XXVI
Él está sentado sobre el circulo de la tierra.
Isaías, 40:22
El amanecer trajo una helada inesperada, por ser verano. En las primeras horas del día, había caído un rocío intenso y el aire seguía siendo pesado, opresivo, cargado de humedad. El sol asomó feroz y, detrás de los picos de Alto Cardosa, el Este se tiñó de púrpura y oro por entre los cúmulos grises. En el campamento de Kelson, los hombres miraron el cielo plomizo y se persignaron furtivamente, pues tan extraña alborada les pareció un mal presagio.
El día habría sido mucho más fácil de tolerar si el sol no hubiera sido mezquino con su luz.
Kelson frunció el ceño y se abrochó un cinturón dorado alrededor de la túnica con el león carmesí.
—Es ridículo, Arilan. Dices que no podemos ir armados, que no podemos llevar aceros ni hierro de ninguna clase. Cuando luché contra Charissa, no tuve que pasar por nada de esto.
Arilan meneó la cabeza y sonrió, mirando a Duncan y a Morgan. Los cuatro eran los únicos moradores de la tienda; así lo habían querido, en vista de los acontecimientos que pronto tendrían lugar. Horas antes, Cardiel había celebrado la misa para ellos, allí mismo, con la asistencia de Nigel, Warin y algunos de los generales más estimados por Kelson.
Pero, en ese momento, estaban solos por propia elección; sabían que, una vez que se alejaran de la soledad de la tienda, tal vez nunca más tuvieran ocasión de estar a solas. Con un suspiro concluyente, Arilan se ató los lazos de su manto de obispo bajo la barbilla y, luego, posó su mano tranquilizadora sobre el hombre del rey.
—Sé que te parecerá extraño, Kelson, pero debes recordar que estamos combatiendo bajo la protección y la supervisión formal del Consejo. Las reglas son mucho más estrictas cuando se trata de retos en grupo, pues hay muchas más ocasiones de traición.
—Ya hubo traición de sobra —murmuró Morgan por lo bajo, mientras se echaba un manto negro sobre los hombros—. Después de ver lo que Wencit le hizo a Derry, podría esperar cualquier cosa de él.
—El mal recibirá su justa retribución —afirmó Arilan con gravedad—. Vamos. Nos esperan nuestros escoltas.
Afuera, Nigel y los generales aguardaban con los caballos. Cuando los cuatro salieron de la tienda, no se oyó un solo sonido. Kelson fue el último en salir y, al verlo aparecer, todas las tropas, hasta el último hombre, se hincaron sobre una rodilla e inclinaron la cabeza en señal de respeto. Kelson los miró, conmovido por su lealtad, mientras se ajustaba los guantes. Enmascaró su emoción detrás de una corta reverencia y les indicó que se pusieran de pie.
—Gracias, caballeros —dijo en voz baja—. No sé cuándo os volveré a ver, si tengo esa fortuna. El combate que libraremos esta mañana será a muerte, como bien sabéis. Si vencemos, os aseguro que jamás volveremos a ser invadidos por el Este. El poder de Wencit de Torenth será aplastado para siempre. Si perdemos… —se detuvo para humedecerse los labios—. Si perdemos, otros deberán conduciros después. Parte de lo que esta batalla estipula es que el vencedor concederá la vida al ejército opuesto, pues ni Wencit ni yo deseamos regir sobre un reino de cadáveres que haya perdido la flor de sus hombres. Pero fuera de eso, no puedo prometeros nada, salvo mi más desesperado esfuerzo. A cambio, sólo espero vuestras plegarias.
Bajó los ojos, como si hubiera terminado, pero Morgan se inclinó y susurró algo a su oído. Kelson lo escuchó y asintió con la cabeza.
—Antes de alejarme de vosotros, se me recuerda un último deber, caballeros: el nombramiento de mi sucesor. Sabed que es mi voluntad que nuestro tío, el príncipe Nigel, nos suceda en el trono de Gwynedd, en caso de que hoy no regresemos. Después de él, serán sus sucesores los varones de su descendencia, y, tras ellos, sus hijos. Si no… —Se detuvo y volvió a comenzar—. Si no regreso, debéis concederle el mismo respeto y el mismo honor que generosamente me habéis otorgado, a mí y a mi padre. El será para vosotros un noble rey.
Se produjo un silencio sepulcral. Nigel se aproximó hasta Kelson y se dejó caer sobre ambas rodillas.
—Tú eres nuestro rey, Kelson. Y así será. ¡Dios salve al rey Kelson! —exclamó.
—¡Dios salve al rey Kelson! —se oyó la estruendosa respuesta.
Kelson miró a su tío y a los rostros confiados, vueltos hacia él. Asintió enérgicamente y saltó a la silla de su corcel. El negro caballo se agitó y resopló, cuando el rey tomó las riendas de cuero rojo, y relinchó con osadía cuando los otros montaron a su alrededor.
Entonces, Nigel tomó la delantera a través del campamento hasta el borde de la línea de batalla, donde aguardaba un pequeño grupo de observadores a caballo. Allí estaban el joven príncipe Conall con el estandarte real de Gwynedd, Hamilton, el hombre de armas de Morgan, el obispo Wolfram, el general Gloddruth y unos cinco hombres más. También lady Richenda estaba allí, envuelta en un manto azul, con la cabeza baja, sentada de lado en la silla de su corcel, a un costado del obispo Cardiel. No enfrentó la mirada de Morgan cuando él pasó junto al rey, pero sí miró a Duncan. Morgan sabía que ella estaría allí. Resueltamente, la apartó de sus pensamientos y se volvió para dirigirse hacia el enemigo.
Al otro lado del campo, a casi un kilómetro de distancia, un grupo similar de hombres se apartaba de las filas opositoras, bajo un sol acuoso y severo. Morgan miró de soslayo a Kelson, a Duncan, quien parecía en las últimas horas haber adquirido una nueva paz interior; a Arilan, calmo y sereno como siempre en su manto episcopal violeta. Luego, miró hacia delante, al ver por el rabillo del ojo que el rey avanzaba. Hizo que su caballo fuera a paso parejo con el de Kelson. Duncan iba a su derecha, Kelson a su izquierda y, a la izquierda del rey, Arilan. Detrás de ellos, a respetuosa distancia, venían Nigel y los demás, alrededor de la bandera real de Gwynedd. Ante ellos, se erigía el enemigo y su corte.
Cuando la distancia que los separaba se redujo a doscientos metros, tiraron de las riendas. Durante diez segundos, quizás, Kelson se mantuvo absolutamente inmóvil en su caballo, como si fuera una estatua, mirando a los cuatro jinetes que aguardaban sobre el césped húmedo. Entonces, él y sus tres compañeros descendieron de los caballos al mismo tiempo y tendieron las riendas a un escudero que se acercó y volvió a partir enseguida. Los cuatro quedaron solos, de pie, estremeciéndose ligeramente en la brisa húmeda de la mañana, pese a sus gruesos mantos. Bajo la sencilla diadema de oro, el viento agitaba los cabellos prietos de Kelson.
—¿Dónde está el Consejo? —murmuró Morgan, volviéndose ligeramente hacia Arilan mientras comenzaban a marchar hacia el enemigo.
Arilan sonrió levemente.
—Vienen en camino. Ya identificaron a los que iban a suplantarlos. Los impostores han sido castigados y el Consejo aparecerá en su debido momento. Sólo que no serán los consejeros que Wencit espera.
Kelson lanzó un gruñido desdeñoso.
—Espero que nos sirva de algo. No me importa deciros que estoy atemorizado.
—Todos lo estamos, príncipe —murmuró Arilan en voz baja—. Lo único que nos queda es entregar lo mejor de nosotros y confiarnos a la Divina Providencia. El señor no nos dejará morir si nuestra fe es poderosa y nuestra causa, justa.
—Ruego a Dios que no sean meras palabras, obispo —musitó Kelson.
Los cuatro contendientes estaban a cincuenta metros. Kelson comenzó a distinguir sus rostros. Esa mañana, Wencit parecía hosco y casi preocupado. No lucía su esplendor habitual y había escogido presentarse con una sencilla túnica de terciopelo violeta con el venado en el pecho, en lugar de otros atuendos más imponentes. Su diadema real era apenas más ornamentada que la simple corona de Kelson. A su izquierda, Lionel llevaba su acostumbrado manto negro y plata, aunque ese día le faltaba la daga en forma de llama. A la derecha de Wencit, Bran aparecía pálido y demudado, bajo su manto azul real. Rhydon, a la derecha de Bran, llevaba una túnica simple y un manto azul noche. El cabello oscuro iba sujeto por una banda de plata que le surcaba la frente. Wencit y él miraban sin cesar las colinas que se elevaban al norte, como si esperasen algo. Kelson imaginaba que estarían aguardando la llegada del Consejo. Se preguntó si no sospecharían.
No tuvo tiempo para especular. Antes de que los ocho se hubiesen acercado a más de diez metros, se oyó una estampida de cascos proveniente del norte y, luego, sobre el promontorio, aparecieron cuatro jinetes de suntuoso atavío. Los caballos blancos, espectrales, parecían brillar bajo el sol enfermizo. Los ocho contrincantes observaron fascinados el galope de los caballos y el ondular refulgente de los mantos blancos y oro de los poderosos señores deryni. Kelson oyó que Wencit y Rhydon cambiaban murmullos, y apartó la mirada para estudiarlos. Wencit tenía el rostro gris de furia, pero los rasgos de Rhydon parecían imperturbables, desprovistos de la más mínima emoción.
Los cuatro jinetes se detuvieron y desmontaron: el ciego Barrett, el médico Laran, el joven Tiercel de Ciaron y lady Vivienne, que descendió ayudada por el joven. Los caballos blancos permanecieron inmóviles como estatuas mientras sus dueños se congregaban un instante ante ellos para acomodarse los mantos. Los ojos esmeralda de Barrett escrutaron imperiosamente a los ocho antes de que él y sus camaradas se acercaran unos metros.
—¿Quién ha convocado al Consejo Camberiano a este campo de honor?
Wencit miró a Kelson con una mirada de puro odio, dio un paso adelante y se dejó caer sobre una rodilla. Controló la voz, pero no pudo sofocar un dejo de sospecha.
—Digno consejero, yo, Wencit de Torenth, rey de Torenth y deryni de pura sangre y estirpe, clamo vuestra augusta protección y arbitrio para el duelo arcano que libraré contra ese hombre. —Señaló a Kelson con un dedo acusador como una lanza—. Clamo vuestra protección contra toda traición que pueda realizarse contra mí y mis camaradas: el duque Lionel —éste se hincó de rodillas—, el conde de Marley y lord Rhydon de Eastmarch, quien tiempo atrás fue vuestro camarada.
Al escuchar sus nombres, también Bran y Rhydon se arrodillaron; Wencit prosiguió:
—Solicitamos que sea una batalla a muerte, donde nosotros cuatro combatamos contra los cuatro que tenéis delante, y que el duelo no concluya hasta que todos los integrantes de un bando hayan muerto. A esto consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.
Los ojos verde esmeralda de Barrett se volvieron lentamente de Wencit hacia Kelson.
—¿Es esto lo que quieres?
Kelson tragó nerviosamente y se hincó de rodillas ante los nobles deryni.
—Señor: yo, Kelson Haldane, rey de Gwynedd, príncipe de Meara, lord de la Frontera Púrpura, y considerado deryni de pura estirpe por vuestro reconocimiento, afirmo mi aceptación del desafío que nos ha impuesto Wencit de Torenth, para que no se derrame más sangre entre nosotros en el transcurso de esta guerra. También reclamo vuestra protección contra cualquier acto de traición que pueda cometerse contra mí y contra mi lord, el duque Alaric, el obispo Arilan y monseñor McLain. —Los tres se hincaron de rodillas—. Aceptamos, aunque con escrúpulos, que ésta sea una batalla a muerte, de nosotros cuatro contra los cuatro que tenéis delante, y que el duelo no concluya hasta que todos los integrantes de un bando hayan muerto. A esto consagraremos nuestros poderes y nuestras vidas.
Barrett asintió y golpeó el extremo de su báculo de marfil contra la hierba una vez.
—Que así sea. Ahora bien, ¿qué consecuencias se ofrecen a los vencedores? ¿Han acordado los comandantes de ambos ejércitos aceptar el resultado de la contienda?
Antes de que Wencit pudiera hablar, intervino Kelson:
—Así es, milord. Les he dicho a mis hombres que, si perdemos, ellos conservarán la vida y que mis herederos, a perpetuidad, jurarán fidelidad a los reyes de Torenth, para que haya paz entre nuestras naciones. En nuestra opinión, es una consecuencia aceptable. ¿Está de acuerdo el rey de Torenth?
Wencit lanzó una mirada hacia sus compañeros y, luego, posó la vista sobre Barrett.
—Accedemos a los términos, señor. Si perdemos, juro que mis herederos, a perpetuidad, rendirán fidelidad a la Corona de Gwynedd como soberana.
Barrett movió la cabeza en sentido afirmativo.
—¿Quién es tu heredero, Wencit de Torenth?
Este miró a Lionel.
—El príncipe Alroy de Torenth, hijo mayor de mi hermana Morag y de mi cuñado Lionel. Y, después de Alroy, sus hermanos Liam y Roñal.
—¿Y el príncipe Alroy está preparado para jurar lealtad a Kelson de Gwynedd, en caso de que su padre y tú resultéis muertos noy;
Wencit asintió, con los labios apretados.
—Lo está.
Barrett se volvió a Kelson.
—Y tú, Kelson de Gwynedd: ¿está preparado tu sucesor para jurar fidelidad a Wencit de Torenth si hoy mueres?
Kelson tragó saliva.
—Mi heredero es el hermano de mi padre, el príncipe Nigel, y, después de él, sus hijos varones, Conall, Rory y Payne. El príncipe Nigel conoce sus obligaciones, en caso de que yo perezca.
—Muy bien —sentenció Barrett—. ¿Y estos términos satisfacen por completo a ambas partes?
—No en su totalidad —dijo de pronto Kelson—. Hay un asunto pendiente, señor.
Los ojos de Wencit se abrieron, pero el monarca se abstuvo de avanzar al ver que el bastón de Barrett se movía en su dirección.
—Señala tu otra condición, Kelson de Gwynedd —ordenó Barrett.
—La noche anterior, Wencit de Torenth y Bran Coris entraron en mi campamento y raptaron al hijo de una dama. Si yo venzo, quisiera que ese niño me sea entregado para poder restituirlo a su madre.
—¡No! —exclamó Bran, mientras se ponía en pie—. ¡Brendan es mi hijo! ¡Me pertenece! ¡Ella no se quedará con él!
—¡Mantened la calma, Bran Coris! —estalló Vivienne, quien hablaba por primera vez—. Si Kelson vence, ¿qué os importa quién pueda quedarse con el niño, si vos estaréis muerto?
—Tiene razón, Bran —agregó Wencit, antes de que el conde pudiera objetar—. Por otra parte, si yo venzo, deseo que la madre del niño sea devuelta a su esposo, quien se encuentra aquí —señaló a Bran, y Bran asintió—. Si Kelson está de acuerdo con esto último, yo accederé a lo primero. También accederé a devolver todos los prisioneros que conservo, en caso de que nuestro bando sobreviva, si eso contribuye a suavizar los términos.
—¿Kelson? —preguntó Barrett.
El rey vaciló apenas un instante.
—Estoy de acuerdo. No tengo más condiciones.
—En tal caso, podéis poneros de pie.
Los ocho se pusieron de pie, en un rumor de sedas y terciopelos.
—Podéis formar el círculo de combate —continuó Barrett, y caminó entre ambos grupos, acompañado de Laran—. Vemos que habéis acatado nuestra admonición contra el uso de aceros y armas, conque en ese sentido no hará falta que os examinemos. Pero, si alguna persona posee alguna objeción sobre el modo en que se realizará este duelo, que la formule ahora, antes de que el Consejo cierre el primer círculo.
Laran y Barrett habían llegado a un punto que distaba unos doce metros de sus compañeros. Los cuatro se separaron entonces y se situaron en los cuatro puntos cardinales, señalando un cuadrado de unos doce metros de lado. Cuando todos terminaron de colocarse, los ocho contrincantes se alinearon en dos arcos, que juntos formaron un pequeño círculo dentro del cuadrado. Los dos reyes miraron a Barrett con expectación, pero fue Tiercel quien abandonó su lugar y avanzó hacia el centro, con paso confiado, y recitó:
—Así dijo lord Camber, de bendita memoria, así dijo el Santo, quien nos enseñó el Camino. Así se ha escrito, y así se hará. Bendito sea el Nombre del Altísimo.
Se postró de rodillas y, tras extender su índice derecho, comenzó a trazar un signo sobre el suelo. Por donde su dedo se movía, la hierba se volvía de oro.
—Bendito sea el Creador, ayer y hoy, el Comienzo y el Fin, Alfa y Omega. —Su dedo había trazado una cruz y, en los extremos superior e inferior de ella, ambas letras griegas—. Suyas son las estaciones y las épocas. Gloria a El, y poder, por todas las eras de la eternidad. Bendito sea el Señor, bendito sea San Camber.
Cuando se puso de pie, había extraños símbolos inscritos en los cuatro ángulos de la cruz: los sellos de los cuatro consejeros, que otorgaban su protección sobre el círculo. No bien Tiercel retornó a su lugar, Barrett continuó la letanía y alzó las manos a ambos lados de la cabeza.
—Soy Alfa y Omega, el Comienzo y el Fin, dijo el Señor —entonó Barrett—. Aquel que venza será cubierto de blancos atuendos y no quitaré su nombre del Libro de la Vida, mas confesaré su nombre ante mi Padre y ante sus ángeles.
—Bendición, honor, gloria y poder sean con El, que ocupa el trono, y con el Cordero, por siempre y eternamente —intervino Vivienne, mientras elevaba los brazos al cielo—. Que el Señor muestre Su rostro al virtuoso y defienda la causa de los justos. Oh, Señor, cierne la luz de Tu gracia sobre este círculo, para que aquellos que aguardan dentro conozcan Tu majestad y no se aparten de Tu juicio.
Laran formó el último eslabón del círculo y alzó también los brazos. Entonces, alrededor de los cuatro nobles deryni empezó a brotar un halo de luz de cuatro colores: ámbar, plata, púrpura y azul. Cuando Laran habló, la luz se dispersó hasta que el círculo se formó por completo. Los colores se fundieron y se entremezclaron a medida que sus palabras echaron a rodar por el círculo.
—Oh, Señor, custodia a Tus siervos. Otorga Tus fuerzas a este círculo, para que nada entre desde fuera y nada ayude a los ocho que aquí dentro librarán combate. Protege a los que quedaremos fuera de los prodigiosos poderes que pronto se desplegarán, y resguárdalos de Tu ira.
—Como fue en los primeros días de nuestra existencia —recitaron los cuatro— y como será siempre durante toda la eternidad, Oh, Señor, que así sea hoy. Que así sea.
Entonces, se oyó un retumbar grave, como de trueno, y las luces se unieron para formar una semiesfera de fulgor claro, azul violáceo, alrededor de los doce: consejeros y combatientes. El muro esférico era transparente, pero opaco, y oscurecía levemente lo que había en su interior. El círculo siguiente estaría formado por los ocho contendientes y los aislaría no sólo del mundo exterior, sino de los cuatro que formaban el círculo externo. Ni siquiera los miembros del Consejo Camberiano podrían atravesar el círculo interior.
—El Afuera ha quedado sellado —confirmó el ciego Barrett. Su voz reverberó ligeramente dentro del círculo luminoso—. El Adentro debe seguir, ahora. Tened cuidado: hasta que todos los hombres de uno de los bandos hayan muerto, el Adentro perdurará. Sólo los vencedores abandonarán este anillo.
Se produjo un silencio. Sus palabras se posaron lentamente sobre los duelistas y, entonces, el anciano continuó:
—Os urjo, ahora, a que busquéis la calma. Cread el anillo y haced como sea vuestra voluntad. Proceded por vuestro honor y en Nombre del Altísimo.
Los ocho se miraron con ojos escrutadores. Entonces, Wencit dio un paso adelante y se inclinó en una reverencia formal.
—¿Comenzarás tú, o lo hago yo?
Kelson se encogió de hombros.
—En definitiva, no cambiará mucho las cosas. Procede, si eso quieres.
—Muy bien.
Con una ligera inclinación, Wencit regresó a su lugar y extendió los brazos a ambos lados. El círculo interior debía ser construido por los adalides de los bandos, y separadamente. Así, la primera vez habló sólo Wencit; su voz grave retumbó en la esfera violeta.
Soy Wencit, el rey de Torenth, a Kelson he de retar, que contienda hasta la muerte si alguien lo puede ayudar.
Cuando el círculo se cierre, nadie de él podrá salir hasta que cuatro de un bando se resignen a morir.
De las puntas de sus dedos brotó una lengua de fuego que describió un semicírculo alrededor de él y de sus tres aliados. El arco refulgente de luz violeta se extendió a unos dos metros del círculo exterior. Kelson apretó los labios y, sin mirar a sus compañeros, abrió ambos brazos a los lados del cuerpo.
Kelson Haldane, rey de Gwynedd, acepta el guante enemigo, y luchará hasta la muerte contra el mago torentino.
Que nadie cruce este arco hasta que cuatro perezcan, cuatro, de un mismo estandarte, para que los otros venzan.
Detrás de Kelson se encendió una llamarada escarlata que se unió con la de Wencit. Entonces, se encontraron rodeados por una semiesfera color burdeos de luz púrpura y translúcida. Kelson bajó los brazos y miró a sus camaradas. Todo estaba dispuesto. Se le acercaron y vieron que, en el lado contrario, Wencit era rodeado por sus hombres. Los consejeros observaban lo que sucedía, pero, desde dentro del círculo, sus figuras se distinguían borrosas. Sin embargo, Kelson sabía que no podrían intervenir, por mucho que sucediera. Desde ese momento en adelante, sólo podrían fiarse de sus poderes.
—¿Quieres dar la primera estocada, principito? —se mofó Wencit, y su mano derecha empezó a formar un conjuro preliminar.
—¡Aguarda! —intervino Rhydon—. Caballeros, estamos olvidando los modos que corresponden entre nobles. Aun durante la contienda, hay que observar las formalidades…
Todos los ojos se volvieron hacia Rhydon. El lord extrajo un cacillo de plata de su cinto y una botella de cuero. Sus camaradas sonrieron cuando Rhydon quitó la tapa que lo cerraba. Hasta Wencit cruzó los brazos, con indulgencia.
—En nuestro país, tenemos la costumbre de beber a la salud de nuestros contrincantes en toda contienda real.
Rhydon llenó el cacillo, lo alzó a modo de brindis y bebió la mitad del contenido.
—Desde luego —prosiguió, tendiendo el recipiente a Bran—, prevemos que vosotros imagináis alguna traición en esto. —Vio que Bran tomaba un sorbo con ganas, volvió a llenar el tazón y se lo tendió a Lionel—. Sin embargo, confiamos en desarmar vuestra desconfianza bebiendo nosotros primero.
Lionel alzó la copa y la vació de un trago, antes de pasársela a Wencit. El rey sostuvo el cacillo pacientemente mientras Rhydon lo llenaba por tercera vez.
—Rhydon dice la verdad —señaló Wencit, y sostuvo el recipiente entre ambas manos—. Enemigos, a vuestra salud.
Con una sonrisa repelente, se llevó la taza a los labios y bebió. Entonces, comenzó a dirigirse hacia Kelson.
—¿Beberás ahora, principito condenado?
—No, él no beberá —dijo Rhydon serenamente. Su voz adquirió una nota cortante y áspera.
Wencit se detuvo, sorprendido. Abrió los ojos, intrigado, y se giró lentamente para mirar a Rhydon. Todos los ojos se posaron sobre el deryni de la cicatriz. Lionel y Bran se acercaron inquietos a Wencit, lejos de ese hombre que, de pronto, parecía un desconocido.
—¿Qué significa esto? —preguntó Wencit con frialdad.
Rhydon enfrentó la mirada de Wencit sin pestañear. Una sonrisa sardónica comenzó a formarse en las comisuras de su boca.
—El significado se te hará claro en unos instantes, Wencit —dijo con desenvoltura—. Durante seis años he venido representando mi papel, oculto tras la identidad de otro hombre durante casi todas las horas de mi vida. Sólo lamento que este momento no haya llegado antes.
En el rostro de Wencit asomó una sospecha atroz. Su mirada cayó hasta el cacillo que sostenía en las manos. Lo arrojó al suelo con un grito ahogado de furia.
—¿Qué has hecho?
Sus ojos de hielo atravesaron a Rhydon.
—¿Quién eres?
Rhydon sonrió y respondió con voz grave y mortal:
—No soy Rhydon.