catorce
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Plataforma revolucionaria
—Los delegados blanden sus armas.
Estábamos sentados al borde de una desvencijada tarima. Driver y Lemieux —sus avatares desaliñados como Bukharin y Zinoviev— ocupaban los asientos detrás de la mesa, examinando concienzudamente los datos alojados en sus ilusorias profundidades. Camila, con la cabeza unida sin fisuras al cuerpo de una jinete de patas estevadas, cargó su alfanje sobre la hombrera de su abrigo de piel de yak y contempló la turba reunida con nervioso humorismo.
—¿En qué está basado esto?
Avakian, ataviado de mullah, alzó la vista de un manoseado cuaderno de apuntes, su exhibición visual virtual.
—Congreso de Bakú de los Pueblos de Oriente. Mil novecientos diecinueve, me parece. Me he apropiado de los detalles de una antigua película de John Reed, la verdad. La semana pasada pusimos el Soviético Petrogrado, pero las gabardinas manchadas de barro y los pantalones de Lenin no dan para mucho.
Acuérdate de los Veintiséis Comisarios de Bakú, pensé sin humor, mientras mi chaqueta y pantalones de cuero —alta costura bolchevique— crujían a mi alrededor. Tensé la mano en torno a la copia realísticamente oxidada salida de un taller afgano de un Lee Enfield que representaba mi voto en las decisiones. Padanos y mongoles, turcos y armenios, kazakos y calmucos, y representantes de muchas otras nacionalidades —todos ellos exhibiendo trajes regionales, espadas, rifles y expresiones sañudas— desfilaban y ocupaban sus asientos en un auditorio semicircular bajo una ondulante marquesina. El escenario y nuestros atavíos tal vez atestiguaran el retorcido sentido del humor de Avakian, pero la asamblea era tan sediciosa, y tan cargada de consecuencia, como el original.
Aunque ninguno de nosotros fuese a terminar abatido por los británicos.
Era el día posterior a nuestra llegada, el día después de haberle enseñado los datos del proyecto a Avakian. A él no había hecho falta que le explicara nada. Después de revisar toda la información más deprisa que Driver, había salido gesticulando y vociferando, gesticulando y profiriendo increíbles explicaciones especulativas acerca de la física AG implicada, de lo que sólo conseguí extraer que la densidad de los núcleos transplutónicos generaba un plasma de quarks en el corazón nuclear que, al describir un movimiento cíclico, reaccionaba directamente con la espuma cuántica del colector espacio-tiempo, tras lo que el asunto se volvía complejo y arcano. También tenía unas cuantas ideas acerca del «salto», sobre las que se mostró más excitado y menos comunicativo.
—Pensad en las bombas de fusión comparadas con las bombas atómicas —había dicho—. La física es la misma, pero aumentada varios órdenes de magnitud hasta convertirse en algo que prácticamente no tiene límite. No es que controles la masa. Es que te conviertes en luz.
Y luego aquella risa sobrecogedora.
Driver le había pedido que hiciera correr la voz por la intranet de la estación, y cuando se marchó para cumplir la orden. Driver y Lemieux nos habían explicado el brillante plan revolucionario de la amotinada tripulación.
Se afanaban liberando las matemáticas alienígenas, la base para desgarrar por completo cualquier codificación basada en números primos, en tantos nodos de Internet como podían alcanzar los potentes y altamente direccionales transmisores de la estación. Hecho esto, no habría de pasar mucho tiempo antes de que el poder de procesamiento distribuido y la colaboradora ingenuidad de los piratas y pirados del mundo expusieran los secretos de todas las organizaciones militares y de seguridad de la Tierra. El pueblo pasaría a conocer todos los engaños perpetrados por las potencias de ambos bandos, y…
¡Y de esta forma, construiríamos la Revolución!
A mí me pareció la clase de programa con el que sólo podrían soñar los científicos, los encargados de seguridad frustrados y los decodificadores, y justo el tipo de sugerencia ingenua y apolítica de la que se reían los jóvenes y entusiastas técnicos de la información en su primera reunión de los OIWWW. El conocimiento es una cosa, y el poder es otra muy distinta.
Pero no les dije lo que pensaba. Su programa no derrocaría ningún estado —a lo mejor unos cuantos gobiernos— pero tampoco me parecía que fuese a hacer ningún daño.
Driver se irguió y se dirigió a la asamblea.
—Camaradas y amigos —dijo, con apenas un dejo de ironía en su voz—, sé que todos están muy ocupados y que ya conocéis el porqué de esta reunión, así que no perderé el tiempo. Ya hemos tomado una decisión referente a nuestra estrategia revolucionaria…
Fue interrumpido por un murmullo de aprobación y un susurro de oposición, que el software de RV de Avakian, metido en su papel, tradujo en el golpeteo de culatas de rifles y un tumulto de gritos de «¡Allah-hu Akbar!». Sonrió y continuó:
—… Así que lo único que nos falta por decidir es si queremos incorporar los Proyectos Nevada, como hemos dado en llamarlos, al programa. Me doy cuenta de que hay argumentos tanto a favor como en contra. Un obvio argumento a favor es que si el ingenio funciona como algunos de nosotros creemos que hará, dispondremos de un medio de defensa extraordinariamente efectivo. En contra, existe el evidente inconveniente de que el desarrollo de las máquinas podría recortar tiempo y recursos destinados a otras tareas más urgentes. No me considero competente para pronunciarme a este respecto… es una cuestión parcialmente técnica. Tienen la palabra.
Se sentó, acompañado por un silencio desapacible. Una de las científicas se puso de pie de inmediato. Se llamaba Aleksandra Chumakova; una mujer bajita de intensa mirada. Debía de haber pirateado su avatar, porque parecía que llevara puesta ropas militares ordinarias.
—¡Esto es una farsa! Dejemos de hacemos los revolucionarios: somos científicos. Habéis descubierto algunas acciones ilegales perpetradas por el mayor Sukhanov y sus conexiones con el suelo… perfecto. Actuasteis con decisión, apelasteis al pueblo y a las autoridades pertinentes, se están emprendiendo acciones… ¡Excelente! Y luego vais y echáis a perder nuestra ventaja moral dando pie a esta campaña de subversión…
Aproximadamente dos tercios de la congregación blandió sus armas y mostró los dientes. Chumakova los fulminó con la mirada y continuó:
—… Que muchos de nosotros deploramos, y que podría desestabilizar fácilmente el equilibrio militar en la Tierra…
Driver levantó la mano.
—Esto ya lo discutimos la semana pasada. Hemos tomado una decisión y reconsiderarla no forma parte de los planes de esta reunión.
—Muy bien. Veamos cuáles son los planes de esta reunión. Ahora sugerís que construyamos ingenios evidentemente peligrosos, ¡cuyos planos han llegado hasta aquí transportados por una agente americana y un renegado! ¿Por qué no nos tiramos una bomba encima y acabamos antes?
El uno de cada tres que parecía estar de acuerdo con ella probablemente asintió con la cabeza y vitoreó sus palabras en la vida real, pero la RV tradujo su respuesta igual que antes.
—Esto empieza a volverse repetitivo —dijo Camila, entre dientes. Avakian miró en su dirección y frunció el ceño, pero a partir de entonces las respuestas fueron menos tumultuosas.
Un hombre llamado Ángel Pestaña se puso de pie, apoyado en la culata de su rifle largo. El albornoz negro de su avatar parecía norteafricano.
—Creo que mi colega Chumakova exagera un poco. El camarada Driver no está instándonos a construir las máquinas, nos está pidiendo que lo discutamos. ¡Pues muy bien, discutámoslo! Para empezar, el tema de la seguridad es una distracción, como lo es la sugerencia de que esto pueda ser algún tipo de operación de sabotaje americana. Los que nos hemos tomado la molestia de comprobar las cosas hemos confirmado que los datos científicos encuentran su origen en la interfaz con los alienígenas. ¡Puedo darte las referencias, Aleksandra! Lo que resulta mucho más importante para nosotros es comprender por qué han facilitado esta información los alienígenas, y por qué nos la entregaron a nosotros para que lo hiciéramos. Cuando hayamos entendido eso, podremos decidir si se da prioridad o no a la construcción de las máquinas.
—Eso podría suponer un retraso de millones de años en la construcción —dijo Driver—. ¿Supongo que no será eso lo que propones?
Pestaña negó con la cabeza.
—Propongo que se lo preguntemos.
Risas.
—Hmm, sí, siempre se puede hacer eso —convino Driver. Miró en torno en busca de otro posible orador. Louis Sembat fue el siguiente en levantarse.
—He estado haciendo algunos cálculos esta noche —anunció, agitando en el aire lo que a simple vista parecía ser un pergamino cubierto de caligrafía curvilínea y que probablemente era un lector de mano—, basándome en el trabajo iniciado por el Sr. Cairns. Parece factible… al fin y al cabo, no estamos haciendo mucho uso de las fábricas para la campaña de información. Las guías básicas y los materiales están disponibles. En los laboratorios hay transplutónica suficiente como para construir al menos prototipos del aparato y el motor. Lo cierto es que tampoco es tan complicado. Yo digo que adelante. A juzgar por la documentación de Cairns, la primera construcción debería ocupar tan sólo un par de semanas. El motor tal vez lleve más tiempo, pero la experiencia adquirida con la construcción de la nave podría acelerar el proceso.
Me puse a hacer aspavientos en dirección a Avakian, que me concedió la palabra. Unos cuantos comandos de macro tecleados apresuradamente condujeron a mi avatar a incorporarse traqueteando sobre sus altas botas de montar para colocarse delante de la mesa.
—Sólo quiero matizar algo a propósito de lo que ha dicho el último orador. No soy científico ni técnico, soy administrador de sistemas, y sé a ciencia cierta que cualquier estimación temporal que pueda hallarse en la documentación no servirá de nada. Por tanto, ruego que nadie espere que este chisme salga volando de la noche a la mañana.
Mi avatar enunció esta modesta contribución como si se estuviera dirigiendo a las tropas destacadas en un tren blindado. Mientras avanzaba a largas zancadas o retrocedía un paso le pedí a Avakian que dejara de enredar. Se limitó a sonreír.
Se sucedieron los argumentos, algunos de ellos bastante técnicos, y hacia el final se habían dividido claramente los dos grupos que integraban la reunión: Algunos de los partidarios de Chumakova estaban a favor de seguir adelante, tal vez porque así al menos tendría algo que hacer aparte de continuar con su guerra de información; algunos de los partidarios de Driver se oponían explícitamente, por esa misma razón. La división parecía más que zanjada cuando Driver llamó a Camila. La mujer me dedicó una mirada de sorpresa y anduvo hasta quedar de pie detrás de la mesa, ofreciendo un aspecto menudo, vulnerable y feroz.
—Amigos, no soy más que una piloto de pruebas comercial. No entiendo gran cosa de política, pero sí de aeronaves. Si estas máquinas hacen lo que el Sr. Avakian cree que pueden hacer, podréis cambiar el mundo desde aquí. Podréis ponerlo a disposición de quién elijáis, o de nadie. Sobre todo, podréis ganaros mucho respeto si manejáis visiblemente la tecnología más avanzada jamás vista. Esto podría desbloquear muchos caminos; podría convertir al espacio en una perspectiva atractiva de nuevo… ¡incluso las estrellas! ¡Podríais aspirar a la promesa de las estrellas! Vale, vale, puede que las mentes cometarias posean ya la mayor parte del terreno, pero algo idearemos. O sea, va, tíos, ¡sois científicos! Podéis hacerlo, y… sabéis… yo creo que deberíais hacerlo.
Regresó al borde del escenario envuelta en un silencio sobrecogedor. Avakian, maestro manipulador, permitió que esta respuesta siguiera su curso.
—Dios —susurró Camila—, menuda pifia, se me ha ido de las manos.
—Has estado estupenda —le dije.
Los votos fueron tres a uno a favor.
—Dios es estupendo —dijo Camila.
Los delegados blandieron sus armas.
En cuanto se hubieron dispersado en la neblina de calor, Avakian apagó el despliegue y, una vez más, me vi doblando una pierna alrededor de una abrazadera angular en la reducida oficina de Driver. Lemieux, Avakian, Camila, él y yo nos miramos, parpadeando y meneando la cabeza… el acostumbrado momento de incertidumbre tras emerger de una RV de inmersión completa.
—Ha salido bien —dijo Driver—. No gracias a ti. Armen. Me sorprende que la gente de Aleksandra no abandonara la sala en masa por el modo en que estabas operando los mandos.
—Hey, que luego me tranquilicé. Ya tendré más cuidado en el futuro, ¿vale?
—Vale. Matt, ¿cuánto trabajo te queda antes de poder pasar el plano del proyecto a los de producción?
Intenté ofrecer una estimación sincera.
—Un par de días como mucho. Pero no puedo prometer que no vayan a surgir contratiempos cuando lo pongamos a prueba.
—Sí, vale, ningún plan sobrevive intacto… etcétera. Está bien. Adelante. Reúne una lista de materiales necesarios, y también de materia prima, cuanto antes. Si nos falta algún elemento, la habremos fastidiado, pero los componentes pueden salir de las fábricas y todavía nos queda un poco de materia prima, desde volátiles hasta hierro, que podemos excavar y refinar si es necesario. No quiero que nos atasquemos cuando hayamos empezado. Si hay algún inconveniente, quiero saberlo enseguida.
Se volvió hacia Lemieux.
—Paul, reúne un equipo, enlaza con Matt y los científicos, mete a Sembat, mantón a la gente de Chumakova a bordo, que Volkov y Telesnikov metan prisa a los cosmonautas, y asegúrate de recibir sus informes. La nave no nos servirá de nada si resulta que los controles son para, no sé, tentáculos o algo.
Avakian se rió, e interpuso:
—No pasa nada, he visto los paneles, son para manos. A lo mejor no para las nuestras… Ah, qué más da. Para tentáculos no, eso está claro.
—De acuerdo —dijo Driver, como si pensara que se había tomado su broma demasiado en serio—. A ver si puedes ayudar a Matt con la integración de sistemas y los datos científicos, ¿vale?
—Vale.
—¿Estamos de acuerdo, Paul?
Lemieux asintió.
—Genial. Camila… —Driver la estudió por un momento, ceñudo—. ¿Puedes mantenernos en contacto con Nevada, y trabajar con nuestros ingenieros en tu propio, eh, platillo volante? Seguro que necesita unas cuantas reparaciones. ¿No habrá problemas de seguridad?
—Es tecnología abierta. Vale, perfecto.
—¡Estupendo! —Driver exhibió una amplia sonrisa completamente impropia de él y saludó con el puño en alto—. Per ardua ad astra, pues. «A mover el culo», en latín.
Eso hicimos.
Mi primera labor era la mundana y tediosa tarea de modificar la mayor parte de mi software almacenado en tecnología dura americana mejorándolo con la tecnología mojada europea, e integrarlo todo con mi lector y los anteojos americanos. Por suerte, la intranet de la estación contenía una biblioteca entera de argucias y artimañas para hacer precisamente eso, aunque no me hubiera venido mal tener un viejo decodificador al lado. Cuando se hubo completado la transfusión, mi sensación de triunfo se vio mitigada por la idea de que ya se había añadido medio día a nuestro calendario especulativo. Pero preocuparse de eso sólo serviría para sumar más minutos, así que…
Sorbí un café, puse en marcha los anteojos y me puse manos a la obra en serio.
En el escenario de Congreso de Bakú de Avakian mis reflejos, ya adaptados a la microgravedad, se habían visto fuera de lugar por un entorno en el que los objetos virtuales se comportaban como si tuvieran peso y mi cuerpo no. Era una gozada regresar a mi propia RV, donde todo encajaba. Nunca me había parado a pensarlo, pero el espacio de datos en el que solía trabajar obedecía a una física virtual de cero-g. Mi perspectiva iba de un lado a otro igual que un pececillo, ahora que no se debatía subconscientemente con mi oído interno.
Además, la totalidad del proyecto se encajaba ahora en su contexto original, del que se había abstraído la documentación que me enviara la AEE. Conceptos, detalles y razones que al principio habían sido monótonos y planos, bullían ahora de resonancia. Al entender mucho mejor lo que estaba haciendo, lo hacía más deprisa. Las LA también se animaron, sorprendiéndome a menudo con sus sugerencias, transponiendo los límites de sus tesauros conceptuales. Eso no restaba estupidez a algunas de sus sugerencias, claro está, pero ya me ocupaba yo de separar la paja del trigo, y había aumentado mi efectividad. Se pueden hacer un montón de cosas con un buen conjunto de datos, pero no hay nada comparable a la resolución manual de problemas.
Cuando hube completado la primera lista provisional de materia prima de comandos y la hube enviado a los departamentos pertinentes llamó a Avakian, que mezcló su espacio de trabajo con el mío y luego, cada vez más, con el de los científicos que se habían interesado por el proyecto. Pasaban las horas, deprisa… era como mi anterior experiencia de ir del entorno restringido de los espacios de datos de la U.E. a los de los EE.UU., pero todavía con una mayor libertad, puesto que se permitía el libre intercambio. Era una forma de trabajo en equipo como no había conocido antes, y me parecía un juego tan adictivo como bien diseñado.
Al cabo, Avakian reparó en que nuestra tasa de errores, malentendidos y fricciones aumentaba paulatinamente.
—Salimos —anunció—. Aquí se acaba el turno de día. Nos vemos dentro de ocho horas.
Cuando hubimos abandonado el espacio compartido me quedé un rato en la RV, repasando los servidores de noticias de la estación. En Europa la crisis parecía aliviarse un tanto, las manifestaciones callejeras hacían un alto el fuego mientras las diversas comisiones y comités intentaban elaborar compromisos trabajosamente. Al mismo tiempo, en los Estados Unidos habían hecho erupción escándalos de alto nivel y protestas de bajo nivel. Los gobiernos de la India y China habían transmitido a la O.N.U. ciertas quejas sin especificar acerca de los presuntos manejos no fraternales de la U.E., poniendo en un compromiso a la gran alianza antiimperialista. Como telón de fondo a todo aquello, en ambos bloques y en los independentistas, se propagaban las filtraciones, los rumores y las especulaciones relativas a la escala de la presencia alienígena en el Sistema Solar.
En ninguna parte se mencionaba la comprometida situación de Jadey. Le envié un mensaje, a la atención de la Corte del Alguacil, aunque sin albergar muchas esperanzas de que fuera a leerlo en breve. Luego fui al refectorio y comí puré de patatas, zanahorias a la plancha y conejo al curry.
Ñam.
Aparté la cortina del lugar en que habíamos dormido, para toparme con la furibunda mirada de Camila, que estaba frotándose el cuerpo desnudo con un paño húmedo.
—¡Jesús! ¿Pero esto qué es, la Central de Intimidad?
—Perdona —dije, moviendo la cortina para dejarla como estaba antes.
Me hizo una seña.
—Hey, qué hace calor, pasa.
Entré de una voltereta y me quedé colgado delante de ella mientras se dejaba secar flotando. No parecía tan escuálida en microgravedad como me había dado la impresión con el traje espacial puesto, sus pechos lucían plenos sobre su pronunciada caja torácica. Me devolvió la mirada con ese indolente estilo americano que, al igual que el acento, siempre me había excitado.
—¿Quieres que me busque otro sitio?
Negó con la cabeza.
—Es igual de malo por todas partes. Seguiría teniendo que compartir el espacio con alguien, y prefiero que sea contigo antes que con un rojo. Y menos las mujeres.
—No son rojos.
—Vale, vale, ya lo sé. Rusos, franchutes… es lo mismo. Raros. Absurdos. No como nosotros.
—¿Como nosotros los anglos, Srta. Hernández?
—Ya te lo he dicho. Sabes a qué me refiero. —Se desentendió de la pregunta—. Pareces cansado.
—Hecho polvo. Pero estamos progresando. —La puse al día, someramente—. ¿Qué has estado haciendo tú?
—Oh, hablar con los ingenieros. Merodear por el mundo real. Echarle un vistazo a la vieja Blasfema. Saquear el economato.
Rebuscó en un montón de cachivaches que había a su espalda.
—He logrado pillar un poco de mierda. ¿Te apetece?
—¿Cómo has conseguido eso en una estación espacial?
—Con tantos hidropónicos, alguien tiene que darle buen uso. Y no es que aquí se corra peligro de provocar un incendio.
Se afanó con un tubo de plástico de diez centímetros de largo y una pipa de vapor a pilas.
—Eh, vale, gracias. De todos modos, ya me zumba la cabeza.
Inhaló el fragante vapor y me pasó el artilugio. Propiné una generosa calada y se lo devolví, sintiendo los efectos. Sus ojos negros relucían.
—¿Te zumba de qué?
—Cuando cierro los ojos —dije, cerrándolos— sigo viendo estructuras de datos, sendas críticas, las vistas explotadas, el equipo, y la nave y el motor y el resultado final de todo esto, como si refulgiera en la oscuridad.
Abrí los ojos de golpe.
—Y las noticias de casa.
—Ah. —Bombeó el vaporizador hasta que siseó y burbujeó de nuevo—. Jadey. ¿Nada nuevo?
—No.
—Lamento oír eso.:—Sus pupilas se dilataron, entornó los párpados—. En serio. Tú y ella. Mierda. Mala suerte para…
Se rió y me pasó la pipa. El aire acondicionado rugía en mis oídos.
—¿Mala suerte para quién?
—Ah, para ella. —Cerró los ojos, flotando—. No, en serio, me refería a ti y a mí.
Me daba cuenta de adonde conducía esto, no había nacido ayer.
—¿Por qué? —pregunté, como si no lo supiera.
Me miró fijamente, flotando más cerca, sus senos y sus ojos se cernían sobre mí como naves espaciales.
—Estábamos muy unidos durante el vuelo. Hablamos de todo. Nunca había hablado así con nadie.
Recordé vagamente nuestras conversaciones. A mí no me habían parecido tan íntimas, sino más bien… no sé… como encontrar a un amigo con el que pudieras hablar de lo que te diera la gana. Ella me había hablado de su niñez, del viaje de sus abuelos desde Cuba a bordo de un metro de interior, su educación, su formación. Me había hablado de los chicos, con nostalgia, incluso con sentimentalismo, a veces con crudeza. Con los dos recubiertos de gel de choque, parecía que fuera un buen momento para dar rienda suelta a nuestra sexualidad.
Comprendí la soledad de su extraño talento y su coraje indómito.
—No me había dado cuenta.
—Ah, mierda, claro que sí… estabas escuchando. Demonios, cómo me costaba contenerme para no besarte mientras dormías.
—Quiero a Jadey. Cristo, la echo de menos.
—A mí no me supone ningún problema. Y creo que a ti tampoco.
Nuestras bocas se unieron antes de que tuviera ocasión de responder.
—Cristo, tío, se suponía que tenías que dormir un poco —dijo Avakian—. ¿Qué cojones has estado haciendo, fumar mierda toda la noche?
—Algo así —musité. Me froté los párpados enrojecidos y me puse los anteojos—. Cuesta dormir después de todo esto.
—¡Sí, a que sí! —convino, conforme el resto del equipo se iba conectando uno a uno.
Hicimos una comparativa de las listas de materiales disponibles y necesarios. Tardamos un rato; los árboles de sustituciones aceptables tenían múltiples ramas, se entrelazaban, rayaban la explosión combinatoria, constituyendo un reto incluso para las IA.
—Chug-chug-chug —masculló Avakian.
El despliegue fulguró en verde.
—¡Yee-ah!
—Vale, ahora a por las matrices de Leontiev…
Un programa que era capaz de controlar la economía de una pequeña república socialista o de una gran corporación multinacional repasó las iteraciones y extrajo el plan de producción completo. Nos quedamos allí plantados por un momento, simplemente mirando. Durante ese momento parecía logro suficiente. Si hubiera hecho aquello en casa habría invitado a todo el equipo a cenar a un chino.
—Listo —dijo Mikhail Telesnikov, el cosmonauta. Su presencia espectral irradiaba impaciencia—. Pasemos el simulador.
El pase de producción simulada desveló fallos técnicos suficientes como para mantenernos ocupados durante horas, haciendo filigranas y volviendo a pasarlo todo. Al cabo, los modelos de RV de los fabricantes desempeñaron su papel de tejedores e hilvanaron el disco.
Flotó en el centro de nuestro espacio de datos, una lente plateada que acaparaba nuestra atención. Doblemente irreal, una simulación a la que no dábamos crédito en el fondo de nuestros corazones; un original demasiado adulterado por las interminables reproducciones fingidas y falsos informes como para producir el efecto que debía de haber ejercido sobre sus primeros testigos, o la intención de su creador.
Geometría Numinosa, —pensé, bautizando mentalmente al artefacto.
Telesnikov cambió a un avatar de inmersión plena y se plantó delante, mirando en dirección a nuestros —para él— invisibles puntos de observación.
—Bueno, adelante. Sólo es una nave.
Avakian, mudo para variar, nos introdujo a todos y emprendimos la marcha en el preciso momento que Telesnikov alargaba el brazo y tocaba el resplandeciente borde redondeado de aquella cosa. Me vio a la mente el fugaz recuerdo de un charlatán de feria en los jardines de la calle Princess, despotricando acerca de algún artilugio bíblico —el arca de la alianza, creo que se llamaba— que podía fulminarte con sólo tocarlo.
Pero lo único que ocurrió fue que se extendió un trípode de la estructura sin fisuras, se abrió una escotilla, y se desplegó una escalerilla de peldaños en miniatura. Telesnikov ascendió con aplomo, luego Avakian; me colé y fui el siguiente. Los demás, menos en su papel, optaron por retraerse a panorámicas no inmersivas y tabular para traspasar el casco directamente.
En el interior, el aparato resultaba casi familiar; de manera decepcionante, al principio, extraordinariamente después. Una pulida envoltura central que cubría el motor formaba el respaldo de un banco circular, frente a la pantalla que discurría del mismo modo a lo largo de toda la nave. Bajo el visor había un tablero inclinado, una de cuyas secciones consistía en un incomprensible despliegue de instrumentos ilegibles y un panel en el que aparecían impresos los contornos de dos manos pequeñas y largas, como si alguien dotado de tres dedos y un pulgar alargado hubiera presionado las palmas contra el material antes de que éste se hubiera endurecido.
Había visto paneles muy parecidos en documentos e informes en las décadas de basura que había escaneado en el País de los Sueños. Casi todo el mundo que afirmaba haber sido abducido por un ovni, o haber reconstruido uno a partir de especímenes siniestrados, hablaba de algo así.
—Diablos —dijo Telesnikov—. Se están riendo de nosotros.
—A lo mejor no tienen muy claro lo que son los dedos —comentó Avakian.
—No, no me refiero a eso. ¡Esto es ridículo! Está copiado de algún tipo de cochina desinformación de las fuerzas aéreas norteamericanas.
Sus palabras desencadenaron un agitado parloteo por parte de nuestros colegas, arremolinados en torno a la carlinga como abejas invisibles pero furiosas. Telesnikov y yo parecíamos ser las únicas personas presentes que tenían algo más que una vaga noción de los detalles referentes a los mitos de los ovnis. Los demás se inclinaban hacia la interpretación de Avakian, más caritativa, que sostenía que se trataba de algún error de comprensión de la anatomía humana por parte de los alienígenas, sugerencia que los que tenían más experiencia relacionándose con ellos parecían encontrar mucho más fidedigna que yo.
—Piensan y ven a una escala distinta de la nuestra —insistió Louis Sembat—. Hay lagunas en sus conocimientos, puntos ciegos. ¡Imaginémonos conversando con bacterias! ¿Cómo podríamos saber que ciertos cilios son significantes?
Avakian interrumpió la discusión sin miramientos descargándonos a todos en un área de trabajo abstracto donde nos encontramos mirándonos los unos a los otros alrededor de una mesa.
—Ya es suficiente. Cualesquiera que sean los motivos de este fallo técnico, sabemos que nuestros amigos son más que capaces de proporcionamos una interfaz adecuada porque ya lo han hecho antes. Es sólo cuestión de ahondar en la vista restringida y hacerles llegar nuestras peticiones.
A juzgar por los comentarios y risas que provocó aquello asumí que probablemente no se trataba de algo tan sencillo como sonaba.
—También podríamos haber destruido información —continuó, imperturbable—, al haber omitido algún tipo de interfaz de control. Tenemos una manera de comprender la física de esa cosa; los controles no deberían escapársenos. Mientras tanto seguiremos con su construcción y ejecutaremos el análisis del proyecto y todo lo demás para el ingenio número dos… el motor espacial.
—Espera —dije—, si lo que buscamos es un resultado distinto, aunque se trate sólo de los controles y los mandos, se deberían imprimir los cambios en todo el proceso de producción.
Avakian me miró.
—Sí. Podría hacerse. Pero ése es el tipo de cosas de las que tenéis que ocuparos tú y tu séquito de IA.
—Hombre, gracias —repuse, con sarcasmo—. Y yo que pensaba que no iba a tener nada que hacer en unos cuantos días.
—No te preocupes. Yo te echaré una mano, y podemos solicitar mucha más ayuda. —Indicó al resto de los presentes con un ademán—. Si no podemos, dudo mucho que pueda nadie más, salvo… ¡Hey!
Se propinó una teatral palmada en la frente.
—Y estamos en contacto con el único lugar aparte de éste que podría servir de algo, a efectos prácticos. Los ingenieros de tu Sr. Armstrong en Nevada. Hagamos de éste un auténtico proyecto de Nevada, ¿eh? Supongo que eso significa que habrá que enrolar a la anticamarada Hernández en el equipo. A lo mejor tú podías persuadirla.
Su horrible risotada fue recibida por las suficientes risitas disimuladas como para que yo comprendiera que, en un lugar sin intimidad, ciertas noticias volaban.
Al término del turno de tarde Driver me llamó a su despacho. Después de guardar los archivos del día llegué para encontrarme con Lemieux, Camila y Avakian además de con él. Parecía que seguíamos siendo el autoproclamado comité encargado del proyecto.
—No ha estado mal el día —dijo Driver. Había estado repasando los informes extraídos de nuestras actividades en la RV—. Creo recordar que ayer dijiste algo sobre las manos. Armen. ¿Por qué no aclaraste que podía suponer un problema?
Avakian se encogió de hombros.
—No tenía más que una sospecha, a raíz de algunos diagramas obscuros que tal vez no fuesen definitivos. Además, quería ver en qué acababa todo antes de quedamos atascados en discusiones.
—Me parece razonable, supongo —admitió Driver—. Aun así… si vuelve a surgir otro contratiempo de este tipo me lo comunicas con pelos y señales, ¿entendido?
—Ahora que lo mencionas, no parece que haya ninguna interfaz de control para «el motor». El motor grande. El salto espacial.
—Hmm. —Driver entornó los ojos hasta cerrarlos casi por completo—. Eso podría suponer un problema. Habrá que añadirlo a la lista de cosas que queremos que especifiquen los alienígenas. Si podemos; o si pueden ellos.
—¿Por qué iba a constituir un problema obtener respuestas de los alienígenas? —quiso saber Camila—. Creía que os habían contado un montón de cosas.
—Sí, así es —respondió Avakian—. El problema es que se trata en su mayor parte de cosas de alto nivel: matemáticas, algoritmos de cómputo cuántico, y demás. Nada concreto, se diría. Nada acerca de la Tierra ni de la historia del Sistema Solar, aunque hemos preguntado.
—«Había cosas que no estaban destinadas a que las supiera el Hombre» —cité.
—Yo no diría tanto —repuso Driver—. A mí, como espectador de este circo científico que os habéis montado, me parece que había cosas que el Hombre tenía que descubrir por sí solo.
Se reclinó en silencio por un momento.
—Hablando de lo cual… Cuando te parezca oportuno. Armen, creo que los que deberíais llevar a cabo las primeras pesquisas sois tú y Matt.
—¿Yo? —dije—. Pero si no tengo experiencia…
—La experiencia con la interfaz es valiosa —dijo Lemieux—. Pero no necesariamente valiosa a la hora de formular preguntas, ni a la hora de entender las respuestas. Al menos tú sabes qué tipo de respuesta sería útil. Además, deberías empezar a acostumbrarte. Se te da muy bien la integración de plataformas cruzadas, y tal vez ésta sea la definitiva.
—Estoy impaciente.
Sospechaba que sólo querían que lo hiciera porque les daba miedo exponerse más de lo necesario al seductor y adictivo efecto de la interfaz alienígena, y porque no confiaban por completo en que los científicos que ya lo habían hecho regresaran con algo que tuviera sentido.
Nos ocupamos de los detalles más mundanos del despliegue del equipo de mañana y nos preparamos para marcharnos.
—Antes de irnos…
Lemieux, colgado en su esquina, sacó algo parecido a un cuaderno de notas físico, arrancó una hoja y dejó que flotara hasta nosotros. Atisbé algo: Era un óvalo, con una raya horizontal un poco por encima del extremo ahusado, y dos elipses inclinadas sobre su eje menor; la representación ideográfica, icónica e irónica del mítico hombrecillo gris.
—No sé ni cómo me atrevo a decir esto —comenzó—, pero como solución al problema de cómo conocen nuestros idiomas, y del extraño diseño de los controles del aparato… me pregunto, Camila: ¿No sabrás algo, aunque sea un rumor acerca de… los antiguos rumores?
Pero Camila ya estaba desternillándose, explicándole algo entre risas al perplejo Avakian. Estiró el brazo, cogió el boceto, hizo una pelota con él y lo metió en la bolsa de la basura de Driver.
Meneó la cabeza.
—Lamento desilusionaros, muchachos, pero ya he pasado por todo esto; he hablado con gente que sabría si alguien sabe algo. El único País de los Sueños al que han ido o del que hayan venido los hombrecillos grises está dentro de nuestras molleras.
Nos dedicó una sonrisa.
—Venga ya. —Por un momento pareció dubitativa, desconcertada por una súbita idea, pero luego zangoloteó la cabeza aún más enérgicamente—. Nah.