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Lanzamiento sobre aviso
Alguien estaba sacudiéndome el hombro. Pugné por despertar de una profunda cabezada de mediodía para encontrarme sentado en el sofá de la oficina de Alan. Éste continuaba observándome con expresión preocupada.
—Lo siento —dije—. No pretendía…
—No pasa nada, es sólo que se te han echado encima unos cuantos días difíciles. Te habríamos dejado seguir durmiendo, es sólo…
Señaló la pared, y con ese movimiento de la mano los pósteres se aclararon y reconfiguraron en un mosaico de monitores de noticiarios. La mayoría de ellos mostraban el mismo rostro: el de Jadey. Me despejé de sopetón.
La imagen era reciente… no, era en directo, el cámara seguía su sombrío semblante mientras la escoltaban hasta un furgón policial dos mujeres policías de la Corte del Alguacil de Edimburgo. Capté algunas frases de pasada. «Custodia preventiva». «Vista de extradición».
—¿Extradición?
—Al puto Reino Unido —dijo Mary-Jo, con saña—. Allí la han acusado del asesinato de un oficial ruso con el que dicen que estaba liada.
—¡Eso es una puta mentira!
—Cualquiera lo diría —comentó Alan—, aunque sólo fuera por una cuestión de principios. ¿Pero cómo lo sabes?
Se lo dije. Los dedos de Mary-Jo teclearon en el aire en todo momento.
—Vale, vale —dijo, cuando hube terminado—. Suponiendo que te dijera la verdad, y creo que sí, eso explica por qué tienen un trozo de tela con la sangre de ese pobre desgraciado y las células dérmicas de ella. Y un cuchillo ensangrentado sin ninguna huella dactilar ni nada. E incluso aunque tu equipo no funcionara, y toda la historia estuviera grabada, todavía habría pruebas de que se había producido un asalto pirata a las cámaras de la calle, lo que convertiría en inadmisible cualquier grabación que mostrara lo que había ocurrido realmente. Mierda.
—Peor aún —terció Alan, en un tono sin inflexiones. Ahondó un par de capas en las noticias, hasta el detalle oculto tras los titulares. A este nivel era prácticamente pura transcripción jurídica (nadie se había molestado en resumir este detalle nimio e insignificante sobre una mera británica) y todo lo que pude captar fue mi nombre y un montón de fotos mías, en su mayoría granulados fotogramas de cámaras de seguridad, aunque bastante reconocibles.
—Te quieren a ti —tradujo Mary-Jo de la jerga legal—. No están seguros todavía de si quieren citarte para que comparezcas en calidad de testigo o extraditarte por cómplice tras el acto. En cualquier caso… el gobierno norteamericano probablemente se muestre dispuesto a cooperar, e incluso aunque no apele a los tribunales te enfrentas como poco a un largo pleito. En el peor de los casos, el SNI te habrá metido de una patada en un avión con destino a las manos de los rojos antes de que puedas decir «refugiado».
—Espera un poco —dije, intentando detener un guijarro en aquella avalancha de malas noticias—. Yo pensaba que los europeos teníamos status de refugiado automático, o algo así.
—Nah. —Negó con la cabeza—. Es todo de facto. Ellos se hacen los sordos, y ésa es, ya sabes, la política… renunciar a los controles de inmigración… pero las leyes siguen estando en los libros. Es un privilegio, no un derecho, y puede retirarse en cualquier momento y ser rebatido solamente en los tribunales tras el hecho. Legalmente sigues siendo un inmigrante ilegal.
—De acuerdo. —Me hundí en el sofá, abatido—. Puedo apañármelas. ¿Y Jadey?
—Perdona —insistió Mary-Jo—, pero no puedes apañártelas. La situación de Jadey, nosotros podemos manejarla. Nos dedicamos a eso. Da igual qué cargos se le imputen, sigue siendo política, todavía podemos llegar a un acuerdo. Tampoco es que vosotros tengáis una judicatura independiente o algo así. Mientras que aquí, nosotros sí la tenemos, más o menos. Tu problema aquí es el puñado de personas extralegales, oficiales y autónomas, que podrían seguirte la pista. Rayos, cualquiera de los tipos camuflados de la puerta podrían decidir ganar algunos puntos delatándote. No te gustaría que se ocuparan de ti por la vía administrativa ni hundirte en las arenas movedizas de los tribunales, hazme caso.
Se puso de pie y paseó hasta la ventana, como si buscara a los tipos camuflados o los helicópteros negros.
—Sabes, tu credibilidad como ciudadano de la U.E. oposicionista acaba de superar todos los límites. Podrías hablar con los amotinados de ahí fuera. Aquí en la Tierra están de mierda hasta el cuello. —Se volvió hacia mí con una sonrisa especulativa—. ¿Todavía te parece que ir al espacio es una locura?
—Sí. —Ya les había impartido una profusa lección acerca de lo que opinaba a este respecto en cuanto surgió la idea—. Pero…
—¡Bien hecho! —exclamó Alan—. Sabía que te apuntarías.
—¿Eso es una nave espacial?
Estaba acostumbrado a ver imágenes de lanzamientos desde Baikonur, desde Kourou, y hasta desde Cañaveral, ya puestos. Incluso con sus despegues de módulo único hacia la órbita, como una pulga en una parrilla, sus ascensos verticales me traían recuerdos que se remontaban hasta los V2. Este objeto negro, bajo el sol abrasador en aquella agreste planicie, no se parecía a nada. Parecía más alienígena que cualquier platillo volante real o imaginario. Era como la escultura de algún animal nativo al vacío. El mero hecho de intentar obtener una perspectiva de aquella cosa, de formar una imagen de su conjunto, conseguía que me escocieran los ojos y me doliera la cabeza.
—MUNP de Nevada Orbital Dynamics —dijo Alan Armstrong (había admitido al fin que ése era su nombre. No era más que el ingeniero jefe… notoriamente modesto, según la información que estaban descargando mis anteojos). «Módulo Único a Ninguna Parte». Es una versión refinada del antiguo caza invisible electro-dinámico de las Fuerzas Aéreas norteamericanas. Nuestro famoso platillo volante, de los que tantos se cargaron los rusos durante la guerra. Este puede ionizar el aire circundante y el pulso electromagnético hasta alcanzar una velocidad de salida en la atmósfera, antes de generar una vela de plasma y acelerar aún más. Podrías ir a Plutón subido en él. A ver, antes te morirías de hambre, pero tu cuerpo llegaría.
Vela de plasma… Comprobé la referencia, encontré un montón de sesudos documentos acerca del sistema, un vasto campo electromagnético que rodeaba una esfera de gas ionizado que reaccionaba al flujo de fotones solares como si fuera un buque-faro. Nos llevaría hasta el Mariscal Titov en cuestión de días, y nos pasaríamos más de la mitad de ese tiempo virando y desacelerando. Correcciones de rumbo finales mediante un reactor de fusión.
—¿Fusión? Entonces, ¿por qué no…?
—¿Lo usamos para todo? Es caro, por eso. Esa nave cuesta miles de millones de dólares.
Me quedé mirándolo.
—¿Cómo esperáis recuperar ese dinero?
Se encogió de hombros.
—El ejército norteamericano está un poco harto de los platillos volantes —admitió—, y las operadoras del espacio aéreo comercial no necesitan nada que se le parezca… todavía. A lo mejor algún día se lo encasquetamos a la NASA, si es que alguna vez se ponen de acuerdo, pero por ahora éste es el proyecto subvencionado y sujeto a la emisión y venta de valores que estamos seguros de que revivirá la exploración del espacio. Estamos más seguros ahora que nunca, ya puestos.
—Me pregunto por qué nos molestamos con la tecnología alienígena.
—Estaría bien tener antigravedad —repuso Armstrong, apaciblemente—. En cualquier caso, pronto lo descubrirás.
—Caray. —Me sentía frío por dentro. Los camiones comenzaban a acercarse, en medio de una nube de polvo y silbidos de gases presurizados, para preparar el trasto para el lanzamiento en cuestión de horas.
—Ten en cuenta que te puede traer de regreso igual de rápido —dijo Alan—. No es como si fueses a pasarte meses lejos de la Tierra, ni nada de eso.
Tendría que haberme figurado la que me esperaba cuando el examen médico incluía unos cuantos minutos de apretujones en una larga tubería, estrecha y oscura, con sensores comprobando mis signos para cerciorarse sin sombra de duda de que no padecía claustrofobia. El psicólogo de la misión me dijo que podría haber sido un espeleólogo excepcional. Le respondí que lo tendría en cuenta por si algún día me decidía a emprender alguna afición menos peligrosa.
El traje-g relleno de gel era lo último de lo último. Lo que llevaba uno debajo era una especie de combinación suave y ajustada, y lo que llevaba debajo de eso…
—¿A qué viene este pañal? —quise saber, indignado.
—Es por si esta pastilla no surte efecto.
—¿Me puedo tomar dos?
Me dijeron que me dejara las gafas puestas, y me proporcionaron un nuevo ordenador de mano de factura americana en el que habían descargado mis IA y mis programas de gestión de sistemas que, junto al lector de tecnología húmeda y el disco de datos, fue a parar a los bolsillos de mi muslo.
La piloto se llamaba Camila Hernández. Era varios centímetros más baja que yo, y varios años menor, y dudo a la hora de estimar cuántos kilos más ligera. Tal vez hubiera podido ser guapa de cara si no estuviera tan delgada, casi anoréxica, y si no llevara el pelo cortado a máquina al uno. Me estrechó la mano cuando nos sentamos frente a frente en la parte trasera de un tráiler que nos condujo hasta la nave. Aparte de eso, no tenía demasiada conversación. Parecía fuertemente concentrada y supuse que estaría pasando las cuentas de algún rosario invisible en su imaginación, así que guardé silencio.
La nave. Blasfema Geometría, medía unos dos metros de profundidad en el centro. La escotilla de entrada estaba en el centro. La carlinga no. Camila entró y yo la seguí, para encontrarme apretujado en un tubo estrecho, largo y oscuro. Emergí en un espacio de menos de un metro de profundidad, dos de largo y algo menos de dos de ancho. Camila ya estaba tumbada en el sofá de la derecha. Me colé en el que había a su lado, y en un extremo introduje la cabeza en un casco de burbuja, que se selló alrededor de mi cuello. Detrás de mí podía oír mangueras y tubos que reptaban hasta encajar en mi traje.
Enfrente del casco burbuja, curvándose delante, por encima y por debajo de los dos, había lo que parecía una ventana burbuja. Estaba claro que no había habido ninguna ventana visible desde el exterior, por lo que esto debía de ser alguna versión a escala de los anteojos, aunque la ilusión de tener la cabeza situada en el morro del aparato era perfecta. Por encima, el cielo azul; abajo, el suelo polvoriento, los técnicos ocupándose de los últimos detalles; al frente, el oscilante espejismo debido al calor reinante en Groom Lake, la sombra del aparato estirándose ante nosotros bajo el sol de última hora de la tarde.
Las manos de Camila descansaban enfrente de su cabeza sobre un panel de control. El panel de control que había delante de mí estaba cubierto por una pestaña de plástico, sellada; apoyé los antebrazos encima y miré al frente. Pensé absurdamente en la pose de vuelo de Superman, y sofoqué una risita nerviosa.
—¿Estás bien?
—Sí, estoy bien.
—Vale. Vaciar gel de choque.
Camila tiró de una palanca. Con un sonoro siseo el espacio alrededor de nuestras piernas y torsos se llenó con una especie de espuma que adquirió instantáneamente una textura gomosa que cedía lo suficiente como para permitir que respirásemos. Me constreñía los pies, las piernas y el diafragma.
—Vacío —dijo. A continuación, con un tono distinto—: ¡Geometría Blasfema, listos para rodar!
El sonido de algo desenganchándose, y una sirena en el exterior que bramó durante su buen par de minutos. El aire que teníamos delante comenzó a crepitar y a deformarse; un ronco zumbido me traspasó las plantas de los pies y me subió por las piernas, consiguiendo que hasta el último de mis huesos y cada uno de mis dientes resonara con una frecuencia distinta. Esto vino acompañado de un momento de tensión y opresión, la sobrenatural sensación de que mis brazos y piernas se estaban estirando.
La nave comenzó a moverse, despacio al principio, polvo y motas refulgentes arremolinándose alrededor del visor curvado, el suelo deslizándose debajo de nosotros, más y más deprisa hasta que no fue más que un borrón de líneas rectas. Miré hacia arriba. Las montañas que rodeaban la llanura salina se acercaron a una velocidad vertiginosa, y entonces…
… desaparecieron.
La panorámica a nuestro alrededor se enrojeció, luego se aclaró… supuse que el visor estaba corrigiendo las innumerables y violentas distorsiones y refracciones. A pesar del traje de gel y del gel de choque, me sentí como si mi peso estuviera aumentando hasta el punto de amenazar con romperme los huesos. Me dolían todas las articulaciones. Abajo, el paisaje pasaba igual que una toma a vista de pájaro, hasta tornarse tan difuso como había ocurrido con la pista de despegue, ralentizándose sólo un poco conforme ascendíamos. En un plazo asombrosamente corto nos encontramos sobrevolando el Atlántico; poco después, sobrevolábamos la atmósfera.
No tuve demasiado tiempo para admirar la imagen azul de la Tierra. La aceleración se redujo, cesó, y en ese momento, justo cuando mis huesos recuperaban lentamente su longitud acostumbrada, regresó, más tenue pero con mayor insistencia. Alrededor del aparato brilló algo parecido al neón, para desaparecer de vista cuando el software corrector reaccionó del mismo modo que el ajuste del iris. También el horizonte de la Tierra se nos echó encima para desaparecer enseguida.
Me quedé mirando el espacio y las estrellas en un firmamento que lo abarcaba todo.
—Eso es todo por ahora —dijo Camila, con la voz más relajada que le había escuchado hasta el momento—. ¿Quieres ver qué pinta tenemos desde el suelo?
—Claro —dije, reticente a apartar los ojos de las estrellas.
Pulsó unas cuantas teclas y parte del visor que teníamos delante se tornó opaco y mostró, un tanto desconcertantemente, una franja de cielo azul. A lo largo de esa banda corría una bola de fuego en aceleración; y luego, en sincopada sucesión, la panorámica pasó a brevísimos atisbos de nuestro más que diminuto bólido surcando cielos cada vez más oscuros.
—Veintisiete estaciones de misiles en situación de alerta —leyó en alguna parte—, y doscientos ochenta avistamientos de ovnis registrados hasta el momento. No está mal.
—¿Qué pinta tenemos ahora?
Me miró de soslayo, doblemente distorsionada por nuestras dos peceras.
—Um, no quería preocuparte, ¿sabes? Pero ya que lo preguntas, puesto que tenemos miles de kilómetros cúbicos de gas ionizado a nuestro alrededor somos, eh, visibles a simple vista…
Todo un espectáculo nocturno, con sólo levantar la cabeza. Los caracteres cirílicos que circulaban paralelos al fondo pertenecían al parte de una emisora local de Minsk que estaba haciendo un seguimiento en la calle del avistamiento de un ovni o el inicio de una guerra. Sobre el irregular horizonte de torres de viviendas brillábamos a la vista de todos, como una estrella fugaz.
No llegué a escuchar la alarma de proximidad, que quedaba reservaba para el oído del piloto. Lo primero que supe fue que Camila se volvía hacía mí y me preguntaba con apremio:
—Matt… ¿eres creyente?
—No —respondí, perplejo por la pregunta.
—Vale. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte. Amén. —A continuación, en un tono distinto—: Bueno, ahora es cuando se vuelve tedioso.
Sus dedos volaban sobre el tablero de mandos más deprisa de lo que permitía la mecanografía dactilar. De inmediato, en un reflejo afortunadamente apto, así la parte posterior del casco y tiré hacia abajo todo lo que pude contra la superficie plástica del cojín de gel. El visor se hizo visible de nuevo. Un momento más tarde éramos embestidos de costado. Fue el primero de muchos y vertiginosos momentos similares de caída libre seguidos de brutales empujes de aceleración en direcciones impredecibles. Lo cierto era que sí se volvió tedioso, como si se tratara de un viaje en la montaña rusa que no se terminara nunca, repitiendo las subidas y bajadas hasta el punto en que convergían en un continuo susto apático y el deseo de poder apearse.
Tras lo que pareció mucho tiempo pero que, según el reloj de mis anteojos, no había sido más que una hora, los violentos movimientos cesaron. La aceleración había estado acumulándose todo ese tiempo… todavía lejos de gravedad uno, pero muy perceptible.
—Los hemos dejado atrás. Cada estallido en las proximidades nos provee de gas y flujo, por lo que nos permite correr más rápido. Es genial. —Me sonrió, con el rostro perlado de sudor—. Sí que absorbe los impactos de láser —añadió, preocupada.
Me sentí absurdamente culpable.
—No se me había pasado por la cabeza que los de las Fuerzas Aéreas de Europa intentaran derribarnos.
Se rió.
—Eso no era fuego enemigo, macho. Eran de los nuestros. Defensa Orbital de las FANA.
—¿Qué?
—No tiene nada de extraño. Lanzamiento no autorizado, sobrevolando territorio estadounidense… Tenían que hacer algo para convencer a los rojos de que no estábamos a punto de vaporizarlos. A otros políticos también, supongo. Los fedes están muy preocupados por los agentes libres que se aprovechan de las brechas en la defensa de la U.E. y los aparatos de seguridad como para iniciar nada. —Su sonrisa se tornó salvaje—. Toda la apestosa estructura roja se vendría abajo.
—Dios, hablas igual que Jadey. —Su recuerdo regresó igual que una herida de la que te olvidas mientras dura la pelea.
—¿Jadey Ericson? ¿Estás diciendo que la conoces? ¡Guau! ¡Cuéntamelo todo!
—¿No deberías pilotar este trasto?
—Volará sólo durante los próximos dos días, hasta que tenga que empezar a virar. —Frunció el ceño—. Eso sí que es tedioso. No hay otra cosa que hacer mientras tanto. Ya podemos quitamos los cascos, por cierto. Gíralo así… vale, y ahora hacia la izquierda.
Ambos inhalamos profundamente, inmersos en un aire que resultaba indistinguible del que habíamos respirado en los cascos, salvo tal vez por la tenue reafirmación que confería el olor de otro ser humano.
—Bueno, aquí estamos. Podemos sorber potitos por estos tubos, agua por ése. Podemos mear, pero no cagar. Podemos dormir. —Hizo una seña con el pulgar—. Esa cosa se quedará ahí hasta que aterricemos. Lo mismo podíamos estar escayolados de cuerpo entero. Mejor será no pensar en ello, ¿eh? —Se le iluminó el semblante—. Pero podemos hablar. Y podemos estar al tanto de las noticias… sintonizamos por láser, así que si quieres comprobar tus anteojos lo verás todo. —Sorbió un poco de agua—. Cuéntame algo o me volveré loca.
—O yo me volveré antes. —Quería ver los avances informativos, pero sabía lo que quería decir.
Le relaté mis aventuras, omitiendo sólo la naturaleza de la información que transportaba.
—Lo que no entiendo —dijo cuando hube terminado, contemplando la imperturbable vista de las estrellas (ninguna velocidad que alcanzásemos la alteraba visiblemente)—, es cómo podéis vivir con eso. Con toda esa corrupción y controles y demás mierda.
—No está tan mal. El estado es un poco más opresor que en América, vale, pero afrontémoslo, consigue que se hagan más cosas. Más educación, menos contaminación, nada de mendigos… —Me reí—. Y la exploración espacial… ¡no nos olvidemos de la exploración espacial!
—¡Pero el Partido! ¿Cómo puedes soportar eso? O sea, ya nadie cree en el comunismo, ni siquiera los rojos.
—Oh, sí que creen. Lo que pasa es que no lo llaman así. Lo llaman «la sociedad sostenible». Es el término que solían utilizar los economistas para referirse al estado estacionario. Y creen que nos están conduciendo a eso, y que todo el mundo terminará ahí al final, hasta los americanos.
—¡Jamás! A lo mejor los liberales de la Costa Este llegan a ese extremo, pero los demás no.
Exhalé un suspiro.
—No tiene nada que ver con lo que crea la gente. La tasa decreciente de beneficios os atrapará al final. Podéis esquivarla durante algún tiempo exportando capital, y seguir esa tasa en descenso como si fuera una estrella que se pierde en el horizonte, y si la seguís lo bastante deprisa podéis ir al alza durante algún tiempo, pero lo único que se consigue con eso es un mundo completamente capitalista y capitalizado, con tasas de beneficios bajas por todas partes, y luego no habrá otro sitio al que ir más que al estado firme, una economía consumiéndose despacio en lugar de expandirse. En el estado firme es fácil que los trabajadores terminen empleando capital… socialismo, casi indistinguible.
Me dedicó una mirada suspicaz.
—Eso es de Marx, ¿no?
—No. Es de John Stuart Mill.
—Tanto monta. Malditos liberales. —Silencio enfurruñado, luego—: En cualquier caso, todo eso es una chorrada porque tenemos el espacio para expandirnos, ¡para siempre!
—¿Qué expansión? No hay beneficio en el espacio. Nadie está tan desesperado como para querer vivir aquí. Esa panda de libertarios que lo intentaron no pudieron resistirlo, no se soportaban los unos a los otros…
—Que sí, que vale. Ya he oído hablar del Infierno-Cinco. Pero a la larga…
—«A la larga» —dije, citando a otro sospechoso y difunto economista—, «todos habremos muerto».
La conversación nos duraba largos períodos de tiempo —terminamos sabiendo muchas cosas del otro, como si fuésemos amantes haciéndonos confesiones de almohada— y entremedias, dormíamos, y contemplábamos las estrellas, y veíamos las noticias.
Mary-Jo había exagerado cuando dijo que la Europa roja se estaba desmoronando. Pero no cabía duda de que el mensaje de Driver había metido un palo en la rueda de los estados obreros. El Partido, el Buró Federal de Seguridad y el Ejército del Pueblo Europeo maniobraban enfrentados con un descaro sin precedentes: presupuestos militares suspendidos, eurodiputados y oficiales del Partido bajo sospecha o arresto, investigaciones a propósito de supuestas ilegalidades cometidas por el BFS, rápidos ascensos y suspensiones y destituciones, maniobras militares ejecutadas sin autorización, improvisadas llamadas a las armas de los reservistas (lo que, supuse, añadía la deserción a mi lista de crímenes).
A este ritmo era sólo cuestión de tiempo que intervinieran las poblaciones. Resultaba complicado predecir si se desmoronaría todo de verdad en ese instante. Por toda Europa el movimiento por la paz, hasta el momento un anexo moribundo de la política oficial de asuntos exteriores, organizaba ya manifestaciones masivas al frente de las cuales se veían con claridad las pancartas de los de la Red. Eso, al menos, era algo a echar en cara a las «patrióticas» (también cada vez más) manifestaciones antiamericanas, que eran respaldadas, con flagrante ilegalidad, por facciones del ejército. La ostensible razón de tales manifestaciones era el constante goteo de «descubrimientos» relativos a vínculos estadounidenses con los «terroristas fascistas ingleses» que habían salido a la luz una vez descubiertos los códigos. Las cámaras cubrían incriminadores alijos de armas.
—Ése es vuestro problema, tío —me informó Camila, confidencialmente—. No se os permite tener armas. Por eso os aplastaron los rusos, y por eso no podéis expulsarlos.
La miré fijamente, con la boca abierta.
—¿De dónde has sacado eso? —conseguí preguntar, al cabo—. En Europa todo el mundo tiene armas. Por lo menos desde la revolución. Los rusos se quedaron sorprendidos por la falta de preparación cuando llegaron, y se propusieron garantizar por todos los medios que eso no volviera a ocurrir. A menos que seas un objetor de conciencia, ya sabes, un cuáquero o algo, es obligatorio guardar una Makarov, un AK y munición en casa. Fui el primero del equipo de mi clase en tiro al blanco en primaria, para tu información. Un día después de cumplir los dieciocho me alisté para cumplir con mi año de servicio militar. Podría haber continuado mi formación si me hubiera unido a la DRC, Defensa y Resistencia Civil, pero no me tomé la molestia. Sin embargo, sigo en la reserva.
Le tocaba a ella mirarme fijamente.
—Entonces, ¿por qué no os subleváis y reducís a los rojos?
—¡Porque nadie quiere, por eso! Mira, el Partido gana las elecciones de verdad. ¡Lo único que tenemos que hacer es votar en contra!
Camila seguía convencida de que todo aquello era una especie de tapadera; que las armas que distribuía el gobierno estaban defectuosas, y que las elecciones en las que se prohibía que los ricos compraran a los políticos no podían ser libres.
De Jadey no se sabía nada.
*
—Va-le —dijo Camila, cincuenta horas después del lanzamiento—, a ponerse el casco. Llegó la hora de empezar a trabajar. —Sonaba mucho más animada de lo que había dado a entender su comentario inicial sobre el tedio. Ya nos habíamos alejado mucho de la posición orbital del asteroide, y estábamos a punto de empezar a virar, de nuevo en dirección al sol, para interceptarlo.
El visor pasó del negro al blanco, con el sol —lo juro— representado en forma de asterisco en el centro, con el asteroide convertido en una cambiante hilera de números. Parecía uno de aquellos juegos primitivos en ASCII que encontrabas escondidos, una broma privada entre programadores, en los espacios de comandos más recónditos de los sistemas operativos.
Si el despliegue era como un juego, el acercamiento real que registraba fue otro viaje con los dientes apretados en la montaña rusa, más violento que las maniobras de evasión ante los misiles. Camila intercambió entrecortadas transmisiones sólo de voz con la estación entre los abruptos cambios de rumbo. Duró horas y terminó con una caída libre. Camila accionó la palanca de control del visor de un plumazo y el asteroide surgió ante nosotros en 3-D y a todo color, tal y como lo habíamos visto todos, tan real como en la televisión. La estación se expandió ante nuestros ojos, cambiando su aspecto de algo diminuto e intrincado, como un circuito, a algo enorme e intrincado, como una fábrica. Al mismo tiempo, la panorámica general pasó de un travelling hacia el asteroide a sobrevolarlo. Los ajustes finales se tornaron cada vez más suaves, yendo de la impresión de estar inmerso en una turba amotinada a la sospecha del paso de un ratero que te acaba de birlar la cartera, pasando por el abrazo de un oso.
Con un último soplido de los retropropulsores, el Blasfema Geometría se posó en un racimo de agarres que rechinaron alrededor del contorno de la nave. Se sucedieron los golpes y los crujidos.
—¿Qué es eso?
—Se está conectando la esclusa de aire. —Sonrió—. ¿No me das las gracias?
Chocamos los cinco.
—¡Y tanto, gracias!
—Déjate puesto el caso de momento. —Alcanzó un interruptor—. Vaciando gel de choque.
Un líquido azul surgió de unas espitas instaladas en los laterales del visor, bañándonos los hombros y —conforme se despejaba el espacio— otros aspersores sisearon sobre nuestras espaldas y costados. Camila se incorporó, abriendo un espacio entre el asiento y ella, y yo la imité. El líquido redujo el gel de choque a tiras secas y gomosas, antes de evaporarlo con una rociada de aire caliente.
—Guau. —Agité las piernas, di un golpe de pelvis—. Qué bien se siente uno.
La repentina libertad física aumentó mi ansiedad por escapar de las restricciones restantes. Por primera vez sentía algo parecido a la claustrofobia: el espacio que me rodeaba era demasiado pequeño, el aire no satisfacía mis pulmones.
Parecía que ambos estuviéramos envueltos en vendas harapientas; el robot de la tumba de la momia. Camila se sacudió los pegajosos hilachos de gel de choque reseco. Flotaron molestamente en el aire, planeando.
—¡El siguiente modelo que tenga ventilador de extracción!
Algo traqueteó y chirrió. Camila ladeó la cabeza, escuchando la voz en su oído.
—Listo —informó—. Esclusa de aire sellada. —Me indicó que fuera delante—. Tú primero. Tengo que apagar las luces.
Con las puntas de los dedos de pies y manos me impulsé de espaldas a lo largo del estrecho tubo hasta la escotilla. Antes de tocarla con los pies, la puerta se deslizó suavemente a un lado. Incluso con el traje y el casco podía sentir el cambio de presión, y la corriente. La luz alumbraba debajo, o detrás, de mis pies. Continué en una dirección que ahora parecía ser «hacia abajo», aunque no debido a ningún efecto de la microgravedad del asteroide, que era imperceptible. Hacia abajo, pues: dejando atrás las anillas de cierre y recorriendo otro tubo largo pero más ancho, hasta el exterior.
Por un momento me quedé allí, con las manos aferradas a la salida del tubo, los pies elevados sobre el suelo de rejilla metálica. La ensenada de entrada en la que había aterrizado la nave era espaciosa, de unos tres metros de altura por debajo del tubo de la esclusa, veinte de largo y diez de ancho. Las cajas y componentes estaban atados o sujetos con cinta a amarres y vigas. La iluminación fluorescente titilaba por encima del estridente código cromático. Tenía delante una pesada puerta ante la que flotaba un hombre pequeño con el pelo rapado y vestido con pantalones militares de algodón multicolor, agarrado a un travesaño con una mano, la otra apoyada en la culata de una Oficial Aeroespacial 9-mm estándar guardada en una funda de red.
Apartó la mano de la pistola y me hizo señas para que me quitara el casco. Me solté del borde de la escotilla y obedecí, comenzando a dar volteretas en el aire. Camila emergió del pozo y me imitó, con más gracia.
Aquel lugar apestaba: el rancio hedor orgánico de humanos, plantas y animales combinado con el más agresivo tufo a metal caliente, plástico quemado y antiguo aceite de maquinaria. Casi vomito; Camila se limitó a arrugar la nariz. El hombre nos dedicó una sonrisa desprovista de humor.
—Ya os acostumbraréis. —Ofreció la mano derecha, vacía—. Me llamo Paul Lemieux. Bienvenidos a la Revolución.
Mientras le miraba, con una mano aferrada a la rejilla del suelo donde había ido a parar, alcancé a comprender sus palabras —ya que no, en aquel momento, a estrechar su mano— y pensé:
¡Oh, mierda!