el bulto que marcaban sus pantalones ajustados. Dejando escapar una exclamación ahogada, Adriana desvió la mirada. Padeció un momento eterno de absoluta vergüenza mientras se esforzaba por borrar de su mente lo que acababa de ver y centrarse en asuntos lógicos, como el motivo de la presencia del oficial en Randwulf Manor. No obstante, era imposible hacer caso omiso del calor que le abrasaba las mejillas. Y sentirse como un barco a la deriva en un mar extraño, al otro lado del mundo, no le servía precisamente de ayuda.

Adriana clavó a posta la mirada en una zona situada entre el cabello castaño oscuro muy corto y los anchos hombros adornados con charreteras cosidas a la tela roja de la blusa militar. Creía que era la única manera de seguir una línea de pensamiento digna de una doncella, pero jamás en su vida había imaginado que la quintaesencia de la masculinidad pudiera encarnarse en un solo hombre.

Mientras las firmes facciones recuperaban su belleza, vio los claros ojos grises desprovistos por fin de dolor, al menos lo suficiente para comunicar cierto destello de humor a una sonrisa fugaz pero encantadora. Aun así, los dientes blanquísimos, los más perfectos que había visto desde hacía muchos años, eran demasiado brillantes para permitirle una reflexión serena. Las patillas recortadas con esmero acentuaban los pómulos pronunciados bajo las mejillas bronceadas. La jovialidad apenas contenida formó durante un momento profundos surcos a cada lado de su boca. Cualquier mujer habría contemplado con admiración el atractivo resultado, fruto tal vez de años de evolución a partir de simples hoyuelos. No obstante, aquellos surcos preocupaban a Adriana, pues daba la impresión de que tironeaban de algo profundamente arraigado en su memoria, como si hicieran resonar una melodía escurridiza oída muchos años antes y que ahora no podía recordar con claridad. Si existía algún vago recuerdo de aquellas arrugas diabólicas, no se hallaba almacenado en su memoria reciente, y con toda probabilidad había sido relegado a oscuros recovecos de su cerebro, donde dichos pensamientos y recuerdos de años olvidados debían de estar desleídos por falta de uso.

—Teniendo en cuenta la incomodidad que hemos compartido hace unos momentos —murmuró el oficial en un tono cálido destinado sólo a los oídos de la muchacha—, creo que, como mínimo, debería saber el nombre de una compañera tan cautivadora, antes de que otra calamidad se abata sobre nosotros, señorita...

Los tonos melodiosos de la voz de su captor estaban imbuidos de una cualidad tan intensa, que dieron la impresión de vibrar en todo su cuerpo. Para asombro de Adriana, el sonido causó una turbación extrañamente agradable en zonas demasiado íntimas para que una virgen osara pensar en ellas. Por placenteras que fueran las sensaciones, no sabía qué deducir. Parecían casi... impúdicas, aunque lo cierto era que la imagen que se había grabado a fuego en su cerebro hacía poco había intensificado su sensibilidad hasta extremos insospechados. De no ser por el aspecto apuesto del hombre, aún se estaría esforzando por alejar sus pensamientos de su entrepierna.

—S... Sutton —tartamudeó, y podría haber gruñido de irritación por la torpeza de su lengua. No cabía duda de que su incapacidad para articular con claridad no podía deberse a que sintiera vergüenza cuando se encontraba entre hombres, pues no pasaba un mes sin que su padre recibiera nuevas solicitudes de su mano. En cualquier caso, dichos ruegos la aburrían y fortalecían su desinterés, mientras esperaba nuevas noticias del hombre al que la habían prometido.

Antes de este día, había colocado al apuesto Riordan Kendrick, marqués de Harcourt, por encima de todos los que habían solicitado su mano. Riordan se le había antojado el más encantador, y si bien su insistencia no había igualado a la de Roger, esa circunstancia constaba como un punto a su favor. De hecho, sus modales eran finos y elegantes. Sin embargo, no recordaba un momento en que se hubiera sentido tan hechizada por los negros ojos de Riordan como por las luminosas profundidades grises de espesas pestañas que la contemplaban ahora con un brillo divertido. No había visto ojos semejantes desde...

—¿Sutton?

Una ceja bien dibujada se arqueó en un gesto que sólo podía ser de estupor, y el asombro se apoderó de las facciones del oficial cuando la miró de arriba abajo. Aun así, dio la impresión de que lo asaltaban las dudas, pues ladeó la cabeza con aire pensativo y la examinó con más detenimiento. Por más que escrutaba la cara de la joven, era como si no pudiera creer lo que acababa de oír, o incluso lo que estaba viendo.

—¿No... seréis... lady Adriana Sutton? —Al ver que la joven asentía con cautela, su sonrisa se ensanchó y la presión de su brazo aumentó, de modo que el suave busto quedó aplastado contra su ancho pecho—. Santo Dios, Adriana, has adquirido un encanto inconmensurable al alcanzar la madurez. Ni en mil años habría soñado que algún día serías tan adorable.

Ante aquellas dudosas muestras de familiaridad y alabanza, Adriana enrojeció violentamente. Fuera quien fuese el desconocido, sabía su nombre, pero eso no bastaba para paliar su confusión y turbación. Considerando la intensidad de su abrazo, temió que las costillas fueran a partírsele. Sin duda los senos le dolerían durante unos cuantos días. Se preguntó cómo reaccionaría el sujeto si se los acomodaba delante de sus propias narices.

Quizá el oficial había pasado excesivo tiempo en compañía de hombres de armas y había olvidado que un caballero no atenazaba a una dama con semejante entusiasmo, pero Adriana estaba decidida a sacarlo de su error. Si bien antes había acariciado la idea de censurar al aprendiz delante de testigos, este hombre no parecía ser de naturaleza retraída, sobre todo después de haber aprovechado el refugio de sus faldas. Al contrario, se preguntó si alguna vez había conocido a un hombre tan osado.

—¡Por favor, señor! ¡Soltadme y permitidme respirar! ¡Os aseguro que en esta casa no sufriréis la acechanza de enemigos!

El oficial emitió una risita, pero hasta que los pies de Adriana tocaron el suelo esta no cayó en la cuenta de que la había levantado en volandas. No la asombraba tanto esta proeza física como el hecho de que fuera tan alto. Ella apenas le llegaba al hombro. Su padre y Riordan Kendrick eran hombres altos, pero sólo había existido uno capaz de competir con el oficial, y este era el difunto Sedgwick Wyndham.

—Te ruego que me perdones, queridísima Adriana —murmuró el hombre, sin la menor intención de disimular su sonrisa. Desvió la vista a un lado por un momento para aceptar con un murmullo de agradecimiento el bastón negro con mango de plata que le tendía el anciano criado, y luego volvió a clavar los ojos en los de la muchacha—. No era mi intención molestarte con mis modales bruscos, pero temo que los olvidé en mi ansia de reanudar nuestra relación. Cuando te vi hablando con Harrison, confié en que me fueras presentada, pero no imaginé ni por un instante que ya te conocía.

«¡Queridísima Adriana! ¡Reanudar nuestra relación! ¡Ya te conocía!» ¿Se le estaba insinuando el hombre?

De repente, Adriana descubrió que ya no podía soportar más el descaro del desconocido. Giró en redondo con las mejillas inflamadas, con ímpetu suficiente para que sus faldas azotaran las lustrosas botas negras del hombre e incluso su bastón, cuyo extremo había apoyado en el suelo. Imaginó que aquel instrumento era el causante de sus mutuas dificultades. Sería tan útil como una vara de castigo, en el caso de que decidiera desquitarse de la audacia del desconocido y descargarlo sobre su cabeza.

Sólo cuando llegó a la siguiente arcada osó Adriana plantar cara al oficial de nuevo. Lo hizo con absoluta altivez, entre el revoloteo de sus faldas, y alzó la barbilla en una actitud de disgusto total.

Los labios del oficial formaron una sonrisa lasciva cuando la recorrió con la mirada. Si bien le habían dedicado miradas lujuriosas cuando paseaba por las calles de Bath en compañía de su tía paterna o por Londres con su hermana, esto era muy diferente. Aquellos luminosos ojos grises la llevaron a preguntarse si la expresión del hombre habría cambiado un ápice de estar ante él totalmente desnuda. De hecho, a juzgar por su forma de mirarla, casi habría podido jurar que abrigaba oscuros propósitos acerca de su persona y que estaba analizando las zonas por donde iniciaría su asedio seductor.

«¡Qué osadía!», pensó con creciente ira, y preparó la lengua para reprender a quien había demostrado no ser un caballero.

—¡Debo protestar, señor!

Las palabras no habían surgido de los labios de Adriana, sino de los de Roger Elston, nada más y nada menos. Sorprendida, la joven lo vio avanzar hacia ellos con sus enjutas facciones deformadas por la rabia. A juzgar por los puños cerrados, daba la impresión de que iba a plantar cara al hombre, aunque fuera a puñetazos.

Los perros se habían dejado caer en el suelo, cerca de los pies del desconocido; pero, cuando advirtieron que Roger avanzaba, se incorporaron de un brinco con un feroz ladrido que ahogó las confusas preguntas de curiosidad formuladas por los demás ocupantes del vestíbulo. Los ojos brillantes y los colmillos al descubierto dejaban pocas dudas de que los perros atacarían si Roger daba un paso más. La amenaza fue suficiente para que se detuviera.

Roger jamás había observado la menor huella de flaqueza en las proezas físicas de ambos canes durante sus anteriores visitas a Randwulf Manor, por más que Aris y Leo contaran ya dieciocho años de edad. Por desgracia, tampoco la detectó en ese momento. Era tal el estado de ambos animales, que se había sentido aliviado en aquellas escasas ocasiones en que, por el motivo que fuera, se habían quedado en la casa mientras los miembros de la familia y sus numerosos amigos iban a montar a caballo. Sin embargo, más veces de las que deseaba recordar habían alentado a la inseparable pareja a correr junto a sus monturas. En la mayoría de los casos se habían adelantado a explorar los arbustos o las lomas, en su ansia por hundir los colmillos en animales más grandes o devorar a los más pequeños, en función de lo que descubrieran.

Roger se había encontrado ante una amenaza similar la primera vez que había seguido a Adriana hasta Randwulf Manor. Los perros se habían lanzado contra él con unos ladridos tan feroces que la joven se había visto obligada a intervenir para que no lo despedazaran. En posteriores ocasiones, la había visto calmar a las bestias en un tono de suave reprensión, lo que dejaba claro que las enormes bestias la adoraban tanto como a cualquier miembro de la familia Wyndham. Por lo general, la proximidad de la joven alentaba la confianza de Roger, pero en aquel momento la dama estaba mirando fijamente a los perros, como incapaz de creer que saltarían en defensa de un perfecto desconocido. Sólo que no se trataba de un desconocido.

Meses antes, Roger había tomado conciencia con toda crudeza de su miserable linaje. Ocurrió poco después de llegar con la intención de estar con Adriana. No era el único que había acudido con dicho propósito. Casi una docena de otros galanes habían hecho gala de igual osadía. Más tarde todos se habían congregado en la sala de estar de los Wyndham, donde, durante el curso de su conversación con Samantha, su familia y otros conocidos, Roger había ido reparando cada vez más en la inmensa colección de retratos que adornaban las paredes y documentaban el distinguido linaje del que descendían los Wyndham. En un intento de aplacar su curiosidad, no sólo por los nobles en general sino por los parientes consanguíneos de su anfitrión en particular, Roger había estudiado con detenimiento las pinturas. Una en particular, un óleo de cuerpo entero del mismísimo Sedgwick Wyndham, erguido con aire majestuoso junto a la misma chimenea sobre la que ahora colgaba el cuadro, había provocado la inquietud de Roger. El retrato, ejecutado menos de dos décadas antes, no sólo testimoniaba la apostura de su señoría a la edad de cuarenta años, sino también la buena condición física de los dos perros lobos.

Nadie que hubiera conocido al marqués habría puesto en duda la destreza del artista, pues había pintado a su modelo con increíble precisión, hasta el punto de que incluso ahora, muchos años después, la gente seguía cautivada por los ojos grises que parecían centellear desde el lienzo. El rostro refinado, inmortalizado para las generaciones venideras, era tan apuesto que un hombre corriente podía sentirse insignificante en comparación.

Aun así, fueran cuales fuesen los sentimientos que inspirara el retrato a sus espectadores, parecían poca cosa en comparación con las emociones suscitadas por su señoría en persona. Era como si aquellos ojos hubieran poseído la capacidad de penetrar en los secretos más ocultos del corazón de un hombre y, lo más inquietante, animar a quien las miraba a examinar su alma. Roger había llegado a odiar a lord Randwulf por lo que había podido percibir de sí mismo, en especial las escasas perspectivas de sus aspiraciones. Adriana pertenecía a la nobleza, siendo como era la hija de un conde. Se encontraba a gusto en el reino de la aristocracia, pero Roger, consciente del destino que le aguardaba si no lograba conquistarla, había desechado las limitaciones de su humilde cuna en su deseo de poseerla.

Y de nuevo estaba allí, no ante el anciano marqués, sino en presencia de alguien que se le parecía de una forma asombrosa. Su ánimo se abatió en cuanto empezó a intuir quién era el visitante. Por más que Roger deseara negar el parecido, la similitud entre padre e hijo era demasiado grande. El heredero del fallecido marqués había vuelto a casa por fin, tal vez para reclamar su marquesado y con él, sin duda, la mano de Adriana Sutton. ¿Qué hombre en su sano juicio sería capaz de rechazar a una mujer de tan exquisita belleza... o una dote suficiente para sacar a un mendigo de su miseria?

Bajo el desafío de la mirada inquisitiva del oficial, que lo observaba con aire altivo, Roger ardía en deseos de proferir diversos epítetos insultantes, aunque sólo fuera para dar salida a su creciente frustración por la injusticia de que alguien que ya era rico acudiera a reclamar la dote que obtendría mediante el matrimonio con lady Adriana. No obstante, con los perros preparados para atacar, Roger no encontró valor más que para refugiarse tras una maceta en la que crecía una planta enorme, la cual ocupaba la arcada más cercana al gran salón.

Adriana no encontraba una explicación razonable a la escena que acababa de presenciar. De hecho, se preguntaba qué locura se había apoderado de los animales. Detestaban a los forasteros. Ni siquiera eran propensos a entablar amistad con los visitantes frecuentes, como demostraba el hecho de que consideraran enemigo a Roger. Sin embargo, alguna misteriosa razón los impulsaba a defender a este oficial uniformado, que bien podía ser pariente lejano de la familia. Si se trataba de un desconocido, la joven no tenía ni idea sobre cuál era el propósito de su visita.

Fue Samantha quien acabó con el misterio cuando pareció despertar de su estupor y, con un gritito de arrobo, corrió hacia el oficial.

—¡Colton! ¿Eres tú, querido hermano?

Antes de que el hombre pudiera contestar, Samantha llegó a sus propias conclusiones y se arrojó impetuosamente en sus brazos. Esta vez, el oficial consiguió retener su bastón, mientras abrazaba a su hermana. Pasó un largo momento antes de que Samantha lo soltara, y se apoyó contra un brazo de acero con una carcajada de júbilo. Indiferente al resentimiento airado que Roger Elston intentaba contener, y al terremoto emocional que casi había doblado las rodillas de Adriana Sutton, que miraba al oficial boquiabierta, Samantha sólo era capaz de regodearse en su dicha, casi sin poder creer que su hermano hubiera regresado por fin al hogar.

Samantha aferró los fuertes brazos de su hermano y trató de sacudirlos sin éxito.

—¡Oh, Colton, casi no te reconozco! —exclamó—. ¡Has crecido media cabeza desde que te fuiste! Nunca imaginé que serías tan alto como papá. Pareces tan... tan... maduro, o, mejor dicho, tan apuesto y distinguido...

Dándose cuenta de que lo miraba boquiabierta, Adriana cerró la boca. Si bien le resultaba difícil hacer otra cosa que no fuera contemplar al nuevo marqués de Randwulf, un hombre al que había sido prometida al cumplir siete años, escudriñó las facciones viriles en busca del muchacho al que había conocido. Años atrás, sus padres respectivos se habían esforzado al máximo por convencer al joven de lo razonable del contrato que su padre había propuesto; pero, a la edad de dieciséis años, James Colton Wyndham se había negado con denuedo a considerar su futuro compromiso y se había marchado de su casa, y no lo habían vuelto a ver hasta ese día. Adriana se habría sentido resarcida si en su madurez él se hubiera tornado tan repugnante como un jabalí. En cambio, estaba admirada por los cambios ocurridos desde que el joven había partido de Randwulf Manor. De muchacho, Colton había demostrado una y otra vez que poseía genio y figura, y después de tantos años, Adriana había empezado a pensar, al igual que Samantha, que nunca volvería. Ahora, a la edad de treinta y dos años, ya no era un jovencito, sino un hombre en todos los sentidos de la palabra.

Era un hecho incontrovertible que Colton Wyndham resultaba mucho más impresionante en su madurez que en su juventud. Era más alto, fuerte y corpulento, y de una apostura y virilidad increíbles. De facciones nobles, pómulos finamente cincelados realzados por la piel bronceada, una nariz delgada y recta, y ojos grises de espesas pestañas, luminosos como un estanque iluminado por la luna, poseía la apariencia refinada y aristocrática capaz de mortificar de deseo a cualquier doncella. No era de extrañar que se hubiera creído enamorada de él a una edad tan temprana. Había sido su príncipe, su caballero andante. Ahora había vuelto, dispuesto a asumir el marquesado. Aunque sospechaba que aún desconocía las condiciones que su padre había dispuesto para ellos, se preguntó si se plegaría a las cláusulas del contrato o renunciaría por completo, como había hecho años antes. La incertidumbre creaba una sensación de inquietud en la boca de su estómago, y se preguntó qué la trastornaría más, si su aceptación del acuerdo matrimonial o la esperada negativa.

El amor fraternal se hizo evidente cuando Colton se apoyó en su bastón y, con la mano libre, dio un golpecito suave a su hermana bajo la barbilla.

—Querida hermana, a estas alturas ya te habrás enterado de que Bonaparte ha sido vencido una vez más. Tal vez el buen capitán del barco habrá anclado y trasladado a su ilustre pasajero a la orilla de Santa Elena. Si fuéramos afortunados, el emperador no volvería a escapar para atizar el desagradable gusano de la guerra. Es una rata hambrienta cuyas fauces ansiosas se alimentan de vidas humanas, sin importarle las legiones de viudas y madres que deja afligidas en su estela.

Los dedos temblorosos de Samantha acariciaron un surco que tenía su hermano en la mejilla.

—Pensaba que volverías antes, Colton. Papá no dejaba de llamarte en su lecho de muerte, pero al final perdió toda esperanza de verte. Murió pronunciando tu nombre.

Colton tomó la mano de su hermana entre las suyas y depositó un tierno beso sobre los delgados nudillos.

—Te ruego que me perdones, Samantha. Me siento inmensamente arrepentido. Cuando me informaste de la enfermedad de nuestro padre, no pude irme debido a nuestra lucha contra las fuerzas de Napoleón. Más tarde, cuando llegó la noticia de su muerte, me hallaba impedido por una herida en la pierna, tan grave que los médicos me advirtieron que tendrían que amputarla a la altura de la cadera si la infección empeoraba. De no ser porque tuve la suerte de ver cómo un sargento curaba su propia herida purulenta mediante un método indecible, gusanos, ni más ni menos, combinados con una repulsiva mezcla de musgo y arcilla, hoy no estaría aquí entero... o como fuera. Aun así, tardé un tiempo en poder andar bien. Después, para licenciarme del servicio, me pasearon de un sitio a otro. Los funcionarios no parecían muy propensos a entregarme los papeles que garantizaban mi licenciamiento, pues en aquel momento ya era evidente que conservaría la pierna. No paraban de asegurarme que estaban considerando mi ascenso a general de brigada, con lo que podría obtener cualquier misión que se me antojara. Se mostraban renuentes a dejarme marchar, teniendo en cuenta que parte de nuestras tropas aún se hallaban enzarzadas en escaramuzas con el enemigo en diversas zonas de Francia. Tuve que decirles más de una vez que debía volver a casa.

Las mentes de Samantha y Adriana se habían quedado obsesionadas por la herida y la peculiar cura, y por un momento fueron incapaces de seguir su razonamiento. No habían escuchado gran parte de sus palabras posteriores. El remedio que había procurado la curación se les antojaba tan grotesco, que ambas se estremecieron.

Samantha no pudo evitar llevarse una mano a la boca mientras esperaba a que sus nervios se aplacaran. Por fin posó los ojos en el bastón de su hermano y, cuando por fin alzó la vista, habló con voz preñada de preocupación.

—Y... la enfermedad... ¿ya está controlada?

Colton contestó con voz apagada.

—Tan sólo un leve impedimento que requiere la ayuda de un bastón para caminar, pero con un poco de suerte, ejercicio y tiempo suficiente para completar la curación dejaré de depender de él. A cada día que pasa, siento la pierna más fuerte. Confío plenamente en que mi cojera desaparecerá, pero hasta qué punto lo ignoro.

Samantha cerró con fuerza los ojos para reprimir las lágrimas y se apretó contra su hermano, que le deslizó un brazo por los hombros.

—Sólo puedo dar gracias a Dios porque hayas regresado sano y salvo —gimió la joven—. Nuestras oraciones han sido respondidas.

Colton le acarició la espalda.

—Estoy convencido de que he vuelto ileso porque tú y nuestra querida madre no cejasteis en vuestras plegarias —dijo con voz ronca en su oído—. Debo daros las gracias de todo corazón, porque arrostré muchos peligros en esta última campaña contra las fuerzas de Napoleón.

Adriana recordó sus fervientes súplicas nocturnas. Había permanecido despierta muchas noches, incapaz de soportar la idea de Colton muerto, herido o tal vez abandonado en algún campo de batalla. Era el único hijo varón de unos padres a los que había querido tanto como a los suyos. En un tiempo había sido además el héroe de sus fantasías infantiles, razón más que suficiente para rezar en incontables ocasiones por su vida.

Samantha no podía acallar la pregunta que ardía en su corazón. Apoyándose en el brazo de su hermano, escudriñó sus facciones con una intensidad que era fruto de sus preocupaciones.

—¿Tu presencia en Randwulf Manor indica que tienes la intención de asumir las responsabilidades del marquesado?

Colton la miró sin pestañear.

—Puesto que el título recae con todo derecho sobre mi cabeza, querida hermana, sería una negligencia por mi parte permitir que fuera a parar a las manos de nuestro primo Latham.

Samantha, que no sabía si reír o llorar, se rindió a ambas posibilidades, como muestra de su alivio y dicha abrumadores. La última visita de su primo la había enfrentado a él. Latham había acudido con la excusa de asistir al funeral de su padre, pero había entrado en la mansión con el aire de un presuntuoso señorito, empeñado en inspeccionar sus dominios recién adquiridos y el mobiliario correspondiente. En realidad, apenas había presentado sus respetos al fallecido, cuando ya insistió en que Harrison le enseñara la mansión, y luego se enfureció al ver que el mayordomo, por lealtad a la familia, preguntaba a su ama si concedía permiso al hombre para echar un vistazo. Teniendo en cuenta el exceso de arrogancia de Latham, Samantha casi había esperado que exigiera una lista inmediata de los tesoros familiares. Pese a haberse reprimido durante casi toda la visita, cerca del final le había contestado con sarcasmo, cuando el primo había preguntado dónde viviría su madre en el futuro. Le había replicado con aire distante que lady Philana se quedaría en Randwulf Manor como madre del heredero.

—Latham se llevará una decepción —murmuró con una sonrisa radiante. Aunque su júbilo se debía a la disposición de Colton a aceptar el marquesado, cosa que tanto había anhelado su padre, se alegró asimismo de no tener que tragarse el resentimiento y pedir disculpas a su primo—. Estoy segura de que Latham pensó que habías muerto cuando no regresaste de Waterloo. De no ser por las garantías de los hombres que estaban a tu mando, mamá y yo habríamos perdido hasta la última esperanza. No obstante, después de que la mayoría de los oficiales hubieron regresado, nos pareció que llevabas tanto tiempo ausente que empezamos a temer que te resistías a licenciarte y asumir las responsabilidades que exigía el título. Pero ahora has vuelto, y todo está bien. De hecho, si hubiera sabido que ibas a venir, habría insistido en ir a recibirte después de recoger a Adriana y a nuestros invitados, para que te unieras a nuestra excursión.

Colton lanzó una risita y meneó la cabeza para desechar la posibilidad.

—La verdad es que, después de viajar tanto tiempo en diligencia, experimenté un inmenso alivio al abandonarla. Por otra parte, mi pierna me lo habría impedido. Aún me duele cuando monto o cuando estoy en un espacio confinado, como en el viaje. A menos que pueda combatir el entumecimiento paseando, la incomodidad no desaparece. De esta forma, madre y yo pudimos hablar un rato. La dejé descansando arriba hace unos momentos, y pensé en dar una vuelta por la casa, saludar a los antiguos criados y echar un vistazo a los terrenos con Leo y Aris. Apenas había empezado mi paseo, cuando Harrison abrió la puerta para que entraran tus invitados.

Los labios de Samantha se curvaron en una sonrisa traviesa, mientras lo miraba de arriba abajo.

—Te fuiste cuando eras poco más que un crío. Y vuelves convertido en todo un hombre...

—Y yo te encuentro convertida en toda una mujer —replicó Colton con una risita—. Cuando me fui eras un renacuajo de ocho años, pero ahora eres una auténtica belleza. —Retrocedió con la ayuda del bastón y la examinó con un brillo de placer en los ojos—. Hace un par de años, madre me envió una larga carta en la que describía tu boda, y debo confesar que me produjo una gran sorpresa. Aún me cuesta dar crédito a mis ojos... Mi hermanita pequeña, crecida y casada.

—Supongo que todavía me imaginabas como la niña esquelética que te seguía a todas partes; pero, seas consciente o no, hermano mío, ya tengo veinticuatro años, lo cual te convierte en un anciano. —Se alejó, ejecutó unos pasos de baile y volvió hacia él. Se llevó una mano detrás del oído, como si se esforzara por escuchar—. Vaya, creo que oigo crujir tus huesos debido a lo avanzado de su edad.

Su hermano estalló en carcajadas.

—Si eso es cierto, querida hermana, te aseguro que se debe a los padecimientos de la guerra, no a la edad avanzada. —Como un gallo que se exhibiera ante una gallina, caminó en círculos cojeando, con una mano en el costado, lo cual llamó la atención de las damas sobre la esbeltez de su cintura, fuera o no algo intencionado—. Por si no te habías dado cuenta, estoy muy bien conservado.

Aunque estaba muy de acuerdo con él, Samantha puso los ojos en blanco en señal de escepticismo.

—Nadie lo creería con sólo mirarte.

Colton alzó una mano para aplacar sus críticas y adoptó una postura autoritaria, si bien no intentó disimular la alegría que brillaba en sus ojos.

—¡Basta de tonterías, descarada! He esperado horas para conocer a todo el mundo.

Apenas había terminado de hablar cuando, ante la sorpresa de su hermana, giró sobre su pierna buena y se acercó a la belleza alta y morena con la que había tenido el placer de topar momentos antes. Había transcurrido cierto tiempo desde la última vez que había sentido la atrayente suavidad de un busto femenino apretado contra su pecho. En lo relativo a las largas y esbeltas extremidades de la dama, se inclinaba por opinar que jamás había acariciado unas que hubieran disparado tanto su imaginación como las que acababa de sentir contra las suyas. La persistente impresión de aquellos fuertes muslos enredados con los de él había contribuido sobremanera a despertar un apetito viril que no había sido aplacado desde hacía meses. Si bien era justo decir que la hija de Gyles Sutton era una muchacha inocente e inconsciente de lo que había despertado en él, su imagen le había quedado grabada a fuego en la mente y en el cuerpo.

Años antes, se había ofendido por la predicción de su padre de que algún día apreciaría la compañía de lady Adriana. Poco había sospechado que, después de su dilatada ausencia, se sentiría fascinado por la arrebatadora belleza de aquella a la que había rechazado con tozudez. Por más que lo intentaba, no encontraba el menor rastro de aquella cosita de grandes ojos oscuros que, junto con su hermana, le pisaba los talones siempre que sus padres acudían a visitarlos.

Pese a haber sido una cría de aspecto tan anodino, Adriana Sutton era ahora una joya excepcional. La nariz fina, los elegantes pómulos y la delicada estructura de su gracioso rostro eran lo bastante admirables para conmover el corazón de muchos hombres, pero eran sus grandes ojos oscuros de pestañas sedosas, coronados por las delicadas cejas, lo que revivía imágenes de la niña que había sido. De todos modos, después de tanto tiempo, aquellos recuerdos parecían tan fugaces y caprichosos como el viento que soplaba entre los árboles.

De niña, Adriana siempre había sido delgada y alta. Incluso ahora, casi le llevaba media cabeza a su hermana. Aunque esbelta, tenía más curvas de las que nunca hubiera creído posible en quien había sido un palillo. Tal vez su larga abstinencia tenía mucho que ver con el hecho de que todavía era muy consciente de la persistente impresión que el suave busto y las esbeltas extremidades habían dejado en su cuerpo.

Algunos rizos habían escapado del sombrero de copa y del moño ceñido en la nuca, lo cual desvió su mirada hacia pequeñas zonas sabrosas que un hombre desearía acariciar con la lengua. El largo cuello marfileño, visible entre el cuello de encaje y el pelo oscuro, podría ser un bocado delicado para sus labios y dientes. Al igual que sus exquisitas orejas, adornadas con perlas. La fragancia embriagadora que emanaba de aquellas zonas, al igual que desde la suave sien, se le antojaban ahora vapores sedosos. Un tono rosado natural teñía sus mejillas cuando aún no había advertido su presencia, pero allí donde su piel había sido clara y suave como seda cremosa detectaba ahora un color más profundo, lo cual lo llevó a preguntarse si su detenida inspección había conseguido ruborizar a la dama.

Por más que su corazón ardiera de admiración por lo que veía, su autoestima sufría a causa de su erróneo juicio del pasado, pues saltaba a la vista que Adriana Sutton era una joven de una belleza excepcional. Pocas veces había visto tamaña perfección. Por primera vez en sus dieciséis años de ausencia, todo el peso de su negativa a aceptar el compromiso propuesto por su padre asestaba un golpe a su orgullo, similar al de una descarga de artillería en la proa de un barco. De no haber sido por su falta de visión y su terca obstinación, ya habría reclamado a la dama para sí.

—Te pido disculpas por no haberte reconocido desde el primer momento, Adriana —murmuró en tono afectuoso—. Tu apariencia ha cambiado hasta un punto tan asombroso, que estoy sobrecogido. Supongo que todavía te veía en mi mente como la niña que fuiste, pero ya no es el caso —añadió con ojos brillantes y una sonrisa torcida—. Mi padre siempre decía que algún día serías una belleza, pero nunca imaginé que te convertirías en una diosa.

La sonrisa indefinida que asomó a los labios de Adriana fue lo más cercano a la calma que la joven fue capaz de fingir. Para peor, momentos antes se había visto obligada a aparentar una fría reserva para no dejar traslucir el resentimiento que se había esforzado por alimentar mientras había durado la incertidumbre de la guerra. Pese a tener la sensación de que este hombre le había arrancado el corazón muchos años antes, era lo único que podía hacer para mantener su actitud distante. Experimentaba un alivio tan inmenso porque hubiera vuelto sano y salvo a su casa, que deseaba arrojarse en sus brazos presa de la dicha más arrebatada, igual que había hecho su hermana. De todos modos, lo que se cernía ante ellos la embargaba del temor de que despreciara el acuerdo redactado en su ausencia y, enfurecido, abandonara Randwulf Manor una vez más, para siempre.

—Sois muy amable, mi señor, pero no tenéis por qué disculparos —contestó, forzando una sonrisa temblorosa—. Es muy comprensible que no me reconocierais. Al fin y al cabo, yo no era más que una niña de seis años cuando os fuisteis. Apenas soy capaz de intuir los numerosos cambios ocurridos en vuestra vida desde vuestra partida; pero, a juzgar por los signos externos, habéis soportado muy bien el paso de los años, pese a las muchas batallas en que habéis combatido.

—No cabe duda de que soy más viejo y porto más cicatrices —admitió Colton, mientras indicaba como sin concederles importancia las diminutas marcas que añadían un sutil carácter a su hermoso rostro—, pero durante mi dilatada ausencia de casa he aprendido a apreciar más que antes a la gente que dejé atrás. He pensado a menudo en la angustia que causó mi partida, y la he lamentado en incontables ocasiones, pero, al igual que el vino derramado estúpidamente, mis errores no tenían remedio. En cuanto espoleé mi caballo, no osé mirar atrás para ver el desastre que dejaba. Sólo podía mirar hacia delante con la esperanza de que algún día me sería perdonado el dolor que provoqué.

Teniendo en cuenta lo que aún quedaba por revelar, Adriana se preguntó si él todavía sentiría remordimientos cuando se le comunicara una noticia similar. Años atrás, la reacción de Colton al compromiso propuesto había dejado en ella una impresión tan ominosa, que la joven ansiaba estar muy lejos cuando se produjera la segunda notificación.

—Comparto el inmenso alivio de vuestra familia, mi señor, y me consuela el hecho de que hayáis regresado a vuestro hogar. Samantha ha pasado las noches en blanco desde la muerte de vuestro padre, y yo ya no sabía qué decir para alimentar sus esperanzas.

—Hace años me llamabas Colton —le recordó el hombre, al tiempo que avanzaba un paso—. ¿Tanto te cuesta hacerlo ahora?

Mientras se adentraba en una zona que Adriana habría considerado impertinente de haber sido otro hombre, se dio cuenta de que esta proximidad agitaba sentimientos que creía adormecidos. Muchos años antes, cuando no era más que una niña, este hombre había destrozado la imagen que se había formado de él en su mente. Para ella había sido un caballero heroico, en todos los sentidos. Para impedir un nuevo golpe como aquel, tenía que mantener el rumbo firme, con la vista clavada en el horizonte, pues no existían garantías de que las velas que en otro tiempo se habían henchido con sus deseos y aspiraciones infantiles fueran menos susceptibles a las brisas de su encanto. No podía permitir que el hombre volviera a hacerle albergar esperanzas, al menos hasta estar segura de que sería más compasivo que antes. Sólo cuando tuviera la certeza de que iba a ser benévolo con ella le entregaría su compañía, y tal vez con el tiempo, su corazón.

—Os ruego que perdonéis los defectos de mi juventud, mi señor —replicó, al tiempo que retrocedía un paso y sostenía su mirada—. Ocurrió hace mucho tiempo, cuando no era más que una niña. Confío en que, entre las enseñanzas básicas que mi madre ha intentado inculcarme durante vuestra ausencia, haya aprendido a respetar como es debido a los señores de vuestra noble posición.

Colton ladeó la cabeza en un ángulo peculiar y la examinó con detenimiento mientras se preguntaba por qué la joven se negaba a dejarse de ceremonias, puesto que la había invitado a ello.

—Debo deducir de tu respuesta que eres contraria a las familiaridades.

—Si no es con la corrección que mi madre me exigiría de estar presente, ¿qué sugerís vos, mi señor?

El hombre enarcó una ceja, divertido.

—Vamos, Adriana, nuestros padres no sólo han vivido cerca durante treinta años o más, sino que han sido amigos íntimos desde antes de que yo viniera al mundo. Dios santo, aún recuerdo el día en que naciste, y la agitación que causé cargando las flores que madre había cortado de su invernadero, cuando nos llevó a Samantha y a mí para ver a la recién nacida. Eras la cosita más diminuta, colorada y furiosa que había visto en mi vida. ¿No crees que la estrecha camaradería de nuestras familias nos permite algunos privilegios sobre el decoro habitual de los desconocidos?

Adriana estaba convencida de que había doblegado a muchas amantes con similares razonamientos. Debido a su apostura, imaginaba que se había convertido en un experto en apartar a ingenuas doncellas del camino que sus padres las habían alentado a seguir. Tenía poderes de persuasión, y no podía culpar a las mujeres por caer bajo su hechizo, pues estaba descubriendo con asombro que su corazón no era tan indiferente como ella imaginaba. Hasta su voz profunda y dulce se le antojaba una caricia que turbaba sus sentidos.

Adriana se sacudió los efectos de su sonrisa cálida y se recordó lo mucho que sufriría cuando aflorara la verdad, como mínimo el dolor del rechazo. Mejor conservar la altivez y salvar algo de su orgullo ante lo que se avecinaba, razonó.

—Temo, mi señor, que vuestra prolongada ausencia nos ha convertido en desconocidos, y no podremos ponerle remedio en el curso de unos breves momentos, ni siquiera de unas cuantas horas.

Los fascinantes hoyuelos de las mejillas del hombre se hicieron más profundos, al ofrecerle una sonrisa que se le antojó tan persuasiva como en otros tiempos.

—¿No cederás, Adriana?

Cuando miró aquellos ojos brillantes clavados en los suyos, Adriana se sintió transportada a la infancia. De niña adoraba a Colton Wyndham. Había sido el hermano que no había tenido, un héroe al que sólo superaba su padre, un caballero sin par. Después, había llegado aquel fatídico día en que había sabido que él no deseaba tener nada que ver con ella. La pregunta era si reaccionaría de manera diferente una vez que se diera cuenta de que nada había cambiado durante su ausencia.

Colton no se rindió.

—Si insistes en rechazar mi súplica, Adriana, deberé preguntarme si he de constreñirme a la formalidad de dirigirme a ti de idéntica forma. Considerando los estrechos lazos de nuestras familias, ¿no parece ridículo ceñirnos a esas rígidas reservas?

—Lejos de mí abusar de vuestra indulgencia, mi señor. Si os adherís o no a un estricto código de caballerosidad lo dejaré por completo a vuestra discreción.

—¡Ay! —Colton fingió una mueca y se llevó una mano a su blusa escarlata, como indicando el lugar donde lo habían herido—. Debo confesar que mi conducta no siempre se ha plegado a las formas apropiadas, Adriana. Aun así, del mismo modo que en un momento dado merecí ser alejado de tu presencia, pensaba que, con los años, había aprendido algunos modales.

—No sabía nada de eso, mi señor. Habéis estado ausente la mitad de vuestra vida y casi toda la mía.

—Sí, es cierto —admitió—. Y, aunque esperaba cambios en mi ausencia, nunca sospeché que debería ser tan reservado con la hija menor de los amigos más íntimos de mi familia.

—Vuestro título de marqués os permite comportaros como gustéis, mi señor.

Colton suspiró fastidiado, se apoyó en el bastón y dobló el brazo libre a la espalda, mientras contemplaba aquel rostro de encantadora belleza.

—Mi querida Adriana, tu belleza es tal que cualquier hombre solitario, alejado de su hogar, soñaría contigo en la madrugada. Si hubiera sido capaz de guardar ese recuerdo en mi corazón hace años, no cabe duda de que me habría deparado esperanza en tiempos de necesidad. Tus palabras fluyen como seda de tus adorables labios, y al principio parecen tan agradables como el delicado perfume de rosas que desprendes; pero, ay, sus afiladas espinas aguijonean mi piel desprevenida, y logran que me asombre este profundo abismo que nos separa. ¿Acaso no puedes perdonar la insensibilidad de mi juventud? Espero ser un hombre diferente del muchacho que una vez fui.

La sonrisa vacilante de Adriana fue lo bastante breve para parecer fugaz.

—Si os parezco grosera, mi señor, tal vez sea porque he recibido buenas lecciones.

Colton se encogió de nuevo, y se sintió como si ella le hubiera clavado sus colmillos.

—Sí, fui bastante grosero contigo en aquel entonces —admitió en voz baja—, y debo enmendar eso. Nunca fue mi intención herirte, Adriana. Eras una chiquilla inocente, y la ofensa que te infligí me avergonzó. —La estudió con detenimiento, y no dijo nada más hasta reparar en el rubor que invadía las mejillas de la joven. Con una sonrisa encantadora, avanzó e invadió de nuevo las fronteras mentales que ella había erigido a su alrededor. El hombre inclinó la cabeza hasta que su mejilla casi rozó el ala de su sombrero de copa, y murmuró en su oído—: Pero permíteme asegurarte, querida mía, que no hay nadie mejor que tú. Te has convertido en una joya asombrosa, la más bella que he visto en mi vida. Sólo verte me hace desear no haber actuado de una forma tan estúpida al marcharme, obedeciendo a mi temperamento.

Adriana alzó la cabeza al punto, y por un momento escrutó aquellos ojos grises para ver qué revelaban.

—Os mofáis de mí, mi señor —acusó sin aliento, confusa.

Colton rió en voz baja, satisfecho de hacer añicos su altivez.

—Quizá sí, Adriana. —Transcurrió un largo intervalo antes de que volviera a inclinarse hacia delante para susurrar en su oído—: Y quizá no.

Aunque Adriana retrocedió un paso debido a la confusión y abrió y cerró la boca varias veces mientras realizaba un esfuerzo desesperado por responder de una manera inteligente, comprendió la inutilidad de su esfuerzo, porque el hombre la había desconcertado hasta el punto de dejarla sin palabras.

Colton apoyó una mano sobre su mejilla y puso el pulgar sobre sus labios, acallando sus intentos.

—Ten piedad de mí, Adriana. No puedo soportar más agujeros en mi pellejo en este momento. Mi herida aún ha de curar.

Dio media vuelta sin despedirse y se alejó, dejando a la dama con una mano temblorosa apoyada sobre su mejilla al rojo vivo, allí donde la mano del oficial la había acariciado de una manera extrañamente provocadora. Pese a la sangre que corría alborotada por sus venas, Adriana se sintió segura de una cosa: Colton Wyndham no había cambiado un ápice desde su partida, pues incluso ahora, con nada más que una palabra o una caricia de su mano, parecía capaz de hacer añicos su sentido común. Lo había hecho incontables veces, burlándose de ella cuando era pequeña, y después, de una manera mucho más terrible antes de marcharse, cuando se negó con irritación a contemplar la perspectiva de su futuro matrimonio. Por más que Adriana hubiera negado su susceptibilidad momentos antes, comprendió que la había vuelto a desconcertar, sólo que esta vez se debía a que había creado burbujitas de placer que, por lo visto, era incapaz de controlar.