nueve
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Desaparecido años luz ha

Elizabeth se sentó en un taburete junto a una mesa de laboratorio, sorbiendo el primer café del día, y contempló los diagramas de la pared. Los calcos anotados, revisados y garabateados del sistema nervioso del calamar parecían tener el mismo sentido que un manojo de raíces enterradas en un terrón cualquiera. En torno a ella los acuarios salinos emitían un siseo continuo conforme rezumaban burbujas de los bloques de piedra pómez al final de los tubos de ventilación; el pequeño generador eléctrico que los alimentaba zumbaba en una esquina del laboratorio, tan fiable como un corazón.

Levantarse de la cama le había parecido un acto heroico; vestirse, como ponerse una armadura; subir al tranvía como cabalgar hacia la batalla. Los sabios adagios estoicos proporcionaban escaso consuelo cuando lo que se quería sentir era placer y dolor: cualquier cosa antes que aquella tristeza apática. El único confort, y aún éste era frío, era saber que Gregor pronto se sentiría igual. Elizabeth no se imaginaba a Lydia quedándose, ni a Gregor marchándose con ella; ambos tenían demasiados compromisos. Ambos reconocerían tácitamente que desprenderse de sus respectivos hogares sería más doloroso que separarse el uno del otro; pero esa separación sería dolorosa de por sí. Se sorprendió un poco al descubrirse deseando que Gregor padeciera, y esperando que se fijara en ella de rebote.

Lo más probable era que el muy lerdo anduviera alicaído durante meses. Las funestas consecuencias del amor romántico no podían ser más evidentes en su caso. O en el de ella. Sólo los dioses sabían cuántas oportunidades de tener una aventura de una sola noche o una saludable y satisfactoria relación duradera había dejado escapar en el tiempo que había perdido obsesionada por ese hijo de perra. Y puesto que nadie conocía el motivo, se había ido forjando insidiosamente una reputación de carácter frío, de desinterés por el sexo. Había personas así, cuyo interés por alguna búsqueda intelectual o habilidad física o incluso por los negocios o la política no les dejaba tiempo ni energía para la intimidad humana. Era una forma de vida respetable, que no respetada… no tanto digna de admiración como de extrañeza.

No sentía ningún deseo de convertirse en una de tales personas, pero había ocasiones en las que temía serlo. Seguramente si fuese normal, y sus deseos fueran tan acuciantes como parecían serlo los de la mayoría de la gente, se habría sobrepuesto a la extrañeza de la situación, se habría arriesgado a ser rechazada, a pasar vergüenza, se habría jugado incluso su actual amistad, todo con tal de poseerlo una vez, de sorprenderle con una palabra tan honesta como apasionada o con un beso ávido.

Escuchó los rápidos y ligeros pasos de Salasso en el pasillo y se apresuró a componer su expresión, ofreciendo una sonrisa cuando hubo entrado el saurio.

—Buenos días —saludó Salasso. Descolgó con un dedo su bata de laboratorio de la percha y se la puso, ajeno como siempre al aspecto tan cómico que ofrecía: demasiada larga para su altura, demasiada corta para sus brazos, demasiado holgada para su torso. Alcanzó la tetera y la puso a hervir, desmenuzando un cubito de caldo de pescado en una taza—. Has madrugado.

—Quería meditar acerca de lo que estamos haciendo.

Era difícil adivinar hacia dónde miraba el saurio, tanto se estiraban las comisuras de sus ojos. Vertió el agua y la removió.

—Hmm. Ahh, eso está mejor. —Salasso sorbió la mezcla y se relajó visiblemente. Su especie sentía predilección por el pescado, y aversión por la pesca. La llegada de los humanos de Mingulay había propiciado que el pescado y los productos de la pesca pasaran de ser un manjar capturado en la orilla a una constante en la dieta de los saurios. Nada conseguía erradicar su repulsa por el mar y su temor a la pesca de altura. Por lo que sabía Elizabeth, Salasso era el primer saurio del que hubiera oído hablar nadie que llegase hasta el extremo de pisar una embarcación. A él no parecía importarle en absoluto—. Sí, hoy podríamos tener visita —continuó—. ¿Por eso te has vestido así?

Bajo la bata de laboratorio, Elizabeth llevaba una blusa de seda blanca de cuello alto y una falda de lino negro hasta la mitad del muslo, con medias negras y zapatos de piel. Era la primera vez que Salasso mostraba el menor interés por el atuendo de nadie.

—Sí, por eso. Para quedar bien delante del comerciante. —Y delante de su hija—. Nunca se sabe, a lo mejor se le ocurre invertir.

—O compartir sus conocimientos —añadió el saurio, riguroso con gazmoñería—. Nos queda mucho por aprender de los océanos de otros mundos.

—Además eso —respondió Elizabeth, distraída.

La cabeza de Salasso osciló un poco. Tal vez fuera insensible a los detalles de las expresiones faciales humanas, pero era muy receptivo a los tonos de voz.

—Te preocupa alguna cosa.

—Nada que pueda explicar.

—Quieres decir que no crees que yo pudiera entenderlo. Yo pienso que sí. —Los enormes ojos del saurio se clavaron en el suelo por un momento, antes de volver a fijarse en ella—. Nosotros también tenemos problemas de ese tipo. Pero los nuestros son más duraderos.

Elizabeth lo miró fijamente. Aquello era lo más parecido a un comentario sobre su vida personal, o sobre las relaciones en el seno de su especie, que hubiera pronunciado jamás el saurio.

Los estrechos hombros de Salasso se encogieron, y añadió:

—Tal vez eso nos haga demasiado diferentes como para que la conversación sea provechosa.

Antes de que Elizabeth pudiera pensar en algo que decir, la puerta del exterior se abrió de golpe y se acercaron unas voces, seguidas de unas pisadas. Gregor abrió la puerta de resorte del laboratorio y la aguantó mientras el comerciante y su hija entraban pasando a su lado. Iban vestidos con chaquetas, jerséis y vaqueros, como si acabaran de bajar de una embarcación. El espectáculo de cómo se conducía Lydia hizo que Elizabeth se sintiera poco atractiva y emperifollada.

El amplio y pecoso rostro de de Tenebre sonrió, su voz atronó.

—Buenos días —dijo, ofreciendo la mano—. Creo que nos conocimos en la fiesta.

—Cómo está usted.

Y ésta es mi hija, Lydia. Me parece que no os han presentado, Elizabeth Harkness.

Buena memoria para los nombres. Estrechó la mano de Lydia con tanta suavidad como le fue posible. Al mismo tiempo de Tenebre dijo, o cantó, algo que hizo que Salasso casi se inclinara sobre su mano, con una respuesta que parecía compuesta por la misma palabra/tonalidad, pero más deprisa. Tras un posterior intercambio de similares características, Salasso asintió y dijo:

—Es un placer conocerle.

—Lo mismo digo.

Al parecer satisfecho consigo mismo tras su políglota tour de force, el comerciante retrocedió un tanto y contempló los dibujos de las paredes, los tanques, las bandejas y el equipo.

—Interesante. Fascinante. He visto algo parecido allí en casa… —Se chupó un labio y chasqueó los dedos repetidas veces—. ¡Ah, sí, en el Museo Marítimo! ¿Te acuerdas, Lydia?

—Oh, sí. Me llevaste cuando era pequeña. Había un enorme estuche de cristal, y dentro guardaban una copia del cerebro y el sistema nervioso de un kraken, reproducido en cristal negro. Se parecía a ese dibujo, pero más grande.

—Dioses del cielo —dijo Salasso—, ¿alguien había diseccionado un Teuthys?

—Creo que había aparecido muerto en una playa —comentó de Tenebre, sin dejar de examinar su entorno—. Los científicos consiguieron conservarlo antes de que se pudriera, y luego lo disolvieron con no sé qué fluido que dejó intactos los nervios y el cerebro, los tiñeron, hicieron un molde de resina y construyeron un modelo de cristal. Una técnica de lo más ingeniosa. Aunque de eso hacía ya unos cuantos siglos, claro.

—Claro —repitió Elizabeth, impertérrita—. ¿Y qué aprendieron de eso?

—Oh, no demasiado, encantadora señorita. Por aquel entonces primaba el enfoque histórico natural. Observación y especulación. El método experimental todavía no había arraigado. Aun así… —Su sonrisa viajó de Elizabeth a Lydia—. Imprimió en mi niña un interés por la historia natural que todavía perdura.

Seguro que sí, pensó Elizabeth. ¡Seguro que colecciona mariposas, y flores, y plumas!

—Era interesante —dijo Lydia—. Aquel cerebro tan enorme y complicado, tan distinto del nuestro, con los troncos nerviosos tan gruesos como cuerdas, como raíces que sobresalieran de un tocón. Claro que el museo estaba repleto de criaturas interesantes, pero —se rió— fue el cerebro lo que me dio qué pensar.

—¿En qué te dio que pensar? —Elizabeth apenas pudo contener el veneno de su voz.

—En los idiomas —respondió Lydia—. ¿Es algo intrínseco a la anatomía neuronal de los cefalópodos su forma de comunicación por medio del despliegue de cromatóforos? ¿Varía según su especie como ocurre con los idiomas humanos? ¿Se trata de algo simbólico y abstracto o será fundamentalmente ideográfico y cuasi pictórico? ¿Cómo puede traducirse a los idiomas verbales y gestuales de los homínidos y los saurios? En cosas así.

—Ah. —Este sonido mínimamente comunicativo fue todo lo que logró pronunciar Elizabeth.

—Profundas cuestiones —dijo Salasso—. Nuestro acercamiento a tales problemas es modesto y, como sugiere tu padre, experimental.

—¿No estaréis diseccionando kraken? —preguntó de Tenebre.

—Dioses, no —dijo Gregor, tocando el codo de Lydia y conduciéndola en dirección a la mesa de laboratorio—. Diseccionamos inocentes calamares.

—¡Ajá! —exclamó de Tenebre—. ¡Según la hipótesis de la ascendencia común! Bueno, se diría que es un comienzo.

—Podría decirse —convino Salasso. Su voz denotaba una vibración tirante—. Pero… la ascendencia común no es ninguna hipótesis. Es una observación.

De Tenebre había empezado a deambular a lo largo de la estancia, contemplando los diagramas igual que el visitante de una galería de arte que sabe lo que le gusta.

—Tal vez para tu especie, Salasso. Para la mía, no obstante, seguirá siendo una hipótesis hasta que empecemos a vivir tanto tiempo como vosotros.

Salasso soltó un diminuto silbido de risa de saurio; por genuino humorismo u obsequiosidad, Elizabeth no lo sabía. Humorismo, supuso. Los saurios no solían pecar de lisonjeros. Salasso se unió al comerciante y comenzó a señalar entusiasmado los rasgos salientes o problemáticos del cartografiado neuronal. Gregor y Lydia ya se encontraban inclinados sobre una preparación encima de la mesa, con las cabezas casi juntas, hablando en voz baja.

Elizabeth recordó cómo se habían conocido Gregor y ella. En una demostración de laboratorio de la universidad, donde los alumnos eran seleccionados en parejas al azar para llevar a cabo un ejercicio clásico: la disección craneal de un cazón. El pez desprendía un olor nauseabundo, tenía que utilizar ingentes porciones de crema para la piel y llevar guantes de goma si no querías apestar a tiburón muerto durante una semana. El tipo que tenía al lado había sido tan galante de ofrecerse voluntario para practicar los cortes, permitiendo que ella se concentrara en el dibujo del cerebro, los nervios ópticos y los globos oculares que constituían el objetivo del ejercicio. Recordó cómo sus grandes dedos asían el escalpelo, la precisión y la confianza con que había traspasado el cráneo cartilaginoso y lo había abierto, sus inteligentes comentarios. Ése no era el primer cazón que veía de cerca: los había troceado —para convertirlos en carnaza, y por curiosidad— en la cubierta del barco de su padre.

Apenas habían cruzado las miradas —bueno, él apenas la había mirado y, tras las primeras miradas de soslayo, ella apenas se había atrevido a mirarle— y esa camaradería aparente, cómoda y proyectada hacia el exterior había establecido el tono de su relación desde aquel preciso momento.

Anduvo bruscamente hasta otra mesa y se puso a trabajar recalibrando un lector de electrodos, tarea tediosa y delicada que había de repetirse cada mañana, debido a los cambios de humedad y temperatura operados durante la noche. El trabajo la absorbió, permitiéndole desconectarse de la animada conversación de Gregor y Lydia. El saurio y el comerciante proseguían su recorrido turístico por el laboratorio; podía escuchar retazos de su conversación, que alternaba el inglés y el latín comercial, así como fragmentos del dialecto saurio. No le ofendía que de Tenebre hubiera elegido a Salasso como portavoz del equipo; la inteligencia superior del saurio y su honestidad hacían de él, como cualquier comerciante tan experimentado como éste debía saber, alguien poco inclinado a las tonterías (Salasso le había explicado en cierta ocasión, con perfecto aplomo, que las cualidades de la inteligencia y la honestidad estaban ligadas: con la inteligencia suficiente uno podía darse cuenta de las consecuencias ramificadas de una mentira, el elevado coste de energía de procesamiento mental que era necesaria para sostenerla, y procuraba evitarla. «Quizá esta relación no se aplique a los homínidos», había añadido, con hiriente tacto).

El silencio la obligó a levantar la cabeza. El comerciante se encontraba solo al frente igual que un profesor de universidad, Salasso se había hecho a un lado, Lydia y Gregor seguían sentados juntos.

—En fin, amigos —comenzó de Tenebre—, esto ha sido de lo más interesante. Fascinante. Debo decir que es la investigación biológica más avanzada con la que me haya cruzado. Estoy seguro de que vuestros antepasados llegaron más lejos, pero los míos no. Ni mis contemporáneos. —Ensayó una sonrisa arrebatadora—. ¡A menos que las academias de Nova Babilonia hayan cambiado su enfoque en el último siglo, claro está!

Se acercó a una mesa y se reclinó contra el borde de la misma, con gesto confiado.

—Ahora bien, yo soy un hombre práctico, y no tengo ni idea de qué uso práctico podría tener esta investigación. Pero no me cabe duda de que para cuando regrese aquí, habrán surgido útiles aplicaciones, para la medicina, para la industria, para saben los dioses qué. Posiblemente incluso para el cálculo… tengo entendido que el Cosmonauta lord Cairns está interesado en algo que él llama «redes neurales», y que os ha estado animando para que encaminéis vuestro trabajo a tal fin.

Gregor echó un vistazo por encima del hombro en dirección a Elizabeth, arqueando las cejas medio segundo. Elizabeth se permitió encogerse de hombros casi imperceptiblemente y menear la cabeza. Salasso, comprobó, había escogido aquel momento para mirar por la ventana.

Si de Tenebre reparó en aquella breve escena muda, no dio señales de ello, sino que continuó:

—No importa. Lo que sí importa es que habrá dinero que sacar de ello, y estaría encantado de contribuir con algo de dinero ahora para poder participar de los beneficios en un futuro.

—Gracias —dijo Elizabeth, antes de que pudiera hablar nadie más—. Eso nos interesaría mucho. Creo que el siguiente paso sería discutir con los sindicatos su propuesta de inversión.

Salasso asintió vigorosamente; Gregor volvió a girarse, aún perplejo, pero complacido. Cuando hubo recuperado su postura, agradeció su confianza al comerciante.

—Bueno —dijo de Tenebre—. Naturalmente hay detalles que pulir, cuestiones de propiedad intelectual… la información tiene un precio, y todo eso. Y querréis aseguraros de que ni vosotros ni vuestros sucesores tengan las manos atadas, en lo referente a las líneas de investigación a seguir. —Levantó las manos, mostrando las palmas—. Nada de eso debería suponer ningún problema; de veras quiero y espero que ambas partes salgan beneficiadas. Mi consejero legal dispone de un contrato estándar, y nunca hemos recibido quejas.

—Por nosotros, estupendo —dijo Gregor, con cautela—. También nos gustaría participar en cualquier debate.

—Desde luego. Pero, en serio, si lo hacemos como es debido esto no afectará a nada de lo que hagáis; tan sólo dispondréis de más recursos con lo que hacerlo, y dentro de cien años vosotros o vuestros sucesores me pagarán una porción más que razonable de las ganancias cualesquiera que puedan resultar de ello.

Gregor se puso de pie y estrechó la mano de de Tenebre; Salasso y, tras un momento, Elizabeth hicieron lo propio.

—Estupendo, estupendo —celebró el comerciante. Sacó un reloj de su bolsillo y lo consultó—. En fin, seguro que tenéis cosas que hacer… igual que yo. Algunos de mis sirvientes están ocupados en la universidad, comprando grandes cantidades de libros e instrumentos. Nos marchamos pasado mañana, camino de Nueva Lisboa… resulta que este año el mercado cárnico se ha adelantado. Esta noche me reuniré con mi consejero, y…

Lydia se incorporó de su asiento junto a la mesa como impulsada por un resorte, con un sonoro sollozo y sorbiendo por la nariz, y salió corriendo de la estancia.

—Disculpadme —dijo Gregor, antes de desaparecer tras ella.

De Tenebre se quedó mirando la puerta durante algunos segundos. A continuación, ruborizado y con el ceño fruncido, se marchó.

Gregor la encontró al otro lado de la puerta principal, frente a un nicho practicado en la tosca pared, cubriéndose los ojos con un brazo.

Le pasó el brazo por los hombros y la dio la vuelta. Lydia enterró su rostro surcado de lágrimas en el hombro de Gregor y se estremeció durante un minuto.

—Sabía que no teníamos mucho tiempo —dijo, sorbiendo y jadeando—, pero esto no es justo.

Gregor oyó cómo se abría la puerta, y los pesados y apresurados pasos del padre de Lydia se detuvieron a su espalda.

—¡Oh, en el nombre de Zeus! Por favor. Lydia. Deja de llorar, siéntate y hablemos de… de lo que sea que esté ocurriendo.

En el exterior de los bloques laboratorio había una zona de mesas y bancos de madera colocados boca abajo, frente a la orilla, asolado por remolinos de aire donde el sempiterno viento golpeaba las paredes y apenas utilizado para su propósito original, que era servir de merendero. Se acercaron a una mesa, Gregor y Lydia se sentaron en un lado y de Tenebre ocupó un espacio diagonalmente enfrente de ellos. Al cabo, los hombros de la muchacha dejaron de estremecerse y se inclinó hacia delante, con los codos sobre la mesa, levantando el rostro de golpe y mirando fijamente a su padre.

—¡No podemos marcharnos dentro de dos días!

De Tenebre se rascó la nuca.

—Lo lamento. Ya veo lo que ha ocurrido. No puedo decir que os culpe a ninguno. Soy un hombre razonable, y me preocupan vuestros intereses. Sobre todo los tuyos, Lydia, eres mi hija. No haría nada que pudiera hacerte daño, lo sabes. —Dedicó una mirada fría a Gregor—. Como tampoco permitiré que nadie te haga daño. Espero que este hombre no te haya hecho, ni exigido, ninguna promesa.

—¡No! —exclamaron ambos al unísono, indignados.

El comerciante exhaló un largo suspiro.

—Bueno, entonces no es tan malo. Los corazones tienen remedio, pero las palabras no, ¿eh?

El adagio filisteo y poco serio sorprendió a Gregor. Intentó contener su mal genio, que sabía que no haría ningún bien a nadie. Para entonces Lydia también lo rodeaba con un brazo, con fuerza. Eso le dio valor para hablar.

—La amo. Podría amarla para siempre.

El brazo de Lydia se tensó a su alrededor, y le dedicó una sonrisa.

—Sin duda eso es lo que sientes —repuso de Tenebre, con una especie de fría simpatía—. Y créeme, lo entiendo. Pero… no puedo permitir que eso afecte a mis actos. Tenemos que irnos. —Suspiró—. Y hoy tengo más citas.

El sol temprano caía de soslayo sobre ellos, la brisa procedente del mar tiraba de sus ropas. No muy lejos de la costa, los campos de la gran nave crepitaban y zumbaban. Lydia bajó la mirada, recogió unos copos enguijarrados de su manga, frunció el ceño y sorbió por la nariz.

—¿No podría quedarme una temporada? Me podría reunir contigo en Nueva Lisboa. ¡Además, aquí tienen transporte aéreo!

—Oh, Lydia —dijo su padre, con una mezcla de impaciencia y ternura—. No confiaría ni un siervo a una de estas bolsas de aire o cometas, como para confiarte a ti. Dejando aparte los accidentes, son poco fiables e impuntuales.

Era cierto, y Gregor sabía que no podía objetar nada.

—Iré contigo.

De Tenebre se reclinó y soltó un bufido.

—¿Para seguir nuestra estela durante tres semanas? No se me ocurre una manera mejor de prolongar tu dolor… o el de Lydia.

—No —dijo Gregor, súbitamente aturdido por su determinación—. Me refiero…

De Tenebre alzó una mano, negó con la cabeza.

—¡No! —ladró—. No pienso escucharlo. No permitiré que lo digas. Viajar no es vida para quien no haya nacido para ella, y sin duda no para ti. Tu vocación es otra, amigo. No desdeñes los dones que te han concedido los dioses. Y ellos no te han dado a mi hija… —Hizo una pausa, cavilando—. O, si lo han hecho, será por medio de tu trabajo y tu talento como habrás de merecértela.

Gregor cerró los ojos con fuerza durante algunos segundos. Temía que de un momento a otro pudiera empezar a sollozar aún más que Lydia. Las palabras del comerciante fueron calando lentamente. Lo miró.

—¿Qué quiere decir con eso?

De Tenebre se incorporó y se inclinó hacia delante apoyándose en los nudillos.

—Pretendemos quedarnos medio año en Croatano. Puedo dejarte un calendario de nuestra ruta más tarde, todos los puertos de escala hasta Nova Terra. Tu jefe, lord Driver, me ha hablado de la Magna Obra de tu familia. Lord Cairns, tu abuelo, lo ha confirmado. Tienen grandes esperanzas depositadas en ti. Si las cumples, podrás seguirnos por tu cuenta, y reunirte con Lydia en cuestión de algunos meses o años de tu vida e incluso menos tiempo de la de ella. Tráeme una nave. Si lo haces, Cairns, podrás quedarte con mi hija, y yo estaré siempre en deuda contigo.

Gregor sintió cómo se retiraba el brazo de Lydia. El mundo se tomó, por un momento, blanco y negro y cargado de estática. Respiró hondo varias veces. Su primer pensamiento fue de ultraje ante aquel desafío, esta oferta de cambiar a Lydia por una nave, o por mercancía. Entonces…

Las ideas encajaron, click-click-click, como puertas lógicas. Si Hal Driver y James Cairns le habían dicho al comerciante que la Magna Obra podría completarse en un plazo de tiempo razonable… eso explicaría el reciente apremio de James al respecto, y al mismo tiempo dificultaba despreciar la sugerencia de de Tenebre por irrazonable. Y si James estaba interesado en la investigación en equipo por tener algo que aportar al cálculo, algo que ver con las redes neurales, entonces es que existía alguna conexión entre lo que habían estado haciendo y la Magna Obra…

Un escalofrío se apoderó de él cuando comprendió cuál podía ser esa conexión. Se desplegó ante sus ojos, el mapa del sistema nervioso del calamar superpuesto a las estructuras de datos del problema de navegación. Comprendió la arquitectura de la mente que podía comprender el problema, y al hacerlo se comprendió a sí mismo. Podía ver, en principio, cómo podía resolverse el problema.

Parpadeó, y el mundo regresó, a todo color y en alta resolución. Lydia y su padre lo miraban con expresión extraña.

—Me sorprende ver que parezcas tan complacido —dijo de Tenebre. Se enderezó y retrocedió un paso—. Y animado. Tenía miedo de que tus mayores estuvieran faroleando para conseguir un trato.

Un trato… Gregor comprendió otra consecuencia añadida de su sucesión de ideas. El pacto que había ofrecido el comerciante al equipo le proporcionaría una participación en todos sus futuros resultados y aplicaciones… y si su investigación estaba ligada a la Magna Obra, le concedería una participación en las grandes empresas navieras estelares que había perfilado James. Voz y voto permanente en todos sus futuros, y en el futuro de Mingulay, que estaría por tanto vinculada a Nova Babilonia.

Pasó las piernas por encima del banco y se irguió, encarándose con el comerciante.

—No estoy complacido en absoluto. No le prometo nada, y no aceptaré la oferta referente a su hija porque la que tiene que decidir es ella. —Se colocó detrás de Lydia, y apoyó la yema de los dedos con delicadeza sobre sus hombros—. Tal vez sea vuestra hija, pero su vida es suya y de nadie más, no es algo con lo que puedan comerciar las familias. Por eso mismo la quiero tanto. Desde el principio supe que no tenía ninguna esperanza, pero se puede amar sin esperanza.

Lydia alargó una mano y asió la de él.

—Es cierto —continuó Gregor—, que no puedo acompañaros ni pienso hacerlo. Si Lydia siente por mí lo que siento yo por ella, se quedará aquí. Si no… haré todo lo posible para seguiros. Pero lo que haga Lydia entonces, o ahora, es elección suya. Lo que voy a hacer yo ahora es regresar al laboratorio y apelar a mis colegas para asegurarme de que vuestra oferta de subvencionar nuestro trabajo sea declinada educadamente.

La presa a la que sometía Lydia a sus dedos comenzaba a resultar dolorosa.

En ese momento lo soltó, se levantó de la mesa y se quedó mirándole, con los ojos empañados de lágrimas.

—¡No! ¡No lo entiendes! ¡Lo que deberías hacer es venir a buscarme con lo propia nave! ¡Cuándo lo dijo mi padre, sentí por primera vez que teníamos alguna esperanza! Debes lograr algo para merecerte una mujer, así es con nosotros. ¡No me sentiría como mercancía! ¡Si me amas, lo harás!

Qué distintos son nuestros mundos, pensó Gregor. Y qué parecidos. Ella podría haber tenido el suyo. Todavía podía.

—Te quiero —dijo Gregor. Dio media vuelta y se alejó. No volvió la vista atrás, pero a cada paso esperaba (por el suave césped, y los crujientes guijarros, y el resonante pasillo de baldosas del laboratorio) que Lydia acudiera corriendo a su encuentro.

No lo hizo.

—Se va —dijo Elizabeth, desde la ventana del laboratorio.

Gregor levantó la vista de una mesa cubierta de hojas de papel. Papel blanco y tinta negra, con formas garabateadas, salpicadas de números. Se sentía completamente apagado, como llevaba sintiéndose desde hacía cuarenta y ocho horas. Incapaz de explicar los motivos de su objeción a la subvención del comerciante a cualquiera excepto a James —que le dio su aprobación, y se había apresurado a reunirse con los sindicatos para confirmar la objeción— se había ganado el rechazo de su equipo, y del departamento. Todo el mundo pensaba que había algún tipo de escándalo tras ello, alguna ofensa sufrida o cometida, algo turbio.

Pero aun así, azuzado por el primitivo impulso primate que anhelaba cualquier tipo de estimulación visual, se obligó a levantarse y llegó hasta la ventana. Otro día soleado y espléndido. Los últimos esquifes entraban con premura en las ensenadas del casco de la nave estelar, como murciélagos marinos que aterrizaran en sus nidos de los acantilados. Las gabarras y las embarcaciones de recreo, al igual que los pequeños aeroplanos zumbadores, permanecían inmóviles o sobrevolaban en círculos a una distancia prudencial.

Los costados de la nave resplandecían con luces de colores que representaban nombres y logos, banderas y símbolos. Las ensenadas y las escotillas se sellaron sin dejar fisura. A su alrededor, el agua se combó, hasta que la nave hubo dejado de flotar y se quedó oscilando ligeramente sobre una vasta depresión poco profunda. Comenzó a elevarse muy despacio. El fuego de San Telmo crepitó en los mástiles a un kilómetro y medio de distancia. El menisco de agua se alzó bajo la nave, hasta que el océano se hubo encumbrado una braza por encima del nivel del mar.

Fue entonces cuando el agua se desplomó, proyectando una crecida que balanceó a los botes lejanos, y la nave se elevó más deprisa, como si hubiese soltado amarras. Comenzó a moverse hacia delante conforme continuaba acelerando, y en cuestión de un minuto se perdió de vista en el resplandeciente e insondable azul del firmamento.

Gregor se dio cuenta de que estaba estirando el cuello para ver mejor, con la mejilla pegada al cristal. Dejó de ponerse de puntillas, retrocedió un paso y dio la espalda al horizonte. Elizabeth y Salasso estaban delante de él, el saurio sin expresión discernible, la mujer con una sonrisa tentativa.

—Bueno, ya está —dijo Gregor—. Se han ido.

En ese momento la emoción regresó a él, inundando sus venas y sus nervios con un alivio abrumador. El dolor de la marcha de Lydia, y el dolor por no saber a ciencia cierta qué significaba esa marcha, rompió la presa de su depresión analgésica. Se sentía tan recuperado que sonrió.

Lydia se había marchado, pero seguía teniendo amigos, y seguía teniendo trabajo, y era súbitamente evidente cómo sus amigos y su trabajo podían permitirle volver a ver a Lydia.

—Sí, en fin… —decía Elizabeth. Gregor avanzó y la agarró por los hombros, sonriendo. La mujer estuvo a punto de retroceder, pero su sonrisa se ensanchó.

—Tengo algo que decirte. —Los hombros de Elizabeth, bajo la tosca lana del jersey, se estremecían de un modo que le recordaba dolorosamente el tacto de los hombros de Lydia. Soltó una mano y la apoyó en el hombro del saurio—. Es sobre el salto estelar.

—Oh —dijo Elizabeth. Su semblante se ensombreció durante un fugaz momento, apartó la mirada y la volvió a fijar en él, interesada—. Bueno, no nos tengas en vilo.

Pero eso fue precisamente lo que hizo, durante todo el largo paseo hasta el castillo y a través de los pasillos y escaleras. Portando los papeles en los que había estado trabajando enrollados bajo un brazo, se encaminó hacia el cuarto del Navegante. Estaba vacío.

Indicó el sofá con un ademán.

—Poneos cómodos… eh, ahí no, que hay una mancha de café.

Elizabeth se sentó en un brazo del sofá, Salasso encontró un hueco que no estuviera manchado ni atestado de libros y carpetas, enlazó las manos detrás de la cabeza y se reclinó con las piernas estiradas… una postura humana que había adoptado, pero que su altura, o falta de ella, no ton tribuía a facilitar.

—A ver, cuenta.

—Nuestra familia lleva generaciones trabajando en un problema de navegación —dijo Gregor—. Por lo menos eso seguro que lo sabéis. No es ningún secreto. Lo que he observado es que la solución real a este problema requiere una mente no humana, más concretamente una mente de calamar, y que nuestros estudios de neurología cefalópoda pueden contribuir a simular una mente de estas características… a grandes rasgos, por supuesto, pero es el perfil, la estructura, la arquitectura, si lo preferís, lo que cuenta.

Salasso había renunciado a su postura reclinada y ahora estaba inclinado hacia delante, tenso.

—Ya veo, ya veo. ¡Los potenciales eléctricos, la anatomía tosca y delicada, sí! ¡Sí! ¿Pero cómo pretendes simularla?

—Con una calculadora, claro está. El cerebro es un ordenador, y cualquier ordenador es capaz de simular otro.

Elizabeth paseó la mirada por las calculadoras.

—¿Con estos montones de chatarra?

—Si es necesario, sí. Pero espero que sea con ellas y muchas más, funcionando en paralelo.

—Aun así tardarían una eternidad.

Gregor entornó los ojos.

—Oh, ¿acaso lo sabes?

—¡Hombre, puedo darte un cálculo aproximado!

Gregor se incorporó de un salto.

—Lo tengo todo en la cabeza, puedo ver cómo podría hacerse. La estructura del problema y la estructura del cerebro encajan de una manera asombrosa, es como si estuvieran hechas la una para la otra. —Comprendió lo que acababa de decir, y añadió—: Quizá lo estén.

Salasso no dijo nada, pero parecía que sus labios se hubieran vuelto, si tal cosa era posible, aún más finos.

—Pero tienes razón —continuó Gregor—. En teoría, sí, un ordenador puede simular otro. Pero no es posible hacerlo rápidamente, sin ordenadores mucho mejores que los que tenemos. —Apretó los puños—. Ahora, si todavía tuviéramos los ordenadores que trajo consigo la primera tripulación de la nave…

—Eso tal vez sea posible —dijo Salasso.