diecinueve
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El primer navegante

Elizabeth, sentada a horcajadas sobre sus caderas, se inclinó hacia delante, balanceándose, con una mejilla alumbrada por la tenue luz, y le cosquilleó en los pezones con las yemas de los dedos.

—¿De qué te ríes?

Él alargó el brazo y le devolvió el favor. Tan tersos y elásticos los senos, tan duros y rugosos los pezones, y mucho más grandes que sus dos puntas diminutas. Se preguntó, con cierto aire ausente, si este tipo de manipulación le produciría un placer mayor en similar proporción. De ser así, la envidiaba.

—Me reía de mí mismo. He sido un cretino.

Su melena le acarició el pecho como un pincel suave y enorme.

—Sí que lo has sido, Cairns, pero yo he sido aún más estúpida.

Su mano se trasladó a aquella cabellera, otro prodigio. Deseó que su respuesta pudiera ser tan inagotable como los estímulos, tantos eran, tanta selva y océano, montaña y otero, la larga playa blanca de su espalda, el inacabable planeta entero que era su cuerpo, el cegador cielo oscuro de su mente. Un mundo que había explorado durante horas, y que le había devuelto la exploración.

—No sé si eso va a funcionar esta vez.

La lengua de Elizabeth hizo algo asombrosamente ingenioso con su prepucio, a modo de réplica; un experimento que refutaba su vacua hipótesis. Ella era bióloga, y una experta en su campo.

*

Tercer bloque. Muelle 4, Ferman e Hijos. A las ocho de la mañana, el muelle era un lugar infecto, el viento procedente del mar transportaba el hedor de los acantilados de exterminio y la hediondez química, más próxima, de los sistemas de refrigeración malgastados y los agresivos desinfectantes de los buques factoría. El suelo estaba cubierto de esquirlas de hueso y de una resbaladiza mezcla de aceites minerales y animales. Los vehículos de acarreo chirriaban y atronaban sobre el empedrado. En medio de los estibadores y marineros, el saurio y los dos humanos pasaban desapercibidos. Encontraron una cafetería en el espigón, enfrente de la entrada del edificio de oficinas, y se agazaparon en torno a una mesa junto a la ventana empañada. Elizabeth y Gregor daban espaciados bocados a sus bocadillos de pescado ahumado; Salasso picoteaba unas tiras de ternera en salazón. Gregor montaba guardia, limpiando la ventana de vez en cuando con la manga.

—Lípidos suspendidos coloidalmente en gotas de agua formadas alrededor de partículas de humo. Se podría escribir toda una tesis sobre este lugar sin meterse siquiera con el apartado biológico.

—Tómate otro café —dijo Salasso—. Tu cerebro sufre las primeras manifestaciones de la carencia de sueño.

Gregor bostezó y asintió con la cabeza, sonriendo a Elizabeth mientras Salasso levantaba tres dedos en dirección a la camarera. La cafetería estaba llena de obreros desayunando tarde y de oficinistas o empresarios desayunando temprano. La mayoría de ellos eran humanos, a excepción de un gigante estibador y una pareja de saurios.

—Este tal Volkov —dijo Salasso, cuando la camarera les hubo rellenado las tazas—. ¿Te dio la impresión de que conocía a Matt Cairns?

—Oh, sin duda. Estaba con un hombre que me confundió con Matt, de espaldas, eso sí.

—Así que sabemos que tu antepasado se parece a ti, y que quizá tenga el mismo porte y constitución. Eso podría sernos de ayuda, pero desearía que hubieras hablado algo más con aquel hombre.

—Para serte sincero, estaba tan emocionado por haber conocido a Volkov que no le di demasiada importancia al otro. Y estaba procurando ser cauto, porque sabemos que ellos sí lo son. No quería abrumarlo con preguntas.

—Aun así…

—Mira —dijo Elizabeth, sonriéndoles a ambos desde el otro lado de la mesa—, el caso es que yo distraje a Gregor de su búsqueda. No seas tan duro con él.

—Me alegro por vosotros, pero esta relación ha surgido en un momento inconveniente. Y ahora sufrís los dos porque os faltan horas de sueño.

Gregor no dejaba de concentrarse en el paisaje borroso que se veía por la ventana. La noche que había pasado con Elizabeth parecía impresa en cada parte de su piel, y conservaba en las manos el recuerdo de todas sus curvas y recovecos.

—Yo no lo llamaría «sufrir». Y ya que hablamos de momentos inconvenientes, tú mismo…

—Vale. Pero las consecuencias de mi tesitura personal fueron afortunadas.

A Gregor le parecía que Salasso estaba sospechosamente a la defensiva. Cualesquiera que fueran las emociones implicadas en la centenaria aventura del saurio sólo podían ser intensas. Decidió no hurgar en la llaga.

—En cualquier caso, hablábamos de Volkov. No le hacía gracia que Marcus conociera su identidad, así que no creo que vaya a vender ningún secreto a los mercaderes.

—Entonces, ¿a qué va a venir aquí? —preguntó Elizabeth.

—Suponiendo que lo haga… No dio su palabra. Quizá sólo quiera cerrar algún trato relativo a los lubricantes para motores marítimos.

—Hay mucho más en juego —dijo Salasso—. Estoy irracionalmente seguro de ello.

Gregor apoyó la mejilla en el cristal empañado, no con gesto sensual —el tacto grasiento era bastante desagradable— sino con la intención de asomarse al extremo de la calle del muelle. El reloj de pared de la cafetería anunciaba que eran las ocho y media.

—Esa es una de las cosas que me gusta de tu pueblo —dijo, lacónico—. Los humanos no califican de «irracionales» a sus certezas, y menos cuando lo son.

—La racionalidad es una aspiración que merece la pena. Para vuestra especie.

Gregor seguía riéndose por lo bajo cuando reconoció a un hombre que se acercaba caminando despacio, un poco más lejos al otro lado del muelle, deteniéndose ocasionalmente para estudiar los portales y los carteles.

—No os levantéis de golpe, pero acabo de divisar a Matt Cairns. Esperad aquí.

Se incorporó y hubo salido por la puerta antes de que nadie pudiera objetar algo, y apenas se acordó de mirar a uno y a otro lado antes de cruzar la carretera.

*

El hombre se encontraba de pie junto al portal del tercer bloque, contemplando los nombres de los negocios enumerados junto a sus correspondientes timbres. Acababa de levantar un dedo tentativo hacia ellos cuando reparó en Gregor, y se giró.

Gregor lo observaba fijamente, transfigurado. Lo único antiguo que había en él era su chaqueta, de piel de dinosaurio tan desgastada por el uso que parecía tela. A despecho de lo que sabía, había esperado en su subconsciente que su antepasado pareciera mayor, gravitando la imagen del joven del retrato del castillo hacia los avellanados rasgos de James. Ni siquiera su encuentro con Volkov había disuelto su asunción. El rostro de este hombre parecía más joven que el que había visto un Gregor ojeroso reflejado en el espejo hacia un par de horas, mientras se afeitaba. No traicionaba sorpresa ni signos de reconocimiento.

—¿Puedo ayudarle?

Gregor soltó de sopetón la primera pregunta que le vino a la mente.

—¿Te ha enviado Volkov?

—¿Volkov? ¡Mierda!

El hombre se dio la vuelta de inmediato y se alejó, muelle arriba en dirección a la calle. Gregor se apresuró a darle alcance.

—Perdona. Me llamo Gregor Cairns…

—Ya sé cómo te llamas. Y te agradecería que no pronunciaras mi nombre.

Gregor estuvo a punto de perder el paso.

—¿Cómo?

—Cállate y sigue caminando, a ver si conseguimos salir de esta trampa.

Habían llegado al cruce del muelle y la calle antes de que el hombre se tranquilizara un poco. Se colocó de espaldas a la esquina del Bloque 1, desde donde podía observar las tres posibles vías de acercamiento.

—Muy bien. ¿De qué va todo esto?

—Iba a preguntarte…

—De acuerdo. Anoche oí hablar de tus preguntas, y de las del mercader —Su mirada no dejaba de saltar de un lado a otro mientras hablaban, provocando un perturbador efecto—. Como también he oído que los comerciantes tendrían a alguien en Ferman sobre las nueve. No sabía que Volkov quisiera que yo me enterara. Alguien se va a llevar una buena tunda por esa pequeña omisión.

—Volkov…

—Me odia con toda su puta alma. No es que vaya a apuñalarme por la espalda, pero nada de lo que planee para mí será algo agradable. —Miró a Gregor directamente a los ojos por primera vez—. ¿Qué buscas?

—Esperábamos que tuvieras algo de vieja tecnología de la nave.

—¿Para qué?

—Para navegar.

La respuesta fue una ruda risotada.

—¿Dónde está la gracia? —Gregor encontraba los modales de ese hombre tan molestos como su inquieta mirada; él mismo había empezado a lanzar vistazos furtivos a su alrededor. La calle resultaba extraña a la luz del día, la luz del tráfico, ensombrecido el pavimento por los aleteantes doseles, las mesas desnudas y los detritos procedentes del mercado. El muelle era una algarabía de chirridos de metal y el siseo de los neumáticos sobre el empedrado.

—Ya me ocupo yo de vigilar —dijo el hombre—. Tú mírame y dime lo que veas.

—Veo a Matt C…

—Ya te lo he dicho. Deja de joder con ese nombre. Con el apellido. Sí, soy Matt. Matt Spencer. Otra rama de la familia. El parecido es curioso, ¿a que sí?

—O sea, que no…

—Sí, claro que soy el puñetero navegante. Eso es mucho más valioso para los mercaderes que cualquier cosa que tenga que ver con la navegación. La navegación ya la tienen. Lo que no tienen es esto.

—Ah. Eso dijo Salasso.

—Tu colega saurio se lo ha imaginado, ¿no? Bien por él. Conociendo a Volkov, él también se lo habrá figurado, y se habrá asegurado de que cualquiera que sea el gilipollas que aparezca para reunirse con los mercaderes, no sea él.

—¿Tan peligrosa será esa reunión con los comerciantes?

Matt volvió a mirarlo a los ojos.

—¿Te gustaría descubrirlo?

Gregor volvió a caminar por el muelle con una chaqueta de piel de dinosaurio de cuyos bolsillos había desaparecido una interesante colección de armas. Imaginarse ese kilo extra pesando sobre sus hombros le ayudaba a entender el porqué de la manera de andar y el porte de Matt. Resistió la tentación de observar la cafetería de soslayo.

La puerta de chapa de hierro del bloque estaba abierta, franqueando el paso a un pasadizo de cemento que desembocaba en una escalera de caracol. Al otro lado del hueco de la escalera había otra puerta abierta a una estrecha franja de muelle. Leyó las desdibujadas etiquetas que había pegadas junto a los botones de los timbres:

Ferman e Hijos, 3a Planta, Ing. Marítimos.

Subió corriendo los tres pisos de escaleras y terminó un poco mareado. Una gran puerta con el nombre de la empresa inscrito en una placa de bronce se encontraba ligeramente entreabierta. Cedió ante un suave empujón. Había un pesado escritorio de madera al otro lado de unos dos metros de sucia alfombra. La pithkie sentada tras ella levantó la cabeza y sonrió.

—Buenos días. —Miró de reojo una agenda abierta—. ¿Tiene usted cita?

Gregor agachó la cabeza y encorvó los hombros involuntariamente al entrar en la oficina, un almacén reformado, de planta abierta, con muros de partición a la altura de la cabeza. Golpeteaban los teclados y zumbaban las conversaciones. Unas estrechas ventanas que iban del suelo al techo ofrecían una vista a la bahía. No había nadie esperando a ningún lado de la puerta.

Sin dejar de mirar en rededor, se detuvo enfrente del escritorio.

—Buenos días. No tengo cita, pero he venido para reunirme con Grigory, eh, Antonov.

—El ingeniero Antonov debería llegar de un momento a otro —dijo la recepcionista. Cogió un bolígrafo—. ¿Y usted se llama?

—Cairns.

Apuntó el nombre, antes de agitar los largos dedos rematados en largas uñas para indicar un sofá que quedaba a la izquierda de Gregor.

—Por favor, siéntese.

—Gracias.

Se sentó en el borde, con los puños metidos en los bolsillos vacíos, antes de obligarse a reclinarse, ya que no a relajarse. Volkov apareció al cabo de un minuto. Pasaba de largo cuando debió de reparar en Gregor por el rabillo del ojo, y giró en redondo. Alzó ante sí los cantos de las manos como si de cuchillos se trataran; flexionó las piernas. Luego se enderezó y retrocedió. Gregor se había levantado de un salto para anticipar el ataque, para lo que hubiera podido servir.

Volkov se rió y dio un paso al frente, con una mano extendida. Gregor la estrechó con recelo.

—Buenos días —dijo Volkov—. Disculpa… por un momento te confundí con nuestro amigo Matt. —Observó la chaqueta con gesto inequívoco—. Ya veo que te has reunido con él.

—Sí. ¿Y si no te hubieras confundido?

Volkov se encogió de hombros y sonrió.

—Tal vez hubiera intentado atacarme. Es un poco paranoico, como habrás comprobado.

—Ajá —dijo Gregor, con el tono más neutral que supo imprimir a su voz.

—Supongo que esperaba que la gente de la nave fuese a narcotizarlo o algo, y que yo le hubiera tendido una trampa. —Volkov meneó la cabeza—. ¿Y por qué has venido aquí, antes de tropezarte con Matt?

Gregor miró en rededor.

—Eh, ¿podemos hablar en privado?

—Desde luego. Por aquí.

Detrás del laberinto de muros de partición había una oficina rinconera encima de un estrado de cemento con dos paredes de cristal. Desde su conveniente otero Gregor pudo divisar una media docena de personas que ocupaban los espacios separados por tabiques, trabajando ante mesas de dibujo, o teclados, o máquinas calculadoras. Volkov giró una desgastada silla con ruedas en dirección a Gregor y se sentó detrás del escritorio.

—¿Cuándo esperas entrevistarte con los comerciantes? —quiso saber Gregor.

—En cualquier momento, así que seamos breves.

—He venido porque estamos buscando la antigua tecnología informática para la navegación, como dije ya y, para ser francos, creemos que los mercaderes van detrás de lo mismo. También nos preocupa que a ellos les parezca demasiado tentadora la idea de llevarse a uno de vosotros con ellos y, eh, extraeros la tecnología de extensión de vida de un modo u otro. Para lo que tal vez os hagan una oferta que no podáis rechazar.

—¿Y Matt pensaba que yo iba a tenderle una encerrona por eso? Bueno, bueno. —Volkov volvió a menear la cabeza—. En cuanto a lo otro que te preocupa, dudo que nadie conserve ningún tipo de tecnología funcional de la nave. Yo no, eso seguro. —Se levantó y se acercó a la pared de cristal—. Si la tuviera, la utilizaría, en secreto, claro está, para conseguir ventaja sobre mis competidores, en lugar de pagar a nadie para que se pegue con las monstruosas calculadoras de ahí abajo.

—¿Esta empresa es tuya?

—No, no. Yo tengo esta oficina, varios contratos con el personal… realizo la mayor parte del trabajo en el mar. Me interesa de veras lo que puedan ofrecer los de Tenebre. Y hablando del ruin rey de Roma, por la puerta asoma.

Se marchó, para regresar al cabo de un minuto con Marcus de Tenebre y uno de los miembros de su tripulación. Marcus contempló a Gregor con una ceja arqueada, y Gregor se dispuso a marcharse.

Volkov levantó la mano.

—Gregor, me gustaría pedirte que te quedaras. Esto no es confidencial. Quiero que hables a Matt de esta reunión, y a tus colegas, y a las Familias. —Se encogió de hombros—. Y a los periódicos y la radio, si te apetece.

Marcus cogió la silla que había abandonado Gregor, Volkov volvió a sentarse detrás de su escritorio, y Gregor siguió el ejemplo del tripulante y se apoyó en la pared.

—Caballeros —comenzó Volkov—, ¿me equivoco o han venido para hablar de la venta de lubricantes de baja graduación?

Marcus asintió.

—Bien. Pues no perdamos el tiempo. Supongo que tienen pensando marcharse en breve. Me gustaría irme con vosotros. En pago por mi pasaje, y obviamente por un poco de hospitalidad y ayuda inicial en Nova Babilonia, os ofrezco mi total cooperación en la búsqueda de los procedimientos médicos que me han permitido alcanzar una edad tan avanzada.

El rostro de Marcus permaneció impasible. El tripulante se quedó con la boca abierta.

—Es una oferta generosa —dijo Marcus—. Demasiado generosa, casi. ¿Nos ofreces la vida prolongada, a cambio de un billete de ida? ¿Una casa? ¿Ayuda para encontrar un trabajo?

—Pido algo más. Pido que se me garantice la libertad —Agitó una mano—. No es que me asuste terminar cortado en rodajas en un laboratorio… ya he conocido a bastantes novaterranos y emigrantes a lo largo de los años como para saber que no tengo nada que temer. Pero no me gustaría estar atado a vuestra familia, o a vuestra nave, aunque está claro que obtendréis los primeros beneficios de cualquier éxito que podamos tener. Y, ya puestos, mi oferta es menor… no puedo garantizar que la búsqueda concluya con éxito.

—Eso es razonable. ¿Cómo esperas vincularnos a esto?

Volkov empujó una hoja de papel por encima de la mesa.

—Tengo un contrato. Naturalmente, no es nada explícito con respecto a la naturaleza de los conocimientos, pero es lo bastante irrecusable. Sé que os interesa cumplir los contratos, puesto que el éxito de vuestros negocios depende de una buena reputación a muy largo plazo. Se han hecho llegar copias a mis asesores, y también el joven Gregor aquí presente puede ser testigo y quedarse con una.

Marcus miró el documento por encima y asintió con la cabeza.

—Lo firmaré.

Volkov firmó, Gregor actuó de testigo. Todos ellos firmaron las copias.

—¿No hay nadie que quieras que te acompañe? —preguntó el tripulante.

Volkov apretó los labios.

—No. La larga vida termina siendo un asunto solitario.

—¿Y tu trabajo? —Marcus miró de soslayo en torno a la afanada oficina, evidentemente impresionado.

—Me alegro de dejarlo. —Volkov se incorporó—. ¿Hemos terminado, caballeros?

—Enseguida —dijo Marcus. Se levantó, se apoyó en el borde de la mesa, y se volvió hacia Gregor—. Tienes talento para las ciencias de la vida, tal vez más que nuestros filósofos. Podrías ayudarnos en la búsqueda. En Nova Babilonia, podrías convertirte en un gran científico, ser un hombre célebre. Sé que has hablado con mi tío. Puedo asegurarte que para él sería una satisfacción ver cómo tus dones son utilizados debidamente, amén de considerarlo un obsequio digno de su hija.

Gregor no ponía en duda aquellas palabras. Podía imaginárselo, nítida y vívidamente, refulgente y glorioso. Zangoloteó la cabeza.

—Lo que yo quiero está aquí.

Marcus extendió una mano abierta.

—Tu amiga Elizabeth también puede venir, si lo desea. O si prefieres marcharte sin nada de despedidas… nuestro esquife está atracado en el muelle que hay detrás.

—No. —Gregor se sentía algo mareado—. No, gracias.

Cogió el documento, y guardó silencio por un momento, hasta que dejó de sentir sequedad en la boca.

—Quizá sea mejor que me vaya antes que ustedes, caballeros. Denle afectuosos recuerdos a Lydia de mi parte, de todos modos. Si vuelvo a verla, será en una de nuestras naves.

Marcus asintió, Volkov sonrió con escepticismo, el tripulante se hizo a un lado.

Parecía que la salida de la oficina se hiciera eterna. Cuando hubo doblado el recodo que desembocaba en la sala de recepción, vio a Elizabeth y a Salasso sentados en el sofá. Elizabeth se puso en pie de un salto.

—¿Todo va bien?

—Todo va bien —respondió él.

—Estábamos vigilándote —dijo Salasso—. Matt nos advirtió de que era una mala idea, pero nosotros no estábamos de acuerdo.

Gregor apoyó las manos en el hombro de cada uno.

—Gracias. No hacía falta, pero gracias. ¿Dónde está Matt?

—Espero que siga en la cafetería.

—Bien. Tengo algunas preguntas que hacerle.

—Bueno, eso es todo —dijo Matt—. Ya no se puede hacer nada.

Habían salido de la cafetería y caminado hasta el final del muelle, y habían mantenido la mayor parte de su conversación sentados en bolardos, lejos de oídos indiscretos. La nave estaba a punto de zarpar. Tenían el vello erizado. Las extrañas corrientes de aire se arremolinaban en pequeños vórtices donde volaban hojas de periódicos y envoltorios de pescado.

—¿No se puede hacer nada? —preguntó Elizabeth, malhumorada.

Matt señaló la nave, alzándose sobre una cúpula de agua. El último de sus esquifes se introdujo en una de las largas ranuras de su costado.

—Volkov. No le habéis hecho ningún favor a Nova Terra dejándole marchar. Ni a vuestros amigos mercaderes, ya puestos. Ni a nosotros, a la larga.

—A mí me dio la impresión de ser un hombre bastante razonable —objetó Gregor.

—¡Coño, claro! Cuando se ha vivido durante tanto tiempo como yo, uno sabe que cualquiera puede parecer razonable si se lo propone.

Ya, ¿y por qué iba a querer nadie dar la impresión de ser un pirado paranoico?, le dieron ganas de preguntar a Gregor.

—Tú —intervino Salasso— no pareces demasiado razonable. ¿Es porque no quieres?

—A lo mejor lo hago cuando haya vivido tanto como tú —respondió Matt—. O a lo mejor no. Los monos no mejoramos con la edad. Ni aprendemos ni olvidamos. Nos volvemos peores. Mi forma de empeorar es mucho mejor que la de Grigory Volkov, créeme.

La nave flotó verticalmente, como la aeronave que tan flagrantemente no era. Elevada en el cielo comenzó a avanzar hacia delante, en una trayectoria horizontal que pronto la llevaría hasta la atmósfera, y que mucho antes la haría perderse de vista.

—Se dirige a Croatano —dijo Salasso—. Conozco el rumbo.

—¿Qué quieres decir, que eres mejor que Volkov? —preguntó Gregor, en un súbito acceso de rabia y decepción hacia su antepasado—. Volkov es un hombre de negocios de éxito. Tú eres un capullo.

—Volkov también fue un capullo en su día. Y yo fui rico. C’est la puta vie —Se levantó, siguiendo la nave con la mirada—. La cosa es que Volkov podría llegar a ser un gran político. Lo que podría conseguir alguien que no envejece dedicándose a la política en Nova Babilonia es un poquitín preocupante. En fin. A lo hecho, pecho —Se dio la vuelta—. A ver, ¿qué puedo hacer por vosotros?

—Para empezar —dijo Elizabeth—, puedes decirnos si tienes todavía algo de vieja tecnología o no.

—Claro. —Matt hurgó en un bolsillo profundo y extrajo un estuche de aluminio que Gregor ya había visto entre los cuchillos, pistolas y llaveros—. Venid y echad un vistazo.

Se reunieron alrededor del bolardo en el que estaba sentado.

Abrió el estuche y entregó a Gregor un par de gafas de sol envolventes.

—Venga, pruébatelas.

La mano de Gregor temblaba un poco cuando las abrió. Las patillas tenían diminutas rejillas de altavoz en los extremos curvados, y conexiones todavía relucientes de cobre y fibra óptica en los goznes. Se puso las gafas. Cuando miró hacia el mar, relucía con los diminutos y perfectos reflejos del sol.

—Guau. Sí que reducen el brillo.

—Exacto —dijo Matt. Estiró el brazo para recogerlas—. Eso es lo único que hacen. ¿Alguien más quiere probárselas?

—¿Qué les ha pasado?

Matt se encogió de hombros mientras volvía a guardarlas.

—Acumulación de errores, daño por radiación, desbarajuste general de los directorios… en pocas palabras, todo lo que no me pasó a mí —Se levantó—. Mirad, no lo sabíamos —dijo, sonando a la defensiva—. No sabíamos lo bien que iban a funcionar los putos tratamientos. No hacía mucho que llevaban usándolos, o sea, vale, las empresas de biotecnología no paraban de alardear, pero siempre lo hacen. Las pastillas de telómeros eran de usar y tirar, va, la mayoría de la gente las conocía con veintipocos. Un chute y a olvidarse. No las teníamos en la nave, como tampoco temamos el espectro necesario para fabricarlas. No es que os estuviéramos ocultando nada.

Parecía desolado.

—Está bien —dijo Elizabeth—. Ya llegaremos a eso por nuestros propios medios.

Matt ensayó una sonrisa.

—Así me gusta. Hablando de llegar a eso, ¿cuándo podré ver esa solución de navegación vuestra?

Recorrieron el muelle, camino de la ciudad.

Era una ventana pequeña, y la luz entraba por ella formando un estrecho haz. Siguieron su cálido charco amarillo por el suelo, cambiando de posición de manera inconsciente mientras Gregor hablaba a Matt de los cálculos que resumían la Magna Obra. Elizabeth y Salasso aportaron los detalles del modelo del sistema nervioso del calamar.

Una última hoja de papel yacía en el suelo: el final del montón. Gregor trazó una raya con un lápiz bajo la última ristra de números, y se balanceó sobre los talones.

—Eso es todo.

Se incorporó. Le dolían un poco las rodillas. Matt se irguió más deprisa, y se acercó a la ventana. El sol, bajo y anaranjado, proyectó su sombra a su espalda.

—Bueno —dijo Elizabeth—, ¿qué te parece? ¿Lo hemos resuelto?

—No lo sé.

—¿Cómo? —Gregor oyó que le fallaba la voz. Salasso le entregó en silencio una botella de cerveza helada, la bebida local; sabía a productos químicos. La engulló agradecido—. Tienes que saberlo. Eres el primer navegante. Tripulaste la nave a través de diez mil putos años luz. Planteaste el problema. Tienes que saber si lo hemos resuelto.

Matt se apartó de la ventana y se sentó en la cama. Seguía deshecha, tal y como la habían dejado Gregor y Elizabeth. El Hotel de Una Estrella, que hacía honor a su nombre, no ofrecía servicio de habitaciones. Alcanzó su chaqueta y cogió una bolsita y un fajo de papelillos.

—Gracias a los dioses que tenéis esto. De lo contrario, no podría haberlo soportado. Me habría vuelto como una puta cabra. —Sus manos temblaban un poco mientras enrollaba el papel—. Saber que el bebé que sostienes en tus brazos se hará viejo y morirá antes que tú. Saber que tus nietos morirán antes que tú. Tomamos una decisión, sabéis. Éramos científicos, gente civilizada, en general. No queríamos convertirnos en dioses, ni en reyes. Así que tuvimos que desaparecer, y seguir desapareciendo, generación tras generación, década tras década. Algunos cogieron naves a otros soles. Otros… en fin. Ya está bien de lamentaciones. Digamos que ha sido duro, y que las drogas y el alcohol ayudan, y que ni siquiera nos matan, como deberían hacerlo.

Inhaló con fruición. Gregor contuvo el impulso de abofetearlo y aceptó el porro. El humo apaciguador disolvió su ira.

—De acuerdo —dijo, después de que hubieran fumado Elizabeth y Salasso—. Ya nos has enternecido a todos. Matt Cairns. Ahora dinos por qué no lo sabes.

—Soy un artista, no un técnico. Soy un matemático, un administrador de sistemas, un programador. He seguido cada paso de vuestro razonamiento y debo decir que me parece coherente. Planteé el problema para que lo resolvieran mis descendientes, sí. Eso se me da bien. Creo que lo habéis resuelto, pero no estoy seguro, porque… —Agachó la cabeza, volvió a levantarla—. Yo no soy el primer navegante.

—Entonces, ¿quién fue el primer navegante?

—No hubo ninguno —dijo Matt—. Pero ahora lo hay. Tú eres el primer navegante.