dieciséis
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Cosas que molan
—¿Preparado?
—Sí —dije; pero (como antes) la pregunta no iba dirigida a mí. Avakian chasqueó unos dedos enfundados en un guante de datos y nos rodeó la pantalla. Podíamos vernos a nosotros mismos, y a los demás, y la interfaz, y nada más. Con anteojos y guantes podía ver y tocar la pantalla a una cómoda distancia; trazaba mis miradas, sus rasgos se iluminaban y magnificaban dondequiera que mirase.
—Creemos que está ordenado alfabéticamente —dijo Avakian—. Según un abecedario desconocido, eso sí. Utiliza el motor de búsqueda. Eso es… la ranura de la izquierda.
Cogí los esquemas, iluminé el sistema de control, introduje una compleja búsqueda booleana en la que habíamos estado trabajado durante el último par de horas, y lo metí todo en la ranura. La pantalla circundante titiló al instante. Se desvaneció el torrente de imágenes y palabras que eran sus iconos, reemplazadas por un fondo negro en el que relucían unos platillos volantes. Las formaciones de discos se extendían hasta el infinito en todas direcciones. Las observé fascinado por sus interminables y sutiles variaciones. Al concentrarme en una columna, podía subir y bajar por ella, explorando las posibilidades de una senda dibujada que condujera hasta sus límites y más allá…
—Es como estar en medio de una flota invasora —dijo Avakian—. Como la escena al principio de Mars Attacks!, con espejos enfrentados.
Su áspera risa me sacó de mi trance.
—¿Eh?
—Déjalo. ¡Mira esa cosa con ojo crítico, maldita sea! A mí me parece la respuesta menos útil que haya visto desde mi primera reunión exterior inadvertida.
—A lo mejor eso es lo que hemos hecho.
Es un error común y fácil proponer una cuestión cuya respuesta supera de largo todas tus expectativas, que de hecho responde a todo salvo a tu pregunta. Si se es lo bastante listo o estúpido, puedes iniciar una búsqueda cuya solución vincule todo lo que haya en el espacio de datos a todo lo demás y devore hasta el último recurso del sistema en el proceso. El que se apaguen las luces te da una pista.
—Nah —desestimó Avakian—. La sintaxis es correcta, ya lo he comprobado.
Claro, igual que yo.
—Bueno, está claro que ésta no es la respuesta a nuestra pregunta.
—O que no estamos enfocándolo desde el ángulo apropiado… Mira, ¿puedes restaurarlo a como estaba antes de que te fueras de excursión?
—¿Cómo?
Avakian me miró fijamente parapetado tras sus anteojos.
—Has estado ausente durante diez minutos, tío. Pensaba que habías encontradoalgo, pero perdí toda esperanza cuando empezaste a babear y a respirar de forma entrecortada.
—Mierda.
Miré en rededor al despliegue, comprendiendo que me había perdido sin remisión.
—Volvamos a lanzarlo y listo —dije.
Saqué los esquemas y la solicitud de la ranura del motor de búsqueda como si se tratara de aire condensado en un enchufe, y volví a introducirlo todo. Esta vez tuve mucho cuidado de no moverme, y de no mirar otra cosa que no fuera el disco más cercano, el que tenía justo delante de los ojos. Estiré la mano y lo toqué. La respuesta táctil era escalofriante y suave. Ese disco se expandió, los demás parpadearon y desaparecieron.
—Así está mejor —dijo Avakian—. Tabula.
Contemplamos el entorno.
—Esto me resulta casi familiar.
—Está mejor renderizado. Pero mira eso.
El panel de control había sido arrancado de cuajo, como si alguien hubiera intentado hacer un puente, y los cientos de cables que sobresalían habían sido etiquetados. Eché un vistazo a las etiquetas, antes de recurrir a unos cuantos manuales de ingeniería aeroespacial extraídos del portátil de mano de Camila.
—Mierda. Han llegado al centro militar norteamericano.
—Por ahora —dijo Avakian—. Me cuesta creer que lo escribieran siquiera.
—El país de los sueños, ¿eh?
Nos reímos, guardamos la nave en nuestros sistemas y salimos.
—A ver si me entero —dijo Driver—. ¿Me estás diciendo que se puede quitar el panel y adosar un joystick?
—Um, no —contesté—. El sistema de control al completo que hay en este disco es distinto del que estamos preparando. No tenemos muy claro cómo fusionarlos.
—¿Alguien ha echado un vistazo al sistema de control del primero?
—Sí —intervino Camila—. Yo. Es compacto hasta el fondo a partir de un milímetro por debajo del cacharro con la huella de la mano. He introducido un visor en ese grosor de un milímetro protegido por alta resistencia, y lo que puedo aventurar es que se trata de una especie de mando sensible a la presión combinado con algo que reacciona ante los cambios de conductividad de la superficie exterior. Por lo que sé, podría ajustarse a patrones de calor y sudor.
—Alienígenas de manos sudorosas —musitó Avakian—. Se te ponen los pelos de punta.
—Y a partir de ahí —continuó Camila, extendiendo los brazos a los lados y arriba—, se ramifica por todo el aparato, sobre todo en dirección al motor. Pero tampoco se trata de algo tan tosco como unos cables. Es completamente distinto de lo que han sacado Matt y Armen.
—¿Pero en ése se podría instalar un joystick y un monitor?
—Oh, fijo. —Camila asintió vigorosamente—. Chupado.
—El único problema es que no tenemos plano para construir esa nave.
—¿Sería posible crear una a partir de la ingeniería inversa? —preguntó Lemieux.
—Dadme unos cuantos años —dije—. Aunque, claro, probablemente se tardaría mucho más en fusionar los planos.
—Lo que me inclina a preguntarme —dijo Driver—, por qué no nos dieron los planos de unos controles compatibles con los humanos, para empezar.
—Siempre podríamos pedírselos —propuso Avakian.
—Merece la pena —convine.
Driver nos fulminó con la mirada.
—No os quedéis ahí plantados.
Salimos del despacho y nos zambullimos en el cubículo de Avakian. Tras diez minutos de discutir los detalles de la búsqueda nos introdujimos en la interfaz, la encendimos, y nuestros esfuerzos no obtuvieron más recompensa que una pantalla en negro.
—Hmm —dijo Driver, cuando regresamos para informar—. ¿Por qué será que no me sorprende?
—¿Quieres decir que se trata de una especie de prueba de iniciación? —aventuró Camila.
—No. No están jugando con nosotros. Deben de creer que ya nos han proporcionado la respuesta.
Camila tecleó en el aire ante sus anteojos, examinando nuestros resultados.
—Hay una cosa que me molesta. Las convenciones pertenecen al protocolo militar norteamericano.
—¿Y?
Camila aleteó con los dedos y alzó la vista.
—Tíos… O sea, a mí me lo podéis contar, ¿vale? No es que sean secretos ni nada de eso, joder, si están en el dominio público. A ver, ¿habéis sido vosotros los que se los han chivado a los alienígenas?
Driver y Lemieux se miraron con el ceño fruncido.
—Nadie les ha pasado nada —dijo Lemieux—. No hemos introducido información en la interfaz alienígena. En fin, podríamos, pero no tendría sentido.
—Entonces, ¿cómo diablos lo saben?
—Esa pregunta me parece tremendamente trivial —dije—. Empezando porque no tenemos ni idea de cómo es que pueden hablar nuestros idiomas.
—No es trivial —protestó Lemieux. Se frotó la barba incipiente—. Y no se debe sencillamente a que alguien pinchara nuestras comunicaciones, porque utilizamos las convenciones de la AEE y no hemos tenido ocasión de referimos a las vuestras.
—Estaría dispuesta a apostar a que el único lugar de esta estación que explica los protocolos militares de los EE.UU. se encuentra en los manuales aquí almacenados. —Sostuvo en alto su portátil de mano—. Y lo único que está vinculado a ellos son los sistemas de a bordo del Blasfema Geometría.
—¿Y nuestros anteojos? —inquirí—. O sea, admitámoslo, los usa todo el mundo.
Driver meneó la cabeza.
—Todos civiles. Comerciales.
—¡El ejército de los EE.UU. los utiliza!
—Eso —explicó Camila, pacientemente—, es porque el tipo de anteojos que puedes comprar en cualquier ferretería americana o en la centralita para extensiones de cualquier base militar, que para el caso es lo mismo, será mejor que la chatarra que utiliza el ejército. Incluso vuestros biodegradables rojos son mejores que…
—¿Adónde quieres ir a parar? —dije, sin demasiada paciencia.
—Quiero ir a parar a que los alienígenas pueden leer hasta el último bit y trozo de información que contenga cualquier ordenador de esta estación.
—Ah —dijo Lemieux—. Desde que identificamos el primer pirateo de flujo de datos, ésa ha sido nuestra asunción por defecto.
—Bueno, aclarado ese pequeño misterio —dijo Driver—. Ahora, como íbamos diciendo…
—¡No! —interrumpió Camila—. Espera un poco.
—Estoy esperando —dijo Driver.
Camila, Armen y yo empezamos a decir casi lo mismo al mismo tiempo. Driver levantó una mano.
—Camila.
—Tenías razón hace un minuto. Creen que nos han dado la respuesta, y así es… nos están pidiendo que integremos los controles y el motor en el Blasfema Geometría.
Se produjo un momento de silencio.
—De acuerdo —dijo Driver—. Buena idea. Pero si el trasto es lo bastante modular como para hacer eso, ¿por qué no es lo bastante modular como para fusionar los dos discos alienígenas?
Negué con la cabeza.
—No, no, eso es un problema completamente distinto. Sólo un minuto. Camila, ¿me puedes pasar a una representación del Blasfema?
Tiró de un cable que salía de su portátil de mano y lo enganchó en el puerto de mis anteojos.
—Todo tuyo. Acuérdate de no compartir esta información con ningún habitante de un país comunista.
—Lo tendré en cuenta —repuse, sumergiéndome.
Primero, comprobé que los controles del nuevo disco fueran compatibles con los de nuestra nave. Lo eran, al igual que los instrumentos.
Luego superpuse las dos renderizaciones de los discos y coloqué calcos sobre los cables del primero. Coincidían con nodos claramente definidos en el motor del primero. Cuando aislé ese motor y lo retraje hasta el plano de producción, descubrí que el plano concebía una modularidad oculta… era posible construir el motor del aparato de forma independiente. Implicaba mucho más trabajo, pero pude ver cómo lograrlo.
Cuando había intentado hacer algo parecido con las dos naves, me había atascado con el problema de no saber qué partes eran innecesarias —el sistema de control de la física del estado sólido— y cuáles no. Esta vez, no obstante, todo encajaba a la perfección.
—Bueno, manos a la obra —dijo Driver.
El único problema que me preocupaba, mientras daba por concluido aquel largo turno, era la pregunta que enunciara antes Driver: por qué nos habían dado los alienígenas el plano de una nave que no podíamos pilotar; un aparato diseñado para otra especie. ¿Acaso era ésa su respuesta a una pregunta que no habíamos formulado?
—¿Tú crees que esos dos se gustan?
—¿Quiénes?
Camila me miró como si la distancia que nos separaba fuera mucho mayor del metro y medio a que estaba mi rostro del suyo, ambos con los pies enganchados sobre las nalgas del otro, en nuestro acogedor cubículo. Apoyó los codos en mis rodillas y se inclinó hacia delante para decir en voz baja:
—Driver y Lemieux.
—¿Qué? —Me reí—. Pues no me he dado cuenta de que alguno de ellos sea amanerado.
—Lemieux…
—… Es francés. Todos hablan así, menos los homosexuales, que hablan como si fueran americanos. Très, très de moda, según tengo entendido.
—Bueno —persistió—, estos dos se traen algo entre manos. Estoy segura.
—Bueno, ¿y qué? Tampoco se acaba el mundo por eso. Al menos no se acaba la sofisticada Europa socialista.
—Vale, vale —dijo, sonando un poco a la defensiva—. Me refiero a que, si no lo son, ¿qué traman?
—Bueno, ésa es una buena pregunta. Pero, va, si son conspiradores, debe de hacer años que lo son. Si hasta acaban de dar un golpe aquí, que no es algo que apruebe el cien por cien de la estación. La gente de Chumakova seguro que está planeando algo contra ellos en estos precisos instantes. Cuando las cosas hayan vuelto a la normalidad en casa, de uno u otro modo tendrán que dar un montón de explicaciones. Driver estaba considerado un valor por la CIA, y ahora afirma que ha sido un doble agente todo este tiempo, pero el libro siempre se queda abierto en este tipo de situaciones.
—Ya, qué me vas a contar —dijo, lacónica—. ¿Qué somos?
—¿En qué contexto?
Me dio un beso en la punta de la nariz.
—Político.
—Oh. —Pensé en ello, frotándome la barbilla, casi sorprendido por su tersura; Camila me había traído una maquinilla eléctrica del economato, y había insistido bastante en que la utilizara—. Bueno, yo soy un buen europeo y tú una buena americana, pero no creo que ahí abajo pensara igual todo el mundo.
—Tú lo has dicho. No sé ni cuántas leyes he infringido por el mero hecho de estar aquí… exportación de tecnología y comercio con el enemigo y toda esa mierda… y tú estás acusado de deserción. Así que…
Exhaló un largo suspiro; alargó el brazo para coger la cachimba y la bolsa de hierba.
—¿Así que…?
—Así que ya va siendo hora de que empecemos a preocuparnos por nosotros mismos. Asegurarnos de no terminar en chirona cuando acabe todo. Sacrificados a los poderes fácticos como ofrendas, ya sabes.
Me estremecí pese a la humedad y el calor: las palabras «poderes fácticos» parecían extrañamente inapropiadas para los gobiernos, ahora que conocíamos la existencia de otros poderes. Pero sabía que no se refería a eso.
—No creo que Driver vaya a vendernos. Y tus jefes tampoco.
—A lo mejor para entonces no depende de ellos.
La pipa burbujeó, inhaló, y me la pasó. Di una calada, mirando en torno a nuestro cubil en un súbito impulso paranoico.
—¿Es seguro hablar aquí?
—Fijo. —Se encogió de hombros, alcanzó algo a su espalda, y blandió un objeto pequeño parecido a una antorcha—. Cuando llegamos había unos cuantos micrófonos de rigor, pero ya los he quitado.
—¿Qué es ese chisme?
—Secreto. —Sonrió, esgrimiéndolo de nuevo—. Pero hazme caso, rastrea tecnología mojada a escala milimétrica.
—Está bien. ¿Qué sugieres que hagamos?
—Espiemos de verdad. Obtengamos algo de información con la que poder negociar, algo que cualquiera de los dos bandos encuentre útil. Para empezar, descubramos qué intenciones tienen Driver y Lemieux.
—Oh, estupendo. —Le devolví la pipa—. ¿Y cómo te propones hacer eso?
Me dedicó una sonrisa felina.
—Escuchándolos. Por medio de la interfaz alienígena.
Me desperté y descubrí que era por la mañana en el ciclo diario de la estación; no sólo gracias a mi reloj, sujeto por la correa a la red a escasos centímetros de distancia, sino también por la luz aumentada alrededor de los bordes de la cortina y los crecientes sonidos de bullicio procedentes del pasillo. Al escuchar con más atención, supuse que podría haber sido incluso el quiquiriquí de un gallo lo que me había despertado. Alguien estaba abasteciendo los comederos en el corral más cercano.
Camila seguía durmiendo, y seguíamos abrazados. Una de las ventajas de la microgravedad es que puedes dormirte acurrucado sin despertarte para descubrir que tienes un brazo apresado debajo de tu pareja y que se te ha quedado dormido. Froté su hombro con mi barbilla, rasposa de nuevo, y le acaricié el pelo corto y negro, que había crecido un par de milímetros desde el lanzamiento y poseía ahora un tacto suave y agradable. Se agitó, musitó algo y se apretujó contra mí. Esta noche habíamos dormido algo más que la anterior, aunque no porque hubiéramos perdido ni un ápice de interés por el otro; habíamos practicado el sexo antes y después de nuestra conversación, y nos habíamos despertado por culpa de una especie de somnolienta estimulación mutua en plena noche. Ahora mismo, si sus adormiladas caricias eran indicativas de algo, Camila estaba calentando motores para otra sesión previa al desayuno.
Mientras flotaba entre sus brazos, la carga plena de aquella intimidad erótica resultaba vivida y real en mi memoria, y sólo nuestra conversación parecía haber sido un sueño. Pero más tarde, cuando nos separamos, pegajosos, y fuimos a lavarnos, secarnos y vestirnos, se me vino todo encima igual que una ducha fría. Su evaluación de nuestra situación era más realista —o más meditada, en cualquier caso— de lo que había resultado la mía, atrapado como estaba por la fascinación del trabajo.
Camila estaba dándose una ducha para refrescarse y despejar las ideas, como no hacían muchas de las personas que conocía; Charlie, tal vez, de los viejos decodificadores; Jason; uno o dos de los de la Red; y Jadey. Pensar en Jadey me provocaba anhelo, pero no sentimiento de culpa. Básicamente estaba abriéndome paso hasta ella, por la vía más rápida que había encontrado. Por mucho que la amara —y la amaba— no me hacía ilusiones respecto a que ella no hiciera lo mismo; lo que fuera necesario con tal de salir adelante.
Y a fin de seguir adelante, y regresar a la Tierra, y liberar a Jadey, necesitaba a Camila. Y necesitaba pensar como ella, pensar como un espía. Cuando me puse el mono de trabajo sentí la forma familiar del lector de mano en mi bolsillo y, a su lado, el disco de datos.
Fue en ese momento cuando se me ocurrió mi primera idea de espía, y lo que pensé fue: Aquí pasa algo raro. Abrí la cremallera del bolsillo y pasé los dedos por el filo del disco de datos, y mientras me dirigía al despacho de Driver lo saqué y lo examiné, y me di cuenta de que era una de las piezas del puzle que no encajaba. No tenía cabida en la imagen que me habían mostrado.
A punto estuve de soltar un grito cuando, alrededor de aquel objeto anómalo, encajaron las piezas de una imagen completamente distinta.
—¿Listo?
Una palabra flotó a lo largo de mis anteojos:
Sí.
Me rodeó la interfaz.
Había dedicado gran parte del día a completar el plano de producción modificado y distribuirlo entre los encargados de las fábricas, y a hacer de enlace con Camila, que trabajaba con los ingenieros —Volkov y el resto— en el Blasfema Geometría. Aprovechando un momento de asueto me había colado en el espacio de trabajo de Armen y le había solicitado acceso a la interfaz. Como si le sorprendiera que no dispusiera ya de él, introdujo el código de acceso en mis anteojos. Entre medias, había echado un vistazo a los canales de noticias, me había obligado a ignorarlas, y había trabajado en una búsqueda.
Ahora, finalizada la jornada laboral media hora antes del acostumbrado parte de actividades en el despacho de Driver, me quedaba tiempo para realizar un pequeño experimento.
Sobreponiéndome a las hipnóticas distracciones de la interfaz, introduje la pregunta en el motor de búsqueda. Era una pregunta muy simple, un conjunto de datos que sabía que eran exclusivos de mi lector de mano porque lo había organizado yo mismo, laboriosamente: Datos de prueba de un encargo del que me había ocupado hacía meses. El tipo de programación de bajo nivel que quedaba muy por debajo de mis posibilidades, y había maldecido el limitado presupuesto que me había obligado a encargarme de ello en persona por aquel entonces. «Artista, no técnico», etcétera.
Pero ahora me alegraba de haberlo hecho. Tuve que contener una exclamación de júbilo cuando la pantalla se quedó en blanco, casi en el preciso instante que mi pulgar soltaba el interruptor virtual que lanzaba la búsqueda.
A continuación rastreé en busca de un puerto de alimentación de datos, y encontré uno —excéntrica pero apropiadamente— a ciento ochenta grados enfrente de la ranura del motor de búsqueda. Transmití los datos de prueba, giré mi panorámica, y repetí la pregunta.
Los datos que acababa de introducir se desplegaron ante mí, igual que otro aburrido capítulo del Libro de los Números.
Verlo me produjo escalofríos.
Con una sensación de satisfacción aleada con cierta tristeza, pregunté: «¿Listo?», y la interfaz dijo sí y se apagó.
Me reuní con Camila de camino al despacho de Driver. Su mano rozó la mía, igual que un ala en vuelo.
—Hola, Matt. —Sonrisa cálida—. ¿Tuviste tiempo de…?
—Sí —respondí, casi sin faltar a la verdad—. Pero no he encontrado nada.
—Ah. Mierda. Merecía la pena intentarlo, de todos modos. Supongo que andarán con pies de plomo. Tipos listos.
—Sí. Tendrán que serlo.
Pero no tan listos como tú, Camila, fue lo que no dije.
—Así que ya está —dijo Driver, tras escuchar los informes—. Podemos empezar la producción mañana.
—Demonios, podemos empezarla ahora —dijo Avakian—. No me importaría instaurar una jornada de tres turnos para este trabajo.
Esta reunión estaba más concurrida que nuestra cábala extraoficial; los diversos líderes de equipo se habían enchufado por medio de sus anteojos y los nuestros, atestando la angosta estancia con una muchedumbre irreal y dotando a los gráficos de un cierto surrealismo. Driver, probablemente reticente a permitir que Avakian volviera a hacer gala de sus habilidades con tanta frivolidad y parcialidad, había declinado la oferta de un espacio de conferencia de inmersión plena.
Las fantasmagóricas siluetas superpuestas de Sembat, Telesnikov y Chumakova se agitaron simultáneamente ante el comentario de Avakian.
—No podemos hacerlo —dijo Sembat—. Sé realista. El equipo está agotado, llevamos todo el día haciendo funcionar las fábricas…
—Y nosotros estamos rozando la negligencia en la manipulación de los materiales —añadió Telesnikov, hablando por los cosmonautas—. Un poco más y empezaremos a sufrir accidentes. Ahí fuera, eso significa correr peligro de muerte.
Driver recibió el último comentario con el hastiado escepticismo de un directivo enfrentando a un representante sindicalista, pero levantó la mano y asintió, fulminando momentáneamente a Avakian con la mirada.
—Vale, vale, Mikhail, seguir trabajando esta noche queda descartado. No es cuestión de correr más para llegar antes. Paul.
Lemieux, afeitado y acicalado de nuevo, nos sonrió desde lo alto.
—Sin embargo —comenzó—, sí que existe cierto apremio por concluir la totalidad del proyecto, que me gustaría transmitiros y pediros que comuniquéis a vuestros equipos. Todos habréis escuchado las noticias de hoy, a menos que vuestra dedicación haya sido mayor de lo que parece.
Asentimientos solemnes. Parecía que Chumakova estuviera a punto de decir algo, pero se lo pensó mejor.
—Tengo que daros las gracias por la disciplina con la que habéis continuado la obra, con independencia de la… distracción y ansiedad y, por cierto, la indignación que sin duda os habrán provocado las noticias. Debemos confiar en que nuestra intervención política ayude a encontrar una solución política, y mientras tanto debemos esforzarnos más por demostrar que gran parte del conflicto político y militar es ya obsoleto, como dijo Camila.
Esto pareció apaciguar e impresionar a la mayoría de los presentes y telepresentes, pero a mí sólo me hizo preguntarme a qué estaba jugando. Los acontecimientos del día eran un descarnado recordatorio de que no estábamos jugando a nada; que la estrategia de liberar los decodificadores e inundar el mundo de secretos acarrearía consecuencias. La gente ya no sabía qué creer, y un lamentablemente grande número de personas estaba dispuesto a creer lo que fuera.
Los informes de los noticiarios que había mantenido firmemente alejados de mi cabeza durante todo el día se reprodujeron en un flashback. Tan sólo ayer había parecido que la crisis política de la U.E. discurría por los cauces de la negociación. A pesar —o tal vez debido a— esto, un brote de disturbios se había extendido por toda Europa occidental. Principalmente en las zonas más pobres, donde influían más las mafias que el Partido (había observado que había partes de Leith que estaban literalmente en llamas). Los eslóganes apolíticos y apocalípticos acompañaban los actos de vandalismo; un montón de gente parecía convencida de que los gobiernos, todos los gobiernos, se habían aliado de alguna manera con los alienígenas. No sólo con nuestros alienígenas, sino con los alienígenas de la pesadilla popular, los siniestros y satánicos hombres grises.
—¿Matt? ¿Estás aquí?
El codazo de Avakian me devolvió al presente. Los demás se habían ido, y habíamos regresado a nuestra pequeña cábala. Me quité los anteojos y me froté los ojos, mirando a Armen, Camila, Driver y Lemieux. Ya no parecíamos el mismo conciliábulo acogedor, ahora que sabía un poco más de lo que se avecinaba.
—Estás muy cansado —dijo Driver.
—Sí. Y preocupado. Conozco a mucha gente en la zona de los disturbios de Edimburgo, y Jadey sigue en la cárcel a un par de kilómetros de allí.
Driver asintió.
—Todos tenemos nuestras preocupaciones, todos tenemos a alguien en casa. No podemos hacer nada, salvo seguir trabajando.
Me planteé la posibilidad de enfrentarme a él allí y en ese preciso momento, pero cambié de idea. Tenía que pensar en Camila, y aún no había dilucidado cuál era su postura.
—Vale. Durmamos un poco.
No era el sueño lo que tenía en mente, por mucho que estuviera en mi cabeza. En cuanto hubimos asegurado la cortina, Camila empezó a desnudarse, y yo hice lo propio. Saltamos y giramos, riendo. Me agarró y me retuvo.
—Lo necesito —dijo—. Te necesito. De lo contrario estaría muy tensa.
—Vaya, gracias —musité—. También yo.
Me olvidé por un momento de qué posibles razones tenía para estar tensa. Más tarde, mientras flotábamos en una satisfecha órbita conjunta alrededor de nuestro propio sol, retornó la pregunta.
—¿Has hecho el barrido?
—Lo hago tan a menudo como cepillarme los dientes. ¿Por qué?
Aparté el rostro de su hombro.
—¿Puedes poner un poco de música?
Cogió un reproductor y ajustó el volumen con cuidado para que pudiera cubrir nuestras voces contra posibles oídos indiscretos.
—Te arriesgaste —dije— con ese jueguecito del espectro militar.
Tensó los brazos, apretó las piernas por un momento, luego se relajó de nuevo. Me miró ceñuda.
—¿Qué «jueguecito»?
—Te enchufaste los espectros a ti misma e introdujiste los manuales en la interfaz, ¿no es así?
Apretó los párpados con fuerza y meneó la cabeza.
—¿Qué te hace pensar eso?
—Hoy he descubierto que la interfaz no tiene acceso a todos los datos de la estación.
Me empujó lejos de ella, propulsándose a sí misma en dirección contraria. Quedamos suspendidos en posiciones enfrentadas, cara a cara.
—Mierda. Esto es muy serio. ¿No te fías de mí?
—Sí, confío en ti. Pero no me hago ilusiones de que me lo vayas a contar siempre todo. Sólo quiero que sepas que he descubierto lo que estás haciendo, y también, porque sí que me fío de ti, para que veas, que al menos uno de nuestros amigos ha descubierto lo mismo. Driver o Lemieux lo saben.
Cerró los ojos de nuevo. Me miró fijamente.
—Empecemos por el principio, ¿vale? ¿Cómo has averiguado que la interfaz no tiene acceso a todos los ordenadores de este sitio?
Le conté mi pequeño experimento.
—¿Y a partir de ahí has sacado la conclusión de que he debido introducir los datos del espectro militar por mi cuenta?
—Ajá.
—¡Bueno, pues no lo he hecho! Créeme, no me gustan las mentiras. Matt. No de este tipo. Además, ¿para qué iba a hacer algo así?
—Para tener derechos sobre la prueba del motor AG, y a lo mejor… ¿llevártelo a casa?
Se rió.
—Qué idea más buena. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.
—Vale, ¿cómo explicas entonces que la interfaz conociera las convenciones militares estadounidenses a partir de unos diagramas de etiquetado?
—No tengo ni idea. Estoy tan desconcertada como tú. Además, ¿por qué te ha dado por ahí? ¿Es porque descubriste que no podías espiar a través de la interfaz?
—No. —Omití añadir que ni siquiera había puesto a prueba su sugerencia—. No, es porque he comprendido que Driver, o Lemieux, o los dos nos contaron un montón de gilipolleces cuando llegamos. Nos dijeron que no había manera de que los datos del proyecto hubieran llegado a la AEE sin que ellos lo supieran, y pensé que eso quería decir que los alienígenas habían pirateado el flujo de datos. Pero me equivocaba. Había pasado por alto una cosa.
—¿Qué cosa?
Rebusqué detrás de la red y en el bolsillo de mis pantalones militares, para sacar el disco de datos que entregara aquel oficial ruso a Jadey.
—Esto. Se lo entregaron a Jadey en circunstancias muy peligrosas. Ahora bien, casi estoy dispuesto a creer que eso fuera el resultado de insertar cierta información en el flujo de salida de datos de esta estación, con una dirección de la AEE adjunta y que, sin más, se dedicó a dar un rodeo por diversos sistemas automatizados. Pero obtener este chisme habría requerido deliberación, decisión, organización. No fue ningún accidente… como reza el proverbio comunista.
—Vale. Sigue.
—Lo que sugiere que fue liberado deliberadamente desde aquí, y no por los alienígenas, sino por Driver, Lemieux, o los dos juntos, conchabados con cualquiera que sea la organización en tierra para la que trabajan… probablemente la misma que hizo llegar el disco hasta Jadey.
Le sonreí, desde el otro lado de aquel golfo de cinco metros.
—Y Jadey está vinculada a una organización financiada por, entre otros, Nevada Orbital Dynamics. La empresa que te ha contratado. Lo que significa que tú y yo, querida, hemos estado conectados todo este tiempo. ¿A que es romántico?
Así conseguí que me devolviera la sonrisa.
—Y, claro está, la empresa nos envió aquí —dijo. Describió un círculo con el dedo—. Es una gran cadena, y todo nos trae de vuelta aquí.
—Sí. Y sabemos qué hay en tu extremo, el extremo americano, pero no sabemos qué hay en el extremo europeo… este extremo. No sabemos quién tira de la cadena. No sabemos quién está siendo arrastrado.
A la mañana siguiente las noticias eran algo mejores, si es que las imágenes de edificios destrozados y los partes de tiroteos y arrestos y bajas podían considerarse algo «bueno». Los daños ascendían a miles de millones. Los alborotadores habían sido debidamente denunciados, o cuidadosamente no denunciados, y el análisis de las repercusiones de tales pronunciamientos estaba en boca de muchos. Camila y yo fuimos llamadas a la oficina de Driver para una entrevista pre-trabajo.
—Mantente a la escucha —me dijo—, y ten abiertos los canales con las fábricas. Sin duda se presentará algún inconveniente cuando llegue la hora de ponerlo en marcha. Limítate a no molestar el resto del tiempo, a lo mejor podías empezar con el plan del «motor» cuando tengas ocasión. Y Camila, tú te quedarás con la tripulación trabajando en tu nave, asegúrate de que sepan qué hay que llevarse y qué hay que dejar. Armen, pegado a los equipos de producción. Dales todo lo que necesiten del frente científico, y sigue de cerca los avances del segundo proyecto.
—De acuerdo —dijo Camila—. Eso era lo que íbamos a hacer de todos modos.
—Antes de que os vayáis —dijo Lemieux—. Y tú también. Armen, por favor, quédate. —Miró a Driver de reojo—. Tenemos algo que deciros.
Camila se tapó la boca para sofocar una risita.
Los dos hombres parecían tan serios y azorados que por un momento pensé que iban a anunciar que hacía tiempo que se amaban.
—Os hemos estado escuchando —dijo Driver—. Lo siento.
—¿Cómo?
—Camila —dijo Lemieux—, sé que no eres ninguna espía, porque si lo fueras sabrías que nuestro instrumento anti-micrófonos funciona de maravilla contra las escuchas de tecnología húmeda de la U.E., pero no, por desgracia, contra los últimos microbots de los EE.UU.
—El Buró Federal de Seguridad —continuó Driver— no utiliza otra cosa.
—Bueno, espero que os lo hayáis pasado bien.
Intercambiaron otra mirada azorada.
—Lamentamos de veras haber invadido vuestra intimidad —dijo Lemieux—. Pero es el elemento político de vuestras conversaciones, no el personal, lo que nos ha llamado la atención. Creemos que podrían producirse malentendidos si no somos merecedores de vuestra confianza, y no podemos permitírnoslo.
Miró a Armen.
—Y tú, también, eres lo bastante listo como para descubrir algunas cosas con el tiempo, y lo bastante listo como para interpretarlas erróneamente. Tenemos que confiar los unos en los otros, porque los próximos días van a estar cargados de peligros. Matt, dijiste algo acerca de una cadena, y tenías razón. También dijiste que no sabías qué hay en nuestro extremo de esa cadena. Ya va siendo hora de que lo sepas.