diecisiete
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El juicio de los kraken
Había caído la noche, con la rapidez característica de esa latitud, mientras se encontraban en el bar. Las luces se alineaban en la larga calle que discurría junto a la orilla. Gregor se abrió paso apresuradamente en medio de la muchedumbre más densa sobre el pavimento de la explanada, y dio alcance a Lydia. Elizabeth y Marcus caminaban aprisa tras ellos.
Lydia sonrió y le cogió la mano, balanceándola conforme avanzaba a largas zancadas.
—Me alegro de volver a verte. Aunque sea en una situación tan comprometida para tu amigo Salasso.
—¿Cómo es que tú te has enterado?
Lydia sacó una cajita rectangular de un bolsillo hondo del lateral de su falda, y corrió la tapa.
—Radio. La mayoría de nosotros llevamos una encima en la orilla. Yo había salido de compras esta tarde cuando recibí una llamada de Bishlayan, una de nuestros saurios. Conoce a Salasso, y estaban conversando cuando comenzaron los problemas. Le prestó la radio a Salasso, que me facilitó una lista de sitios en los que podía encontraros.
—¿En qué clase de problema se encuentra Salasso?
—Nada violento. Los saurios no son como nosotros… no se pegan. En cuanto a lo que ocurre, será mejor que lo veas por ti mismo. Es muy tenso. Me alegro de veras de haberos encontrado tan deprisa. Fue un alivio veros a Elizabeth y a ti.
Gregor no logró escuchar ni un atisbo de ironía o reproche.
—Eh… En cuanto a Elizabeth, ella y yo…
—Sí. Ya veo que os gustáis.
De nuevo la misma nota imposible de discernir.
—¿No estás… enfadada?
Le apretó la mano.
—¿Por qué iba a estarlo? Me di cuenta de que le gustabas en Kyohvic, aquel día en el laboratorio. Me alegra que tengas a alguien con quien estar.
—Sigo sin entenderlo.
—Se puede amar a más de una persona a la vez —dijo Lydia, vehemente—. Mi padre lo hace.
—Sí, pero eso es distinto…
Lo miró de soslayo.
—No seas tan ingenuo.
Antes de que Gregor pudiera poner en orden sus confusos pensamientos, y mucho antes de que pudiera decir nada, Marcus giró bruscamente a la izquierda, conduciéndolos por una estrecha escalera de piedra erosionada y húmeda. Los portales de pequeñas tabernas y comercios interrumpían las paredes cubiertas de musgo cada diez peldaños más o menos. Gregor se concentró en conservar el equilibrio y seguir los pasos de Lydia; un vistazo hacia arriba, peligroso pero interesante, mostró que los muros refulgían igual que las paredes de un cañón, la iluminación de las lámparas y las ventanas oscurecía cualquier posible retazo de cielo en las alturas.
Superados unos cien escalones llegaron a un último rellano, más ancho y menos resbaladizo, aunque no por ello menos desgastado, que terminaba en una calle. A medio camino de ese rellano, Marcus se detuvo. Señaló una puerta a su izquierda, algunos escalones más arriba.
—Es aquí —dijo. La mitad de la puerta era de cristal, tenues los ventanillos, brillantemente iluminado el cartel pero indescifrable. Tal vez tuviera sentido, para otros ojos; Gregor no veía más que espirales y remolinos.
—¿Qué clase de sitio es éste? —preguntó Elizabeth.
Marcus torció el gesto.
—El equivalente saurio de una taberna, o una… casa de citas. ¿Alguna vez habéis estado en una?
Gregor y Elizabeth no habían estado en ninguna.
—Es bastante seguro entrar, pero es muy importante ser educado, no quedarse mirando, y no hacer ruido ni movimientos súbitos. De lo contrario nos expulsarán. ¿Entendido? De acuerdo. Elizabeth, tal vez debieras quedarte junto a mí, y Gregor con Lydia. Si surge algún contratiempo, dejad que nos ocupemos nosotros. Seguidme.
Marcus sostuvo la puerta abierta hasta que todos se hubieron alineado detrás de él, y Gregor la cerró a su paso cuando hubieron entrado. Sus ojos tardaron un momento en acostumbrarse a la escasa iluminación. El aire hedía a carne y pescado; el dulzón olor del cáñamo contribuía a tornarlo nauseabundo.
Lo primero que vio fueron los ojos, elipses entornadas de obsidiana que reflejaban el fulgor de las lámparas colgadas del techo. Luego distinguió las siluetas de los saurios, sentados en sillas ante amplias mesas circulares. No había ningún mostrador, tan sólo una abertura más oscura al fondo, una fuente de ruido de pucheros y fuertes olores. Enfrente de esa abertura, dos saurios con túnicas ceñidas por cintos se enfrentaban cara a cara, con las manos en alto, en sendas posturas retorcidas y crispadas. Se movían muy despacio, como si estuvieran practicando un baile o un combate ritual. Había platos y copas encima de las mesas. Las cazoletas de las cachimbas alumbraban oscilando arriba y abajo y por todas partes, igual que luces misteriosas en el firmamento nocturno. Los saurios mantenían conversaciones apagadas, un siseo de fondo en vez de un murmullo. Por encima y al fondo de ese ruido, una especie de ritmo que no conseguía oír con claridad retumbaba en las cuencas de sus dientes.
Lydia le apretó la mano. Juntos, siguieron a Elizabeth y a Marcus —también de la mano, observó— hacia una mesa situada en una de las esquinas de la parte trasera. Desde detrás de la mesa, cinco pares de ojos contemplaban su acercamiento. Al aproximarse reconoció a Salasso, que saludó con la cabeza. Estaba sentado junto a una saurio vestida con un traje negro pero resplandeciente. Otro de los saurios se incorporó e indicó cuatro sillas vacías en el flanco más próximo de la mesa. Siguiendo la iniciativa de Marcus, los humanos se sentaron. Las sillas estaban hechas de la misma sustancia parecida al corcho que habían visto en Ciudad Saurio Uno. La mesa, tallada a partir de un único bloque del mismo material, ofrecía una pronunciaba curva desde la cima hasta la base para que cupieran las rodillas, aunque no lo bastante cómoda para las rodillas humanas.
—Bishlayan —saludó Marcus. La saurio del vestido negro inclinó levemente la cabeza.
—Salasso —dijo Gregor—. ¿Estás bien?
—De momento.
De los otros saurios, los dos que se encontraban a la derecha de Salasso vestían los familiares monos de cuerpo entero, el que estaba a la izquierda de Bishlayan se cubría con lo que se parecía curiosamente a una de las chaquetas de cuero abombadas típicas de los pilotos de aeroplanos; casi resultaba cómico sobre el esbelto cuerpo de ese —o esa— saurio. El cuello de pelo contribuía a dar esa impresión de comicidad e incongruencia.
—Permitid que nos presentemos —dijo el saurio sentado al final del grupo—. Gregor, Lydia, Elizabeth, Marcus, conocemos vuestros nombres, sexos y ocupaciones. A Salasso y a Bishlayan ya los conocéis. El que está a su lado se llama Delavar; es, como tal vez hayáis adivinado, un piloto de esquife de la zona. Yo me llamo Tharanack, y pertenezco al género masculino. Mi camarada femenina es Mavikson. Somos ciudadanos de Nueva Lisboa y trabajamos como lo que los humanos llamáis «pacificadores», y nosotros llamamos «guerreros».
Extendió las manos, extendiendo los cuatro dígitos de cada una.
—Podéis pedirnos los documentos, o podéis solicitar pacificadores de otra especie si lo deseáis. ¿No? Muy bien. No puedo preguntar a Marcus y a Lydia, pero debo preguntaros a vosotros, Gregor y Elizabeth… ¿lleváis armas encima?
Gregor se volvió hacia Elizabeth, cuya sonrisa cauta le infundió ánimo.
—No —dijo ella—. Aparte de nuestros cuchillos, claro.
—Estáis bien armados —dijo Tharanack—. Eso está bien. No nos gustaría que os sintierais intimidados.
Gregor no se hacía ninguna ilusión de que la robusta y afilada navaja que llevaba en el bolsillo fuera a suponer diferencia alguna en una pelea con saurios, pero supuso que, de todos modos, el significado de la pregunta debía de ser simbólico. Esta palabrería preliminar seguramente ni siquiera era costumbre de los saurios, sino el procedimiento policial propio de la municipalidad multirracial de Nueva Lisboa. Se dio cuenta de que sus compañeros lo estaban mirando, esperando a que dijera algo.
Apoyó las manos sobre la mesa y las giró, con las palmas hacia arriba. Como gesto de paz y buena voluntad probablemente debía de resultar igual de teatral para los saurios, pero era plenamente consciente de la necesidad de observar todas las precauciones. Si eso significaba hacer el equivalente de ponerse de rodillas y rasgarse la camisa, que así fuera.
—¿Cuál es el problema? —preguntó. Por el rabillo del ojo observó el ligero cabeceo de aprobación de Marcus. El piloto Delavar se inclinó hacia delante de golpe, siseando algún improperio; Mavikson lo silenció con una mirada.
—El problema es el siguiente —dijo la pacificadora—. Delavar, Salasso y Bishlayan mantienen una larga relación. Salasso y Bishlayan, claro está, se han conocido recientemente en Kyohvic. Se produjo cierta tensión ante la llegada de Salasso, mientras Bishlayan estaba con Delavar. A fin de garantizar a Delavar que no había venido para competir por la atención de Bishlayan, o cualquier otro motivo ulterior, Salasso explicó su verdadero propósito. Delavar, y otros que, ah, no tardaron en apercibirse de la conversación, se sintieron más perturbados por esto que por sus iniciales sospechas motivadas por los celos. Se realizó una llamada de asistencia. Y aquí estamos.
Cesó el irritante ritmo de fondo. A su espalda, Gregor oyó cómo cuatro pies descalzos de saurio cambiaban de posición. Comenzó un sonido rítmico distinto pero igual de sutilmente enojoso. A un lado, podía ver un cúmulo de ojos negros centrados en él, y unos pocos, al parecer, en los bailarines. Aquello le sacó de su pasmo ante la idea de una relación, o una rivalidad, que databa de siglos de antigüedad.
—Ah —comenzó, concentrando la mirada en Mavikson—. ¿Y cuál dirías que era el verdadero propósito de Salasso?
—Lo sabes tan bien como yo, cosmonauta Gregor Cairns.
Gregor hizo una sutil reverencia, reconociendo su error. Los saurios no eran aficionados a los juegos verbales.
—Muy bien. Pero de lo que no estoy seguro, y te pido que seas tan indulgente de explicar, es de cuál es la objeción a dicho propósito.
La mano derecha de Delavar salió disparada hacia arriba y abajo, clavando las garras en la mesa. Los dos pacificadores emitieron un agudo siseo. Bishlayan apoyó una mano en su antebrazo, lo acarició, y le dijo algo al oído. Despacio, y con un lenguaje corporal que denotaba enfado y superaba cualquier barrera lingüística entre las especies, el piloto se sentó de nuevo.
—Entiende vuestro idioma —dijo Bishlayan, sin dejar de acariciarle el brazo—. Pero está demasiado furioso como para hablarlo. Yo seré su portavoz, aunque no tenga opinión propia en este asunto.
Con la otra mano se pellizcaba y acariciaba el pecho, sacando las garras y raspando el tejido del traje. Gregor tuvo la fuerte impresión de que, para un saurio, esto indicaba una distracción e incomodidad intolerables. Levantó las manos, abiertas, y las dobló hacia atrás, como si le estuviera ofreciendo las muñecas para que se las rajara.
—Por favor.
Bishlayan pareció recuperar la compostura.
—Mi amante Salasso ha enfurecido a mi amante Delavar, y a otros aquí presentes, con su idea de ayudaros, a los… —Dijo algo que Gregor no pudo entender.
—Homínidos —aclaró Salasso.
—Los que follan con monos —tradujo Mavikson, con voz de sinceridad abatida.
—… para que os convirtáis en navegantes —continuó Bishlayan—. Cree que esto incurrirá en la ira de los dioses. Salasso se sorprendió ante esta opinión, que calificó de…
Otra frase en saurio.
—«Tal vez irracionalmente conservadora».
—«Una humeante pila de apestosa mierda de dinosaurio».
—… porque hace mucho que son amigos y creían que compartían puntos de vista similares. La discusión se tornó sumamente acalorada. Los dos estaban haciendo esto.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa, antes de realizar rápidos aspavientos con las manos para enfatizar que no lo había hecho a propósito.
—Cuando ocurrió eso pedí al propietario de la casa que llamara a los guardianes de la paz, y me puse en contacto con mi compañera de nave Lydia, y dejé que Salasso hablara con ella por radio para que os buscara.
Se retrepó, ocultando las manos en sus amplias mangas. Gregor se fijó en que, por debajo de la tela, cada mano se aferraba con fuerza al codo contrario.
Salasso se inclinó hacia delante y se volvió hacia Mavikson.
—Desearía que no tradujeras tan literalmente nuestras frases hechas. Y apelo a nuestros amigos humanos para que no se sientan ofendidos.
—Nada de eso —dijo Lydia, interviniendo por vez primera—. Aparte, ¿diríais los dos que el relato de Bishlayan describe fielmente vuestra disputa?
Salasso y Delavar se miraron de soslayo, apartaron la vista de golpe, y asintieron.
—Bien. Gregor, Elizabeth, tengo una sugerencia. ¿Puedo?
Elizabeth se encogió de hombros; Gregor, que, por su parte, no tenía ni idea de qué hacer a continuación, asintió. Lydia sonrió a ambos y volvió a concentrarse en los saurios. Giró la cabeza aún más, acompañando el movimiento con los hombros, se llevó la mano debajo de la coleta y la levantó para enseñar el cuello a los saurios. Gregor se quedó mirando fijamente, fascinado por el sutil vello rizado que adornaba su nuca. Todos los saurios inhalaron al mismo tiempo.
—Como veis —dijo, volviendo a encararse con ellos—, soy muy joven. Tengo poca experiencia y ninguna sabiduría. ¿Cómo puedo saber lo que enfurece o complace a los dioses? Y veo que vosotros, mucho mayores y más sabios que yo, no os ponéis de acuerdo. Por eso os pido que penséis por un momento en trasladar vuestro desacuerdo a alguien que ya era viejo y sabio cuando todos aquí los presentes éramos menos que un huevo. Alguien que ha hablado con los dioses. ¿Aceptaríais tal juicio, y seguiríais siendo amigos una vez emitido dicho juicio?
Al parecer de manera inconsciente, ingenua, su mano había vuelto a posarse en su nuca, levantando el copete de su coleta por encima de su cabeza. Mantuvo la pose por un momento.
—Es sólo una pregunta.
Su cabello cayó sobre su espalda.
Gregor se dio cuenta de que tenía las uñas clavadas en la mesa. Se apresuró a aflojar la presa y volvió a girar las manos hacia arriba, pero nadie reparó en él. Todos estaban mirando fijamente a Lydia.
Delavar estiró el brazo por delante de Bishlayan y cogió la mano de Salasso, al principio tentativamente, por último en un firme apretón mutuo.
—Sí, lo aceptaríamos.
—Bien —dijo Lydia, lacónica—. Vayamos a la nave, y consultemos al navegante.
Por un confuso momento Gregor creyó haber entendido mal, hasta que reparó en que ella se refería al kraken.
Delavar estaba dispuesto a aceptar que uno de los pacificadores ejerciera de testigo imparcial y, en cualquier caso, estaba ansioso por reanudar su interrumpida cita con Bishlayan, por lo que sólo Salasso y Tharanack partieron junto a los cuatro humanos. Salasso, muy concienzudamente, permaneció pegado al pacificador y no dijo nada. Lydia y Marcus encabezaban la comitiva. En lugar de bajar por la escalera, se adentraron en la calle de arriba, la cual, como tantas otras calles de la ciudad, descendía hacia la orilla y desembocaba en un embarcadero conveniente. Gregor y Elizabeth cerraban la procesión.
Gregor inhaló hondo, intentando eliminar el olor a tasca de saurio de su nariz. La gente paseaba calle arriba y abajo, libre de vehículos aparte del tránsito de vagonetas del teleférico.
—Menos mal que hemos salido de ahí.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Elizabeth.
—Todavía no sé por qué iba Marcus detrás de…
—No me refería a eso. ¿Qué está pasando entre Lydia y tú?
—No lo sé.
—Ya he visto cómo andabais, cogidos de la mano y conversando malcarados como si nos hubiera visto en el bar. No me hizo ninguna gracia… era como si yo no existiera.
—Nos vio, es verdad. Le da igual; lo cierto es que parece bastante contenta.
—¿Ah, sí? Qué comprensivo por su parte. Qué filosófico. Seguro que se alegra de que tengas a alguien con quien mitigar tu mal de amores hasta que tu familia y tú dispongáis de esa maldita nave con la que ir corriendo detrás de ella.
Miró al frente en todo momento mientras hablaba. Gregor se sintió preso de los escalofríos caminando junto a ella. El beso que se habían dado en el bar había dotado de realidad a lo que sentía Elizabeth por él, de una manera que no había conseguido el informe de Salasso. Lo había conmovido, y la llegada de Lydia antes de que hubieran tenido tiempo de hablar había dejado sus propios sentimientos sumidos en la confusión. La conversación que había tenido con Lydia no había hecho sino empeorar las cosas. Los tensos minutos vividos en el establecimiento saurio le habían servido de distracción y le habían proporcionado solaz.
Allí, había admirado a Lydia con una extraña desafección, libre de arrobamiento; su habilidad, llena de tacto y táctica, a la hora de dirigirse a los saurios era, quizá, lo que cabría esperar de la hija de un mercader del espacio, pero no por eso había resultado menos impresionante. Le traía a la memoria la inesperada comprensión que había mostrado ante las profundas preguntas acerca de los kraken, durante su visita al laboratorio, aunque entonces él sospechara que estaba exhibiéndose. Esta vez se había mostrado capaz de improvisar.
—Elizabeth…
—¿Qué?
Aún mirando al frente, caminando deprisa.
—¿Podemos detenernos un momento?
Se paró y se giró hacia él. Gregor tuvo un segundo de aguda y nítida percepción de ella, una súbita suma de lo que conocía de ella. Era más alta, más fuerte y mayor que Lydia, y no tan guapa, pero en ese momento parecía mucho más vulnerable y mucho más hermosa. Le dolió y desconcertó no haberla visto así desde el primer momento.
La sostuvo por los hombros, como hiciera antes.
—Te quiero —dijo. Y al pronunciar aquellas palabras, se volvieron ciertas, toda su tensión y confusión se transformaron, se convirtieron agudas, indiscutibles y restallantes, como la cuerda de un arco que vibrara aún tras haber propulsado la flecha.
—Yo siempre te he querido —respondió ella.
Cuando hubieron deshecho su abrazo él seguía estremecido, y tuvieron que correr.
El reflejo de las luces de la nave estelar se extendía por el agua igual que petróleo derramado en un charco. Tan cerca, era demasiado vasto como para resultar extraño. Podría haberse tratado de uno de los buques factoría o de los remolcadores del puerto, aparte de su tamaño, que los empequeñecía a todos. El agua lamía sus costados, pero era evidente que no flotaba; si así fuera, pensó Gregor, lo haría más abajo, con un mayor desplazamiento. Los campos alisaban el mar a su alrededor, reemplazando las olas y los vaivenes del agua con complejas ondas veloces, y conseguían que le cosquilleara el cabello y le zumbaran los oídos.
Por encima del saliente del casco, algún que otro esquife entraba o salía de unas aberturas rectangulares estrechas y alargadas, reflejando las luces del interior sus resplandecientes formas lenticulares. En un extremo —ya fuera anterior o posterior era algo que Gregor no podía adivinar— una abertura redondeada y sesgada bostezaba como una boca en la parte inferior, semisumergida en el mar y parcialmente por encima del mismo. Las aguas que la rodeaban y cubrían se veían brillantemente iluminadas, verdosas, pobladas de kraken cuyas comunicaciones cromatóforas de espectro pleno proyectaban titilantes arco iris a través de los niveles superiores de agua.
El lugar por el que entraron ellos era más modesto: un amplio portal practicado en la curva inferior del casco, con un pontón de madera y viejos neumáticos y tubos sujetos a sus bordes. El barquero apagó el motor de gasolina, se puso al pairo y amarró la lancha. Los dos saurios y los cuatro humanos descendieron de la embarcación.
—¿Va a esperarnos? —preguntó Marcus, mientras pagaba el viaje.
—No me moveré de aquí —garantizó el barquero, acomodándose en la popa y encendiendo un cigarrillo.
Recorrieron las oscilantes planchas, Elizabeth y Gregor con más confianza que el resto, y traspusieron el umbral elevado para entrar en la nave.
Elizabeth volvió la vista atrás cuando entraron, dio un codazo a Gregor.
—Percebes —dijo. Gregor le devolvió la sonrisa.
Un joven tripulante que estaba sentado en el cordaje, leyendo un libro, levantó la vista y los saludó con la cabeza conforme iban llegando. A su espalda, una enorme pista de entrada, revestida de madera y cubierta de agua marina, estaba casi llena de cajas. Marcus los condujo frente al tripulante y torció a la derecha, hasta un pasillo que discurría por el costado de la nave, en la dirección de la abertura circular que habían visto desde el bote.
—Aquí todos somos parientes —explicó, por encima del hombro—. No nos van las ceremonias. Por aquí.
No había otro camino. El pasillo continuaba y continuaba, durante cientos de metros, o eso parecía. Planchas metálicas pintadas de blanco con grandes remaches, luces eléctricas enrejadas sobre sus cabezas, la ocasional escotilla a su izquierda, y mamparos aproximadamente cada diez metros. Podrían haber estado bajo la cubierta de cualquier buque. O de una aeronave construida con acero, pensó Gregor, donde ese pasillo comunicaría el revestimiento exterior con el interior.
Al cabo de unos cinco minutos llegaron al final del pasillo y salieron a una amplia y mojada repisa metálica que resonó bajo sus pies. Había tres saurios de pie junto a la barandilla a unos diez metros por delante de ellos. Al otro lado, la abertura al mar se extendía como un lago pequeño, de unos cien metros de largo, iluminada desde abajo y los laterales como si estuviera a punto de celebrarse alguna extravagante festividad. Allí flotaban dos kraken, extendidos sus tentáculos de veinte metros. Desde ese lago, a su izquierda, discurría un canal de quince metros de ancho hacia el interior de la nave. Los flancos del buque se curvaban alrededor del estanque hasta componer un suelo convexo de cristal por encima. Brillaban otras luces encima del cristal, y había otros dos kraken nadando, en medio de fugaces bancos de peces y algas ondulantes. Desde el extremo más alejado de aquel gigantesco acuario, una columna de cristal descendía hasta sumergirse en la linde más lejana del estanque. Dentro de la columna, un ascensor —o el pistón de un émbolo— ascendía lentamente, transportando a un kraken en posición vertical, con los tentáculos enroscados alrededor de la cabeza, aleteando su manto con poderosas pulsaciones.
—Eso —dijo Marcus, señalando hacia arriba—, es el camarote y el puente del navegante, y éste es su sollado privado, donde recibe y entretiene a sus huéspedes. Los canales y esclusas de agua marina conectan con otras partes de la nave.
Indicó el canal que había detrás de ellos, antes de abrir la marcha en dirección a la barandilla. Al inclinarse sobre ella, Gregor se encontró mirando el mayor par de ojos que hubiera visto en su vida. Incluso a una treintena aproximada de metros de distancia, seguían pareciendo turbadoramente próximos. La idea del tamaño y complejidad del cerebro que debía de ocultarse tras ellos era aún más turbadora; después de los dioses, los Architeuthys extraterrestris sapiens constituían la especie inteligente de mayor tamaño, y casi sin lugar a dudas la mayor inteligencia, que hubiera conocido nunca la humanidad.
También era, pensando en él como en un mero animal, aterradoramente grande. Pensar que era un molusco no resultaba particularmente tranquilizador.
—Consultemos a nuestro navegante —dijo Lydia.
—¿Cómo lo reconocéis? —quiso saber Gregor.
—Tendremos que preguntar. —Lydia habló con uno de los saurios de a bordo, que los condujo a la esquina entre el estanque principal y el canal, donde había montada sobre la barandilla una pantalla inclinada y un panel de control. Sus largos dedos danzaron sobre el panel, y el monitor se llenó de complejos diseños de luz.
Mientras el saurio estaba ocupado, Marcus se apoyó en la barandilla y señaló hacia abajo. Cuando Gregor y Elizabeth se inclinaron a su vez, vieron una versión mucho más grande de la pantalla, de unos cuatro metros por siete, resplandeciendo directamente debajo de ellos en el agua y repitiendo de manera evidente los dibujos que aparecían en el monitor de la superficie. Uno de los kraken se había sumergido y, transcurrido un par de minutos, resurgió, de cara a la dirección contraria, con los tentáculos alejados de ellos y su amplio lomo encarado hacia ellos. Los ojos los observaron igual que antes.
Un breve juego de luces le cubrió la espalda.
El saurio que manipulaba el visor se volvió hacia ellos.
—Ése es nuestro navegante.
—Vaya, qué suerte —celebró Lydia. Hizo una seña a Salasso—. Por favor, formula tu pregunta, cuando quieras, en tu propio idioma. Tharanack la traducirá al nuestro, así como cualquier posible respuesta y aquí, Varonar, actuará de intérprete del idioma de luz al nuestro.
Salasso avanzó y enunció su pregunta. Varonar retrocedió ligeramente, mirando de reojo a Lydia y a Marcus como si solicitara su apoyo. Ambos asintieron con firmeza. El saurio volvió a inclinarse sobre el panel, con dedos trémulos.
—Salasso ha preguntado —dijo Tharanack— si los navegantes designados por los dioses saben si los dioses se enfurecerían, y si ellos mismos se sentirían ofendidos si algún, ah, homínido decidiera guiar naves entre las estrellas.
El efecto de la pregunta, una vez Varonar la hubo transcrito en los coloridos ideoglifos y los hubo enviado a la pantalla subacuática, fue como encender la mecha de un espectáculo de fuegos artificiales. Los kraken del estanque, al igual que otros visibles ahora en el mar bajo ellos, y los que ocupaban el acuario elevado, prendieron casi simultáneamente en un fogonazo de vertiginosas luces de colores centelleantes.
Gregor sintió cómo el brazo de Elizabeth ceñía su cintura, y él rodeó la suya a modo de respuesta, aunque con más firmeza. Sentía que necesitaban aferrarse el uno al otro para mantenerse de pie. Lydia, Marcus y los saurios contemplaban el despliegue casi con igual asombro.
—Es insólito presenciar algo así —dijo Lydia—. Durante tanto tiempo, con tanta intensidad. El volumen de información que están intercambiando debe de ser enorme.
Al cabo, transcurridos unos cinco minutos, las luces se apagaron y el cuerpo del navegante se oscureció. A continuación, más despacio, una serie de dibujos mucho más sencillos recorrió su espalda. Varonar comenzó a hablar, y Tharanack tradujo al inglés.
—"Los dioses nos rodean en todo momento, y no les preocupan estos asuntos. Se contentan con contemplar el universo tal y como es. Nada puede encolerizar a los dioses si no amenaza la variedad y la belleza que ven en él. Otros, no los dioses, ascendieron a nuestros antepasados de los océanos de la Tierra tiempo ha. Estos otros incurrieron en la cólera de los dioses, y nosotros encumbramos a los antepasados y parientes de los saurios de las tierras de la Tierra, para escapar de esa ira que destruía a los demás. Los saurios han ascendido a los homínidos y a otras especies. Algunos humanos se han ascendido a sí mismos recientemente, y han viajado hasta aquí sin nosotros y sin los saurios. Debemos asumir que los dioses aprobaron su venida, y que aprobarán su posterior vagar.
«En cuanto a nosotros, somos felices en nuestro papel de navegantes, pero seríamos igual de felices como pasajeros. Nuestro hogar es el gran océano que cubre los mundos. Si perdiéramos una especialidad, encontraríamos otras. Las especies cambian, la posición permanece. Si los humanos pudieran ocupar nuestra posición a un menor precio, no haríamos sino beneficiarnos de ello, al igual que el resto de las especies inteligentes. Que la paz y el comercio estén con vosotros».
Salasso se dio la vuelta y abrazó a sus dos amigos.
—¡Lo sabía! —exclamó—. ¡Lo sabía!
—No es tan sencillo —repuso Varonar, el intérprete—. El navegante acaba de decir que ni su especie ni él combatirán con vosotros, como tampoco los dioses. Pero competirán. Y nosotros también.
Gregor le sonrió por encima de la cabeza de Salasso.
—Paz y comercio.
Se apartó con delicadeza del saurio y de Elizabeth, retrocedió y miró a Marcus, a Lydia y a sus compañeros de tripulación.
—Tenemos que encontrar un navegante.
Marcus se despidió con un rápido apretón de manos y una sonrisa velada, Lydia con un beso inesperado. Junto a Tharanack, emprendieron el camino de vuelta por el largo pasadizo hasta el embarcadero flotante y la lancha que los aguardaba.
Tharanack se despidió de ellos al final del muelle.
—Comunicaré el juicio del navegante a Delavar. Toda la ciudad lo sabrá por la mañana. A mediodía, todo el mundo. No cambiará nada. Los humanos siguen teniendo que encontrar la respuesta por sí solos.
—Por supuesto —dijo Salasso—. Pero al menos no tendrán que enfrentarse a una oposición ignorante.
—Esperemos que no —respondió Tharanack, y se marchó.
Salasso esperó hasta que el pacificador hubo desaparecido entre el gentío para asumir una postura que recordaba a la de los bailarines saurios. Volvió a enderezarse al cabo de un momento, y apartó la mirada como si se sintiera avergonzado.
—Eso ha sido bochornoso. Pero así y todo, son buenas noticias. Mejores de las que imagina Tharanack, aunque no tardará en darse cuenta. Repetirá el juicio palabra por palabra, y otros de nosotros a los que no preocupe tanto la cuestión de los humanos oirán un mensaje distinto en la respuesta, un mensaje referente a nuestro pasado.
—¿Qué mensaje? —preguntó Gregor.
Batieron las membranas nictitantes de Salasso.
—Que los dioses no se enfadaron tanto con nosotros en el lejano pasado. Nunca estuvieron furiosos con nosotros, sino con otros. Ésta es una noticia excelente. Me dan ganas de subirme a un tejado y proclamarlo a los cuatro vientos. Se lo diré a todo el que me encuentre.
—No lo hagas —advirtió Elizabeth—. A menos que quieras terminar clavado a una cruz.
—¿Disculpa?
—Despeñado por un acantilado —aventuró Gregor, imaginándose la posible forma de martirio para un saurio.
—Hace muchos miles de años que no ocurre algo así.
Ajá.
—Pero lo tendré en cuenta. —Salasso se desentendió del asunto—. Mientras tanto tenemos que decidir qué hacer a continuación. ¿Habéis encontrado a algún miembro de la antigua tripulación?
Le hablaron de Volkov.
El saurio entornó los ojos.
—Así que Marcus, y es posible que otros de la nave, también los estén buscando. Eso es alarmante.
—Sí que lo es —convino Gregor—. ¿Cómo es que los mercaderes han oído hablar de la Primera Tripulación?
—Le dije a Bishlayan, en Kyohvic, que algunos de ellos seguían con vida. Ella sabía que Athranal, nuestra antigua maestra, conocería su paradero. Así que cogió un esquife a Ciudad Saurio Uno, y se lo preguntó.
—¿Esto te lo ha dicho Athranal?
—No. Me lo ha dicho Bishlayan esta noche.
Gregor miró fijamente al saurio. Se encogió de hombros.
—Probablemente no esperen más que conseguir alguna especie de acuerdo. A fin de cuentas, los tripulantes originales sabrán navegar.
—¿Conseguir un acuerdo con ellos y dejarnos fuera a nosotros?
—Es muy posible —dijo Salasso—. Creo que tal vez quieran también algo mucho más valioso… el secreto de la vida prolongada.
—Quizá no lo tengan —apostilló Gregor—. Tienen la vida prolongada, vale, pero eso no significa que sepan cómo dársela a otros.
—No es necesario que lo sepan. La información se encuentra en sus cuerpos. Y si hay algún lugar en la sociedad humana donde se pudiera extraer esa información, es en la academia de Nova Babilonia.
Gregor comenzaba a impacientarse.
—Lo dudo. ¿Te acuerdas de lo que dijo Esias de Tenebre? ¿Que nuestro laboratorio era mucho más avanzado que las academias de Nova Babilonia? Regresemos al Calamar Caliente y busquemos a Volkov.
—Sí —convino Salasso—, cuanto antes mejor. Decís que Volkov había acordado reunirse con Marcus mañana a las nueve. Debemos entrevistamos antes con él, o nos quedaremos colgados.
—¿Podría ofrecer Marcus a la antigua tripulación un incentivo tal que nos dejara al margen?
—Oh, sí. Sí que podría.
Mas de regreso al Calamar Caliente, no había ni rastro de Volkov y sus compañeros. Para cuando hubieron comprobado el resto de los posibles lugares a lo largo del espigón, la medianoche ya había quedado atrás.
—Intentemos interceptarlo por la mañana —sugirió Salasso—. Mientras tanto, volvamos a nuestros alojamientos y acostémonos.
Elizabeth y Gregor lo miraron. Se miraron entre sí.
—Qué buena idea —celebró Gregor.
—Sí. A todos nos hace falta dormir un poco.
—Sí —musitó Elizabeth, mientras seguían sus pasos—, pero no a todos nos resultará tan sencillo.