7

—SAMANTHA no va en el carruaje con él —anunció Melora con estupor, mientras miraba el vehículo desde la ventana delantera que dominaba el sendero, al no ver más que al coronel—. ¿Qué vas a hacer? No puedes ir con Colton sin dama de compañía.

—Melora, ¿es que siempre has de ver un escándalo en cualquier circunstancia que no se acomode a tus elevadas normas? —la aguijoneó Adriana con sarcasmo, dirigiéndose a la puerta de la sala de estar—. Aunque dudo que Colton esté interesado en forzarme, Bentley estará a mano por si me veo en la necesidad de chillar.

—Pero Bentley va al pescante del landó —protestó su hermana.

—Como debe ser. Al fin y al cabo, Melora, es el cochero de los Wyndham.

La lógica de Adriana frustró a su menuda hermana.

—Sí, y tú irás dentro con Colton.

—Bien, da la casualidad de que es de día, y que su señoría cometería una estupidez si me forzara, teniendo en cuenta que la puerta del carruaje está adornada con su emblema familiar. Si hiciera algo semejante, a saber lo que otra gente podría ver desde sus carruajes o carretas. Además, llevamos a los tres hijos de los Jennings al funeral de su madre. Creo que podemos confiar en que se comportará como un caballero lo suficiente para dejarme en casa de los Abernathy, recoger a los niños y marchar luego los cuatro a la iglesia y el cementerio. Además, me resulta imposible imaginar a su señoría cometiendo una felonía, al menos del tipo que tú temes. Si me agrede, papá le dará instrucciones definitivas sobre cómo contestar al ministro cuando se pronuncien los votos matrimoniales. —Le irritaba que su hermana pudiera considerar al hijo de Sedgwick Wyndham capaz de hacer algo tan atroz—. La verdad, Melora, piensas mal de todo el mundo, excepto de sir Harold, y Colton es tan caballero como tu prometido, o quizá más. Al fin y al cabo, Philana es la madre de Colton, y todos sabemos que es una dama de pies a cabeza.

—Eso no significa que Colton no llevara una vida contraria a sus orígenes durante su ausencia. He oído algunos rumores escandalosos sobre meretrices que alivian las..., ejem..., necesidades de los soldados. No me harás creer que Colton, con lo mayor que es y el tiempo que ha pasado lejos de su casa, no se ha acostado con alguna.

—No deberías mancillar la reputación de un hombre basándote en habladurías, Melora —la reprendió Adriana—. Si fuera un santo, no me cabe duda de que lo llamarías aburrido y carente de imaginación. Sugiero que le concedas el beneficio de la duda hasta que demuestre ser un sinvergüenza.

No se atrevió a explicar a su hermana que ya contaba con serios motivos para preguntarse sobre las tendencias del hombre, después de su encuentro en el cuarto de baño. Si cometiera esa imprudencia, Melora iría corriendo a sus padres para acusar a Colton de exhibirse ante ella. Imaginaba que a su padre se le pondrían los pelos de punta, mientras deploraba con expresiones airadas tamaña desvergüenza. Eso significaría el fin del acuerdo suscrito por ambas familias.

Adriana se detuvo en el vestíbulo y esperó a que Charles le acomodara la capa sobre los hombros. Dio las gracias al criado, y después se despidió de su hermana agitando los dedos en su dirección.

—Hasta luego..., si no me han asaltado.

Adriana sonrió complacida al ver que llegaría a tiempo de detener a Colton antes de que se acercara a la puerta. Su uniforme parecía tan limpio y pulcro como el día anterior, y se preguntó cuántos tendría para presentar siempre ese aspecto tan elegante.

—No hace falta que entréis, mi señor. Estoy preparada para marcharme, si así lo queréis. Melora es la única que se encuentra en casa, y prefiero no aplacar su curiosidad todavía. Amor fraternal y todo eso.

—¿Como entre Samantha y tú? —preguntó el hombre con curiosidad, mientras la ayudaba a subir al landó. Por lo que recordaba de las tres hermanas Sutton, Adriana y su hermana parecían mucho más compatibles.

La joven esquivó sus conjeturas.

—Quizá no sea lo mismo. Samantha y yo nos llevamos muy bien casi siempre.

No dijo más, y Colton se preguntó qué habría hablado aquel par. Si debía extraer sus propias conclusiones de sus visitas infantiles a Wakefield, las hermanas mayores siempre le habían parecido un poco altaneras con la menor, como si no pudieran perder el tiempo con alguien tan pequeño, delgado o desgarbado. Sería muy propio de la antigua Melora encontrar defectos en su hermana menor.

Al cabo de unos momentos, pensó que Adriana era un ángel al ver los cuidados maternales que dispensaba a los hijos de los Jennings, a los que arropó para protegerlos de la fría brisa, mientras conducía a los dos más pequeños hacia el carruaje de Colton. Este caminaba detrás con el hijo mayor, y la miraba mientras Adriana señalaba, nombraba y explicaba las características de los diferentes animales que los Abernathy guardaban en recintos vallados que bordeaban el camino. Le sorprendió bastante sentirse invadido por impresiones evocadoras de un futuro en que quizá sería marido de la dama y padre de sus hijos. No fue una sensación desagradable. De hecho, era muy gratificante saber que la dama le convenía hasta el punto de imaginarla como esposa y madre de sus hijos.

Los Abernathy habían reunido a los demás huérfanos en su vehículo familiar de múltiples asientos, construido a partir de un carretón. Después de saludar con la mano a la pareja, se dirigieron hacia la pequeña iglesia ante la cual se celebraría el funeral, dejando que Colton y Adriana se encargaran de los hijos de la difunta. Según la señora Abernathy, los tres no habían dejado de hablar sobre su trayecto en el elegante carruaje desde que habían llegado. El cambio obrado en ellos era notable. Ahora estaban limpios, lavados y vestidos con ropas nuevas que Colton había pagado, y en general parecían contentos y menos temerosos. Los dos más pequeños iban sentados a cada lado de Adriana, y no paraban de hacer preguntas. El mayor había elegido acomodarse al lado de Colton, y no parecía menos curioso, reclinado contra el apoyabrazos.

—¿Luchasteis en la guerra como papá?

—Creo que estuve en el ejército más tiempo que tu padre. Hasta hace poco, era mi carrera.

Joshua lo miró con renovado interés.

—¿Os hirieron alguna vez?

—Sí, en la pierna.

—¿Estuvisteis cerca de morir?

Colton inclinó la cabeza un momento y dedicó al niño una sonrisa torcida.

—Lo bastante para volverme aprensivo.

—¿Aprensivo? —repitió el niño, perplejo—. ¿Qué quiere decir?

—Miedoso.

Joshua se quedó muy sorprendido.

—¿Queréis decir que estabais asustado?

—Oh, sí. Es muy natural que uno tenga miedo de perder la vida..., o un miembro.

—¿No habréis estado en peligro antes?

—Sí, en el campo de batalla, pero mientras peleaba no tenía tiempo de pensar en la muerte. Estaba demasiado ocupado intentando sobrevivir.

—La gente decía que papá era un héroe —afirmó Joshua—. Sus amigos se lo dijeron a mamá después de darle la noticia de que lo habían matado. A mamá no le importó. Le preocupaba lo que haría ahora que él ya no le enviaría algo de ayuda.

Colton apoyó una mano sobre el hombro del niño.

—Por lo que me han dicho acerca de tu padre, pienso que fue un hombre admirable, de quien un hijo puede estar muy orgulloso. Estoy seguro de que su recuerdo te será beneficioso en el futuro. Tal vez serás un héroe a tu manera.

—¿Queréis decir que iré a la guerra y moriré igual que él?

Colton intercambió una sonrisa con Adriana, antes de volver a mirar al niño y menear la cabeza.

—No, Joshua, no es preciso morir para ser un héroe. Si vives, puedes ser tan grande como un héroe. Los héroes son personas honorables, que hacen el bien por sus semejantes y su patria sin tener en cuenta sus incomodidades. Puedes empezar cuidando de tu hermano y tu hermana, enseñándoles a diferenciar el bien del mal, protegiéndolos de la gente que intente perjudicarlos y ayudándolos en su existencia cotidiana, bañarlos y vestirlos, calzarlos, peinarlos. Como eres el mayor, has de quererlos y enseñarles, al igual que vuestro padre os quiso y enseñó.

Adriana escuchaba en silencio mientras pasaba los dedos por el cabello de la niña. Las palabras de Colton eran sabias. La llevó a pensar que el corazón del hombre era sensible a las necesidades de los niños. Hasta imaginó que, algún día, sería un buen padre, aunque todavía ignoraba si lo sería de sus hijos.

—Lord Randwulf también fue un héroe en la guerra —dijo, mientras sonreía a Joshua—. Luchó para salvar nuestro país de las fuerzas francesas, que habrían intentado conquistarnos de no haber sido derrotadas.

—Yo quiero ser un héroe —proclamó Joshua con una sonrisa. Señaló a Colton—. Como él. Así podría tener un carretón como este.

—Un carretón, ¿eh? —dijo Colton riendo.

—Yo también quiero ser héroe —declaró con timidez Sarah, y luego lanzó una risita cuando Adriana le hizo cosquillas en la barbilla. Ocultó la cara contra el pecho de la mujer, miró al hombre con un ojo y luego señaló hacia arriba—. Como la bonita dama.

—Ella sí que es una heroína —se mostró de acuerdo Colton, mientras clavaba la vista en los ojos de Adriana—. No sólo para los numerosos animales de la campiña, sino para tres huérfanos necesitados de cariño. Tienes instintos muy maternales, querida mía.

Adriana se ruborizó y, en su esfuerzo por disimularlo, desvió la atención hacia la niña que había depositado sobre su regazo. Le ordenó los rizos dorados y, cuando terminó, le dedicó una sonrisa.

—Eres muy bonita, Sarah. No me cabe la menor duda de que tu padre habría estado orgulloso de ti, al igual que de Jeremiah y Joshua.

—Eso era lo que siempre decía papá, que estaba orgulloso de nosotros —manifestó Joshua, que al punto tuvo que secarse una lágrima—. Quizá habría sido mejor que no fuera un héroe, y ahora estaría con nosotros.

Colton apretó con afecto el brazo del niño. De pronto, el pequeño se puso a sollozar y se echó en los brazos del hombre. Adriana se quedó emocionada por la compasión que mostró Colton, el cual rodeó con su brazo al infante y no hizo el menor esfuerzo por proteger la chaqueta de las lágrimas que derramaba su protegido.

Poca gente asistió a la ceremonia. Por lo visto, la fallecida no gozaba del aprecio ni el respeto de sus vecinos y conocidos. Si bien los asistentes proclamaron su admiración por el padre, también calificaron a la mujer de egoísta y perezosa, y afirmaron que no había hecho nada por sus hijos, salvo matarlos de hambre y mantenerlos prisioneros en una cabaña húmeda y oscura. Muchos expresaron su estupor por los cambios ocurridos en los niños en tan corto tiempo. Colton y Adriana alabaron a los Abernathy por su dedicación, no sólo a los Jennings, sino a los demás huérfanos que habían adoptado con el transcurso de los años. Resultó evidente para todos que los niños que llevaban más años con los Abernathy demostraban un gran afecto y respeto por sus padres adoptivos. Los llamaban papá y mamá, y contestaban «sí, señor» o «no, señora».

Cuando devolvieron por fin los hijos de los Jennings a los Abernathy, la pareja invitó a Colton y Adriana a cenar. Colton se habría negado, al ver la situación apurada de la pareja, pero Adriana le confió que su padre siempre procuraba que no le faltara comida a la familia. Además, añadió que la señora Abernathy era una cocinera excepcional, y comer algo preparado por la mujer constituía una ocasión especial.

La velada transcurrió jovialmente, con Adriana y Colton sentados en un banco, flanqueados por los hijos de los Jennings. Los niños mayores de la familia no paraban de contar historias a sus invitados, y arrancaban fuertes carcajadas de los hombres y los niños, y sonrisas de las damas. La pequeña Sarah reía con los demás, aunque sin comprender del todo el significado de las historias, pero imitaba en todo a la hermosa dama y la miraba con ojos de adoración, saboreando sus caricias.

Cuando por fin el carruaje de los Wyndham emprendió el regreso por la carretera iluminada por la luna, Adriana se sintió inclinada a expresar su gratitud a Colton por lo que había hecho por los niños, y lo que parecía estar dispuesto a hacer en un futuro.

—Vuestra ayuda les será muy beneficiosa, mi señor, y así serán mejores personas.

—No he hecho gran cosa —contestó el hombre, mientras acariciaba con el pulgar el puño plateado del bastón—. Tú y los Abernathy sois quienes merecéis las alabanzas, no yo.

—Todo el mérito es de la pareja, pero vos habéis sido muy generoso, cuando otros nobles se habrían negado, con toda probabilidad.

—Si he sido caritativo, Adriana, tú eres quien me ha instruido. Entre tus esfuerzos y los de Samantha, puede que algún día demuestre ser un hombre magnánimo.

La suave boca de Adriana se curvó en una sonrisa.

—Tal vez sólo estabais esperando la oportunidad de demostrar vuestra bondad, mi señor.

—Durante casi toda mi vida he pasado por alto esas oportunidades, Adriana. Tú me has enseñado más sobre caridad en estos dos últimos días de lo que sabía hasta ahora. —Colton se inclinó sobre el mango del bastón y escudriñó aquellos brillantes ojos oscuros, mientras una sonrisa le curvaba los labios—. Has despertado emociones en mí que no estaba seguro de poder sentir, hasta que volvimos a encontrarnos. Por algunas, me siento muy agradecido. En cambio, debo reprimir otras.

Adriana lo miró con suspicacia.

—¿Y cuáles son las que intentáis reprimir?

Colton se reclinó en el asiento y sonrió.

—Oh, no pienso revelarte esa información por ahora, hermosa doncella. Debo meditar más sobre el meollo del asunto antes de entregarte ese poder.

—Os burláis de mí —lo acusó ella con repentina certeza—. Yo no he hecho nada, y sin embargo queréis hacerme creer que os he influido de alguna manera misteriosa o cometido algún crimen contra vos. Os estáis burlando de mí como hacíais antes, de modo que no digáis más bobadas.

Una risita escapó de los labios de Colton.

—Compruebo que no te dejas engañar con facilidad, querida mía, pero ¿no puedes entender lo que experimenta un hombre como yo en presencia de una mujer tan hermosa?

Adriana decidió que tal vez había llegado el momento de preocuparse por la distancia que faltaba para Wakefield. Clavó la vista en la oscuridad y luchó por recobrar la voz, hasta que carraspeó y lo intentó de nuevo.

—¿Sabéis dónde estamos exactamente?

—No temas, Adriana. Pese a lo mucho que me gustaría hacerte el amor ahora mismo, no te forzaré para apaciguar mi apetito masculino. Sin embargo, espero que, con el tiempo, serás más receptiva a mis atenciones. Puedo ser enormemente persuasivo cuando se trata de cobrar una hermosa y rara pieza que deseo con desesperación.

Adriana sintió que sus mejillas ardían cuando miró aquellos sonrientes ojos grises. Al punto, quedaron iluminados por los faroles del carruaje, y quedó patente la calidez que alumbraba en aquellas profundidades translúcidas, al igual que su confianza en sí mismo.

—Parecéis muy seguro de vos, mi señor.

—Oh, imagino que una mujer única como tú tiene que estar aburrida de las numerosas proposiciones que se le hacen, y es muy posible que te preguntes en qué se diferencia mi invitación de las otras. De puertas afuera, en nada; pero, en el fondo, con los años he llegado a darme cuenta de que todo posee un arte. —Se encogió de hombros—. Por ejemplo, en los campos de batalla que pisé durante mi carrera de oficial, me familiaricé con las habilidades de la guerra. También existe el arte de la intimidad que pueden compartir un hombre y una mujer. No tiene por qué implicar irse a la cama juntos; pero, si eso sucediera, Adriana, sería cariñoso contigo y buscaría tu placer antes que el mío. Te cuidaría como algo raro y precioso, pues eso es lo que eres. He llegado a darme cuenta, después de examinarte en el baño, que no estaré satisfecho hasta que seas mía. Eres como un potente vino que se me ha subido a la cabeza. Nunca he deseado tanto a una mujer como te deseo a ti desde que he vuelto. Ya debes saberlo a estas alturas.

Sin saber muy bien qué decirle, Adriana decidió seguir investigando en el tema, por si no había entendido bien lo que él deseaba de ella. No se atrevería a hacerle proposiciones deshonestas cuando existía un acuerdo firmado por los padres de ambos.

—¿Debo creer que aceptáis nuestro compromiso?

Los ojos de Colton bajaron hacia el puño del bastón, mientras seguía el dibujo grabado, con la uña de un dedo.

—Yo no he dicho eso, Adriana.

—Pero estáis solicitando mis favores, ¿no?

—Creo que no he dicho eso —se evadió Colton, presintiendo la creciente ira de su interlocutora.

Adriana apoyó sus dedos temblorosos contra la frente y cerró los ojos. Por un momento, meditó sobre lo que había oído y trató de extraer algún sentido.

—Pues entonces, ¿qué habéis dicho? Tal vez he interpretado mal vuestras proposiciones.

—No tengo la intención de tomarte contra tu voluntad, querida mía, pero me gustaría muchísimo intimar contigo.

¡Menuda audacia! Era mucho más descarado de lo que había imaginado.

—¿De veras creéis que consentiría en acostarme con vos sin haber contraído matrimonio? —preguntó. ¡Qué osadía!—. ¿Acaso soy idiota? Recuerdo demasiado bien que Jaclyn quedó embarazada nada más casarse. Si fuera tan imprudente de aceptar, cosa que no pienso hacer, sería como invitar al desastre.

Colton rió de sus protestas. Parecía mucho más preocupada de quedarse embarazada que de ser seducida sin estar casada.

—Haría todo lo posible por impedir que eso ocurriera, Adriana —dijo con zalamería—. Podría complacerte como nadie te ha complacido jamás.

Adriana dirigió una mirada airada al hombre.

—Melora me advirtió que era peligroso ir sola con vos en un carruaje, y yo deseché sus llamadas a la precaución. La próxima vez, podéis estar seguro de que estaré más atenta a sus admoniciones, pues han demostrado ser muy acertadas.

Colton sintió una punzada de decepción cuando se dio cuenta de que Bentley estaba disminuyendo la velocidad para tomar la curva que conducía al camino de entrada de los Sutton.

—Da la impresión de que la oportunidad de hablar largo y tendido sobre este asunto se nos ha escapado, al menos por esta noche —murmuró con una sonrisa. Sus ojos la estaban devorando a la suave luz de los faroles. Exhaló un suspiro que transmitía su decepción—. Supongo que debo soportar la inutilidad de desearte una noche más. Poco imaginaba cuando te encontré en mi baño que viviría angustiado por el deseo de poseerte.

Cuando Bentley detuvo el carruaje ante la mansión de estilo Tudor, Adriana no esperó a que el caballero la ayudara a bajar. Abrió la puerta, dio una patada al peldaño y descendió con la celeridad de alguien a cuyos faldones hubieran prendido fuego. Abandonado de tal forma, Colton bajó el mismo peldaño con mucha más dignidad y la siguió con tanta presteza como le permitió su cojera.

Ansiosa por salir al encuentro de la pareja, después de ver aparecer en el camino de entrada los faroles del carruaje, Melora se levantó las faldas y adelantó corriendo a Charles. Casi sin aliento, abrió el portal y salió a tiempo de ver que su hermana se dirigía hacia allí.

—Pensaba que nunca volverías —dijo Melora, mirando de arriba abajo a su hermana menor. Habría tomado la iniciativa de sugerir a su madre que algo había pasado, en el caso de haber detectado algo erróneo en la apariencia de Adriana—. Espero que no os haya retrasado nada grave.

—Cenamos en casa de los Abernathy, Melora —anunció Adriana—. Volvimos nada más terminar. Y, si te estás preguntando si he sido forzada, la respuesta es no, y seguirá siendo no mientras me quede aliento en el cuerpo.

Melora se quedó boquiabierta, y Colton se tapó la boca para contener una carcajada. En aquel momento, se le ocurrió que jamás había conocido a una mujer como Adriana Sutton. Por lo visto, en el futuro debería ser muchísimo más sutil acerca de sus intenciones, si deseaba intimar con la dama al margen del matrimonio.

Colton se quitó el morrión cuando la menuda mujer lo miró.

—Buenas noches, Melo...

—Entra, Melora —lo interrumpió Adriana, tirante. Se detuvo en la puerta y miró al hombre con frialdad—. Lord Colton no puede quedarse. Ha de regresar a su casa cuanto antes.

Así despedido, Colton no tuvo otro remedio que acceder.

—Es cierto, ay. No puedo quedarme.

—¡Buenas noches, mi señor! —dijo Adriana con un esfuerzo, mientras Melora la seguía. Al instante siguiente, Colton se encogió cuando la puerta retumbó con estrépito detrás de las dos mujeres.

Cuando se acercó al landó, reparó en la mirada tímida de Bentley, antes de que el hombre volviera su atención al tiro. Aun así, observó que el hombre echaba subrepticias miradas hacia atrás.

—¿Deseas hablarme de algo, Bentley? —preguntó Colton, mirando con suspicacia al cochero.

—Bien, ah..., no, señor. Quiero decir... Bien, lady Adriana..., ah..., parece un poco independiente... a veces.

—Sí, ¿y qué quiere decir eso?

Con cuidado de no ofender al noble, el cochero dirigió otra veloz mirada hacia atrás.

—He visto a su señoría..., ah..., encresparse antes cuando un tipo intentó... intimar... demasiado.

—¿Quieres decir intimar con la dama? —insistió Colton, con la vista clavada en el hombre.

—Ah... Bien... Tal vez, señor. —Bentley carraspeó con dificultad, como si se hubiera tragado una rana—. Oí lo que la dama dijo camino de la puerta, señor. Dijo..., er..., casi lo mismo que la noche en que le puso un ojo a la funerala con el bolso a ese tipo. Es propensa a tales manifestaciones de energía cuando se enfada un poco, señor, y os aseguro que sabe utilizarlo. Vuestra hermana os lo podrá confirmar. Fue testigo de la agresión. Ella y el señor Percy.

Colton alzó el bastón y examinó el puño a la luz de la luna.

—¿Y qué sugieres?

Una vez más, el cochero carraspeó, incómodo.

—Ni se me pasaría por la cabeza sugeriros algo, señor.

—Vamos, Bentley, tú ya trabajabas para nosotros antes de que yo me marchara. Si has de comunicarme algo respecto a la dama, tienes permiso para decirlo. Otra cosa es que lo acepte o no.

—En ese caso, señor, os diré lo poco que sé. Tal vez eso os ahorre enemistaros con la dama. Es muy fácil para un hombre que ha estado en la guerra perder de vista la diferencia entre las de los campamentos y las de casa, pero si os esforzarais por recordar que lady Adriana está bastante por encima de las mujeres que siguen a los soldados, tal vez no os disgustaríais tanto.

Colton meditó sobre el consejo del hombre durante largo rato. Después miró hacia la puerta principal por la que Adriana había desaparecido, bastante irritada. Tal vez se había acostumbrado en exceso a las mujeres que se le ofrecían, y había olvidado que algunas todavía conservaban la pureza para sus futuros esposos. Por más que le hubiera gustado hacer el amor a la dama, tenía que admirarla por su firmeza. Al menos, si se casaba con ella, no tendría que preguntarse quién la había disfrutado antes.

Con una súbita carcajada, Colton lanzó el bastón al aire y lo atrapó al vuelo. Se tocó el ala del morrión con el puño y saludó al hombre por su sabiduría.

—Gracias, Bentley. Haré todo cuanto esté en mis manos por recordar tu prudente consejo. En verdad la dama es como dices, y si persisto en tratarla con ligereza cuando estoy con ella, me pondrá un ojo a la funerala con su bolsito.

Todo el cuerpo de Bentley pareció temblar cuando se puso a reír.

—Sí, señor, y lady Adriana es la única capaz de haceros eso.

Colton asintió sin decir nada cuando George Gaines, su sastre, le hizo una pregunta, pero el hombre nervudo y menudo se dio cuenta de que su señoría estaba absorto en sus propios pensamientos y que no se encontraba de humor para discutir los detalles de levitas, chalecos y pantalones. Si bien habían pasado varias horas desde que habían partido de la residencia londinense del noble, una excelente mansión de estilo Palladio ubicada en Park Lane, cerca de Hyde Park, el coronel retirado apenas había mascullado una palabra. Durante casi todo el rato había estado mirando la campiña por la ventana, absorto en sus pensamientos, el ceño fruncido, los labios apretados. Aquellos ojos grises transparentes sólo se habían movido para contemplar el paisaje. Faltaba poco para el ocaso, pero el hombre no parecía haber caído en la cuenta de que la intensidad de la luz había disminuido.

Colton tomaba nota de todo, pero estaba preocupado por otros asuntos. Durante los últimos días, mientras se ocupaba de asuntos propios del marquesado, lo habían invadido incesantes pensamientos de la belleza morena que pronto cortejaría, y eso no había contribuido precisamente a levantarle el ánimo. Por más que había intentado expulsarla de su mente, había sido en vano, y tampoco le había servido de nada pensar que podía encontrar alivio en otra mujer. La misma idea lo había hecho irritarse consigo mismo, y no había perdido el tiempo en lo que prometía ser una empresa estéril. La verdad era que, tras ver la perfección desnuda de lady Adriana, ninguna otra mujer lo atraía. Intentar aplacarse con otra sería como tratar de engullir la comida de un mendigo teniendo delante un banquete. Pese a sus firmes objeciones del pasado a las propuestas de su padre, era como si volviera a ser un jovenzuelo, que seguía con alegría el camino trazado por su progenitor años antes.

El estrecho sendero que atravesaban facilitaba el acceso a las mansiones vecinas de Wakefield y Randwulf. Cuando el landó dejó atrás la arboleda que bordeaba la carretera y salió al claro que permitía ver los terrenos circundantes de Wakefield Manor, alzó la vista con la esperanza de ver a Adriana. La mansión Tudor de piedra gris, con numerosos gabletes y tejado puntiagudo, se alzaba sobre una colina entre altos árboles de hoja perenne, tan altos que casi rivalizaban con las chimeneas, las cuales parecían perforar las nubes. Había visitado la cálida y espaciosa mansión muchas veces en su infancia, y estaba convencido de que la familia que habitaba en ella sería tan agradable y hospitalaria como antes. No podía hacer nada mejor que emparentar con ellos mediante el matrimonio.

El landó aminoró la velocidad, lo cual despertó la curiosidad de Colton, que se asomó a la ventanilla para descubrir la razón de que Bentley tirara de las riendas de los caballos. Fue cuando vio en el campo que se extendía al otro lado del vehículo a dos jinetes que corrían a lomos de sus caballos hacia un muro de piedra bajo. La dama, que montaba de costado sobre el corcel andaluz moteado de gris, iba delante, y al parecer disfrutaba de tal circunstancia. Colton vio la altura de la barrera que se alzaba ante la pareja y, con una maldición ahogada que llamó la atención del sastre, se inclinó hacia delante en el asiento para ver mejor. Casi paralizado de horror, vio que los dos se acercaban al obstáculo; pero, cuanto más se aproximaban, más se clavaban sus ojos en el corcel moteado que montaba la elegante dama. Contuvo el aliento cuando el caballo saltó con gracia y elegancia sobre el obstáculo. Colton, abrumado de alivio, apenas reparó en que el corcel negro del hombre salvaba con idéntica agilidad el mismo obstáculo.

—¡Jovenzuela imprudente! —murmuró Colton, airado—. ¡Le trae sin cuidado caerse cualquier día de estos y romperse su bonito cuello con esas excentricidades!

El señor Gaines lo miró con cautela.

—¿Amiga vuestra, mi señor?

—Una vecina con una pasión poco común por los caballos —masculló Colton. Alzó el bastón y golpeó el techo del carruaje. Cuando el landó empezó a disminuir la velocidad, se volvió hacia su acompañante—. Perdonad, señor Gaines. Voy a bajar unos momentos, pero Bentley os conducirá a Randwulf Manor con vuestros hombres. —Miró por la ventanilla de atrás y vio que el vehículo del sastre acababa de salir de la arboleda—. Harrison se ocupará de vuestras necesidades, y os destinará una zona de la mansión donde vos y vuestros ayudantes podréis trabajar sin que nadie os moleste durante la semana que viene.

Cuando el landó se detuvo, Colton bajó y dio instrucciones a Bentley.

—Puedes volver a buscarme después de que hayas ayudado al señor Gaines y sus ayudantes con su equipaje —concluyó.

Colton no trató de comprender la oleada de irritación que lo invadió cuando vio que los dos jinetes se acercaban al paso por la carretera, sin duda para que sus monturas descansaran. Adriana saludó con su mano enguantada a Bentley, al igual que el apuesto caballero que tiró de las riendas de su corcel negro junto al caballo gris.

No era Roger Elston, observó Colton, intrigado por la creciente sensación de disgusto que experimentaba. El hombre iba montado como si hubiera nacido a lomos de un caballo, y, a juzgar por su amplia sonrisa, podía deducirse que lo estaba pasando en grande. Y ¿por qué no?, se burló mentalmente Colton. Aunque los dos estuvieran delante de la propiedad familiar de la dama, la tenía toda para él.

Colton miró a Adriana y al hombre que la acompañaba cuando se acercaron a él.

—Buenas noches —saludó, e inclinó el sombrero en dirección a la dama. Estaba muy elegante con su atuendo de montar negro, con cuello de encaje de seda blanco y un sombrero de seda negro sobre su cabeza morena. Perlas solitarias adornaban los lóbulos de sus exquisitas orejas, bajo mechones rizados que sin duda habían escapado durante alguno de sus saltos. Al parecer, no era aquel el único obstáculo que habían salvado durante su paseo por la campiña—. Me ha parecido oportuno parar para ver tu caballo, pues toda mi familia me ha cantado sus alabanzas. —Desvió la vista hacia la montura de Adriana, mientras esta le acariciaba el cuello arqueado, y tuvo que reconocer la verdad. Ulises era un animal excepcional—. Es una auténtica belleza.

Adriana tuvo que hacer un supremo esfuerzo para olvidar que el coronel había solicitado con todo descaro sus favores no hacía demasiadas noches. Si le hubiera soltado en la cara que no deseaba cumplir el contrato firmado por sus padres, no se habría sentido más ofendida. Como sólo la quería a tenor de su capricho, el hecho de que la deseara no había atenuado en nada su irritación.

Adriana sonrió y movió la mano para indicar a su acompañante, alto, apuesto, de cabello y ojos oscuros, al cual presentó mientras el desconocido desmontaba.

—Os presento a mi buen amigo Riordan Kendrick, marqués de Harcourt. Riordan, este es Colton Wyndham, marqués de Randwulf.

—Hacía tiempo que deseaba tener este placer —dijo el hombre mientras se acercaba a Colton con una sonrisa y la mano extendida—. ¿Qué soldado no ha oído hablar de vuestra valentía bajo el fuego? Os doy la bienvenida de Waterloo, mi señor, y de todos los demás lugares que habéis pisado durante vuestra gloriosa carrera.

La irritación que asaeteaba a Colton desde que había visto al hombre desapareció en cuanto se dieron la mano.

—Gracias, lord Harcourt, y os devuelvo el saludo. He oído muchas historias de vuestra valentía en los campos de batalla.

Riordan rió y alzó una mano en señal de protesta.

—Temo que me habéis avergonzado en ese terreno, de manera que no habléis más, mi señor.

Al darse cuenta de que Adriana había levantado la rodilla del estribo de su silla, los dos hombres se precipitaron con el ansia de ser el primero en ayudarla. Para mortificación de Colton, la veloz agilidad de Harcourt lo venció sin dificultad. Y por qué no, meditó lúgubremente. El hombre no estaba impedido por antiguas heridas.

La forma en que el noble miró a la dama cuando la depositó en el suelo bastó para desatar la ira del observador, el cual, hasta este momento, se había considerado indeciso en sus intenciones hacia la bella. Sólo era porque el hombre había regresado indemne de las guerras, pensó Colton, mientras intentaba explicarse la irritación que lo embargaba. No eran celos, desde luego. ¡Imposible! No recordaba haber sentido envidia de nadie en su vida.

Eso había sido antes de que volviera a casa y se encontrara ligado a un contrato en el que no había intervenido, pareció susurrar una voz dentro de su cabeza. Eso fue antes de que descubriera a una dama capaz de turbar su sueño. Eso había sido antes de que descubriera hasta qué punto un hombre igual a él, y que heredaría un título superior cuando su padre falleciera, la deseaba para sí. Eso había sido antes de que viera en el rostro y los ojos oscuros de otro un amor que ardía como una llama.

Adriana se acercó a Colton con Ulises detrás.

—Lord Harcourt y yo estábamos esperando a nuestros amigos. En cuanto sir Guy Dalton y lady Berenice Carvell lleguen, nos reuniremos a cenar con mi familia. ¿Os apetece acompañarnos?

—Gracias por la invitación, pero Bentley no tardará en volver a buscarme —explicó Colton, que se sentía desconcertado por la bella. Aunque la joven había sonreído, sus ojos no habían perdido la frialdad—. He traído a mi sastre y a sus ayudantes de Londres y, conociendo al señor Gaines como lo conozco, estoy seguro de que arde en deseos de empezar.

Experimentó un gran alivio cuando vio regresar su landó, porque se sentía incómodo, y la presteza de Bentley le permitía escapar sin hacer el ridículo. Aunque se resistía a aceptar la idea de que ver a Adriana con otro pretendiente había desatado su envidia, tuvo que reconocer que sentía algo parecido a los celos.

—En tal caso, os deseo buenas noches —dijo Adriana, dando media vuelta y aceptando la mano que le ofrecía su acompañante. Acostumbrado como estaba a que las mujeres quisieran complacerlo, Colton sufrió algo cercano a un brutal despertar cuando vio a la pareja alejarse con sus corceles, pues la dama no se volvió en ningún momento a mirarlo y no dejó de sonreír a su acompañante.

La mirada interrogativa de Bentley era lo último que Colton deseaba afrontar cuando el carruaje se detuvo a su lado.

—No digas nada —ordenó con tono amargo—. Esta noche no estoy de humor para tolerar tus sabios consejos.

Bentley lanzó una mirada de preocupación hacia la pareja.

—¿Creéis que lady Adriana está prendada de su señoría?

—¡Cómo demonios voy a saberlo! ¡Sólo puedo decir que no está prendada de mí!

—Tal vez cambie de idea mañana —sugirió el cochero en tono vacilante.

Colton resopló como un toro furioso.

—O cuando el infierno se hiele.