cuatro
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Sistemas de legado

En el exterior, la calle Princess bullía con la acostumbrada multitud asistente al Festival, pero nadie se comportaba como era propio de un festival. Un sorprendente número de personas miraba hacia el cielo, como si esperaran que, de un momento a otro, apareciera una especie de reluciente nave nodriza. Otros paseaban enfrascados en conversaciones, o asían al primer transeúnte que veían y propagaban la noticia: la cantidad de personas que hablaban de ello u observaban el firmamento crecía a cada minuto. No había visto nada igual desde lo de la revolución, cuando era pequeño, cuando salimos con los párpados entornados de los refugios, los sótanos y las ruinas para dar la bienvenida a las tropas rusas en plena calle. Recordaba el estruendo de las jubilosas bocinas de los coches. Ahora, el susurro de voces humanas, de pies y ruedas de bicicleta y trolebuses, parecía pavorosamente quedo en comparación.

Jadey me cogió por el codo cuando me disponía a cruzar la calle.

¿Adónde vas? torcí la cabeza hacia la derecha, para indicárselo.

Waverley. Pillamos lo tuyo en la fotocopiadora, luego cogemos un tren transbordador hasta el aeropuerto…

Na-na-na-nah. No nos precipitemos. No hay prisa, es un billete abierto, ¿no?

Bueno, sí, pero cuanto antes salgas…

Me petrificó con la mirada.

A ver, ¿quién es la experta? ¿Te digo yo cómo tienes que programar? Pues cierra el pico y ven conmigo.

No había nada que rebatir. Giró a la izquierda y nos encaminamos Paseo de Leith abajo, junto a los edificios de nueva tecnología de la zona bombardeada en que vivía yo, hasta alcanzar la parte vieja de la calle. Los corrillos eran menos numerosos, había menos bicicletas. Los trolebuses circulaban por el centro de la calzada. Hacia el norte, en la dirección que seguíamos más o menos, el cielo permanecía llamativamente iluminado: a escasos cientos de metros yendo hacia el polo, el sol aún brillaba.

Tras unos cuantos minutos de mudo apresuramiento que nos llevaron a dejar atrás tiendas de software, charcuterías y restaurantes, Jadey volvió a doblar a la izquierda y se adentró en una de las calles laterales de la zona de Broughton, un cañón de edificios de arenisca.

—¿No te parece que este sitio estará vigilado, si vas a…?

Otra mirada fulminante.

—Tú hazme caso.

Abrió el teclado, escrutó el escáner de retina y se abrió la puerta. Me colé detrás de ella, entre amasijos de bicicletas y montones de cartas, escalera de piedra arriba. Al llegar al tercer piso, abrió la puerta de un apartamento empleando unas llaves de metal. Hardware.

Dentro hacía frío y estaba oscuro. Se paseó por el interior, encendiendo luces. Las ventanas —según pude ver cuando entramos en la habitación principal— estaban cubiertas con persianas de aluminio. Había un sofá, un monitor, una mesa y poco más; los pósteres de las paredes se correspondían con grupos del año pasado. Aquello parecía un picadero de estudiantes desocupado, y probablemente lo era.

—¿Café?

—Gracias. Solo, sin azúcar.

Para cuando hubo regresado de la cocina yo ya había encendido el monitor, con el sonido apagado. Casi todos los canales de noticias habían apelado a sus bustos parlantes. Jadey se sentó en el extremo opuesto del sofá y cabeceó en dirección a la pantalla.

—Medidas de seguridad —dijo—. Incorporadas. Podemos hablar.

—O sea… que sí que eres de la CIA. —No era la forma más sutil de romper el hielo, pero era lo que me rondaba por la cabeza.

—¡Coño, pues claro que no soy de la CIA! —respondió, al borde de derramar el café—. ¡Hijos de puta estadistas! Son casi tan malos como los putos rojos, cuando no están haciendo tratos con ellos.

—Vale, vale. Sólo era una pregunta. Entonces, ¿qué eres?

Me dedicó un ceño fruncido.

—¿De veras quieres saberlo?

—Bueno, pues sí. Me pica la curiosidad.

—¡Ja! Está bien. Trabajo para una organización política que hace lo que pensamos que debería hacer la CIA: promover un poco de subversión en la U.E.

—Me lo imaginaba —dije, despacio—. Lo que has dicho antes es lo que me deja perplejo. ¿Cómo funciona? ¿Contrarrevolución por la pasta y la diversión?

—Nada de eso. El dinero procede de… bueno, básicamente de legados y fondos de fideicomiso abiertos por capitalistas de la Red que amasaron millones con el Boom del Siglo y a los que les pareció buena idea, ah, invertir en el futuro del mercado libre. En cuanto a lo de la diversión…

Posó la taza. Le temblaban las manos.

—Era divertido al principio, allá en la vieja Inglaterra. Establecer contactos, organizar protestas, agitación de la masa a nivel básico. Pero las cosas se han puesto bastante más serias. No sé, ¿te suenan las pseudo-bandas?

—¿Las qué?

—Los grupos de resistencia organizados por… quien sea, rusos, tal vez, quizá incluso los británicos… para desacreditar a la verdadera oposición con algún que otro escarceo terrorista; propaganda negativa que nos hace apestar a fascistas; propagación de rumores de que los grupos de resistencia reales no son sino pseudo-bandas, que los mejores activistas son en realidad agentes de la policía. —Agitó una mano—. Ya sabes de qué va todo.

—¿No confíes en quien fíe? —pregunté, traduciéndolo al cretinglés.

—¡Exacto!

Volvió a fruncir el ceño. La uña de uno de sus pulgares estaba mordisqueada hasta el hueso.

Mierda, creía que me había quitado ya la costumbre… —Levantó la cabeza—. Deja que te cuente lo de anoche.

Hay una escena en La Batalla de Argel en la que las mujeres musulmanas del FNL se preparan para salir a colocar bombas en el cuartel europeo y empiezan a embutirse en provocativas ropas occidentales y a maquillarse por primera vez en la vida y, cuando se auscultan con aire solemne delante de los espejos, la banda sonora se convierte en un implacable tamborileo marcial.

Jadey oye ese ritmo cada vez que se prepara para llevar a cabo su labor nocturna. Siempre le ha gustado su piel, con su sedosidad cremosa de un rubio natural a juego con las cejas doradas y los pálidos labios, pero ahora está cubriéndolo todo con colorete y tinte, con rímel, con sombra de ojos y lápiz de labios rojo pasión. El gel decolorante torna su cabello negro y tieso, y ensucia el agua arremolinada cuando se aclara las manos debajo del grifo.

Una vez finalizadas sus abluciones, aguarda unos minutos, consultando el reloj. El tiempo es fundamental. Dos minutos hasta la hora del contacto. Hora de irse.

Se mira en el espejo: camisa blanca con lazos, minifalda negra de vinilo, medias de rejilla, tacones de aguja. El juego en el que está metida no se llama sutileza. Sonríe a sus propios rasgos desconocidos y, pizpireta, se echa al hombro el bolso de cuero rojo. Ya ha comprobado la pistola que guarda dentro.

—Vamos, chica —se dice—. ¡Sal ahí fuera y cómetelos!

El aire está cargado de humedad y la luz es amarilla. Es una hora intempestiva al borde del amanecer, aunque no es tan tarde como para que las fulanas den por terminada la jornada. Jadey esquiva sus ojos, reparte torvas miradas entre las cejas arqueadas de los chulos y putañeros al acecho. Ve al frente la espalda del hombre que busca, vestido con el uniforme del ejército ruso. El hardware es suave y cálido a través de su guante, como un pedazo de esa cosa con la que juegan los niños; o como el plástico, tal vez, e igual de peligroso: Plastisemtex. Lo pega al poste de una farola y camina a paso largo por la Avenida York, a unos treinta metros por detrás del hombre. Una lenta y silenciosa cuenta hasta diez más tarde, el ruso se aleja de la calle principal y entra en un callejón. Jadey lo sigue sin mirar atrás.

Diez segundos es tiempo más que suficiente para que funcione el hardware: para que el pegote se adhiera y fluya igual que un siniestro y veloz grumo mohoso, extendiendo sus tentáculos hasta el interior del cable de la cámara de vigilancia ciudadana sito en la farola, para que introduzca sus programas en la corriente de datos. Ya debería haber degradado sutilmente la calidad de la imagen, hasta el punto en que cualquier rostro de la Avenida York bien pudiera estar cubierto por un pasamontañas. Con suerte, estará inyectando imágenes además de información, distorsionando el software de reconocimiento, pero no se puede contar con eso. El enmascaramiento sí es infalible, pero ni aun así se da la vuelta, no les facilita ni un ápice el trabajo.

Decidida, deja atrás al ruso, que finge examinar un escaparate repleto de tuberías herrumbrosas. Sus ojos se encuentran con el reflejo de los del hombre por una fracción de segundo, antes de seguir su camino. El uniforme le presta aspecto de avispado, aunque sea menos soldado que ella; todos los sirvientes civiles de la ocupación visten uniforme militar. Es una de esas manías que tienen los rusos.

El hombre espera hasta que el metrónomo que son sus tacones ha descontado cinco segundos, y silba. Ella se gira, toda torsión de hombros y caderas, aferrada al cuero blando de su bolso. Le sonríe y mira de soslayo una callejuela aún más angosta. Él asiente de manera imperceptible y sigue la dirección indicada a largas zancadas, virando en redondo; ella le va a la zaga, formal su semblante, más que profesional.

Observa a Josif con una cierta calidez y una muestra de reconocimiento que ninguna precaución consigue evitar. Ha llegado a cogerle afecto con el transcurso de los meses. Aun así, se sorprende cuando, en lugar de su acostumbrada pantomima de fingido regateo, él la ase por la cintura y la atrae hacia sí. Su boca desciende sobre la de ella. Se produce un momentáneo contacto de labios y lenguas hasta que ella escucha, casi tanto como siente, cómo un pequeño objeto metálico es empujado con delicadeza entre sus dientes. Está a punto de tragar, lo que tal vez no hubiera sido mala idea, si bien algo engorrosa por culpa de las implicaciones a largo plazo. Consigue colocarlo entre los molares y el carrillo a golpes de lengua. Tiene el tamaño y la forma de una moneda pequeña, con el borde liso.

Josif aparta la cabeza y boquea con un siseo. Jadey asiente, casi con la misma sutileza. El torso del hombre golpea sus senos y oye un golpe, siente un impacto, y se produce un horrible rechinar. Cuando da un obligado paso hacia atrás, Josif se convierte en un peso muerto en sus brazos y se ve obligada a soltarlo. Abre la boca como si quisiera gritar. Lo único que sale de ella es sangre y, al instante, se desploma sobre el pavimento mojado, repicando su cabeza y los talones, borbotando y encharcándose la sangre, relajándose los esfínteres.

Otros dos pasos hacia atrás y adopta la postura de tiro, con la Liberator de plástico de un solo disparo entre sus manos entrelazadas, ante ella.

Hay un joven enfrente, aturdido, con un enorme cuchillo ensangrentado aferrado en la mano derecha. Chaleco con cremallera, vaqueros y guantes, enfundado de la cabeza a los pies en una película de polímero aislante: médico o asesino.

No le vendría mal algo de eso. Tiene la camisa empapada de sangre.

La expresión del joven pasa a ser de enfado y asombro.

—No eres…

—¿Qué esperabas? —Tiene la boca seca; procura no morderse la lengua, ni lo que guarda en la boca.

—No eres la que tenía que estar esperándome.

No aparta la mirada de sus ojos, ni de la hoja. Josif se encuentra en estado crítico; no muerto, aún, pero haría falta que apareciera un equipo médico de urgencias en el próximo par de minutos para salvarle, y duda que pudiera conseguir que ocurra eso.

—Atrás —advierte. El joven da un respingo y ella pugna por seguir hablando en voz baja—. No, lo cierto es que no te esperaba para nada. ¿Por qué debería?

Cae en la cuenta de lo que ha debido pensar el muchacho que estaba ocurriendo.

—Oh, Cristo, ¿pensabas que era de tu equipo?

El joven asiente con la cabeza. A la tenue luz, a ella le cuesta distinguir el pelo rapado, los ojos de matón, el rostro enjuto. No tiene pinta de haber cumplido los veinte. Justo la clase de chaval que se involucra en células terroristas nacionalistas que creen que atraer a soldados rusos a callejones oscuros y luego matarlos es la mejor manera de reunir el arsenal necesario para el Gran Día. Los críos como éste son la pesadilla de su puta vida.

—Pensaba que era una encerrona —musita el joven. Su acento londinense es tan marcado que a ella le cuesta seguirlo—. Mierda.

Deja correr las implicaciones, por el momento.

—Corre —dice ella, subrayando el gesto con la pistola.

—Y luego, ¿qué hiciste?

—Eché a correr en la dirección opuesta, por otro callejón. Un minuto después había dado la vuelta y había cruzado de nuevo la Avenida York, algo más arriba, y los polis ya se habían apiñado igual que moscas encima de una cagada en el cruce en que había estado yo. Por eso sé que tu hardware está jodido. Decidí no volver a casa, busqué un lugar seguro y descubrí que no había ninguno. Estaban tirando la puerta abajo cuando doblé la esquina, así que di media vuelta sin pensármelo dos veces. Regresé al distrito rojo, pillé un puñado de trapos para cambiarme, un carné y no sé qué hostias más. Ya conoces esos contenedores sellados incrustados en la basura dentro de los cubos de recogida. Pues me colé en uno para cambiarme de ropa y librarme del uniforme de puta. Retomé mi trabajo de tapadera (un empleo deliberadamente sospechoso, en una empresa americana de importación de libros), te llamé por teléfono en cuanto tuve ocasión y cogí el tren a mediodía. Y, como ya te dije, la pasma me miraba raro.

Me quedé observándola, sobrecogido en parte por su relato… por su carga de sexo implícito tanto como por la de violencia explícita. ¿Cuánto hacía que la conocía? Un par de años, a lo sumo. Entró en una tienda de codificación al final del Paseo de Leith, donde trabajaba entre contrato y contrato (esto fue antes de que consiguiera mi actual fama como gerente, me apresuro a añadir), tiró un par de gafas de Calvin Klein encima del mostrador y encargó un puñado de interesantes modificaciones. Graves infracciones del cumplimiento de la garantía y el respeto a los derechos de autor, ese tipo de cosas para las que no se puede encontrar un uso legítimo: tan flagrante e ilícito como recortar los cañones de una escopeta. Acepté el encargo, sin hacer preguntas, y le devolví el conjunto a las veinticuatro horas. Estaba claro que repetiría, y había empezado a pasarse por el tipo de lugares que solía frecuentar yo. Charlamos un par de veces, nos tomamos algún que otro café, nos colocamos juntos, pero nada más. No tenía muy claro cuándo me había percatado de que estaba implicada en la resistencia inglesa; debía de habérmelo contado en algún momento, pero no lograba recordar cuándo. Lo cierto es que nunca nos habíamos parado a discutirlo.

¿Aún conservas aquello que te pasó aquel ruso?

—Desde luego. —Apareció un objeto en la palma de su mano, como por arte de magia. Lo cogí y le di la vuelta.

—Es un disco de datos —dije, sin sorprenderme, aunque algo decepcionado, como si hubiera estado esperando que fuera una nueva arma secreta.

—¡Dime algo que no sepa!

—A lo mejor… puedo decirte lo que hay dentro.

Negó con la cabeza.

—Lo puse en mi lector en el tren. Está chafado, o encriptado.

—Bah. —Saqué mi lector de un bolsillo, lo enchufé a mi teléfono e introduje el disco—. No es probable que sea uno de los códigos comerciales, pero dudo que sea la última panacea militar. No tendría sentido deshacerse de él, ¿no te parece?

Ahí has dado en el clavo. —Su voz parecía triste—. Josif no podría haber accedido a ningún secreto de verdad… si esto tiene alguna importancia será por tratarse de algo común, no por ser algo restringido.

Abrí mi archivo de miles de claves y las puse manos a la obra. No estaba intentando saltarme el código, sino ajustarlo a las claves que, legalmente hablando, no tenía ningún derecho a poseer, motivo por el cual las almacenaba en un servidor remoto. Una pequeña línea roja comenzó a menguar lentamente en un lateral de la pantalla conforme discurría el programa.

—No parece algo por lo que merezca la pena morir.

—No sabía que era la vida lo que arriesgaba.

—Ni matar.

—¿Crees que le tendieron una encerrona? —Frunció los labios—. Es posible.

Ding, el lector.

—¡Wah-hey!

Empecé a ojear el texto descodificado. Jadey se acercó para mirar, murmurando para sí, entre interesada e impresionada. Comencé a pasar las hojas más deprisa, con la súbita sospecha de que todo aquello me sonaba. Así era.

—Esto es una muestra de la AEE. ¿Te acuerdas… lo de la estación espacial?

—¿Puedes comprobarlo?

—Sí, claro. No podré hacer gran cosa con este trasto, pero… —Lo pasé a la pantalla grande para que ambos pudiéramos echarle un vistazo cómodamente y empecé a pasar páginas, más o menos al azar. Algunas de ellas contenían texto, con el elaborado sistema de numeración del lenguaje científico; algunas líneas individuales dentro de párrafos disponían de sus propios números de versión, y algunas, que tardaban apenas una fracción de segundo más en aparecer en pantalla, eran diagramas y esquemas tridimensionales profundos optimizados para su visualización, tanto superficial como interna, con gafas o lentillas de RV. De éstas, casi todas iban unidas a una fotografía o a una renderización hiperrealista e indistinguible del objeto final.

—Mira —dijo Jadey—, no voy a dármelas de experta en minería asteroide, y mucho menos en el equipo necesario para comunicarse con una mente colmena alienígena o lo que sea, pero está claro que eso no tiene aspecto de ser equipamiento minero, ni tampoco una base de investigación científica.

Solté un bufido.

—Ahí llevas razón. Se necesita algo así como una refinería para la minería asteroide, pero esto es algo más. A mí me parece una especie de fábrica automatizada y desguazada a partir de componentes que podrían ser aceptables para eso o para una estación de investigación. Están construyendo algo ahí fuera, o planean hacerlo.

¿Alguna pista de lo que pueda ser?

—Tal vez esté ahí —dije, encogiéndome de hombros—, pero encontrarlo sería difícil de narices. Aquí hay más información que en la Encyclopaedia Britannica.

—Bueno. —Me dedicó una expresión extraña—. No creo que corresponda a nosotros intentar resolver esto. —Se rascó la cabeza—. O sea, no creo que debamos echarle un vistazo siquiera.

—Oh. —Lo apagué—. Y menos yo, ¿eh?

—Tú menos que nadie. Por tu propia tranquilidad.

—Es una forma de decirlo. —No sé por qué me atormentaba la idea de que pudiera tener menos derecho a husmear en posibles secretos de estado que ella, pero me di cuenta de que aquello era irracional; la U.E. había dejado de ser «mi» estado casi tanto como el de ella, e iba camino de convertirme en su enemigo. En un enemigo algo peor adiestrado, eso sí. No es que tuviéramos que preocuparnos de la tortura (aquello era Escocia, pequeña y feliz Democracia Socialista, a fin de cuentas, y no algún estado-cliente tercermundista de uno u otro bando), pero los dos sabíamos de lo que eran capaces las drogas del Buró Federal de Seguridad y, cuanto menos supiéramos, en menos problemas era probable que nos metiéramos si nos pillaban.

Jadey trajo más café y permanecimos sentados por un momento, calentándonos las manos con las tazas, sin decir nada.

—Bueno —dije, al cabo—, ¿qué hacemos ahora? ¿Todavía quieres ir a América?

Jadey se masajeó el labio inferior con los dientes de arriba, posó la taza y encajó ambas manos bajo los sobacos, balanceándose adelante y atrás durante un rato.

—Ah, mierda, no sé. Si no fuera por la sospecha de que todos nuestros códigos son susceptibles de ser violados en cualquier momento, tiraría todo eso al retrete y me iría a casa sin pensármelo dos veces. Caray, aunque me arrestaran en el aeropuerto o donde sea, seguiría estando en la calle en cuestión de un par de semanas.

—¿Intercambio de espías? Pero si tú no…

—Ah, o cualquier otro pacto por el estilo. El sector privado también llene sus normas, ¿vale? Pero, tal y como están las cosas, tengo que devolver esa cosa en mano, sin que me relacionen. Y, ¿sabes qué? No creo que podamos fiarnos del correo.

—¿Y si lo llevamos al consulado norteamericano? —sugerí, inspirado—. ¿Valija diplomática?

—No sé si quiero que lo tengan los estatales —dijo, sombría—. No creo que a mis amigos del aparato ruso del sur les hiciera gracia. Querían que esto llegara a manos de aquella gente en los Estados Unidos que mejor supiera utilizarlo. Y eso quiere decir nuestra gente, no cualquier agente secreto.

Me contuve para no ahondar en la cuestión de quién era «nuestra gente», y no sólo por motivos de seguridad. No había nacido ayer y ya comenzaba a albergar sospechas. Una de las discutibles ventajas de vivir bajo la variante comunista de extrema derecha del capitalismo de estado era que los medios de comunicación oficiales llevaban a cabo análisis materialistas bastante razonables, de los asuntos de otros países, al menos. La división de la clase capitalista estadounidense era el tema favorito de los expertos del Europa Pravda. Muy en el fondo, bajo toda la cháchara acerca de los yanquis y los vaqueros, de los globalizadores y los aislacionistas, de la vieja economía y de la nueva, subyacía un interés material que resultaba casi embarazosamente simple: el petróleo.

Los productores de petróleo nacionales de los EE.UU. abastecían a las potencias de la Nueva Economía, y los inversores petrolíferos del otro lado del charco lubricaban la Vieja. Esta última había salido escaldada de la Guerra por el Petróleo Ural-Cáspica, y los Aislacionistas habían disfrutado de un efímero triunfo con la apresurada retirada de las tropas y un oportuno ajuste de cuentas en la caza de brujas «¿quién perdió Europa?» / «Ecologistas por el sistema» de principios de la década del 2030, pero la Antigua Economía no había tardado en volver a encumbrarse en lo más alto. Las antiguas rencillas y las nuevas afrentas se dirimían ahora en una guerra civil de bajo nivel; un asesinato por aquí, un bombardeo por allá, una airada manifestación en contra de la rehabilitación a título póstumo de Janet Reno por otra parte.

Jadey había llegado a admitir que era una de las chicas de la Nueva Economía, pero era probable que no tuviera más idea que yo acerca de quién era el que movía los hilos en última instancia, parapetado tras múltiples fachadas de fondos, frentes y fundaciones.

Se puso de pie, como si hubiera tomado alguna decisión.

—De acuerdo. Hagamos el trabajo aquí mismo.

—¿Qué, aquí? —Paseé la mirada por la habitación desnuda, aturdido.

—Aquí, en Escocia. Tienes el equipo y las conexiones necesarias para enterarte de lo que quiera que sea eso, ¿no?

—Bueno, a lo mejor —dije, dubitativo—. Tendría que llamar a alguien más para que…

—Lo que yo te digo… «contactos». Me da que parte de lo que está ocurriendo es una lucha de facciones en algún lugar de la cúpula del aparato, lo que significa que un bando está proporcionando fuego de cobertura al nuestro, al menos tácticamente hablando. Medidas y contramedidas, ¿sabes? No sé si quienquiera que esté detrás de esto sabe que estamos conectados, o si alguien quiere utilizarnos como cebo para atraer a algún pez más gordo. Pero tengo la sensación de que sucumbir al pánico y salir corriendo nos conduciría a ambos, o a mí, y a los datos, a manos del BFS que, tal y como pintan las cosas, es probable que esté del lado equivocado, según mi punto de vista.

—¿Y cómo sabes que el pez gordo que quieren pescar no son mis contactos?

Se rió.

—No lo sé, pero, vamos. Cómo sois. Si buscaran a tus contactos no tendrían más que hacer una redada en los Brazos de Darwin.

—¡Ja! Ahí no hay más que antiguos decodificadores y un puñado de tahúres. Te estoy hablando de los de la Red.

—¿Una conspiración? —preguntó, alarmada.

—No, un sindicato. Los Obreros de la Información de la Red… los OIWWW.

Hizo un gesto de duda.

—Algo he oído. Fueron famosos en los años veinte.

—La Huelga Global, sí, sus días de gloria. Dos mil veintiséis y todo eso. Deberías oír las historias de los antiguos hermanos y hermanas acerca de cómo estuvieron a punto de derribar «Big Iron». —Contuve una risita—. Ya las oirás.

—¿Intentas decirme que todavía siguen en activo?

—Ya no son lo que eran, pero sí. Todo se reduce a un núcleo de anarquistas achacosos, imposibilistas y algún que otro joven cabeza hueca. Como yo.

—¡Oh! —Otra mirada de extrañeza—. ¡Así que es de ahí de donde sales!

—¿Qué te pensabas que era, un patriota?

—O eso, o un criminal sin ningún escrúpulo.

—Muchas gracias.

Sonrió. No la había visto tan contenta desde hacía tiempo.

—Ambas hipótesis comenzaban a perder fuerza a medida que pasaba el tiempo, pero no quería inmiscuirme, por si acaso.

Me recliné en el sofá, observándola.

—Ahora deberías fiarte aún menos de mí, sabes. Los de la Red y tus capitalistas libertarios no es que se tengan mucho cariño, precisamente.

Agitó una mano.

—Ah, eso. —Se rió—. Si de ti no me fío un ápice, no te creas, pero esto no tiene que ver con la confianza… sino con la predicción. Ahora sé en qué dirección es probable que saltes.

—Eso lo veremos.

Di un brinco, sorprendiéndola a ella tanto como a mí mismo al rodear sus hombros con un brazo, con torpeza, y encaminándome hacia la puerta principal. El momento dramático se vio perjudicado por mi inutilidad a la hora de girar la manilla. Jadey había cerrado la puerta por dentro. Me hice a un lado y dejé que la abriera.

Me miró justo antes de entornar la puerta.

—¿Adónde vamos?

—A un lugar más seguro, más cálido y más acogedor —le dije—. Al despacho del sindicato.

—Guau. Tú sí que sabes volver locas a las chicas.

—Te sorprenderías.

El edificio que poseían los OIWWW en la Plaza Picardie, frente al teatro que coronaba el Paseo de Leith, ofrecía un aspecto un tanto decrépito, aunque seguía resultando imponente: siete plantas de cemento y cristal, posterior a la guerra sin ser de nueva tecnología. Sabía que lo vigilaban, pero no creía que el control pasara de ser mera rutina. Los OIWWW, clasificados oficialmente como «hostiles y difamatorios hacia el estado y el sistema social de la Democracia Socialista», eran tolerados como ejemplo que aparecía en los libros de texto —y, lo más importante, en los noticiarios— de lo tolerante y pluralista que era en el fondo la Democracia Socialista.

Mientras pasaba la tarjeta de afiliación por la cerradura, Jadey leyó el eslogan cincelado en pulcras mayúsculas encima del marco de la puerta: LA CLASE PROLETARIA Y LA CLASE PROLIFERANTE NO TIENEN NADA EN COMÚN.

—Hmm —musitó, en el momento en que nos era franqueada la entrada—. ¿Qué hay de la humanidad que compartimos?

—¿Después de tres guerras mundiales? No me hagas reír.

El vestíbulo de entrada estaba vacío, a excepción del tipo que ocupaba el mostrador de recepción y que se limitó a echarnos un vistazo antes de retomar la lectura de su libro. Inhalé hondo para empaparme del familiar aroma de aquel sitio: el suelo cauchutado, la tenue vaharada de sudor y cloro procedente del gimnasio y la piscina de la planta baja; el tufo a alcohol y humo herbáceo del bar del primer piso, junto a las fragancias más cálidas y vaporosas de la cafetería y, enterrado bajo todo aquello, las agudas notas de los cables, el plástico y el cemento fresco, preparándose para la inminente revisión general del sistema electrónico.

También Jadey husmeaba, observando a un hombre de mediana edad y a un par de muchachas, todos ellos cargados con toallas y refrescos, que pasaron por delante de nosotros y se perdieron escaleras abajo.

—No es como yo me lo esperaba —admitió, mientras nos encaminábamos hacia el ascensor—. Me recuerda a un albergue juvenil… o a la YMCA. —Esbozó una sonrisa en el momento en que llegó el ascensor—. «Young Militants Classwar Association», ¿que no?

—Bastante cerca —concedí, pulsando el botón de la cuarta planta—. Somos una pandilla sociable. Hasta puedes pasar aquí la noche.

Sonrió, distante, en dirección a algún punto por encima de mi hombro. Las puertas del ascensor se cerraron de golpe. Permanecimos de pie por un instante envueltos en infinitos reflejos de fuerzas-g variantes, antes de salir. El cuarto piso no era tan idílico e informal como los que habíamos visto antes. Largos pasillos enmoquetados, puertas robustas, todo adornado por un rosario de cámaras. El olor a electricidad se acrecentó.

Recorrí el pasillo, con Jadey caminando cautelosa tras mis pasos, hasta llegar a la puerta marcada como 413. Otro tarjetazo y estábamos dentro. La habitación medía unos diez metros por cinco, no tenía ventanas, estaba alumbrada por fluorescentes, ocupada por media docena de mesas largas con taburetes de rosca, tableros y monitores. Parecía un aula o un laboratorio de prácticas. Éramos los únicos ocupantes, lo que constituía un alivio. Me acerqué al teclado montado en la pared y me apresuré a reservar la habitación hasta medianoche: rácano, pero no era probable que nos desalojaran.

—Listo. —Me senté e invité a Jadey, con un apropiado gesto expansivo, a imitarme. Así lo hizo, doblando las piernas bajo el asiento del taburete y dando una vuelta.

—Dios, qué sitio más aburrido. Hasta las paredes están limpias. Ni cuadros, ni pantallas.

—Ya, bueno, tiene explicación. Es que son firewalls. —Hice una mueca ante mi endeble intento de decir algo gracioso.

Saqué mi lector y desenrollé un poco de cable, que conecté al dorso de la pantalla más próxima.

—¿Puedes darme otra vez tu disco, por favor?

Me lo lanzó.

Lo introduje en el lector, encendí el monitor y la consola, y tecleé la contraseña. Apareció el familiar icono de Microsoft Windows 2045, para ser reemplazado de inmediato por un carcajeante pingüino de aspecto demoníaco que dejó las palabras AHORA EN SERIO… desvaneciéndose en la pantalla antes de saltar a la interfaz primaria. Realicé una rápida llamada al servidor satélite para solicitar una descarga de vínculo inmediata. Tardó alrededor de un minuto (la oficina, claro está, disponía de antenas en el tejado y de banda ancha para dar y tomar), tras lo que me arrellané, con las manos enlazadas en la nuca y las piernas todo lo recogidas que me permitía mi precario equilibrio para elevar los pies.

—Me he quitado un peso de encima.

—Genial —dijo Jadey—. ¿Te importaría explicarme por qué debería sentirme aliviada?

—Depende de lo mucho que quieras oír acerca de ordenadores —dije, posando los pies en el suelo, con los codos en las rodillas, inclinándome hacia delante con avidez. Como de costumbre, me invadió una extraña sensación al hablar de ese tema; si no me andaba con cuidado, terminaría sonando igual que un viejo decodificador.

Jadey agitó una mano, magnánima.

—Ya te digo yo cuando tienes que bobinar.

—Vale… Bueno, básicamente, hemos aprendido, o sea, la empresa, a confiar en lo que llamamos modelo de mano vacía. —Esgrimí mi lector—. Como este chisme. Es una terminal inalámbrica, más bien chapucera según los estándares de los sistemas a los que accede, que suelen guardarse en hardware a mucha, mucha distancia de aquí. Desarrollas una adicción a la codificación, por una parte, y a la buena voluntad de los propietarios de los servidores, por otra. Este es justo el tipo de cosas que pretenden evitar los de la Red. Tiende a, digamos, debilitar tu postura de negociación. Siempre hemos defendido que los trabajadores deberían controlar la mecánica de la producción. Resultado: Este edificio dispone de tanto poder informático comprimido que no hace falta salir de él para utilizar cualquier programa que en la práctica se pueda ejecutar. —Me rasqué la cabeza—. Aparte de los que necesiten procesadores de distribución específicos, claro. Esto significa que acabo de copiar todo lo mío, y todo lo tuyo, en estas máquinas de aquí. Y lo mejor de todo es que no se puede acceder a ellas desde el exterior. Esa descarga ha tenido que atravesar el equivalente a una serie de compartimentos estancos y duchas antes de ser almacenada. Nadie puede piratearla.

—O sea, ¿que este sitio es como una especie de paraíso de la información? —Miró alrededor, con renovado respeto.

—No del todo. Físicamente, no es que sea demasiado seguro contra un caso grave de ingeniería social inversa pero, aparte de eso, sí… es más que seguro. Ya podemos manipular los datos con la casi absoluta certeza de que nadie puede espiarnos.

Ladeó la cabeza.

—¿Salvo desde dentro?

—Hey. Que esto es el sindicato. Existen normas contra ese tipo de cosas.

—Vale. ¿Y ahora?

—Voy a reunir una cuadrilla para investigar esto. —Di la espalda a la pantalla—. Conozco a un montón de contactos que nos vendrán de perilla.

—Te creo, pero esta noche no.

—¿Cómo?

Se me quedó mirando, antes de alargar el brazo y cogerme la mano.

—Venga, que he tenido un día criminal. Bajemos al bar. Ya te tomaré luego la palabra al respecto de lo de esa cama para pasar la noche.

Era la primera vez que oía hablar de dicho ofrecimiento, pero no iba a negarme.