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La Magna Obra

Algunas sectas de los Mofadores todavía se aferraban a las antiguas costumbres; a la Biblia, al menos según la manera en que la había interpretado Joanna, y a su materialismo protoindustrial, a fin de simbolizar que el hombre era una máquina construida por el Creador. Otras habían adoptado el materialismo dialéctico de Engels y Haldane (y se habían dividido, debida y dialécticamente, en distintas facciones). La mayoría, incluida la secta en que se había criado Gregor, adoptaban lo que ellas consideraban una posición moderada, venerando más a los antiguos materialistas que a los modernos profetas del mesianismo religioso o político, aunque por supuesto que reconocían sus contribuciones (según se correspondía con el estereotipo tolerante).

El interior de la Casa de Reuniones de la calle Norte era oscuro a causa de la madera y luminoso gracias a los cristales coloreados. Gregor, caminando como si estuviera manteniendo en equilibrio unos libros encima de la cabeza, cruzó el pasillo hasta el banco de su familia y se sentó junto a Anthony, su hermano menor. Sus padres se agacharon —su madre con su acostumbrada sonrisa de ansiedad, su padre con su habitual y brusco cabeceo— antes de acomodarse. Sin duda a ambos les hacía ilusión verlo allí; sus visitas a la casa de la filosofía se volvían más espaciadas conforme se hacía mayor.

Lo cierto era que había acudido impulsado por una mezcolanza de razones, de las cuales la sed de iluminación material era la menos importante. Se lo había prometido a Clarissa, que estaba sentada en la primera fila, con su marido a un lado, y al otro una serie cómicamente regular de niños ordenados según su edad y estatura. Todavía conservaba su mejor traje, relativamente libre de arrugas. Y su resaca, delicada pero tenaz, le había disuadido de pensar en desayunar. Así que allí estaba, en vez de en la cama, en el servicio de las diez de la mañana de un domingo.

El Mofador subió al púlpito y sonrió a la congregación, mayor de lo habitual; los miembros más jóvenes de la familia Cairns y sus parientes más lejanos probablemente contribuían a doblar el número de asistentes. Levantó los brazos y, con voz resonante, entonó la evocación:

"¡Materia automotriz,

madre y creadora de todas las cosas,

impulsa mi humilde persona!

¡Presta peso a mis palabras,

vigor a mi voz,

ímpetu a mi instrucción!"

Descendió, se colocó junto a la pila de agua marina y esperó mientras Clarissa transportaba a su bebé. Con voz suave, cogió al niño en brazos y preguntó:

—¿Quién bautiza a esta criatura?

—Yo, Clarissa Louise Cairns, su madre.

—¿Qué nombre le otorgas?

—Owen John James Matthew Cairns.

El Mofador mojó el dedo índice en el agua salada, comprobó el grado de salinidad con la lengua, humedeció con saliva el dedo medio, volvió a mojar el índice y con las dos aguas de vida trazó un círculo en la frente del bebé.

—Bienvenido.

Alzó al bebé para que todos lo vieran: la pequeña y afortunadamente dormida cabeza parecía todavía más pequeña por encima del vestido blanco de bautismo, cuya larga cola simbolizaba la afinidad del niño con los dioses. Luego devolvió la criatura a Clarissa, que se sentó de nuevo y escuchó la bendición, dirigida formalmente a la nueva llegada.

—Owen, has venido a nosotros gracias a la muerte de las estrellas, y a su nacimiento deberás regresar. Nada sabías antes, y nada sabrás después. Por un momento intermedio, gozarás del don de la vida. Ahora todos nosotros somos defensores de tu vida. —Desenvainó su espada brevemente, la envainó de nuevo con rapidez—. Tu sangre es nuestra sangre. Tu vida es la nuestra. Disfruta de ella cada uno de tus días, y cuando debas, abandónala sin miedo. Tus necesidades son pocas y fáciles de colmar. Comprende esto, y tu vida será feliz, digna de los dioses. ¡Que vivas mucho tiempo, que vivas dichoso, que vivas feliz!

Completada la bendición, el Mofador regresó al púlpito, abrió los Buenos Libros y comenzó su discurso. Era una homilía completamente inofensiva y banal acerca de la buena vida, ilustradas las parábolas por algunas metáforas ampliadas de la física y la biología, aderezadas con breves cuentos infantiles y, sin duda, más que apropiados para la ocasión. Transcurridos unos cinco minutos la atención de Gregor se concentró en las altas ventanas tintadas, en las que se abrían las flores, se enroscaban las ramas, paseaban los dinosaurios, volaban los murciélagos, ardían los mártires, copulaban las parejas, investigaban los científicos, y se representaban con fecunda profusión otros edificantes fenómenos de la naturaleza, la sociedad y el pensamiento. Tal vez quisiera su mala estrella que un panel, sabrían los dioses por qué motivo, retratara a una doncella de melena azabache vestida con un traje rosa. La punzada que sintió en el corazón trajo de vuelta su dolor de cabeza, y se sintió inmensamente agradecido cuando hubo terminado el sermón.

Aprovechó el parapeto del último himno para escapar, rehuyendo toda conversación con su familia. Hacía un día soleado y tempestuoso; la calidez del sol y el frescor de las ráfagas de viento comenzaron a aliviar la resaca de Gregor mientras bajaba por la calle Norte y subía por la calle Alta, mientras recorría la carretera de salida de la ciudad y rodeaba el castillo. Compró una hoja informativa por el camino. Cuando recogía el cambio e intercambiaba saludos, reparó por vez primera en las novelas románticas que se exponían discretamente con portadas sencillas en la balda más baja de la parte trasera del puesto, bajo la línea de visión de los niños inocentes y muy por debajo de los estantes de libros y novelas seriadas de ilustraciones y fantasías eróticas, cuyas coloridas portadas eran tan vividas y públicas, y tan indecorosamente explícitas, como las ventanas tintadas de la casa de reuniones.

Pensó por un instante en comprar una de aquellas historias de amor marginadas, antes de decidir que sería demasiado embarazoso justificar su posesión.

Me alegro de verte, Gregor. Adelante.

James retrocedió un paso, abriendo la inmensa puerta, y Gregor entró en el estudio. El polvo bailaba en los rayos de sol que se filtraban por la ventana que ocupaba casi toda una pared de la amplia estancia de techo alto. Gregor había sabido encontrarla gracias a sus recuerdos de la infancia. Ni siquiera éstos habían exagerado el número de escaleras que había que subir, ni la longitud y la tenuidad de los pasillos que había que atravesar para llegar a este cuarto, en lo alto de un ala casi desocupada del torreón.

Pero ahora, las estanterías parecían más bajas, más ancha la mesa, más altas y desordenadas las montañas de papeles, más excéntricas y obsoletas las calculadoras. El polvo que flotaba en el aire le cosquilleaba en la nariz. Suprimiendo estornudos, Gregor aceptó una taza de café de bienvenida que el Navegante sirvió de un termo al vacío, y se sentó en la silla disponible que le pareció más limpia. Su abuelo se arrellanó en un viejo sofá de cuero del que sobresalían los muelles y la crin de caballo, e indicó el desorden circundante con un movimiento de la mano.

—Bueno, aquí la tienes. La Magna Obra, hasta ahora. Me gustaría que me ayudaras… a terminarla.

La consternación de Gregor debía de reflejarse en su rostro. La Magna Obra llevaba tanto tiempo en fase de desarrollo que nunca había pensado que su culminación pudiera ser un objetivo realista. La tarea que le proponía James se cernía ante él igual que un acantilado insalvable.

—Oh, no te preocupes —se apresuró a añadir James—. No pienso robarte mucho tiempo. Lo único que me hace falta es alguien más joven y despierto que yo, francamente, para integrar el nivel superior de lo que tenemos y ver si todo esto tiene sentido.

—Está bien. —Gregor probó su café, que empezaba a enfriarse—. Sólo una pregunta. ¿Me puedes decir, en confianza si es necesario, qué es esto de la Magna Obra?

—Claro. En confianza, sí… la más estricta confianza. Estamos intentando trazar una ruta para llevar la Estrella Brillante a Croatano.

Gregor estuvo a punto de soltar la taza. Había pensado sinceramente que el objetivo del ejercicio era el ejercicio, una pugna prolongada y a la larga infructuosa por mantener con vida y dentro de la familia las habilidades de programación.

—¿Llevamos todo este tiempo haciendo todo esto a mano?

James asintió.

—¿Por qué en el nombre de los dioses no hemos usado calculadoras, o incluso… ordenadores?

—Los ordenadores que trajeron consigo los miembros de la primera tripulación eran orgánicos en parte, «tecnología mojada», los llamaban, y casi todos ellos se han estropeado o han dejado de ser fiables. En cuanto a las calculadoras, mecánicas o electrónicas, bueno… —Posó la taza en el brazo del sofá, extendió las manos y esbozó una sonrisa encantadora; con un movimiento de la mano, vago y despreciativo, señaló a las máquinas, relucientes o herrumbrosas, cubiertas por una gruesa capa de aceite y polvo—. Puedes utilizarlas para manejar los números, pero no se puede programar un ordenador con otro ordenador.

—¡Pues claro que se puede! —protestó Gregor—. Hasta yo sé eso.

—Así que has leído los libros de Ciencia Condensada de la biblioteca familiar —dijo James, con una mezcla de aprobación y burla en su voz—. Bueno, yo he leído muchos más que tú, y he trabajado con los viejos ordenadores de tecnología mojada, ¡oh, sí!, y puedo asegurarte que estas utilidades se cuentan entre las que más hemos perdido. En el pasado, hace dos o tres generaciones, mis predecesores sabían cómo hacerlo, y el trabajo iba mucho más rápido. Ahora, con el trabajo repartido entre todos los primos pueblerinos del clan… —Se encogió de hombros—. Ya lo ves. No es que nos hayamos echado a perder por completo. Se está haciendo un buen trabajo en la universidad. Algún día construiremos nuestros propios ordenadores, unos que sean capaces de encargarse de este tipo de tareas, aquí en Kyohvic. Pero no será enseguida, y sin duda no lo bastante pronto.

—¿Lo bastante pronto para qué?

—Piensa un poco. —Se incorporó como impulsado por un resorte, se acercó a la ventana y se quedó mirando el exterior, con las manos enlazadas a la espalda—. Has visto los comienzos —prosiguió, sin girarse—. Ahí afuera está la primera nave de Nova Babilonia que está al corriente de nuestra presencia en este lugar. En cuestión de pocos años, cuando su viaje los lleve a Croatano y a otros mundos cercanos, verán nuestra influencia en todos ellos. Comparados con Nova Babilonia, somos una novedad en la Segunda Esfera. Todos los habitantes de este sector fueron… traídos… desde la Tierra o el Sistema Solar después del auge del capitalismo. La mayoría de los antepasados de los habitantes del sector de Nova Terra proceden del antiguo mundo, rescatados de legiones perdidas, ciudades moribundas asfixiadas por la jungla o el desierto, tribus nómadas. Se han convertido en una gran república imperial, un lugar muy avanzado e iluminado en muchos aspectos, pero nosotros no somos como ellos. Somos nuevos.

Se dio la vuelta, vehemente.

—Y débiles. Si no establecemos una ventaja decisiva, seremos asimilados por la benévola influencia de Nova Babilonia. Nuestros libros llenarán sus bibliotecas, nuestras ideas fascinarán a sus filósofos, nuestras obras de arte añadirán colores nuevos a sus paletas. Hay quienes lo considerarían una victoria. Pero ellos no van a cambiar, y nosotros sí. Lo que nos hace únicos, lo que nos hace ser lo que somos, se perderá para siempre.

Gregor frunció el ceño.

—¿Qué es lo que nos hace «únicos»?

El anciano sonrió.

—La inestabilidad. Nova Babilonia lleva cientos de años, si no miles, absorbiendo nuevas gentes e ideas, así como generando las suyas, y es un lugar muy estable. Nosotros absorbemos ideas de ellos, algunas de las cuales se llevaron consigo de la Tierra, ¡pero mira lo que hacemos con ellas! El cristianismo secular de los Mofadores es algo muy distinto de la filosofía más bien pasiva que proclaman los antiguos materialistas en los Buenos Libros, por difícil que sea hacérselo ver a los herejerarcas. Cambiamos sin cesar, y no quiero que pasemos a ser como ellos y dejemos de cambiar. Lo que ocurrirá, como vengo diciendo, conforme sigan llegando más y más de sus naves, año tras año, puede que mes tras mes. A menos que hagamos algo al respecto.

—¿Qué podemos hacer?

—Podemos construir nuestras propias naves. Naves que no dependan de los kraken ni de los saurios. Podemos convertirnos en el pueblo mercante de la Segunda Esfera y más lejos. Con ese poder, conservaremos nuestra independencia.

Gregor le miró, perplejo.

—Vaya —consiguió decir, al cabo—, ésa sí que es una magna obra.

—Pues pongámonos manos a la ídem. —James se adelantó un paso y tendió la mano—. Bienvenido al destacamento del Cosmonauta.

Gregor se sentía conmovido por el honor que con tanta naturalidad le había sido concedido. El destacamento era el núcleo de las Familias, la fracción que —por pertenencia a la hipotética tripulación de la Estrella Brillante— mantenía la mística de una continuidad con la Tierra; de hecho, con el más poderoso y glorioso de sus imperios, la Unión Europea. Algunas de las Familias habían amasado fortunas en Mingulay, otras se habían hundido en la pobreza; pero hasta el pescador o el minifundista más mísero descendiente de la tripulación original sentía al menos un toque de superioridad heredada comparado con su vecino nativo, sentimiento que sólo la continuidad del destacamento con la gran unión de repúblicas socialistas hacía algo por justificar. En opinión de los miembros de las Familias que habían prosperado por sus propios medios, como el padre de Gregor, era una mera tradición fatua lo que propiciaba aquel caché.

James se atusó el lacio cabello cano y se lo recogió en una coleta con la ayuda de una banda elástica. Se aproximó a una estantería, tiró de un hatajo de papeles y los distribuyó encima de la mesa.

—De acuerdo —dijo, apoyándose en las manos y estudiándolos—, éste es nuestro punto de partida. El planteamiento del problema.

Los papeles más antiguos, donde comenzaba la tarea, resultaban incluso físicamente difíciles de entender, estaban desgastados y amarillentos, la caligrafía era lo bastante antigua como para dificultar la lectura.

—Empieza aquí —le dijo el Navegante, clavando una uña aserrada en una hilera de números garabateados—, con estas observaciones de paralaje. Primero tuvieron que calcular la distancia a Croatano, obviamente. El impulso de la corriente estelar de los siglos intermedios entra, ah, dentro del margen de error. Pero. El funcionamiento de la dirección depende razonablemente de la distribución de la masa en el volumen de espacio circundante, hasta un cierto número de años luz… pongamos, diez, para estar seguros. Por lo que el proceso debía repetirse para las docenas de estrellas vecinas.

Palpó otra hoja.

—Luego, aquí tenemos las lecturas de los instrumentos de la Estrella Brillante. Por cierto, ésta es sólo la primera hoja. Las demás andan por ahí.

El movimiento de su mano abarcó de forma alarmante un par de conjuntos de estanterías, todas de madera y todas combadas bajo el peso del papel amontonado.

Estos dos juegos de información son, fundamentalmente, la información de entrada. La raíz del programa, el «algoritmo» según lo llaman, para calcular a partir de ellos un entorno para el rumbo que llevaría la nave a Croatano y no, por poner un ejemplo, al jodido medio de algún cochino golfo inter-meta-galáctico a mil millones de años luz de distancia es, creemos, este conjunto de ecuaciones de aquí. Derivar un programa práctico a partir de él para manejar las cifras ya es una tarea colosal de por sí, lo que…

Y así durante un buen rato. James se pasó alrededor de una hora mostrando a Gregor el perfil más superficial de la obra de integración e interpretación a la que iba a contribuir. Seguía pareciéndole abrumadora, como si le hubieran designado ejecutor de un testamento tremendo y acumulativo, rematado con la tarea de resolver los asuntos de generaciones de testaferros. Cuando la explicación hubo tocado a su fin, por el momento, le llegó el tumo a Gregor de ponerse de pie junto a la ventana y escrutar el exterior con semblante pensativo.

—¿Por qué no compramos los ordenadores y ya está? —dijo, al cabo—. Los saurios nos venden instrumentos y material de automatización para las fábricas. ¿Por qué no para esto?

—Los saurios tienen mucho cuidado con lo que nos venden —repuso James, sin apartar la vista de los papeles desperdigados por la mesa—. No nos han facilitado ningún ordenador de uso generalizado. Es decir, hemos intentado canibalizar y revertir los chismes que nos venden, pero es como intentar hacer lo mismo con organismos vivos sin tener siquiera nociones de genética, por no hablar ya de ingeniería genética. Imposible del todo. Una cosa dura y reluciente termina reducida a un charco apestoso.

—¿Por qué no nos venden ordenadores?

James exhaló un suspiro.

—Según lo que se digna decir al respecto Tharovar, e incluso él se muestra un poco reservado, parece ser que los dioses no lo aprobarían. Y los saurios son seres temerosos de los dioses, de distinta forma a como podemos serlo nosotros. Tal vez los dioses hayan tenido algo que ver con algún desastre acaecido en su pasado… Podemos especular acerca de que sea algo que recuerde su tradición, incluso que dispongan de una «memoria racial», algo en los genes… pero eso es todo. No quieren hablar de ello.

—Me he dado cuenta de algo parecido. Con Salasso.

—En cualquier caso, confiar nuestros sistemas de navegación a unos ordenadores comprados a los saurios sería… improcedente, ¿no te parece?

James se apartó del trabajo y se unió a él junto a la ventana.

—Sí. Me hago cargo.

—¡Estupendo! —James le dedicó una sonrisa y le dio una palmada en la espalda—. Ahora vete a ver a tu chica.

Caminó despacio por los oscuros pasillos, y bajó despacio las largas escaleras, tanto las rectas como las curvas. Los anacrónicos ensamblajes de fósiles del revestimiento de roca sedimentaria de las paredes reflejaban la confusión que reinaba en su cabeza. Seguía soliviantado por la inmensidad de la obra que habían realizado sus ancestros y sus parientes vivos, seguía aturdido por la escala y la complejidad de la labor que tenía enfrente, se estremecía ante la noción de volver a reunirse con Lydia.

No se trataba de la pasión natural y normal del deseo sexual, ni de la simple afectación que se desprendía de su mutua satisfacción, incluso, a veces, de su plácido reconocimiento mutuo. No, se trataba de la locura del encaprichamiento, capaz de anular la razón, de destruir vidas. Su súbita e involuntaria obsesión por Lydia no hacía sino intensificarse ante la improbabilidad de verse satisfecha sin consecuencias desagradables. Si querían permanecer juntos cuando vencieran las dos semanas de estancia de la nave en Mingulay, uno de los dos se vería a años luz y a varias vidas de todo lo que habían querido hasta entonces.

Los fugaces escarceos sexuales entre navegantes estelares sin hogar y nativos eran de esperar y, a decir verdad, eran bien recibidos por parte de ambos bandos, puesto que propiciaban el intercambio de genes. Todas las visitas terminaban con un pequeño estallido de embarazos, e incluso de corazones temporalmente rotos. El verdadero anhelo, la pasión exclusiva, el deseo enloquecido de la persona que habría de ser la única… eso no era ni bien recibido ni frecuente. Pero eso era lo que sentía él.

La noche anterior no había hablado a Lydia de sus sentimientos. ¡Pero debía saberlo! Habían hablado y hablado y hablado, hasta que repararon en la resonancia de sus susurros, miraron a su alrededor y descubrieron que se contaban entre los últimos ocupantes del salón. Y, justo antes de marcharse, ella había colocado su mano sobre la de él, como hiciera durante el baile; y se alejaron danzando.

Estaba sentada en un banco contra la pared orientada hacia el mar de uno de los niveles inferiores del castillo, que daba a un jardín tapiado: un césped verde rodeado de macizos en los que abundaba el rododendro, la hortensia y el pino enano. Hacía mucho que la madreselva y la hiedra habían clavado sus diminutos pitones en aquella pared del castillo y se habían abierto paso casi hasta su cumbre. Con los ojos entrecerrados para protegerlos del distante fulgor y la persistente brisa, contemplaba el mar de primeras horas de la tarde en cuyas agitadas aguas no flotaba la nave estelar de su familia, sino que permanecía en suspensión, con la ronca energía de sus motores proyectando patrones visibles de distorsión por la superficie circundante. Las barcazas en el mar, los esquifes gravitacionales en el aire, iban de un lado para otro, cargando o descargando; invisibles desde ese ángulo y esa distancia, los grandes vehículos submarinos estarían haciendo lo mismo, ocupándose del verdadero negocio de la nave estelar, que era entre los kraken; el comercio entre saurios y humanos, en comparación, era superficial en todos los sentidos.

Gregor se acercó a ella por un lado, cruzando el césped, gozando del momento de descuido antes de que ella reparara en su presencia. Su cabello se alborotaba alrededor del rostro por culpa de una brisa a la que su traje largo hasta la rodilla, plegado y doblado hasta ofrecer el aspecto de una concha de tela azul marino, era aparentemente inmune. Cuando entró en su campo de visión periférica, la mujer volvió la cabeza de golpe, le vio y se puso de pie, sonriendo. Él se detuvo a escasos metros, sin querer parar; lo que quería era llegar hasta ella.

—Buenas tardes —saludó ella.

—Buenas tardes —dijo él.

Permanecieron mirándose por un instante.

—¿Quieres dar un paseo conmigo?

—Buena idea —respondió Gregor, maldiciendo en silencio la banalidad de sus palabras.

Cruzaron el césped, en dirección a la alejada esquina derecha del jardín, donde un portal se abría al espacio vacío. A la luz del sol su cabello, tan ondulado que parecía ligeramente ensortijado, parecía diferente, al igual que su piel, de incontables y fascinantes maneras. El perfume que emanaba del interior del amplio y elevado doblez del cuello de su vestido competía con la de la flora del jardín: había en él algo de animal además de vegetal.

En lo alto de la escalera se detuvo frente a él, contemplando la irregular extensión de hierba del promontorio que se erigía a veinte metros por debajo. Los escalones de piedra eran estrechos, estaban desgastados y mojados, y descendían en un solo tramo, largo y recto, por la fachada exterior. Apoyó una mano en la barandilla y la sacudió con cautela.

—Es segura.

—Parece más moderna que las escaleras.

—Lo es. Miles de años más moderna. —Gregor se encogió de hombros—. La propia escalera es un añadido a la estructura original. Cuando la construyeron, la seguridad no era lo principal. —Indicó con un movimiento de la mano el alero de la pared, ahora un poco por encima de su línea de visión—. ¿Ves esas rendijas de ahí, por donde pasa la luz? Para el aceite. Los escalones debían de ser una comodidad, tal vez, para los ocupantes del castillo, y una trampa mortal para cualquier atacante que pretendiera utilizarlos.

—Eso es alentador.

—Iré yo primero. —Gregor se adelantó y extendió una mano. Ella la aceptó, se ruborizó y bajó los ojos.

Con una mano en la barandilla y otra sosteniendo la de Lydia a su espalda, comenzó el descenso. Los zapatos de la muchacha eran planos y flexibles, de un material que no era piel y se adherían —como pudo comprobar tras unos rápidos vistazos hacia atrás— mejor que los suyos.

Aproximadamente a medio camino, algo enorme y blanco surgió de la pared con un chillido a un metro de su rostro. Su involuntario brinco hacia atrás propició que estrellara la parte posterior de la cabeza contra el estómago de Lydia. Sus gritos, aspavientos y traspiés fueron simultáneos.

Pasó el momento de peligro. Con las mejillas encendidas, se volvió hacia el pálido semblante de Lydia. Ambos soltaron las partes del cuerpo del otro a las que se habían asido.

—¿Estás bien?

—Sí… —respondió la joven, con voz ligeramente trémula—. ¿Qué demonios era eso?

Gregor señaló con el dedo. A decenas de metros en el aire, una silueta blanca de un metro de envergadura y colgantes garras negras trazaba círculos a lomos de las corrientes de aire. Cuando giró, pareció que sus grandes ojos binoculares le estuvieran mirando.

—Un murciélago. Cazan mamíferos pequeños nocturnos.

Se tornó, reparando en la oscura oquedad entre los bloques de los que había emergido. Del interior brotaban unos tenues sonidos indignados.

—Guau —dijo, asombrado a pesar de todo—. Un nido.

—¿Podemos asomarnos?

La miró, impresionado, y negó con la cabeza.

No, lo siento. El padre podría enfadarse de veras. Y no nos gustaría que ocurriera eso.

Lydia observó al planeador y vigilante depredador, antes de volver a fijar la vista en Gregor con genuino arrepentimiento.

No. Supongo que sería una tontería.

Le sostuvo la mano con más fuerza hasta que hubieron llegado al suelo. Él no la soltó mientras se volvía hacia ella; extendió la otra mano, y ella la cogió.

—Ha sido emocionante —dijo Lydia, riéndose—. Pero no lo hagamos más.

—Lamento…

—No, no pasa nada. No podías saber que ahí hubiera un nido.

—No lo sabía. Hace años que no bajaba por estas escaleras.

Lydia esbozó una sonrisa y le soltó las manos, hizo visera sobre los ojos y alzó la mirada hacia la pared que se erguía sobre ellos. El murciélago había regresado a su nido; bandadas de murciélagos más pequeños, de alas largas y afiladas, planeaban y se lanzaban en picado en medio de gritos atiplados alrededor de los muros, atrapando insectos al vuelo.

—Los llaman saltimbanquis. —Las nubes pasajeras le daban la sensación de que la pared estaba inclinándose. Apartó la mirada en dirección al rostro aún alzado de Lydia y el delicado palpitar de su garganta.

—Es asombroso. Este castillo. —La joven se inclinó hacia delante y estiró una mano hasta el borde superior de la primera fila de bloques—. Es tan enorme, tan… prehumano. Y tan humano al mismo tiempo.

—Lo construyeron los gigantes.

Lydia y él, de mudo acuerdo, comenzaron a pasear por el sendero que ascendía unos cuantos cientos de metros por el promontorio para sortear los acantilados.

—¿Tenéis torreones así en Nova Babilonia?

—Nova Terra —le corrigió Lydia—. Sí, algunos, en costas abruptas como ésta. En la ciudad… algunos templos antiguos son así, pero sabemos que fueron construidos por seres humanos que querían sentirse pequeños.

—Oh. —Nunca había pensado en eso—. ¿Cómo son los dioses de los antiguos templos?

Lydia se estremeció de improviso.

—Yo acudí a uno, cuando era pequeña, para estudiar. Era un inmenso espacio vacío, lóbrego, iluminado por lámparas de aceite que desprendían un fuerte olor. Había estatuas de piedra arenisca en nichos, tan altas como esa pared… veinte, treinta metros. Pero pertenecían a grandes reyes y a querubines con alas, no a dioses. La estatua del dios se encontraba en el extremo norte del templo, y era bastante pequeña, como una roca tan alta como un hombre. La habían tallado, ¡tallado!, a partir de un meteorito de hierro. No recuerdo bien la forma, pero era muy, muy feo y parecía que estuviera cubierto de ojos. No ojos humanos ni animales. No sé explicar el porqué, pero sabía que eran ojos. Y lo que parecían marcas de herrumbre eran en realidad viejas manchas de sangre.

Se rió, e hizo un gesto con la mano como si quisiera disipar la sordidez de sus palabras.

—¡Me largué de aquel templo tan deprisa como podían llevarme las piernas!

—¿Y desde entonces has dado gracias a los dioses por Epicuro?

—¡Sí! —Extendió un brazo en un gesto retórico, y recitó:

"Quien derribó las murallas en llamas del mundo,

y redujo a escombros la superstición".

Gregor la miró de soslayo, sorprendido y complacido.

—¿Conoces los Buenos Libros?

—Oh, sí, utilizamos las paráfrasis mingulenses para aprender el inglés.

—No me extraña que a veces suenes tan rebuscada —bromeó Gregor; luego rectificó—. No, en serio, tu inglés es extraordinario.

—Oh, ya lo sé. Espero utilizarlo a menudo.

—Ya lo estás haciendo.

Lydia se lo tomó como el cumplido que pretendía ser. Gregor se alegró de que no hubiera reparado en el dolor que ocultaba.

Ascendieron por el promontorio hasta coronar su cima, que se alzaba como una quilla por encima incluso del castillo. La senda giraba a escasos metros del borde del precipicio. Ambos contemplaron el filo, intercambiaron las miradas, y se rieron.

—No puedo —dijo Gregor.

—Yo tampoco.

Lydia se puso a cuatro patas y gateó hacia delante; tras un momento de vacilación él hizo lo propio. La pendiente ascendiente del suelo ofrecía una seguridad un tanto ridícula. Racionalmente sabía que era seguro: el acantilado era de sólida roca metamórfica, nada proclive a desmenuzarse. Irracionalmente, podía imaginarse cómo se desmoronaba con todo lujo de detalles.

Llegaron al borde avanzando centímetro a centímetro con los dedos de los pies y los codos, y se asomaron: rocas negras, agua blanca, y en el fabuloso volumen de aire intermedio, los lomos de los murciélagos marinos y los murciélagos pescadores que se sostenían encima de las corrientes ascendientes. Las yemas de los dedos de Gregor se hundían en la fina tierra. Con un deliberado esfuerzo de voluntad desasió una mano abarrotada y la apoyó en el talle de Lydia. El calor de su cuerpo le impregnó a través de la seca textura del tejido, similar a la del papel; oyó su susurro, y descubrió que estaba acariciándola, arriba y abajo. Ella cerró los ojos; sintió cómo se relajaban los músculos de su espalda.

—Mmm, qué agradable.

La joven abrió los ojos, mirando abajo aún, y se movió de modo que pudiera apoyar su costado en el de él.

—Sentirse en peligro, y al mismo tiempo sentirse protegida, y a salvo.

Ahora la rodeaba con todo el brazo, con la mano asentada en el espacio que separaba su brazo del pecho. Sus hombros se alineaban con el borde del precipicio, sus rostros apuntaban al mar. Permanecieron tumbados de ese modo durante lo que parecía una eternidad, con la sangre atronando en sus oídos y los latidos de sus corazones ahogando el rumor de la espuma y las olas y los chillidos de los murciélagos.

Se miraron. Sus semblantes, separados ahora por meros centímetros, se vieron atraídos mutuamente como si los impulsara la fuerza de la gravedad. Ella cerró los ojos y abrió la boca para recibir la de Gregor. Se besaron por encima del vacío durante un largo minuto, hasta que ella se apartó.

—Esto no es seguro. —En respuesta a la sonrisa de Gregor, añadió—: A lo mejor no nos quedamos tan sólo en un beso, y puede que nos vean. Sería embarazoso para nuestras familias.

Rodó hasta apoyar la espalda en el suelo, se sentó, y se puso de pie con un solo movimiento, fluido y continuo. Unos rápidos manotazos devolvieron la forma a su traje, sin dejar trazas de hierba, tierra ni arrugas.

Él descendió el sendero tras ella, y regresaron juntos al torreón.

El Bailie’s estaba relativamente limpio y tranquilo los domingos por la noche. Su habitual parroquia de pescadores de baja y alta mar, teniendo que madrugar el lunes por la mañana, cedían su puesto a los estudiantes y a los antiguos estudiantes que habían encontrado algún empleo temporal y un estilo de vida estudiantil antes —en la mayoría de los casos— de encontrar su verdadera profesión.

Gregor estaba bebiendo y fumando con Salasso y Elizabeth, y con su hermano Anthony y dos amigos de éste. Muir y Gunn. Apesadumbrado, les relataba una versión discretamente abreviada de su desventura.

—No soporto la idea de estar lejos de ella.

—Bueno, ¿y por qué estás aquí ahora? —inquirió Gunn, una universitaria brillante de ensortijado melena roja.

—Tiene que ayudar con los negocios de la familia —explicó Gregor, desconsolado—. A lo mejor la veo mañana. Su padre y ella están interesados en lo que hacemos en la estación marítima.

—¿Esto está permitido? —quiso saber Anthony.

—Pues claro que está permitido. Nuestros estudios no son ningún secreto.

Al menos en la estación marítima.

—No me refería a divulgar la investigación —dijo Anthony, con una sonrisa aviesa—. Me refería a ti y a ella haciendo manitas en horas de trabajo. Con tantas feromonas en el aire, a lo mejor se echan a perder vuestros experimentos.

—¡Bah, cierra la bocaza!

Su hermano siguió observándole sin perder un ápice de su talante risueño. Anthony no había visto a Gregor hacer el ridículo de esa manera desde que se rompiera una pierna al caerse de un árbol cuando tenía ocho años, y no pensaba dejar escapar esta oportunidad.

—Te ha dado fuerte.

—Y tanto —intervino Elizabeth. Miró a Gregor—. Venga. Ya sabes lo que hay que hacer. Lucrecio, Libro Cuatro, líneas 1065-1066:

«¡Oh, mitiga el dolor de la apremiante necesidad del amor!

¡Vierte tu simiente en otros hombres o mujeres!»

Esa práctica cita de los Buenos Libros solía ofrecerse a los aquejados del mal de amores a modo de amable consuelo, pero Elizabeth la había pronunciado en un tono agrio que pasó desapercibido para Gregor.