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Cantos de murciélago

Esias de Tenebre, Magnate y Miembro Oficial del Electorado de la República de Nova Babilonia, exhaló el humo de su canuto y expectoró con mucha modestia y escasa coincidencia mientras pasaba el más que insalubre objeto a la dama de su izquierda.

Mi casi nulo conocimiento de la terrestriología —dijo, dirigiéndose al alto señor de su derecha— es, claro está —agitó una mano, tanto para disipar el aire resinoso que se condensaba ante sus labios como para subrayar el hecho—, estrictamente el de un diletante. —Esto era, estrictamente, mentira. Su interés por las noticias del planeta natal era tan obsesivo como remunerativo—. No obstante, puedo aseguraros que, a día de hoy, hace aproximadamente cien años… o tal vez menos, me falla la memoria… —¡Poderoso Zeus, esa mierda le estaba soltando la lengua; más le valía andarse con cuidado!—… que no se han presentado viajeros ni, por cierto, ah, visitantes involuntarios que afirmen que la fecha de partida fuera posterior a la que sugerís vos.

Se preguntó si habría merecido la pena guardarse esa información. Probablemente no… y, en cualquier caso, le habría resultado difícil si es que quería intercambiar algún tipo de información. Aquel señor local era perspicaz; un hombre corpulento con pinta de duro y maltrecha nariz romana, anguloso en cada faceta del rostro y el cuello, mata de pelo rapada coronando su cabeza ahusada. Su lengua natal era un dialecto del inglés, de gramática degenerada en comparación con los que había oído antes Tenebre, tamizado por el croatano. Incluso las desconocidas palabras científicas de su vocabulario podían interpretarse a fuerza de deducción como derivadas de raíces clásicas. Pero, para la ocasión, y al igual que la mayoría de los presentes, hablaba en latín comercial, la lengua franca de facto de la Segunda Esfera.

Los amplios hombros de Hal Driver se encorvaron ligeramente y sus rasgos se endurecieron tras un fugaz momento de lo que Tenebre tomó por tristeza, decepción tal vez.

—Nadie después del 2049, ¿eh? Bueno, supongo que eso puede enfocarse de dos maneras. —Se recogió las mangas de la camisa de seda azul, plantó los codos desnudos en la superficie salpicada de bebida de la larga mesa de duramen, hizo bocina con las manos ante la boca y pidió más coñac a gritos. Una de las muchachas se levantó de la mesa y se apresuró a llegar hasta el lejano armario—. O bien nos hemos mandado nosotros solos al infierno —prosiguió, clavando en Tenebre una somnolienta mirada de jovialidad—, o bien nos estamos expandiendo en dirección a una esfera distinta, una Segunda Esfera propia, ¡una Primera Esfera!, más cercana al sol natal.

—Bien pudiera ser así —dijo el mercader. La diplomacia le dictó no señalar que existían diversas posibilidades, ninguna de ellas halagüeñas ni aun comparada con una guerra nuclear desatada, procedimiento que tenía entendido que era una tenue aproximación a los desastres aún mayores que en esos momentos podrían estar asolando la Tierra—. Pero, por el momento, no cabe duda de que sois los representantes de la Tierra más recientes que hayan alcanzado la Segunda Esfera. Así que, claro está, nos interesa sobremanera hacer negocios con ustedes.

Sonaba demasiado vehemente, pero no le importaba. La estrategia adecuada frente a una oportunidad como aquélla no consistía en regatear con los nativos, mantener la cabeza fría, no dejar que los demás vieran tus cartas… consistía en poner las manos sobre tanta tecnología y conocimientos como le fuera posible antes de que hiciera acto de presencia cualquiera de sus competidores.

Uno de los consejeros del señor Driver, el que llamaban navegante —el señor Cairns, un personaje prepotente que había puesto a prueba su paciencia antes con sus persistentes y apenas comprensibles preguntas acerca de, se habrá visto, máquinas calculadoras— se introdujo en la conversación inclinándose desde su puesto, dos espacios a la derecha del alto señor, agitando vulgarmente un tenedor en el que había ensartado previamente un trozo de escalope. Pese a lo evidente de su avanzada edad, era vigoroso y atento; un hombre espigado y musculoso de calva coronilla, tras la que el pelo se descolgaba hasta su espalda.

—Lo que todavía no tengo claro —dijo, con un marcado acento inglés— es dónde colocaríais Nova Babilonia en comparación con lo que sabéis de la Tierra tal y como la dejaron nuestros antepasados. En términos de, ya sabe, conocimientos, tecnología y tal. Estándares de vida de la población y todo eso. —Se llevó el tenedor a la boca, cerró los ojos extasiado, masticó y tragó, antes de volver a blandir el cubierto—. Según nuestros informes y reminiscencias, la docena o así de predecesores vuestros se han pasado los últimos doscientos años desbarrando —soltó una efímera risita ante su frágil intento de puya— acerca de grandes ciudades resplandecientes, bellos parques, espectaculares espacios naturales y, ya sabe, mares bañados por la luna… —Otra risita autocomplacida—. Y que si esto y que si lo otro, y sobre la justicia y la estabilidad de la poderosa y antigua República. Todo muy bonito, pero han mantenido la boca cerrada como saurios al respecto de cosas como, no sé, la maquinaria de la que disponéis, la calidad de vida de la población, etcétera.

Al parecer, se dio cuenta de que comenzaba a repetirse porque, llegados a ese punto, tuvo la clemencia de callarse. Pero seguía mirando fijamente a Tenebre, con las cejas arqueadas en educado ademán inquisitivo, mientras ensartaba otro organismo marino y lo devoraba con sicalíptico deleite.

—Ah —dijo Tenebre, sintiendo que pisaba terreno firme—, eso puedo explicarlo. —Miró en rededor, aceptando agradecido la distracción de otra escancia de coñac y un puro, que esperaba fervientemente que fuera tabaco de verdad; necesitaba tener la cabeza despejada.

Aquel ágape apresuradamente preparado estaba celebrándose, no en el salón de banquetes del castillo, sino en el refectorio de los sirvientes, que se sumaban a la degustación de los distintos platos tan pronto como terminaban de servirlos. La mesa a la que estaba sentado tenía capacidad para una veintena de invitados y, al igual que las demás, estaba ocupada por una mezcla de hombres y mujeres, señores y criados, huéspedes y anfitriones. La estancia al completo alojaba a doscientas personas, contando a los saurios, la mayoría de los cuales se habían disculpado hacía ya tiempo, ausentes en cualesquiera que fuesen los espacios mentales que les abría el cáñamo. El timbre de la conversación, avivado por la muchedumbre y la acústica del techo bajo de vigas, con todos los cazos y sartenes todavía colgadas de las paredes, era ensordecedor.

La mesa que se levantaba al otro lado del pasillo era un aprisco de mujeres, entre las que se incluían su primera y su tercera esposa, algunas sirvientas y dos de las damas del castillo, una de ellas Margaret Cairns que, al parecer, era la primera y única esposa de lord Cairns. Parecía que todas ellas estuvieran hablando al mismo tiempo, salvo cuando proferían al unísono estridentes risotadas. Este tipo de intercambio de información no gozaba de la entera aprobación de Tenebre, pero poco podía hacer al respecto. Además, en ocasiones, al hablar sin tapujos, sus esposas descubrían cosas que a él le habrían estado vetadas.

Asintió para dar las gracias a la muchacha que había traído el coñac. La joven entregó la botella a Driver como quien no quiere la cosa y cogió un taburete, observando a Tenebre con inmensa curiosidad. Éste tuvo la inquietante sospecha de que, en cualquier momento, igual que cualquier ignorante mocosa campesina, podía alargar la mano y tocarle el pelo.

—¿Decía usted? —urgió Driver.

—Ah, sí, nuestros predecesores. Es muy sencillo. Desconocían que estuvieran ustedes aquí, no se lo esperaban y, naturalmente, no fueron pocos los que, en privado, se sintieron turbados por ese hecho. Una nave procedente de la Tierra y tripulada por humanos es algo que no conoce precedentes y podría haber presagiado todo tipo de problemas.

—Se refiere a que podría haberse tratado de una avanzadilla invasora de la Tierra —dijo Driver. Era evidente que la idea le hacía mucha gracia.

Tenebre asintió bruscamente.

—Eso mismo, en pocas palabras.

—A ver, aguarde un minuto —dijo James Cairns, tallando un diagrama en la mesa con la punta de un cuchillo corto—. Hemos recibido la visita de naves procedentes de Nova Babilonia vía colonias más cercanas que, sin lugar a dudas, habían oído hablar de nosotros, y mantuvieron la boca igual de cerrada que… Ah, vale. —Clavó el cuchillo en la mesa—. Ahora lo entiendo. La cuestión es que Nova Babilonia aún no había oído hablar de nosotros cuando partieron y cualquier respuesta que se hubiera producido mientras tanto no habría tenido tiempo de llegar hasta ellos…

—Precisamente —convino Tenebre—. Y, por consiguiente, el Electorado no había tenido ocasión de debatir. Ahora que podemos, estaré encantado de responder a sus preguntas…

Era una navaja plegable con seguro, con las palabras Opinel y Francia aún legibles en su hoja, pero se había desprendido hacía mucho de su empuñadura de plástico que imitaba la madera. James Cairns jugueteó con la anilla aseguradora y se dedicó a hacer garabatos con la punta de la hoja, sombrío. ¿Existiría aún Francia? ¿Siquiera como emplazamiento geográfico? ¿Qué cantidad de cultura francesa podía reconstruir una inteligencia lo suficientemente avanzada a partir de la contemplación del elegante diseño de aquella herramienta?

Cairns distrajo su atención de aquella concatenación de ideas, tan seductoras como fútiles, y volvió a concentrarse en el presente. Con una parte de su mente comenzó a llevar la cuenta de las respuestas del magnate a las preguntas que le vertían desde todos los flancos; con otra, examinó los triángulos alargados que había grabado en la mesa, uniendo los años en el pasado con los años luz de distancia.

Nova Babilonia, en el planeta Nova Terra, alrededor del predeciblemente llamado Nova Sol, se encontraba a un centenar aproximado de años luz de Mingulay. La Estrella Brillante había salido de Mingulay hacía unos dos siglos, y la primera nave mercante estelar se había dejado ver un par de años después de aquello, por lo que…

Era indudable que la noticia de la llegada de la Estrella Brillante había alcanzado Croatano, a cinco años luz de distancia, en menos de seis años, y las colonias más distantes se habrían enterado con un retraso proporcional. Pero una nave en ruta no podía recibir ni transmitir información; al viajar a la velocidad de la luz, una nave estelar compartía la intemporal eternidad carente de masa del fotón, lo que convertía el viaje en una acción subjetivamente instantánea. Por tanto, las naves que hubieran partido de Nova Babilonia, pero que recalaran en diversos puertos de abastecimiento a lo largo de sus rutas comerciales, llegarían a enterarse de la existencia de nuevos colonos procedentes de Mingulay mucho antes que Nova Babilonia y que cualquier otra nave que despegara directamente de ella.

Así pues, esta familia Tenebre eran los primeros mercaderes de Nova Babilonia que tenían cierta idea de lo que esperar cuando llegaran a Mingulay. Interesante. Se preguntó qué querrían, y qué tenían que ofrecer a cambio.

En ocasiones, Cairns sentía que, en el fondo de los abismos más adolescentes de su cerebro de septuagenario, alojaba un rencor personal contra el universo por no haber resultado ser lo que habían esperado sus antepasados. Podría haber soportado un universo cuyos golfos interestelares no pudieran cruzarse más que con naves generacionales, de criónica, o sondas espaciales. Habría sido la hostia encontrarse con uno que pudiera cruzarse por medio de una especie de torsionador del espacio, o de portales de salto, o de agujeros de gusano, o de cualquier otro fantástico mecanismo por el estilo. Del mismo modo, podría haberse visto metafísicamente satisfecho con un universo sin dios; o, si alguna vez se hubiera tropezado con una apologética convincente, se habría contentado con afirmar que éste era obra de Dios.

Mas se encontraba en un universo en el que los dioses se contaban por millones, con una constante cohorte de ellos alrededor de cada estrella; siendo como eran todos los dioses, por lo que se sabía, ateos convencidos. Lo único que habían creado los dioses para provecho ajeno era el salto estelar. El salto estelar podía llevarte hasta las estrellas, en un instante de tiempo subjetivo. A la velocidad de la luz.

Había ocasiones en que le apetecía decir a los dioses: Gracias, majos.

—… adquirirnos gran cantidad de comestibles de primera necesidad y la maquinaria a los saurios, por descontado —decía Tenebre—. Casi toda nuestra riqueza, como cabría esperar, es fruto de los beneficios del comercio. Gran parte del comercio entre las especies más antiguas recae en manos de familias mercaderes babilonias que, por consiguiente, consiguen sustentar a una buena porción del populacho por medio de la contratación de diversos servicios. Las clases obreras y agrícolas sensu stricto tienden a especializarse en la producción de artículos de lujo para el mercado saurio. Entre los saurios están de moda los productos artesanales humanos, les parecen deliciosas según qué frutas y verduras, especias y, eh, hierbas…

Todos se rieron.

El mercader se retrepó, complacido, dándose palmadas en la barriga.

—Todo parece indicar que la gran masa se siente bastante satisfecha con lo que le ha tocado; el que no lo esté, es libre de embarcarse rumbo a las colonias más recientes, y hace siglos que este tipo de emigración se produce con cuentagotas.

James sonrió para sus adentros al percatarse del lento y sobrio asentimiento de Driver. Nova Babilonia no tenía pinta de ser precisamente una sociedad dinámica, tecnológicamente hablando. Así lo habían sospechado siempre pero, en cierto modo, resultaba alentador corroborarlo. Podríamos pasarles por encima, pensó, preguntándose si Driver (por no hablar de Tenebre) estaría pensando lo mismo. No es que las especies más antiguas fueran a permitírselo, pero aun así…

—El caso es que —dijo Driver—, aunque no sea éste el momento propicio para negociaciones cabales, no puedo evitar preguntarme qué es lo que tendría que ofreceros nuestra… sociedad, atrasada y, en cierto modo, aislada. —Se encogió de hombros, extendiendo las manos—. Vuestros predecesores han hecho tratos con casi todas las demás especies aquí presentes, comprando poco más que nuestras tristes imitaciones de los artilugios y baratijas fabricadas originariamente en el Sistema Solar. Me cuesta creer que nuestra tecnología sea rival para la de los saurios.

Cairns reparó en los ceños fruncidos alrededor de la mesa, en los temblantes de los negociadores de su propio bando, que era obvio que pensaban que Driver no tenía dotes de vendedor. Deseó que existiera algún tipo de seña secreta que significara: No os creáis que este hombre no tiene algo de artero, antes de darse cuenta de que aquellos gestos de desconfianza bien pudieran deberse en parte a los arteros designios de Driver.

Ah, cuando hayamos tenido la oportunidad de examinar lo que tienen que ofrecer mi familia y vuestros comerciantes, creo que todos nos llevaremos una agradable sorpresa —dijo Tenebre, presto—. Los productos que hayan de utilizar los humanos harían bien en ser diseñados, ya que no necesariamente fabricados, por seres humanos. Y, como de costumbre, tenemos diversos pactos establecidos con los saurios y nuestros primos de las minas y los bosques: fármacos, ciertos minerales exóticos, maderas nobles, etcétera. —Agitó una mano—. Comercio de rutina. Pero, francamente, os diré que lo que más nos interesa es lo que hayáis traído de la Tierra. Arte, ciencia, tecnología, historia, filosofía… todos los conocimientos del mundo de origen. ¡Eso es por lo que clama Nova Babilonia!

¡Pero eso es información! —intervino Matt—. Y, como decimos nosotros, la información tiene…

Driver giró la cabeza igual que una serpiente a punto de atacar. Su torva mirada dio que pensar a Cairns.

¿La información tiene un precio? —dijo Tenebre. Desplegó una sonrisa para todos sus interlocutores. No sin orgullo, añadió—: Nosotros tenemos un dicho parecido.

Los invitados se habían retirado, los sirvientes y los miembros más jóvenes de cada familia habían recogido la mayoría de los desperdicios resultantes de la velada y se habían ido a la cama. Los escasos miembros de las Familias Cosmonautas que aún residían en el castillo se habían dirigido al salón frontal y se habían distribuido por los distintos sillones, formando un semicírculo arbitrario alrededor de la chimenea. Había un saurio con ellos, el viejo Tharovar, que había dispensado la bienvenida a sus antepasados, la tripulación original, cuando llegaron por vez primera. Durante el transcurso de su larga relación con los humanos había adquirido cierta resistencia al cáñamo, en comparación con los de su especie, y se encontraba ahora relajado y no comatoso en la sala de los criados, al contrario que el resto de sus congéneres.

Cairns disfrutaba de su coñac y su puro en la silla más cercana al fuego moribundo. Margaret se encontraba sentada en el suelo, apoyada en el brazo del mueble, revolviendo las brasas candentes. Tharovar se había acuclillado al otro lado. Los demás permanecieron cara al fuego, mirándolo sin ver, por un momento: Driver, y Andrei Volkov, y Larisa Telesnikova, y Jean-Pierre Lemieux. Todos ellos socios o amantes ajenos a la teórica tripulación hereditaria, la delegación de cosmonautas, y que habían tenido el tacto de dejarlos a solas con sus pensamientos y su conversación.

Driver paseó la mirada por la mermada compañía y carraspeó, antes de escupir al fuego. El esputo siseó ferozmente durante uno o dos segundos. —Bueno, Tenebre me ha hecho una oferta interesante.

—¿Distinta de las que estuvo haciendo en la mesa?

Driver asintió.

—Aprovechó un momento de calma… Lo que nos ofrece es una buena suma… por dedicarnos al transporte. Podríamos sacar tajada con la carga y descarga.

Su aseveración fue recibida por una risita mordaz.

Cairns sintió cómo Margaret le agarraba el tobillo y aflojó su propia presa, que había prendido de forma inconsciente en el hombro de la mujer.

—¿Qué le has respondido?

Driver se encogió de hombros, movimiento exagerado por las hombreras acolchadas de su jubón desabrochado.

—Pues… traté de ganar algo de tiempo, pero le di a entender que nos interesaba.

—¿Cómo? —casi gritó Cairns. Los demás se enderezaron en sus asientos, igual de agitados. Driver les dedicó una sonrisa sardónica.

—Siempre hemos sabido que llegaría este día —dijo, con voz calma—. Estamos preparados. —Traspasó a Cairns con una mirada reprobatoria—. Más o menos. Así que… ¿cuál es el informe, Navegante?

James vaciló por un par de segundos; Margaret le frotaba el pie con fruición y la suave caricia contribuía a serenarle un tanto, pero no demasiado. Tharovar, a su lado, se había sentado tirante y rígido; los tendones del delgado cuello del saurio semejaban cables tensos, y su boca era, si cabe, más fina de lo normal.

—Déjate de bobadas, Hal —dijo Cairns—. Hace ya décadas que no pasa de ser un puñetero hobby, lo sabes de sobra. No resulta sencillo conseguir que los miembros más jóvenes de la familia se interesen por —frunció los labios— la Magna Obra, y se vuelve más tedioso con cada ordenador que deja de funcionar y no puede ser reparado. Cada dos por tres aparece algún avergonzado que se pone a pasar las páginas de la lógica o las matemáticas. Por los clavos de Cristo, si ha habido ocasiones en que hubiera jurado ver lágrimas sobre el papel, como si del cuaderno de ejercicios de algún crío se tratara. Los ordeno, los archivo, distribuyo unos cuantos problemas y cada vez tardan más en devolvérmelos. La gente tiene otras prioridades, otras oportunidades, y aumentan con el paso del tiempo.

Sólo la certeza de lo patético, lo débil que sonaría, le obligó a privarse de añadir: ¿Qué más puedo hacer? Detestaba oírse pronunciar tales excusas; no era su forma de ser, no era en absoluto su estilo, no formaba parte del programa. Nanay, viejo. Pero era verdad, y Driver sabía que lo era, y Cairns sabía que él lo sabía.

Así que concluyó diciendo, con confianza y agresividad, la excusa más antigua de todas, un chiste de la familia Navegante:

Que soy un artista, no un técnico.

I so consiguió propiciar una carcajada (incluso Driver tuvo que sonreír) y la tensión se alivió. Larisa Telesnikova aprovechó la oportunidad para inclinarse hacia delante y, diplomáticamente, decir:

Está bien, camaradas —comenzó, como tenía por costumbre cuando se dirigía en serio a una audiencia compuesta por más de dos personas—, lo que esto significa es que no sabemos qué progresos podrían haber hecho hasta ahora. ¿Por qué no aprovechamos el recibimiento oficial de los mercaderes para invitar a todos los miembros de la familia Navegante como nos sea posible y les pedimos que nos traigan sus últimos resultados, e incluso sus últimas obras?

Mejor que nada —convino Driver.

Todo eso está muy bien —dijo Cairns—, pero yo no albergo demasiadas esperanzas. —Fulminó a Driver con la mirada—. Como bien sabéis. Y ¿qué pensáis decirle a nuestro nuevo amigo Tenebre cuando sea evidente que no podemos presentar la mercancía?

Driver soltó una risita desprovista de humor y se rascó la barriga a través de la batista de su camisa.

Ahí está la gracia. Le digo que tenemos problemas técnicos, exigimos mi anticipo substancioso, juramos por lo más sagrado que no vamos a hacer ningún otro pacto con otros mercaderes que pudieran presentarse y le pedimos que nos llame en su próximo viaje. Para él, eso significa esperar un par de meses, tal vez un año. Para nosotros… en fin, en cualquier caso, no va a ser problema nuestro.

Cairns estalló en carcajadas; los demás rieron también, algo menos convencidos. Todos ellos tenían entre setenta y ochenta años, y ninguno aspiraba a vivir más que otro puñado de décadas, aun con los conocimientos médicos que hacía tiempo que compartían los saurios con el género humano. A menos, claro está, que los secretos de los antiguos Cosmonautas pudieran volver a ser descubiertos en el ínterin… pero eso era mucho desear.

Tharovar se puso de pie, anduvo hasta la chimenea y se colocó frente al hogar. Su silueta despertó en Cairns un atávico aguijonazo de intranquilidad, semejante a la reacción de un chiquillo enfrentado a una persona conocida que se hubiera colocado una máscara aterradora.

En su característica voz baja y sibilante, el saurio preguntó:

—¿Te has parado a pensar en acompañar a la familia Tenebre en el viaje de ida y vuelta a Nova Babilonia? Podrías emplear la nave estelar como máquina del tiempo para atisbar el futuro de esta colonia, un futuro en el que, tal vez, tus problemas matemáticos puedan ser resueltos… y vuestras vidas puedan prolongarse.

—Sí, lo he pensado —dijo Driver, sorprendiendo a Cairns, que no se había parado a pensarlo—. No tengo la mínima intención de apartarme de mi vida, mis descendientes y mi capacidad para salir a flote, todo ello en aras de convertirme en un forastero en una época extraña.

Cairns se sumó al murmullo de aquiescencia.

—En tal caso, podrías ir a Croatano —insistió el saurio— y viajar de uno a otro lado, regresando aquí cada diez años. Seguro que eso sería suficiente.

Intervino Margaret.

—¿Tú no acabas de entender todo esto del «progreso», verdad Tharovar?

La sonrisa implícita en su voz mitigaba la crítica explícita de sus palabras, y el saurio respondió con una pizca de humor de su propia cosecha.

—A lo mejor. Después de todo, salí de un huevo.

Gregor se incorporó a un metro del borde de su futón, reptó por la alfombra ayudándose con los codos y propinó una palmada al botón que apagaba el estridente timbre de su reloj despertador. Los primeros rayos de sol irrumpían a través de la estrecha ventana de su habitación. Permaneció tumbado, medio en la cama, medio en el suelo, durante un par de minutos, con la mejilla aplastada contra el tosco tejido a causa de la implacable fuerza de gravedad uno del planeta, mientras efectuaba la meticulosa comprobación de todos los sistemas. Era una suerte que las diversas molestias que le martirizaban las extremidades y la espalda se debieran al trabajo a bordo del día anterior; los sutiles movimientos de su cabeza no detonaban ninguna explosión. La sensación en su vientre obedecía al hecho de tener el estómago vacío y la vejiga llena; no detectó indicios de nausea. Su erección, a la que había aplicado una mano por acto reflejo, resultaba reconfortantemente sólida. Tenía la boca seca, pero el sabor no pasaba de neutral.

Lo siguiente fue el darse cuenta de que no padecía resaca y no había bebido mucho la noche anterior. La memoria se activó, admitiendo avergonzada que ofrecía algunas lagunas, pero todo parecía indicar que se debía meramente al hecho de haber compartido una pipa de más con Salasso antes de regresar a su cuarto, quedarse dormido completamente vestido, despertarse hacia la medianoche a causa de un vivido sueño, leer durante una hora aproximada y, por fin, haberse acostado en condiciones, hacía apenas cinco horas.

Moviéndose todavía despacio (en parte debido a las reales agujetas de sus músculos, y en parte a la restante posibilidad de que la resaca surgiera de modo imprevisto, como ésas que acechan al borde de la consciencia para abalanzarse sobre uno igual que un gato desde un árbol al primer movimiento brusco), Gregor se dejó rodar y se puso de pie. Con todo aún en orden, se envolvió en un albornoz y cruzó el pasillo camino del aseo compartido para aliviarse. Al regresar a la habitación, hizo una reverencia y realizó los estiramientos propios de la calistenia del Saludo al Sol, concluyéndolos tonificado. Hecho lo cual, encendió la tetera eléctrica y puso a calentar el té.

La habitación era lo bastante grande como para albergar el futón, una mesa con su silla, cientos de páginas de apuntes y varios centenares más de libros. No podía decirse que fuera un gesto de independencia, teniendo en cuenta que era su padre el que le pasaba el dinero necesario para pagar el alquiler, las tasas universitarias y la manutención, pero era mejor que vivir en casa. En lo alto de un edificio de la antigua ciudad de Kyohvic, construida antes de la llegada de la nave de sus antepasados, la habitación le proporcionaba paz e intimidad y, cuando la necesitaba, la compañía de los demás estudiantes y adultos excéntricos que ocupaban las veintitantas habitaciones y compartían los decrépitos servicios.

Como tenía por costumbre, abrió el pesado volumen encuadernado en cuero (regalo de su padre) de los Buenos Libros, las palabras de los filósofos: los Fragmentos de Heráclito, los Refranes de Epícteto, las Enseñanzas de Epicúreo, los Poemas de Lucrecio. Sus paráfrasis en inglés se contaban entre las obras más queridas de la literatura mingulaya; había quien afirmaba que eran mejores que los originales. Sus ojos fueron a posarse en uno de los Fragmentos:

Este mundo, que es el mismo para todos,

no es de dios ni hombre alguno en realidad.

Un fuego eterno es, cuyas llamas

han de porfiar y menguar por la eternidad.

Abrió el libro al azar de nuevo y encontró otra página conocida, perteneciente a las Enseñanzas:

Alrededor del mundo danza la llamada a la amistad,

Juntemos las manos en dicha, gozo y unidad.

Eso serviría, pensó, como propósito del día. Apuró la taza, se vistió y salió rumbo al trabajo, comprando el desayuno por el camino.

Elizabeth bajó de un salto del traqueteante tranvía en Alto del Puerto y anduvo con paso vivo en dirección al muelle. Los esquifes aparcados emitían un fulgor naranja a la luz temprana, con sus patas arácnidas y sus cuerpos lenticulares proyectando sombras alargadas sobre el agua igual que altas y zancudas máquinas trípodes. La nave de los comerciantes, fondeada en el brazo de mar, se le seguía antojando una visión atemorizadora, intrusa, visiblemente alienígena, descomunalmente fuera de lugar. En las alturas, una nave procedente del aeropuerto de la colina de las afueras de Kyohvic ascendió hasta encontrar una corriente de aire del sur; diminutos aeroplanos zumbaban en círculos para disfrutar de la vista del puerto y su gigantesco visitante. Por un momento, la aeronave y el aeroplano le parecieron patéticas y primitivas imitaciones de la nave estelar y los esquifes.

A lo largo del muelle, los desconcertados murciélagos marinos se arremolinaban alrededor de los bien protegidos tanques que Renwick y su tripulación comenzaban ya a retirar de cubierta con una chirriante grúa y un rechinante cabrestante. Elizabeth arrimó el hombro como buenamente pudo, ayudando a maniobrar los tanques y cajas en dirección a la plataforma de la camioneta del departamento que había aparcado paralela a la embarcación. Al cabo de un rato, avistó a Gregor aproximándose a la carrera y el corazón le dio un vuelco, igual que un pez que brincara fuera del agua.

—Buenos días. Lo siento, llego tarde.

—Qué va —repuso Elizabeth—. Los dos hemos llegado pronto.

Le sonrió, mirándole fijamente e intentando no hacerlo, procurando no sostener la mirada por mucho tiempo, esperando que no se diera cuenta de que estaba manteniéndola demasiado. La mano de Gregor rozó la suya por accidente cuando tiraron a la vez; ella estuvo a punto de apartarla de golpe.

Todo habría sido distinto si él no hubiera empezado a gustarle con el tiempo, si se hubieran conocido en cualquier fiesta de estudiantes y no en el laboratorio, si no hubieran trabajado juntos y se hubieran convertido en colegas y buenos compañeros antes de que ella se diera cuenta de qué era lo que sentía en realidad hacia él, de lo que había sentido desde el principio. Ahora se sentía enredada por completo en esa amistad sin complicaciones y en la estrecha colaboración, paralizada por el temor a perderlo todo en la confusión, el azoramiento y los malentendidos.

Gregor se sentó a su lado mientras ella conducía la camioneta, gimiendo el motor eléctrico a causa del esfuerzo, siguiendo la carretera de la costa hasta el departamento de biología marina, en el borde orientado hacia el oeste y el mar de la ciudad. Allí les indicaron que buscaran al encargado de los acuarios de agua salada y se dirigieron a los laboratorios para comenzar otro día de la investigación que compartían. Las frecuentes salidas a pescar especímenes nuevos eran casi unas vacaciones; aquel era el trabajo de verdad.

Gregor, Elizabeth y Salasso cooperaban en el trazado de la organización del sistema nervioso del calamar. Su estructura sencilla, sus neuronas relativamente grandes y, por decirlo llanamente, su ausencia de esqueleto duro hacían de ese animal un sujeto de estudio ideal para la investigación neurofisiológica en general, pero ellos se concentraban en las peculiaridades de la morfología nerviosa del cefalópodo. Las paredes estaban recubiertas casi por entero de dibujos, diagramas y lecturas de niveles de pH y potenciales eléctricos.

Salasso, como de costumbre, ya estaba allí, encorvado sobre un plato hondo de cristal en cuyo interior pululaba un pequeño calamar, ajeno a la fina aguja del electrodo que comenzaba a acercarle el saurio.

—Ven aquí, pequeñín —arrullaba, con los labios apenas abiertos—. Éste es tu día de suerte.

Tenebre se despertó junto a su esposa número tres por culpa de la luz del día y el coro matutino de los murciélagos. En alguna parte del tejado, sobre el techo, las aves piaban y arañaban conforme se acomodaban para dormir posados todo el día. Durante algunos minutos él, al igual que ellos, se solazó en la calidez compartida, observando las nubes que formaba su aliento. El Torreón de Aird, al igual que todos los castillos del universo conocido, carecía de calefacción central.

Gruñó y rodó hasta salir de la cama baja para embozarse en una de las batas a cuadros que le habían donado solícitamente sus anfitriones y, a continuación, se puso los calcetines de lana de los que se desprendiera la noche anterior. Fortificado de tal guisa, caminó hasta la ventana orientada hacia el sur (al menos, tenía cristal, ya que no gozaba de doble acristalamiento), se apoyó en el alféizar y contempló la ciudad por encima del puerto.

El espectáculo de Kyohvic desde el esquife había sido lo primero que le había llamado la atención. A la luz del sol no se atenuaba la sorpresa que producía. Observó durante largo rato los edificios, de relieves afilados en las sombras alargadas y la luz rosa del alba otoñal. La última vez que la había visto, hacía cuatro siglos en el pasado de la ciudad y cinco meses en el suyo, no era más que una hilera de casas bajas repartidas junto a la orilla, un puerto repleto de barcas de pesca y un grupo disperso de granjas a lo lejos. El castillo se encontraba vacío, condenado al ostracismo por culpa de la superstición. Ahora los edificios ascendían hasta las cinco y las seis plantas y ocupaban millas a lo largo de las paredes del valle; las barcas de pesca seguían poblando el puerto, pero se veían empequeñecidas por los grandes barcos, erizados de altos mástiles; los sembrados se distribuían en un denso tapiz, arados de negro los unos, marrones de rastrojos los otros, algunos ya verdes con los brotes del trigo invernal que estaría listo para la primavera. En la cresta de la colina, las aeronaves oscilaban y planeaban en medio de sus amarraderos, y las máquinas voladoras —vehículos aéreos pavorosamente desvencijados; a sus ojos, poco más que cometas propulsadas a motor— despegaban en misiones ora frívolas, ora fatídicas.

Tenebre estaba acostumbrado a ver el cambio acelerado, comprimido; era una de las ventajas que tenía la vida de mercader: le proporcionaba a uno una amplia perspectiva de la historia, tal vez lo más que podría acercarse la mente humana al enfoque milenario de los saurios. En cuarenta años de vida y cinco siglos de tiempo objetivo había visto cómo la colonia madre de Mingulay, Croatano, crecía y se expandía desde sus poco halagüeños comienzos; había visto cómo sucumbía Nova Babilonia envuelta en llamas, para alzarse de sus cenizas… pero esto era distinto. Esto era algo nuevo bajo los soles.

Aquella gente, cuya hospitalidad —socialmente cálida, si bien físicamente gélida— disfrutaba y soportaba, descendía de los exploradores espaciales humanos independientes… «Cosmonautas», como se hacían llamar a sí mismos. Saboreó la palabra con una especie de rebelde jactancia de la especie humana que nunca antes había imaginado que pudiera sentir. En la gran cadena del ser, la humanidad ostentaba un lugar respetado pero restringido: restringido, no por la fuerza, sino por la circunstancia.

Los dioses giraban en sus órbitas de millones de años, indiferentes e impolutos en los espacios que separaban a los mundos, de modo muy parecido al que había supuesto el filósofo terrestre Epicúreo, como había cantado el poeta Lucrecio. Los kraken ejercían su profesión entre las estrellas, tripulando naves que eran capaces de alcanzar la velocidad de la luz. Los saurios seguían una ruta más breve, pilotando sus esquifes gravitacionales y trabajando en sus fábricas biológicas tropicales y subtropicales, su industria.

Los humanos… ah, sí, los humanos tenían su sitio: inventar y fabricar, transportar y negociar, cultivar y pescar, todo ello en tierra o en mar, o en calidad de pasajeros en las naves de las razas más antiguas. La única especie sensible con un papel más humilde eran los primos de la humanidad, los pequeños homínidos que excavaban las minas y los homínidos más altos que cuidaban de los bosques templados. Así era, en distintas proporciones, en todos los mundos de la Segunda Esfera, el radio de un centenar de años luz alrededor de Nova Sol. Ése era el generoso límite de los viajes en que estaban dispuestos a embarcar los kraken a los humanos.

Generoso, pero límite al fin y al cabo.

La cuestión era bien distinta en la Tierra, el planeta natal; y tal vez en ése, Mingulay, al que habían acudido los humanos desde la Tierra por iniciativa propia, y en su propia nave.

Antes de que se hubiera acostado, una de los saurios de su tripulación, Bishlayan, le había comunicado cierta información que había escuchado en boca de uno de los saurios locales. Se creía que seguían con vida algunos miembros de la primera tripulación, los cosmonautas originales, en algún lugar de la espesura. Aquella nave había traído consigo el secreto de la larga vida, así como el de los largos viajes. Una estrella brillante, en efecto, pensó Tenebre, al tiempo que se giraba con una sonrisa para saludar los aturdidos murmullos y resacosos gemidos de su tercera esposa. Las otras dos continuaban dormidas junto a ella.