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El Torreón del Cosmonauta
Elizabeth Harkness buscaba el vestido que necesitaba en la trastienda de Galas de Antaño, un antiguo comercio de la parte vieja de la ciudad, famoso entre los estudiantes pero que ella no había visitado hasta ese momento. Kyohvic, y Tain, y Mingulay en general, por cierto, gozaban de su industria textil y del vestir, pero no había nada como una industria de la moda autoalimentada. No cabía duda de que los estilos, por su cuenta, habrían cambiado tan despacio en las ciudades como en las aldeas que bordeaban la costa: la moda de diseño se habría convertido en vestuario habitual, con minúsculas variantes individuales y locales de corte y decoración. Las naves estelares lo habían modificado todo, puesto que sus llegadas, irregulares pero frecuentes, imponían una sincopada puntuación a dicha tendencia al equilibrio. Antojos y caprichos pasajeros, inertes desde hacía años o décadas en sus lugares y planetas de origen, florecían de forma inusitada en este remanso, hasta la siguiente visita de ideas novedosas procedentes del cielo. Tal relación —se dio cuenta, complacida— era justo lo contrario de lo que había pensado Gregor: si los comerciantes no sabían cuál era la moda que se llevaba en Kyohvic, era porque la establecían (o restablecían) por medio de su misma llegada.
Esta no era la única relación que malinterpretaba Gregor. Elizabeth no estaba segura de si pecaba de arrogante o es que estaba ciego, o si sencillamente la encontraba poco atractiva o si (con suerte) tergiversaba todas y cada una de sus miradas y gestos y creía que obedecían a la relación natural entre amigos y colegas.
Pero ella no tenía más idea que él acerca de cuál iba a ser la próxima sensación en el baile de los mercaderes, como tampoco podía imaginarse lo que se pondrían las damas más adineradas de la ciudad mientras estudiaban lo que exhibían las mujeres de la última nave; por tanto, lo mejor que podía hacer era buscar algo tan anticuado que no estuviera pasado de moda. Galas de Antaño, la mejor de las diversas y similares consecuencias del ciclo de la moda de alimentación externa de Mingulay, era el lugar idóneo para echar un vistazo.
Así, un par de días después de que hubiera llegado la nave, Elizabeth salió pronto del laboratorio —de todos modos, era sábado—, se dirigió aprisa a la casa que tenían sus padres en la ciudad nueva y se apresuró a cambiarse y a ducharse para desprenderse del tenaz tufo a vida marina muerta que impregnaba su cabello y, sobre todo, sus manos y cogió el autobús eléctrico que habría de llevarla a las adoquinadas calles de la parte antigua de Kyohvic, bajo la fortaleza de la universidad.
Una pareja de descascarillados maniquíes de escaparate flanqueaba la entrada de la tienda. La figura masculina resplandecía con su uniforme de soldado cuajado de galones, de siglos de antigüedad, propio de un estado menor de Croatano, mientras que la femenina se cubría con una blusa camisera adornada con bibelots, ligeramente subida de tono, salida de la penúltima nave venida de algún lugar lejano. Elizabeth se imaginó con ella puesta por un impetuoso momento, antes de sonreír para sí y adentrarse en el establecimiento, cavernoso y bien iluminado. El techo, del que pendían a intervalos racimos de trajes largos, se encontraba al menos a dos pisos de altura; las paredes acomodaban dos hileras, una encima de la otra, de vestidos y abrigos; los atuendos más pequeños y cortos se apilaban o colgaban de perchas portátiles de pie. La atmósfera del lugar era una maravillosa mezcolanza de olor a ropa vieja pero limpia, de líquidos limpiadores, de fragancias fantasmales, un popurrí de pachulí, de pebetes en permanente incandescencia y de algún que otro cigarrillo fumado subrepticiamente por la muchacha que atendía la caja registradora.
Elizabeth respiró hondo y entró con ganas. Transcurrió una hora sin que se diera ni cuenta. Aparte de la extraña —para ella— diversión indulgente y frívolamente femenina de la situación en sí, había algo en la estratificada antigüedad del género de la tienda que apelaba a su espíritu científico. Allí había historia, incluso astronomía, un ejemplo casi inconcebiblemente diminuto del tipo de evidencia que podría encontrarse en el recuento de fósiles o en la corteza de una estrella tras su explosión. Hebras de tejido y ecos de ideas que se habían movido a la velocidad de la luz… Pensaba en eso con una porción de su mente, mientras con otra se guiaba en su vagabundeo, en sus consideraciones y descartes.
Allí no había nada que datara de la llegada de la Estrella Brillante, ni siquiera de la explosión cultural que se había producido tras la misma. Todo lo que ofreciera un carácter tan histórico se encontraba en los museos, no en las tiendas de ropa de segunda mano. Pero algunas prendas evidenciaban trazas de influencias, proyectadas desde Mingulay y rebotadas —viajes después, décadas más tarde— en las distintas modas de la Tierra del siglo XXI: detalles insignificantes que ella reconocía gracias a los archivos visuales de la nave, como pudiera ser el dobladillo con cordones y el botón de trenca, trivialidades tan poco prácticas que delataban sus orígenes como si de ADN defectuoso se tratara.
La historia, al igual que la moda, era un proceso necesariamente inconexo en la Segunda Esfera. Las nuevas llegadas procedentes de la Tierra eran escasas, las migraciones entre los planetas del interior de la Esfera eran relativamente frecuentes. Cualquiera de ellas podía propulsar la sociedad hacia delante, o al menos desviarla de su trayectoria anterior, como había sucedido con la venida de la Estrella Brillante a Mingulay.
Los antepasados de Elizabeth habían llegado a Croatano hacía aproximadamente seiscientos cincuenta años. Unas mil personas: algunos ingleses, algunos indios, un cargamento de africanos, y no todos procedentes del mismo lugar, ni siquiera (a juzgar por lo que habían descubierto posteriormente los historiadores a partir de fragmentos de registros y tradiciones) de la misma época. Hubo otros —pescadores, marineros, y esclavos rescatados del inclemente Atlántico por seres que algunos de ellos consideraban ángeles y otros demonios— que llegaron en pequeños y desconcertados destacamentos conforme transcurría el tiempo. Las fechas de sus orígenes no siempre se correspondían con las de sus venidas. Tras dos siglos y medio de vida en este mundo —más nuevo que el Nuevo Mundo del que habían partido la mayoría de sus ancestros— y de intentar amoldarse a él y a los otros planetas con los que habían llegado a establecer contacto, había surgido una secta que la mayoría de la comunidad humana de Croatano llamaba los Mofadores, nombre que llegaron a reclamar para sí con orgullo. Su profetisa, Joanna Tain, había sostenido que el vasto universo que les había sido revelado gracias a sus migraciones, y la extraña naturaleza de sus habitantes, restaba relevancia a las Escrituras («una Revelación única para el Pueblo de la Tierra, como lo fue la Ley de Moisés para el pueblo de Israel, y no Universal, como afirmaban las mismísimas Escrituras»), en el mejor de los casos, y las tildaba de falsas, en el peor. Resultaba evidente, y deplorable, la influencia de los filósofos estoicos y epicúreos de Nova Babilonia en sus doctrinas.
Se había vertido sangre y, tras apremiantes llamamientos por parte de ambos bandos, los grises habían intervenido rápidamente para evacuar al escaso millar de seguidores de Tain e instalarlos en otro planeta, al que llamaron Mingulay. Llevaban en él dos siglos cuando se elevó en su firmamento la Estrella Brillante, y habían aportado herejías con las que no podían compararse ni los disparates más enfervorizados de Joanna, además de pruebas de que el universo era aún más extraño de lo que ella misma había supuesto. La biblioteca de la nave se había convertido en los cimientos de la universidad y de la mayor parte de la ciencia y la tecnología, así como de una buena porción de la cultura y el arte, en manos de los humanos de Mingulay… y de varios mundos a la redonda.
Y de ahí, supuso Elizabeth, el vestido por el que había terminado decantándose. Lo encontró en la trastienda del establecimiento, inmerso en un batiburrillo de trajes colgados de perchas de alambre suspendidas del mismo gancho en la pared. Los separó con cuidado, echó un vistazo al último vestido y, con el mismo tiento, devolvió el resto a su lugar.
Tenía un corpiño de mangas bordadas, de seda satinada y colores otoñales; sus amplias faldas de organdí se extendían por encima de unas enaguas de tono más oscuro y tejido más rígido; y a juego con todo ello, una chaquetilla de manga larga y encajes dorados. Se dirigió al probador con aire triunfal, corrió la cortina y, minutos más tarde, salió para dar un rápido giro frente al espejo independiente. Tanto le gustaba el traje que hubo de hacer un esfuerzo para no llevárselo puesto en el autobús de regreso a casa.
Si el estirado sirviente que se encontraba justo en el interior del umbral del torreón del Cosmonauta encontraba gracioso su práctico chubasquero con capucha debido al contraste con su traje, no lo dejó entrever en su expresión al recogerlo. Le dedicó una sonrisa, le dio las gracias y cruzó el vestíbulo a buen paso. No se produjeron más bienvenidas oficiales, ni anuncios ni presentaciones. No se trataba de ese tipo de fiesta; se asumía, se imaginaba educadamente al menos, que cualquiera de los asistentes conocía al número suficiente de invitados presentes como para que tales protocolos estuvieran de más.
Elizabeth no las tenía todas consigo a ese respecto. Mientras cambiaba las sombras del pasillo por la rutilante iluminación del salón principal se sintió desvalida, habría preferido que hubiera alguien encargado de recibirla y mostrarle el entorno. Sentía que no pisaba terreno firme, y no sólo porque los tacones de sus zapatos (que había tomado prestados a su hermana para la ocasión) fueran más altos de lo que estaba acostumbrada. El único sonido que parecía sobreponerse al galope de su corazón era el frufrú de su vestido, semejante al ruido del caminar a través de un montón de hojas secas.
La enorme sala se había preparado para alojar un bufé frío y el baile, con mesas largas, sillas y bancos distribuidos a lo largo de dos de las paredes, repletas de comida y bebida las mesas próximas a la tercera, con los músicos —que en esos momentos afinaban sus instrumentos— en la esquina de esa tercera pared y la que comprendía la chimenea. Por un par de segundos, Elizabeth se quedó plantada en el umbral, con la boca abierta ante los gigantescos adornos de las paredes; la escala de todo —paredes, alfombras, cabezas de animales— rondaba el doble de lo que debería haber sido una escala humana. Incluso los retratos eran enormes, y colgaban a gran altura. Por fin se animó a seguir caminando, resuelta, aliviada al ver que ya había llegado cerca de un centenar de personas, por lo que su entrada no se producía embarazosamente pronto ni tarde. Reconoció a varias de ellas —los antiguos Cairns de Cosmonauta, el canciller de la universidad, el propietario del Molino de Mueller— de vista, y había una o dos a las que conocía personalmente. Gregor, por el momento, no se contaba entre éstas, lo que también constituía un alivio, en cierto modo.
—Eh, hola, Harkness. —Mark Garnet, el director del departamento de biología marina, la saludó y la condujo hasta el grupo de académicos reunidos ante la mesa de las bebidas. Garnet, un hombrecillo tirando a gordo de pelo negro peinado hacia atrás (a ella le había recordado siempre a una foca) probablemente fuera su mejor amigo dentro de la jerarquía de la plantilla, siempre dispuesto a ayudar con algún problema de estadística rebelde o alguna referencia obscura—. ¿Qué te apetece?
Elizabeth observó el despliegue de vasos.
—Ah, creo que, de momento, vino blanco.
—Estupendo, estupendo. —Le entregó un vaso y señaló con la mano a la mujer esbelta, casi demasiado delgada, que estaba a su lado—. Mira, Harkness, ésta es mi esposa, Judith.
—Tanto gusto.
Las dos mujeres se saludaron con sendos cabeceos de rigor. El vestido de Judith era ajustado y elegante, no nuevo pero tampoco de segunda mano; llevaba el cabello recogido y enroscado en lo alto de la cabeza.
—Te advierto —continuó Garnet—, que la biología no le interesa en absoluto, así que procuremos no hablar de trabajo.
Cogieron los vasos y se sentaron en la esquina de una de las mesas, chismorreando por matar el rato sobre la política de la oficina del departamento mientras observaban cómo aumentaba la congregación. Llegaba cada vez más gente: maestros de gremio y viajantes, industriales e ingenieros, herejerarcas con sombrero de copa y Mofadores de traje negro con amplios cuellos blancos, espada al cinto. El mercader interestelar hizo una entrada particularmente espectacular con su familia y su séquito. Los hombres vestían largos abrigos de lino con chalecos bordados encima de las camisas y calzones cortos, las mujeres amplios trajes de gala de satén de distintos tonos brillantes o pastel. La factura de los vestidos era sencilla, su decoración elaborada, con marcadores de la edad y la posición que apuntaban las distintas longitudes, así como la presencia y la ausencia de cuellos y mangas.
—No está mal —comentó Judith, en voz baja—. Se diría que Nova Babilonia sigue marcando su propio estilo. Al menos por ahora. No, nuestros antepasados no deberían haber soltado por el universo aquellos libros de historia ilustrada de la moda. Sabe el cielo qué desastres estarán fraguándose ahora en el viejo baúl de la Tierra.
Elizabeth respondió con una sonrisa.
—Qué gracia, eso es justo lo que se me ocurrió hoy mientras buscaba un vestido para la fiesta.
—Hmm, no sé yo —dijo Mark—. No creo que Nova Babilonia haya tenido tiempo de dejarse influenciar. A ver, ¿cuánto tarda en dar una vuelta completa?
—Menos que los caprichos de la moda, seguro. —Judith sonaba ligeramente crítica. Nova Babilonia se había forjado una leyenda, ya en los tiempos de los primeros contactos con Croatano, de tierra de lujos, casi de decadencia; concepto intensificado por la relativa rareza del contacto real y la información fidedigna. En esta fiesta se sacarían a colación de manera entusiasta noticias de siglos de antigüedad, al igual que en las negociaciones comerciales, y se hablaría de ellas durante años, o hasta que llegara la próxima nave. Pocos dudaban que la frecuencia aumentaría, ahora que los comerciantes de Nova Babilonia estaban respondiendo activamente a los nuevos desarrollos que tenían lugar en la colonia, en lugar de descubrirlos por vez primera. Pero daba igual con qué frecuencia viniera, la noticia tendría siempre cien años de edad—. En cualquier caso, veo que usted también ha sacado un bonito vestido del armario. Dígame, ¿dónde lo ha encontrado?
Elizabeth esbozó una sonrisa soslayada en dirección a Mark.
—Ya estamos hablando de negocios.
Mark les dedicó a ambas un gesto irónico y partió en busca de algo que comer y de información.
Conforme se adentraba en el salón, Gregor cobró cierta consciencia de ir vestido con un traje heredado compuesto de chaqueta de terciopelo negro, camisa blanca y ajustados pantalones negros, pero nadie le dedicó un segundo vistazo. En el bolsillo interior de la chaqueta, estropeando los pliegues, había un fajo de papeles doblados en los que había estado trabajando durante todo el día y gran parte de la noche anterior. Su abuelo, James, había incluido la solicitud, tan apremiante como una declaración de la renta, con su invitación.
Conocía el salón, y el castillo, gracias a los recuerdos de las vacaciones de su infancia y, en menor medida, de su adolescencia. En la actualidad, aunque seguía queriendo a sus abuelos, cuando más a menudo lo visitaba era en sueños. Su padre había hecho —acertadamente, en opinión de Gregor— lo que hicieran casi todos los descendientes de la tripulación original y se había ido de casa e independizado siendo aún un muchacho, varios años antes de que naciera Gregor. A Frederick Cairns, actual propietario de una importante flota pesquera, le satisfacía que su primogénito compartiera su entusiasmo por el negocio, y toleraba a regañadientes el interés más académico por la vida marina que sentía su segundo retoño. Las motivaciones y los intereses del abuelo James, mucho más abstractos, sólo despertaban el desprecio de Frederick.
En la mesa del bufé, Gregor seleccionó un montoncito de moluscos y crustáceos, una pizca de finas hierbas, un puñado de verduras y una cucharada de arroz, cogió un vaso de vino tinto pensando en la sensata teoría de que le conduciría a la embriaguez por el camino más corto, y miró a su alrededor con aire ausente en busca de algún conocido o de un lugar donde sentarse. Algunos de los niños del lugar, cuyos atuendos formales les conferían un aspecto aún más envarado e inusitado que el de Gregor, se propinaban codazos entre sí y observaban a los saurios con los ojos abiertos.
Era extraño, en Kyohvic, ver a treinta de ellos en el mismo lugar, y los adultos también habían aprovechado la oportunidad para quedarse boquiabiertos y murmurar, aunque con un poco más de discreción.
Gregor se dio la vuelta, abochornado por ese comportamiento tan rústico, y se topó de bruces con una joven a la que evaluó instantáneamente como la más hermosa que hubiera visto en su vida. Su piel era del color del ámbar, azabache su cabello largo y ondulado, de reluciente caoba sus grandes ojos, todo ello resaltado por el refulgente rosa del vaporoso vestido plisado que se ceñía suavemente y exhibía con sutileza los contornos de su figura. Con las manos ocupadas, al igual que él, con un plato, un vaso y los cubiertos en cuidadoso equilibrio, se le antojaba adorablemente desvalida y, al mismo tiempo, modestamente atractiva. Parecía que estuviera a punto de decir algo pero no se decidiera a hablar. Gregor se sentía igual. Había algo —su corazón, presumiblemente— que no dejaba de brincar en su interior.
Esbozó una sonrisa (un rictus aterrador, estaba seguro) y dio un rápido sorbo de vino para evitar que se le secara la boca por completo.
—Buenas noches. ¿Busca un lugar donde sentarse?
—Sí, gracias. A decir verdad —soltó una risita y mojó los labios en su propio vino, blanco—, me han pedido encarecidamente que me relacione con los… ¿los nativos?, y que practique el idioma y no sé muy bien con quién hablar primero.
—Bueno, ¿le gustaría sentarse y charlar un rato conmigo?
—Oh sí —respondió la mujer, con repentina seguridad—. Eso sería de lo más práctico.
Gregor indicó con los ojos un lugar vacío en una mesa al otro lado de la estancia, y la siguió en dirección a ella, sin comprender por qué el resto de los invitados no estaban tan pendientes de cada uno de sus gestos como lo estaba él. Aunque —como se ocupó de señalar alguna balbuciente, científica y aislada parte de su cerebro, su sempiterna cruz— tampoco es que estuviera fijándose en el resto de la congregación, por lo que sus dudas eran discutibles.
Se sentaron, encarados a medias en un banco. Otro momento de no saber qué decir. Gregor se señaló el pecho con un pulgar.
—Gregor Cairns.
—Yo me llamo Lydia de Tenebre —informó la muchacha, solemne; con menos pompa, añadió—: La séptima hija del mercader Esias de Tenebre, tercera de su segunda esposa. Tengo diecinueve años y nací —agitó una mano—, oh, hace cientos y cientos de años.
—Debo decir que no los aparenta. —En cuanto hubo terminado de hablar Gregor estuvo seguro de haber soltado un comentario estúpido, lo primero que se le había ocurrido, pero Lydia se rió. Apartó un mechón de cabello y en ese momento Gregor se dio cuenta con retraso de que estaba hechizado, «traspasado por la flecha de Eros» que diría el poeta, y que su edad objetiva era no sólo el detalle más extraño de ella sino también el más significativo: el que pendía sobre todo lo que podría ocurrir entre ellos.
—Ahora, ¿puede hablarme de usted y de su familia? —preguntó Lydia, como si se tratara del paso siguiente en un protocolo.
—Me preparo para ser biólogo marino. Mi padre es pescador y mi madre da clases a niños. Mi abuelo, ése de allí, ostenta el puesto más o menos hereditario de Navegante.
—¿Qué hacen esos ancianos, los que se hacen llamar Cosmonautas? ¿Cómo viven? —Miró a su alrededor, a las paredes y el techo—. ¿Cómo pueden permitirse… todo esto? No son mercaderes. ¿Acaso son dirigentes?
Gregor se frotó la nuca, con la sensación de estar a la defensiva.
—No, no exactamente, aquí los verdaderos dirigentes son los de la Herejerarquía, aunque Driver, ese grandullón que está hablando con mi abuelo, es un hombre muy poderoso. El encargado de seguridad. —Se rascó la cabeza cuando ella frunció el ceño al oír aquello—. Se encarga de dirigir el negocio policial de la zona. Solía vigilar el castillo y la universidad, pero ahora se ocupa de toda la ciudad.
—De acuerdo —dijo Lydia, como si lo comprendiera, aunque era probable que no fuera así—, ¿y qué hay del resto?
—Algunos son descendientes de la tripulación de la antigua nave estelar. En cada generación hay algunas personas que asumen nominalmente los puestos que ocuparon sus antepasados en la tripulación original. —Se encogió de hombros—. Es una tradición. La primera tripulación ocupó este castillo porque los vecinos lo habían dejado abandonado, y porque era, en fin, ¡un castillo! Fácil de defender. Cuando llegaron pudieron vender conocimientos y tecnología a los oriundos y, por cierto, a los saurios y más tarde a los mercaderes de otros mundos. Con el tiempo llegaron a fundar la universidad, que se convirtió en un centro de investigación para la industria, la agricultura y la pesca locales. Y no sólo la industria local, nos llegan estudiantes y científicos de los mundos más próximos, sobre todo de Croatano. La tripulación nominal todavía recibe un sueldo de ella, y de otras inversiones, y se encargan de supervisarla.
Una sinecura hereditaria. No es un trabajo que exija demasiado, pero lo hacen para mantener una continuidad con la nave, y con la Tierra.
—¿Es que se está perdiendo esa continuidad?
Era una pregunta inteligente a la que no sería educado responder por completo.
—Sí, se está perdiendo. Mi padre no tiene ninguna intención de convertirse en el Navegante, y yo tampoco. Pero a mi abuelo, espero, le quedan muchos años de vida y, si tengo hijos, tal vez uno de ellos quiera ocupar su lugar.
—¿O hijas?
A Gregor se le encendieron las mejillas.
—Sí, desde luego.
Los ojos negros de Lydia resplandecieron, puede que debido a la diversión que le proporcionaba el evidente desconcierto de su interlocutor.
—¿Y qué tiene que hacer un Navegante?
—Oh, se lo voy a enseñar. —Gregor sacó los papeles doblados de su bolsillo y los desplegó encima de la mesa. Estaban cubiertos de símbolos garabateados y elaborados diagramas—. Hace algunos meses. James, mi abuelo, me envió este problema. Tiene que ver con la lógica y las matemáticas, campos que no es que se me den muy bien. Pero me puse a trabajar en él, de vez en cuando, hasta ayer por la noche, cuando James me envió un mensaje en el que me pedía que le entregara la solución esta velada. —Lanzó una mirada airada al papel—. Le he dedicado todo el día, pero al menos ya está terminado.
La joven tamborileó sobre el borde de los papeles con una uña perfectamente ovalada.
—¿No tienen calculadoras para hacer esto?
¡Cuidado ahora, cuidado!
—Sí que tenemos calculadoras, por supuesto. Pero no se pueden confiar todos los cálculos a las máquinas. —Era una perogrullada ética extendida por toda la Segunda Esfera.
—Claro que no —dijo ella, solemne—. Pero si no tenéis talento para este tipo de cosas, ¿por qué no dejar el problema en manos de quienes sí lo tengan?
Acabas de poner tu preciosa uñita en la llaga.
—Ah, en fin, se hace para mantener con vida ciertas habilidades dentro de la familia.
Lo cual era verdad, aunque con un énfasis distinto al que él había puesto. La explicación parecía haber satisfecho a la muchacha, que ojeó las páginas por un momento y a punto estaba de cogerlas cuando apareció James Cairns, apresurado. Gregor se puso de pie y le dio un abrazo.
—¡No andes enseñando eso por ahí! —siseó James al oído de su nieto.
—¡Pero si no lo he hecho! —protestó Gregor, contra el hombro de su abuelo. Se volvió hacia Lydia—. Lydia, te presento a James Cairns, el Navegante, mi abuelo.
Cuando Gregor hubo mentado su nombre, el anciano se inclinó y besó la mano de la joven; se encorvó sobre la mesa apoyándose en la mano libre y se guardó los cálculos en un bolsillo. Lydia, con la mirada fija en Gregor por encima de la cabeza de James, observó esta maniobra con una sonrisa adusta. Gregor ocultó su azoramiento con un guiño.
James se sentó, un espacio por detrás de Lydia. Al menos no se había interpuesto entre ambos.
—Y, Gregor, ¿cómo te va por el salvaje océano?
—Ah, bien, gracias. —Gregor se enfrascó en el relato de sus más lucientes aventuras y, pese a su escasa espectacularidad, consiguieron que Lydia se quedara mirándolo embobada, con los labios algo separados y arqueando las cejas a intervalos. James escuchaba; su expresión era un tanto más burlona.
—¿Alguna noticia de los calamares? —preguntó, cuando Gregor hubo concluido con un resumen de esa misma tarde, en la que había llegado la nave (la nave de la familia de Lydia).
Gregor se encogió de hombros.
—Nada más que observaciones, como ésa. Ya la escribiré… o la escribirá alguno de los que estuvo allí. Para lo que vale.
—Ya. —James contempló el vasito de alcohol que había traído consigo y encendió un porro. Lydia abrió mucho los ojos cuando se lo pasó. Sorbió, más que inhaló, el humo y se apresuró a cedérselo a Gregor. Éste le propinó una honda calada y se lo devolvió a su abuelo—. Lo cierto es que le preguntaba acerca de tu estudio con los pequeñajos. ¡No acerca de los kraken! Como solía decir el viejo Matt, siguen siendo un fenómeno forteano de tres pares de cojones.
Gregor le lanzó una mirada furibunda y el anciano miró a Lydia con expresión contrita.
—Perdone mi vocabulario. —Volvió a pasarle el porro, y ella volvió a guardarse el humo en la boca, lo exhaló y se lo entregó a Gregor.
—Entiendo lo que quiere decir con «cojones» y «fenómeno» pero ¿qué es «forteano»?
—Yo estaba a punto de preguntar lo mismo —intervino Gregor. El subidón comenzaba a elevarle por encima del enojo que le producía la rudeza del anciano.
—Ah —dijo James, complacido, balanceándose hacia delante y atrás mientras mataba la ya menguada mosca—. Según los informes de nuestra nave estelar, la Estrella Brillante, la gente de la Tierra experimentaba muchos fenómenos para los que no encontraban explicación, que no podían, digamos, categorizar, y que fueron catalogados por un hombre llamado Charles Fort, de ahí que este tipo de fenómenos reciban el nombre de «forteanos». Entre estos fenómenos se cuentan, añadiría yo, nuestros amigos los saurios, y sus esquifes gravitacionales y, que yo sepa, las puñeteras naves estelares. Perdona, Lydia. Y los extraños monstruos marinos. Bien, que yo sepa, los malditos kraken o calamares o Archi-nosequé-teuthys siguen siendo extraños monstruos marinos. Pero a lo mejor tu familia y tú estáis más familiarizados con ellos, ¿eh?
Lydia apoyó la barbilla en los dedos entrelazados y miró primero a James, luego a Gregor, y vuelta a empezar. Parecía que el único efecto que le hubiese producido la hierba fuera el de ver el lado divertido de aquel flagrante intento de sonsacarle información.
—Uy, sí. Tenemos… comunión con ellos. Los saurios nos acompañan en calidad de intérpretes, por supuesto, pero creemos que estamos hablando con los kraken. —Dedicó a James una sonrisa traviesa—. Ellos son nuestros auténticos «navegantes». A mi padre le ha impresionado que hayáis conseguido igualar sus logros.
—¡Por no hablar de sus pies! —La pulla de James pasó desapercibida para la joven, para alivio de Gregor; la banda comenzó a tocar en ese momento. Gregor se incorporó y tendió una mano a Lydia.
—¿Me concede el honor?
—Desde luego, gracias. —La muchacha se levantó, pasó por encima del banco con un aleteo rosa y una reverencia, un gesto con el que Gregor no estaba familiarizado pero que encontró encantador.
—Que lo paséis bien —dijo James, con aturdida benevolencia. Miró a Gregor con ojos penetrantes, en absoluto intoxicados ni embriagados—. Ya hablaré contigo más tarde.
El primer baile fue comedido y formal, más típico de esa clase de recepciones que de las tradiciones nativas de Mingulay, y Gregor se encontró dando los pasos equivocados. Pero, si Lydia se había percatado, parecía no importarle y, transcurridos algunos minutos, el sedante compás de la danza les permitió reanudar la conversación.
—¿Vives en la nave con tu familia?
—Oh no. —Giro—. Tenemos una casa alquilada en Nova Babilonia. —Dos pasos hacia atrás—. En otros mundos dependemos de la hospitalidad, o de las casas de invitados comerciales. —Paso adelante, media vuelta, mano levantada, manos juntas, vuelta completa—. La nave está diseñada para los kraken, no para nosotros. Casi todo el interior está cubierto de agua. —Sonrisa, mohín—. Y huele. —Soltar, retroceder dos pasos. Ambas manos extendidas, dos pasos hacia delante—. A pescado. —Coger.
Manos cálidas, delicadas, frágiles, aleteantes y alarmadas como pequeños murciélagos canoros. La música se detiene. Ella hace una reverencia, él se inclina.
—Entonces, en la nave —dijo Gregor, con una voz que a él mismo le parece forzada—, ¿dónde viajáis?
En los esquifes, claro. Vamos en ellos hasta la nave, que podría estar en el mar o en el espacio, dependiendo de la localidad, y volvemos a salir, como viste la otra noche. A veces tenemos que recorrer el interior de la nave para realizar comprobaciones y asegurar la mercancía. Así que para los viajes nos ponemos ropa de trabajo, no como ésta. —Se pellizcó la falda, sonrió—. Pero todo eso ocurre antes y después. El viaje en sí no dura nada. —Chasqueó los dedos—. Es así.
Volvieron a sentarse, junto a los platos olvidados. James se había mezclado de nuevo con la muchedumbre, puede que dejándolos solos impulsado por el tacto. Gregor estaba incómodamente seguro de que regresaría, o de que le arrinconaría en cualquier parte para transmitirle algún mensaje urgente de la familia. Lydia empezó a comer, con rapidez y destreza, intercalando retazos de conversación. Gregor masticaba mucho más despacio; menos acostumbrado a ese tipo de eventos sociales, la mayor parte del tiempo se limitaba a hacer gestos, a asentir con la cabeza y a gruñir, mientras escuchaba cómo Lydia hablaba de los otros mundos de la Esfera. Nunca antes había reparado con tanta intensidad en la similitud que subyacía bajo su diversidad, con todas sus distintas palabras escritas en el mismo abecedario de ADN. En última instancia, no eran ni más diferentes entre sí que los continentes de un mismo planeta… o más bien, sus diferencias eran una extensión de esa clase de aislamiento reproductor, como si todos sus continentes y océanos fueran rasgos de un único y gigantesco mundo. Su modelo, y el origen común de sus organismos, era la lejana e inalcanzable Tierra.
Cada vez que comía marisco, lo que ocurría con frecuencia, afloraba a su pensamiento la idea de que había algo sutilmente erróneo en la deglución de calamares… como los que ocupaban su plato en esos momentos; parientes o antepasados carentes de consciencia de los kraken. Era casi tan reprochable como comer monos. Aunque la gente comía monos en climas y mundos más cálidos. Y también lagartos, ya puestos. Decidió que sería desconsiderado compartir este pensamiento.
Lydia se limpió los labios con una servilleta y miró de soslayo su vaso vacío.
—¿Más?
—Sí, por favor. Blanco.
Gregor se abrió paso entre la concurrencia, ya mucho más densa, y dejó atrás la pista de baile, ahora más animada, bordeando los animados debates que ocupaban a los comerciantes de visita y a sus contrapartidas locales. Sintió un temblor que radiaba permanentemente de su plexo solar, el objetivo de la flecha. Contempló confuso la posibilidad de que se hubiera enamorado, experiencia de lo más desafortunada pero que, al igual que cualquier otra enfermedad, sólo podía remitir o llevarte a la tumba. Eso era lo que enseñaban los Mofadores, pero en ese momento —lo que ya era un síntoma de por sí— Gregor era incapaz de concebir la idea de volver a ser algo que no fuera un firme creyente.
Cuando pasó junto a una de las mesas atisbo a su tercera prima, Clarissa, que se encontraba allí sentada amamantando inopinadamente a su bebé más reciente, y se detuvo para felicitarla. Departieron un momento, intercambiando cotilleos familiares, mientras Gregor admiraba al infante.
—Mira qué ricura de deditos tiene en los pies esta niña —dijo, haciéndoles cosquillas bajo un dobladillo con encajes.
—¿Por qué dirán siempre eso los hombres? —preguntó Clarissa, con una sonrisa—. Y es niño. Owen. Ése es el traje de su bautizo. —Alzó la vista, esperanzada—. La ceremonia es mañana, en la Casa de Reuniones de la calle Norte. ¿Te gustaría asistir?
—Haré todo lo que pueda, Clarissa —respondió; tras otro momento de conversación, reanudó su paseo en dirección a la mesa de las bebidas.
Había cogido un par de vasos llenos cuando sintió que le agarraban el codo.
—Un momento, Gregor.
—Eh, hola otra vez, abuelo.
El anciano sonrió.
—No me hagas sentir viejo. Ya eres lo bastante mayor como para llamarme James.
Gregor asintió con un cabeceo.
—Lo recordaré.
—Veo que tienes prisa —dijo el Navegante, sosteniendo aún el codo de Gregor como el Antiguo Marinero—. Así que seré breve.
Como se había esperado, Gregor se encontró arrinconado.
—Sí, adelante —dijo, aguantando los dos vasos, sin beber.
—Esa chica con la que estás hablando… por lo que más quieras, no le digas nada acerca del negocio de la familia, de lo que es en realidad la Magna Obra.
—No lo he hecho. —Pensó por un momento—. Además, tampoco lo sé.
—Bien. —James esbozó una sonrisa taimada—. He echado un vistazo a lo que me has entregado, Gregor, y tengo que decir que has hecho un buen trabajo. Tiene mucha mejor pinta que cualquier otra cosa que me hayan presentado tus tíos y tus primos. El caso es que nos corre un poco de prisa ponernos a ello. Sé que tienes tus propias investigaciones y responsabilidades pero ¿hay alguna posibilidad de que encuentres algo de tiempo para echarme una mano?
—Ah, supongo que sí —respondió Gregor, con cuidado. Evidentemente, James se tomó su aserción con más firmeza de la que pretendía transmitir.
—Gracias. Quedemos mañana. —La involuntaria expresión de desconoció de Gregor fue recibida con otra sonrisa resabida—. Te daría un motivo para venir al castillo.
—Bueno, si lo pones así… —Gregor frunció el ceño por un instante—. Te digo una cosa. Voy a pedirle una cita a Lydia, si la acepta, a la hora que sea y vendré un par de horas antes para verte a ti. Probablemente a mediodía… antes quiero asistir al bautizo del último hijo de Clarissa, si me es posible.
—¡Excelente! —James le soltó por fin el brazo y Gregor pudo escapar.
Elizabeth, tras desembarazarse educadamente y con tacto de, en sucesión, la compañía de los Garnet, una trascendental conversación con Tharovar y Salasso, y un baile con uno de los primos de Gregor con el que hacía dos años que había mantenido una aventura, vio por fin cómo avanzaba Gregor pegado a la pared de la estancia. Se propuso darle alcance, pero para cuando volvió a atisbarle había regresado a la mesa y estaba hablando con Lydia, y no necesitó más que unos cuantos segundos de observación de sus rostros para darse cuenta de que su oportunidad se había esfumado.
Se dio la vuelta antes de que pudiera verla cualquiera de ellos. Aunque tampoco es que eso importara mucho. Sin fijarse más en el resto de la concurrencia que la pareja, se encaminó hacia la salida, primero despacio, luego más deprisa tras recoger su abrigo del ropero que había junto a la puerta. No llovía y la noche no era fría, para estar en primavera, pero se arrebujó en su chubasquero, lo abotonó hasta arriba y se abrazó mientras dejaba atrás la luz y la música; la pesada longitud del abrigo aplastaba las frágiles faldas bajo él, pero le daba igual. Le dolían los pies embutidos en los zapatos que repicaban en el alargado sendero del castillo, pero le daba igual. Que se fuera todo al infierno, no había nada más cómodo que unas botas y unos pantalones; la próxima vez que viese a Gregor llevaría puesta cualquier otra cosa.
La nave estelar resplandecía en el agua igual que una luna deformada. No detestaba a la joven; era una criatura demasiado elegante, delicada e inocente como para despertar aversión. No, era Gregor, ese bastardo ciego y sin sentimientos, que gozaba de toda su atención a diario y respondía a ella con la misma familiaridad y camaradería que podría dedicarle a cualquiera de los muchachos; a él sí le odiaba.