doce
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Infierno rojo orbital

La estación, informó risueño Lemieux mientras nos guiaba a través de sus atestados y angostos espacios, ya no se llamaba Mariscal Titov. Se llamaba (coge aliento) Cuanto más oscura sea la noche, más brillará la estrella, supuse que en honor de alguna oscura biografía de Trotsky. Quise sugerir que El profeta colocado sonaría más conciso además de resultar más apropiado —la gente con la que nos cruzamos sin duda estaba colocada con algo, tal vez a causa de los persistentes efluvios de la acetona y el alcohol de la tecnología mojada corroída—, pero me mordí la lengua.

Empezaba a cogerle el tranquillo a moverme en un entorno de microgravedad, con la ayuda ocasional de los codazos de Camila para corregir mis errores. Al otro lado de la pesada puerta sellada con caucho de la zona de recepción los olores del lugar se acentuaban y eran más diversos. El sistema de circulación de aire emitía un montón de estática, pero no parecía que eso contribuyera a refrescar el ambiente. Casi ninguna fuente de luz se libraba de su racimo de hidropónicos. Los conejos y las gallinas —mejor adaptados para la caída libre los mamíferos que las aves, cosa curiosa— flotaban o caían en picado en espacios ventilados cercados con finas redes de plástico que contenían sus excrementos pero no el tufo. Había personas vestidas con ropas militares manchadas de grasa o estrafalarias y escasas prendas y herramientas trabajando desde todos los ángulos en todas las grietas posibles. Cuando levantaban —o bajaban, o entornaban— la mirada hacia nosotros, parecían complacidos de vernos, pero reanudaban sus tareas sin perder el tiempo.

En la esquina de dos pasillos Camila aprovechó una colisión momentánea y el consiguiente enredo para preguntarme, con apremio y entre dientes:

—¿Por qué no nos dirigen la palabra?

Lemieux volvió la vista atrás.

—Porque no saben a quién se estarían dirigiendo.

—Ya me parecía —musitó Camila, empujándome hacia delante.

No me creí la explicación de Lemieux ni por un momento. Aquellas personas no tenían pinta de estar preocupadas por decir algo que pudiera esgrimir en su contra quienquiera que resultara victorioso en la pugna por el poder. Su aspecto era el de personas que tenían cosas mejores de las que preocuparse.

Driver ofrecía casi el mismo aspecto con que le había visto en su anuncio, aunque más delgado, con barba de varios días; los ojos inyectados en sangre y ojerosos. En sus mejillas había parches casi en carne viva, de resultas del sarpullido provocado por la tecnología mojada desgastada. Se había colocado entre una superficie de trabajo y una pared, como si estuviera sentado ante una mesa. Una redecilla sujeta a la superficie rebosaba de filtros sin humo aplastados y arrugados juegos de gafas y teléfonos desechables. Estanterías de recipientes transparentes, baldas de herramientas, equipamiento informático y equipo de vigilancia cubrían las paredes a su espalda y el techo, decoradas con postales de paisajes terrestres y marinos (casi pornográficas, dadas las circunstancias).

Lemieux se agazapó en una esquina superior del inadecuado espacio, observándonos desde un ángulo desconcertante. Camila y yo enganchamos los brazos en una red frente al despacho de Driver y nos relajamos en el aire.

—Bueno —dijo Driver—, me había llegado aviso desde el Área 51 de que había un platillo volante de camino. Tiene gracia. Lo que no decía era por qué veníais, ni quién erais. —Torció el gesto—. Os hemos estado anunciando como los primeros investigadores americanos en aceptar la amable invitación del Gran Tío de unirse a nosotros. ¿Quiénes sois en realidad?

Camila se acercó para adoptar una posición de firmes.

—Camila Hernández, piloto de pruebas de Nevada Orbital Dynamics. Él es Matt Cairns, administrador de sistemas escocés que tiene información para usted. Eso es todo lo que sé.

Colin Driver concentró en mí su atención.

—Oye, yo a ti te he visto en las noticias. El desertor, ¿no?

—Podría decirse.

—Bueno, ¿qué es lo que tienes?

—He traído parte de la información descargada por usted en la AEE. Está camuflada en forma de diseños de proyectos. Arrojará un plan de manufacturación completo, una vez haya trabajado un poco más en ello.

—¿Un plan para qué?

Miré de soslayo a Camila y a Lemieux, y luego pensé, al carajo, esto era algo que tenían que saber todos.

—Ya sabe, para el vehículo antigravedad y la nave espacial.

Camila se giró y me miró fijamente.

—¿La qué?

Lemieux contuvo la risa, colgado como un simio. Driver no supo contener mejor su humorismo.

—Para empezar, he oído hablar de eso. ¿Estás diciéndome que ha salido de aquí?

Asentí.

—A través del sistema de planificación de la AEE, sí.

—Bueno, pues no puede ser —insistió Driver—. Todo, desde la información veraz de la AEE, a la desinformación de, ah, el otro bando, todo ha pasado por mi mesa.

La aporreó con un dedo, subrayando sus palabras.

—Tal vez —aventuró Camila— alguno de los científicos lo haya transmitido por iniciativa propia.

Driver levantó las manos y las giró.

—Es posible, claro. No hay nada que impida que alguien conecte un equipo pirata en alguna parte. Pero no hay forma de que pudieran haber pirateado el sistema de planificación de la AEE, ni mi mesa, ya puestos.

—¿Ni siquiera con esa ecuación decodificadora alienígena que tienen? —arriesgué.

—Ajá. La ecuación salió de aquí, vale, pero los recursos necesarios para aplicarla sobrepasan cualquier cosa de la que disponga alguien por aquí, o a la que tenga acceso. Tuvieron que cultivar bosques enteros de nueva tecnología para generar la capacidad informática de la Tierra. Además, no confiamos sólo en el encriptado. Medidas de seguridad básicas… —Se encogió de hombros—. Tú deberías saberlo.

Asentí.

—De acuerdo. ¿Conoce a Alan Armstrong?

—No.

—He oído hablar de él —dijo Lemieux.

—Investíguelo cuando quiera. Llámele, si lo prefiere. No hace falta entrar en detalles. Tan sólo pregúntele si cree que lo que he traído es auténtico.

Driver escarbó en su oreja con una uña.

—Está bien. Veamos qué tienes.

—¿Es usted la persona indicada para evaluarlo? —inquirió Camila.

—No, pero Paul está aquí. Y si es cierto que salió de aquí, puedo encontrarlo en mi revisión de cuentas.

—Eso llevará tiempo —dije—. Estamos agotados, nos haría falta comer algo decente, y dormir, y lavarnos.

Driver enrojeció.

—¿Y a nosotros no? Aquí todos estamos agotados. —Se frotó los párpados con las yemas de los dedos—. Ah, rayos. Tienes razón. Sea lo que sea, podrá esperar unas cuantas horas. Muy bien, Paul, llévatelos y yo echaré una cabezada aquí mismo.

Lemieux se apartó de su rincón en el techo, flotó junto a nosotros y abrió la puerta.

—Seguidme. Os mostraré nuestra hospitalidad.

Pollo, puré de patatas, judías rojas, todo ello pegado al plato de papel con una salsa glutinosa; y una pelota de plástico exprimible de zumo de naranja. Era la mejor comida que recordara haber probado. Cuando hube devorado lo suficiente como para empezar a pensar de nuevo, me tranquilicé y miré en torno. La cantina era una sala estrecha con una larga mesa de aluminio a la que podían sentarse más o menos los comensales enganchando las rodillas a la barandilla que discurría medio metro por debajo de cada borde del mueble. Una parsimoniosa cola discurría junto a la escotilla del final de la estancia. La ilusión de gozar de un campo de gravedad normal debía de haber ocupado las mentes de los diseñadores y usuarios del cuarto… nadie se levantaba de la mesa flotando por encima, aunque no habría molestado a nadie.

La gente comía deprisa, y hablaba, y se dejaba puestos los anteojos, a menudo tintados. Casi nadie llevaba gafas de nueva tecnología. En todo momento había alrededor de una veintena de personas a la mesa.

—¿Cuánta gente hay en la estación? —pregunté.

Lemieux levantó los ojos de un pegajoso postre a base de pastel de manzana y melaza.

—Veintiuno con formación de cosmonauta, incluidos diez oficiales científicos o técnicos, como yo, los cinco encargados de la seguridad y tres oficiales de enlace militares, dos de los cuales se encuentran en estos momentos en el bergantín, vigilados por el tercero, más quince administradores civiles y doscientos setenta y dos científicos y técnicos.

—Eso es mucha gente —comentó Camila.

—Hay mucho que hacer. Como ya deberías saber, si has echado un vistazo a los datos científicos que hemos facilitado.

Camila negó con la cabeza.

—He visto algo en las noticias, pero eso es todo.

—Yo tampoco —admití—. He estado demasiado ocupado corriendo.

—Bueno. Hace más de cinco años que mantenemos el contacto. Hay mucho trabajo. Los científicos —indicó con un gesto a la indiferente compañía—, están completamente obsesionados con ello, ahora que son libres de investigar, compartir y hacer publicidad. Era muy complicado cuando se trataba de un gran secreto.

—Sería difícil mantenerlo en secreto —dije—, con tanta gente aquí, y supongo que varios cientos más en tierra, sabiéndolo.

Camila y Lemieux se rieron.

—Mira cómo se ríe tu amiga. Tiene razón. Los grandes secretos pueden guardarse durante mucho tiempo por mucha gente, y cuanto mayor sea el secreto, más sencillo resulta. Como demostró vuestra Área 51, y el Proyecto Manhattan, y nuestra Operación Liberación.

—¿Cómo son los alienígenas? —pregunté, sonriendo para mostrar que reconocía que había sido una pregunta estúpida.

Lemieux se inclinó hacia delante, con los codos sobre la mesa, permitiendo que su tenedor flotara de una mano a la otra, cogiéndolo y soltándolo con precisión con el índice y el pulgar.

—Son como los microorganismos que producen los lechos calcáreos que se convierten en estromatolitos. Sólo que lo que construyen no son montones de roca, sino algo entre un organismo mayor y un ordenador, por decirlo de alguna manera. Otra forma de decirlo sería que construyen mecanismos cuasi orgánicos de increíble belleza y diversidad. La unidad básica, el constructor, es como una nanobacteria extremófila. Es evidente que no es esto lo que sienta las bases de la consciencia, del mismo modo que no lo hacen nuestras neuronas. Colectivamente, no obstante, crean algo más grande que ellos. —Sonrió, y añadió—: Como dijo nuestro sagaz camarada inglés Haldane hablando de las hormigas, son «los comunistas más pequeños».

Camila soltó un bufido.

—Comunista suena apropiado para un germen.

—No te parecerá tan gracioso cuando veas lo que han logrado. No son una mente colectiva en su conjunto… hay más mentes separadas en este asteroide de las que habría, pongamos, en un Imperio Galáctico humano, si es que tal cosa existiera.

—¿Y os comunicáis con ellos? —pregunté, ansioso por evitar cualquier tipo de discusión política.

Lemieux entornó los ojos y apretó los labios, como si hubiera sentido un dolor momentáneo.

—Así es. Es un escándalo teórico, pero así están las cosas.

—¿Dónde está el escándalo? ¿En que podáis… traducir? ¿O que puedan ellos?

—Es peor. —Lemieux se rascó la cabeza—. No hizo falta. Hablan nuestros idiomas.

—¿Como si lo hubieran aprendido de la tele? —inquirió Camila.

Impossible —dijo Lemieux. En francés sonaba más tajante—. Sencillamente, en teoría es imposible que un alienígena genuino aprenda un idioma a partir de las retransmisiones televisivas. No se aprende un idioma sin… interacción.

La teoría lingüística no me merecía demasiado respeto, y menos postulada con acento francés.

—¿Estás seguro de eso? A lo mejor, no sé, tiene algo que ver con su decodificación, algo que todavía no comprendamos, algún tipo de estructura matemática subyacente, la gramática profunda de Chomsky…

Lemieux cogió el tenedor por ambos extremos y empezó a doblarlo.

—Eso sería concebible. Casi. A lo mejor estamos todos equivocados con respecto a la teoría. Ése no es el escándalo. El escándalo es que comprenden idiomas que no sólo no han sido televisados ni retransmitidos jamás, sino que dejaron de hablarse antes de la invención de la escritura. Ése es el escándalo.

El tenedor se rompió.

Nos hemos lavado con esponjas humedecidas en cubículos cilíndricos en los que corre el aire y vuela el agua. Nos hemos secado en los mismos compartimentos, con aire caliente. Nos han proporcionado unas prendas de ropa interior que han sido lavadas mil veces, ropa militar de color azul, limpia y almidonada, y botas de plástico blando. Lemieux nos ha dejado a solas en un cubículo detrás de una cortina sujeta con prendedores, disculpándose por no poder conseguir nada mejor. Las paredes del pequeño espacio están cubiertas, como muchas de las paredes en este lugar, de hilachos de redes. Nos miramos y soltamos la risa. Tengo una barba de tres días y nuestras caras se ven rubicundas e infladas con la sangre que ya no es empujada hacia nuestros pies. Enganchamos los codos y los tobillos en los agujeros adecuados de la red y nos quedamos dormidos contra las paredes de separación superior e inferior, cara a cara a medio metro de distancia.

Sueño. Las palabras y las preocupaciones de Lemieux se combinan con retazos de imágenes que ha atisbado en los espacios interiores del asteroide, la ciudad u ordenador o jardín alienígena, fractal, cristalino y vegetalmente orgánico. Caigo sobre ella desde una gran altura, como un avión de pasajeros que descendiera sobre una ciudad iluminada, igual que la perspectiva de un paracaidista de la hierba que se acerca, y cada diente de león es un reloj. En su interior, diminutos hombres verdes del tamaño de hormigas están viendo la televisión, riéndose con voces atipladas, y garabateando notas en escritura cuneiforme y Lineal B.

Caigo encima de algo y me despierto para constatar que he flotado a la deriva y me he enredado en la malla. Camila ronca, con la boca abierta, a escasos centímetros de mi cara. Vuelvo a acomodarme en la red y me duermo de nuevo.

Y vuelvo a caer, esta vez más suavemente, en una cama. El rostro de Jadey, preocupado, igual que en la última imagen que vi de ella, se cierne sobre mí. Sonríe, como hiciera la última vez que estuvimos en esta posición, y juntamos nuestras caras y nuestros labios.

Poco después oigo una voz que me dice que despierte, y me siento —por unos adormilados segundos— feliz y a gusto, antes de abrir los ojos para descubrir que Camila y yo hemos sacado las extremidades de la red y estamos encogidos y acurrucados como monos asustados, y que tengo una erección bastante evidente apretada contra ella.

Se desenreda y me dedica una comprensiva sonrisa que parece decir Aquí todos somos adultos, vuelve a correr la cortina y se impulsa fuera. La imito, encogiéndome torpemente.

*

De regreso al despacho de Driver, todos ocupamos los mismos lugares de la vez anterior. Él parecía apenas algo más fresco.

—De acuerdo. ¿Listos para enseñarme lo que habéis traído?

Fue más sencillo presentar el material a Driver y a Lemieux de lo que había sido con los americanos. La tecnología era compatible, ambos estaban familiarizados con los protocolos (de hecho, estaban más familiarizados con los de la AEE que yo). Se abrieron paso a fuerza de tabulaciones, encontrando vínculos y rutas que a mí se me habían pasado por alto, asimilándolo todo con rapidez, entre lacónicos y crípticos intercambios de comentarios. Camila se mantuvo al margen de nuestro espacio de datos compartidos, sin emitir ningún comentario aparte de algún que otro «¡Hostia puta!» musitado.

Nos apartamos e intercambiamos las miradas, parpadeando.

—Hmm —dijo Driver. Miró a Lemieux, con las cejas arqueadas.

—Interesante.

Driver jugueteó con el disco de datos antes de introducirlo en su mesa.

—Dejad que lo pase por el buscador de revisión de cuentas.

Volvió a colocarse las gafas y propinó una calada a un cigarrillo sin humo. Lemieux se relajó en una postura meditativa; nosotros nos revolvimos inquietos.

—Mierda —dijo Driver. Se quitó las gafas y hundió la colilla en la redecilla—. Mierda. —Miró a Lemieux, luego a nosotros—. Está ahí. Con pelos y señales. No hay forma de que pudiera haberlo pasado por alto, ni entonces tampoco. El año pasado, Paul, demonios, tú te acuerdas. Lo comprobamos todo dos veces. Tú y yo.

—No comprobé la desinformación. Obviamente.

—Ya —dijo Driver, con voz peligrosamente tranquila—. Pero yo me habría dado cuenta si hubiese estado en la desinformación, porque todo lo que no fueran chorradas inocuas, irrelevantes y censuradas acerca de la química de baja temperatura y demás, me lo inventé yo mismo, joder. No todo era de mi propia cosecha, vale, pero puedes apostar a que me leí hasta la última puta línea de veracidad que fue a parar ahí. ¡Y no envié desinformación a la AEE! Tú lo habrías visto, colega.

—Eso —dijo Lemieux— es incuestionable.

Los dos hombres se miraron; se reafirmó algún tipo de entendimiento tácito.

—Muy bien. ¿Qué es lo cuestionable?

—Quién, y cómo. ¿Cuál de los civiles consiguió piratear este flujo de datos, y cómo lo hizo?

—No me lo trago. No tienen la habilidad, ni los cojones. —Sopesó esto por un momento—. Para ser exactos —añadió—, no tienen la motivación. Quiero decir que nadie que hubiera encontrado esto habría estado dispuesto a decírnoslo. ¿Y para qué iban a mandárselo a la AEE, si no eran leales? ¿Por qué no enviarlo al otro bando? Sabían que el flujo de datos controlado iba a ir a parar al oeste, y habría sido más fácil, por lo menos, colarlo ahí.

Cerró los ojos y se rascó las cejas.

—O quizá no. Tal vez debería dormir un poco más.

—Eso es cierto, Colin —convino Lemieux, con una extraña nota de afecto en la voz que no le había oído antes—. Pero es verdad. No tiene sentido.

—¿Y vuestro espía de la CIA? —preguntó Camila.

Driver desechó la idea con un ademán.

—Eso era una chorrada. Lo siento. —Nos dedicó una mirada feroz—. He pedido disculpas a Sukhanov por el embuste. Era necesario.

¡Ajá!, pensé.

—Así que la CIA debe de…

Me fulminó con la mirada, miró de reojo a Camila.

—Déjalo.

—Vale —dije—. Estáis dando una cosa por sentada, y es que alguien de esta estación pirateó el flujo de datos y descargó lo del «platillo volante» a la AEE.

—Bueno, no —repuso Driver—. Acabo de encontrar la evidencia de que alguien… —Parpadeó, me dedicó una sonrisa de feo aspecto—. ¡Nah! Venga ya.

—¿Qué tiene de improbable?

—¿El qué? —quiso saber Camila, exasperada.

Ya está bien de melodramas, pensé. Con voz ecuánime, anuncié:

—El flujo de datos fue pirateado por los alienígenas.

Todos intentaron responder a la vez. Driver descargó el puño sobre la mesa.

—¿Paul? ¿Tú qué opinas?

—Es posible. Es decir, no es teóricamente imposible y no es sencillamente improbable, como sería el hecho de que hubieran sido los científicos. Así que, sí, podríamos tenerlo en cuenta.

Driver guardó silencio por un momento.

—Rayos. Si han sido ellos, será algo que no había ocurrido nunca. —Se rascó el cuello—. Intervención.

La palabra flotó en el aire igual que los trozos del tenedor de Lemieux.

—¿Y toda la información que os han estado facilitando no lo es? —preguntó Camila.

—No creo que los científicos lo llamaran «facilitar» —dijo Driver—. Los alienígenas son muy selectivos a la hora de responder a las preguntas.

—¿Oh? ¿Y cómo llamas a proporcionar a la U.E. una ventaja de inteligencia militar masiva?

—No tenían por qué saberlo —protestó Driver. Miró a Paul Lemieux, como si necesitara respaldo—. No hay pruebas que demuestren que los alienígenas comprenden las circunstancias políticas de la Tierra, como para apoyar a uno u otro bando. Tampoco hay ninguna prueba que demuestre que están tratando nuestra presencia a un nivel elevado en la… comunidad alienígena. Por lo que sabemos, podríamos estar en contacto con nada más que su equivalente de la Enciclopedia Británica… la versión infantil, ya puestos.

Lemieux negaba con la cabeza.

—Sé que eso es lo que quieres creer, Colin, pero sabes que cualquier científico de la estación te lo refutaría, y yo también. —Movió los dientes como si estuviera mordisqueándose el labio inferior—. ¿No va siendo hora de que… expliquemos la situación?

—Ah, supongo que sí. —De improviso. Driver parecía mucho más animado—. O lo hacemos o los encerramos en el bergantín, y no quiero hacer eso. La publicidad sería un desastre. —Nos sonrió—. «Rehenes estadounidenses en infierno rojo orbital», como si lo viera.

Nos reímos por educación, nerviosos.

—Espera un segundo —dije—. ¿Tienes idea de, ya sabes, si vamos a construir este trasto? Porque para eso hemos venido.

Driver se apartó del despacho y buscó la puerta.

—Lo primero es lo primero. Llegó la hora de que conozcáis a los alienígenas.

—Se refiere a los científicos —dijo Lemieux, de camino al exterior. Driver lo oyó.

—Es lo mismo —gruñó.

El científico se quitó los anteojos y parpadeó en nuestra dirección. En una posición —y postura— literalmente relajada colgaba al extremo de un pequeño pasillo o cubículo alargado, rodeado por más cables que un paciente en cuidados intensivos. Algunos de ellos eran de fibra óptica, otros de metal aislado; la mayoría, empero, ofrecía el aspecto fibroso y cuasi orgánico de la nueva tecnología. Ninguno de ellos, por lo que pude ver, entraba en su cuerpo, pero muchos terminaban en el equipo que flotaba a su alrededor. Sus descoloridos pantalones de chándal y la holgada camiseta apenas lograban contener su tripa cervecera, y su cabello y su barba parecían tan enmarañados y enrevesados como el cableado.

Hizo un gesto con la mano, en un apretón de manos al aire que nos abarcaba a todos.

—Hola, chavales. Me llamo Armen Avakian. Y vuestros nombres han estado dando vueltas por toda la intranet de la nave. Bienvenidos a bordo. ¿Ya os han puesto al día nuestros dos políticos?

—Hemos decidido dejarte a ti esa parte —dijo Driver—. Incluida la política. Por el momento sólo hemos comentado asuntos de seguridad.

—Así que no tengo ni idea, sean los que fueren —dijo Avakian. Soltó una risotada que me dio ganas de taparme los oídos—. ¡Estupendo! Vale… ¿tenéis anteojos? Sí, claro, vale. Esperad un momento mientras los ajusto y abro un espacio de consenso…

Nos rodeó un vacío blanco, una luz perlada que no proyectaba sombra. La voz de Avakian murmuró, en algún lugar detrás de nosotros:

—¿Preparados?

De algún modo era evidente, e inquietante, que la pregunta no iba dirigida a nosotros.

La brillante burbuja monocroma explotó, arrojándonos al color y la complejidad. Más color, más complejidad de la que hubiera visto, imaginado o soñado nunca. Las imágenes que habían mostrado los noticiarios eran un preparativo inadecuado para el original. Flotamos en un vasto espacio interior. La distancia y la perspectiva eran imposibles de juzgar, las formas difícilmente tenían sentido para el ojo. En un momento cobró sentido como el interior de un cerebro no humano vastamente aumentado; un instante después, como el espectáculo de una ciudad a vista de pájaro; o una catedral, hecha por completo de cristal tintado; a continuación, como un jardín botánico sumamente diverso en cuyo colosal invernadero éramos como moscas de la fruta.

Por un largo rato la única respuesta posible fue el silencio. Aquel lugar inundaba la mente, y el ojo, y el ojo de la mente.

Mi trance, mi momento meditativo, se vio roto por la risa de Avakian. El espectáculo se desplomó, regresó la luz blanca, como despertar de un sueño cálido y vivido por culpa de un jarro de agua fría.

—Se acabó la función. La interfaz real tiene un ancho de banda algo menor.

Me quedé flotando en el aire, tiritando, con los ojos empañados por las lágrimas detrás de los anteojos.

—Tanto mejor, porque la interfaz ya es bastante adictiva de por sí. Si estuviéramos trabajando en el conjunto no haríamos más que estar pasmados con la boca abierta.

Volvió a reírse, el sonido aún más maníaco y repulsivo que antes, y cuando me afectó y me aparté —no, huí— de él me di cuenta de que estaba haciéndolo deliberadamente, y por nuestro bien: sin esa iconoclastia nos abandonaríamos a la idolatría. O peor… nuestra adoración por esta ciudad celestial podría ser lo más cerca que estaría jamás cualquiera de nosotros a la adoración de dioses reales.

Con un click audible apareció la interfaz, una pantalla ancha y envolvente esta vez, en lugar de una panorámica de inmersión completa. Si no lo hubiéramos visto antes nos habríamos asombrado casi lo mismo ahora, atestada como estaba la pantalla de imágenes inmóviles y en movimiento, profundidad y texto.

—Es lo que podría llamarse «rico en matices» —dijo Avakian, lacónico—. Es lo que pedimos todos los científicos, siempre que podemos.

La imagen se desvaneció y volvimos a ser cuatro personas flotando en el aire reciclado de un espacio maloliente, angosto y confinado.

—En fin, ¿qué puedo hacer por vosotros?

Estaba a punto de decírselo cuando intervino Lemieux.

—¡No, no! Primero, haz el favor de decirles lo que habéis descubierto los otros científicos y tú, y cuál es vuestro consenso acerca de lo que se debería hacer… vuestra política, si lo prefieres.

—Ah, sí, eso. —Avakian se pasó las manos por el alborotado cabello, sin alterar de forma discernible su condición—. Bueno, este sitio es único, sí, pero no está solo. Veréis, cuando el Gran Tío hizo aquel anuncio… Aquello fue quedarse cortos, amigos y camaradas; el viejo Yefrimovich fue un poco rácano con la verdad.

Sus dedos galoparon de nuevo por su cabeza.

—La verdad es que hay miles de millones de estos hijos de puta. En el cinturón de asteroides y en el Kuiper y el Oort. Hay más… comunidades… como ésta alrededor del Sistema Solar que gente en la Tierra. Y cada una de ellas contiene más mentes separadas que, que…

—Un Imperio Galáctico —le ayudó Lemieux.

—¡Sí! ¡Sí! ¡Exacto!

—¿Cómo lo sabéis? —preguntó Camila.

Avakian hizo un gesto con la mano por encima del hombro.

—Nos lo han dicho los alienígenas, y también nos han dicho cómo buscar sus comunicados. Sus emisiones electromagnéticas son muy tenues, pero están ahí, sin duda, y las fuentes llenan el cielo como el telón de microondas cósmico, el eco del Big Bang.

—¿No será parte de eso?

—Nah, son comunicados, no hay duda. —Avakian se chupó el labio inferior—. Lo que hay que tener en cuenta es que los cascarones exteriores de nuestra nube de cometas se cruzan con los del Sistema Centauri, y, en fin…

—¿Están por todas partes?

Se encogió de hombros.

—Alrededor de un montón de estrellas, sí, muy posiblemente. Circulando, comunicándose, tal vez incluso viajando. Tienen control consciente sobre sus transmisiones, tienen un poder informático envidiable, y pueden cambiar de órbita cuando quieran. Tardarán millones de años en llegar de una estrella a otra, vale, pero estos muchachos tienen una gran capacidad de atención.

—¿Y qué es lo que hacen?

—Desde el punto de vista de unos pequeños primates atareados como somos nosotros, no es que hagan gran cosa. Se quedan ahí y disfrutan de la vista. Dan la vuelta al sol cada pocos millones de años. A lo mejor viajan hasta otro sol y dan vueltas a su alrededor unas cuantas veces. Un rollo. —Puso voz de niño quejica—: «¿Hemos llegado ya? Me está pegando. Tengo que ir al baño».

Se rió, en esta ocasión su risa era genuina y humorista, y se apresuró a continuar:

—Pero desde su punto de vista, se lo están pasando en grande. Se están corriendo una juerga interminable, absorbente, extática y, por lo que yo sé, orgásmica. Hablar, follar… a su nivel probablemente sea lo mismo, joder. —Subrayó lo obvio con una risita—. Son como dioses, macho, y están literalmente en el paraíso. Y en toda su diversidad infinita… bueno, vale, sin límites… tienen, nos parece, un criterio bastante unánime en lo que respecta a una cosa. No les gusta el spam.

Se quedó mirando tres rostros perplejos, y el mío.

Spam —repitió—. Diles lo que es el spam.

Me debatí, literal y metafóricamente. Era un tema obscuro, difícil de explicar a los legos en la materia. Pero lo intenté.

—El spam es, este, una especie de publicidad repetida sin control y mierda de ésa. Correo basura. En parte procede de motores de inicio y rastreadores, en parte lo generan programas llamados spambots, que fueron liberados en el sistema hará unos cincuenta años y que no han dejado de operar desde entonces. Apenas os dais cuenta, porque penetra tan poco que se puede confundir con propaganda legal. Pero eso es sólo porque muy en el fondo tenemos programas que se encargan de limpiar la basura, y también contrarrestan este tipo de publicidad fraudulenta. —Me encogí de hombros—. El spam y el anti-spam malgastan recursos, es una pérdida de tiempo y dinero, ¿pero qué se le va a hacer? Tienes que vivir con ello. El anti-spam es como un sistema inmunitario. Ni te enteras de que está ahí, pero te morirías si no estuviera. Se está librando una guerra que es totalmente irrelevante para lo que quieres hacer en realidad.

Exactamundo —convino Avakian—. Eso mismo piensan los ET. Y por lo que a ellos respecta, nosotros somos enormes spambots ambulantes, servidores corrompidos, dispuestos a empezar a engendrar millones de réplicas inútiles y ligeramente distintas de nosotros mismos en cualquier momento… o cualquier mega-año. La mayor parte de lo que probablemente haríamos si nos expandiéramos en serio por el espacio sería spam. Industrias espaciales… spam. Hibridación de Moravec… spam en bandeja. Máquinas de von Neumann… spam y chips. Colonias espaciales… spam, spam, spam y spam con patatas.

—¿Qué hay de la minería en asteroides y de los criaderos de cometas? —Casi se me escapa la risa, pero Avakian parecía muy serio.

—Ni se te ocurra. Um… Donde todo esto adquiere tintes políticos es en el hecho de que nosotros no tardamos mucho tiempo en darnos cuenta de que el motor definitivo del spam es el capitalismo. La expansión sin fin es el gran sueño húmedo del capitalismo, y es totalmente incompatible con el aspecto real del universo. Es sin duda incompatible con lo que está dispuesta a aceptar la forma de vida inteligente apabullantemente dominante del universo. Francamente, no es que yo sea un hincha del Partido, pero lo cierto es que la meta del Partido de alcanzar una sociedad de estado constante con un poco de exploración espacial sostenible, cuidadosa y no invasora es la única clase de sociedad con la que están dispuestos a convivir los alienígenas. —Dedicó una mirada irónicamente triste a Camila—. Vuestro sueño de convertir el Sistema Solar en materia prima para hogares móviles en órbita, pistolas y latas de cerveza queda descartado.

—¿Y qué piensan hacer al respecto? —preguntó Camila.

Avakian frunció las pobladas cejas.

—Con control sobre las órbitas de los cometas y los asteroides, puedes, oh, provocar extinciones en masa. —Abrió los brazos—. Es sólo una idea.

—¡Para el carro! —exclamó Camila—. Con ese tipo de amenaza del espacio exterior, demonios, podríamos unir nuestras fuerzas. Dispondríamos del apoyo necesario para montarla muy gorda… ¡láseres, armas nucleares, guarniciones, por fin un sistema de defensa espacial en condiciones! Oye, incluso podríamos involucrar a los rojos, cuando comprendan a lo que nos enfrentamos. ¡Y con el apoyo político, podríamos ponerlo lodo en órbita cagando leches! Estos alienígenas no tendrían tiempo de reaccionar. Y si lo intentaran, se encontrarían con un poco de extinción masiva yendo a su encuentro. Joder… mira que han ido a elegir una especie guapa para ponerse a malas.

Avakian nos miró a Lemieux, Driver y a mí, que escuchábamos aquella perorata con expresiones entre incrédulas y divertidas.

—Ah. Empezáis a comprender el problema.

—No seas condescendiente conmigo —protestó Camila, colocando su rostro delante del de él y obligándolo a prestarle atención—. Además, si los alienígenas no quieren que vayamos al espacio, ¿por qué demonios nos han facilitado los planos de un platillo volante y un salto espacial?

Avakian parpadeó despacio.

—¿Cómo es eso?