dieciocho
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Ingeniería social

Recorría flotando un pasillo tenuemente iluminado, impulsándome con ocasionales empujones de manos y pies contra los laterales. Las verdes frondas de plantas me rozaban aquí y allá. Alternaba constantemente la panorámica de los anteojos entre la realidad que tenía ante mí y un diagrama tridimensional del trazado que había afanado en la biblioteca de la estación. Los únicos sonidos que escuchaba eran el constante suspiro del abastecimiento de aire y mi propia respiración.

Durante el transcurso de los dos últimos días había explorado la estación igual que un submarinista que sondeara un sistema de cuevas bajo el mar. Procuré que no fuera evidente; cada vez que me encontraba con alguien, yo me hallaba plausiblemente de camino a algún sitio, o plausiblemente perdido. Estaba de guardia en todo momento, y a menudo tenía que visitar las fábricas, ya fuera en el espacio real o en el virtual, para resolver alguna discrepancia entre el plan y los pormenores prácticos de la construcción. El resto del tiempo, mi trabajo consistía en hacer un refrito del procedimiento que habíamos empleado con el aparato, esta vez para el segundo proyecto: el motor.

En cierto modo, el segundo proyecto era más sencillo. Ya me había encontrado con casi todos los obstáculos que presentaba el plan del proyecto mientras resolvía los detalles de la nave; y el motor en sí era una construcción más sencilla, más pragmática y robusta, menos superferolítica incluso que la versión desmantelada del aparato que estaba tomando forma en esos momentos en las fábricas. Requeriría más material real, incluido algo tan exótico como los átomos de agujero negro, pero se tardaría menos en construirlo. Consultar la interfaz se había convertido en algo simple y habitual, lo que también contribuía a resolver dudas y a acelerar el proceso.

Oí voces al final del pasillo. Me agarré a un puntal y dejé que mis brazos encogidos absorbieran la tensión de mi súbita frenada. Al escuchar con más atención, distinguí dos voces que hablaban en ruso, demasiado bajas como para entender lo que decían y demasiado rápidas para seguir el hilo. Una de ellas sonaba masculina, la otra femenina. Una tabulación al mapa de la estación me mostró un gran depósito de almacenaje a la derecha; pese a estar presurizado, la mayoría de la mano de obra requerida era robótica, y no parecía un lugar en el que cupiese esperar encontrarse con alguien. Sobre todo porque uno de los rasgos del depósito consistía en que era una gran caja metálica: una jaula de Faraday, impermeable a la radiación electromagnética, lo que inutilizaba los comunicadores de nuestros anteojos.

Me impulsé de una patada, en dirección al portal. La puerta, por razones de seguridad, no se podía atrancar. Moví la palanca para abrirla y di lo que esperaba que fuese la convincente impresión de caerme hacia dentro, aleteando con los brazos mientras cubría varios metros cúbicos de aire vacío antes de engancharme con el pie al borde superior de una caja de plástico asegurada.

Cómodamente sujetos por los pies y las espaldas entre hileras de cajas, hombro con hombro y cara a cara, estaban Aleksandra Chumakova y Grigory Volkov. Me miraron con expresión de culpabilidad, como si los hubiera descubierto llevando a cabo algún tipo de asignación clandestina, para recuperar la compostura al instante, camuflando su confusión con sonrisas indulgentes mientras yo cubría la mía con más aspavientos simulados.

A Aleksandra ya la había visto antes, dirigiendo la oposición en la reunión general y, más tarde, actuando como portavoz de su equipo en las sesiones de puesta al día de Driver. Era la primera vez que veía a Volkov, pero lo reconocí de inmediato. Sus mejillas eslavas y su pelo rubio rapado hacían de él el cosmonauta más fotogénico desde Gagarin. El primer —y último— hombre en Venus, que había arriesgado la vida por la gloria de un aterrizaje que no reportaría más que gloria; y, claro está, miembro del PCUE, uno de los núcleos duros rusos, leal al PC y patriota de la U.E.

—Hola, Matt —me saludó, en inglés, con un acento perfecto aprendido en la Voz de América—. ¿Te has perdido, o has venido en busca de paz y tranquilidad?

Chumakova se abanicaba con una mano levantada a la altura de la oreja y meneaba la cabeza.

—Sé lo que es. Aquí hay veces en que parece que te vaya a estallar la cabeza.

Me así a un borde y maniobré para mejorar mi posición, fuera de su alcance y un poco por encima de ellos.

—Sí, justo. Pero, ya puestos, me alegro de haberos encontrado.

—¿Algún problema en la fábrica? —dijo Volkov, oscureciendo sus anteojos, aclarándolos a continuación—. Ah, ya veo dónde está el inconveniente. Hemos estado trabajando sin línea.

Mis anteojos se habían apagado en cuanto entré en la estancia. La única forma en que se podía trabajar dentro de aquel búnker de metal era sin línea.

—Ah, no se trata de ese tipo de problema —dije, adoptando una postura más cómoda—. He estado pensando en lo que comentaste en la reunión, Aleksandra. ¿Te acuerdas, la de Bakú?

—¿Ese circo? Lo recuerdo perfectamente.

—En fin —suspiré—, parece que estabas en lo cierto acerca de un par de cosas. Esta supuesta campaña de información está cobrándose docenas de vidas allí abajo a diario.

Chumakova asintió con la cabeza.

—¡Es lógico que la gente se alborote cuando cualquier rumor se presenta como un secreto de estado recién descubierto!

—Sí —convino Volkov, solemne—. Incluso cuando las historias son ciertas, resultan muy engañosas si se sacan de su contexto apropiado.

—Provocaciones —dije—. He visto lo que han hecho con mi propia ciudad, Edimburgo. Pero aparte de cualquier, ya sabéis, preocupación personal, lo que me inquieta es que los disturbios fortalezcan a los militaristas de nuestro bando, y a los extremistas del bando americano.

Volkov sonreía y asentía.

—En efecto, en efecto. Es de esperar que los excesos de la llamada «izquierda» se amolden a las reglas del juego de la derecha, tanto dentro de nuestro Partido como del mundo capitalista. No me malinterpretes. Matt, estoy totalmente de acuerdo con la necesidad de poner al descubierto a los conspiradores militares, pero esta campaña anarquista es justo el tipo de excusa que necesitan los verdaderos extremistas para detonar el conflicto, y tal vez una campaña en el extranjero… cualquier confrontación que pudiera ser simbólica al principio, las concesiones siberianas, tal vez, pero estas cosas se pueden ir de las manos, y tomarse algo muy serio, y desagradable, muy deprisa.

Chumakova me dedicó una especie de amigable ceño fruncido.

—Pero Matt, ¿esta conversión tuya no es un poco repentina? Según tengo entendido, eres miembro de un sindicato anarquista.

—Oh, no es que haya cambiado de parecer —respondí—. Sé que ellos no son como los del Partido. Ya sabes lo que pasa… en mi trabajo terminas siempre rompiéndote la cabeza con las escasas áreas en las que la tecnología norteamericana sigue estando por delante de la nuestra. Resulta imposible no mostrarse un poco crítico con la política oficial.

—Eso es muy comprensible —dijo Volkov. Se quitó los anteojos y sonrió con ironía—. Sabemos cómo debes sentirte. El buen trabajador sabe apreciar las buenas herramientas.

—Exacto. Pero, bueno, es agradable compartir las penas con gente que, ya sabes…

Ambos asintieron y sonrieron al escuchar aquello. Al igual que tantos rusos, estaban irrevocablemente convencidos de que la mayoría de la gente común, trabajadora y en sus cabales era básicamente leal a los países hermanos socialistas, aun cuando algunos de ellos votaran a otros partidos que no eran el Partido, o acudieran a la iglesia, o se tiñeran los ojos de colores raros.

Pero Chumakova persistía en su cautela y seguía sondeándome.

—Parece que tienes un montón de cosas sobre las que conversar con tu piloto yanqui. Aunque claro, eso es asunto tuyo, por así decirlo. Y según los noticiarios, mantuviste una cierta relación con la espía americana.

—Sí —confesé, torciendo un poco el gesto—. Me siento fatal por lo de Jadey. No por culpa de Camila, que es… una amiga, y no es necesario que os preocupéis por ella, no tiene ni un pelo de política en el cuerpo.

—Tú lo sabrás mejor que nadie —apostilló Volkov.

Nos reímos.

—Entonces —continuó Volkov—, ¿por qué te sientes culpable, si no se trata de un asunto de ética?

—Es… Bueno, supongo que algo de ética sí que tiene, o tal vez política. Jadey Ericson está en la cárcel por mi culpa. No sólo porque fuese arrestada en mi ausencia, y acordaos, teníamos buenos motivos para estar asustados por aquel entonces, sino porque han presentado cargos falsos contra ella. Ya hay una orden de captura contra mí, desacato al tribunal por no haber acudido en calidad de testigo, y no puedo evitar preguntarme si pretenden utilizarla para ejercer presión sobre mí.

—¿Para obligarte a hacer qué?

Me encogí de hombros.

—No lo sé; eso es lo que me preocupa. En cualquier caso, me han garantizado que la facción de la Reforma va a hacer todo cuanto esté en sus manos para liberarla, así que por ahora no puedo permitirme estar a las malas con Paul.

—¿Lemieux pertenece a la facción reformista? —preguntó Volkov.

—Eh, claro. No sabía que lo mantuviera en secreto. Mierda. ¡No le digáis que os lo he contado yo!

—No, no, descuida.

—¡Ajá! —exclamó Chumakova—. Por eso se puso así Driver con lo de ese bastardo de Weber.

—¿Quién?

—El eurodiputado trotskista, el que arrestaron…

—Ah, sí, vale. Me acuerdo, pero… lo siento, no veo qué relación hay.

—La facción de la Reforma es un puñado de trotskistas, básicamente… derechistas fingiéndose izquierdistas —explicó Volkov, con la confianza de un hombre que confirma un prejuicio alimentado durante mucho tiempo—. Mira cómo han cambiado el nombre de la estación: Cuanto más oscura sea la noche, más brillará la estrella. ¡Es el título de un libro de Trotsky! Es ridículo.

—Parece que no le ha sentado bien a mucha gente. Después de todo, el mariscal Titov fue un verdadero héroe espacial soviético.

—El primero en pasear por el espacio, sí —dijo Chumakova, mirando a Volkov de reojo—. Eso no pueden arrebatárnoslo.

—No. No pueden. Y todavía podemos hacer grandes cosas aquí.

—Ya las hemos hecho —dijo Chumakova—. ¡Contacto en la primera fase. Dios! ¡Construir un vehículo antigravedad! Lo que habrían dado los yanquis por algo así.

Me impulsé hacia arriba y di una voltereta.

—Ah, bueno, que le den a la política, el proyecto sigue mereciendo la pena. Será mejor que vuelva al tajo antes de que Driver me eche la bronca. Nos vemos.

—Sí, hasta luego —dijo Volkov, mientras yo flotaba hacia la puerta. Un montón de mensajes urgentes saltaron en cuanto mi cabeza hubo cruzado traspuesto el umbral.

—¿Dónde cojones te habías metido?

Amarré el cinturón a la red y reajusté mis anteojos.

—Ah, necesitaba despejarme un poco —le dije a Avakian—. A veces parece que se te echen encima las paredes de las habitaciones.

—Ya, supongo que a algunos les pasa —dijo, en tono tolerante pero sin comprender—. Háztelo mirar, tío, tómate algo.

—No, ya estoy bien. Ahora sé que hay lugares en la estación donde no te pueden localizar.

—Bueno, pues no vayas a ellos sin avisar antes a alguien.

—Vale, vale, ha sido un poco irresponsable. Te avisaré a partir de ahora. A ver, ¿dónde estamos?

—Echa un vistazo a esto.

Entramos en un espacio compartido.

—Oh, guau.

—«Guau», qué coño. Lo he conseguido. Bueno, seamos sinceros, lo hemos conseguido, pero me he dado cuenta de que lo que acababa de hacer lo había terminado, y quería que fueses el primero en verlo.

Era el motor. Sólo en RV, claro, pero eso quería decir que todo el proceso de producción se había llevado a cabo con éxito en la simulación. Relucía sobre su pedestal impecablemente integrado como un yunque procedente de otra dimensión, o un reactor montado que pudiera encontrarse en algún museo del lejano futuro. Había visto los bocetos, los diagramas en 3-D del plano, pero esto era distinto: una renderización hiperreal del aspecto que tendría cuando estuviera construido. Medía unos cuatro metros de largo, menos de un metro de diámetro en su punto más ancho, y su altura máxima alcanzaba los dos metros. Podía alargar el brazo y tocarlo, y eso hice.

—Gracias, Armen. Menudo espectáculo.

—Sí. Fundamentalmente su aspecto es más extraño que el de la nave. ¿Ves los cuatro agujeritos en las esquinas de la base? Creo que lo que se supone que tienes que hacer es atornillarlo al suelo, te cagas. Pero sigue habiendo un problemilla.

—¿El sistema de control? —aventuré, pensando: ¡Otra vez no!

—Casi, no hay ninguno.

—Espera un poco. Aparece en el plano. —Consulté las páginas—. Ahí, el plato ese… obviamente es un sistema de control, está cubierto de interruptores, aunque no podamos utilizarlo sin…

—Ya, echa un vistazo a lo que ha resultado ser eso.

Giró la perspectiva y amplió el zoom sobre un rectángulo negro completamente liso que había encima del frontón.

—Mierda.

—Por lo que sabemos —continuó—, podría ser una condenada placa del fabricante, y lo que parecían interruptores en el plano podrían ser nada más que el equivalente del nombre de una empresa inscrito en bronce.

—Vale, no hay ningún motivo por el que los alienígenas nos hubieran dado algo así. A lo mejor si trasladamos la pregunta a la interfaz, nos saldrán con algo que podamos utilizar.

Tardamos el resto del día en formular la pregunta. Lo que recibimos no fue una respuesta, sino un dibujo y un cúmulo de coordenadas triaxiales, que señalaban al centímetro un lugar del interior del asteroide.

—Supongo que nos están diciendo que vayamos allí a buscar la respuesta.

—Tú primero —dijo Avakian.

—Sí, hombre —repuse, generosamente—. Alguien habrá por aquí al que se le dé mucho mejor que a mí moverse por el conjunto.

—No me refería a eso. Decía que seas tú el primero en avisar a Driver.

Driver estaba demasiado cansado como para explotar. Ni siquiera parecía particularmente enfadado.

—No esperábamos probar el gran motor de buenas a primeras. Es la nave lo que esperamos poder utilizar. Incluso una versión inútil pero indiscutiblemente real del motor serviría para soliviantar a la gente. A ver, no os equivoquéis, es estupendo que hayáis llegado tan lejos, y podéis ocuparos de solucionar este problema con el sistema de control si os apetece, pero no dejéis que una cosa retrase la otra.

—De acuerdo —dije, aliviado pero un tanto decepcionado.

—Mañana es el gran día. Trasladaremos el motor pequeño de las fábricas a la dársena de aterrizaje, y lo instalaremos en el Blasfema. Para eso nos hará falta EVA. Mikhail, ¿cómo lo llevan tus muchachos?

Telesnikov, de cuerpo presente, le mostró los pulgares levantados.

—Listos para partir. Lo cierto es que estamos ansiosos por realizar todo el traslado como EVA, sacarlo por la puerta de la fábrica y transportarlo directamente hasta el Blasfema, en lugar de maniobrar por los pasillos. Se ahorrará tiempo, por una parte, y por otra, sabemos que el motor es capaz de soportar el vacío, ya está al vacío en la fábrica, pero no sabemos cómo reaccionará ante la exposición a los agentes biológicos.

—No es mala idea —dijo Driver.

Telesnikov ensayó una sonrisa.

—Sí, es tan evidente que desearía que se me hubiera ocurrido a mí.

—¿De quién ha sido la idea? —quise saber.

—De Grigory Volkov.

Tragué saliva.

—Eh, ¿no podemos tomarnos un minuto para discutir esto?

Driver arqueó las cejas.

—Un minuto.

—De acuerdo. Sé que no soy ningún experto en trabajo en el espacio, pero sí conozco esa máquina que hemos construido tan bien como puede conocerla cualquiera sin entenderla del todo, y juraría que es totalmente inmune a la contaminación biológica. O sea, va, todas las partes móviles están selladas. Los sistemas de control son nuestros, y ya sabemos lo resistentes que son. No pretendo, eh, meterme con tu equipo, Mikhail, pero cuanto más tiempo se tarda en manipular cualquier cosa en EVA, más posibilidades existen de que se produzca un accidente. Un patinazo y podríamos enviar esa cosa dando vueltas al espacio y perderla para siempre.

Telesnikov agitó una mano.

—Estará en una red, sujeta en todo momento. Su seguridad está fuera de toda duda.

—Las cuerdas se pueden romper.

—Estas cuerdas no —dijo Telesnikov. Me dedicó una sonrisa tranquilizadora—. Material de la NASA. Y tenemos al operador EVA con más experiencia de todo el Sistema Solar… ¡qué nosotros sepamos!

—¿Quién?

—Grigory, claro. —Abrió mucho los ojos de repente—. ¡Oh, ya veo! Habrás oído que la AEE le asignó aquí por una mera cuestión de prestigio, pero ése es el tipo de rumor insidioso que se propaga en entornos burócratas. Ningún cosmonauta se los cree. Grigory dista de ser tan sólo una cara bonita.

—Pero…

Driver levantó la mano.

—Ya has tenido tu minuto. Matt. Lo haremos en EVA. Siguiente asunto.

Camila me sacudía agarrándome por los hombros.

—¡Matt! ¡Despierta!

—¿Mmm?

—Está sonando tu busca. ¿No lo oyes? ¡Porque ya lo hemos oído todos!

Me desperté y tanteé en busca de mi lector y mis anteojos. Cuando apagué el busca se hizo evidente que no era el único que estaba sonando en la vecindad. Fueron callándose uno a uno mientras me colocaba los anteojos encima de las legañas.

—¿Me cuelas?

—Sí, claro. —Abrí un canal con sus anteojos al tiempo que el informe flotaba ante mí.

NOTICIA PRIORITARIA PARA EL PERSONAL:

Escena inicial de alguien que estaban subiendo por las escaleras de un American Airlines 777. Zoom y seguimiento: Dos policías escocesas sujetaban a Jadey. Parecía que estuviera debatiéndose, aunque de una manera un tanto teatral. En lo alto de las escaleras la soltaron y empezaron a empujarla. Trastabilló, se salió del encuadre, y regresó.

Levantó un brazo estirado y extendió los dedos índice, corazón y pulgar, la versión actual de un saludo desafiante.

—¡Muerte a los comunistas! —gritó. Entró de espaldas en el avión.

SUPERFICIE:

La espía americana Jadey Ericson fue liberada ayer a medianoche y en estos momentos viaja a bordo de un avión en dirección a los Estados Unidos. La acusación de asesinato formulada contra ella ha sido desestimada a la luz de nuevas pruebas, y deja a su paso una confesión exhaustiva en la que expone la conspiración anti-europea y antisocialista de la que ella no era sino un peón.

FONDO:

La subversiva Federación de los Derechos Humanos, financiada en parte por la empresa industrial bélica Nevada Orbital Dynamics, que recientemente enviara ayuda a la amotinada estación espacial Mariscal Titov, está vinculada a los grupos fascistas y nihilistas que se encuentran tras la violencia desatada a lo largo de los últimos días, y al agente de la CIA y amotinado espacial Colin Driver. El cómplice de Driver en la cábala que se ha apoderado temporalmente de la estación, para desmayo de sus honrados científicos y cosmonautas, es Paul Lemieux, conocido integrante de la llamada agrupación «reformista» del PCUE, que ya militara en el PRL trotskista durante sus años de estudiante en Lausana. Las investigaciones llevadas a cabo sobre el antiguo eurodiputado Henri Weber han establecido sin lugar a dudas influencias añadidas de la CIA sobre elementos faccionalistas del PCUE y el PRL trotskista. La motivación de la actual campaña de desinformación y las aseveraciones de tener acceso a «tecnología aeroespacial de origen alienígena» parece no ser otra que la de reforzar la autoproclamada facción de la «Reforma» en el seno del PCUE, que en la U.E. se describe como una corriente popular y democrática, y en el ámbito internacional como los únicos comunistas dispuestos a, y capaces de, «hacer negocios con» los Estados Unidos. La naturaleza demagógica y contradictoria de esta «plataforma» debería resultar evidente.

ANÁLISIS:

Llegados a ese punto, me desconecté. Camila me rodeaba los hombros con un brazo.

—¡Es una noticia estupenda. Matt! ¡Han soltado a Jadey! ¡Guau!

—Ya, gracias. Es genial, un gran alivio. Pero, mierda, dicen que ha confesado todas esas cosas…

—Ah, chorradas. ¡No se lo creen ni ellos! Sobre todo cuando dijeron que era un peón. ¿Cómo podría haber estado enterada de todo eso?

—No podía. Y, por lo que sé, no lo estaba.

—Además, si son sólo las típicas paparruchas paranoicas de los rojos.

Me quité los anteojos, me froté los ojos y me quedé mirándola en la penumbra de nuestra alcoba.

—No lo son. Aunque modulado por la cómica prosa de los comunicados de prensa del Partido, es exactamente lo mismo que nos contaron Driver y Lemieux la otra noche.

—¿Que es qué?

—Uno se acostumbra a traducir.

La cogí y me abracé a ella, buscando tan sólo un poco de confort.

—No pareces demasiado contento.

—Lo estoy. Dios, me siento tan dichoso que podría echarme a llorar. Pero seguimos metidos en un juego muy peligroso.

—Sí, tú lo has dicho. —Me acarició la espalda—. Vuelve a dormirte. Jadey habrá llegado a casa por la mañana. Te despertaré cuando pongan las noticias.

Volví a ponerme los anteojos y flexioné los dedos en su transmisión de infrarrojos.

—No hace falta. Ya me despertará esto.

Antes de que pudiera quitármelos y volverme a la cama, surgió un mensaje entrante. Lo acepté y los atractivos rasgos de Grigory Volkov acapararon mi vista, igual que un póster en la pared de la habitación de un adolescente.

—Me parece que se impone dar la enhorabuena. Matt —dijo, sonriendo. Era una frase meditada; nadie que pudiera estar a la escucha podría haber adivinado que estaba pidiéndome algo, en vez de ofreciéndomelo.

—Sí. Enhorabuena para todos. Gracias, Grigory.

Para cuando el lector me hubo despertado con la noticia del desembarco de Jadey —en el aeropuerto McCarran, Las Vegas, para mi tranquilidad— Camila ya se había ido. Había acudido a la pista de entrada del Blasfema al principio del turno de día. Algo ofendido porque no se había despedido, por no decir que no me había incitado con sus acostumbrados mimos matinales, me aseé, me vestí y me dirigí al refectorio. Mientras desayunaba (carne de conejo en salazón y un bocadillo de huevo frito… nada recomendable) repasé las noticias pensando en el fondo de mi mente que me había acostumbrado a las carantoñas de Camila por la mañana. Pero era Jadey la que ocupaba el frente de mis pensamientos. En cuando había salido del espacio aéreo de la U.E. había hecho pública una declaración en la que invalidaba su confesión, negando que hubiera partido de ella, y ridiculizando su contenido tal y como había sido resumido.

La mayoría de los comentarios que encontraba parecían coincidir con ella en ese aspecto, pero disentían en cuanto a si se trataba de un bulo completo o si se fundamentaba en algún tipo de información encriptada que hubiese conseguido descifrar el BFS (o cualquier pirata informático al azar), y estuviera haciéndose pública de este modo a fin de no poner en un compromiso a sus auténticas fuentes. Para empeorar la tortuosa confusión de aquel laberíntico asunto, los analistas más despiertos —ya fuera en el Europa Pravda o en el Daily Web— señalaban que el propio BFS sin duda apoyaba a la agrupación reformista, y que la CIA solía evitar el respaldar la oposición violenta en las Democracias Socialistas, siendo mucho más probable que intentara ejercer su influencia sobre el BFS… que, claro está, a su vez…

Me desconecté. El mundo se había convertido en un enorme otero en medio de la pradera, poblado de pistoleros solitarios que se creían la Comisión Warren. Lo que yo opinaba de todo aquello era que el nada sutil guiño que le había hecho a Grigory el día anterior le había llevado a creer que la facción de la Reforma estaba reteniendo a Jadey para utilizarla como moneda de cambio, y que liberarla ayudaría a su causa… la de la facción centrista «clavada en el medio», conservadora pero no flagrantemente reaccionaria como los militaristas extremos. Ya veríamos.

Dirigí un mensaje telefónico a Jadey a través del buzón de la estación. No estaba conectada, pero llegó a Nevada, eso sí. Después de un buen trasiego de café, y con el desayuno asentándose para pasar una prolongada estancia en mi estómago, me dirigí a las fábricas.

Las unidades de fabricación ocupaban un ala separada de la estación. Ésta era mi primera visita a ellas fuera de la RV; algo que, tras escurrirme por una docena de escotillas, esclusas y pistas de descontaminación, aprecié en su justa medida.

La sala de control estaba atestada con al menos una veintena de personas, aparte de los cinco operadores, que eran piadosamente capaces de ignorarlo todo con sus anteojos y sus equipos de cuerpo entero. Conocía a la mayoría de los presentes por los nombres que habían aparecido en mi espacio de trabajo, o que me habían llamado al suyo, con algún problema en la construcción. Driver y Lemieux estaban delante, con Chumakova a su lado. Avakian flotaba en la retaguardia. Me colé y conseguí encontrar una posición desde la que se podía ver algo.

La unidad de fabricación en sí quedaba detrás de un grueso muro de cristal de diamante laminado. Los múltiples brazos robóticos múltiplemente subdivididos de los fabricantes —lo más parecido a un robot de cojinetes de Moravec que había logrado nadie— resplandecían erizados. En las yemas de sus dedos más robustos sostenían el motor y el sistema de control del aparato.

Pese a mi familiaridad con el entorno de RV, resultaba emocionante verlo en la realidad, con fotones auténticos que acababan de reflejarse al entrar en mis propios ojos. Absorbí el espectáculo con avidez, espectáculo que a decir verdad no era más que un suave abultamiento metálico con una base plana, sujeto por tres metros de cableado eléctrico a un bloque de revestimiento de poliestireno que sabía que contenía un panel de mandos y un despliegue escalonado de palancas.

La puerta al exterior de la fábrica ya había comenzado a correrse, para revelar un rectángulo negro de diez por cinco metros. Este marco fue ocupado rápidamente por dos cosmonautas con trajes EVA, que desplegaron una red apenas visible alrededor de la abertura. Había cables ondulando a sus espaldas. Los movimientos de las cuerdas y la red en el vacío y la microgravedad diferían de la normalidad lo suficiente como para producirme una sensación de intranquilidad.

O como para servir de catalizador de la intranquilidad que ya sentía. Ajusté mis anteojos al canal de comunicación y escuché a los cosmonautas y a la tripulación de la sala de control. Hablaban en ruso y ni mis propias habilidades lingüísticas ni las de los anteojos conseguían dotar de sentido a sus palabras.

Los dedos mecánicos se movieron de manera imperceptible, y el paquete planeó hasta quedar atrapado en la red. La red estaba sujeta a la boca con un sencillo cordón corredizo, y fue levantado hacia la derecha, fuera de la vista.

Me conecté a una de las cámaras del exterior y contemplé cómo la malla y su contenido eran depositados en un trineo sencillo, el equivalente espacial de una carretilla elevadora. Consistía en varios metros cúbicos de caja con un depósito de combustible en la panza. En cada extremo, anterior y posterior, había montados cuatro reactores, un juego de controles, y un peldaño para que se sentara el piloto, con las toberas sin riesgo a la espalda. La bolsa carecía ahora de sujeción, aparte de la del trineo. Éste, con la especie de cinchas y abrazaderas a las que aludiera Telesnikov, se encontraba atado a su vez. Un cable largo y laso, que remataba en la fábrica en un extremo mientras el otro se perdía en el medio kilómetro de distancia que lo comunicaba con el Blasfema Geometría, atravesaba dos robustas medias anillas de metal que sobresalían del costado del trineo. Cinco cosmonautas, con los tubos de sus propulsores personales curvados desde sus hombros igual que el perfil de unos pares de alas angelicales, se habían distribuido a lo largo de la ruta del trineo.

El piloto del trineo encendió los motores por un instante y el remolque avanzó en línea recta a poca velocidad. Ya había dejado atrás a dos de los cosmonautas y se encontraba a medio camino de su destino cuando algo salió mal.

La cuerda se atascó y dejó de atravesar los aros. El trineo, detenido en seco, se balanceó y, al mismo tiempo, sus reactores delanteros llamearon, con mucha más intensidad de la que habían mostrado los traseros. Se propulsó hacia atrás y lejos de la superficie del asteroide, tensando la cuerda inmediatamente en forma de V tumbada. Cuando aumenté el zoom se hizo evidente que la cuerda no se había atascado tan sólo a lo largo del costado sino también alrededor del morro de la caja. Tan inesperadamente como se había detenido, la cuerda se rompió a ambos flancos del trineo, que planeó en diagonal, con los propulsores flameando durante algunos segundos más. Para cuando se hubieron apagado, el trineo había desaparecido incluso del alcance del veloz zoom de la cámara.

Todos los presentes en la sala se encontraban, o bien gritando, o bien enmudecidos por el asombro. El canal de comunicación de los cosmonautas permanecía en calma. La disciplina surtía su efecto. Oí la voz del piloto del remolque, en un ruso entrecortado y distorsionado:

—Se ha acabado el combustible del trineo y estoy a la deriva.

—Te tenemos en el radar —dijo Volkov—. Aléjate de un salto, estabilízate con tu propulsor, reduce la velocidad hacia fuera todo lo que puedas, y te recogeremos.

Niet.

—¡Por el amor de Dios, Andrea! ¡Abandónalo!

La respuesta se produjo en inglés, aunque igual de distorsionado:

—No soy Andrea, soy Camila, y no voy a abandonarlo.

Entonces sí que grité, un aullido completamente fútil porque era incapaz de transmitir al canal de comunicación. Incluso su disciplina parecía que comenzara a resquebrajarse, con una súbita retahíla de incoherencias. Podía ver a través de la cámara cómo revoloteaban los cosmonautas, acercándose y alejándose los unos de los otros.

La voz de Camila volvió a hacerse escuchar, más tenue.

—Permaneced atentos. Voy a llevarlo para dentro.

Salté enloquecido entre los distintos ángulos de la cámara hasta que encontré uno que apuntaba directamente hacia fuera. Había un punto que refulgía como una nova azul en el campo de estrellas, ganando brillo por momentos y tornándose borrosa. En cuestión de segundos fue plenamente visible, abalanzándose sobre nosotros. La cámara retrajo el zoom, se estabilizó y pude ver el trineo y a su piloto dentro del nimbo azul.

Lo condujo directamente hasta la puerta y lo detuvo en seco. Tenía en las manos el panel de control del motor. A su alrededor se arremolinaban trozos de poliestireno desgarrado como si estuviera en atmósfera, una visión tan flagrantemente imposible como su espectacular llegada anti-newtoniana. Agitó una mano y dirigió el trineo hacia un lateral, para volver a detenerlo en seco junto a su propia nave.

—Transferencia EVA, completada. Test de vuelo no planificado, completado. Motor y controles en orden.

Llegados a ese punto, también los arrestos se habían completado.

Lemieux estaba acuclillado en su esquina superior de costumbre, practicando una nueva, irritante y peligrosa acrobacia: había colocado su 9-milímetros Aerospatiale en el aire, y luego había empujado bruscamente la boca del cañón hacia abajo, consiguiendo que el arma girara delante de él, dejando que se alejara flotando un poco. Entonces lo cogía al vuelo. Una y otra vez. Parecía que no pudiera concentrarse en otra cosa. Era algo así como atusarse las uñas con un cuchillo de combate y silbar entre dientes; no podría habérsele ocurrido una exhibición de inestabilidad y amenaza menos sutil.

Driver, mientras tanto, estaba clavando el papel del poli bueno, miradas de preocupación a Lemieux incluidas. Se reclinó detrás de su despacho, delante del cual Chumakova y Volkov tenían pinta de encontrarse en posición de firmes, con los brazos enroscados en la red. No habían sido maniatados; todo era muy civilizado, aparte de la rutina de Lemieux.

Yo flotaba a un lado, aplastado contra una balda; Camila flotaba junto a la puerta. Casi todos los demás miembros de la estación, incluidos los cuarenta y siete detenidos en diversos lugares improvisados, contemplaban la escena en sus anteojos.

—Venga, camaradas —dijo Driver—. Si esto fuera una puñetera investigación por accidente de la NASA, tal vez pudiera creer que lo que ha ocurrido obedecía al fallo de algún sistema de seguridad sobreplanificado. Algún tipo de deterioro químico en el cable que lo volvió pegajoso y fácilmente deleznable, una fuga impredecible de combustible en el motor del remolcador, un chispazo. Estas cosas pasan, ¿no?

Volkov se encogió de hombros.

—Eso dicen. A veces es un error confiar en la tecnología americana y en los procedimientos de la NASA en lugar de en nuestra propia habilidad.

—Sí —convino Driver—. Pero fue idea tuya, ¿no es así?

—La idea no tenía nada de malo. Si estáis sugiriendo que ha sido un acto de sabotaje, es ridículo. Pensaba que era Andrea Barsova la que conducía ese trineo. No pondría en peligro la vida de una cosmonauta. Eso lo sabes, Colin.

—Pero no estabas arriesgando la vida de nadie. Barsova es una operadora de trineos experta, y cualquiera esperaría que hubiera saltado lejos del remolque al menos indicio de problemas.

—Nada más que especulaciones —intervino Chumakova.

—Nada de eso —dijo Driver—. Sabemos que estáis en contacto con elementos del Partido y el gobierno. Después de que Matt hablara con vosotros, relatasteis la conversación a un contacto en Bruselas. Alguien bastante elevado dentro de la administración. En cuestión de horas, Jadey Ericson fue liberada y se puso en circulación una confesión falsa, llamándome agente de la CIA y demás. No creo que sea mera coincidencia, como tampoco creo que la gente con la que contactasteis inmediatamente dentro de la estación resulten ser meros colegas.

—¿Cómo sabes…? —Volkov se calló y me fulminó con la mirada—. Entiendo. Así que Matt te lo dijo, y luego pinchasteis todos los contactos que establecimos a continuación. ¿Y qué? Eso no es ningún crimen.

—Algunos de los tuyos han hablado, y admiten que no os limitasteis a conversar.

Volkov se rió.

—No me vas a pillar con ésa.

—Tal vez no —concedió Driver—. Pero te pillaremos con las grabaciones.

Chumakova sufrió una ligera convulsión. Lemieux dejó de jugar con su pistola, y la amartilló. Driver le dedicó una mirada ansiosa.

—Tranquilo, Paul, tranquilo. Aleksandra, ¿qué ibas a decir?

—¡No hemos cometido ningún crimen! ¡Valoramos nuestro trabajo, y no permitiremos que se lo cedáis a los americanos! Eres un espía y un sucio traidor, Colin Driver, y serás fusilado cuando se restaure el orden.

—Correré ese riesgo. Ahora, me gustaría pediros que salgáis y acompañéis al destacamento hasta el bergantín.

Volkov volvió a dedicarme otra mirada de repulsa, antes de encogerse de hombros y asentir.

—Muy bien. Es un honor. No podremos disfrutarlo por mucho tiempo.

—¿Qué quieres decir con eso? —preguntó Lemieux.

—Más os vale a todos mirar las noticias —dijo Chumakova, por encima del hombro—. El orden ya está siendo restaurado.