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El portal del país de los sueños
Caminando bajo la lluvia por el asfaltado encharcado, me sentía expuesto. Me costaba levantar los talones, y sentía en la nuca un peso similar al producido por el sueño. Al frente, casi a veinte metros de distancia, una enorme caja rectangular se encumbraba sobre las siseantes gotas. Mucho más lejos, a más de doscientos metros, las siluetas de las grúas y los contenedores se asemejaban a la de una estación espacial. Jason me había conseguido un agente de viajes —o «contrabandista de personas», en dialecto Pravda— y el muy emprendedor me había cobrado cuatro mil euros en efectivo para colarme en una barcaza en los muelles de Leith. La embarcación había tardado el resto de ese día y toda la noche en remontar el estuario del Forth, dejando atrás el ajetreado emplazamiento de la refinería petrolífera de Grangemouth y el solar abandonado de la central eléctrica de Longannet, atravesando el canal del Forth y el Clyde, y descendiendo por el Clyde. Llegamos a Greenock, y a la terminal de almacenamiento atlántica.
Me subí a la enorme caja y di una vuelta, plenamente consciente del globo de la patrulla portuaria que flotaba justo debajo del manto de nubes, a escasos cientos de metros por encima del estuario del Forth. En el extremo más alejado del contenedor, que daba la casualidad de encontrarse de espaldas al muelle y de cara a los otros contenedores de modo que no pudiera verse a lo lejos, había una puerta de hierro. Giré la manilla. Emanó del interior un ruido furtivo y amortiguado. Cuando se hubo abierto la puerta, cayó un poco de luz sobre el interior y se reflejó momentáneamente en los ojos de unas doce personas apelotonadas al fondo del contenedor, vacío por lo demás. No tan vacío; los pequeños bultos en los que guardaban sus pertenencias estaban desperdigados por el suelo. No se me ocurría nada que decir, así que les enseñé las palmas de las manos y entré, cerrando la puerta a mi paso. La oscuridad me arropó igual que una capucha de fieltro. Se movieron unos pies con sigilo. Me puse las gafas y activé los infrarrojos: La gente del fondo había comenzado a dispersarse por los laterales, con las piernas recogidas y la espalda pegada a la pared. Se movían como si no pudieran ver, tanteando y tropezando. Me acurruqué del mismo modo.
Transcurrió cerca de media hora. Algún niño susurró algo una o dos veces, y algún adulto le chistó para que se callara. Alguien musitó algo acerca de un cigarrillo. Entonces pudo oírse el sonido de un motor y de unos neumáticos robustos sobre el firme mojado, el traqueteo de unas cadenas y los porrazos y arañazos correspondientes a algún tipo de conexión que estaba estableciéndose en el interior de la caja. Tras un momento de creciente tensión, el contenedor fue izado del suelo y transportado en volandas. Más golpes y estruendo, gritos… y osciló, provocando los gritos irreprimibles de los niños. Podía sentir cómo ascendía igual que un ascensor, e intenté no imaginar cuánto pesaría. Bajó de nuevo y quedó colocado —con suavidad, al menos— en su sitio.
Tras tantos vaivenes al principio parecía que estábamos parados, pero bastó un minuto de silenciosa atención para percatarse de que la superficie en la que reposaba ahora el contenedor se movía, con un ritmo sutil y pausado. Estábamos en la embarcación. Transcurridos algunos minutos pudimos sentir el palpitar de los motores bajo nuestros pies, y la pendiente del suelo aumentó un tanto.
Permanecimos allí, a oscuras, durante otras seis horas en las que la única distracción fue la larga sucesión de susurros cada vez más agitados que precedió al desahogo de la vejiga de uno de los críos. El fulgor que emitía el calor del charco se desvaneció lentamente. Este ciclo se repitió más de una vez.
Alguien llamó a la puerta, no demasiado fuerte. Aun así, el sonido resonó y nos sobresaltó a todos.
—Está bien —dijo una voz masculina en el exterior—, ya podéis salir. Voy a abrir la puerta muy despacio, ¿de acuerdo?
Un abanico de luz se abrió gradualmente ante la puerta, dando a los ojos tiempo para acostumbrarse. Me guardé las gafas en los bolsillos y me rezagué, dejando que los otros —los «ilegales», como seguía considerándolos, resistiéndome vanidosamente a contarme entre ellos— salieran a la cubierta antes que yo. Todos ellos se apresuraron a abandonar el confinamiento. Una familia —marido, mujer y dos niños pequeños— cinco adolescentes y un hombre que aparentaba tener pocos años más que yo. Me coloqué detrás de él.
El velero era tan acojonantemente enorme que cuando llegué cerca de la línea media de cubierta me costaba creer que estuviera en una embarcación. Más allá de la nave, según podía ver, no había nada más que un techo gris acerado emborronado de blanco que se extendía hasta el horizonte. Éste subía y bajaba un poco, eso era todo. La cubierta era un espacio bajo y abierto entre las superestructuras de babor y estribor, y un laberinto de contenedores apiñados y asegurados con cables.
El hombre que nos había abierto la puerta era un negro americano bajo y rechoncho que llevaba encima unos vaqueros, una camiseta y una impresionante colección de resplandeciente hardware alrededor de los dedos, las muñecas y el cuello. La curva de obsidiana de sus gafas envolventes se tornó transparente de improviso, tan poco reflectante que parecía casi invisible. Nos sonrió mientras parpadeábamos bajo el sol de mediodía y respirábamos el aire fresco.
—Hola, bienvenidos al mundo libre, y todo eso. Estáis fuera de las aguas territoriales de los rojos, así que ya podéis hacer lo que os dé la gana. —Se señaló con un pulgar—. Siempre y cuando no os pongáis en medio y al capitán no le importe, claro.
La gente se agolpó a su alrededor, repartiendo abrazos, besos, lágrimas, El tipo más viejo llegó a besar la cubierta. Me quedé mirando, aturdido. Sí, me aliviaba saberme a salvo —a salvo del estado, sin haber caído en peores manos—, pero el comportamiento de mis compañeros se me antojaba excesivo y embarazoso.
Durante el transcurso del siguiente par de días me di cuenta de que me había equivocado. Su reacción no había sido excesiva en absoluto. Para empezar, el marinero estaba, literalmente, en lo cierto; ya habíamos llegado a los EE.UU., sin pasar por ninguno de los controles de inmigración reservados para los ciudadanos de la U.E.
La tripulación de aquel enorme barco era casi tan numerosa como la de la barcaza en la que había cruzado Escocia; los hombres eran más técnicos que marineros. No recuerdo sus nombres, y sus rostros están difusos en mi memoria, pero sus rápidas y francas expresiones y sus vozarrones desprovistos de ironía todavía brillan y resuenan en mi cabeza. Incluso la forma en que se movían era expansiva, desinhibida. Tanto de servicio como de permiso, su atención se alternaba y variaba entre el mundo real y el virtual tan deprisa que a veces parecía que sus gafas emitieran una luz estroboscópica clara y oscura. Sus manos, si no estaban ocupadas, manipulaban el flujo del alfabeto de los cinco dedos de los teclados virtuales, y sus labios formaban mudas conversaciones.
No todos ellos eran altos, pero todos parecían estar siempre erguidos. No era tanto (reflexioné, cuando también yo comencé a enderezarme) que tuviéramos un peso sobre nuestras espaldas, como el hecho de que hubiéramos vivido siempre oprimidos por techos bajos.
Incluso parecía que mi lector portátil y las gafas de tecnología mojada se alegrasen, y el acceso a las fuentes de los EE.UU. se volvió más sencillo, aunque puede que eso no fuera más que una ilusión. Utilicé intensamente mi equipo informático y de comunicaciones. Los precios de la nave —de la comida y los camarotes, puesto que nuestros miles de euros sólo cubrían el pasaje, según nos dijeron— consiguieron que nuestro dinero se evaporara rápidamente. Comparado con mis compañeros de viaje, tenía la suerte de poder empezar a desempeñar mi nuevo empleo en la tierra prometida desde el mismo barco, mientras que ellos tenían que conformarse con amontonar deudas. Mis cuentas principales habían estado siempre al otro lado del charco, y seguían siendo válidas. Me sumergí en el mercado laboral neoyorquino, atento al descenso de los sistemas incompatibles. Parecía que los viejos decodificadores se habían quedado fuera de juego y que aumentaba la demanda de mi especialidad. Una esquina de la cantina de la nave me servía de oficina, con un suministro de café adecuadamente interminable.
Llamé a mi madre. Su imagen surgió en el espacio de datos. Había cumplido los treinta y cinco y podría aparentar ser más joven que yo, de no ser por su expresión de cautela y hastío.
—Ya te has metido en algún lío —dijo, con malsana satisfacción—. ¿Dónde estás?
—Camino de América.
Pareció un poco sorprendida. Era la persona más conservadora que conocía. Creía en la revolución.
—Te lo he dicho siempre, sólo ibas a conseguir problemas con esos anarquistas y esa espía yanqui.
Transcurrido un momento se serenó.
—Cuídate, hijo.
—Vale, lo haré, mamá.
Llevo cuidándome, reflexioné cuando hubo colgado, bastante tiempo. Dedicaba los minutos libres que me dejaban los distintos contratos a comprobar el correo y las noticias, intentando descubrir qué había sido de Jadey, y qué estaba ocurriendo en casa, y qué había del País de los Sueños. No me sorprendió descubrir que las respuestas estaban relacionadas.
Todavía conservaba el vestigio de las grabaciones originales de Jadey, que Jason y Curran se habían encargado de distorsionar con tanta destreza; al repasarlas, me encontré…
—¿De qué coño va, amigo?
La mujer impuso su cara en mi campo, obligándome a dar un respingo. La resolución no era lo bastante buena como para comprobar si era real o un reprobot, pero estaba claro que parecía indignada, con sus habitualmente plácidos rasgos de cuarentona rojos como la jena y enmarcados por un peinado carente de estilo.
—Estoy buscando información acerca de Jadey Ericson —musité en el micrófono laríngeo. La mujer se apartó un poco y consultó algo fuera del campo.
—¿Qué sabe usted de ella?
—La última vez que la vi, estaba a punto de ser apresada por los rojos.
—¡Oh! —Se me quedó mirando. Las láminas de datos oscilaban entre nosotros igual que el aire sobrecalentado—. ¿Me está diciendo que estuvo usted allí?
—Sí, en Edimburgo. ¿A usted qué más le da?
Entornó los ojos y serenó su expresión.
—Voy a cachearle. Más le vale ser quien dice, o le daré con la puerta en las narices.
Sentí cómo interrogaban a mi equipo; la sensación era desagradablemente espeluznante. Una tenue línea de luz barrió mis ojos antes de que tuviera ocasión de parpadear. Tampoco es que un examen de retina significara gran cosa, hoy en día, pero hubiera sido una negligencia por su parte el no llevarlo a cabo. Mientras tanto envié un enjambre de agentes IA a través de la conexión que había establecido al contactar conmigo. Ingresaron en un segundo, proyectando datos organizativos. Un rápido vistazo antes de archivarlos me dejó con la impresión visual de una organización llamada la Federación de los Derechos Humanos, con una montaña de patrocinadores en el membrete, todos ellos con una cadena de letras de aspecto impresionante detrás del nombre: gente de negocios, algunos destacados sindicalistas comerciales, académicos, ingenieros… el acostumbrado frente de estrategas de la Nueva Economía.
—Tío —dijo la mujer, ya más relajada—, ese equipo de comunicación biodegradable es una basura.
—No lo subestime —dije, presuntuoso, rascándome el cuello. El micrófono laríngeo ya tenía varios días y estaba provocándome un sarpullido como si se tratara de una navaja mal afilada—. Así que, fue la FDH la que envió a Jadey a Europa.
—Ja, qué listo —repuso la mujer, a regañadientes—. Sí, nosotros la respaldamos. Y usted, señor Cairns, debe de ser Delgado Rojo. Su suministrador de hardware.
—¿No estará desvelando un pelín demasiado, tal y como están las cosas?
Se encogió de hombros.
—Bah, los malditos rojos ya han descubierto el pastel. Pero sí, tal vez tenga usted razón. Dígame un sitio y nos veremos allí para hablar en serio.
—El portal del País de los Sueños.
—Ajá. Muy bueno. Vale, allí nos vemos.
—¿Dónde está?
—Ya lo encontrará.
Se esfumó, dejándome delante de una estructura de datos que mis IA habían estado ordenado pacientemente mientras tanto. Era casi demasiado simple como para ponerse paranoico, casi lo bastante simple como para que lo ignorara un paranoico profesional como pudiera ser un espía del aparato experto en seguridad, y decía lo siguiente:
La lanzadera de AEE en Kourou en la Guayana Francesa había sido el escenario de un escándalo de poca importancia hacía un par de años, protagonizado en gran medida por el ala proteccionista del Partido en Europa. Uno de los fabricantes de Kourou había estado comprando componentes de vehículos de lanzamiento, no a una planta debidamente subvencionada en algún lugar recóndito de Angola o cualquier otro sitio, sino a una empresa americana. Dicha empresa, Nevada Orbital Dynamics, tenía un vicepresidente en el membrete de la FDH y una cadena de producción en Groom Lake, Nevada.
Lugar también llamado Área 51, y País de los Sueños.
El eurodiputado de Kourou, Weber, había defendido estoicamente a los fabricantes y, una vez se hubieron presentado los balances relevantes y los informes de calidad en el debate parlamentario, los detractores del acuerdo se habían retirado con el rabo entre las piernas.
Está claro, pensé, que el soborno de Weber —si era eso lo que había ocurrido— no podía haber sido tan simple y obvio. Era difícil que pudiera utilizarse en su contra —los fabricantes y él estaban haciendo lo que se suponía que tenían que hacer, tanto comercialmente como, en el contexto de coexistencia pacífica (la consigna del Partido), políticamente— y tal vez pudiera utilizarlo incluso en su defensa contra cualquier acusación falsa de «hundimiento», como solía llamarse a los acuerdos infructuosos si se requería alguna recriminación en retrospectiva.
Otra parte de mi mente pensó: ¡Bingo!
Volví a buscar más información relativa a Jadey con esperanzas renovadas. Aparecía en las noticias, de un modo cuidadosamente difuso: enterrada en la esquina inferior de una de las páginas interiores de la edición on-line del Europa Pravda, e impresa en las primeras planas de los folletines informativos americanos menos oficiales. ¿POR QUÉ, querían saber, NO estaba haciendo NADA NUESTRO LLAMADO GOBIERNO por liberar a esta INOCENTE AMERICANA?
El gobierno estadounidense, a través de pequeños párrafos en el New York Times y el Washington Post, escurría el bulto y mencionaba algo acerca de «los canales apropiados». Según la imaginación de cada uno, esto podía significar que estaban organizando apresuradas cumbres diplomáticas al más alto nivel, o que estaban transmitiendo sus inquietudes desde el consulado a la policía de Edimburgo.
Todo lo relativo a Jadey —que en cualquier otro momento podría haberse visto encumbrada hasta la posición de ídolo de la causa— se veía completamente ensombrecido por el escándalo que había levantado el arresto de Weber (el tono de los alegatos del gobierno norteamericano contra él resonaba con maltrecha inocencia) y el escándalo aún mayor del contacto con alienígenas de la AEE. Eso era lo que traía al mundo, colectiva y predeciblemente, de cabeza. Al repasar las noticias de los últimos días parecía que le hubieran pedido su opinión a todo científico, filósofo, clérigo, general, político y humorista del planeta… y luna del mismo. Dejé la cacofonía resultante en manos de un enjambre de IA recién eclosionadas para que la redujeran a un formato más digerible, y me concentré algo aliviado en el siguiente contrato para inflar mi lista.
*
El tonificante consuelo del pirateo de rutina no duró. A los veinticinco minutos de haberme puesto a trabajar, las IA comenzaron a centellear urgentemente y el cocinero de la nave, el señor Nguyen, salió corriendo de la cocina y dio un golpe en la mesa. Lo guardé todo en el servidor y concentré mi atención en ambas interrupciones, la humana primero.
—Grandes noticias para ti. Para todos nosotros. Mira la CNN.
—Gracias —dije. Las IA me urgían a hacer lo mismo. Seguí su consejo. El resumen de noticias global no tenía duda acerca de cuál era la noticia más importante en el mundo, y había relegado a un segundo plano y sin contemplaciones el debate sobre el contacto alienígena:
MOTÍN EN UNA ESTACIÓN DE LA AEE
Los científicos y cosmonautas de la estación científica Titov de la AEE han apelado hoy a la comunidad mundial para evitar la «militarización» de su histórico contacto con una inteligencia alienígena. Un enfrentamiento aparentemente verbal se ha saldado con la expulsión de los cinco representantes militares del comité directivo de la estación. El anterior jefe de seguridad de la estación, Colin Driver, considerado hasta ahora un comisario comunista de absoluta confianza del BFS, ha encabezado la acción.
En un anuncio personal. Driver anunció:
Paso a un vídeo.
Driver ocupó la panorámica. Para mí, era como si estuviera sentado al otro lado de la mesa. A su espalda, al fondo del campo, una media docena aproximada de personas colgaban en distintos ángulos aferradas a los montantes y sonreían ampliamente a la cámara. Tenían toda la pinta de ser científicos, desde luego. Driver era un hombre musculoso y fornido, vestido con un uniforme cubierto de medallas. Su rostro podría haber sido eslavo, pero su voz y su acento (en la versión sin doblar que estaba presenciando) se correspondían inconfundiblemente con un inglés del sur.
—No estoy acostumbrado a hablar en público, así que seré breve. Hace tres días, el secretario general Yefrimovich anunció algo que conmocionó el mundo. El momento elegido para realizar ese anuncio, tras lo que muchos han deducido correctamente que deben de haber sido años de secretismo, ha dado pie a extendidas y alarmantes especulaciones. Amigos, debo deciros que algunas de estas especulaciones están justificadas en parte. Casi con absoluta certeza con el desconocimiento del secretario general y el partido dirigente de la fraternidad de países, elementos siniestros y reaccionarios de…
Driver hizo una pausa, y a continuación dijo:
—¡Bah, al cuerno con esta mierda comunista! —Se arrancó convulsivamente los galones y la banda de la chaqueta, e inhaló hondo—. De acuerdo —continuó—. Amigos, no me andaré por las ramas. Algunos generales de línea dura del Ejército del Pueblo Europeo creen que pueden utilizar lo que hemos aprendido de los alienígenas para atacar a los americanos, para ganar la Cuarta Guerra Mundial y completar la revolución mundial con lo que ellos consideran el coste aceptable de algunos millones de vidas. Antes o después, y cuanto antes mejor. Haced cálculos… ellos ya los han hecho. Pero permitid que os asegure que todavía no poseen toda la información que necesitan. Tienen alguna… en su mayoría gracias a vuestra limpieza criptográfica, como habréis adivinado. Pero todavía no pueden acceder a los códigos de lanzamiento americanos. El anuncio fue, desde su punto de vista, prematuro, pero eso no les impedirá emprender cualquier acción precipitada. Así que hemos decidido (los científicos, cosmonautas, y el personal de seguridad del Mariscal Titov) hacer todo lo que podamos para evitarlo. Hemos puesto a nuestros propios militaristas bajo custodia preventiva, e instamos al gobierno, las fuerzas armadas, el Partido y el pueblo de la U.E. a que hagan lo mismo. Mientras no se haga eso, ni un bit de información saldrá de esta estación sin llegar instantáneamente a las redes públicas. Estamos dispuestos a liberar a los representantes militares con una condición: que es retiren todos los cargos imputados a Henri Weber, que sea liberado sin condiciones y que se le ofrezca la posibilidad de mediar entre el gobierno de la U.E. y nosotros.
Driver esbozó una fina sonrisa.
—A fin de cuentas, él es el eurodiputado que representa a esta estación, a través de la base de lanzamiento de Kourou. Como oficial, antiguo oficial, del Buró Federal de Seguridad, estoy absolutamente convencido de lo que es inocente de todos los cargos. No es un agente de la CIA. Esta acusación ha sido vertida con el ánimo de desacreditarle, y a nosotros, y más que posiblemente también al BFS. Lo sé perfectamente, porque…
Otra pausa, otra honda bocanada.
—… durante los últimos cinco años él y yo hemos cooperado estrechamente para proporcionar información errónea a la CIA y aislar así al auténtico agente de la CIA de esta estación, el mayor Ivan Sukhanov, que en estos momentos se encuentra con sus colegas en el bergantín.
El tráfico de Nueva York me dejó perplejo. Cogí un taxi desde el puerto hasta JFK y permanecí sentado, maravillado y aterrado a un tiempo, mientras corría como el rayo o andaba a paso de tortuga en medio y entre los vehículos más grandes, ruidosos, relucientes y malolientes que hubiera visto en mi vida. El auténtico significado de las guerras por el crudo cobró vida de repente, al igual que la diferencia entre los EE.UU. y la U.E. En los EE.UU. todavía predominaba el motor de combustión interna; en la U.E., la quema de fracciones de petróleo estaba más o menos limitada a la aviación y al ejército. Todo lo demás funcionaba con nueva tecnología. La mayoría de los aparatos civiles europeos estaba compuesta por aeronaves o vehículos híbridos. En los EE.UU., eran jets. Conseguía que el viaje por aire fuera más rápido, pero también mucho menos cómodo, de maneras que sin duda no quieres saber.
Las Vegas era un ejercicio de cómo la arquitectura naturista y los excesos conductuales podían competir aún con la realidad virtual; pero los momentos más extraños que viví no se debieron al hecho de asomarme a las vastas ventanas de vidrio cilindrado de la terminal del aeropuerto McCarran para ver los edificios aún más vastos de plástico y vidrio cilindrado del fondo. Ya sabía que el País de los Sueños era un lugar. De pie en la terminal de Aerolíneas Janet, contemplando el letrero que anunciaba las salidas, me asaltó una sensación de excitación incontable adversa e irrealidad la primera vez que vi su nombre deletreado bajo el epígrafe DESTINO.
Bajé la pasarela del pequeño avión de pasajeros con capacidad para cincuenta personas y miré a mi alrededor con cierta aprensión mientras me dirigía al edificio de la terminal, con los trabajadores que acudían a la Base a diario caminando delante de mí a largas zancadas. El vuelo desde el aeropuerto McCarran hasta Las Vegas había durado media hora. Bajo el sol de madrugada el lecho seco del lago Groom convertía las pistas gemelas del campo de despegue y aterrizaje en un borrón de luz cegadora y sombras. Un apresurado ajuste de los virtuales de mis nuevas gafas fabricadas en América —anteojos, los llamaban aquí— redujo el brillo y aumentó el color y el contraste. El lugar seguía pareciendo extraño. Una planicie lisa rodeada de montañas, sobre la que los productos de la tecnología humana se encumbraban igual que artefactos alienígenas recién caídos al suelo.
La antigua base de la Fuerza Aérea era el epicentro de un terremoto de mitos, secretos y sospechas. Entre la Segunda y la Tercera Guerra Mundial la región había servido de campo de pruebas secreto para bombas atómicas, misiles, el legendario motor de cohete nuclear NERVA, y los ingenios aéreos más avanzados y secretos de los EE.UU.: proyectos antidetección, desde el U-2 hasta el Pájaro Negro y una serie de cazas invisibles que culminaba con el infame CIED. El Caza Invisible Electro-Dinámico había obtenido un éxito inmenso a la hora de volar alto y rápido, evitar el radar, esquivar misiles inteligentes y generar oleadas de excitados informes de avistamientos de ovnis. Como había demostrado el teatro europeo oriental, no obstante, no era invulnerable en absoluto a la tradicional detección visual ni al fuego antiaéreo de cualquiera con las agallas necesarias como para desconectar el ordenador de puntería, mirar, y confiar en la Fuerza.
Tras los desastres de la guerra y las recriminaciones de las cazas de brujas, todo el asunto había sido desmantelado —proyectos cancelados, secretos embalados y relegados a almacenes lejanos y profundos— y las instalaciones restantes fueron adquiridas por una plétora de empresas privadas.
Entre éstas se incluían lo que eran, por decirlo suavemente, sectas de chiflados; organizaciones que habían malgastado años peinando los desiertos y los edificios abandonados en busca de aleaciones de otro mundo, jirones de documentación, pruebas que demostraran que los cadáveres en conserva de los alienígenas de Roswell habían existido alguna vez. Ya tenía montañas de toda esta mierda en mi lector. Hacía que me preguntara… ¿cuán estúpida se puede volver la gente? Si se avistaban objetos volantes no identificados en las cercanías de bases militares secretas de desarrollo aeronáutico, lo más lógico sería suponer que se trataban de aviones militares secretos. Pero los aviones secretos eran en realidad naves alienígenas rescatadas y modificadas en secreto… No, pensaría cualquiera, esta hipótesis de rescate en particular no colaba. William de Ockham la había abatido hacía siglos; pero aún volaba, pilotada por entidades alienígenas innecesariamente multiplicadas…
Más significativas, y a la larga más resistentes, habían sido las empresas espaciales, algunos de cuyos éxitos estaban realizando extraordinarias maniobras aéreas en esos precisos instantes. Triángulos y platillos volantes surcaban el cielo, ascendían y se perdían de vista.
Entré en la terminal pasando por el indiferente y, sin duda, invisible escrutinio de los tipos con trajes de camuflaje de la puerta, y me sumergí en la frescura del aire acondicionado. Justo al otro lado de la muchedumbre vi mi destino inmediato, un bar de aeropuerto abierto de cara al público, con su nombre escrito en intermitente e irónico neón:
El portal del País de los Sueños.
La tendencia postmoderna persistía en el interior; las paredes estaban empapeladas con pósteres de ovnis y motivos de ciencia-ficción, y decoradas aún más con abollados letreros herrumbrosos procedentes de diversos sectores del antiguo perímetro, la mayoría de cuyas leyendas concluían con las palabras, SE AUTORIZA EL USO DE LA FUERZA LETAL. Una reproducción del típico alienígena gris adornaba una esquina, las maquetas obsesivamente detalladas de unos platillos volantes de poliestireno colgaban de hilos negros invisibles prendidos del techo, oscilando erráticamente a la brisa del ventilador. La joven del mostrador iba vestida con un falso traje espacial de aluminio y el chaval tenía una tarjeta de identidad de Seguridad Wackenhut sujeta a su traje de camuflaje. Tras ellos, diversos sabores y colores de vodka se alineaban en grandes tarros en cuyo interior flotaban fetos grises nauseabundamente realistas, como si estuvieran conservados en formaldehído.
Me senté en una mesa de un rincón con una Budweiser y un bollo para desayunar, tinté mis anteojos y examiné el escenario. Aproximadamente la mitad de la multitud que atestaba el lugar parecían ser trabajadores que engullían apresurada y preocupadamente sus desayunos mientras contemplaban las imágenes de sus gafas; los comensales más ociosos, los que conversaban en voz alta o en voz baja y conspiradora, parecían ser turistas y obsesos de avanzada edad, salpimentados con un puñado de periodistas que habían acudido para echarse unas risas a su costa. El auténtico contacto alienígena había desempolvado todas las viejas historias de los imaginarios, las había rejuvenecido y reavivado para salir a pasear de nuevo por el panorama mediático como si de zombis rociados con desodorante se trataran, y el País de los Sueños volvía a convertirse en la Meca de todos los locos y —para ser justos— de los inconvenientemente inquisidores.
—¿Te importa si me siento?
Una mujer se cernió sobre mí con una bandeja y una sonrisa inamovible. Era la mujer que me había interceptado en los archivos de Jadey, conservaba exactamente el mismo aspecto, con una indecorosa blusa de cachemira fractal y una corbata holgada. No la había visto llegar. Se sentó a mi lado, empujándome a lo largo del banco y acorralándome eficazmente contra la esquina de la pared. Los sucesivos recortes territoriales llegaron propiciados por su substanciosa selección de alimentos. Su acompañante masculino, alto, robusto, con un traje negro, camisa blanca y anteojos tintados, se sentó enfrente, colocando una taza de Coca-Cola insultantemente testimonial delante de él.
—Bueno, hola —dijo la mujer. Alargó el brazo para estrecharme la mano, con un apretón tan torpe que debió de parecer masónico—. Me llamo Mary-Jo Greenberg. —Arqueó una ceja—. Y éste es Al.
El hombretón inclinó ligeramente la cabeza.
—De Nevada Orbital Dynamics.
—Matt Cairns. Encantado de conoceros.
—Supongo que ya hemos constatado nuestras respectivas credenciales —dijo Mary-Jo—. Nosotros sabemos quién eres tú, y tú sabes quiénes somos nosotros.
Asentí con la cabeza y miré en rededor; se me ocurrió la inevitable pregunta.
—¿Este sitio es seguro para hablar?
Mary-Jo se rió.
Bastante seguro. Delgado Rojo. Más seguro que a lo que estás acostumbrado. Además de nuestras leyes sobre la intimidad y demás, aquí se cuentan tantas chorradas que habría que dedicar un puñetero procesador a separar el trigo de la paja.
—Te tomo la palabra —respondí, encogiéndome de hombros—. ¿Alguna noticia de Jadey?
—Estamos trabajando en ello —contestó Mary-Jo—. A ver, hemos tenido un poco de contacto directo. El consulado norteamericano en Edimburgo se ha puesto manos a la obra, para lo que pueda servir. Se encuentra bien. Básicamente lo único que hay que hacer es regatear el precio. Debería estar fuera en cuestión de días, sin ningún problema.
—Oh, eso es estupendo. —Esta buena noticia se combinaba con una incontenible explosión de alivio y placer por tener al fin a alguien con’quien hablar—. Bueno, ¿cuánto queréis por un platillo volante?
Ah —intervino Al—, no creo que este sitio sea lo bastante seguro para hablar de eso
*
Las oficinas de Nevada Orbital Dynamics se encontraban en un edificio largo, bajo y —lo más importante— equipado con aire acondicionado. El breve paseo hasta allí me había dejado exhausto. El sudor se evaporaba antes de que tuviera tiempo de humedecerme la piel; en cuanto estuve en el interior, se volvió frío y pegajoso. Me senté en una mecedora de cuero y aluminio, engullí una Bud para reponer los fluidos perdidos, y me bebí un café para entrar en calor.
El despacho en el que estábamos parecía ser el de Al; el nombre ALAN ARMSTRONG adornaba la puerta, y estaba familiarizado con todo el interior, pero no se explayó en su presentación. Se sentó con los pies encima de la mesa, reclinado y fumando un cigarrillo sin humo. Mary-Jo se quedó de pie junto a la ventana. Las paredes de cemento pintado estaban desnudas a excepción de algunos pósteres discretos que mostraban diagramas seccionados de obscuras máquinas y componentes, ocupándose de sus incomprensibles actividades de una manera que distraía la atención.
Les conté mi historia; aparentaron impresionarse menos que mis decodificadores. Tal vez ya hubieran escuchado antes algo parecido. Cuando hube terminado, dejé el disco de datos sobre la mesa de Alan; lo rodearon, mirándolo. Por un momento, no habló ninguno de los dos.
—¿Tienes algo que pueda leer esto? —quiso saber Alan.
—Sí, claro —dije, divertido. No había anticipado problemas de incompatibilidad de hardware, aunque habría debido hacerlo. Saqué mi lector, introduje el disco, desplegué una conexión y estiré el brazo en dirección a la bandeja visor del escritorio de Alan, cuando lo miré de soslayo—. ¿Te importa?
Enchufó algo en alguna parte —chico listo— e hizo un gesto con la mano.
—Adelante.
Lo compuse todo, le entregué el lector, y me aparté.
—Échale un vistazo.
Durante la siguiente hora más o menos Alan escarbó en la documentación; cuando sus reticencias se hubieron atenuado añadió sus anteojos a la interfaz, tecleando en el aire y murmurando. Mary-Jo lo siguió al interior, pero salía de vez en cuando para ofrecerme una sonrisa tranquilizadora o conminarme a tomar otro café. Por fin Alan se desconectó, apartó el equipo, se quitó los anteojos y me miró. Sus ojos eran azules y plácidos; la piel de alrededor delataba un cansancio que iba más allá del examen de la especificación.
Desenchufé la conexión, recogí el lector y lo guardé.
—¿Y bien? —pregunté.
Alan asintió despacio, con los labios apretados.
—Sea lo que sea, el condenado parece auténtico. Los trozos que entiendo tienen sentido, y los que no entiendo… bueno, son alienígenas de una manera que costaría mucho falsificar. —Se rió brevemente—. He visto especulaciones sobre platillos volantes alienígenas que eran realmente buenas… desinformación de la de antes, anterior a la guerra. No tenían nada que ver con esto. Siempre te encuentras con alguna chorrada o incongruencia cuando lo examinas de cerca.
—Boro —dijo Mary-Jo. Por algún motivo, a los dos les hizo mucha gracia.
—Sí, boro. —Alan exhaló un suspiro—. Un montón de paparruchas sobre el boro, el magnetismo y Tesla. Aunque claro, por aquel entonces no tenían transplutónicos para desbarrar, así que puede que éste sea su equivalente. No hay «inobtenio» implicado, pero la única manera de que pueda volar esto es que desconozcamos por completo las propiedades de los elementos de la isla de la estabilidad. Lo cual, mira por dónde, es cierto, así que…
Extendió las manos.
—¿Estamos hablando de AG? —inquirió Mary-Jo.
—Algo así —replicó Alan. Se frotó la nariz—. O sea, ¿qué es un platillo volante sin antigravedad? —Hizo un movimiento con la cabeza hacia atrás, señalando la ventana—. Aparte de los que vuelan por encima de nosotros, ¿vale? Y, eso que la especulación llama «el motor» a mí me parece un salto espacial.
—¿Estamos hablando de VL? —pregunté, imitando a Mary-Jo.
Alan negó con la cabeza.
—No. Pero sí rápido.
—¿Podríamos construirlo? —quiso saber Mary-Jo.
—Sí, pero sólo en el espacio. Ese proceso requiere un entorno de microgravedad. En cuanto a los transplutónicos… mierda, si sólo se hacen en el espacio. Los hace la AEE, para ser precisos. Supongo que podríamos pedírselo de buenas maneras.
Me levanté, sintiéndome inquieto; estiré los brazos y me masajeé los hombros.
—Me pregunto —dije, pensativo—, si ya lo habrán construido, ahí fuera.
Mary-Jo y Alan intercambiaron una mirada. El encogimiento de hombros de Alan distó de ser imperceptible. Mary-Jo se volvió hacia mí.
—No. No lo han construido.
—¿Cómo lo…? Oh. Estáis en contacto con ellos.
—Desde el amotinamiento. Sí. No es ningún secreto. Están haciéndolo todo a la vista. A menos que intenten tirarse algún tipo de doble farol realmente elaborado, lo cual, dado el historial de intrigas rojas, no puede descartarse; nos han facilitado una descripción general de lo que han descubierto. ¿Has visto algo de eso, por cierto?
—No, he estado bastante ocupado preocupándome por Jadey y por la situación política en casa.
—Dímelo a mí —sonrió Mary-Jo—. Parece que se están desmadrando las cosas en la Europa Roja, ¿eh? En cualquier caso… echa un vistazo a los datos científicos, en cuanto puedas… es fascinante. Tío, están hablando con dioses. Pero la tripulación del Titov no ha dicho nada acerca de esto. Reactores espaciales alienígenas… Dios, cualquiera creería que se les ocurriría mencionarlo.
—Oh. —Sentí una fría oleada de decepción cuando comprendí la obvia inferencia—. ¿Crees que esto podría ser parte de la «desinformación» de la que habló ese tipo, Driver, en su comunicado?
Alan negó con la cabeza.
—Lo dudo. Mira la fecha… del año pasado. Sea lo que sea, lleva algún tiempo dando tumbos por la AEE, y si el gobierno norteamericano o incluso la CIA le hubiera echado el guante a algo parecido a esto, me habría enterado. Hace días que estoy muy ocupado cultivando contactos, y si estoy seguro de algo es de que nadie de nuestro bando sabía nada en absoluto de las mentes alienígenas. Estaban apilando montañas de lo que ellos pensaban que era información científica valiosa, sobre todo para el ámbito de la ciencia informática y la física de baja frecuencia, y todo eso es cierto en parte, pero nada, y quiero decir nada, que apuntara a la verdad completa. Jesús, estos tíos han hecho bien su trabajo.
—¿Driver y Weber?
—Sí. —Se frotó la nuca—. Me sorprende cómo han evitado que el verdadero agente de la CIA, el mayor, este… Sukhanov, hiciera saltar la liebre en cualquiera de las ocasiones en que estaba fuera de la estación. Consiguió al menos dos permisos en la Tierra en los últimos diez años, y debía de tener algún contacto en tierra firme.
—Ah, eso. Supongo que Sukhanov es totalmente inocente, y que Driver le acusó para crear tensión en el ejército y librar de toda culpa al BSF.
—Entonces, ¿quién era el de la CIA…? —Me miró fijamente—. Bromeas.
—Driver. Tiene que ser él. ¡O eso pensaba la CIA! Weber y él eran agentes dobles. Por eso hay pruebas reales contra Weber.
—Si es que «prueba» significa algo en este contexto —dijo Mary-Jo. Se sentó en el filo del escritorio—. Lo que me pregunto, sin embargo, es cómo la información que posees se encuentra en la Tierra y no en el Titov.
—¿Porque fue desarrollada en la Tierra? —sugerí—. Puede que la información del diseño fuera transmitida sin ser analizada siquiera, y que el resto del subsiguiente trabajo se desempeñara en tierra firme, con la intención de no permitir que nadie de la estación estuviera al corriente hasta que les convenciera la situación de la seguridad, quizá, para seguir adelante y construir el cacharro.
—¿Información superflua? Bueno, supongo que es plausible. —Alan se incorporó de un salto—. En ese caso lo mejor que podemos hacer es llevar esto a la estación. Llevar allí físicamente ese disco, o una copia del mismo.
—¿Por qué no lo transmitimos sin más?
—Porque no queremos que la U.E. sepa lo que nos traemos entre manos —dijo Mary-Jo—. Necesitamos a alguien que entienda el sistema y los programas. Como, no sé, ese programa de control de manufacturación. Alguien que sepa manejar las interfaces entre tecnología dura y tecnología mojada, que esté físicamente en forma y sea políticamente competente y de fiar. —Me dedicó una sonrisa—. Como, por ejemplo, tú mismo.