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Extranjera residente
Me despierto con un timbre en los oídos y una luz cegadora en el ojo derecho. Tengo que chuparme el dedo índice para despegar el párpado lo suficiente como para practicar los dos guiños deliberados que colocan el video entrante en espera. A continuación, me tiro del lóbulo de la oreja izquierda para contestar a la llamada de audio.
¿Sí? —digo, tentativo, sentándome. Debe de ser una hora tan intempestiva como las once de la mañana. La cama está hecha un desastre y el güisqui que fui tan incauto de beber mientras escuchaba algo de música después de haber regresado del pub anoche me está levantando dolor de cabeza.
En cuanto escucho el tintineo de las monedas cayendo sé que me he metido en un lío. Inglaterra es el único lugar aparte del África subsahariana que sigue utilizando cabinas de monedas. Mis amigos las emplean, no porque no estén pinchadas (como para no estarlo), sino para enviar un mensaje mudo: Sí, problemas.
—Oye, ¿Matt? —dice una voz americana que me suena—. Soy Jadey. ¿Podemos vemos en el mercado? ¿Sobre las cinco?
Jadey es nuestra yanqui. Goza de posición de extranjera residente en calidad de estudiante de intercambio, o algo de eso, pero se pasa la mayor parte del tiempo dirigiendo operaciones para la resistencia más al sur. Todavía no tengo claro para quién trabaja, pero siempre me he alegrado de modificar el software para las mejoras de hardware que se trae cuando viene a Londres de visita. El programa pirata que introduje en la red neural de reconocimiento facial fue una chapuza hecha deprisa y corriendo pero, como dice Jadey, queda que te cagas en las bragas.
—Claro, fijo —digo, procurando sonar espontáneo. No sé qué me ha picado con Jadey; es una causa perdida, siendo ella quien probablemente es y haciendo lo que es probable que haga y, además, siempre está de viaje.
—Allí nos vemos. —El dinero se acaba y escucho un torrente de pitidos.
Parpadeo de nuevo y paso la otra llamada al monitor de la pared. Me quito el teléfono de la mejilla, irritado por haberme quedado dormido con él puesto, lo tiro a la basura y miro a la pantalla. Es una oferta de una de las agencias; la repaso mientras me rasco con aire ausente el verdugón que me ha dejado el teléfono.
Tiene pinta de ser otro de esos encargos rápidos y sucios para la Agencia Espacial Europea; habrá que escarbar en un montón de distintos niveles de emulación superpuestos hasta dar con algún virus oculto en el sistema operativo de base; el cual, con la suerte que tengo, seguramente resulte ser MS-DOS. Tendré que enganchar a algún programador de la vieja escuela, a ser posible uno que no lleve toda la vida subscrito a la yihad de Linux.
Introduzco una oferta —tarifa y plan— asegurándome de atribuir aproximadamente el doble del tiempo que seguramente me llevaría hacerlo como es debido. La agencia me lo rebota de inmediato con un plan que me concede casi la mitad del tiempo que me llevaría hacerlo como es debido. Pero la fianza debería bastar para cubrir el subcontrato de descodificación además del resto de los gastos y mi tarifa diaria, así que lo acepto.
La administración de proyectos de software ha sido siempre un criadero de gatos. Eso tengo entendido, al menos, por lo que cuentan los antiguos gerentes entre bufidos de coca en los bares de nieve de moda donde se ventilan sus bien cubiertos fondos de pensiones. En su día, no obstante, los gatos eran humanos, al menos los tíos que son ahora decodificadores. En la actualidad, los programadores son programas, igual que los analistas de sistemas. Como administrador de proyectos, mi trabajo consiste en reunir a un grupo de convincentes IA —no sin probar, pero tampoco demasiado adelantadas— y dar rienda suelta a los estrategas publicistas rastreadores de la red para que exhiban sus habilidades ante los infinitamente aburridos robots de negocios ganadores de los concursos de belleza de las agencias, coger los contratos y guiar al rebaño en que se convierten todos los contendientes cuando me parezca que se ha alcanzado un acuerdo provechoso.
Hace falta tener algo parecido al don de gentes para esto, pero hay que estar a un pelo de padecer el síndrome de Asperger para desarrollar este don con IA. Y cuando necesitas decodificadores para el tema del último nivel, no está de más ser algo así como un animal social. La combinación es lo bastante rara como para permitirte un salario por encima de la media. Soy un artista, no un técnico. Me da para vivir.
Este contrato es el de una interfaz de control de fabricación para un proyecto de explotación de asteroides de la AEE. El asteroide en cuestión en el 10049 Lora, un trozo de escoria errática e inútil que oscila entre las órbitas de la Tierra y Marte, de unos treinta kilómetros de longitud, con un albedo bajo; lo cierto es que recuerdo haberlo visto de pasada a unos cuantos millones de kilómetros de la Tierra; detectado en la década del 2020, alcanzado por una sonda de la AEE unos diez años después y catalogado como cartílago con base de carbono. Una potencial fuente de componentes orgánicos de inmensa utilidad para la colonización del espacio, si es que alguna vez llegamos a eso. La estación minera experimental de la AEE, construida alrededor de una nave llamada Mariscal Titov, lleva años en funcionamiento, con resultados célebres por lo pobre: como el plan para sacar aceite de los cacahuetes, como la Mir, como un pozo sin fondo.
Me quedo mirándolo durante algunos minutos, moviendo el pulgar para pasar las páginas y más páginas: La información de trasfondo parece excesiva, pero (lo compruebo) está ordenada según el índice y se puede buscar en ella. El asunto en sí es cosa fina, pero manejable. Nada de lo que no pueda ocuparme, pero no antes del desayuno.
Mi piso está en la vigésimoquinta planta de una de las torres que ha levantado la Cooperativa de Viviendas en lo alto del Paseo Leith. Las paredes empiezan a mostrar síntomas de envejecimiento —cinco años, casi la esperanza de vida media que se supone a las construcciones de nueva tecnología— pero está bien de precio para tener cuatro habitaciones. Me las cruzo todas, yendo del dormitorio a la cocina pasando por la salita y el cuarto de baño, donde ratifico que tengo un aspecto espantoso.
En la cocina, mastico una carretada de aspirinas, bebo café y me atiborro de cereales. Echo un vistazo a los noticiarios matutinos sin prestar demasiada atención, cambiando de canal. Sin ser visto, atisbo por la ventana de la cocina, orientada hacia el sur, el castillo y las altas torres del South Bridge. El cielo se ve azul y las nubes, blancas, planeando de izquierda a derecha, de este a oeste. Su constante procesión me aclara las ideas.
El proyecto me mantiene ocupado durante toda la tarde. Siempre que necesito un parche de fuera de la U.E. (y, afrontémoslo, suele ocurrir), las conexiones empiezan a dar problemas. A las cuatro y media, con los ojos abotargados y las articulaciones doloridas de tanto dar ánimos a las IA, guardo lo que tengo en un servidor satélite y decido patearme las calles.
El Mercado Waverley fue una monada de centro comercial para pijos hasta la tercera semana de la Guerra Urálica-Caspia por el Petróleo, momento en que Edimburgo ya había pasado a ser un irrecuperable territorio enemigo. Un misil crucero norteamericano erró el blanco y, en lugar de destruir la estación terminal, se llevó por delante el extremo oriental de la calle Princess y, con él, los despachos del gobierno escocés que, seguramente, habían sido el auténtico objetivo desde el principio. Hoy en día se puede comprobar con facilidad qué papel desempeñan los mercados de ocasión dentro de una democracia socialista. Recorro los puestos de electrónica y tecnología biológica a última hora de la tarde, a la luz del sol de finales de verano, con los hombros embutidos en un parka —el agosto escocés se ha vuelto un tanto frío desde que cambiara de rumbo la corriente del Golfo— y los codos en guardia para protegerme de las hordas de turistas que se pelean en busca de los productos tecnológicos extranjeros de contrabando. El Festival de Edimburgo sigue siendo el mayor del mundo y atrae a turistas de toda la U.E.: Veo a una mujer siberiana que apaña un trozo de memoria de periférico nervioso procedente de Brasil, a una pareja de italianos que discuten por ver quién es el guapo que se puede permitir un parche ocular Raytheon… obsoleto en América desde hace meses, años por delante de lo nuestro.
Lo nuestro… se puede oler en el aire. Tecnología nueva, tecnología húmeda: fabricación bioelectrónica, con su tufo a acetona y alcohol, la conocida tecnología de Edimburgo de cervecería, destilería y refinería expandida para producir toda una nueva gama de componentes de hardware, tan baratos, desechables y reciclables como el papel. Todo muy bonito y sostenible, pero la antigua tecnología dura de la economía americana del fósil y el metal continúa a la vanguardia.
Jadey me encuentra con su acostumbrada y alarmante facilidad. Levanto la cabeza y allí está, apoyada en el tenderete. Cabello rubio muy corto, ojos azules, top térmico, manguitos en los brazos y falda de tubo de nilón verde caqui. Lleva a la espalda uno de esos macutos versión fémina. Su sonrisa cansada hace juego con su aspecto exhausto estilo tren londinense.
—¿Problemas en la frontera? —pregunto.
Niega con la cabeza, me coge por el codo y empieza a guiarme hacia una cafetería ambulante.
—Nah, pero tío, problemas sí que he tenido.
Hablar aquí es bastante seguro; las emisiones de los trastos a la venta confunden incluso a los aparatos de vigilancia más potentes. Además, casi todas las cámaras colocadas en la calle y demás sensores de Escocia y el resto de la U.E. terminan siendo pasto de los piratas. La carrera armamentística entre espionaje y sabotaje es darwiniana, una carrera de galgos en la que los piratas informáticos suelen llevar un hocico de ventaja. Más al sur resulta un pelín más complicado, puesto que las autoridades utilizan cacharros más pesados y resistentes y la piratería se topa de bruces con la ingeniería social inversa. De ahí mis ingenios de especialista para Jadey.
—El equipo no funcionó… —dice.
—¿Cómo?
—No fue culpa tuya. Algo ha cambiado. Casi todas las células de por aquí han recibido el consabido toque de atención esta mañana. Es como, joder, como si hubieran descubierto todos nuestros códigos o algo. Me parece que incluso me están siguiendo la pista… los polis de King’s Cross me saludaron al pasar con esa sonrisa resabida que tienen.
Jadey vive en los intersticios entre jurisdicciones: EE.UU. y U.E., la República de Escocia y el Antiguo Reino Unido; dentro del A.R.U. se dedica a lidiar con los celos y la incompetencia de las autoridades posbélicas contendientes: los ingleses, los rusos y los cascos azules.
Pago dos dedales de espresso y nos sentamos en un trozo de pared desmoronada, entre sorbo y sorbo.
—¿Me quieres decir que en este mismo momento están desmantelando la resistencia?
Agacha la cabeza, juguetea con el cordón del dobladillo de su falda, parece compungida.
—Más o menos. Matt. Tengo que largarme.
—Vale —digo, con un respingo—. ¿Qué necesitas?
—Un carné nuevo. Nada de identificación de retina ni cosa por el estilo, tan sólo un pasaporte y un historial nuevos. Si se les ocurre realizar pruebas biológicas me habrán pillado antes de que tenga tiempo de efectuar un puente de ADN.
—Oye, no te pongas tan negativa. Vas a conseguir que me deprima. —Me pongo en pie de un salto—. Mira, te propongo una cosa. Tú deja que vaya a buscarte algo para comer y luego vamos al Darwin y miramos las ofertas. Además, tengo que comprobar ahí un asunto para un encargo.
—Genial. McDonald’s.
—¿Cómo?
Me mira de soslayo, camino de la calle principal.
—Es el último sitio en el que la poli buscaría a una americana.
Conforme nos abrimos paso a través del gentío que ocupa los Brazos de Darwin aprovecho para comprobar la lectura nasal en mi ojo izquierdo. A Dios gracias que se inventaron los cigarrillos sin humo; ahora el análisis de feromonas es coser y cantar. Intenta el mismo truco en Turquía, o en Azerbaiyán, y obtendrás datos botánicos, no psicológicos. La atmósfera presenta una extraña tensión, con una corriente sumergida de frágil hilaridad. Ahora que lo capto en el aire, puedo fijarme también en el sonido. Jadey, que camina detrás de mí y va dejando una estela expansiva de lujuria (puedo ver la delgada línea roja saltando en la lectura), debe de haberse dado cuenta a su vez.
—Esta noche estamos un poco tensos, ¿eh?
Su acento americano consigue que se me derritan las rodillas.
—Ya te digo. —Planto los codos en la barra y saco una tarjeta con dos dedos—. ¿Qué vas a tomar?
—Cally Eighty.
Sonrío en señal de apreciación por su buen gusto y pido dos pintas.
—A ver, con calma —digo—. Vamos a tranquilizarnos. Vale que aquí estemos a salvo, pero…
Me mira por encima del borde de su vaso levantado.
—Va, brindemos.
Nos apoyamos en el mostrador y examinamos el local como si estuviéramos buscando asiento.
—Está concurrido, además —dice Jadey.
—Ajá. Qué raro. Son sólo las seis, y este sitio no suele llenarse hasta cerca de las once, hora local. Cuando en el este de los EE.UU. dan las cinco de la tarde.
—Sí. ¿Y?
—Pues que las horas de oficina norteamericanas son el momento en que más problemas de sistema incompatibles se producen. Nuestros abuelos están ocupados toda la tarde casi hasta por la noche.
—Pensaba que la programación era cosa de jóvenes —dice Jadey, sardónica.
—Eso era antes. —No dejo de pasear la vista con indiferencia por la clientela del pub. Espero que eso sea lo que parece, al menos. Los más veteranos han llegado mucho antes de lo habitual, igual que los nuevos, los jóvenes administradores. Hay muchos más de los que he visto nunca en este sitio al mismo tiempo—. Sigue siendo verdad, en cierto modo, en cuanto al tipo de cosas a las que me dedico. Pero la programación como tal está tan vinculada a los sistemas de legado que se ha convertido casi en una rama de la arqueología. Incluso lo más novedoso se puede entender sin ser ningún veinteañero. ¿Has oído hablar de la Ley de Moore?
Niega con la cabeza, espantando con la mirada a algún pelmazo que se había quedado embobado con ella demasiado rato.
—No me extraña. Era una fórmula que sostenía que la potencia de procesamiento doblaba su velocidad por la mitad de precio cada dieciocho meses. Hace mucho que esa curva se quedó plana. —Me río un poco, sin perder de vista el entorno—. Tanto mejor, si no estos tíos serían como dioses.
—No me asustes. —Jadey observa su pinta, levanta la cabeza—. ¿Podemos hablar?
—Hmm —vacilo. El pub es seguro, no hay lugar a dudas (añaden contramedidas electrónicas al serrín), pero soy yo el que no las tiene todas consigo.
—¿Tienes algún motivo para haber venido aquí? Aparte de lo que quiero, digo.
—Sí, claro —respondo, dándome cuenta de que se ha vuelto paranoica. Normas del gremio: Ten siempre preparada una tapadera. Me enrollo un poco con lo del contrato de la AEE, hasta que—: Espera un minuto —le digo. Por fin he establecido contacto visual con el tipo al que buscaba y le saludo. Jason, alto y espigado, pelo negro, el tahúr más hábil de toda la ciudad, coge su copa y se acerca a nosotros—. Vamos a echar una partida.
Los tres caminamos en busca de la única mesa de juego desocupada y nos ponemos los guantes y las gafas. La mesa se conecta y de repente se vuelve mucho más amplia y adopta un difuso tono gris. El resto del pub pasa a un muy lejano segundo plano.
—¿A qué queréis jugar? —pregunta Jadey, con las yemas de los dedos apoyadas en el teclado.
—Billar cuántico —dice Jason.
Jadey pulsa la opción y la mesa se torna verde. El aire aparece cargado de humo agolpado bajo un techo bajo. Una luz ralentizada ilumina el tapete verde de la mesa de billar y las bolas de colores. Fuera de esa luz, cerca, en un bar que no se parece demasiado al de los Brazos de Darwin, la camarera charla con uno de los hombres que se encuentran apoyados o acodados en el mostrador. En alguna parte tintinea una máquina de juegos de azar y, desde una máquina de discos, Jagger canta «Sympathy for the Devil». Algo más lejos —si sigues con la mirada según qué ángulos entre las paredes y los tabiques— hay otro bar, otra mesa de billar, otras máquinas y otros hombres y mujeres: el espacio se repite, como si estuviera reflejado en espejos. No hay ventanas, pero sí puertas. Al otro lado de una de ellas, como si lo viera desde el extremo equivocado de un telescopio, se encuentra el auténtico bar en el que estamos. Más allá hay bares que espero que sean falsos, pero se suman a la atmósfera de autenticidad del Viejo Mundo.
Meto la mano debajo de la mesa y saco la caja de Schrödinger, dentro de la cual la vida virtual de un gato virtual se encuentra a merced de un aleatorizador conectado a un isótopo inestable en algún lugar del mundo real.
—¿Vivo o muerto?
—Muerto —dice Jason.
El gato está muerto, sin lugar a dudas.
—Tú rompes —digo, cerrando la caja. La introduzco en su ranura, debajo de la mesa. Jason pone tiza a su taco, se inclina, señala y rompe. Un par de verdes y rosas chocan y cada una de ellas se fragmenta en seis azules.
Jadey se ríe. Se ha apoyado en algo, probablemente en el respaldo de la silla, que el software de virtualidad ha convertido en un chillón mostrador de bar de bronce. Jason se endereza y la mira.
—Vale. ¿Qué pasa contigo?
Jadey se frota la nuca con la mano.
—Necesito un pasaporte nuevo, carné y visado de salida. Como para ayer.
—Ah. ¿Eres de la CIA?
—Si lo fuera, ¿tú crees que te lo diría? ¿O que me haría falta recurrir a ti?
Jason se encoge de hombros.
—Con una refutación refutable me conformo.
Yo no. Lo cierto es que todo este interrogatorio me resulta tedioso, pero mantengo la boca cerrada por el momento.
Se enfrascan en el regateo de los pormenores del trato y el precio mientras me dispongo a realizar mi primer lanzamiento. Me precipito al mover el taco y voy más rápido que la luz ralentizada. La contracción de Fitzgerald-Lorentz recorta la punta en casi treinta centímetros y fallo por completo.
—Mierda.
Jason barre el tapete, lo que me deja en una posición delicada, pero no todo está perdido.
—¿Cómo es que hay tanta gente a esta hora? —pregunto.
Jason suelta un gruñido.
—Todas las conexiones transatlánticas se han pasado el día dando problemas.
—Ya, dímelo a mí —digo, malhumorado.
—Y tampoco es que es que haya habido la hostia de trabajo.
—Ajá. —Doy tiza al taco—. Qué curioso.
Consigo efectuar un precioso tiro relativista: aguardo a que se produzca la contracción, golpeo con fuerza la bola, la estrello contra una de las pequeñas y la luz se vuelve ultravioleta tan deprisa que su masa aumenta lo suficiente como para cambiar una de las verdes, que describe una parábola alrededor de uno de los agujeros negros de las esquinas para terminar impulsando a las demás bolas con las que colisiona para colocar en un aprieto a Jason cuando quiera volver a…
Pero consigue imprimir retroceso a la bola y me pule por completo.
—¿Otra? —Busco la caja de Schrödinger.
—Nah. —Menea la cabeza—. Tengo que currar. ¿Os importa que me quede por aquí un rato?
—Para nada.
Jadey se agacha y sale al mundo real para pedir otra ronda. Jason flexiona los dedos. Una mesa larga y baja atraviesa el hueco de una puerta virtual y se detiene a nuestro lado en el momento en que Jadey regresa con las pintas.
—No las apoyes ahí —advierte Jason, justo a tiempo. La gran mesa, conjurada gracias a su propio software, puede detener su guante de datos, pero los nuestros (y cualquier otro objeto del mundo real, claro está) se limitarían a traspasarla. Jadey posa los vasos en la mesa de juegos real y nos quedamos mirando eximo trabaja Jason. Se gira por un momento, enmarca el rostro de Jadey con los dedos, coloca el retrato resultante sobre la superficie y empieza a darle forma: de fotografía de pasaporte a identificación laboral, foto de graduación, baile de fin de carrera, retrato de grupo de su promoción, de bebé… Aparecen más tarjetas y fotografías encima de la gran mesa, y él las baraja y ordena con la velocidad que presta la experiencia. Ante nuestros ojos se despliega toda una nueva biografía para Jadey, desde la sala de maternidad hasta su billete de turista. Lo apila todo en un montón, da un golpecito en los bordes de la mesa y hace desaparecer todos los papeles dentro de su manga.
Apaga la mesa y se vuelve hacia mí, dedicando un exagerado guiño a Jadey.
—Ahora toca hacerlo real —dice—. Tarea para los decodificadores.
Los viejos programadores nunca mueren. Se limitan a ser traspasados a los sistemas incompatibles.
Incluso se les nota en la cara. Practicantes precedentes hasta las últimas consecuencias, no aprovechan los tabuladores de telómeros ni los mezcladores mitocondriales como el resto de nosotros; no, ellos tienen que probar biotecnología aún sin comercializar, por lo que tienden a ofrecer un aspecto más bien desigual: algo en plan piel gris, barba tersa. Jadey, Jason y yo bordeamos con cuidado la periferia de un alborotador grupo, una veintena aproximada de los viejos villanos, todos trasegando cerveza y gritando a pleno pulmón.
—¿Qué coño pasa con las noticias? —está diciendo alguno de ellos, zangoloteando la cabeza y guiñando el ojo con fuerza—. No puedo sintonizar la CNN, ni siquiera Slashdot…
Esta camarilla en cuestión no reúne sólo a programadores. Hará cosa de medio siglo, allá por los noventa, su círculo social se superpuso al de la inteligencia literaria escocesa. No puede decirse que el gusto para la moda de ninguno de ambos grupos haya avanzado a la par que los tiempos. Los escritores visten chaquetas en distinto grado de abandono, de tela vaquera falso proletario o de cuero falso macho; los codificadores se decantan por los chalecos con numerosos bolsillos, repletos de hardware para diversas chapuzas: herramientas multiuso Gerber y Leatherman, navajas del ejército suizo Victorinox, linternas Maglite y camisetas de ocasión más que desteñidas: Sun, Bull, SCO, Oracle, Microsoft… No se trata de ironía, sino de publicidad, pero no de los productos ni de las empresas (desaparecidas hace mucho, algunas), sino de la habilidad, en absoluto superflua, para piratear su código incompatible.
Procuro parecer respetuoso, igual que un hincha en una convención, pero lo cierto es que esta gente no me merece ningún respeto. El Partido dirigente considera que son impredecibles pero, por lo que a mí respecta, no se trata más que del PCUE comportándose con su acostumbrada arrogancia. Vagamente de izquierdas, precisamente cínicos, fingen aprobar con despreocupación y a sabiendas la llamada «revolución importada» que siguió a nuestra derrota en la guerra. Fue su especie de actitud de «me importa un pito» a la hora de ejercer controles de calidad lo que permitió que los rusos superaran las defensas automatizadas de la OTAN, para empezar.
Por otra parte, si lo que quieres es piratear sistemas de archivos con base Unix metidos dentro de roñosas cajas metálicas en colegios, hospitales y departamentos de personal de todo el continente de los EE.UU., aceptarán tu caso sin hacer preguntas, sobre todo si pagas en dólares. Localizo a Alasdair Curran, un alto nonagenario de larga melena blanca y llamativas patillas negras.
—El tipo que me enseñó trabajaba para LEO —fanfarronea, a voz en grito—, y a él le había enseñado algún agente secreto que había estado en Bletchley Park, me parece…
—¡Vamos, Alec, vete a la mierda! —grita alguien más.
Cuando retrocede ante la carcajada general, Jadey llama su atención y yo aprovecho para decirle al oído:
—¿Tienes un minuto?
—Eh, claro. Matt. ¿Qué buscas?
—Verás, necesito a alguien que sepa de MS-DOS…
Curran frunce el ceño, antes de hacer una seña con el pulgar a uno de sus colegas.
—Tony es tu hombre.
—… y Jason necesita a alguien que controle un poco de Oracle de primera generación.
—¡Ah! —El rostro de Curran se ilumina—. Con eso sí que puedo apañármelas.
—Lo necesitamos pero ya —interviene Jadey.
—¿Ahora mismo? —Lanza una mirada contrariada a su pinta, antes de volver a fijarse en Jadey. Ella le dedica su mejor sonrisa y él se queda sin defensas. Oye, que a mí ha conseguido encenderme las mejillas, y eso que me había hecho a un lado.
De nuevo en la mesa de billar cuántico, sólo que esta vez ni nos molestamos en fingir que estamos jugando. Curran enciende una especie de cochambroso manipulador de base de datos de RV, Jason vuelve a montar su mesa de naipes y yo llamo a algunos de mis agentes de software para ocuparme de los protocolos de la interfaz y superar los cortafuegos americanos.
Tengo la inconfundible sensación de empujar una puerta abierta. En cuestión de momentos. Curran se ha metido hasta las cejas en las bases de datos de la administración estadounidense. James está infiltrando actualizaciones no confirmadas en el historial de Jadey y yo me dedico a guardar la única copia de los cambios mientras mis IA reservan un billete de avión para la nueva identidad.
Nos retiramos.
Jason le entrega una tarjeta de plástico a Jadey.
—Eso es todo. Llévalo a cualquier fotocopiadora, que lo impriman y te lo encuadernen. Te saldrá incluso el grupo sanguíneo correcto.
Sacudo la cabeza.
—Está resultando demasiado fácil. Es como si todos los códigos norteamericanos hubieran sido descifrados…
—Miiierda —dice Jadey.
Yo también me acuerdo. El desmantelamiento de la red de la resistencia inglesa.
—Uh-oh.
Curran nos dedica una mirada airada cuando regresamos al lado del local que ocupa su pandilla.
—¿Qué ocurre?
—Eh, nada —me apresuro a responder.
Es entonces cuando reparo en que el sitio ha enmudecido y todo el mundo está observando la pared televisor. Suena la sintonía aderezada con toques de jazz del «Himno de la alegría» que precede a los anuncios oficiales y aparece la cara del Gran Tío. El secretario general del PCUE, Gennady Yefrimovich, sobre normal, se presenta paternalista, jovial, haciendo gala de una solemnidad soterrada. En esos precisos instantes parece insufriblemente engreído.
—Camaradas y amigos —comienza. El software de traducción y sincronización labial, como de costumbre, acerca su dominio de la contracultura urbana a todos los idiomas de la Comunidad. Para esta nación y región en particular, se presenta hablando en inglés con un sobrio acento escocés del cinturón central, el cual sé sin ninguna duda que ha sido copiado de antiguas grabaciones de Mick MacGahey, líder sindicalista comunista y auténtico héroe de la clase obrera—. Debo anunciar un acontecimiento histórico. La estación exploradora de la Agencia Espacial Europea. Mariscal Titov, ha establecido contacto con vida inteligente extraterrestre en el asteroide 10049 Lora.
Guarda silencio por un momento para que la noticia cale hondo. A una enorme distancia, oigo cómo se rompen una docena de vasos escapados de los dedos que los sujetaban, en diversos puntos del pub. Sonríe.
—Ante todo, permitan que les asegure que no existe motivo alguno para alarmarse. La inteligencia alienígena no supone ninguna amenaza para la humanidad. Estos organismos son sumamente delicados y vulnerables a cualquier ataque y exploración. Es una suerte para ellos y para nosotros que su primer encuentro con la humanidad se haya producido por medio de los pacíficos exploradores de las Democracias Socialistas, y no a través de las compañías comerciales o las fuerzas militares.
Hay algo en la irónica inclinación de sus pobladas cejas que transmite el mensaje de que está teniendo cuidado de no decir nada que pudiera ofender a los exploradores imperialistas, pero que nos permite saber a quién pertenecen las compañías y los ejércitos en los que está pensando.
—No hace falta que diga que extendemos nuestra cálida invitación de estrecha cooperación a las agencias científicas del mundo entero, incluyendo los Estados Unidos. Este asombroso descubrimiento abrirá nuevas e importantes vías de colaboración. Les invito a presenciar el noticiario informativo para conocer más detalles, y les deseo que pasen una feliz e histórica noche.
Fin de la señal, suenan las trompetas.
Fundido en negro, con algo en el centro de la pantalla… hasta que lo reconozco en parte y caigo en la cuenta de la escala de lo que viene a continuación.
Siento que los escalofríos me recorren la espalda como si me hubieran tirado por encima un jarro de agua fría; hasta el último pelo de mi cuerpo se eriza y pienso que ésta es la mayor noticia de la historia de la humanidad, que este día será recordado para siempre. Me quedo mirando fijamente el monitor, transfigurado igual que todos los demás por las imágenes del espacio; 10049 Lora parece un trozo de hulla renegrida, la estación espacial es una filigrana en miniatura a su lado. Me sobrepongo a duras penas a soltar una risita histérica.
—¿Alienígenas? —Me oigo graznar. Jadey se da la vuelta, a punto de derramar su pinta, al tiempo que todo el mundo comienza a gritar al unísono. Me arrastra literalmente hasta una mesa, pasando junto a los viejos decodificadores que vitorean y brindan o, en algunos casos, que permanecen con la boca abierta y los ojos cuajados de lágrimas—. ¿Qué?
Se pega a mi lado en el banco de una esquina y parece que fuese lo incómodo de nuestras respectivas posturas lo único que le impide abofetearme.
—Que sí, que vale —dice, impaciente—, un gran salto para la humanidad y todo eso, pero…
En una sección del monitor, el busto parlante más atractivo que han podido conseguir los rusos cotorrea entusiasmada acerca de «nuestros heroicos cosmonautas de la AEE» y «brillantes científicos»; en otra ventana, mucho más pequeña, un reportero situado a las puertas del Parlamento Europeo desglosa a desgana los pormenores de un nuevo escándalo, algún eurodiputado trotskista que ha resultado estar aceptando sobornos de Washington o, posiblemente, de Langley. En cualquier otro momento, sería el titular más candente; ahora parece trivial y chabacano, inevitablemente mundano. No sé ni para qué lo ponen.
—¿Quieres escucharme de una puta vez? —sisea Jadey. Parpadeo y despego los ojos de la hipnótica presa virtual de la pantalla para fijarme en su semblante, tenso y pálido a la cálida luz.
—Vale. Perdona. —Jesús. El impulso de volver a mirar el monitor tira de mí físicamente, como si de la fuerza de gravedad se tratara.
—Matt, la estación de la AEE, es la que te propuso ese trabajo esta mañana.
—¡Sí! —exclamo—. Por eso estaba tan pasmado, aparte de… esto —rememoro su cínico comentario—, lo del «gran salto para la humanidad».
«Camaradas, no se trata de ningún accidente». Piensa, Matt. Joder, es imposible que este descubrimiento sea reciente. ¿Cuánto hace que está esa estación ahí arriba? La puñetera AEE debe de llevar años al corriente. Eso que llaman proyecto de extracción de minerales ha sido siempre una misión científica de contacto, y seguro que el Gran Tío tiene sus motivos para desvelarlo todo ahora, de golpe y porrazo.
Se crispa. Echa un rápido y desdeñoso vistazo a la pantalla, que yo me tomo como el permiso para hacer lo propio. En la esquina inferior aparece una fotografía de archivo de Weber y, a continuación, un vídeo en el que aparece inmerso en una de las zonas oscuras de Bruselas, luego un rápido sondeo en la calle con un atónito ciudadano en alguna calle donde el sol se refleja con fuerza en chabolas de tejavana, torres de pisos y palmeras.
—¿Dónde está eso? —inquiere Jadey.
—La Guayana Francesa —respondo, sin pensar.
—¿La que es famosa por Kourou? ¿Dónde la AEE tiene la otra lanzadera?
—Sí, tuvo mucho tirón electoral entre los trabajadores espaciales…
La miro fijamente, con una conjetura descabellada germinando en mi cabeza.
—Otra «coincidencia» —dice.
Ambos observamos en silencio el seguimiento, una entrevista a un comprensiblemente receloso grupo de componentes del partido de Weber, la Ligue Prolétarienne Révolutionnaire. El sonido es casi ahogado por completo por los gritos de uno de los viejos programadores.
Pensad en la física de baja temperatura, en la condensación de Bose-Einstein, en el cómputo cuántico —enumera, desgañitándose—. Decid adiós a la criptografía, saludad a la sociedad panóptica. Estrechemos la mano de los códigos de lanzamiento de misiles americanos y abramos la puerta a la Cuarta Guerra Mundial. Y eso no es todo. Eso es sólo lo que podrían hacer los rusos. ¿Qué intenciones tendrán los alienígenas?
Se trata de un hombre corpulento sentado en un taburete, cubierto de rizos morenos por todo el cuerpo, como si de un felpudo se tratara. Nos ve, y a un amplio círculo de más gente, escuchando, agita las manos y continúa, entusiasmado:
¡Esa estación de la AEE es un nodo de Internet, amigos! ¿Quién sabe lo que podrían haber introducido a estas alturas? Cómo, si llevan ahí tanto tiempo, no podemos confiar ni en nosotros mismos, podrían haber colocado trampillas en nuestro puto ADN allá por el precámbrico…
Alguien más le interrumpe:
Y Karl H. Marx en bicicleta, Charlie, ¿no te basta con los alienígenas?
Y todo el mundo ríe de nuevo.
He de decir, en honor a estos tíos, que se adaptan al fin del mundo tal y como lo han conocido mucho más deprisa que yo. Han visto de todo en sus tiempos: la caída del muro, el cambio de milenio, el boom del siglo, el fiasco de Unix, la Guerra, la revolución… Para cuando Jadey y yo nos preparamos para salir ya están hablando de cómo unos alienígenas así de viejos deben de disponer de sistemas incompatibles de legado realmente antiguos, y de que necesitarán contratistas, y de cuál podría ser la tarifa diaria…
Hijos de puta.