quince
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A orillas del espacio

Este lugar era más pequeño que Kyohvic, pero parecía una metrópolis… o lo que ella se imaginaba, a raíz de lo que había oído y leído, que debía de ser una metrópolis. Kyohvic, con su medio millón de habitantes, su universidad y sus casas de filosofía, sus naves y su comercio, llevaba las palabras «ciudad pequeña» escritas en los genes. Puede que Nueva Lisboa no alojara siquiera una décima parte de la población de su ciudad natal, pero aquí la gente era mucho más diversa. Estaba a orillas, no sólo del mar, sino del espacio: Había otros mundos en el aire, en los olores, en las sorpresas detrás de cada esquina; en la actitud de que todo el mundo lo sabía todo, pero no conocía a todo el mundo.

Caminaba a buen paso pero con cuidado por la empinada calle empedrada, si es que se podía llamar calle a algo que medía tres metros de ancho. Gregor estaba a su lado, tras haber rechazado firmemente el argumento de Salasso de que su búsqueda sería más eficaz si se separaban. Era extraño estar a solas con él. No se había dado cuenta de hasta qué punto había llegado a acostumbrarse a la presencia de Salasso cuando estaban juntos. No es que la molestara. Cualquier inhibición que pudiera sentir era sólo culpa suya. Pero aun así.

Los edificios alcanzaban los tres y hasta los cuatro pisos de altura a cada lado, negros y estrechos como fichas de dominó, e igual de dependientes el uno del otro para mantenerse erguidos. Sobre sus cabezas, una cabina de teleférico crepitó y chisporroteó, ascendiendo la pendiente a la altura justa para no chocar con el sombrero de copa de un hombre montado a caballo (ordenanzas municipales, le habían dicho).

Una manada de pequeños dinosaurios jaspeados de rojo y azul que compartían el tamaño, la forma, el porte y, probablemente, el destino de una bandada de gansos, correteó entre sus piernas y los adelantó, graznando en protesta por los ocasionales toques de atención que les propinaba una harapienta pastorcilla con su enorme vara. La calle descendía tan abruptamente que Elizabeth podía ver el océano si miraba en línea recta. Lo que no resultaba aconsejable debido a los dinosaurios, debido a la irregularidad del adoquinado, y debido a que la nave estelar estaba amarrada frente a la costa.

Sí, era la nave de Tenebre. Todo el mundo lo sabía. Había albergado la leve esperanza de que no lo fuera. Gregor apenas había hecho referencia a sus posibles planes de volver a reunirse con Lydia; ella había esperado que parloteara sin cesar al respecto, pero parecía que él concentrara su atención y excitación en la posibilidad de encontrar el rastro de alguno de los miembros de la antigua tripulación. Tanto mejor, supuso.

Salasso había garabateado una lista de trece tascas portuarias («para empezar»), y había dibujado un preciso y elegante callejero del distrito relevante.

—¿Todo esto te lo ha dicho tu antigua maestra?

Salasso había mirado a Gregor como si éste fuera estúpido.

—Pues claro que no. Esto lo he deducido yo solo, a partir de lo que sé de este sitio. He estado aquí antes, y no ha cambiado tanto.

Salasso había partido en pos de los puntos de reunión de los saurios, desde los bares de los pilotos de esquifes a las más refinadas guaridas de los gerifaltes de la industria cárnica. A la caza de rumores, había explicado; no le hacía gracia andar por ahí haciendo preguntas, y les había aconsejado, además, que se anduvieran con cuidado y se vistieran humildemente. Y que recordaran que eran biólogos marinos, llegados para explorar posibles líneas de estudio, quizá para alquilar una embarcación desde la que divisar kraken, algo así. Casi la verdad.

—Sabes —dijo Elizabeth, mientras los pequeños dinosaurios se perdían por un callejón lateral—, a lo mejor nuestra tapadera es lo único que sacamos en claro de este viaje. Lo cierto es que es una buena idea. Este lugar es mucho mejor para estudiar kraken que Mingulay.

—Así que no tienes muchas esperanzas de dar con alguno de los antiguos tripulantes, ¿eh?

—¡Ni siquiera sabemos qué aspecto tienen!

—Yo sí. O debería, al menos… tengo sus retratos grabados en la memoria. Cairns, Lemieux, Volkov, Telesnikov, Driver…

Un gigante velludo emergió de detrás de una esquina y emprendió el ascenso de la cuesta, bloqueándola casi por completo con sus tambaleos, cantando con un basso profundo que la hizo estremecer con su dulzura, aun borracho como estaba. Pegaron la espalda a la pared, se agacharon para esquivar su brazo cuando pasó junto a ellos.

—Pero ¿seguirán luciendo el mismo aspecto?

Gregor la miró de reojo.

—Eso cuenta la historia.

Al pie de la calle torcieron a la izquierda, dejaron atrás la terminal del teleférico y se adentraron en la avenida principal, la calle que discurría alrededor de toda la isla y desembocaba en la pasarela orientada hacia la playa. Construida a lo largo de una repisa de treinta metros de ancho, a veces pasaba por detrás de los pilares de elegantes explanadas, a veces desaparecía tras salientes rocosos, a veces colgaba sobre el mar. Cada doscientos metros sobresalía un embarcadero, sustentado sobre postes o piedras.

Gran parte del tráfico consistía en carretas cargadas de carne o pescado, propulsadas hacia la cabeza de línea por tractores con motor de gasolina o por gigantescos y parsimoniosos cuadrúpedos. Sus conductores, y los peatones que atestaban las aceras, constituían una distribución aproximadamente equitativa de saurios y las tres especies de homínidos más extendidas: humanos, gigantes y los pithkies. Elizabeth había tenido pocas ocasiones de ver a algún representante de las dos últimas especies, y le resultaba difícil no quedarse mirándolos. Los gigantes medían unos tres metros de altura, e iban desnudos salvo por su desaliñado vello rojizo y sus cintos de armas y herramientas. Los pithkies, delgados y esbeltos con su media de metro y medio, vestían ropas humanas sobre el pelaje plateado o dorado que les cubría todo menos sus rostros rectilíneos.

—Creía que los pithkies eran mucho más robustos —comentó a Gregor en voz baja—. Todos los que había visto hasta ahora tenían muchos más, ya sabes, músculos.

—Eso es porque todos eran mineros. Pero la minería es tan antinatural para ellos como para nosotros.

—Entonces, ¿por qué es su especialidad?

—A lo mejor los saurios les cedieron los derechos sobre los minerales. O los dioses. —Su mirada señaló al dios, claramente visible en el firmamento de primeras horas de la tarde—. ¿Quién sabe?

—Pero, algún día lo descubriremos.

Gregor le dedicó una cálida sonrisa.

—¡Sí!

Su brazo se movió hacia arriba y de lado, como si quisiera pasarlo por encima de sus hombros; lo bajó. Perdiendo el paso con torpeza, rebuscó en su bolsillo para sacar la lista de Salasso, algo bastante innecesario en opinión de Elizabeth; los dos se sabían de memoria al menos los primeros nombres.

—Ahí está —dijo Gregor, señalando el letrero de una taberna a diez metros de distancia—. El Pollito sin Cabeza.

—Qué mal gusto.

—No, no. Si sabe a pollo.

Los improperios de Elizabeth traspusieron la puerta detrás de él.

La taberna tenía el techo elevado, estaba bien iluminada y ventilada, con ventanas altas y paisajes marítimos en sus cristales tintados. Tal vez hubiera sido en su día un templo de filosofía, desecularizado con posterioridad. El propietario era un gigante, pithkies las camareras, la clientela humana en su mayoría y tomándoselo con calma. Para mucha gente la faena discurría a lo largo de la tarde; en esta época del año, por la noche.

—¿Qué quieres beber? —preguntó Gregor.

—Me parece que un zumo de guayaba, por ahora.

—Sí, está bien —concedió a regañadientes.

Se sentaron en unos taburetes en la barra, sorbiendo sus bebidas heladas y conversando acerca de nada en concreto mientras Gregor ojeaba la multitud. La mayoría de ellos eran nativos: hombres de tez broncínea vestidos con ropas de trabajo, sucias aún por las carretas o el muelle; algunos pescadores de Kyohvic, reconocibles por su piel más pálida y el acento más suave; uno o dos de ellos le saludaron con la cabeza. Supuso que lo habían identificado tanto como él a ellos.

Pero había un hombre, sentado junto a la ventana y conversando con algunos viejos marineros o trabajadores del puerto, que le parecía conocido. Gregor no lograba situarlo. Pelirrojo, pálido y pecoso como un norteño, muy relajado. Muy generoso; transcurridos algunos minutos, Gregor vio cómo hacía una seña, encargaba otra ronda y pagaba una bandeja repleta de vasos altos y bajos.

—¿Qué haces? —inquirió Elizabeth—. ¿Echándole el ojo a alguna pithkie?

—Sí que son atractivas —admitió Gregor, sonriendo—. Qué chavalas…

Elizabeth le propinó una patada en la espinilla, no muy fuerte.

—No te des la vuelta —dijo Gregor, ignorando estoicamente la punzada de dolor—. Cuenta hasta treinta mentalmente y mira en el espejo de la barra al tipo joven con los viejos al lado de la ventana.

Cuando Elizabeth se volvió hacia el espejo tuvo la maña de mirar de frente, como si estuviera contemplándose a sí misma, atusándose un mechón de su cabello.

—Lo he visto en alguna parte —dijo, girándose.

—Yo también, ¿pero dónde?

Elizabeth se encogió de hombros.

—Cualquier tío de esos con los que te cruzas todos los días sin darte cuenta… un estibador, alguien de la universidad…

Gregor negaba con la cabeza.

—Nah, lo recordaría. Lo habremos visto los dos en alguna ocasión…

—¡La fiesta! En el castillo, ¿te acuerdas?

Gregor se acordó entonces de él, en una pose parecida pero vestido de gala, escuchando a unos mercaderes de Kyohvic.

—Oh, ya. Sí, eso es. Es un comerciante. Menudo misterio. —La miró, desconcertado—. ¿Al final fuiste a la fiesta?

En cuanto lo hubo preguntado, supo que no debería haber abierto la boca. Se imaginaba nítidamente cómo había sido la fiesta para Elizabeth. Comprendió también que no podía permitir que Elizabeth supiera que lo comprendía, porque ella no sabía que él lo sabía.

Elizabeth apartó la mirada, encendidas las mejillas, con el mismo vigor que si la hubieran abofeteado. Cuando se obligó a contemplarlo de nuevo esgrimía una sonrisa risueña que a él le rompió el corazón.

—¡Sí que fui! Supongo que no nos veríamos porque había demasiada gente. Además, seguro que tú ni te habrías fijado… allí fue donde conociste a Lydia, ¿verdad?

—Verdad. —Apuró su vaso y se levantó.

—¿Nos vamos ya? Podríamos comer algo en el siguiente si el nombre es de los que abre el apetito.

—¿El Calamar Caliente? Vale, de acuerdo. Me muero de hambre.

La calle estaba más poblada. El cartel del siguiente lugar, que se encontraba a escasas decenas de metros, representaba la sicalíptica escena de dos cefalópodos copulando, en la que la interpretación de la anatomía relevante por parte del artista desmentía todos los tratados sobre biología marina. No obstante, era un genuino bar de comidas, mucho más ruidoso y cargado de humo que el Pollo. Y más espacioso, con más de una estancia, imposible de otear por completo desde una sola atalaya.

Entre las lámparas de las vigas bajas colgaban peces espada y reptiles marinos disecados. Una amplia placa calentadora siseaba cubierta de mariscos; mejillones, calamares, escalopes y filetes de pescado se doraban por ambos lados, sazonados con salsa y salpimentados con hierbas en cuestión de segundos o minutos por un gigante cuyos largos y fuertes brazos le hacían parecer nacido para aquel trabajo. Había muy poca grasa implicada en la cocina, por lo que el aire era fragante más que pesado; el humo procedía del cáñamo, no del aceite quemado, y la combinación de aromas consiguió que Gregor salivara y que le rugiera el estómago. Camareros y camareras pithkies voceaban los pedidos en rápido contralto, en latín comercial o en inglés: el cocinero encargado de tomar nota respondía con gruñidos y bufidos. En una alcoba elevada al fondo, el propietario o administrador saurio, inverosímilmente ataviado con un traje de negocios de color negro y camisa blanca, tecleaba y se peleaba con una calculadora, con pinta de querer tener cabello para poder mesárselo. La clientela era igual de ecléctica, saurios y homínidos hombro con hombro, bebiendo y charlando a voces, algunos escuchando a medias a una pithkie soprano al micrófono, con su traje de satén verde flotando en torno a su pelaje plateado, su picante canción en latín imponiéndose al barullo.

—Apuesto a que ésa sí que incita a unos cuantos casos de amor imposible —dijo Elizabeth, con una especie de vehemente ligereza. Gregor, que en esos momentos ocupaba una silla en una mesa pequeña cubierta por un plástico pegajoso, optó por tomárselo literalmente.

—Dioses, ¿crees en serio que…? —Meneó la cabeza con un escalofrío exagerado.

—No es más absurdo que otras cosas con las que se obsesiona la gente —dijo Elizabeth, retándolo con la mirada, antes de volverse para hacer señas a una camarera.

—¿Tú crees que nos podemos arriesgar a tomar un par de cervezas con esto?

—No se me ocurriría tomar otra cosa.

—¿Ni siquiera vino blanco?

El semblante de Elizabeth se iluminó.

—Sí, gracias. Que sea poco.

Se produjo un momento de incómodo silencio después de que hubieran pedido. La camarera regresó con un par de botellas de cerveza.

—¿Tú crees que tenemos alguna oportunidad? —preguntó Elizabeth—. De encontrarlos.

Gregor rascó la etiqueta mojada de su botella, antes de detenerse en seco, como si se hubiera descubierto a sí mismo haciendo algo obsesivo.

—Salasso parece muy confiado, y me parece…

—¿Qué?

—Esto no le coge por sorpresa. Nuestras investigaciones con calamares, por ejemplo. Tendré que comprobarlo en la administración de la facultad cuando regresemos, pero sospecho que tuvo algo que ver con la iniciación del proyecto. Y es un poco raro, para tratarse de un saurio.

Elizabeth se rió.

—Todos son raros.

—Sí, pero él se muestra mucho más abierto a los humanos que la mayoría. Puede que los de las naves, como el viejo Tharovar en el castillo, sean igual de amigables. Pero no muchos.

—Hmm. Parecía que supiera muchas cosas acerca de la Primera Tripulación, cómo acudieron a los saurios para que los ayudaran a esconderse.

—A lo mejor estuvo presente. ¿Por qué no?

La camarera llegó con una bandeja de comida y una botella de vino. Elizabeth soltó su cerveza mediada cuando se llenaron los vasos.

—Especulaciones. A comer.

Comieron y bebieron durante un rato, demasiado hambrientos como para conversar.

—Para empezar —dijo Elizabeth—, ¿por qué querría vivir de incógnito la antigua tripulación?

—No lo sé. Supongo que no querían quedarse a la vista y convertirse en el blanco del resentimiento o de respeto indebido. No debe de tener mucha gracia ser inmortal cuando todo el mundo te envidia o te adora.

—O si tienes que ver cómo tus hijos envejecen y mueren… pero ¿por qué no utilizarían lo que fuese que tuvieran con el resto de nosotros?

—A lo mejor carecían de la tecnología necesaria para reproducirla para los demás.

—¡Nos podrían haber dejado al menos una línea de investigación!

Gregor se encogió de hombros.

—Tal vez lo hicieran. Estamos en vías de desarrollar una industria biotecnológica de ámbito mundial, con el tiempo.

—¡Sí, con el tiempo! ¡Y los saurios ya la tienen! ¿Por qué no les pedimos que trabajen en ello?

—Ah, ésa es una cuestión completamente distinta: lo que los saurios están dispuestos a hacer por nosotros, a compartir con nosotros, y lo que no. Estoy seguro de que si los saurios quisieran, ya nos habrían dado todo lo que tienen, desde una cura contra el envejecimiento, si es que la poseen, hasta los esquifes gravitacionales. Pero no lo han hecho.

—A lo mejor está relacionado con algo que dijo Salasso; que no quieren que nuestras sociedades confluyan.

La especulación parecía conducir a un callejón sin salida, y a Gregor no le apetecía llevar la conversación por esos derroteros, consciente de que tanto Elizabeth como él estaban dando rodeos en tomo a lo que de verdad querían decirse.

—¿Has terminado?

—Sí. —Elizabeth exhaló un suspiro de satisfacción y se limpió los labios—. Circulemos.

Se incorporaron.

—¿Juntos, o por separado?

—Oh, juntos —respondió Gregor—. La gente se mostrará más dispuesta a hablar con nosotros.

Elizabeth le dedicó una sonrisa desafiante.

—Podríamos fingir que formamos una pareja.

—Seguro que todo el mundo se lo imagina de todos modos.

Habían llegado a la tercera estancia del establecimiento, y hablado con algunos marineros de permiso acerca de lo que sabían sobre expediciones científicas, sin llamar mucho la atención.

—Es igual que pescar y que no pique nada —rezongaba Gregor, cuando alguien le propinó una palmada en la espalda.

—Hola, Matt, ¿cómo te va?

Gregor se giró para ver a un hombre alto con atuendo de pescador, y una sonrisa que se desvanecía lentamente de su rostro.

—Perdona, amigo —dijo el hombre—. Te he confundido con otra persona.

Frunció el ceño, meneó la cabeza, sonrió con gesto arrepentido y se zambulló en la muchedumbre camino del mostrador.

Elizabeth cogió a Gregor del brazo.

—¡Vamos a preguntarle!

Gregor negó con la cabeza.

—Espera un poco. No quiero ahuyentarlos.

Se tomó un par de minutos para acabar su media pinta, y alzó el vaso vacío en dirección a Elizabeth.

—¿Lo mismo?

—Vale.

—Ahora mismo vuelvo.

Elizabeth se giró para encargar la ronda, con los labios apretados.

Gregor se abrió paso entre los cuerpos tambaleantes y las bebidas a rebosar y en precario equilibrio, y se encaminó guiñando los ojos hacia la iluminación más fuerte y la atmósfera más cargada del salón contiguo. El hombre que le había abordado había regresado a una mesa junto a algunos compañeros, colegas marineros sin lugar a dudas, con tres muchachas sentadas entre ellos. Todos hablaban a voces, ante la atenta mirada del mercader que Gregor había reconocido antes.

No fue ese reconocimiento, no obstante, lo que hizo que Gregor se detuviera y diera media vuelta para apoyar los antebrazos en la barra y fijar la mirada en el espejo con la débil excusa de ojear las botellas invertidas de alcohol alineadas encima. Había reconocido a uno de los marineros.

A menos que se equivocara del mismo modo que el hombre que le había palmoteado la espalda, estaba viendo de reojo el reflejo del tripulante y Cosmonauta Grigory Volkov. Los rasgos generosos podrían obedecer a una característica de la familia, pero el pelo rubio rapado parecía demasiado distintivo para eso. El rostro del hombre presentaba algunas arrugas de más y varias cicatrices tenues pero, por lo demás, presentaba el mismo aspecto que en los cuadros, y en las fotografías de los libros antiguos.

Se sentía como si necesitara un buen trago de cualquiera de aquellas botellas de la balda. Le flaqueaban las rodillas. Inhaló hondo, se recompuso y regresó junto a Elizabeth, que le observó inquisitiva, un tanto admonitoria, y empujó la media pinta hacia él cuando se hubo sentado a su lado.

—He encontrado a uno. Uno de la tripulación.

—Parece que te has emocionado un poco.

—Sí. —Posó el vaso, con más cuidado, y se sacudió un reguero de cerveza del dorso de la mano—. Grigory Volkov. Me pusieron el nombre en su honor. Era un cosmonauta famoso por méritos propios. Había libros escritos acerca de él.

—Pues yo nunca había oído hablar de él.

—Ya, bueno. —Gregor sonrió—. Ser el primer hombre en pisar Venus probablemente dejó de parecer gran cosa cuando llegó aquí. En cualquier caso, ahí está, hablando con el comerciante que vimos antes.

—¿Alguna idea brillante sobre lo que hacer ahora?

—No. No se me ocurre ninguna manera de acercarnos a él y fingir que no sabemos quién es.

—¡Bueno, pues a mí sí! Vamos.

Cogió su vaso y bajó del taburete. Gregor decidió que haría bien en tomarse su tiempo para seguirla. De nuevo el paseo de bebedores, hilvanado con sutiles movimientos y etiqueta, como un baile elaborado. En cuanto Elizabeth se hubo plantado a la vista de la mesa de su objetivo, hizo señas con la mano libre y exclamó un ferviente saludo. Gregor zigzagueaba y se contoneaba tras ella, mientras los congregados alrededor de la mesa se volvían para mirarlos.

Elizabeth se acercó directamente al mercader, se inclinó sobre la mesa y le estrechó la mano, sonriendo ante su atónito rostro.

—¡Hola, qué casualidad! ¡Cómo me alegro de volver a verte! Antes no tuve ocasión de hablar con ninguno.

El comerciante parpadeó y se incorporó a medias, con una leve reverencia sobre la mano de Elizabeth. Su expresión confusa fue diligentemente reemplazada por una sonrisa desconcertada pero educada.

—¿Disculpa?

—La fiesta en el castillo de Kyohvic, ¿te acuerdas?

—Ah, claro que sí. —Asintió vigorosamente, indicando con un ademán que podían sentarse y que los demás deberían hacer sitio para ellos—. Aquel vestido y el peinado, tan elegantes, no te había reconocido. Perdona.

Gregor no sabía si este proclamado recuerdo era cierto o no, pero cuando se hubo acomodado al final de un banco tuvo que admirar la rapidez de reflejos y el aplomo tanto del hombre como de Elizabeth. La joven se había sentado junto al comerciante al final del banco de enfrente, atusándose el cabello y alisándose los vaqueros mugrientos.

—Marcus de Tenebre —dijo el mercader—. Y ahora me tenéis en desventaja.

—Elizabeth Harkness. Y éste es Gregory Cairns, mi… eh… amigo. Somos biólogos marinos.

El hombre que había reconocido como a Volkov estaba arrinconado en el lado de la mesa de Marcus, y no había dejado de observar a Gregor con gesto ceñudo. Dio respingo al escuchar el nombre de Gregor, se encaró con una de las mujeres que tenía delante e inició o reanudó una conversación en voz baja.

Gregor esperaba que su reacción ante el nombre del comerciante no hubiera sido tan obvia. Aquel hombre no había dado muestras de reconocerlo; tal vez se tratara de un pariente lo bastante lejano, u ocupado, de Lydia como para no estar al corriente de los cotilleos de la familia.

—Habéis llegado aquí muy deprisa —dijo Marcus.

—Pues sí, hemos cogido un esquife —repuso Elizabeth, como si fuera la cosa más natural del mundo—. Queríamos visitar la ciudad mientras siguiera celebrándose el mercado cárnico.

—¿Por qué, si se me permite la pregunta?

—Oh, cosas de la ciencia. Nos preguntamos de qué manera afectan a la vida marina local el procesamiento de la carne, las naves factoría y todo eso, y puede que allanemos el camino para futuras investigaciones. Observar a los kraken en sus aguas natales, cosas así. —Paseó la mirada por la mesa—. ¿A alguien le interesa dar un paseo en barco fuera de temporada?

Varios movimientos de cabeza y encogimientos de hombros.

—La temporada no se acaba nunca —dijo uno de los hombres—. El procesamiento de la carne nos tiene ocupados todo el otoño, el transporte nos da qué hacer todo el invierno, la caza de ballenas tiene lugar en primavera cuando se rompe la masa de hielo del sur, y el resto del tiempo se dedica a la pesca. Eso no quiere decir que no podáis encontrar un hueco en alguna parte, a lo mejor un remolcador o un ballenero os hace sitio. Deberíais hablar con algún estibador en los muelles, o en las oficinas de la compañía.

—Se ven un montón de kraken durante la temporada ballenera —apostilló alguien más.

Elizabeth sonrió tentativa.

—¿Nunca los arponeáis por error?

Aquello provocó algunas risas.

—Ni hablar —explicó el primero—. Son unos bichos de lo más listo, sí señor. Muy vivos, ¿sabes?

—Tan vivos que pilotan naves estelares —intervino Gregor.

—Sí, pero eso no basta para mantenerlos fuera de la trayectoria de los arpones. Los kraken cazan ballenas. He visto a algunas que lograron escapar. Tenían unas marcas de chupones así en los flancos.

Extendió las manos a un metro de distancia entre sí y todos soltaron la risa, salvo Gregor, Elizabeth, Marcus y el hombre que podría ser Volkov.

Gregor preguntó a Marcus:

—¿Y usted qué hace por aquí?

El mercader ensayó una sonrisa cautivadora dirigida a toda la concurrencia.

—Oh, relajarme, disfrutar de la compañía. He tenido un día muy largo. Y para ser sincero, nos viene bien conocer gente nueva. —Se volvió hacia Elizabeth—. Y, ¿quería preguntarme algo en especial…?

—¡Oh! ¡Bueno, los comerciantes siempre tienen algo interesante que contar! Pero sólo tengo una pregunta muy breve que hacerte, me pregunta si te habrías percatado. ¿Las naves, alguna vez… cambian de piloto, cuando están en el océano de un planeta?

—Ah. —Marcus parecía desconcertado por la pregunta—. Creo que sí, pero no muy a menudo. Entendemos que el piloto se merece un descanso fuera de la nave. ¡Esperemos que el que nade de vuelta sea el mismo! Para ser sincero, no sabría decirte.

Gregor reparó en la recurrencia de la frase y se preguntó si el mercader estaría siendo sincero. También observó que la mayoría de los vasos que había encima de la mesa estaban vacíos, y se levantó para ofrecer una ronda. Marcus protestó, Gregor insistió. Se marchó mientras Elizabeth iniciaba un minucioso informe sobre percebes del vacío.

En el mostrador se reunió con él otro de los invitados a la mesa.

—Te ayudaré a llevarlas —dijo el hombre. Su acento era difícil de identificar.

—Gracias… Ah, no he oído tu nombre.

Se miraron de soslayo, mientras la camarera pithkie tomaba nota del pedido con una eficiencia más que humana.

—Grigory —contestó el hombre. Bajó el volumen de su voz, apenas audible por encima de la música—. Y entre tú y yo, Gregor Cairns, mi apellido es el que crees que es, pero el que uso ahora es Antonov. ¿Qué buscáis?

Gregor jugueteó con las desconocidas monedas y billetes, vaciló a la hora de coger ningún vaso por miedo a tirarlos.

—Buscamos miembros de la antigua tripulación. A Matt en concreto.

—Igual que nuestro amigo Marcus —rezongó Volkov—. Mantiene los oídos bien abiertos, formulando preguntas inocuas en apariencia. Sospecha algo, pero no creo que me haya descubierto todavía, así que cuidado con lo que dices.

—De acuerdo —prometió Gregor.

—¿Qué queréis de nosotros?

Gregor esperaba que su conversación pudiera pasar por una charla de barra cualquiera. Aceptó una bandeja y empezó a cargarla, pasando las bebidas menos pesadas a Volkov, por hacer algo.

—Tecnología de navegación. Ordenadores.

—Ah. —Volkov arqueó las cejas—. Qué interesante.

Regresaron a la mesa y distribuyeron las bebidas. La gente que estaba sentada en el lado de Elizabeth había ocupado el sitio de Volkov; éste pasó a sentarse en el lugar de Gregor, que a su vez se apretujó junto a Elizabeth, súbita y sumamente consciente de la calidez de su cuerpo apretado contra el de él. Su disquisición sobre los percebes había derivado en un todos contra todos acerca de las especies invasoras, algo sobre lo que todo el mundo tenía una opinión que expresar a voces.

Gregor se cruzó con la sardónica mirada de Volkov.

—¿Tú también eres pescador, Grigory?

Volkov negó con la cabeza.

—Ingeniero de los buques factoría, casi todo el tiempo. Voy y vengo.

Marcus se inclinó por delante de Elizabeth, súbitamente interesado.

—Grigory Antonov, antes de que se me olvide, a lo mejor mañana podíamos entrevistarnos en privado. Estamos interesados en los motores marinos; tenemos piezas y técnicas que os podrían interesar. Lubricantes de primera y cosas por el estilo.

—Claro, claro —dijo Volkov—. Te puedes pasar por la oficina de la compañía, tercer bloque, muelle cuatro. Pregunta por Ferman e Hijos. Abre a las nueve. Estaré allí.

La conversación seguía su rumbo; la gente iba y venía con bebidas, intercambiando sus asientos hasta que, transcurrida una media hora aproximada, Elizabeth y Gregor se encontraron juntos contra la pared. El lugar estaba más concurrido, la música más alta. Ahora cantaba una giganta, con una voz profunda pero inconfundiblemente femenina… curioso. Elizabeth empezaba a preocuparse por el resto de los lugares que se suponía que debían visitar.

—A mí me parece que estamos haciéndolo bien, ¿o quieres continuar?

Gregor se lo pensó por un momento.

—Creo que hemos encontrado… a la gente que estábamos buscando —dijo. La frase impresionó a Elizabeth. Gregor indicó a Volkov con la mirada—. Confirmado, por cierto.

—Oh. Bien. —Agachó la cabeza mirando su vaso—. Pero deberíamos seguir, porque todavía no hemos encontrado a nadie que nos alquile un barco.

—Podemos hacerlo por la mañana. En cualquier oficina o en los muelles, como dijo ese hombre… que habláramos con un estibador, ¿te acuerdas?

—Oh. Claro. Pero es que me gustaría salir de aquí.

Se volvió hacia él. El rostro de Gregor estaba tan cerca, ruborizado a causa de la bebida y el calor, algo vidriosos los ojos por culpa del porro que habían compartido. Su pelo, peinado hacia atrás, se veía reseco y nudoso tras varios días sin lavar en condiciones. Tenían las caderas pegadas. Cuando se dio la vuelta, su brazo se coló detrás de él y lo alzó para rodearle la cintura en un inesperado momento de temeridad. Se le ocurrió la fugaz idea de que aquella era una oportunidad que tal vez no volviera a ofrecérsele. Si él no respondía del modo que ella esperaba, podría excusarse argumentando que había intentado dotar de credibilidad al embuste según el cual eran pareja.

Así que condujo el brazo hasta sus hombros y apoyó la otra mano en su mejilla.

—Vamos, Gregor —dijo, sonriendo—. Vayamos a un sitio más tranquilo.

Gregor desorbitó los ojos y se quedó con la boca abierta. Le acarició la mejilla con mucha ternura. Sus dedos estaban —comprendió Elizabeth— explorando su nuca, su cabello cosquilleaba en su muñeca. No estaba segura de si había sido ella la que había tirado de él. Estaban besándose antes de saber qué había ocurrido, con ardor y abandono, entrelazando las lenguas que se frotaban como dos delfines en celo.

Se apartaron y se miraron. Gregor la sujetaba por los hombros como si temiera que pudiera romperse.

—Quería hacer eso desde el primer momento en que te vi.

Gregor parecía contento, pero más confuso que sorprendido. Quizá —pensó Elizabeth, ilusionada— quizá ya lo sospechaba.

—Ojalá lo hubieras hecho.

—No me atrevía.

—Aquí sí te has atrevido.

—¡Sí!

Antes de que ninguno de los dos pudiera añadir algo más, se produjo una pequeña conmoción en la mesa cuando Marcus de Tenebre se levantó del centro del banco para ir a saludar a Lydia.

Gregor, con las manos apoyadas todavía en Elizabeth, miró a Lydia con el ferviente deseo de que la tierra se abriera en esos momentos y se lo tragara. Ella le devolvió la mirada con una expresión muy extraña, ni de indignación ni de perplejidad, sino de preocupación. Su semblante relucía de sudor. Su larga melena negra estaba recogida a la espalda con una cinta púrpura y se cubría con el mismo vestido concienzudamente plisado que llevara puesto el día de su paseo.

Dijo algo apremiante a Marcus, pasó junto a él y se quedó de pie ante un extremo de la mesa, aún preocupada.

—Gregor… Elizabeth. Me alegro de haberos encontrado tan pronto. ¿Podéis acompañarme, por favor? A mí y a mi primo. No pasa nada, podemos irnos…

Se detuvo, como si le faltara el aliento.

—¿Qué ocurre? —quiso saber Gregor.

—Vuestro saurio. Eh, Salasso. Se ha metido en un lío.

Gregor se encontró plantado delante de Lydia y al lado de Elizabeth sin saber muy bien cómo había llegado a esa situación.

—¿Qué clase de lío?

Lydia se tapó las orejas con las manos por un momento y le lanzó una mirada de reproche.

—Con otros saurios. Tenéis que venir enseguida.

—Claro, de inmediato. Elizabeth, ¿puedes…?

Avisar a Salasso, estuvo a punto de decir.

—Voy contigo.

Gregor parpadeó y sacudió la cabeza.

—Sí. Gracias. Vale.

Nada impresionado consigo mismo, siguió a los demás hasta el exterior. Abrirse paso en medio de la muchedumbre era como vadear un lodazal. Miró de soslayo por encima del hombro y se topó con la atenta mirada de Volkov. El cosmonauta levantó una mano como si fuera a decir adiós, antes de cerrar el puño con gesto deliberado.