trece
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Esquife gravitacional
Gregor contempló con gesto torvo cómo se alejaba la aeronave, con los puños apretados en ademán de enojo y frustración. Se volvió hacia Elizabeth y Salasso que, al igual que él, estaban apoyados peligrosamente sobre el parapeto de la plataforma, como si eso pudiera servir de algo.
—¿No podemos pedirle a la torre que la traiga de vuelta?
—Ni hablar.
—Entonces, ¿por qué demonios no has…?
—Escuchad —dijo Salasso, paciente—. No albergaba ninguna esperanza de que la gente que estamos buscando pudiera estar en Nueva Lisboa. Los últimos rumores que he oído apuntan hacia otra parte. —Hizo un gesto con la mano para indicar otras aeronaves que planeaban para aterrizar—. Un lugar al que sólo se puede llegar en uno de esos vuelos. Si busqué a mi antigua profesora fue para que me lo confirmara, y para que me proporcionara algunos detalles acerca de la localización. Si hubiera creído siquiera por un instante que pudieran estar en Nueva Lisboa, no habríamos venido andando.
Su paseo por el lecho de la ciudad y su encuentro con la cría de saurio parecía ahora una fútil pérdida de tiempo, un recuerdo amargo en vez de agradable. Al mismo tiempo, la mención de Nueva Lisboa aceleraba el corazón de Gregor. Lydia estaría allí.
—Espera un segundo —dijo Elizabeth—. ¿Has dicho que los esquifes gravitacionales están en Nueva Lisboa en estos momentos? No pueden trabajar todo el tiempo. ¿Por qué no llamamos y vemos si hay algún piloto dispuesto a volar hasta aquí y luego de vuelta, con nosotros?
—Eso es una… —La lengua del saurio asomó entre sus labios—. Eso es una idea excelente. Se me tendría que haber ocurrido a mí.
Gregor soltó su bolsa y rodeó los hombros de Elizabeth con un brazo.
—¡Sí! —exclamó—. ¡Brillante!
—No anticipemos acontecimientos —previno Salasso—. Ya veremos.
Lo siguieron de nuevo hasta la sala circular. Se encaminó hasta un disco plano de color gris que había en la pared y comenzó a pulsar unos pequeños rectángulos perfilados a lo largo del borde inferior. Transcurrido un momento, el disco refulgió tenuemente y Salasso se enfrascó en una animada y gesticulante conversación. Gregor observaba a un lado con una vaga sensación de resentimiento. La televisión, o la falta de la misma, era una herida dolorosa.
Las pantallas de visionado de los saurios operaban fuera del espectro visual humano, y aun cuando se corregían a tal efecto, no tenía mucho sentido, puesto que la mayor parte de la imagen se perdía en una nevisca de información adicional que el sistema óptico saurio filtraba de forma distinta que el cerebro humano. La capacidad industrial de Mingulay no se extendía a la producción en cadena de monitores de tubos de rayos catódicos —por no hablar de nada más avanzado— y no parecía que los saurios tuvieran ninguna prisa por solventar esta deficiencia con exportaciones procedentes de su planta de producción.
Lo que irritaba esta herida era la inconfundible impresión que daban sus comerciantes de mantener esta situación por el bien de los humanos.
El tenue fulgor se desvaneció. Salasso retrocedió.
—Ya está arreglado. El esquife estará aquí dentro de una hora.
Dos puertas automáticas de cristal se abrieron de golpe cuando llegaron a la entrada. Gregor y Elizabeth, mirando de un lado a otro con mal disimulada cautela, traspasaron el umbral. Salasso vaciló por un momento, las puertas comenzaron a cerrarse, volvieron a abrirse cuando entró de un salto. Volvió la vista atrás con semblante suspicaz.
La estancia era bastante espaciosa, con un mostrador a lo largo de un lateral y tubos fluorescentes suspendidos del alto techo. Los monitores de TRC que exhibían la información referente a los vuelos estaban montados en las paredes, al igual que unos largos altavoces verticales de los que emanaba una música indistinta e indistinguible. Una amplia gama de asientos de plástico acolchados y mesas de plástico laminado se repartían y arracimaban por la amplia superficie, en parte de madera pulida, en parte enmoquetada. Había unos cuantos hombres de negocios sentados aquí y allá, algunos negociando aún con los saurios, otros sorbiendo sus bebidas con expresión ausente.
—Qué raro es todo esto —comentó Gregor—. Parece algo venido del espacio exterior.
Salasso ocupó un asiento frente a una mesa pequeña.
—Es lujoso, por lo menos —dijo, balanceando las piernas—. Mucho mejor que nuestras instalaciones.
—Hablando de instalaciones… —dijo Elizabeth.
Salasso señaló con el dedo. Elizabeth miró el cartel y sacudió la cabeza.
—Menos mal que no llevo pantalones… Por cierto, ¿alguien más tiene hambre?
La muchacha del mostrador de bebidas se cubría con un vestido a rayas rosas y blancas que no parecía de su talla, debajo de un delantal que parecía más bonito y más valioso que el traje que se suponía que debía proteger, así como una banda también a rayas en la cabeza que fracasaba a la hora de mantener el cabello apartado de su cara. Gregor se sentía desconcertado por un extraño asombro ante todo esto, la incómoda sensación de que todo era una copia de algo que de por sí no era original ni correcto, para empezar. Pagó el café, los bocadillos y el caldo de pescado con dinero de Kyohvic, aceptó a regañadientes un puñado de liras agujereadas de Nueva Lisboa a modo de cambio, y regresó con la bandeja.
—No me había dado cuenta de que hay humanos trabajando aquí. Tiene que ser aburrido de narices.
Salasso frunció los labios.
—No suelen quedarse mucho tiempo.
—Hmm —dijo Elizabeth—. A mí me parecería interesante. Fascinante. ¡Trabajar en Ciudad Saurio!
—La novedad no dura eternamente.
Conforme Gregor bebía su café, la oleada estimulante le hizo darse cuenta vívidamente de la aleteante sensación alojada en la boca de su estómago. Comprendió que estaba nervioso y excitado ante la perspectiva de viajar en un esquife gravitacional. A decir verdad, más nervioso que excitado.
—Salasso, ¿no te importará, no sé, compartir una pipa?
—Cuando quieras.
Elizabeth apuró su café y se incorporó, con su bocadillo a medio comer en la mano.
—Disculpadme, chavales. Yo paso, por ahora. Me voy a observar las aeronaves.
—Vale —dijo Gregor, observándola con los ojos guiñados tras la llama del encendedor—. Hasta ahora.
Elizabeth se alejó a buen paso.
—¿Qué mosca le ha picado?
Salasso se encogió de hombros. El hombre y el saurio fueron en amigable silencio durante un rato, con el saurio propinando bastante menos de la mitad de las caladas. Aceptó el último rescoldo, tras lo que soltó la pipa y clavó los ojos en Gregor.
—No sé si debería decir esto —comenzó, con voz apenas audible, inclinándose hacia delante—. El cáñamo te relaja y aumenta la expresividad emocional. Elizabeth prefiere sostener firmemente las riendas de sus emociones.
—Oh. Ya veo. —Gregor frunció el ceño—. ¿Le preocupa alguna cosa?
Una cadena de inquietantes posibilidades centelló en su cabeza: un padre o abuelo enfermo, un hermano herido, una deuda de estudiante, algún problema médico propio…
—¿Puedo hacer algo al respecto?
Claro que ella no se lo iba a pedir. Su exacerbado orgullo se interpondría en su camino.
Las puertas se abrieron de golpe para franquear la entrada a otro grupo de pasajeros. Salasso jugueteó con la pipa, vaciando la ceniza en un plato de cristal ornamental encima de la mesa antes de que Gregor pudiera recordarle que la echara al suelo.
—No sé si puedes hacer algo o no. Pero…
Cerró los ojos un segundo, antes de volver a mirar a Gregor.
—Tienes que saberlo. Elizabeth está enamorada de ti y le martiriza saber que tú estás enamorado de otra persona.
Gregor sintió que un escalofrío le traspasaba el estómago igual que un filo congelado. La borrosa nube del cáñamo se dispersó al instante, permitiendo que todo lo demás resaltara con estridencia. Jamás se había sentido tan sorprendido, tan avergonzado, tan desconcertado; y al mismo tiempo, tan dolorosamente complacido, y tan satisfecho… ahora que todo lo que había dicho o hecho Elizabeth en su presencia se aparecía en su auténtico, y ahora obvio, significado.
Pero fue el desmayo lo que dejó translucir su voz.
—Oh, dioses del cielo. No tenía ni idea.
—Lamento haber sido yo el que te lo dijera —se disculpó Salasso, con el doble filo de sus palabras más educado que nunca—. Pero tal vez sea importante para nuestra expedición que lo sepas. Estaría bien que tuvieras en cuenta sus sentimientos, y que te preocuparas de no darle ninguna esperanza, en un momento de peligro, por descuido por tu parte. —Su expresión recuperó parte de su humorismo—. O por la suya, ya puestos.
—Oh, dioses, sí. —Pareció que se lamentase—. Me parece que necesito otro café para tranquilizarme.
—Que sean dos —dijo Salasso, con la vista puesta en las puertas de cristal—. Elizabeth viene de regreso.
Recoger las bebidas sirvió de distracción para la mente de Gregor y le permitió enfrentarse a Elizabeth con su ecuanimidad restaurada en parte cuando hubo vuelto a la mesa.
—Ah, gracias —dijo la joven.
—¿Qué te han parecido las aeronaves? ¿O ha llegado el esquife?
—Nos quedan unos diez minutos —informó Salasso.
—No he prestado mucha atención a las aeronaves. La ciudad en sí es mucho más interesante. Hay más actividad, todo el tiempo. Y no he dejado de calcular mal la escala, es…
—¿Fractal?
—Sí. Como las olas cuando sobrevolamos el mar. No se puede calcular la altura sólo con mirar abajo.
—Yo sí que puedo —dijo Salasso. Movió los ojos de un lado a otro, y lodos se rieron; apuraron sus tazas y salieron para esperar el esquife.
Salasso fue el primero en divisarlo y señaló hacia el sur, hacia arriba, siguiendo el movimiento con un dedo. Gregor no vio nada más que cielo azul durante un minuto, hasta reparar en un diminuto punto de luz que se dirigía hacia el cénit, donde se detuvo. La mota plateada aumentó de tamaño sobre sus cabezas hasta que se hizo evidente que se trataba de un disco que descendía. Otras personas comenzaron a mirar y a apuntar con el dedo, agrupándose en una pequeña y emocionada multitud. A trescientos metros sobre ellos el disco inició un virtuoso movimiento que imitaba el de una hoja al caer, sobrevolando finalmente la plataforma hasta detenerse a escasos metros por encima y uno de distancia de la barandilla de seguridad. De cerca, la superficie plateada se veía veteada y salpicada de una mucosa marrón que parecía barro seco, estiércol y sangre. Se descascarillaron algunos copos cuando se hubo abierto la escotilla y la escalerilla se hubo extendido hasta la plataforma.
Salasso levantó su maletín.
—No les hagamos esperar.
Gregor hizo un gesto a Elizabeth.
—Ya te llevo yo la bolsa. Tú primero.
—¡Oh, gracias!
Ascendió por la escalerilla ostentosamente, recogiendo el dobladillo de su falda, con la nariz arrugada ante el tenue hedor a cuadra. Gregor la siguió, sujetando sus bultos y procurando no mirar hacia abajo donde la escalerilla pasaba por debajo del borde de la plataforma. En cuanto hubo entrado, la escalera se recogió y se cerró la escotilla.
El interior estaba iluminado aparentemente por la luz natural que penetraba por una ventana que bordeaba todo el interior y que había sido invisible desde el exterior; una pantalla, supuso Gregor. Alrededor de una carlinga central había un asiento circular, en cuyo extremo más alejado se encontraba un saurio delante de un panel, mirándoles por encima del hombro, con las manos descansando sobre un tablero inclinado bajo la pantalla-ventana.
Intercambió un saludo con Salasso antes de decir en inglés:
—Hola, cojan asiento. El que quieran. También pueden quedarse de pie si lo prefieren.
Mas, movidos por el impulso de evitar ser zarandeados por la aceleración, Elizabeth, y luego Gregor, se sentaron al lado de Salasso, que ya había ocupado un asiento junto al piloto.
—He ajustado la visibilidad a sus ojos —dijo el piloto—. Espero que los colores estén bien.
Gregor miró en torno suyo. Donde la pantalla se curvaba a su espalda podía ver gente saludando desde la plataforma, apartándose.
—Parece perfecta.
—De acuerdo.
El piloto miró hacia delante y sus dedos volaron sobre el panel. La panorámica se apartó de las cimas de las torres de la ciudad para concentrarse en el cielo y las nubes. Por un momento pareció que estuviera inmóvil, hasta que las nubes comenzaron a aumentar visiblemente de tamaño. Gregor volvió la vista atrás y vio la ciudad inclinada en un ángulo imposible, menguando a su espalda. No se apreciaba sensación alguna de movimiento ni de que el aparato no estuviera en posición horizontal. Sintió que Elizabeth se agarraba a su brazo al tiempo que se inclinaba sobre él. Atravesaron una nube en cuestión de un parpadeo blanco y la vista volvió a inclinarse, sin revelar más que un cielo azul muy oscuro.
Incapaz aún de conseguir que sus reflejos creyeran lo que estaba viendo, Gregor se levantó. Elizabeth, colgada de su brazo, se incorporó a su vez. Al asomarse a la parte superior de la pantalla podían ver el suelo… o mejor dicho, la superficie del planeta, con el horizonte curvándose discerniblemente a cada lado.
—¡Oh, dioses del cielo! —exclamó Elizabeth, soltándole el brazo y apoyándose en el material dúctil del quicio de la pantalla, mirando hacia abajo, ladeando la cabeza a los lados y por fin hacia arriba—. ¡Se ven las estrellas! ¡Estamos en el espacio!
—Bienvenidos a la estratosfera —dijo el piloto. Se reclinó y apartó las manos del panel, revelando lo que parecían unas marcas imprimaciones poco profundas en sus palmas—. También supone un agradable descanso para mí, debo decirlo. Llevo semanas esquivando mierda de saurópodos.
—No siempre esquivando —comentó Elizabeth.
—Nada que una buena tormenta tropical no pueda lavar. Son sus colas las que hay que vigilar, incluso dentro de esta caja.
Entrelazó las manos sobre su nuca y estiró las piernas. Gregor supuso que, al igual que Salasso, hacía tiempo que estaba entre los humanos.
—¿Por qué tiene que acercarse tanto a las colas? —quiso saber Gregor, que retomó su asiento.
El piloto se rió.
—A lo mejor asisten a una demostración, camino de Nueva Lisboa. No se preocupen… todavía no he perdido ningún esquife.
En la zona que rodeaba las marcas de sus palmas aparecieron unos diminutos rectángulos de tenue luz, iluminándose de delante atrás. El piloto se inclinó hacia delante y las escrutó.
—Ah, bien, tormenta de Coriolis a la vista. Llegó la hora del baño.
Volvió a apoyar las manos sobre el tablero y la panorámica alternó a una superficie oceánica azul y, algo por delante de ellos, a una masa arremolinada de nubes. En cuestión de segundos, el aparato se había zambullido en ella, deteniendo su picado y alcanzando el nivel de vuelo. Tinieblas azotadas por la lluvia, un atisbo de cielo azul, una incursión en otro espacio húmedo y oscuro, y a continuación salida por el otro lado y de nuevo subiendo hacia la estratosfera.
—Como vuelva a hacer algo parecido —dijo Elizabeth—, tendrá que limpiar algo en el interior.
—Si tuviera que volver a hacer algo parecido, antes les pediría que cerraran los ojos —repuso el piloto—. Es la disonancia entre el ojo y el oído interno lo que…
Salasso siseó algo y el piloto cerró la boca.
Gregor, ahora que todos habían comprendido que ningún movimiento del aparato podría zarandearlos, se preocupó de sentarse lejos de Elizabeth. Recorrió el asiento hasta quedarse mirando directamente hacia atrás, hacia el norte y el este. El respaldo y el refulgente cono truncado de la sala de máquinas —que vibraba levemente, zumbaba silenciosamente y refulgía tenuemente— se interponían entre él y Elizabeth, un cuerpo mucho más peligroso. El huracán, típico de la franja de océano ecuatorial entre el continente y el cono sur, se perdía en el horizonte.
Conforme el vuelo, a su vez, pasó de lo mágico a lo familiar, lo que le contara Salasso regresó con toda su fuerza y novedad. Se quedó de repente apabullado y perplejo. Al repasar y volver a evaluar sus tres años de camaradería y amistad, se descubrió a sí mismo deseando de corazón que ojalá Elizabeth le hubiera dejado conocer sus verdaderos sentimientos desde el principio. No podía saber si la habría correspondido, pero al menos habría quedado zanjado el asunto. Nunca había pensado en ella en un contexto sexual, aparte de considerarla íntimamente una mujer atractiva y en forma, lo que entrañaba apenas más erotismo que la clase de admiración que podría profesar a un hombre atlético, atractivo e inteligente. Era posible, suponía, que en su relación laboral —inevitablemente próxima y física en ocasiones, cuando todos sudaban juntos a bordo del barco— hubiera desechado cualquier pensamiento de ese tipo al considerarlos tan apropiados entre colegas científicos como entre camaradas soldados.
Ahora, al rasgar ese telón, saber que ella estaba enamorada de él bastaba para dotarla de un repentino e inmenso atractivo e interés, de una manera natural y perversa a un tiempo.
Lydia seguía presente en su cabeza de una manera que le hacía sentir culpable por disfrutar siquiera pensando en Elizabeth… aunque Lydia había rehusado entregarse a él incondicionalmente, condicionando su amor al cumplimiento por su parte del extraño requerimiento de su padre. Sabía que tal vez lo que él le había pedido fuera más exorbitante. La cuestión radicaba en que Elizabeth había decidido acompañarle, y Lydia no.
Deseó que hubiera sido Elizabeth y no el saurio quien le hablara de sus sentimientos, pero no podía culpar a Salasso. Pensar en las meteduras de pata y situaciones incómodas —incluso peligros— que podría haber propiciado su desconocimiento de la situación hacía que le empapara un sudor frío.
El mar a sus espaldas dio paso a las largas y blancas playas de la costa norte del cono sur, y luego a una amplia franja de planta de producción que a su vez se fundió casi imperceptiblemente con el bosque pluvial. Gregor se incorporó y regresó a la parte delantera. Cuando Elizabeth levantó la mirada hacia él mientras se sentaba, le devolvió una sonrisa más amable, más inquisitiva, de lo que quizá hubiera pretendido.
El paisaje se inclinó hacia arriba de nuevo, ocupando la pantalla casi por completo, y descendieron a gran velocidad hacia el lugar donde el bosque pluvial menguaba hasta tornarse pradera. El mar de hierba, interrumpido tan sólo por altozanos y cordilleras montañosas, se extendía hasta el permafrost por debajo del casquete de hielo. Vastos rebaños de bestias gigantescas recorrían la pradera; desde esa altura, asemejaban manchas sobre la tierra, parches irregulares del tamaño de condados. Los dinosaurios de los confines del norte, ajenos a todo salvo a las manadas de depredadores y las hordas de parásitos que los acosaban a cada movimiento, prestaron menos atención al elevado esquife del que les merecería una mosca.
Algún día, aprenderían a reaccionar de distinto modo.
Con un gritito lleno de júbilo, el piloto llevó el esquife de nuevo hacia arriba, sobrevolando una cadena montañosa de diez mil metros de altitud igual que un disco lanzado sobre el agua. Y otra vez abajo, hacia la llanura del sur.
Aquí los rebaños no eran parches sino ríos, fluyendo hacia el norte en su acostumbrada migración otoñal de todos los años, alejándose de las próximas nieves en favor de las inminentes lluvias y el florecimiento de la vegetación. La mayoría de los torrentes discurrían en dirección a cañadas y pasos practicados en la cadena montañosa. Otros optaban por una ruta que los conduciría paralelamente a las montañas y hacia el sur de las mismas, orientados hacia la costa occidental.
Una voz de saurio, distinta de la de los dos presentes en el aparato, se escuchó en el aire. El piloto emitió un largo ruido bajo a modo de respuesta, volvió a elevar la nave y la condujo más hacia el sur, antes de bajar con otro picado hasta planear a una altura de cien metros. Gregor sintió que sus dedos se hundían en el quicio de la ventana; el impulso hacia delante fue tremendo a esa altura, la hierba se había convertido en una mancha verde y marrón a sus pies.
Un borrón en el horizonte cobró nitidez en cuestión de segundos para convertirse en una impresionante oleada de animales que avanzaban en medio de una gran polvareda y una nube de insectos y murciélagos. El aparato voló hacia el rebaño en línea recta hasta detenerse a quinientos metros por delante de la línea de vanguardia.
Cayó hasta flotar a un metro de la hierba. El rebaño avanzaba igual que un bosque ambulante, los oscilantes cuellos de los adultos se encumbraban quince metros en el aire. Gregor podía ver cómo temblaba el suelo frente a ellos, las partículas de polvo saltaban por encima de los rígidos tallos de hierba. Vio los dibujos moteados de sus pieles, marrón sobre verde en su mayoría, con el vientre blanco y amarillo. Los animales más jóvenes y pequeños parecían caminar con pasos de baile, esquivando las poderosas patas de sus progenitores. Y corriendo entre ellos, las negras y esbeltas siluetas de los depredadores más temerarios. Cuando el compacto grupo de cabeza se encontró a escasos pasos, a escasos segundos de distancia, el piloto llevó la nave hacia arriba y hacia ellos. Una cabeza que parecía más grande que el propio aparato se cernió sobre la pantalla, provocando que Gregor y Elizabeth dieran un fútil e instintivo respingo.
El piloto viró a la izquierda en el último momento, dio un rodeo y se dirigió de nuevo a los líderes del rebaño, esta vez desde un costado. Bajaron en picado directamente sobre un enorme ojo giratorio, luego hacia arriba y por encima de las oscilantes barbas de la cabeza impulsada hacia atrás; subió y se alejó, mucho más hacia la izquierda, hacia el este, y voló en paralelo a ese flanco del rebaño, espantando y encabritando a las bestias, que esparcían mierda a toneladas mientras se agolpaban hacia el interior de la manada, empujando a sus compañeros.
De nuevo hacia el grupo de cabeza, esta vez aproximándose por la espalda y la izquierda. Y una vez más alrededor del flanco, y otra más hacia la delantera, hasta que —la cuarta vez que se acercaron— los toros y las vacas del frente rompieron a correr, adoptando una ruta que ahora los llevaba hacia el oeste. Fue entonces cuando el piloto elevó el esquife, trazando una trayectoria ascendente hasta detenerse a algunos miles de metros, escrutando el éxito de su desvío de aquel torrente de kilómetros de longitud. Por leve que fuera, parecía satisfecho.
—Por ahora es suficiente. Ya regresaré. He reclamado este grupo.
Dicho lo cual se inclinó sobre el panel endentado y puso rumbo al oeste. Durante los minutos siguientes pasaron al sur de varios rebaños que caminaban ahora en la misma dirección en que volaba el aparato. Había otros esquifes ocupándose de ellos, azuzándolos, bloqueando cualquier escapada hacia el norte. Estos intentos de fuga se volvían más frecuentes conforme la cadena montañosa se disgregaba en picos y estribaciones aisladas. Murciélagos carroñeros de cuello largo, planeando sobre las corrientes cálidas de aire, eran arrojados en espirales descendentes y en medio de chillidos por la estela del esquife. Los depredadores y los carroñeros se saciaban con los cuerpos de las bestias que se habían negado a retroceder, y que —según explicó el piloto— habían sido decapitadas por esquifes que les habían atravesado el cuello en pleno vuelo.
—¿Eso no es peligroso? —Elizabeth estaba pálida, le temblaban las manos y tenía los labios tan finos como los de un saurio.
—Qué va. Si entras de canto, no tiene misterio. Con las colas que pueden golpearte por arriba o por abajo sí que hay que tener cuidado. Y con las pezuñas, ya puestos. Hay que ser rematadamente idiota o tener muy mala suerte para que pase eso, pero ocurre.
Ante ellos apareció el mar occidental en el horizonte, y mientras volaban hacia él vieron que los rebaños aumentaban en intensidad, los esquifes acosaban a las grandes bestias como abejas, hasta el punto en que manadas enteras sucumbían al pánico y corrían en estampida durante los últimos kilómetros y minutos de sus vidas.
En dirección a los acantilados.
El esquife planeó, flotando en el aire algunos cientos de metros por encima del nivel de la cima de los acantilados y a escasos cientos de metros de la playa. Los acantilados de esta parte de la costa occidental del cono sur, la zona que los humanos llamaban Gadara, se levantaban unos doscientos metros por encima de las playas.
Cualquier saurópodo que vacilara al borde era empujado implacablemente por los que venían detrás. A docenas, en masa, los enormes animales saltaban a la muerte. Cualquiera que sobreviviera por un momento, suavizado su impacto por los cadáveres de sus predecesores, era rápidamente aplastado por los que caían detrás.
Los cuerpos no tenían tiempo de amontonarse. Un proceso industrial de descuartizamiento y conservación tenía lugar en kilómetros a la redonda de esta primitiva carnicería en masa. Vehículos especializados chapoteaban en la espuma ensangrentada, arrastrando y cortando, bombeando y lavando. El mar próximo a la orilla rebosaba de grandes naves de hierro, desde las que salían ganchos y cables y grúas para recoger la carne troceada. A unos seiscientos metros hacia el sur se erigía sobre pilotes en el mar una instalación del tamaño de una ciudad pequeña, coronada por nubes de humo y vapor.
Por encima de todo, por encima de la playa y la flota costera y la planta de procesamiento, el aire estaba cubierto por las alas grises y blancas de los murciélagos de mar, rota la superficie marina por sus millones de zambullidas, igual que un lago bajo un aguacero.
Gregor se encontró contemplando el proceso con una mezcla de fascinación y repulsa. Se alegraba de no poder oler nada de todo aquello. Lo único que consiguió decir fue:
—¿Esto no es un poco ineficaz? ¿No se contamina la carne?
—Y —añadió Elizabeth, igual de transfigurada—, ¿no es cruel?
—Dioses, no —contestó Salasso—. La muerte es rápida, tal vez más rápida de lo que pudiera ser cualquier otra forma de matar a unas bestias tan grandes. En cuanto a la eficacia, utilizamos todas las partes del animal. La contaminación, bueno… no cuesta tanto limpiar los excrementos con las mangueras.
—Además —intervino el piloto—, es el método tradicional. En la antigüedad se hacía a mayor escala, y con menos eficacia.
Otro salto imperceptible los llevó hacia atrás y arriba, para mostrar una vista más amplia de los negros acantilados de la costa y los kilómetros de arena blanca.
—Las playas ya no se utilizan. En vez de arena sólo hay huesos triturados.
El aparato viró de nuevo y voló algunos kilómetros más hacia el sur. Los acantilados mermaron hasta quedar reducidos a playas guijarrosas que bordeaban la pradera, y aparecieron una carretera recta y una línea de ferrocarril que cruzaban la llanura y desembocaban en un arrecife de kilómetros de longitud. Al final del arrecife, Nueva Lisboa se encorvaba sobre el mar, una isla rocosa cubierta de calles y ribeteada de muelles. Los puertos estaban abarrotados de barcos y botes. A una milla de la costa, atendida por la acostumbrada flota de pequeños veleros, la nave estelar se posó en el agua.
El piloto los dejó al final de uno de los muelles y volvió a despegar, camino de la feria de dinosaurios. Gregor se quedó mirando en el paseo entablado hasta que hubo desaparecido, e inhaló hondo. La brisa no transportaba ni rastro de la truculenta tarea que estaba realizándose al pie de los acantilados. La carne que se manipulaba aquí, transferida desde los barcos factoría itinerantes hasta los tanques de refrigeración para el largo viaje, ya había sido procesada y envasada para su congelación, o salada y ahumada, hervida y enlatada. Parte de ella emprendería un viaje más largo que el transoceánico. ¿Qué delicias, se preguntó Gregor ociosamente (¿ojos? ¿lenguas? ¿mollejas?), merecerían subir a las estrellas?
Se volvió hacia la ciudad portuaria y sus amigos. Nueva Lisboa se cernía antes ellos sobre su lecho volcánico, densos y altos sus edificios, empinadas y angostas sus calles, un pajar de agujas.
—¿Adónde vamos ahora?
Salasso cogió su maletín y empezó a caminar sobre las resonantes tablas con paso firme. Gregor y Elizabeth se apresuraron a darle alcance.
—Vamos a buscar alojamiento —dijo el saurio—. Luego nos dividiremos y empezaremos a buscar. Tengo una lista de sitios. Fácil.