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Terceras personas de confianza
—Verás —dijo Jason, masticando una loncha de fritanga y paseando la mirada por la cafetería del sindicato—, la seguridad de este sitio no es que sea un alucine. Físicamente, ya sabes. —Señaló con una mano las amplias ventanas, una de las cuales estaba entreabierta.
—A mí me lo vas a contar —refunfuñó Jadey—. En el lugar del que vengo, una oficina del sindicato, o cualquier otro sitio igual de subversivo, sería mucho más defendible.
Habíamos convertido la reunión de negocios en un desayuno de trabajo a las once A.M., al que había invitado a Jason, Tony y Alec Curran, todos los cuales estaban dotados de útiles habilidades, era poco probable que nos traicionaran y eran de la Red. Eso sí, tampoco es que hubiera correlación alguna entre estos tres hechos. Antes había hablado de los dos antiguos programadores con Jason —en privado, por teléfono— y éste me había garantizado que eran de fiar.
La cafetería estaba bastante llena a esa hora de la mañana, en su mayor parte de subcontratistas y de voluntarios de la Red; el sindicato se enorgullecía de no tener ni un solo empleado a jornada completa y de no pagar ni un solo sueldo oficial. Los que no estaban enfrascados en sus propias conversaciones estaban viendo la pared de vídeo, donde alguna cadena de TV matinal había organizado un debate entre el Papa, en su casa de Roma, y el Moderador de la Asamblea General de la Iglesia de Escocia, en su casa de Harare, Zimbabue. Los intentos del moderador por sacar a relucir alguna diferencia teológica referente a la cuestión de la vida en el espacio se estrellaban contra un frente unido cristiano encomiablemente firme. La Iglesia, se diría, había creído siempre que el cielo que cubría nuestras cabezas estaba habitado por inteligencias sobrehumanas, no divinas.
Curran gesticuló peligrosamente con su tenedor para retener nuestra atención, hasta que al fin consiguió tragar. Se volvió hacia Jadey.
—Lo que pasa es lo siguiente —dijo, con un exasperante tono de paciente explicación—. Podríamos convertir este sitio en una fortaleza, ¿pero de qué serviría? Si al estado se le ocurriera echársenos encima, las fuerzas que destacaría serían imparables. No hay manera de que pudiéramos derrotar al estado jugando a la violencia. La violencia es lo que mejor se le da. Lo que ya no se le da tan bien es propagar sus ideas, y al final son las ideas que hay en las cabezas de las personas lo que las animan a decidirse a utilizar o no las armas que estén empuñando. Al estado se le da bien aplicar la fuerza, pero no legitimar esa fuerza. Así que mientras la mayoría de la gente piense que no hacemos daño a nadie y que se nos debería dejar a nuestro aire, tendremos muchas posibilidades de seguir a nuestro aire. Convertirnos en un campamento armado repercutiría en contra de eso, incluso suponiendo que nos dejaran hacerlo.
—Yo estaba pensando más bien en una infiltración física —repuso Jason, moderadamente—. Polvo inteligente y tal.
—Presión positiva —intervine—. Las ventanas expulsan, no absorben. Además, aquí no hay contramedidas electrónicas. No es que esté a la última, pero no está mal. —Dediqué una sonrisa a Jadey. Los dedos de sus pies estaban explorando mi empeine por debajo de la mesa—. Más que suficiente para labores gubernamentales. No, en serio, creo que el único problema al que nos enfrentamos es la ingeniería social inversa y, como dice Alec, ese problema es político, no físico. Aquí estamos tan a salvo como en cualquier otra parte.
Jadey parecía dubitativa.
—Pero habrá otros lugares donde se pueda disfrutar de un poco más de intimidad. En las Tierras Altas, a lo mejor.
Curran estuvo a punto de atragantarse; los demás nos limitamos a sonreír.
—Las Tierras Altas son lo peor —dijo Curran cuando hubo recuperado el aliento—. La reforma del terreno le supuso un montón de apoyo al Partido por allí.
—Oh, vale. —Jadey aparcó el asunto—. Supongo que esa sala da ordenadores tiene pinta de ser lo bastante segura. Lo haremos desde allí, ¿no?
—Sí.
—Bueno, ¿y qué es eso que vamos a hacer desde allí? —quiso saber Tony.
—Básicamente —dije, con mucho tiento—, vamos a trabajar en un encargo para el que me contrataron ayer. Necesito que los tres me echéis una manita, y podéis daros por subcontratados según la tarifa estándar si queréis. —Hice un gesto con la mano—. Ya aclararemos luego lo del trabajo con los monitores. ¿De acuerdo hasta aquí?
Todo el mundo asintió con la cabeza.
—Estupendo. No obstante, nuestra amiga Jadey se ha topado con un conjunto de archivos de la AEE. Y ya sabéis todos que eso ha adquirido una inesperada importancia, y lo… Bueno, recordaréis lo que decía Charlie anoche.
Tenía toda su atención.
—Me gustaría saber qué es. ¿Le parece bien a todo el mundo?
Los dos viejos decodificadores respondieron con sendas sonrisas bucaneras; Jason asintió con gesto solemne.
Miré en rededor.
—Vale. ¿Preparados?
Cogimos los últimos cafés y salimos en tropel escaleras arriba, en dirección a lo que Jadey había llamado la sala de ordenadores. Alec hizo un comentario acerca de la gracia que tenía eso, cómo le recordaba otros tiempos… pero se trataba de un conjunto de herramientas concienzudamente moderno de lectores y gafas de RV y contactos que nos pusimos todos cuando nos apiñamos alrededor de los anticuados teclados y monitores. Me había preocupado de enganchar ya mi equipo de IA, tenía copias de todas ellas y de mis bibliotecas de software habituales almacenadas a salvo en los núcleos del propio edificio; lo primero que había hecho por la mañana era ponerme en contacto con la agencia dos veces (saltándome las musitadas protestas de Jadey; saltándome las piernas de Jadey…) y había confirmado que el contrato de AEE seguía siendo válido, incluso tras el sorprendente e histórico anuncio de anoche.
Había pedido que me acompañaran los dos decodificadores. Tony y Alec por si teníamos que enfrentarnos directamente al anticuado software subyacente del sistema de la AEE. Las especialidades de Jason, forjadas en sus diversos negocios suplementarios de falsificación de documentos de identidad, eran el trabajo con RV y los sistemas de seguridad. El trabajo con RV parece sencillo, pero sin un buen conocimiento de clasificación, de los atajos y de las metodologías de búsqueda se convierte en la búsqueda física de un objeto diminuto en un lugar enorme, no ya una aguja en un pajar sino una aguja en medio de una pradera.
Hice una pausa, con las gafas sobre el puente de la nariz. Jadey estaba sentada en el banco de trabajo adyacente, balanceando las piernas igual que una niña aburrida y haciendo algo delicado a sus uñas con una navaja retráctil de dimensiones desproporcionadas.
—¿Quieres unirte a nosotros?
Negó con la cabeza.
—Estaré alerta.
No creo que haga falta, pensé, pero si era así como quería jugar…
—Por mí vale. Muy bien, muchachos, seguidme.
Terminé de calarme las gafas y las ajusté cómodamente sobre mis ojos. Un parpadeo y ya estaba dentro, con mi ángulo de visión flotando delante de una renderización abstracta del proyecto, en forma de monolítico libro cerrado. Los demás observaban por encima de mis hombros; podía sentir su presencia en la nuca, aunque si miraba atrás, no podía verlos; producía una sensación extraña y extraordinaria, como la de ser el blanco de las miras de un fantasma. Mis IA revolotearon a nuestro alrededor igual que pájaros excitados cuando abrí el libro. Una cascada de índices se derramó por todo el espacio virtual.
La información verdaderamente necesaria para un sistema de planificación de requerimiento de materiales era una fracción apenas detectable de lo que había allí. Lo que más me urgía descubrir era si el producto final del proceso estaba definido o descrito en alguna parte, y en tal caso, qué era. Afortunadamente, éste era el tipo de cosas para las que se habían inventado el software y las habilidades de dirección de proyectos, así que introduje a mis tropas en la selva al grito mental de ¡Banzai!
Las reformas del complejo de refinería que habíamos visto antes Jadey y yo eran el lugar obvio donde empezar, por lo que así lo hice. Al mismo tiempo ordené a las IA que rastrearan la información, valiéndose de criterios de búsqueda conceptuales para seleccionar cualquier referencia sobre volumen o terminación de producción.
La primera cosa de la que me di cuenta, ahora que tenía tiempo de mirar con atención, era que me había equivocado de medio a medio con la escala; la «refinería» era en realidad un mero puñado de salas repletas de maquinaria increíblemente diminuta. Me puse a pensar de inmediato en esa maquinaria y en los medios necesarios para crearla, para dotar a unas tuberías de ese diámetro de las tolerancias necesarias, el coste que supondría abastecer siquiera a unas cuantas moléculas de isótopos estables transplutónicos —raros átomos artificiales de la «isla de estabilidad» con pesos atómicos de escasos cientos— e iniciar un proceso de producción, o al menos un plan de abastecimiento, cuyo producto sería esta máquina, cuyo producto aún desconocía. De cerca, la máquina parecía casi orgánica; poseía esa complejidad evolucionada, azarosa y no planificada que puede apreciarse en las micrografías de electrones de las células y en los flujogramas de las mitocondrias.
—Parece el puto ciclo de Kerbs —musitó Alec, en algún punto en la distancia detrás de mi oreja derecha. Al mismo tiempo, atrajo mi atención la agitación de una de las IA. Acerqué el zoom; mis compañeros y las demás IA me siguieron. La IA excitada estaba haciendo el equivalente de sostener en alto un fajo de papeles, y los cogí.
La página del título rezaba: Proyectos de construcción 1 y 2 - Revisión y recomendaciones. Estaba sobreimpresa con las palabras AEE OJOS ALFA y una fecha: 24 de julio del 2048.
—¡Bingo! Échale un vistazo a esto en la pantalla, Jadey.
—Vale. —Su voz me llegaba de muy lejos.
Empecé a pasar las páginas; no hubo transcurrido mucho tiempo antes de que sintiera un dolor en el pecho y una tirantez en la garganta; me temblaban las manos. El plan de la refinería, o de la unidad de fabricación, o de lo que fuera que fuese, había sido ideado por las inteligencias alienígenas del interior del asteroide. El cómo se había conseguido esto seguía siendo una incógnita. Se mencionaban dos productos finales.
Se hacía referencia al resultado del Proyecto de Construcción 1 como el motor, y al del Proyecto 2 como el aparato. Las primeras apariciones de ambas palabras aparecían subrayadas e hipervinculadas. Las toqué y las referencias se expandieron hasta convertirse en imágenes que relucían igual que ingenios oníricos.
El motor — parecía la maqueta de un jet o el propulsor de un misil expuesto sobre un torno, de superficies aflautadas, pulidas y en movimiento, aunque sin flujo de entrada ni salida que resultara visible, tan sólo una peculiar inflexión de la superficie, intacta pero —cuando alteré la perspectiva— dando de algún modo la ilusoria impresión óptica de que había una abertura invisible en alguna parte de su interior, como si de una botella de Klein se tratara.
El aparato — era, de un modo espeluznante y enloquecedor, reconocible. Era una resplandeciente lente metálica, con —al borde, en el interior— diminutas protuberancias redondeadas que podrían haberse confundido con remaches bajo una luz defectuosa. La panorámica aumentada mostraba la carlinga ulterior, las patas telescópicas, los controles internos y los asientos que se curvaban alrededor del interior, y en el centro algo similar a la máquina llamada el motor pero proporcionado de distinto modo e integrado en lo que podría llamarse superficialmente el casco del aparato. Era un flagrante, embarazoso e inconfundible platillo volante.
Salimos todos de la RV y nos sentamos o nos quedamos de pie mirándonos los unos a los otros y produciendo un confuso y vehemente torrente de palabras inconexas. Alec Curran lo acalló descargando el puño sobre la mesa.
—Ahí está. La Piedra Roseta. El Santo Grial. Es como los documentos de las Doce Majestades.
Jadey me sorprendió soltando la risa al oír aquello.
—¡Recuerda que las 12-MJ eran información falsa!
Parlotearon rápidamente durante un minuto, lanzándose referencias el uno al otro; no tenía ni idea de lo que estaban hablando. La noción de que los platillos volantes hubieran sido construidos por alienígenas, y no por los estadounidenses, formaban parte del siglo XX del mismo modo que las serpientes marinas pertenecían al XIX. Las últimas décadas habían conocido una reducción de los avistamientos, las sectas de ufología se habían visto relegadas a los páramos poblados por paletos y a los yermos descerebrados de la Red.
—Tiene gracia —concluyó Alec, imperioso— que hayamos tropezado con la primera prueba de que el gobierno ha contactado en secreto con alienígenas justo el día después de que el mismo gobierno lo haya anunciado.
—Bueno, lo cierto es que tropezamos el día antes —corrigió Jadey, en tono lo suficientemente razonable como para no atacar a Alec. Me di cuenta de que no podía decirse que estuvieran debatiendo; los dos estaban tan alterados por lo que habíamos encontrado que todos querían reducir a la nada la casi intolerable e increíble posibilidad de que fuera real. Era evidente que ambos se tomaban los mitos de los ovnis mucho más en serio que yo, algo que atribuía sin miramientos a la edad de Alec y al probable trasfondo de Jadey. La base popular de la facción de la Nueva Economía —los paletos de los páramos, hablando en plata— era célebremente proclive a las teorías de la conspiración, las religiones entusiastas y otras excentricidades por el estilo, según Europa Pravda.
—Chicos, chicos —dijo Jason al fin, estirando los brazos como si tuviera intención de golpear la cabeza de uno con la del otro—, así no vamos a llegar a ninguna parte, ¿no os parece? O sea, la forma circular no deja de ser lógica, en cierto modo, para ciertos tipos de maquinarias voladoras. Demonios, las emplearon en la guerra. Eso no tiene nada que ver con las antiguas paparruchas acerca de los ovnis, se mire por donde se mire. Si este chisme ha terminado dentro de un genuino puerto de trabajo de la AEE, opino que deberíamos asumir que está ahí por algún motivo.
—Tal vez siga tratándose de desinformación, aunque el proyecto sea auténtico —insistió Jadey—. Pero verás, no creo que eso sea lo más importante. Si la tapadera es que se trata del cianotipo alienígena de algún tipo de tecnología naval espacial, lo que sea de verdad debe de ser muy importante.
Me daba cuenta de los fallos de esa teoría, pero discutirlos supondría una pérdida de tiempo. El número de vueltas que se pueden dar al cable de la paranoia antes de que se rompa algo es limitado, y ese algo no tiene por qué ser el mismo cable.
Tony, el otro viejo decodificador —el que había escogido por su experiencia con el MS-DOS— estaba mascando chicle con la boca entreabierta, escarbando con los dedos amarillos en sus hebras de barba blanca y produciendo desagradables sonidos con las uñas contra su barbilla. Daba la impresión de estar un poco tenso.
Se enjugó los labios con la muñeca.
—Bueno… ¿qué pensáis haber con esto? —preguntó, alternando la mirada entre Jadey y yo, antes de mirar a Alec de soslayo—. ¿Vais a vendérselo a los yanquis?
—No, claro que no —repuse, indignado y puede que algo precipitadamente—. Pensábamos… darlo a conocer.
—Supongo que no pensaréis que los de la U.E. son los únicos que tienen acceso a esta tecnología, sea lo que sea —dijo Jadey.
Tony meneó la cabeza.
—No, no, pero no sabéis lo que puede ser. Yefrimovich dijo anoche que buscaban colaboración científica. ¿Cómo sabéis que eso no incluye este trasto?
No lo sabemos. —Jadey se encogió de hombros—. Pero algunas de las circunstancias que rodean el cómo hemos llegado hasta aquí sugieren lo contrario.
—Hmm —musitó Alec—. Supongo que eso suena convincente. La información pertenece a todos, y todo eso. —Se incorporó y nos dedicó una sonrisa un tanto bobalicona—. Disculpadme un momento, muchachos. La naturaleza me reclama. Vuelvo dentro de un minuto, ¿vale?
—Claro —dije—. Hasta ahora.
Salió de la sala. Eran las doce y media, para mi consternación; el tiempo pasa volando cuando estás en la RV. Seguimos charlando durante un rato. Al cabo de diez minutos, Jadey miró en rededor.
—Oye, ¿cuánto se tarda en echar una meada?
Sonó mi teléfono. Pulsé el receptor.
—¿Diga?
—Soy Alec. Este, Matt, estoy en el bar, y aquí parece que los polis están teniendo una buena bronca con los de recepción. Creo que estarán en el ascensor dentro de un minuto.
Colgó.
—¡Dice Alec que la pasma estará aquí dentro de un minuto!
Jason se inclinó hacia delante con calma y apretó el botón de BORRADO de emergencia. Cualquier evidencia de nuestro trabajo matutino y los datos que había descargado la noche anterior se borrarían de los núcleos. El semblante de Tony evidenció un torbellino de emociones contradictorias, antes de que se encogiera de hombros.
—No pienso salir corriendo —dijo.
Jadey se puso de pie de un salto.
—Han venido a por mí. —Me cogió de la mano y me incorporó de un tirón—. Vete. —Depositó el disco de información en mi mano. Sus labios rozaron los míos durante una fracción de segundos—. ¡Vete ya! No me va a pasar nada.
Jason ya estaba en la puerta, mirándome con impaciencia. Me uní a él al instante y volví la vista atrás.
—Nos vemos en América —dijo Jadey.
—¿Dónde?
—En el portal del País de los Sueños.
Jason me sacó a rastras.
Conocía el edificio mejor que yo. Cruzó el pasillo a la carrera, abrió lo que parecía una alacena y se metió de un salto. Le seguí, y me vi dentro de una especie de montaplatos que de inmediato comenzó a descender a una velocidad vertiginosa. Pegué las manos al techo de aquel chisme justo antes de que se detuviera con una demoledora sacudida que a punto estuvo de ponerme las rodillas del revés.
Seguía reconociéndome el cuello en busca de indicios de tortícolis cuando salimos a un sótano de techo bajo y suelo de hormigón. Unos tubos fluorescentes zumbaban y parpadeaban. El aire cargado de humedad olía tenuemente a aceite para motor y a cemento.
—Antes era el aparcamiento —dijo Jason, con ironía—. Y una salida de emergencia.
Llegamos al sprint a una rampa que descendía describiendo una curva hasta una amplia puerta de metal, aparentemente sellada. Jason corrió un cerrojo y se abrió otra puerta, o una escotilla, más pequeña y la traspasamos para poner el pie en el Paseo de Leith, bajo un cielo lluvioso. Medio minuto más tarde estábamos sentados en la parte trasera de un trolebús que bajaba por la carretera que conducía a Leith.
No mires atrás —dijo Jason.
Me ruboricé y hundí la cabeza entre los hombros, antes de sacar mi lector y aplicar los pulgares a sus controles moleteados. La mayoría de los canales mostraban nieve. Jason le echó un vistazo y pareció que se le envararan los brazos. Sacó su teléfono, lo miró, se agachó y lo dejó en el suelo debajo de su bota. Se enderezó. Escuché un chasquido y el sonido de una rozadura.
—Vale. —Miraba al frente con una expresión de calma frenética.
—¿Qué?
—Echa un vistazo fuera del bus, hombre. Es como la puta Invasión de los ultracuerpos. —Hablaba en voz baja, aunque los únicos ocupantes del bus eran una pareja de viejas sentadas en la parte delantera.
Miré a un lado, escrutando la calle. El trolebús había cubierto la mitad del kilómetro y medio de calle; las hileras de escaparates se alternaban con hileras de residencias particulares. Había gente en las aceras, pero no estaban atestadas.
Todo parece normal.
Ese es el problema. Esto es Leith, no el puto Morningside. Mira otra vez.
Y de repente se hizo aparente lo que quería decir. No había nadie matando el rato, no había nadie paseando, ni mendigando, ni vendiendo nada Todo el mundo caminaba como si en cualquier momento pudieran tener que explicar por qué era necesario que estuvieran en la calle. Una pareja de policías hacía la ronda como si no tuvieran que cuidarse las espaldas. Conforme el trolebús traqueteaba y bamboleaba de parada en parada, todo aquello se volvía todavía más incongruente; la calle de la Constitución parecía que hubiera visto sus célebres plazas y bulevares desalojados por alguna autoridad local particularmente puritana (cosa que no era el Consejo de Leith, siempre dispuesto a dejarse sobornar y orgulloso de ello).
Aun así no estaba seguro de que no nos estuviéramos poniendo paranoicos. Tal vez fuera una hora tranquila del día. Consulté mi reloj. Eran las 13:10.
Sólo las 13:10. Hora de comer. Pero así y todo…
Había experimentado tantas conmociones en las últimas veintiséis horas o así —Dios, ¿nada más?— que tenía motivos para sentirme paranoico. También Jason. Lo cierto es que lo mismo podía decirse de todos los transeúntes, que eran tan capaces de extraer preocupantes conclusiones de los anuncios gubernamentales como cualquier flipado iluminado de los Brazos de Darwin. Descubrir que la superpotencia en cuyas cómodas y corruptas manos descansábamos había establecido una relación en apariencia amistosa con alienígenas del espacio exterior bien pudiera bastar para que la gente sintiera una ansiedad mayor de lo habitual por no meterse en problemas. Quizá estuvieran dando palos de ciego, al igual que nosotros… sólo que nuestros palos eran más violentos, porque sabíamos más.
Y porque ya nos habían traicionado antes. Tenía la poderosa sospecha de que Curran había sufrido un acceso de patriotismo al pensar que nuestro descubrimiento iba a ir a parar a los yanquis, o al menos al pensar que él pudiera estar implicado en algo así, y de que había aprovechado el momento en que había ido al aseo para echarnos encima a la pasma. El que inmediatamente después nos hubiera proporcionado la oportunidad de escapar era completamente característico.
—No tendríamos que habernos fiado de los viejos decodificadores —dije, con un hilo de voz.
—Tienes toda la puta razón. Deja de joder ya con eso.
El trolebús brincó y giró a la izquierda para entrar en la carretera del Gran Cruce, y se detuvo ante una señal de stop con un chirrido.
—Vamos —dijo Jason.
Seguía lloviendo. Me abroché la chaqueta y volví a seguir a Jason mientras cruzaba con cautela respetando los semáforos, caminando a buen paso pero con naturalidad por la cara sur de la calle y en medio de numerosas callejuelas, hasta entrar por fin en un pub del muelle, el Deil y Exciseman. El lugar estaba atestado, como si se hubieran reunido allí todas las personas de dudosa reputación que ya no podían salir a la calle. Sin duda todos los locales de Leith estaban igual de abarrotados. Éste era el tipo de lugar en el que los ojos y las lentes se clavaban en la puerta cada vez que entraba alguien… pero, al parecer todos conocían a Jason y volvieron a apartar la mirada. Nos abrimos paso a través del vapor y el olor a abrigos mojados hasta impregnamos de cálido aire viciado y cargado de humo de la barra.
—¿Qué tomas? —preguntó Jason.
—Belhaven Export, gracias.
Me había entrado el hambre de repente, así que pedí un par de empanadas. El microondas emitió un pitido al mismo tiempo que se asentaban nuestras cervezas.
—Dios, qué bien sienta —dije.
Nos alejamos de la barra y nos quedamos de pie en una esquina, en la que había una balda para apoyar los codos y las pintas. La música estaba lo suficientemente alta como para dificultar la conversación, y aún más el que ésta pudiera llegar a oídos indiscretos. Aun así, me incliné y hablé en voz baja.
—¿Éste es un lugar seguro?
Jason soltó una risita desprovista de humor.
—Es seguro para nosotros.
Ya no me tomaba las aseveraciones de Jason tan al pie de la letra como por la mañana, pero seguía sin tener nada más a lo que atenerme.
—¿Qué podemos hacer ahora?
Jason se encogió de hombros.
—Llevarte a América, supongo.
—¿Cómo? —Se me olvidó bajar la voz.
—Claro. ¿No es eso lo que dijo la señorita?
—Ya, pero pensaba que ése iba a ser el último recurso. Venga. Algo podremos hacer… podría conseguir un abogado, acudir a los medios de comunicación y a las embajadas, ver si pueden sacarla, asegurarme de que si me pillan no desaparezca sin más de la circulación. A lo mejor ni siquiera me, eh, buscan.
Me miró fijamente.
—No te enteras, ¿a que no? Jadey tendrá que apañárselas sola. Se le terminó la partida. Éste el puto último recurso.