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Planta de producción

Aquí, en lo alto de la colina, el viento procedente del mar era inevitable y constante. Proporcionaba a los aeroplanos un pequeño empujón adicional cuando recorrían la pista de despegue a saltos y trompicones, y permitía que la velocidad de acercamiento fuera menor cuando aterrizaban… también a saltos y trompicones.

El viento gemía entre los altos mástiles de bambú, y los doblegaba, y balanceaba las aeronaves en sus puntos de atraque como si se trataran de carnaza colgada del gancho de una grúa. Otras, liberadas de sus amarres pero ancladas al suelo, se tensaban y ondulaban. Las cuadrillas de trabajadores utilizaban cuerdas y cabrestantes y fuerza bruta para izar y estabilizar la nave para permitir la salida o la entrada de los pasajeros y la tripulación. Las cisternas de agua a modo de lastre y de queroseno a modo de combustible (convenientemente adaptadas las primeras para servir también de bombas de incendios) circulaban de un lado para otro.

Gregor se sentó en la sala de espera acristalada y observó, fascinado por todo lo que veía. No había vuelto a visitar el aeropuerto desde que era pequeño, y resultaba un tanto mortificante pensar que toda aquella emocionante actividad que recordaba de su infancia hubiera estado siempre tan al alcance de la mano.

Junto a él se sentó Salasso, y luego Elizabeth, ambos, como él, con una bolsa de viaje a los pies. La de Salasso era pequeña y estaba hecha de algo que parecía aluminio flexible; la de Gregor era más abultada pero no mucho más pesada, de piel de dinosaurio. La de Elizabeth era un maletín laminado que rozaba el límite de peso permitido. Se había arreglado para el vuelo, con una blusa, falda y un abrigo largo de cuero. Gregor y el saurio se cubrían con sus acostumbradas ropas de trabajo, aunque en el caso de Gregor, ante la insistencia de su madre, estaban recién lavadas.

Elizabeth le vio mirar, y esbozó una sonrisa.

—¡Es estupendo! Qué lugar tan maravilloso, y está tan cerca.

—Eso es justo en lo que estaba pensando. —Gregor sonrió—. A lo mejor la gente que trabaja aquí nunca visita el puerto.

Salasso no dijo nada. Sus finos labios se curvaban hacia abajo en las comisuras, y tenía los hombros abatidos. Parpadeaba y su membrana nictitante aparecía más que de costumbre. Tenía los largos dedos hincados en sus huesudas rodillas.

—¿Me hacéis alguno el favor de cargar una pipa?

—No querrás quedarte… dormido justo ahora —protestó Elizabeth.

—Pues sí. Ojalá pudiera. Ojalá pudierais cargarme a bordo, inconsciente. Pero entiendo que eso sería embarazoso para todos los implicados. Así que, por favor, cargadme una pipa. A mí me tiemblan demasiado las manos, y quiero tenerla preparada por lo menos para cuando subamos a bordo.

—¿Se puede fumar? —preguntó Gregor, mientras Salasso le entregaba la pipa y su bolsa con una mano visiblemente trémula—. Lo dudo.

—Sí. Lo he comprobado. Nada salvo una droga potente podría tranquilizarme lo suficiente como para viajar en uno de estos cacharros.

—Ah, deberíamos haber alquilado un esquife gravitacional. No sé por qué no se me ocurrió antes.

Los ojos de Salasso giraron hacia él, la pupila de un negro más oscuro que el negro del iris.

—A mí sí que se me ocurrió. Pero no podíamos permitirnos ese lujo.

—Para serte sincero, ni siquiera pensé que pudiera ser una opción. ¿Dónde se alquilan?

—Oh, algunos saurios se ocupan de eso, sólo hay que saber a quién preguntar. Pero normalmente sólo a otros saurios. Como ya he dicho, en el mejor de los casos sale caro, y en estos momentos es completamente imposible porque todos los propietarios de esquifes del planeta están amasando una fortuna en el sur, transportando dinosaurios al mercado cárnico.

—Debe de ser todo un espectáculo —comentó Elizabeth.

—Lo es. Aunque un poco perturbador.

—Sólo es ganado. Ganado grande, vale.

Salasso meneó la cabeza.

—No soy lo que vosotros llamaríais un sentimental. ¡Pocos de los míos lo son! Pero todos sentimos… cierto respeto, cierta afinidad, por las nobles aunque ignorantes bestias de las que nos alimentamos. Las necesidades han de… Somos una especie carnívora, mucho más que vosotros. Pero aun así… fuimos cazadores antes que ganaderos, y antes de eso, éramos presas. Conservamos parte de nuestra antigua naturaleza.

—¿Insinúas que nosotros retenemos menos?

Salasso se retrepó.

—Yo no he dicho eso.

Un fruncimiento de ceño por parte de Elizabeth convenció a Gregor para no ahondar en el asunto. Aunque no le impidió seguir dándole vueltas en su cabeza. Estaba generalmente aceptado —a partir de qué pruebas, no estaba seguro— que los saurios llevaban millones de años, si no decenas de millones, siendo civilizados. Incluso teniendo en cuenta su longevidad, y su inteligencia superior, había algo anómalo e inquietante en la sugerencia de que conservaran algunas tradiciones de su estadio salvaje.

Y en cuanto a los humanos, ¡Nova Babilonia representaba la continuidad y la antigüedad! Incluso el Torreón y el puerto, prehumanos como eran, estaban profundamente arraigados en las entrañas de la época evolutiva que los saurios consideraban historia.

Terminó de cargar la pipa y la devolvió.

Sonó un timbre y apareció un mensaje en la pantalla de proyección, anunciando la inminente salida de su vuelo. Recogieron sus bultos y salieron al campo junto a una cincuentena aproximada de pasajeros, hasta llegar a la sombra del dirigible semirrígido de cien metros de largo. Salasso ascendió por la escalerilla hasta la góndola sin demora, encaminado hacia la zona de fumadores de la parte posterior, y perdió el conocimiento antes de que hubiera despegado el aparato.

—Bueno, toma supercivilización —observó Gregor, después de que Elizabeth y él hubieran colocado sus bolsas y se hubieran sentados en extremos opuestos de una mesa junto a la ventana un par de filas por delante del lugar donde se había desplomado Salasso.

—Me imagino que para él es como… no sé, como sería para nosotros aventurarnos en el océano en una balsa de troncos. Y a algunos humanos también les da miedo volar, no lo olvides.

El aparato se impulsó y el suelo se inclinó hacia delante cuando el cable de proa se soltó un segundo antes que el de popa. Gregor se agarró al borde de la mesa. Elizabeth lo rodeó con los brazos. Los motores rugieron para nivelar la quilla de la nave.

—Miedo a volar, ¿eh? ¿Quién lo hubiera imaginado?

Elizabeth se rió y ambos volvieron a concentrarse en la vista conforme ascendía la aeronave. Qué vasto el paisaje, qué pequeños los barcos.

—Guau —dijo Elizabeth—, podemos ver nuestra sombra.

—¿Dónde? Oh, es verdad. —Allí estaba, ondulando sobre calles, campos y ríos igual que una flauta negra, perseguida por el destello del sol reflejado en un charco o en el lodo. La línea de costa igual que un mapa; nubes encima y a los lados.

Mas cuando la aeronave hubo alcanzado su altura de crucero y hubo seguido la costa en dirección sur durante un rato, incluso esta fascinación se apaciguó. Gregor y Elizabeth se apartaron de la ventana y se relajaron como viajeros consumados. Salasso seguía durmiendo después de haberse fumado una pipa entera él solo.

—¿Todavía te apetece? —preguntó Gregor.

—Oh, sí. Será interesante aunque no encontremos ninguno. Quiero decir, ya sé que tú te sentirías decepcionado, pero…

—Ya, sé a lo que te refieres. —Gregor suspiró, observando la cabina. La mayoría de los pasajeros parecían estar en viaje de negocios, y o bien bebían alcohol en un intento bastante forzado por tranquilizarse, o manejaban hatajos de papeles y calculadoras de mano—. ¿Sabes lo que le hace falta a este mundo? Un viaje de Beagle. Alguien que apadrine un viaje lejano para explorar y recoger muestras.

—¿Y que regrese con una teoría de la evolución?

Elizabeth se rió, Gregor sonrió.

—Con pruebas de ella. Ya tenemos la teoría; lo que necesitamos es forjarnos una buena idea de cómo ha ocurrido, aquí. La historia del planeta.

Elizabeth contempló la serpenteante costa por un momento, antes de volver a fijarse en él.

—Sería complicado. ¿Cuántas incursiones ha habido? Ni siquiera podemos imaginar el número de grandes introducciones deliberadas de especies, mucho menos las accidentales. Seguro que se produce alguna cada vez que llega una nave estelar…

Se rió de repente.

—¿Qué?

—Me acabo de acordar. Una conversación con el patrón de una gabarra en Bailie’s. Me dijo que si te acercas lo suficiente a una de las naves puedes ver percebes pegados a ellas.

—Son unos bichejos tenaces, los percebes.

—Ajá. Pero éstos deben de ser capaces de sobrevivir al menos durante horas, a veces días, en el espacio.

—¡Percebes del vacío!

Elizabeth asintió.

—Ya lo ves, una nueva especie al alcance de la mano. Y seguro que se han extendido hasta aquí.

—De acuerdo. Llamaremos Percebe a la nave, y conseguiremos que nos patrocine alguna fábrica de pintura anticorrosiva.

La joven se frotó un ojo.

—Me parece que eso es un producto de los saurios, en realidad. Pero, sí, algo así. Navieras. Pescadores.

—Oye, a mí no me mires. A mi padre no es que le entusiasme la investigación pura.

—¿Qué hay del castillo?

—Ya están bastante ocupados con la Magna Obra.

Habían continuado con la conversación sin tomársela en serio hasta ese preciso momento.

—¿Cómo?

—Si tenemos éxito, la Magna Obra estará acabada. Completa. Y el castillo, la tripulación y las familias serán ricas. Así tal vez dispondrían de más dinero que invertir en investigación.

Miró afuera, y abajo. La línea de la costa se había adentrado en tierra, y ahora cruzaban el brazo horizontal del estrecho en forma de L, el Estrecho de Cargill, que separaba al subcontinente nororiental de su vecino más grande. El continente era tierra de saurios, tierra de dinosaurios.

—Sabes, creo que yo me animaría a hacer algo así. Surcar el mundo con el único fin de saber más acerca de él.

—Eso sería maravilloso —convino Elizabeth, con un tono de voz inusualmente somnoliento.

—¿Aunque nunca consiguiéramos conocer la verdadera historia del mundo?

—Sí, aun así.

Parecía que no quisiera seguir conversando; sacó un libro del bolsillo de su abrigo. Gregor siguió mirando por la ventana un rato más, antes de decidirse a emular a los pasajeros de negocios y trabajar un poco.

El papel era lo que más pesaba de su equipaje. Tiró de un enorme puñado de apuntes, cogió un bolígrafo de un bolsillo interior y empezó a repasarlos de nuevo. Representaban la mayor parte de una semana de trabajo por su parte y la de sus compañeros. Cuánto trabajo anterior había detrás, no se atrevía a imaginarlo. Aun así, era probable que fuese inexacto. Si localizaban a algún miembro de la tripulación original, y si todavía estaban en posesión de tecnología dura en buen estado (como había afirmado Salasso), y si estaban dispuestos a compartir y cooperar… tal vez las cifras y las estructuras de datos aquí resumidas constituyeran la base del perfil del modelo que él había imaginado. E incluso entonces, el problema de navegación en sí tendría que ser formulado y formateado apropiadamente antes de poder meterlo.

Si, por cierto, es que se podía. Sus ideas acerca de la capacidad de estas máquinas antiguas se basaban en poco más que leyendas familiares. Aun cuando fueran ciertos los informes más entusiastas e increíbles, lo más probable era que el paso del tiempo hubiera estropeado la maquinaria.

Basta. No podía hacer más que lo que estaba en su mano. Trabajó sin descanso durante un par de horas, haciendo una pausa tan sólo para beber un café que le trajo el auxiliar de vuelo. Observó que Salasso estaba agitándose. Se levantó y se reunió con él, dejando a Elizabeth dando cabezadas encima de su libro.

—¿Te encuentras mejor?

—Sí. —Salasso se asomó a la ventana y parpadeó—. Uno termina por acostumbrarse a las cosas más increíbles. Creo que ahora puedo cargar la pipa yo solo.

Eso hizo, la encendió, caló y se la pasó a Gregor. Cuando hubieron compartido dos pipas y el saurio hubo vuelto a perder el conocimiento, Gregor regresó a su asiento y descubrió que las cifras habían dejado de tener sentido. O, más bien, que su sentido era completamente distinto. Habían empezado a asemejarse a la estructura física del cerebro de calamar que habían modelado matemáticamente.

Un rato después, se despertó para descubrir que estaba tendido encima de la mesa y de costado contra la ventana, igual que Elizabeth. Ambos tenían un antebrazo apoyado encima de la mesa, y la mano de Elizabeth descansaba encima de la suya. Levantó la cabeza con cuidado, temeroso de lastimarse el cuello entumecido. Su pelo y el de Elizabeth se habían enredado. Mientras deshacía los nudos, la joven se despertó. Parpadeó y lo miró, aturdida pero empezando a sonreír. Se desperezó por completo y se apartó.

—¡Ouch! Perdona. —Se atusó el cabello con los dedos, liberándolo al fin, y se sentó derecha—. Te colocaste y te quedaste dormido y yo me dormí mientras leía. ¡Encima de ti!

—Ah, no pasa nada. ¿Para qué están los amigos?

—Buenas noches —dijo Elizabeth.

Gregor levantó la mirada de su montón de papeles y su taza de café.

—Buenas noches.

Elizabeth sacó su bolsa de noche de la mochila, recuperó su libro y se encaminó hacia el final de la cabina, donde una pequeña escalera de caracol ascendía hacia el interior del casco. Salasso dejó de observar la noche, o los reflejos, y levantó una mano lánguida. Casi todo el resto del pasaje se había acostado ya.

Escaleras arriba, dos giros. ¿Aumentaba la gravedad cuanto más te alejabas de la superficie? Parecía que sí. En el interior del chirriante y resistente casco de tela había un laberinto de pasadizos estrechos y tenuemente iluminados entre los traslúcidos abultamientos de plástico de las bolsas de gas. Utilizó el diminuto aseo y se encaminó a un camarote —poco más que una litera emparedada— de madera laminada. Balsa para las paredes, aluminio para la cama; un delgado colchón de espuma y edredón de plumas. Había sitio para ponerse de pie, y desnudarse, y colgar la ropa. La cama de arriba estaba demasiado baja como para sentarse con las piernas encogidas. Se tumbó de lado, con las piernas encogidas.

Gregor había aparentado cierta sorpresa, y agrado, al saber que ella quería venir. La verdad, había insistido, no era necesario. Salasso debía acompañarle porque tenían que seguir la pista de algunos rumores saurios… rumores tan obscuros que ni siquiera Tharovar estaba al corriente de ellos. Gregor tenía que venir porque iban a seguir la pista a algunas personas, quizá en lugares inhóspitos. Ella no tenía por qué correr ningún posible peligro. ¿Por qué no continuaba con el trabajo del laboratorio en su ausencia?

Le había dicho que no tenía ninguna intención de quedarse atrás. No se lo perdería por nada. Se pagaría el billete de su bolsillo si era necesario. James le había garantizado que el castillo pagaría su pasaje, ningún problema. Gastos de investigación.

Así que aquí estaba; acurrucada en un camastro estrecho, a escasos metros de Gregor, en busca de lo que podría ayudar a Gregor a llegar hasta Lydia. Su único consuelo era que el éxito parecía improbable. Genial.

El viaje de mil kilómetros y medio duró otros dos días más con sus noches. Pasaron los días casi igual que el primero; las noches en camarotes separados en el casco, entre las esferas de plástico de las bolsas de gas.

A la tercera mañana, durante el desayuno, Salasso llamó a Elizabeth y a Gregor.

—Mirad abajo.

La nave había descendido hasta lo que Gregor estimaba que eran unos setecientos metros. A sus pies, bajo un fulgurante sol bajo, se extendían los límites de la planta de producción. Aquí, aún se veía dispersa, pero no por eso menos impresionante. Los racimos e islotes de árboles, con sus verdes ramas en forma de «L» como los de una tabla de decisiones o un diagrama de llaves, proyectaban largas sombras. Algunos tenían hojas con forma de paraguas invertido; otros, en forma de diamante.

—Como cactos gigantes —dijo Elizabeth.

El saurio se había acercado y se había inclinado entre ellos; le olía el aliento a arenques ahumados.

—Correcto. La planta del cacto fue una de las fuentes de los genes originales. Claro que se ha añadido mucho desde entonces.

—Como las tuberías que los unen —comentó Gregor. Empezaba a comprender la escala de lo que estaba presenciando. Algunas de aquellas cosas medían cien metros de altura. La aeronave seguía descendiendo, y pudo ver puntos moviéndose en el suelo. Al principio había pensado que eran saurios, pero ahora vio que se trataba de vehículos.

Tragó saliva para aliviar la presión de sus tímpanos. La escala aumentó de nuevo… los vehículos eran cisternas químicas. Vio una carretera y su mirada se desplazó hacia el sur… hacia estructuras aún mayores, superpuestas al horizonte y acercándose.

—Aterrizaremos en Ciudad Saurio Uno dentro de veinte minutos —anunció el auxiliar de vuelo.

Salasso dijo algo.

—¿Qué?

Los labios del saurio se movieron.

—Su verdadero nombre. Algunas de las sílabas se encuentran fuera de la capacidad auditiva de los humanos.

—Ah —dijo Gregor, que había estado intentando pronunciarlo mentalmente—. Vale. Pues con Ciudad Saurio Uno se queda.

Conforme se acercaban al suelo se hizo evidente que la ciudad compartía los mismos materiales y formas de la planta de producción, pero expandidos y retorcidos en atalayas y torres de lanzamiento, plataformas y plazas, pistas aéreas y aceras. Estas estructuras estaban revestidas y pobladas de densos y decorativos macizos, versiones más coloridas y de aspecto más vegetal de la planta.

Se cernió sobre ellos una alta torre helicoidal, compuesta por tres troncos que sostenían una plataforma erizada de mástiles.

—Aterrizaremos dentro de dos minutos. Por favor, regresen a sus asientos.

Gregor siguió al resto en su descenso por la escalerilla, hecha —casi de forma alentadora— de algo que parecía bambú mutado. También la plataforma era de madera, pero sin planchas ni otras divisiones, y se balanceaba ligeramente. Había dos saurios sentados en una silla que sobresalía del borde de la plataforma, operando palancas que parecían controlar los sinuosos zarcillos que aseguraban la aeronave. Una bocanada constante de aire enfriado y oxigenado procedente de las estomas de la pared al final de la plataforma hizo poco por reducir el calor y la humedad.

—Por aquí —dijo Salasso. Los demás pasajeros, desembarcando o sencillamente estirando las piernas antes de proseguir su viaje hacia el sur, habían salido en tropel por una puerta de cristal de doble hoja. Gregor y Elizabeth cargaron con sus respectivos equipajes en pos de Salasso, trasponiendo un arco que se levantaba a su izquierda. En el interior, se encontraron con un pasillo verde de paredes lisas que desembocaba en una sala circular, con las paredes salpicadas de luces amarillas y verdes, e interrumpidas por más portales. Un círculo de asientos bajos, como hongos del corcho, ocupaba el centro de la estancia.

—Vamos a esperar aquí.

—Por lo menos se está más fresco —dijo Elizabeth, sentándose—. ¿Qué esperamos?

—Un transporte.

Otros saurios entraban y salían, en su mayoría atareados y sin mostrar curiosidad, aunque algunos intercambiaron palabras y gestos con Salasso.

—¿Por qué aquí y no con los demás pasajeros? —quiso saber Gregor.

Salasso se encogió de hombros.

—Habrán venido por negocios, camino del barrio humano. El alojamiento es más cómodo. Nosotros vamos a adentrarnos en la ciudad. Quizá más lejos. —Vaciló—. Lo siento. A lo mejor preferís quedaros con los otros humanos. No me importa seguir solo.

—Ni hablar —respondieron al unísono Gregor y Elizabeth.

—Bien. Por lo menos, podéis dejar aquí vuestro equipaje.

En una de las aperturas se alojó algo de golpe, ocupando el espacio a su espalda. A continuación, también eso se abrió, revelando una cámara pequeña y brillante, lo bastante grande como para que cupieran algunas personas de pie.

Salasso se incorporó y se acercó; Gregor y Elizabeth se apresuraron a seguir sus pasos y entraron con él.

—¿Qué es esto?

—Ya os lo he dicho. Un transporte.

Una sección de la pared se deslizó sobre la abertura. A continuación, sin previo aviso, cayeron al vacío. Gregor sintió cómo su cuerpo se tornaba liviano por unos segundos, y luego brevemente más pesado. La puerta corredera se abrió de nuevo, al exterior.

Cuando salieron y hubieron puesto el pie en la hierba, Gregor y Elizabeth se detuvieron y se quedaron atónitos. Al pie de las altas torres y silos eran como ratones en medio del bosque. La luz del sol, penetrando entre los troncos y reflejada en sus superficies de aspecto pulido, parecía que no proyectara sombra, tamizada por un filtro verde. Por todo el césped que abarcaban con la vista, había saurios paseando entre las torres, o sentados, o correteando por la hierba. La mayoría de estos saurios no se parecían a nada que hubiera visto antes Gregor. Se cubrían con una amplia variedad de atuendos y adornos: pantalones y chaquetas holgadas y aleteantes, mantos y trajes largos, capas y dagas, todo ellos de colores tan numerosos como vividos. También su altura variaba, desde los que eran más altos que Salasso hasta los que eran tan bajos que sólo podía tratarse de infantes. Unos gritos estridentes y aflautados inundaron el aire como el canto de los murciélagos.

Salasso volvió la vista atrás algunos metros por delante de ellos, y retrocedió un par de pasos.

—Se me había olvidado. Es la primera vez que viene aquí un ser humano.

Les hizo una seña, y lo siguieron hasta el lugar en que había tres saurios sentados en un montículo algo apartado del camino. Dos de ellos presentaban una estatura normal, uno iba vestido con un pijama negro, el otro con una túnica holgada. El tercero, que medía medio metro de altura, estaba arrodillado en la hierba y contemplaba absorto una caja de madera con ruedas que empujaba con ambas manos, se cubría con lo que Gregor confundió a primera vista con un traje velloso de cuerpo entero.

Observó entonces que el forro se tornaba más escaso en la nuca, y comprendió que se trataba del plumón del infante. Elizabeth se fijó al mismo tiempo y se acuclilló de inmediato a un par de metros del crío, mirándolo con atención. Salasso departía con los adultos; Gregor se mantuvo al margen, sin querer asustar a nadie. Le temblaban las rodillas. Nunca antes había puesto un humano la vista encima de una cría de saurio, ni siquiera en fotografía. Había oído especulaciones humorísticas y mordaces acerca de cómo los bebés saurios eclosionaban de huevos incubados por la arena caliente y vivían como bestias, huérfanos hasta que demostraran su capacidad para sobrevivir; que los saurios ni siquiera tenían descendencia, que eran tan estériles como antiguos; que eran construidos igual que robots por la planta de producción…

Deseó que se le hubiera ocurrido traer una cámara, para documentar la evidencia de este encuentro tan próximo.

El niño se giró para mirar a Elizabeth, se levantó. La cabeza era desproporcionadamente más grande que la de un bebé humano. Cuando los adultos emitieron unos cuantos sonidos alentadores, el joven saurio cruzó corriendo el césped y cayó en el regazo y los brazos de Elizabeth. La mujer lo arrulló, haciéndole cosquillas y acariciándolo; la cría le enredó el cabello con sus dedos dotados de garras y silbó.

—Se llama Blathora —informó Salasso—. Es una niña de dos años.

—Es una ricura. Monísima. Qué ojos más grandes. Qué cosa más bonita. Guau. Qué boquita.

—Tiene los dientes afilados —advirtió Salasso, cuando Elizabeth acarició los altos pómulos con los dedos—. Y le gusta la sangre de mamífero.

—Ah. —Elizabeth se apartó un poco—. ¿Gregor? ¿Quieres sostenerla en brazos?

—Oh, claro.

Acunando a la cría de saurio, sumergido en aguas negras tan profundas como el pasado de su especie, Gregor experimentó uno de esos momentos en que se detiene el tiempo. Lo extraordinario de aquel instante, el privilegio, lo sobrecogían. ¿Cuántos padres humanos confiarían su bebé a las manos siquiera de otro homínido, a uno de los altos y peludos hombres de las cumbres nevadas? Se encontró respondiendo a la confianza de los saurios, con una oleada de afecto y afán protector hacia aquella vida tan pequeña y significante a un tiempo.

Devolvió a Blathora a los adultos, y descubrió que la niña había dejado un grumoso pegote de guano blanco como la tiza en su muslo.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Gregor, tras media hora de pasear por la ciudad.

Salasso volvió la vista atrás.

—Esta zona es muy segura, está fuera de los procesos industriales. Es como un parque, pero más seguro. Se utiliza para relajarse, para jugar, y para enseñar. Espero encontrarme con alguno de mis antiguos maestros.

—¡Maestros!

—¿De qué te ríes?

—Tiene gracia pensar que los saurios tengan maestros.

—¿Creías que rompíamos el cascarón sabiéndolo todo?

—Hay gente que sí lo cree —dijo Elizabeth—. En serio.

—No, no es eso, es que… —Gregor se encogió de hombros—. No sé, supongo que os imaginaba recibiendo clases de las máquinas, o algo.

—¡Máquinas! —trinó Salasso. Se detuvo hasta que sus dos compañeros hubieron llegado a su altura, y continuó en voz más baja—: Tenemos una política, un acuerdo. No es obligatorio, pero… casi todos nosotros comprendemos que es necesario… no compartir demasiada información con vosotros, y menos relativa a nosotros. Somos un pueblo muy celoso, y cauto. Pero cuando escucho este tipo de cosas, desearía que fuésemos más abiertos.

Siseó entre dientes, un suspiro.

—Pero no podemos. Nuestras sociedades se tornarían menos distintas, y la más fuerte absorbería a la más débil.

Gregor miró alrededor y hacia arriba, de nuevo al complejo biotecnológico, resplandeciente y alienígena. Por espectacular que fuera, no le atraía.

—No creo que debáis preocuparos por ser absorbidos.

—Eso —repuso Salasso—, no es lo que nos preocupa.

Oh.

—¿Cuánta gente hay aquí? —preguntó Elizabeth.

—¿Saurios?

—Sí. En Ciudad Saurio Uno.

Salasso se encogió de hombros y agitó los brazos. Volvía a caminar delante de ellos, marcando el ritmo, ansioso. Las sombras se habían acortado, y la luz y el calor se habían tornado más intensos.

—Un millón o así. A ojo. No llevamos un censo.

—Hm. —Elizabeth miraba de reojo a uno y otro lado mientras caminaba, moviendo los labios, tocando las yemas de sus dedos con los pulgares.

—¿Qué haces? —preguntó Gregor, en voz baja.

—Estadística de población. —Le miró de soslayo—. Parece que hay un montón de niños… —Se rió—. ¿Cómo llamarlos… polluelos? ¿Pichones? Bueno… saurios pequeños. Pero si los cuentas, por hectáreas, y te fijas en cuántos de ellos reciben la atención de los adultos… parece que la tasa de reproducción es muy baja. Estrategia de K/R elevada.

—Irá de la mano con su longevidad.

Elizabeth zangoloteó la cabeza.

—¡No! No necesariamente. Limitan su población, tal vez lo justo para perpetuarse. No hay crecimiento.

—Mientras que nosotros…

Elizabeth esbozó una torva sonrisa.

—Nosotros, los humanos. Sí. ¿Tú cuántos primos tienes?

Agitó los dedos delante de ella.

—Tendría que quitarme las botas para contarlos, a menos que tengas una guillotina para puros.

Salasso se detuvo y miró atrás. Su boca se estiraba a los lados.

—¡Allí está! —gritó, señalando. A cincuenta metros de distancia, un saurio vestido con un largo abrigo azul se encontraba sentado en una silla de corcho delante de una docena de personas más pequeñas y jóvenes, a la sombra de un paraguas metálico.

A continuación hizo algo que nunca le habían visto hacer antes. Salió corriendo en dirección al saurio adulto, que se puso de pie y lo abrazó.

—Dioses del cielo —dijo Gregor—. Pero si tiene sentimientos, el muy cabrón.

—Yo ya lo sabía.

Algo en el tono de Elizabeth obligó a Gregor a volverse hacia ella, pero la joven tenía la mirada perdida. Salasso les hizo señas y les indicó que se acercaran.

De cerca, no era aparente la diferencia de edad ni de sexo del otro saurio, al menos para ellos. Los rasgos eran tan suaves como los de Salasso, el cuerpo —desnudo donde se abría el abrigo— tan neutral y asexuado en su anatomía externa como el del macho, que habían divisado en un par de ocasiones mientras nadaba, con escasez de detalles.

—Amigos, os presento a Athranal, mi venerable maestra.

Se presentaron.

—Buenos días —saludó Athranal, en un sibilante y afectado latín comercial—. Sed bienvenidos.

—Es un honor conocerla.

Se rió, siseante, sonando anciana por vez primera.

—Sí que lo es. Yo era joven cuando esta lengua era nueva.

Gregor sintió cómo se le erizaban los pelos de nuca. De repente estaban tan tiesos como las diminutas plumas del bebé saurio con el que había jugado. Prefirió pensar que la había entendido mal, o que su manejo del idioma estaba oxidado. Asintió educadamente.

—Buscamos a nuestros propios… ancianos.

—Eso me ha dicho mi mejor alumno. —Apoyó una mano en el hombro de Salasso—. ¡Salasso, Salasso! ¡Cómo me alegro de volver a verte!

Se volvió hacia los saurios más jóvenes —adolescentes, supuso Gregor— que se mantenían educadamente al margen, y profirió un discurso en el dialecto saurio que hizo que los pupilos se acuclillaran y se quedaran mirando a Salasso, que al cabo de un rato bajó los hombros y agachó la cabeza. Gregor se preguntó si habría aprendido el lenguaje corporal del azoramiento de los humanos.

Transcurridos cinco minutos, Athranal guardó silencio. Sus alumnos golpetearon el suelo con los pies.

—Y así nos despedimos —concluyó, propinando una palmada en la espalda a Salasso y volviéndose hacia los otros.

—Adiós, y suerte —dijo Salasso.

Gregor y Elizabeth pronunciaron la misma despedida.

—Tenemos que irnos —anunció Salasso.

A punto estuvo de llevárselos a rastras, casi los levanta en vilo cuando pasó junto a ellos, antes de correr hasta la base del pozo más próximo sin mirar atrás siquiera de soslayo. Con un apresurado vistazo por encima del hombro en dirección a la anciana profesora, que ahora recuperaba plácidamente su asiento, Gregor siguió los pasos del saurio, con las pisadas de Elizabeth aplastando la hojarasca a su espalda.

Tropezaron unos con otros en un ascensor. Se cerró la puerta corredera. Se les doblaron las rodillas cuando ascendieron, y fueron empujados de lado cuando aceleró horizontalmente.

—¿Qué sucede? —preguntó Elizabeth—. ¿Por qué no esperaste a que te lo dijera?

—Me lo dijo. —La respiración de Salasso se había vuelto profunda y rápida—. En esa… oración, indicó donde se encuentran. La antigua tripulación. Lo hizo de modo que los jóvenes no lo entendieran, pero yo sí lo entendí.

—¿Cómo?

—Un código. —El ascensor dobló una esquina y volvió a salir disparado hacia arriba—. Es algo parecido a lo que vosotros llamaríais un acróstico.

—¿Un qué?

—Iniciales de palabras que deletrean una palabra —explicó Elizabeth.

—Muchas palabras.

—¿Hiciste todo eso en tu cabeza? —inquirió Gregor—. Y ella habrá…

—Improvisado sobre la marcha. Es lista.

—¿Por qué no te lo ha dicho sin más?

Salasso se pasó un antebrazo por la frente, en curioso gesto inhumano, como si una mosca se frotara los ojos.

—Si los niños lo hubieran comprendido, podrían contárselo a sus padres, y habría quien pensase que los dioses no estarían complacidos.

Bueno, eso lo aclara todo, pensó Gregor.

—¿Y dónde están?

—En Nueva Lisboa y alrededores. En la feria de dinosaurios y el mercado cárnico. Tenemos que coger el vuelo. No habrá otro en varios días, y para entonces ya se habrá acabado.

El ascensor se detuvo de golpe, los zarandeó y los escupió en la sala circular. Emprendieron la carrera, acordándose apenas de recoger su equipaje, y salieron a la plataforma a tiempo de ver cómo la aeronave desaparecía detrás de las torres más lejanas de la ciudad.